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Empatía táctica

In document Rompe la barrera del no (página 59-67)

Aquel día en Harlem teníamos un problema enorme: no disponíamos de ningún número de teléfono al que llamar en el interior del apartamento. Así que durante seis horas, con el relevo periódico de dos agentes del FBI que estaban aprendiendo a negociar en situaciones de crisis, estuve hablando a través de la puerta del apartamento.

Empleé mi tono de voz de locutor de radio de programa nocturno. Y no lo hice para dar órdenes ni para preguntar qué querían los fugitivos, sino que me imaginé estando en su lugar.

—Parece que no queréis salir —dije repetidamente—. Parece que os preocupa que si abrís la puerta entremos a tiro limpio. Parece que no queréis volver a la cárcel.

Durante seis horas no obtuvimos respuesta. A los entrenadores del FBI les encantaba mi tono de locutor, pero ¿funcionaba?

Y entonces, cuando ya estábamos casi convencidos de que no había nadie dentro, nos llegó por radio la voz de uno de los francotiradores que estaba en un edificio adyacente informando de que había visto moverse una cortina.

La puerta del apartamento se abrió lentamente y salió una mujer con las manos en alto.

Continué hablando. Salieron los tres fugitivos. Ninguno dijo ni una palabra hasta que los tuvimos esposados.

Les hice la pregunta que más me estaba inquietando: ¿Por qué habían salido tras seis horas de silencio? ¿Por qué se habían rendido?

Los tres me dieron la misma respuesta.

—No queríamos que nos cogieran ni que nos pegaran un tiro, pero usted nos tranquilizó —dijeron—. Finalmente vimos que no se iban a largar, así que salimos.

tener la sensación de que estás hablando con alguien que no te escucha. Hacerse el tonto es una técnica válida de negociación y «no entiendo» también es una respuesta legítima. Pero ignorar la posición de la otra parte lo único que hace es generar frustración y disminuir las posibilidades de que hagan lo que queremos.

Lo contrario de eso es la empatía táctica.

En mi curso de negociación explico a mis alumnos que la empatía es «la habilidad para reconocer la perspectiva del interlocutor, y la vocalización de tal reconocimiento». Es una forma académica de decir que la empatía consiste en prestar atención a otro ser humano, preguntarle qué está sintiendo y adoptar el compromiso de entender su mundo.

Observemos que no he dicho nada de estar de acuerdo con los valores o las creencias de la otra persona ni de darle abrazos. Eso es simpatía. De lo que hablo es de intentar comprender una situación desde la perspectiva de otra persona.

Y un paso más allá se encuentra la empatía táctica.

La empatía táctica consiste en comprender los sentimientos y el estado de ánimo de otra persona en un momento dado y también en escuchar lo que está detrás de esos sentimientos de forma que puedas influir más en lo que viene a continuación. Supone dirigir la atención tanto a los obstáculos emocionales como a las vías potenciales que pueden llevarte a un posible acuerdo.

Es inteligencia emocional con un chute de esteroides.

Cuando era policía en Kansas City sentía curiosidad por cómo un puñado selecto de policías veteranos eran capaces de hablar con gente furiosa y violenta hasta conseguir que dejaran de pelearse y soltaran sus cuchillos y sus pistolas.

Cuando les preguntaba cómo lo hacían, raramente me devolvían poco más que el gesto de encogerse de hombros. No eran capaces de poner en palabras lo que hacían, pero ahora sé que la respuesta es «empatía táctica». Eran capaces de pensar desde el punto de vista de la otra persona mientras hablaban con ella y de evaluar rápidamente sus motivaciones.

La mayoría de nosotros abordamos el combate verbal de una forma que hace improbable que persuadamos a nadie de nada, porque lo único que conocemos y

que nos preocupa son nuestros propios objetivos y nuestra perspectiva. Pero los mejores oficiales están sintonizados con la otra parte: su público. Saben que si empatizan pueden modelar a su audiencia por el modo en que la abordan y se acercan a ella.

Este es el motivo por el cual si el oficial de un reformatorio se acerca a un interno esperando que este se resista, generalmente será lo que haga. Pero si lo aborda destilando calma, es mucho más probable que el interno mantenga una actitud pacífica. Parece un hechizo, pero no lo es. Se trata simplemente de que cuando lo que el oficial tiene en mente es su público, puede convertirse en la persona que necesita ser para manejar la situación.

La empatía es una clásica habilidad «blanda» de comunicación, pero tiene una base física. Cuando observamos de cerca el rostro, los gestos y el tono de voz de una persona, nuestro cerebro empieza a alinearse con el suyo en un proceso llamado «resonancia neuronal», y eso nos permite conocer de forma más completa lo que piensa y lo que siente.

En un experimento con un escáner de imagen por resonancia magnética funcional (IRMF),[6] los investigadores de la Universidad de Princeton descubrieron que la resonancia neuronal desaparece cuando la comunicación entre dos personas es pobre. Los investigadores podían predecir cómo de bien se estaban comunicando solo con observar la medida en la que sus cerebros se alineaban. Y vieron que la gente que presta más atención —quienes son buenos escuchando— hasta podían anticipar lo que iba a decir el otro antes de que lo dijera.

Para aumentar tus habilidades de resonancia neuronal, tómate un momento ahora mismo y realiza este ejercicio. Dirige tu atención hacia alguien que esté hablando cerca de ti u observa a alguna persona a la que estén entrevistando por televisión. Mientras habla imagínate que eres esa persona. Visualízate en su misma posición incorporando tantos detalles como puedas, como si de verdad estuvieras allí.

Una advertencia: un gran número de negociadores clásicos considerarán que este planteamiento es absurdo y débil.

Si no, pregúntale a la antigua secretaria de Estado, Hillary Clinton.

Hace pocos años, dando una charla en la Universidad de Georgetown, Hillary Clinton abogó por «mostrar respeto incluso a los enemigos. Intentar comprender y, en la medida de lo posible, empatizar con sus perspectivas y sus puntos de vista».

Ya puedes imaginar lo que pasó después. Toda una caterva de tertulianos y políticos se lanzó sobre ella. Dijeron que su afirmación era estúpida e ingenua, e incluso una señal de que había abrazado la fe de los Hermanos Musulmanes. Y hubo quienes afirmaron que había saboteado todas sus posibilidades en la carrera presidencial. La cuestión es que Hillary Clinton tenía razón. Política aparte, la empatía no tiene que ver con ser amable ni estar de acuerdo con el otro. Tiene que ver con comprenderle. La empatía nos ayuda a entender la posición del enemigo, por qué sus acciones tienen sentido (para ellos) y cuáles pueden ser sus motivaciones.

Si como negociadores usamos la empatía es porque funciona. La empatía es la razón por la que los tres fugitivos salieron después de que estuviera seis horas hablándoles con mi tono de voz de locutor de radio de programa nocturno. Es lo que me ayudó a tener éxito en lo que Sun Tzu llama «el arte supremo de la guerra»: rendir al enemigo sin luchar.

Etiquetar

Volvamos un segundo a la puerta del apartamento de Harlem. No teníamos mucho de lo que tirar, pero cuando tres fugitivos están atrapados en un apartamento en el piso 27 de un edificio de Harlem no hace falta que digan

nada para que sepamos que hay dos cosas que les preocupan: ir a la cárcel o que les maten.

Así que durante las seis horas que pasamos en el sofocante pasillo de aquel edificio, los dos estudiantes de negociación del FBI y yo nos turnamos para no dejar de hablarles. Fuimos rotando para evitar tropiezos verbales y otros errores a causa del cansancio. Y nos ceñimos al mismo mensaje, diciendo lo mismo los tres.

Presta atención a lo que decíamos exactamente: «Parece que no queréis salir. Parece que os preocupa que si abrís la puerta entraremos a tiro limpio. Parece que no queréis volver a la cárcel».

Empleamos la empatía táctica reconociendo y verbalizando las emociones que, predeciblemente, entraban en juego. No nos limitamos a ponernos en el lugar de los fugitivos. Localizamos sus sentimientos, los tradujimos a palabras y después, con mucha calma y sin faltarles el respeto, se las repetimos a ellos.

En una negociación eso se llama etiquetar o labeling.

Las etiquetas son una forma de validar las emociones de otra persona diciéndolas en voz alta. Al poner nombre a las emociones del otro, lo que demuestras es que te estás identificando con cómo se siente esa persona. Te acercará a ella sin tener que preguntar por factores externos de los que no sabes nada («¿Cómo está tu familia?»). Considera las etiquetas como un atajo hacia la intimidad, un hackeo emocional que te ahorrará tiempo.

Las etiquetas ofrecen ventajas cuando el interlocutor está tenso. El hecho de exponer los pensamientos negativos abiertamente —«Parece que no queréis volver a la cárcel»— los hace de pronto menos amenazadores.

En un estudio del cerebro por imagen,[7] el profesor de psicología Matthew D. Lieberman, de la Universidad de California de Los Ángeles, descubrió que cuando a la gente se le muestran fotografías de caras que expresan una emoción fuerte, el cerebro registra una mayor actividad en la amígdala, la parte que genera el miedo. Pero cuando se les pide que etiqueten el tipo de emoción que

están viendo, la actividad se desplaza a las áreas del cerebro que gobiernan el pensamiento racional. En otras palabras, etiquetar una emoción —definir el miedo— interrumpe la crudeza de su intensidad.

Las etiquetas son una herramienta sencilla y versátil que te permitirá tanto reforzar los aspectos positivos de la negociación como diluir los negativos. Pero tienen reglas muy específicas en cuanto a la forma y el modo de expresarlas, cuestión que las aleja de la simple charla y las acerca más a un arte formal, como la caligrafía china.

Para la mayoría de la gente es una de las herramientas de negociación más incómodas que se pueden usar. Antes de emplear las etiquetas por primera vez, mis alumnos casi siempre me dicen que esperan que su interlocutor salte y les grite: «¡No te atrevas a decirme cómo me siento!».

Un secreto: la gente ni siquiera se da cuenta.

El primer paso de la técnica del etiquetado es detectar el estado emocional de la otra persona. Frente a esa puerta de Harlem ni siquiera podíamos ver a los fugitivos, pero la mayor parte de las veces dispondremos de mucha información en las palabras, el tono y el lenguaje corporal de la otra persona. A estos tres aspectos los llamamos «letra, música y baile».

El truco para descubrir los sentimientos es prestar atención a los cambios que sufre la otra persona cuando responde a los acontecimientos externos. A menudo, esos acontecimientos serán tus palabras.

Si le preguntas a alguien por su familia y las comisuras de los labios de tu interlocutor se desplazan hacia abajo, aunque te conteste que todo va fabulosamente sabrás que no es así; si su tono de voz se vuelve inexpresivo al hablar de un colega, quizá exista un problema entre los dos; y si el casero mueve los pies inconscientemente cuando le hablas de los vecinos, está claro que no los tiene en gran estima (en el capítulo 9 profundizaremos en cómo detectar y emplear estas pistas).

Lo que hacen los videntes es recolectar todos estos pequeños detalles informativos. Miden el lenguaje corporal de su cliente y le hacen algunas

preguntas inocentes. Cuando, unos minutos después, le «adivinan» el futuro, en realidad solo le están diciendo lo que quiere oír a partir de esos pequeños detalles que han recogido. Por esa misma razón, un gran número de videntes serían excelentes negociadores.

Una vez que hayas detectado la emoción que te interese destacar, el siguiente paso es etiquetarla en voz alta. Las etiquetas pueden expresarse en forma de afirmaciones o de interrogantes. La única diferencia es si la frase termina con una inflexión ascendente o descendente. Pero al margen de cómo acaben, las etiquetas casi siempre empiezan más o menos con las mismas palabras. «Parece que...» «Suena a que...» «Da la sensación de que...» Advierte que decimos «Suena a que...» y no «Lo que oigo es...». Eso se debe a que el uso de la primera persona hace que la gente se ponga en guardia. Cuando dices «yo» significa que estás más interesado en ti mismo que en el otro, y tendrás que aceptar la responsabilidad de las palabras que siguen y de lo ofensivas que puedan resultar.

Pero si expresas una etiqueta como una afirmación neutral y comprensiva, animas a tu interlocutor a mostrarse receptivo. Habitualmente darán una respuesta más larga que un «sí» o un «no». Y si no están de acuerdo con la etiqueta, no pasa nada. Siempre puedes dar un paso atrás y decir: «No quise decir que sea eso lo que sucede. Solo que lo parece».

La última regla del etiquetado es el silencio. Una vez que hayas puesto una etiqueta, guarda silencio y escucha. Todos tenemos tendencia a desarrollar lo que acabamos de decir, a terminar una frase: «Parece que te gusta cómo te queda esa camisa», con una pregunta específica: «¿Dónde la compraste?». Pero el poder de la etiqueta es que invita a que la otra persona se abra.

Para que no dudes de lo que estoy diciendo, haz una pausa en la lectura y pruébalo: inicia una conversación con alguien, etiqueta alguna de las emociones

de tu interlocutor —no importa si estás hablando con el cartero o con tu hija de diez años— y quédate en silencio, permitiendo que la etiqueta haga su trabajo.

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