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Recapitulación y reflexión final

In document arlamento onstitución (página 94-98)

Universidad de Oviedo

IV. Recapitulación y reflexión final

La conclusión de todo lo anterior podría formularse, seguramente, a través de un sencillo silogismo:

a) Compete al Estado, según el art.149.1.17 CE, la configuración del sistema de seguridad social, en su dimensión subjetiva (ámbito de aplicación) y en su dimensión objetiva (acción protectora), pues no otra cosa significa, a fin de cuentas, la competencia en materia de «legislación básica» y de «régimen eco-nómico».

b) Se impide a las Comunidades Autónomas, en consecuencia, incidir en esa configuración, tanto de forma directa (modificando, por ejemplo, el ámbito sub-jetivo o el alcance de la acción protectora), como de forma indirecta o soterrada (variando, por ejemplo, el montante de las prestaciones, aun cuando sea por ele-vación, o los requisitos o presupuestos de acceso).

c) Siendo así, han de reputarse de contrarias al orden constitucional de com-petencias aquellas medidas autonómicas que, con independencia de su denomi-nación o de su presentación formal, suponen materialmente una ampliación de

los beneficiarios del sistema, o una variación de la cuantía o clase de prestacio-nes percibidas por los mismos.

No quiere decirse con ello que tal reparto de competencias sea el único posi-ble, ni siquiera el mejor de los posibles. Se quiere poner de relieve, más bien, que ésa es, a nuestro juicio, la actual distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (por vía, sobre todo, del art.149.1.17 CE), y la conclusión más correcta a la vista de ello y de la configuración que da la ley a nuestro sistema de seguridad social (respaldada, no nos olvidemos, por el art.41 CE). De ella resulta, desde luego, una concepción eminentemente centra-lista, o centralizada, de la seguridad social; pero quizá no exista otra alternativa en ese estado de cosas, y, a fin de cuentas, si se quiere preservar el «sistema», como por lo demás exige el art.41 CE.

Cabe decir, para ser más concretos, que en este terreno probablemente no valga la lógica que habitualmente prima en el análisis de los preceptos dedica-dos al reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Si desde una perspectiva general puede estar justificada la interpretación “pro-autonómica”, porque así lo demanda, en efecto, el reconocimiento de la “nomía de las nacionalidades y regiones” (art.2 CE), y las expectativas de auto-rregulación y diferenciación que ello comporta, no parece que ése sea el mejor método para el mantenimiento y la viabilidad de una institución que por defini-ción es única y “universal”, que se nutre de fondos pertenecientes a todos, y que aspira a otorgar una protección igual para todos.

Con independencia de que en algún momento, o desde alguna aproximación doctrinal, la seguridad social haya sido considerada como un “servicio público”, es evidente que no se trata de un servicio ordinario o “normal”. No implica, dicho de otra manera, una mera prestación de servicios a los ciudadanos (como la educación, la cultura e incluso la sanidad), en la que pueden tener cabida desde luego distintas concepciones o “políticas”, e incluso en la que la rivalidad o competencia entre distintos “prestadores” puede ser factor de mejora y pro-greso. Se trata, por el contrario, de un instrumento financiero que actúa con una dinámica muy particular (en parte aseguradora, en parte prestacional), y cuyo mantenimiento requiere un compromiso solidario de todos. Recurriendo de nuevo al art.2 CE, podría decirse que debe primar aquí más la “solidaridad” que la autonomía.

A nadie se le escapa, por supuesto, que todo ello depende, a la postre, de los criterios que se defiendan acerca de los métodos de protección social de la

ciu-dadanía. Si olvidamos ahora la exigencia del art.41 CE (y también la experien-cia histórica, que nos lleva, ciertamente, a la preservación del sistema actual), es claro que ese objetivo de protección puede perseguirse a través de otros meca-nismos, y que el sistema de seguridad social puede verse como una opción más, de ningún modo necesaria ni para el funcionamiento de la sociedad ni para su protección. A la postre, que exista o no un sistema de seguridad social como el que venimos conociendo, o incluso que existan o no otros mecanismos de pro-tección social, o que ésta se organice de una u otra manera (en sentido unifica-dor o en sentido descentralizaunifica-dor, para abreviar), no son más que decisiones políticas, esto es, decisiones de la propia sociedad, que dependen de manera muy estrecha de opciones ideológicas o de “ingeniería social”.

De entenderse necesario algún tipo de protección social, podría optarse, para ser más claros, entre muchos ejemplos o modelos. Básicamente, entre el mode-lo tradicional, basado en la solidaridad de todos mode-los ciudadanos (y de todas las generaciones), y estructurado por criterios de igualdad y homogeneidad, y otros modelos alternativos, en los que podría darse más preponderancia al elemento sectorial o profesional, al componente asistencial, o a la iniciativa privada, y en los que, desde la perspectiva que ahora nos interesa, probablemente pudiera hacerse un mayor hueco para decisiones de ámbito regional o autonómico (o incluso de ámbito inferior), con las consecuencias pertinentes en el plano finan-ciero o en el de la acción protectora.

Esta segunda opción difícilmente podría dar lugar, sin embargo, a un sistema “universal” de protección, con la igualdad de trato que le es implícita; daría lugar, a lo sumo, a pequeños sistemas, o a un sistema de “geometría variable”, como gusta de decirse en los últimos tiempos. No debe perderse de vista, ade-más, que por simples cálculos actuariales, la fortaleza de un sistema de protec-ción (sobre todo, si se sustenta parcial o totalmente sobre principios asegurato-rios) depende muy estrechamente de su ámbito espacial y subjetivo: el grado de solidaridad y la capacidad de redistribución del riesgo y de los beneficios será tanto mayor cuanto mayor sea el ámbito de referencia, lo mismo que las posibi-lidades de cubrir adecuadamente las situaciones de necesidad de la población.

Todo lo que sea parcelación o disgregación en la política de protección social puede acabar, a la postre, por disminuir la eficacia del sistema, o cuando menos su nivel de recursos y su grado de solidaridad. El progreso, por lo tanto, no pare-ce que esté en la actuación unilateral, sino en la conjunción y unificación de esfuerzos, en la que, por supuesto, puede abrirse espacio para la participación de todas las instancias interesadas. A menos, así lo ha demostrado la historia de la

previsión social. No se entiende bien, en consecuencia, el revestimiento progre-sista que a veces se ha querido dar a ciertas intervenciones autonómicas.

No hace falta decir, por lo demás, que las conclusiones que aquí se defienden valen también para una hipotética intervención de las Corporaciones Locales en este terreno (anunciada, como ya vimos, en algún caso); sin perjuicio de que en tal contexto hubiera que aplicar, como es obvio, parámetros normativos parcial-mente distintos.

EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS Y LAS PRERROGATIVAS

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