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LA REFORMA EN LOS PAÍSES BAJOS

EL ÍNTERIN DE AUGSBURGO

CAPITULO 10: LA REFORMA EN LOS PAÍSES BAJOS

Como en el resto de Europa, el protestantismo logró adherentes en los Países Bajos desde fecha muy temprana. En 1523, en la ciudad de Amberes, fueron quemados los dos primeros mártires de la causa. Pero, a pesar de haber penetrado en la región desde entonces, y de tener numerosos seguidores, el protestantismo no logró imponerse sino a costa de grandes sacrificios y largas guerras. Esto se debió particularmente a las condiciones políticas que reinaban en los Países Bajos.

Cerca de la desembocadura del Rin, existía un complejo grupo de territorios que se conocía como las "Diecisiete Provincias", y que comprendía aproximadamente lo que hoy son Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Estos diversos territorios habían quedado unidos bajo el señorío de la casa de Austria, y por tanto Carlos V los heredó de su padre Felipe el Hermoso. Puesto que Carlos había nacido y se había educado en la región, gozaba de gran simpatía entre los naturales, y bajo su gobierno las Diecisiete Provincias llegaron a tener más unidad que nunca antes.

Pero esa unidad política era en cierto modo ficticia. Aunque Carlos se esforzó por producir instituciones comunes, durante todo su reinado cada territorio conservó buena parte de sus viejos privilegios y forma particular de gobierno. Además, no existía entre ellos unidad cultural, pues mientras en el sur se hablaba el francés, el holandés era el idioma del norte, y entre ambos existía una amplia zona de lengua flamenca. En lo eclesiástico, la situación era todavía más compleja, pues la jurisdicción de las diversas diócesis no concordaba con las divisiones políticas, y buena parte de los Países Bajos estaba supeditada a sedes de fuera de la región.

Cuando en 1555 Carlos V abdicó en Bruselas a favor de su hijo Felipe esperaba que éste continuara su política de unificación de la zona. Y esto fue precisamente lo que intentó Felipe. Pero lo que su padre había comenzado no era fácil de continuar. Carlos era visto en los Países Bajos como flamenco, y de hecho ese idioma fue siempre el que habló con más naturalidad. Felipe, por su parte, se había educado en España, y tanto su habla como su perspectiva eran esencialmente españolas. Cuando, en 1556, recibió de su padre la corona de sus bisabuelos los Reyes Católicos, a ella comenzó a prestarle mayor atención. Los Países Bajos y sus intereses quedaron entonces supeditados a España y los suyos. Esto a su vez creó un profundo resentimiento entre los habitantes de la región, que se opusieron tenazmente a los intentos de Felipe de terminar la unificación, de las Diecisiete Provincias, y hacerlas parte hereditaria de la corona española.

Bajos un fuerte movimiento reformador. No se olvide que allí tuvieron su origen los Hermanos de la Vida Común, y que Erasmo era natural de Rótterdam. Uno de los temas característicos de los Hermanos de la Vida Común era la lectura de las Escrituras, no sólo en latín, sino también en los idiomas vernáculos. Por tanto, al aparecer la Reforma protestante encontró abonado el suelo de los Países Bajos. Pronto los predicadores luteranos llegaron a la región, y lograron numerosos conversos. Poco después los anabaptistas, particularmente los que seguían las enseñanzas de Melchor Hoffman, se abrieron paso en el país. Téngase en cuenta que los jefes de la Nueva Jerusalén, en Munster, eran originarios de los Países Bajos. Otros trataron de unírseles, pero fueron interceptados por las fuerzas de

"Carlos V, y muchos de ellos fueron muertos. Después hubo varias intentonas por parte de los anabaptistas más radicales de apoderarse de diversas ciudades, aunque ninguna de ellas tuvo buen éxito. Por último llegaron los predicadores calvinistas, procedentes tanto de Francia como de Ginebra y el sur de Alemania. A la postre, el calvinismo seria la forma característica del protestantismo de la región.

Carlos V tomó fuertes medidas contra el protestantismo. Repetidamente hizo promulgar edictos contra ese movimiento, y en particular contra los anabaptistas, que fueron los que más persecución sufrieron. La frecuencia de tales edictos es prueba fehaciente de ello. Los muertos se contaron por decenas de millares. Los jefes eran quemados; los seguidores, decapitados; y para las mujeres anabaptistas se reservaba la terrible suerte de ser enterradas vivas. Pero a pesar de todo ello el protestantismo seguía avanzando.

Hay indicios de que, hacia fines del reinado de Carlos V, comenzó una fuerte corriente de oposición a tales crueldades. Pero Carlos era un soberano popular, y en todo caso la mayoría de la población estaba todavía convencida de que los protestantes eran herejes, y merecían los castigos que se les aplicaban.

Felipe, que desde el principio fue impopular, aumentó esa impopularidad mediante una política que combinaba la necedad con la obstinación y la hipocresía.

Con el propósito de hacer valer su autoridad en el país, especialmente después que marchó hacia España y dejó como regente a su media hermana Margarita de Parma, acuarteló en él tropas españolas. Tales tropas tenían que sostenerse con los recursos del país, y además causaban fricciones constantes con los habitantes, que se preguntaban por qué era necesario tener allí ejércitos extranjeros. Puesto que el país no estaba en guerra, la única explicación que cabía era que Felipe dudaba de la lealtad de sus súbditos.

A esto se sumó el nombramiento de nuevos obispos, con poderes inquisitoriales. No cabe duda de que era-necesario reorganizar la iglesia en las Diecisiete Provincias; pero el procedimiento y el momento que Felipe escogió no fueron apropiados. Parte de la explicación oficial que se dio para la formación de los nuevos obispados s fue que precisaba extirpar la herejía. Los habitantes de los Países Bajos sabían que en España la Inquisición se había vuelto un instrumento en manos del estado, y temían, no sin razón, que el Rey proyectara hacer lo mismo en las Diecisiete Provincias.

Para colmo de males, Felipe y la Regente no parecían prestarles atención a los más fieles de sus súbditos en el país. El príncipe de Orange, quien había sido amigo íntimo de Carlos V, y el conde de Egmont, quien le había prestado distinguidos servicios en el campo militar, fueron hechos miembros del Consejo de Estado; pero no se les consultaba sobre las cuestiones más importantes, que eran decididas por la Regente y sus consejeros foráneos. De ellos el más detestado era el obispo Granvella, a quien los naturales del país culpaban de todas las injusticias y vejaciones de que eran objeto.

Como las protestas iban en aumento, Felipe II retiró a Granvella. Pero pronto los que protestaban se dieron cuenta de que el depuesto ministro no hacia sino obedecer las órdenes de su amo, y que era el Rey mismo quien establecía las prácticas y políticas ofensivas. Enviaron entonces a Madrid al conde de Egmont, a quien Felipe recibió amablemente e hizo toda clase de promesas. El embajador regresó complacido, hasta que leyó en el Consejo la carta sellada que el Rey le había dado, en la que contradecía todas las promesas hechas. Al mismo tiempo, el Rey le enviaba a la Regente instrucciones en el sentido de que fueran promulgados los decretos del Concilio de Trento contra el protestantismo, y que fueran ejecutados todos los que se opusieran.

Las órdenes reales causaron gran revuelo. Los jefes y magistrados de las Diecisiete Provincias no estaban dispuestos a condenar al crecido número de sus conciudadanos para quienes el Rey decretaba la pena de muerte. Varios centenares de nobles y burgueses se unieron entonces en un "Compromiso" contra la Inquisición, y marcharon a presentarle sus demandas a la Regente. Cuando ésta se mostró perturbada, uno de sus consejeros le dijo que no tenía por qué temerles a "esos mendigos".