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El poder político y sus límites en la obra de Quevedo

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en la obra de Quevedo

Ignacio Arellano Universidad de Navarra-GRISO

[La Perinola (issn: 1138-6363), 12, 2008, pp. 17-33]

Es sobradamente conocida la inclinación política de Quevedo, de quien Müller1 escribe que «era constitutivamente un homo politicus», y esa pasión política, además de en su actividad personal, se traduce en obras como Grandes anales de quince días, Lince de Italia, Marco Bruto,

Po-lítica de Dios o La Hora de todos, que exploran las diversas vías del tema

indicadas por Rosales2 y Pelorson3, desde la teoría moral antimaquiavé-lica hasta el panfleto. En este sentido Quevedo, es ciertamente el escritor más político de los grandes poetas del XVII4, siglo en el que tal materia, manifestada en sátiras, tratados, escritos de buen gobierno, arbitrios y otras modalidades de discursos conoce un auge excepcional.

La reflexión política de Quevedo se halla diseminada por toda su obra, aunque alcance especial relevancia en algunas como las citadas. Buena parte de la misma hay que situarla en el marco de las ideas do-minantes en su época, que glosa, comenta y precisa.

Una de las cuestiones que merece la pena examinar es la de los lími-tes del poder, asunto centrado fundamentalmente en las figuras del rey y del privado, y que trata Quevedo a menudo, de modo implícito o ex-plícito, en especial en las descripciones o evocaciones del modelo del príncipe cristiano5 y en variadas consideraciones sobre el recto ejercicio del poder. En lo que se refiere a los límites de este ejercicio podrían dis-tinguirse dos categorías distintas, según procedan de unas u otras cir-cunstancias: una primera, que podría calificarse mejor de «limitaciones» sería la constituida por los obstáculos objetivos externos a la concepción misma del poder real —obtáculos que a su vez pueden deberse a

actitu-1 Müller, 1978, p. 221.

2 Rosales, 1966, distingue el tratamiento teórico, la política moral y la sátira política. 3 Pelorson, 1981, la divide en crítica de personajes políticos, político-moral,

compa-raciones satíricas entre países.

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des, bien culpables, bien sin culpa, del gobernante—; y una segunda que podría calificarse de «límites» u obstáculos éticos, constituida por la teo-ría legitimadora del poder defendida por Quevedo, la cual supone una serie de obligaciones en el monarca y en el privado que impiden un uso arbitrario y libérrimo de su poderío.

Las limitaciones del poderoso

Es evidente que no todos los monarcas tienen la misma capacidad de gobierno ni ejercicio del poder. Unas importantes limitaciones pro-ceden de la poca capacidad o la incompetencia de algunos reyes y pri-vados: sencillamente no saben o no pueden desarrollar sus tareas de modo adecuado. Es el caso de Felipe III, por ejemplo, cuya crítica no se oculta por los elogios que le dirige en Grandes anales de quince días y otros lugares. La conocida piedad religiosa del rey no disculpa su deja-ción de obligaciones de reinar y la entrega de responsabilidades a sus ministros: «con docilidad se aplicaba a lo que querían las personas de quien se fiaba» (p. 111), «Hablar de su condición es procesar a los que se la descaminaron» (p. 111), «tuvo el entendimiento sitiado y no obe-decido, y la maña le supo limitar la vista y retirar los oídos. Vivió para otros y murió para Dios» (p. 112)6, etc. Esta «limitación» de la vista y de los oídos del rey apuntan a los malos privados, que constituyen uno de los mayores obstáculos para el buen ejercicio del poder real, como glo-saré enseguida.

Otro caso arquetípico es el del Archiduque de Austria en el Mundo

caduco, cuya incompetencia y cortedad perjudica injustamente a los

us-coques y da alas a las violencias venecianas. A las malas mañas de los venecianos opone el Archiduque Fernando una «indignación perezosa y entretenida en una prudencia lánguida» (p. 64)7, de la que se quejan los uscoques:

Quien sufre al cobarde le alienta. ¿Por qué camino no ha desperdiciado vuestra alteza cortesía con ellos? ¡Qué ruegos no ha perdido! ¡Qué

5 Tema omnipresente en el Siglo de Oro. Baste recordar tratados tan conocidos como

el Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano, de Rivadeneira, los Emblemas regiopolíticos de Juan de Solórzano Pereira o la Idea de un príncipe político cristiano de Saavedra Fajardo… Ver Maravall, 1984, en especial el capítulo «Maquiavelo y maquia-velismo en España», pp. 41 y ss., donde recoge bibliografía pertinente y cita otros muchos tratados políticos y de educación de príncipes del Siglo de Oro. Más bibliografía y comen-tarios sobre esta literatura de espejos de príncipes en Díaz Martínez, 2000, pp. 27-49.

6 Indicaré en la bibliografía los datos completos de las ediciones usadas a las que se

refieren mis precisiones de páginas para las citas. Para Grandes anales uso la edición de Roncero, 2005. Estas críticas a la demasiada religiosidad del rey en detrimento de su obligación de gobierno son frecuentes en la época. Ver para otras observaciones sobre las ideas y actitudes de Quevedo respecto de los reyes de su tiempo y Felipe III en con-creto Peraita, 1994; Ettinghausen, 1999. También Roncero, 1991. En mis citas siempre modernizo grafías y acentuación aunque las ediciones usadas no lo hagan.

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diligencias no ha malogrado! Y por esto, de la soberbia y lozanía que hoy tienen es culpada la remisión de vuestra alteza (p. 66).

Y una vez coronado Emperador actúa con la misma ineficacia ante la rebelión de los bohemios que se le oponían, mostrando una clemen-cia impertinente:

Luego trató de perdonar a los bohemios y sosegarlos, restituyéndolos a su gracia, diligencia tan piadosa cuanto mal lograda. Y conociose aquí cuánto más peligrosa es en los reyes la clemencia con los traidores que sus armas y sus odios, pues el ánimo vil se alienta con la piedad que desprecia, y se desmaya con el castigo que huye; y aquel rey es tirano contra sí que perdona al que desprecia su bondad (p. 96).

Estos príncipes de defectuosas cualidades son presa fácil del peor de los obstáculos: los aduladores, lisonjeros falsos y malos ministros. A Fe-lipe III le limitaban vista y oídos según la expresión de Grandes anales;

como alusión indirecta pero transparente al mismo rey pueden interpre-tarse las palabras de Política de Dios8, en las que se critica a los reyes cie-gos, cuyas cataratas son las adulaciones que los apartan de sus deberes y los validos interesados: como ciegos que son estos reyes no tienen ce-tro ni poder alguno, sino un bordón miserable con el que tantean su descaminado camino:

No se han de persuadir los reyes que no están ciegos porque no tienen tapados los ojos, porque no tienen nubes ni cataratas. Hay muchas diferencias de mal de ojos en los reyes. Quien les aparta la vista de su obligación les sirve de cataratas […] de venda que les subre los ojos […] este les hace el cetro bordón, y ellos tientan y no gobernan (Política de Dios, p. 169).

Otra imagen paralela a la del bordón es la de la caña: igual que a Cristo le pusieron los sayones una caña en las manos como cetro de bur-la, a muchos reyes «les han hecho reinar en cañas, trocándoles en ellas el cetro de oro para que su poderío se quebrante en ellos y no ellos con él» (Política de Dios, p. 171).

Los lisonjeros anulan los sentidos y potencias de los reyes, los ena-jenan y los destruyen, les quitan todo el poder y autoridad:

Señor, este género de alabanzas en los oídos de los príncipes de la tierra son peste que les pronuncian con las palabras estos lisonjeros; son ensalmo de veneno; no dejan que el príncipe sea señor de sus sentidos y potencias; no sabe sino lo que ellos quieren, y sólo eso se ve, cree y entiende. De manera que la voluntad del lisonjero le sirve de ojos, de orejas, de lengua y de entendimiento (Política de Dios, p. 194).

Todas estas limitaciones que imponen los lisonjeros y malos minis-tros al rey acaban en última instancia revelando las deficiencias del mo-narca, una de cuyas obligaciones principales es saber elegir bien a sus servidores y discriminar las informaciones necesarias9. Si no lo hace

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convenientemente su poder queda desplazado por los validos y subor-dinados que se alzan con la grandeza que solo corresponde al monarca. Esta es una de las principales acusaciones hechas contra el Duque de Lerma y sus protegidos, en especial don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias. Gracias a la flaqueza de Felipe III, Lerma protagoniza una verdadera usurpación10. En la serie de semblanzas que cierran los

Gran-des anales de quince días las de Felipe III y Lerma no requieren especiales

comentarios en este sentido:

Veis aquí a don Felipe III, nuestro señor, ocupado en desarmarse contra sus peligros, entretenido en premiar su persecución y atento al diverti-miento. Empezó el Duque a derramar en sus criados y deudos y a crecer en todo con paso tan apresurado que parecía recatarse de alguna hora envidiosa […] Los gobernadores y virreyes iban a las provincias a traer y no a gobernar, y los reinos servían a una codicia duplicada, pues el despojo había de ser bastante a tener y a dar. Por este camino vinieron los reinos de su majestad a enflaquecerse, a debilitarse (poco digo), a tener una vida dudosa y un ser poco menos miserable que la muerte. El real patrimonio andaba peregrinando de casa en casa, fugitivo de la corona y encubierto de diferentes esponjas. (Grandes anales, p. 104)

Lerma, en efecto, «no fue privado de rey; otro nombre más atrevido encaminó sus atrevimientos dichosos, pues pareció más competir a su dueño que obedecerle» (p. 113). Venganza de su ambición fueron los protegidos suyos, que hicieron con él lo que él hizo con el rey: «Vengó de sí mismo a don Felipe III, dejándose poseer de valimientos en sus criados tiranamente poderosos: fue posesión del marqués de Siete Igle-sias y de otros muchos, en quien dividida su libertad y grandeza, le vi-mos con desaliño desperdiciar su poder» (p. 113).

Después de semejantes denuncias poco crédito, más allá de una mera excusa retórica, puede darse a afirmaciones quevedianas en las cuales se intentan exculpar las debilidades de Felipe III:

Dignos son de todo castigo aquellos que con ánimo sacrílego se atreven a juzgar a los reyes, pues no pueden alcanzar la disculpa de sus acusaciones los que no hubieren sido y tuvieren experiencia de los encantamientos de la adulación, de los divertimientos inevitables de la maña y de la prisión que a un monarca fabrican los ambiciosos. (Grandes anales, p. 104)

Pero ¿qué viene haciendo a menudo Quevedo en estos Grandes ana-les, o qué hace en la Política de Dios, sino juzgar a los reyes? Juicio sobre un rey es también la Carta a Luis XIII en que denuncia acerbamente la influencia de Richelieu, ejemplo de mal valido de intenciones usurpa-doras, anulador del poder real, pero en donde culpa en última instancia al propio rey por haberse dejado dominar: «hallo la propia culpa y más descrédito en vuestra soberanía en obedecer para esto su astucia [la de Richelieu] que si lo obráredes por algún desabrimiento de vuestra

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dición» (Carta a Luis XIII, p. 273)11. Acusación que le pareció indecoro-sa a Jáuregui, mucho más contemporizador que Quevedo:

Afirmo que es detestable proferir contra un rey desacatos, y darle en rostro con palabras tan manifiestas injurias, aunque se funden en verdades y en evidencias12.

Pero como se verá enseguida, Quevedo no ceja nunca en su empeño de precaver el rey contra el poder excesivo del privado que redunda en la pérdida del propio poder real, único legítimo. Incluso aquellos priva-dos que empiezan bien pueden acabar mal, y siempre existe el riesgo de ensombrecer al príncipe. Es el caso del propio Olivares, cuyas relaciones con Quevedo, como se sabe, sufren muchos altibajos. Cuando cae de la privanza (23 de enero de 1643) Quevedo escribe su Panegírico a la

ma-jestad del rey nuestro señor don Felipe IV13, donde explaya la imagen, que

repite en otros varios textos, del sol para el rey, cuya luz (símbolo del poder y autoridad) queda velada por las nubes y nieblas de los privados: Acabasteis los años que vuestra luz nos la dispensaron pálida vapores que levantasteis y se condensaron nubes, por cuyos ceños el día que os enviábades como sol clarísimo descendía a nuestros ojos anochecido en los tránsitos que le esquivaron con sombras. (p. 483)

Y más adelante continuando con el desarrollo de la alegoría (p. 493): «Ya miro a la piedad, desembarazada del eclipse que padecía, amanecer en vuestra magnanimidad como en su oriente». Ya la había usado en el Marco Bruto con mucha mayor extensión y riqueza de deta-lles y de alusiones a maravillosos sucesos relacionados con el sol. Cito solo un fragmento:

Esclarecido y digno maestro de los monarcas es el sol: con resplande-ciente dotrina los enseña su oficio cada día, y bien clara se la da a leer escrita con estrellas. Entre las cosas de que se compone la república de la naturaleza, espléndida sobre todas es la majestad del sol. […] Y pues ninguno es tan grande como el sol, ni tiene tantas cosas a su cargo, para acertar deben imitarletodos. Han de ir, como él, por donde conviene; mas no siempre han de ir por donde empezaron ni por donde quieren. […] No se ve cosa en el sol que no sea real. Es vigilante, alto, infatigable, solícito, puntual, dadivoso, desinteresado y único. Es príncipe bienquisto de la naturaleza, porque siempre está enriqueciéndola y renovándola de los elementos vasallos suyos: si algo saca, es para volvérselo mejorado y con logro. […] No da a nadie parte en su oficio. Con la fábula de Faetón enseñó que a su propio hijo no le fue lícito, pues fue despeñado y convertido en cenizas. Fábula fue Faetón; mas verdad será quien le imitare: cosa tan indigna que no pudo ser verdad en el sol, y lo puede ser en los hombres. […] No carecen de dotrina política sus eclipses. En ellos se aprende cuán

11 Cito por la edición de Peraita, 2005.

12 Memorial al rey nuestro señor, citado por Peraita, nota 46, p. 273 de su edición de

Carta a Luis XIII.

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perniciosa cosa es que el ministro se junte con su señor en un propio grado, y cuánto quita a todos quien se le pone delante. […] Y para que conozcan los reyes cuán temeroso y ejecutivo riesgo es el levantar a grande altura los bajos y los ruines, apréndanlo en el sol, que sólo se anubla y se anochece cuando alza más a sí los vapores humildes y bajos de la tierra, que, en viéndose en aquella altura, se cuajan en nubes y le desfiguran. (Marco Bruto, pp. 933-934)

Volveré más adelante sobre el tema de la privanza.

Pero no solo los privados y aduladores limitan los poderes y autoridad del rey. También el pueblo tiene su poderío. Quevedo no concede al pue-blo la legitimidad generadora de todo poder político, pues defiende la idea de un rey de derecho divino, pero lo aplica vicariamente al caso de los privados, aunque se le escapa alguna vez también la mención del mo-narca: ningún poderoso lo es verdaderamente sin el apoyo del pueblo:

no ha de hacer un rey o privado cosa que pueda escandalizar el pueblo […] ha de asegurarle y hacerse no señor, sino compañero de todos. […] Más fácilmente reduce el pueblo aunado a su voluntad los poderosos (que sin él no lo son) que los poderosos al pueblo. Los grandes entre sí solos no pueden hacer pueblo ni multitud y el pueblo puede hacer grandes o ministros los que quisiere (Discurso de las privanzas, p. 237)14.

El buen rey gozará del apoyo de su pueblo, lo que asegurará su po-der y autoridad, pero si el pueblo se le pone enfrente difícilmente man-tendrá su monarquía. Conservar su autoridad y poder es tarea difícil que no estriba en un absolutismo arbitrario sino en la sujeción a ciertos principios superiores a los que debe obedecer el mismo rey.

Sin embargo hay ciertas limitaciones inculpables que no está en la mano del rey evitar: otros enemigos poderosos (reyes rivales), proble-mas heredados, catástrofes naturales, azares ineludibles a que está suje-ta toda vida humana y que hacen al rey consciente de que sigue siendo un hombre y no un dios como pretendían los emperadores romanos.

Ejemplo de estas limitaciones reflejadas en la obra de Quevedo son las dificultades económicas con las que se hallan Felipe IV y Olivares, provenientes de reinados anteriores. Recuerda Domínguez Ortiz «con cuánta verdad pudo decir un ministro de hacienda a Felipe IV que cuan-do entró a reinar solo encontró el título de rey, porque las rentas que no estaban enajenadas a perpetuidad estaban y gastadas hasta el año 1627»15, asunto que reitera Quevedo en El chitón de las tarabillas. Los pri-vilegios, fueros, legislaciones y costumbres antiguas suponen otras im-portantes limitaciones: Olivares quiso implantar la Unión de Armas, que a juicio de los catalanes lesionaba sus fueros, y se produjo la rebelión. Quevedo interviene en la polémica con La rebelión de Barcelona ni es por

14 Cito por la edición de Díaz Martínez, 2000.

15 Citado en Roncero, 2000, p. 144. Comp. Cómo ha de ser el privado, vv. 1111-1113,

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el güevo ni es por el fuero16 y critica la actitud catalana, atenida a un caos de fueros que no deja resquicio al rey o sus virreyes para el gobierno:

el conde de Barcelona no es dignidad, sino vocablo y voz desnuda. […] Ser su virrey es tal cargo que a los que lo son se puede decir que los condenan y no que los honran. Su poder en tal cargo es solo ir a saber lo que él y su príncipe no pueden. Sus embajadas a su gobernador cada hora no tratan de otra cosa sino de advertirle que no puede ordenar ni mandar ni hacer nada, anegándole en privilegios… (p. 465)

En cuanto a los desastres naturales, naufragios de flotas, o derrotas en batallas, son cosas que hay que tomar como lección para aprender de ellas, bien fortaleza estoica para soportarlas, bien medios de prevenirlas en lo posible (Cómo ha de ser el privado, vv. 2899-2983).

Pero nos interesan más los límites que responden al concepto de rey que expone Quevedo en sus escritos, es decir, los límites éticos que de-penden de las obligaciones de un príncipe cristiano, cuyo poder abso-luto no lo es tanto si se mira a la fuente de su legitimación.

El oficio del poder y sus límites éticos

En la Política de Dios, un peculiar tratado del género de espejo de príncipes, es donde con más amplitud propone Quevedo la visión cris-tiana del rey como vicario de Dios en la tierra, que ostenta un poder de derecho divino, justificado por una actuación igualmente sometida a los imperativos que lo legitiman. Este modelo (que afecta también, en algu-nos aspectos, a los que ejercen el poder por delegación, como los priva-dos y ministros) puede ser cumplido o no por las conductas concretas de dichos personajes, lo que permite en ocasiones reflexionar sobre el poder injusto, la deslegitimización del poder, la rebelión del oprimido, o el contraste con la perversión de los valores.

Los preliminares de la obra apuntan bien su marco ideológico y éti-co: en su aprobación al libro, dice Fr. Cristóbal de Torres: «tan lleno de sentencias morales y verdades católicas que puede ser espejo de prín-cipes cristianos» (p. 29). Y el P. Pedro de Urteaga pondera que «nadie con tal viveza de discurso ni con tan buen acierto ha hallado en el evan-gelio la verdad del gobierno» (p. 29). Lorenzo van de Hammen, en carta preliminar al propio Quevedo subraya que la ley de Dios es el modelo del gobierno humano, y cita a Cornelio a Lapide, para quien la Escritura es guía, ley, princesa y moderadora de todas las ciencias (p. 31)…

En el pregón de la Sabiduría que precede a las dedicatorias se resumen las obligaciones de los príncipes y los castigos de los malos gobernantes, temas que serán objeto de las glosas que componen la Política de Dios.

La apertura del capítulo I pone la base de los límites del poder: no ha de responder este a la voluntad sino al entendimiento; no al deseo arbitrario del príncipe, sino a la razón:

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El entendimiento bien informado guía a la voluntad, si le sigue. La voluntad, ciega e imperiosa, arrastra al entendimiento cuando sin razón le precede. Es la razón, que el entendimiento es la vista de la voluntad; y si no preceden sus ajustados decretos en toda obra, a tiento y a oscuras caminan las potencias del alma. Ásperamente reprende Cristo este modo de hablar, valiéndose absolutamente de la voluntad, cuando le dijeron: «Volumus a te signum videre», ‘queremos que hagas un milagro’; «Volumus ut quodcumque petierimus, facias nobis», ‘queremos nos concedas todo lo que te pidiéremos’; y en otros muchos lugares. No quiere Cristo que la voluntad propia se entrometa en sus obras: condena por descortés este modo de hablar (Política de Dios, p. 43).

Este límite de la razón permite comprender el sentido simbólico de descripciones como la del Infante don Carlos en la procesión de la jura del príncipe Baltasar Carlos17, que rige su caballo con «razón de metal»:

De anhelantes espumas argentaba la razón de metal que le regía; al viento, que por padre blasonaba, en vez de obedecerle desafía; herrado de Mercurios se mostraba; si amenazaba el suelo, no le hería, porque de tanta majestad cargado

aun indigno le vio de ser pisado. (vv. 121-128)

Lo que construye la estrofa es un verdadero emblema, paralelo a las representaciones pictóricas ecuestres de los reyes. Ya Dante en un pre-ciso texto de Il Convivio (tratado IV, 26) usa la imagen del caballo bien regido por su jinete para la virtud de la templanza:

Este deseo debe ser dirigido por la razón. Así como un caballo sin brida y freno por noble que sea por naturaleza no se guía sin un buen jinete, así también este deseo, que se llama irascible o concupiscente, por noble que sea debe obedecer a la razón. La razón como un buen jinete dirige el deseo con brida y espuela.

Saavedra Fajardo utiliza el freno y las riendas en su empresa 21 (

Em-presas políticas) como símbolo de la ley, la razón y la política que deben

regir las acciones del príncipe. Lo que describe Quevedo aquí es un ver-dadero emblema alusivo al buen gobierno y al poder del rey, expresa-dos mediante el dominio del caballo.

Escandalosa en cambio es la sentencia18 a que apelan los tiranos: Sic

volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas (p. 44) y que acecha siempre a los

poderosos, muy inclinados a la soberbia y con riesgo de ser esclavos de sus propias pasiones. Aunque la soberbia puede aquejar al pobre (

Vir-tud militante, p. 141), más peligrosa es en los poderosos:

17 Ver la edición de Arellano y Roncero de la musa Clío de Quevedo, poema núm.

25.

18 Es adaptación de Juvenal, Sátira VI, v. 223: «hoc volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas»,

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Muy enfermizos son deste achaque de soberbia los que mandan y los que pueden sobre todos, porque tienen aquella grandeza que la soberbia quiere y a que anhela y hace anhelar. (Virtud militante, p. 153)

El rey ha de someter su propensión soberbia y sus pasiones al impe-rativo de la razón y del bien común si quiere cumplir con su deber, pero a menudo son las pasiones las que lo someten, como glosa en la Política

de Dios (pp. 48-50):

¿Quién entre los innumerables hombres que lo han sido (o por elección, o por las armas, o adoptados, o por el derecho de la sucesión legítima), ha dejado de ser juntamente rey y reino de sus criados, de sus hijos, de su mujer, o de los padres, o de sus amigos? ¿Quién no ha sido vasallo de alguna pasión, esclavo de algún vicio? Si los cuenta la verdad, pocos. Y éstos serán los santos que ha habido reyes. Prolijo estudio será referir los más que se han dejado arrastrar de sus pasiones; imposible todos. […] No hallarás alguno sin señor en el alma. Donde la lujuria no ha hallado puerta, que se ve raras veces (y fáciles de contar, si no de creer), ha entrado a ser monarca o el descuido, o la venganza, o la pasión, o el interés, o la prodigalidad, o el divertimiento, o la resignación que de todos los pecados hace partícipe a un príncipe. Cortos son los confines de la resignación a la hipocresía. Sólo Cristo rey pudo decir: Quis ex vobis arguet me de peccato?

Desde esta doctrina hay que leer, por ejemplo, los episodios de Cómo

ha de ser el privado, en que el rey don Fernando limita sus inclinaciones

amorosas hacia Serafina argumentando el dominio que debe establecer la razón sobre sus afectos:

No debo poco a ser rey, con mis afectos batallo, los ojos quieren mirar,

la razón los ha enfrenado. (vv. 878-881)

Baste ilustrar esta idea con otro pasaje de Saavedra Fajardo que la declara meridianamente:

conviene que sea grande el cuidado y atención de los maestros en desengañar el entendimiento del príncipe, dándole a conocer los errores de la voluntad y la vanidad de sus aprehensiones, para que libre y desapasionado haga perfecto examen de las cosas. Porque si se consideran bien las caídas de los imperios, las mudanzas de los estados y las muertes violentas de los príncipes, casi todas han nacido de la inobediencia de los afectos y pasiones a la razón. No tiene el bien público mayor enemigo que a ellas y a los fines particulares […] se ha de corregir en el príncipe procurando que en sus acciones no se gobierne por sus afectos sino por la razón de estado. Aun los que son ordinarios en los demás hombres no convienen a la majestad19. La razón aplicada al oficio de gobernar se resuelve en justicia. El po-der está limitado por la justicia, virtud que hace a los reyes, de modo que el injusto no es rey sino tirano (Política de Dios, p. 53). La justicia prohibe la venganza y el nepotismo, pero también la clemencia culpable.

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Castigar es obligación del príncipe y en ocasiones el ejemplo horrible no puede eludirse, como reza el epígrafe del capítulo X, «Castigar a los ministros malos públicamente, es dar ejemplo a imitación de Cristo; y consentirlos es dar escándalo a imitación de Satanás, y es introducción para vivir sin temor», y enseña su texto:

Rey que disimula delitos en sus ministros hácese partícipe de ellos y la culpa ajena la hace propia: tiénenle por cómplice en lo que sobrelleva; y los que con mejor caridad, le advierten por ignorante, y los mal intencionados, que son los más, por impío. (p. 73)

Precisamente porque el rey no es dueño de sus afectos no puede usar de clemencia cuando el bien público exige el castigo. La ley le im-pondrá las decisiones pertinentes. Coincide Quevedo con Saavedra Fa-jardo cuando explica que la justicia peligraría si fuese dependiente de la opinión del príncipe y no escrita:

Por una sola letra dejó el rey de llamarse ley. Tan uno es con ella que el rey es ley que habla y la ley un rey mudo. Tan rey que dominaría sola si pudiese explicarse. (p. 359)

Dicho de otro modo: el rey es solo la voz de la ley: «sobre las piedras de las leyes, no de la voluntad, se funda la verdadera política» (

Empre-sas políticas, p. 359). No es otra cosa la tiranía, afirma Saavedra Fajardo,

que el desconocimiento de la ley, atribuyéndose el príncipe su autori-dad (p. 360).

Todo este conjunto de ideas confirma don Fernando en Cómo ha de ser el privado:

Si no es otra cosa el rey que viva y humana ley y lengua de la justicia, y si yo esta virtud sigo rey seré sabio y felice porque quien justicia dice dice merced y castigo, no solamente el rigor. Todo está en igual balanza y a los principios se alcanza autoridad y temor

con el castigo; y después con honrallos y premiallos tienen amor los vasallos. Esta política es

leción de naturaleza. (vv. 98-113)

La ley de gobierno ha de fundarse en la ley de Dios, cuyo vicario en la tierra para los asuntos temporales es el rey. Como escribe en Política

de Dios, p. 253, «los reyes son vicarios de Dios, y reinan por él, y deben

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res-pondiendo a la frase de Salustio según la cual «hacer cualquier cosa sin temor a castigo, eso es ser rey». Podría hacer su voluntad el rey sin te-mor a castigo de los hombres, pero no sin merecer el castigo de Dios. De hecho se llamará rey pero no lo será, porque el rey solo se legitima por la imitación de Cristo, como declara a Felipe IV:

¿Qué llama Dios ser rey? ¿Qué llama no serlo? Cláusulas son éstas de ceño desapacible para los príncipes, de gran consuelo para los vasallos, de suma reputación para su justicia, de inmensa mortificación para la hipocresía soberana de los hombres. Señor, la vida del oficio real se mide con la obediencia a los mandatos de Dios y con su imitación. (Política de Dios, p. 153) Sacra, católica, real majestad, bien puede alguno mostrar encendido su cabello en corona ardiente en diamantes y mostrar inflamada su persona con vestidura no sólo teñida, sino embriagada con repetidos hervores de la púrpura; y ostentar soberbio el cetro con el peso del oro y dificultarse a la vista remontado en trono desvanecido y atemorizar su habitación con las amenazas bien armadas de su guarda, llamarse rey y firmarse rey; mas serlo y merecer serlo, si no imita a Cristo en dar a todos lo que les falta, no es posible, señor. Lo contrario más es ofender que reinar. Quien os dijere que vos no podéis hacer estos milagros, dar vista y pies, y vida, y salud, y resurrección y libertad de opresión de malos espíritus, ése os quiere ciego, y tullido, y muerto, y enfermo y poseído de su mal espíritu. Verdad es que no podéis, Señor, obrar aquellos milagros; mas también lo es que podéis imitar sus efectos. Obligado estáis a la imitación de Cristo. (Política de Dios, pp. 164-165) En suma, el rey no puede hacer cualquier cosa: solo puede hacer lo lícito: «Solo, señor, se puede lo lícito, que lo demás no es ser poderoso, sino desapoderado» (Política de Dios, p. 94).

De ahí la obediencia que el rey debe ejercitar como virtud máxima: obediencia a la ley de Dios, esto es, a la fe católica, a la Iglesia y al papa: «Obedecer deben los reyes a las obligaciones de su oficio, a la razón, a las leyes» (p. 231); «Lo propio […] que ha de ser entre los criados y los reyes, ha de ser entre los reyes y la Iglesia: ella conviene que crezca, y los reyes se disminuyan, no en el poder ni en la majestad, en la obedien-cia y respeto rendido al vicario de Cristo, a esa Santa Sede» (p. 249). Sin embargo hay que comprender bien esta supeditación del rey al papa, que podría causar dificultades de entendimiento de un texto como los comentarios de Quevedo a la Carta del rey don Fernando el Católico20 en los que apoya la dura actitud de don Fernando frente a ciertos manejos del papa, elogiando a este gran rey que «supo atreverse a enojar al papa»

(Carta, p. 35). Quevedo no pone en duda el predominio del papa en

tan-to se atenga este a su jurisdicción: don Fernando el Católico no permite actuaciones que entran en intereses terrenales en los que el papa no po-see derecho:

a los que en su temerosa ignorancia llaman religión parecerá que bizarreó mucho con el nombre de católico tratando del papa sin epítetos de hijo, y

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de sus ministros tan como su juez. Mas es de advertir que el gran rey pudo tratar de su jurisdicción con el papa, que en esta materia Cristo no se la disminuyó a César ni se la quiso nunca desautorizar. (p. 35)

¿Qué sucede si el rey no respeta los límites y se convierte en un tira-no? La impiedad y la injusticia lo deslegitiman: esto es exactamente lo que afirma Quevedo de Luis XIII, cuyas tropas cometen enormes sacri-legios y profanaciones en el saco de Tillimon:

Vos, ungido con óleo de la crisma como cristiano, con óleo del cielo como rey cristianísimo, por esta acción y hablando deste óleo, podéis decir: Oleum et operam perdidi: perdí el óleo y la obra. (Carta a Luis XIII, p. 281) Rey que pierde su unción sacra, rey tirano, rey traidor, deja de ser legítimo gobernante. Pero en este punto Quevedo se alinea con los con-trarios al tiranicidio, como Tirso de Molina, Mira de Amescua21, y mu-chos tratadistas (Juan Márquez, Álamos de Barrientos, por ejemplo22), a diferencia del P. Mariana o Calderón de la Barca23, que consideran justa la eliminación del tirano cáncer de la república y veneno de los súbdi-tos. La declaración del Marco Bruto es suficientemente explícita:

Grave delito es dar muerte a cualquier hombre; mas darla al rey es maldad execrable, y traición nefanda no sólo poner en él manos, sino hablar de su persona con poca reverencia o pensar de sus acciones con poco respeto. El rey bueno se ha de amar; el malo se ha de sufrir. Consiente Dios el tirano, siendo quien le puede castigar y deponer, ¿y no le consentirá el vasallo, que debe obedecerle? No necesita el brazo de Dios de nuestros puñales para sus castigos, ni de nuestras manos para sus venganzas. (Marco Bruto, p. 961) Pero el tirano no debe sentirse seguro: en la Carta a Luis XIII recuer-da el castigo del sacrílego Baltasar (Daniel, 5, 2) y que Dios en la Biblia se llama a menudo «Dios de las venganzas», y en la Visita y anatomía de

la cabeza del cardenal Armando de Rileleu24, después de señalar que los

reyes no católicos eran excluidos de la sucesión de Francia recuerda los fines desastrados de todos los impíos, como hace también Pellicer de Tovar25, quien lista una serie de reyes muertos de manera violenta como castigo a su tiranía o deslealtad con la Iglesia católica.

El poder de los privados y sus límites

El tema de la privanza es uno de los favoritos en los autores barro-cos, y muy intenso en una época en que subidas y caídas de privados

21 Ver Arellano, 1994, 1996. Sobre Quevedo y el tiranicidio ver Roncero, 2000, p.

31; Martinengo, 1998, p. 64, donde recoge alguna bibliografía pertinente.

22 Márquez, El gobernador cristiano; Álamos de Barrientos, Aforismos al Tácito español. 23 Ver Arellano, 2006.

24 Edición de Riandière la Roche, 2005.

25 Pellicer, Defensa de España, cit. por Riandière en n. 83, p. 337: «Ningún rey de

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eran de actualidad26. La necesidad de ministros y privados que ayuden la labor de gobierno es reconocida en los tratados y en la ideología de la época. Andrés Mendo27 declara que «Necesita el príncipe de muchos ojos, oídos y manos, y lo son los consejeros y ministros» y esta imagen de los sentidos del rey, que ya estaba en Aristóteles, se reitera en otras muchas obras, como la ya citada de Saavedra Fajardo. Pero la misma imagen expresa la limitación de la función de ministros y validos, que jamás deberán usurpar la potestad y la dignidad del monarca. Quevedo

en Discurso de las privanzas da una serie de razones para la necesidad

del privado (cap. III), pero es el mismo marqués de Valisero en Cómo ha

de ser el privado el que las completa aludiendo a la función de chivo

ex-piatorio que desempeña en una época de crisis: Por un escudo me pones sin que haya excepción, en quien rigurosos golpes den

comunes mormuraciones. No es otra cosa el privado que un sujeto en quien la gente culpe cualquier acidente

o suceso no acertado. (vv. 177-184)

No hace al caso recoger todos los pasajes en que insiste Quevedo sobre la obligación del rey de gobernar por sí mismo: la tarea del monarca es la del jornalero, no puede delegar, etc.28. Reinar es permanecer en una con-tinua vigilia y vigilancia que no permita la usurpación de los ministros:

Rey que duerme, gobierna entre sueños; y cuando mejor le va sueña que gobierna. De modorras y letargos de príncipes adormecidos adolecieron muchas repúblicas y monarquías: ni basta al rey tener los ojos abiertos para entender que está despierto, que el mal dormir es con los ojos abiertos. Y si luego los allegados velan con los ojos cerrados, la noche y la confusión serán dueños de todo y no llegará a tiempo alguna advertencia. Señor, los malos ministros y consejeros tiene el demonio como al endemoniado del Evangelio, ciegos para el gobierno, mudos para la verdad y sordos para el mérito. Sólo tienen dos sentidos libres, que son olfato y manos, y es tan difícil curar un ciego destos, que para sanarle fue menester mano de Cristo, tierra y saliva. […] Y deste género son y peores, por el mayor inconveniente en lo eficaz de su ejemplo, los príncipes que duermen, porque ciegan voluntariamente y tienen la ceguedad por descanso, y suele la perdición llegarla a tener por disculpa. (Política de Dios, p. 80)

26 Para el tema de los privados y su actualidad (muy intensa en 1599-1605 y

1621-1625 por los hechos históricos de ascenso y caída de los validos de Felipe III y Felipe IV), así como para algunas modulaciones de esta perspectiva dominante de ‘casos de Fortuna’, ver Gutiérrez, 1975; Bradner, 1971; Mac Curdy, 1978; Tomás y Valiente, 1963.

27 Cit. por González de Zárate, ed. de Solórzano Pereira, Emblemas regiopolíticos, p.

172. Ver también Baños de Velasco, L. Anneo Séneca ilustrado, p. 86: «Se concluye ser for-zoso a el príncipe tener privado con quien descanse el peso de su gobierno, ayudando a tolerar las impertinencias de el vasallo, y sirviendo de fidelísimo archivo de sus secretos».

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Desde el punto de vista teórico los límites del poder del valido son muy claros29: es un medio entre el pueblo y el rey, y como la espada que el rey lleva ceñida la mueve su brazo a donde quiere, el valido ha de moverse según el impulso del rey, no según el propio (Política de Dios,

p. 269). La imagen de la luz participada la repite Quevedo en varios lu-gares: la desarrolla en el Discurso de las privanzas, por ejemplo:

Milagrosa viene aquí la comparación del sol y la luna. Ansí ha de ser el privado y el rey, que, como la luna, se esconde delante del sol y tanto más luce con sus mismos rayos cuanto más se aparta de él. (p. 205)

Y con más detalles en Política de Dios, II, cap. XI, al comentar la di-mensión de privado perfecto de san Juan Bautista:

Dice «que él no era luz»: cláusula muy importante. Es muy necesario, señor, escribiendo de tales ministros, referir lo que no son junto a lo que deben ser. Si el criado es luz, será tinieblas el príncipe. No ha de ser tampoco tinieblas; que no podría dar testimonio de la luz. Del Bautista dice el Evangelista, «que no era luz»; y de Cristo, rey y señor: «Erat lux vera, quae illuminat omnem hominem» ‘Era luz verdadera que alumbra a todo hombre’. Esta diferencia es del Evangelio. Medio hay entre no ser luz y no ser tinieblas; que es ser luz participada, ser medio iluminado. De san Juan dice el Evangelio: «Él no era luz»; quiere decir la luz de las luces, la luz de quien se derivan las demás; que los ministros se llaman luz, y lo son participada del Señor. Cristo dijo a sus ministros y apóstoles: «Vos estis lux mundi» ‘Vosotros sois luz del mundo’. Ha de ser el ministro luz participada: no ha de tomar la que quiere, sino repartir la que le dan. Ha de ser medio iluminado, para que la majestad del príncipe se proporcione con la capacidad del vasallo. Visible es el campo y el palacio: potencia visiva hay en el ojo; empero si el medio no está iluminado, ni el sentido ve, ni los objetos son visibles: uno y otro se debe al medio dispuesto con claridad. Ha de ser el buen ministro luz encendida; mas no se ha de poner ni sepultar debajo del celemín, para alumbrar sus tablas solas y sus tinieblas, sino sobre el candelero: disposición es evangélica. Ha de ser vela encendida, que a todos resplandece y sólo para sí arde; a sí se gasta y a los demás alumbra. Mas el ministro que para todos fuese fuego, y para sí solo luz que alumbrándose a sí consumiese a los otros, sería incendio, no ministro. El Bautista sirvió a su Señor de esta manera; enseñole y predicole: fue medio iluminado para que le viesen y siguiesen; alumbró a muchos y consumiose a sí. Al contrario, Herodes consumió los inocentes, y cerró su luz debajo de la medida de sus pecados, que fueron Herodias y su madre. Como cierran la llama, hallan el celemín que la pusieron encima, con más humo que claridad, y más sucio que resplandeciente. Ninguna prerrogativa ha de tener el ministro que la pueda atribuir a la naturaleza, ni a sus padres, ni a sí, sino a la providencia y grandeza del señor, porque no le enferme la presunción. (Política de Dios, p. 204)

29 Ver Roncero, «Los límites del poder en Quevedo: la figura del valido», (ponencia

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Enfermos de presunción fueron Lerma o Richelieu; buen privado (en muchos textos quevedianos30, no en todos) fue Olivares.

Final

Una última observación. Habría que matizar a propósito de la visión que tiene Quevedo de las obligaciones del rey y los límites de su poder el difícil juego entre teoría y práctica, entre el modelo ético y los impe-rativos del pragmatismo político que impone la vida real. No tiene sen-tido leer la Política de Dios o la Epístola satírica y censoria como programas reales de gobierno31. No habría que plantear como contra-dicciones quevedianas la antítesis de lo que exige en su teoría y algunas prácticas que él mismo llevó a cabo al servicio del duque de Osuna, como tampoco su defensa de la imitación de Cristo y su recomendación de la hipocresía o disimulación como virtud política32; no se trata de ver en Quevedo un antimaquiavelista en teoría y un maquiavélico en la práctica. Riandière, Gentilli o Fernández Mosquera33 han hecho intere-santes precisiones al respecto. Sin embargo tal contrariedad (más que contradicción) existe en los textos quevedianos: pero no es responsabi-lidad del autor, sino de la misma condición de las rearesponsabi-lidades del gobier-no y la política. Resulta por tanto perfectamente comprensible y gobier-no puede sorprender: es indiscutible que la ley y la religión deben ordenar las prácticas del poder, pero en la vida real los límites no son tan claros y además de la virtud ética se necesita la virtud intelectual. En última instancia lo que aduce Quevedo en Grandes anales de quince días para apartar a los clérigos (abundantes en el entorno de Felipe III) de los ám-bitos del poder se puede aplicar igualmente al propio rey: no acierta la virtud a concertarse «con la mentira acreditada que tienen por alma las razones de estado, que mañosamente se visten de la hipocresía que el interés las ordena o la necesidad persuade». Grandes anales es una re-flexión muy ceñida a los sucesos históricos; la Política de Dios, donde la razón de estado es una invención de Satanás, es un libro de teoría po-liticomoral concebido como glosa del Evangelio. La diferencia genérica explica la diferencia de razonamientos. Pero en la realidad el problema de los límites del poder sigue pendiente.

30 Principalmente El chitón de las tarabillas, la comedia Cómo ha de ser el privado, y el

poema «Fiesta de toros literal y alegórica». Recuérdense también las esperanzas puestas en Olivares que expresa la Epístola satírica y censoria. Otra cosa es el texto acérrimo de Execración contra los judíos o la sátira de La Hora de todos.

31 Ver Fernández Mosquera, 1997, donde se estudia la importancia del género

litera-rio para la modulación de las «posturas ideológicas» de Quevedo.

32 Ver Discurso de las privanzas, pp. 100, 233 o Marco Bruto, p. 951.

33 Riandière, 2000; Gentilli, 2004, p. 11; Fernández Mosquera, 1997. Pero ver

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