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Sobre el tiempo y la experiencia capturada en la obra literaria

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Academic year: 2020

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Carlos Gutiérrez-Alfonzo*

Introducción

M

otivado por el in de una época, construí una antología con poemas, de

escritores mexicanos, cuya temática fuera el tiempo. El resultado fue un libro formado con sesenta y tres poemas, publicado por el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas, en el año 2002. Quizá desde ese momento —o por otra circunstancia, ésta del todo personal—, sin que yo lo previera, el tiempo y el espacio empezaron a convertirse en mí en una inquietud. La antología me mostró ciertos motivos o tópicos1 presentes en los poemas: la noche,

la tarde, la mañana, la casa, el cuarto de hotel, el instante. Ese primer impulso me llevó a elegir las categorías de tiempo y espacio como vías para el análisis de cierto número de poemas.

Desde hacía tiempo también había previsto escribir un ensayo sobre poemas mexicanos, pero no quería explorarlos a partir de los esquemas de las corrientes

* Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas.

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literarias o con base en un solo autor. Si alguna certeza tenía en mi poder era esa, lejos estaba de mí querer ceñirme a esas dos maneras de realizar estudios

literarios. Sin olvidarme de las corrientes literarias ni de los autores, preiguré que

deseaba trabajar con poemas, conectarlos. Pero cómo vincularlos para no caer en

perspectivas ya conocidas, por autor, por época o región geográica. La respuesta

estuvo frente a mí de nuevo: el tiempo y el espacio podrían ser la vía. Al conversar con mi asesor sobre esta posibilidad, y en virtud de su formación, me impulsó a inmiscuirme en dichas categorías. Algunas de mis indagaciones, a partir de sus propuestas de lectura, son las que presento en este texto, en el que he elegido una ruta, de las tantas posibles que podrían existir de las categorías de tiempo y espacio. Y esa elección me condujo hacia la experiencia estética, según habré de consignar en las páginas siguientes.

El Hombre en el tiempo

El Hombre al hacerse cargo de su futuro, un signo de la Modernidad, se lanzó a la búsqueda de respuestas que la religión no podía entregarle. Las teorías desarrolladas por las ciencias,2 como la física, vinieron a comprobar, con datos reales, las nociones

sobre el movimiento elaboradas por los griegos. Por ejemplo, “en la teoría de la relatividad no existe un tiempo absoluto único, sino que cada individuo posee su propia medida personal del tiempo, medida que depende de dónde está y de cómo se mueve” (Hawking, 1999: 56). El ser humano, entonces, es quien da la medida de las cosas, y el desarrollo de él ocurre en un tiempo y en un espacio determinados: ser en el tiempo.3

Si el Hombre tiene en sus manos lo que ha de ocurrir con él, si, desde la Modernidad, busca la perfección con los ojos puestos en el futuro, su tiempo adquiere particularidades. La conciencia de los hombres es duración, esto es, tiempo personal, vivido, inconmesurable. Apunta Bergson:

2 En este texto se ha puesto el énfasis en la diferenciación entre la manera de conocer que tiene la ciencia y la que se deine desde las humanidades. Pero ello no signiica que se pase por alto lo que el mundo ha cambiado en virtud de los descubrimientos cientíicos. Además, habría que ponderar cómo la ciencia, en los últimos años, y en virtud de esos descubrimientos, ha relativizado su propio quehacer, como puede apreciarse en la cita de Hawking que viene después y en las palabras del director de la facultad de Ciencias de la UNAM: “no tenemos la última palabra en absolutamente nada”.

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Me doy cuenta primero de que paso de un estado a otro. Tenga calor o frío, esté alegre o esté triste, trabaje o no haga nada, miro a lo que me rodea o pienso en otra cosa. Sensaciones, sentimientos, voliciones, representaciones, he aquí las modiicaciones entre las que se reparte mi existencia, y que la colorean alternativamente. Cambio, pues, sin cesar (Bergson, 1963: 482).

He aquí al ser en movimiento, en su duración, con la conciencia de su tránsito. Ahí está la memoria que viene del pasado dejando su huella sobre el presente. Esta duración ocurre en un tiempo físico, un tiempo que se ubica en un espacio y que puede ser medible. De ese tiempo sujeto a medición se ocupa la ciencia, de “las detenciones virtuales”, “de las inmovilidades” (Bergson, 1963: 880). Ni la conciencia ni la duración han estado en el horizonte cognitivo de la ciencia, la que se interesa por lo inmutable. Dice Bergson: “Cuando la ciencia positiva habla del tiempo, se

reiere al movimiento de un cierto móvil T sobre su trayectoria. Este movimiento

ha sido escogido por ella como representativo del tiempo y es uniforme por

deinición” (Bergson, 1963: 800). Así, la ciencia observará lapsos, representaciones.

“Pero para nosotros, seres conscientes, son las unidades las que importan, porque no contamos extremos de intervalo, sino que sentimos y vivimos los intervalos mismos” (Bergson, 1963: 802).

Henri Bergson reconoce que por un lado están la inteligencia y la ciencia, las que buscan lo inamovible con un lenguaje reducido a conceptos; por el otro,

están la intuición y las vivencias. Las dos primeras, mediante fórmulas y artiicios

conceptuales, anulan el acontecer; como buscan generalizaciones, dejan de lado la riqueza de lo concreto. Para combatir esta forma de conocimiento, cuya raíz se

solidiica aún más con la posición deinida por Kant —“basta con la inteligencia

humana” (Bergson, 1963: 819)—, Bergson propone la intuición como una manera de llegar a los objetos mismos, como una forma de acercarse a lo mutable, a lo vivido. La intuición —con la que se llega al interior de un objeto, a su unicidad inexpresable— se expresa mediante imágenes.4

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Esta diferenciación entre inteligencia e intuición le permite a Bergson deinir

que la ciencia se interesa por el tiempo-longitud, y no por el tiempo-invención. Bergson observa que para el artista el tiempo no es un apéndice: el tiempo determina el contenido de la obra. Para Bergson, “el tiempo de invención no forma sino una unidad con la invención misma. Es el progreso de un pensamiento que cambia a medida que toma cuerpo” (Bergson, 1963: 804). Se enfatiza así la importancia

que la duración tiene para este ilósofo. Mientras que para los antiguos el paso del tiempo signiicaba la degradación de la esencia de una cosa, para Bergson existe

“una duración en la que hay invención, creación, sucesión verdadera” (Bergson, 1963: 808). Este pensador francés lo expresa aún con mayor énfasis: “El tiempo es invención o no es absolutamente nada” (Bergson, 1963: 805). Ese tiempo que es invención es el que se va a reconocer en el poema.

En Bergson, ese tiempo-invención es duración en la que aparecen la continuidad

y la heterogeneidad. Según Deleuze, “deinida así, la duración no es sólo experiencia

vivida; es también experiencia ampliada, e incluso sobrepasada; es ya condición de la experiencia” (Deleuze, 1987: 35). Y la experiencia entrega, dice Deleuze, glosando las ideas de Bergson, “un mixto de espacio y duración” (Deleuze, 1987: 35). Entre ambos se produce una mezcla en la que el “espacio introduce la forma de sus distinciones extrínsecas o de sus ‘cortes’ homogéneos y discontinuos, mientras que la duración aporta su sucesión interna, heterogénea y continua” (Deleuze, 1987: 35). Por el carácter cambiante de esa mezcla de espacio y duración se origina cierta multiplicidad, que tiene un carácter paradójico. Por un lado, por su espacialidad, es un hecho presente pero discontinuo porque no se puede capturar todo el espacio. Por el otro, por su duración, es un hecho continuo pero virtual, irreductible al número (Deleuze, 1987: 36).

En el espacio habrá diferencias de grado, descubrirá Bergson, y en la duración diferencias de naturaleza. Una vez más, Bergson establece esta dicotomía: las ciencias físicas y numéricas se encaminan hacia el conocimiento del espacio;

mientras que la intuición hacia el aspecto del tiempo, que no es cuantiicable.

Al reconocer esa multiplicidad cambiante, con su mezcla de espacio y duración, Bergson entrega su concepción del movimiento: lo que ha cambiado de lugar ha transformado, también, su ser.

Llevado por el río de la historia, el Hombre hubo de reparar en que había un

tiempo que obligaba a controlar el futuro. Calinescu reiere la importancia del reloj

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a sí mismo partiendo de su existencia, de una posibilidad de ser él mismo o no él mismo. [...] la existencia determina el ‘ser ahí’. [...] Al ‘ser ahí’ es esencialmente inherente esto: ser en un mundo” (Heidegger, 1997: 23). Un mundo, el moderno, que tiene puesta la mirada en el futuro, y que toma el “ahora” como el lugar de su realización.

Para comprender esta visión, es necesario observar esta diferencia: “para los antiguos el ahora repite el ayer, para los modernos es su negación [...] Para nosotros el tiempo no es la repetición de instantes o siglos idénticos: cada siglo y cada instante es único distinto, otro” (Paz, 1994, 336). Otra característica de lo moderno es que se desvanece la distinción entre pasado, presente y futuro: “todos los tiempos y todos

los espacios conluyen en un aquí y un ahora” (Paz, 1994: 337).

En las sociedades no occidentales, el tiempo tiene una organización cíclica; el pasado está ahí dándole sustento a dichas sociedades en la conformación de

su visión del mundo. No buscan lo nuevo, sino lo que conirme qué ha ocurrido

con anterioridad. Y para que no haya lugar a dudas de que todo está ahí sin

transformarse se recurre al rito y a la iesta. Lo que se busca es que nada cambie, que

todo permanezca según se postula en los mitos, en el origen de dichas sociedades: “es un tiempo inmutable, impermeable a los cambios; no es lo que pasó una vez, sino lo que está pasando siempre: es un presente” (Paz, 1994: 339).5

A propósito de esta organización cíclica, entre los griegos, Le Goff sostiene que “la paternidad de la teoría de los ciclos ha sido atribuida en la antigüedad a Heráclito” (Le Goff, 1991: 24); y que los estoicos se encargaron de difundir dicha

teoría. Le Goff airma, también, que la teoría de los ciclos y la concepción de una edad de oro aparecen en Platón y Aristóteles. Virgilio se reiere, por igual, al retorno

a una edad de oro, en la Égloga IV. Le Goff asegura que en El político, Platón cuenta cómo, con la intervención de los dioses, el mundo es restaurado: “el mundo se pone de nuevo en camino en sentido inverso: los viejos se hacen jóvenes; los jóvenes,

niños; los niños, siempre más pequeños para desaparecer luego deinitivamente”

(Le Goff, 1991: 27).

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En la sociedad occidental existen dos momentos clave en la concepción del tiempo. El primero es el impuesto por el cristianismo, el que habrá de poner los

ojos hacia delante, en un más allá que habrá de cumplirse con el juicio inal.6 El

segundo es el de la Modernidad, en la que Dios ha quedado relegado, y es el hombre quien toma en sus manos la búsqueda de un tiempo que habrá de realizarse allá, en lo que está después de esa puerta que es el futuro. Con esta concepción del mundo, el Hombre ya no responde a los dictados de Dios; es dueño de sus propios actos y debe ir en busca de su propia realización, que tendrá como escenario un tiempo que tiene como guía el cambio. Con ello, el hombre se ha colocado al frente de la historia. “El Hombre moderno se ve lanzado hacia el futuro con la misma violencia

con que el cristiano se veía lanzado hacia el cielo o al inierno” (Paz, 1994: 357). La

Modernidad será guiada por “el tiempo histórico, lineal e irreversible, caminando irreversiblemente hacia delante” (Calinescu, 1991: 23).

Esa nueva sensibilidad que colocó la mirada hacia el futuro, y cuyo origen puede situarse en el Renacimiento, se sustentó también en la “revalorización de lo sensible en el hombre, en un cultivo del cuerpo como parte integral de lo humano. Y hay también una revalorización de lo sensible fuera del hombre, de la naturaleza, como algo valioso en sí mismo, como elemento de autorrealización, y no como obstáculo para la realización de lo suprasensible” (Molinuevo, 2002: 50). Hubo en el Renacimiento “una conciencia del tiempo, de su fugacidad, que lleva a distintas reacciones que van desde el carpe diem a la mística. Esta sensibilidad para el tiempo, y no exclusivamente para la eternidad, es contemporánea” (Molinuevo, 2002: 50). Esta concepción del hombre y del tiempo obligó a poner en el centro de ésta el proyecto humanista, que no se reducía a la idea del “hombre racional”; en dicho

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proyecto estaba implícita la idea del hombre como lenguaje, “como el animal que tiene y es tenido por la palabra” (Molinuevo, 2002: 50).

La aisthesis en el poema

La experiencia capturada en el poema es perceptible, con enorme agudeza, si se considera la importancia del concepto de aisthesis, el que, por igual, será útil para unir lo que se ha dicho sobre el tiempo líneas arriba y el poema como objeto verbal. En primera instancia, se debe advertir que la experiencia estética no se reduce al ámbito del arte, es una experiencia que se abre hacia otros mundos, que tiene que ver con el hecho de descubrir algo distinto (Jauss, 1986: 32). En términos de la aisthesis, de la recepción,7

la experiencia estética se diferencia del resto de las funciones de la vida por su especial temporalidad: hace que se ‘vea de una manera nueva’, y, con esta función descubridora, procura placer por el objeto en sí, placer en presente; nos lleva a otros mundos de la fantasía, eliminando, así, la obligación del tiempo en el tiempo; echa mano de experiencias futuras y abre el abanico de formas posibles de actuación; permite reconocer lo pasado o lo reprimido y conserva, así, el tiempo perdido (Jauss, 1986: 40).

Resulta fundamental, para comprender lo que aquí se expone, observar el análisis de Robert Jauss sobre el escudo de Aquiles (según lo ha descrito Homero en la Ilíada), con el que demuestra cómo aparece la aisthesis en dicha obra. Hace notar cómo existe, en el escudo, una disposición espacial de la vida rural, de las ciudades,

de la guerra y de la paz, etcétera. Respecto al tiempo, Jauss ejempliica cómo la

sucesión de los acontecimientos es destruida mediante la exposición paralela de tales acontecimientos descritos en el escudo de Aquiles. A partir de lo anterior, Jauss concluye: “Las escenas de la existencia humana son expresión de una vida ‘elevada’ tanto por su bella disposición en el escudo de Aquiles como por su medida aristocrática [...] o por la elección del momento ideal” (Jauss, 1986: 123).

El anterior es un punto de partida. Es necesario saber que hubo un tiempo en que la aisthesis podía ser deinida como un presente pleno. Lo que hay que comprender

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después es que la aisthesis no ha permanecido estática. Esa imagen total del escudo de Aquiles, argumenta Robert Jauss, se transforma; las descripciones en éste empiezan por el centro y continúan de manera horizontal. En cambio, en el Paraíso de Ernaldo, las descripciones avanzan de forma vertical, y en ellas prevalece un color: el verde. Dice Jauss al respecto de ello: “La frescura de este verde proporciona una explicación de tiempo atmosférico y tiempo cronológico, que culmina con la situación bucólica de la eterna primavera” (Jauss, 1986: 131).

Al centrar el análisis de una obra en la aisthesis, se logra poner en tensión los

sentidos. Con el Paraíso de Ernaldo, ejempliica Jauss, se llega a una aisthesis hasta entonces desconocida: “a través del sentido del olfato, [se] representa el orden de lo que hay que percibir” (Jauss, 1986: 131). En el Paraíso de Ernaldo, se dibuja un presente perfecto. Y, luego, Robert Jauss va hacia Petrarca,8 quien “representa el

comienzo de una nueva curiosidad estética por el mundo y de una experiencia sensorial de la naturaleza” (Jauss, 1986: 132). Con los dos ejemplos anteriores, se ilustra “cómo la percepción estética fue liberándose de la preeminencia ascética-cristiana del mundo interior y de los lugares sagrados, y descubriendo una nueva experiencia de la interioridad, que permitía superar estéticamente la oposición entre tierra y alma en las ‘correspondencias’ de dentro y de fuera” (Jauss, 1986: 133). Jauss recurre a dos autores para ilustrar el comienzo y la culminación de este momento de la historia moderna de la aisthesis: Petrarca y Rousseau.

Petrarca describió el ascenso al Mont Ventoux. Para Jauss, esta descripción muestra que:

[...] la experiencia que Petrarca intenta explicar a su amigo espiritual, tampoco es un libre disfrutar del placer de la vista desde ‘arriba’, ni un descubrimiento asombroso de la belleza o de la nobleza de la naturaleza, que es como mucho más tarde se caracterizará la experiencia de la naturaleza en tanto que ‘paisaje’. Mire lo que mire, y detenga su mirada donde la detenga, se aparta siempre de la visión exterior del mundo, para entregarse al recuerdo o a la meditación (Jauss, 1986: 133).

Petrarca no pudo soportar lo que su vista descubrió desde arriba, no pudo soportarlo. Para Jauss, Petrarca pasó del espacio amplio al tiempo profundo: la mirada exterior

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lo lanza hacia su interior, de la mano de San Agustín. Petrarca no fue hacia fuera, no soportó lo que afuera se le entregaba; ante tal espacio ‘inconmensurable’, no pudo más que ir hacia su interior donde buscó encontrarse a sí mismo, donde buscó encontrar a Dios.

Robert Jauss demostró que, en la historia de la aisthesis, el interés estético por el mundo —tal y como se abrió por primera vez con Petrarca— estuvo unido, desde un doble punto de vista, a la comprensión agustiniano-medieval del cosmos. La naturaleza exterior, que se presentó ante la vista de Petrarca, aún no era percibida estéticamente como ‘paisaje’ en la correspondencia de mundo y alma, y “el regreso hacia el interior descubrió el recuerdo como ‘espacio interior del mundo’, pero todavía no como propiedad del mundo” (Jauss, 1986: 134).

Con Petrarca, la poesía se encontró entre la cosmovisión cristiano-medieval y el principio de la modernidad. Para el poeta, que mediante versos bellos construyó su propia escapatoria, la poesía guardó su propia catarsis. En Petrarca está también ese motivo que fue recurrente en la Edad Media: el ascenso a las montañas. Pero será en una época tardía, y con calma, que “la experiencia de la naturaleza y la experiencia del yo entrarán en relación estética” (Jauss, 1986: 139).

Como se indicó líneas arriba, Ernaldo se interesó también por pintar la naturaleza. Pero la “naturaleza como paisaje vuelve a aparecer en la pintura del Renacimiento con una oposición que sitúa en el primer plano al hombre en acción: ‘el hombre erigido sobre sí mismo se convierte en centro, y el mundo es su armónico acorde; de ahí que la relación de dependencia que afecta, desde el principio a la paisajística’. El paisaje —como naturaleza bella, idílica o heroica— sirve de fondo a la representación de motivos de la Historia Sagrada o de la

mitología, cuya mayor dignidad justiica la comunicación estética del paisaje: ‘a un conjunto de formas ideales se le coniere el más alto y más digno contenido de

pensamiento. Se trata, en este caso, de una elevación espiritual; el paisaje satisface sólo la percepción sensorial del espectador’”(Jauss, 1986: 139).

Para comprender el lugar del recuerdo en la aisthesis, es necesario también

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Petrarca describe el ascenso al Mont Ventoux. Ese ascenso no provoca que el poeta disfrute lo que su vista observa desde arriba, ni que descubra, con asombro, la belleza que ha aparecido frente a él, una actitud que aparecerá después y que será determinante en la comprensión de la naturaleza como paisaje. El ascenso, en el ejemplo citado, tendrá el siguiente propósito: “Mire lo que mire, y detenga su mirada donde la detenga, se aparta siempre de la visión exterior del mundo, para entregarse al recuerdo o a la meditación” (Jauss, 1986: 133). Al estar ahí, comprende que ese día se cumplen diez años de la conclusión de sus estudios primarios, y se dedica a hacer un balance del “tiempo perdido”. Al mirar hacia su interior, Petrarca niega la naturaleza. Se produce, así, una separación entre la experiencia de la naturaleza y la experiencia del yo. Con Petrarca, aún no entran en relación ambas experiencias.

Petrarca, al ir hacia su interior, rechaza la naturaleza. Schiller, en cambio, disfruta la naturaleza que aparece frente a sus ojos, se asoma, así, a lo sublime. Con Rousseau puede observarse cómo la experiencia estética va de adentro hacia fuera. Petrarca va de afuera hacia dentro. Con ese movimiento de adentro hacia fuera, el héroe de Rousseau no sólo se encuentra con la visión ilimitada de la naturaleza sino que, al disfrutar con libertad, se sublima al percibir todo lo que, por su vida en la llanura, le había sido negado. Se descubre que “el teatro de la naturaleza” puede provocar una catarsis: “y, en esta armonía entre lo interno y lo externo, el observador disfruta del placer de una existencia pura, que no necesita ya ninguna patria trascendente, porque ha descubierto su ‘nuevo mundo’ en la ‘otra naturaleza’” (Jauss, 1986: 142).

En el momento en que se empieza a dar un explicación cientíica de la naturaleza, “y puesto que es imposible conocer y expresar cientíicamente el cielo y la tierra de la existencia humana —como en el mundo antiguo hacía la ilosofía—, la literatura

y el arte asumen la tarea de comunicarlos estéticamente como paisaje” (Jauss, 1986: 143). Rousseau es quien se va a encargar de presentar la correspondencia entre naturaleza y subjetividad. El caminante, sujeto del paisaje, descubre, al ir por la montaña, una aldea, en la que la vida transcurre en total armonía. Aquí está el germen del romanticismo. El idealismo alemán va a defender la postura siguiente: la libertad se alcanza sólo mediante la separación del hombre de la naturaleza, que siempre le ha rodeado. Por el contrario, el romanticismo va a buscar la armonía con

la naturaleza. Jauss describe un paisaje de pura cepa romántica: “una o más iguras

[...] dan la espalda al espectador, miran el paisaje: en lugar del hombre en acción, al que el paisaje heroico sólo daba el acorde de compañía, entra ahora el observador de la naturaleza, cuya mirada se fusiona con lo observado, y lo observado sólo cobra

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La subjetividad moderna concibe la naturaleza exterior como paisaje espiritualizado, y no como goce directo de lo presente: la aisthesis romántica “es —según Schiller— la sensación sentimental de lo naif perdido o —según Goethe— un sentimiento sereno de lo sublime bajo la forma del pasado o, lo que sería lo mismo, de la soledad, de la ausencia, del aislamiento” (Jauss, 1986: 144).

Los románticos defenderán lo bello, en contraposición a lo concreto y material de la sociedad burguesa, pero lo bello colocado en el pasado. “Con el arte romántico, que interioriza como paisaje el mundo ajeno y exterior, comienza [...] el descubrimiento del patrimonio aisthético del recuerdo” (Jauss, 1986: 45). Esa búsqueda del pasado se inicia con Rousseau.

Jauss muestra cómo ese intento de recuperar el pasado está en Baudelaire.9

“La aisthesis de la lírica moderna tiene, en las Fleurs du Mal, su punto de partida antirromántico: Baudelaire realiza la transmutación de los valores estéticos de la naturaleza, con lo que se abandona el asidero de la estética platónica, que todavía llevaba implícito, el concepto de símbolo de la literatura romántica” (Jauss, 1986: 146). En Baudelaire, “la fuerza armonizante e idealizante del recuerdo constituye la propiedad estética recién descubierta, que es capaz de sustituir las extintas correspondencias entre alma y naturaleza atemporal por la coincidencia entre existencia presente y prehistoria, modernidad y antigüedad, el ahora histórico y el ayer mítico” (Jauss, 1986: 147).

El recuerdo, entendido como forma moderna de la aisthesis, presupone, precisamente, la ruptura con la visión antropocéntrica de la naturaleza, que había cimentado la experiencia romántica del paisaje, entendida como la armonía entre interioridad y naturaleza alejada de la civilización [...] Baudelaire funda la nueva poesía de los paisajes artísticos urbanos, en los que la naturaleza producida por el hombre triunfa y vuelve a decaer como prueba de una productividad propia sólo de él (Jauss, 1986: 148).

Jauss encuentra que para “Proust, el recuerdo no es sólo el instrumento de precisión del reconocimiento estético: es, también, el auténtico y último ámbito originario de lo bello” (Jauss, 1986: 154). Esto podría tener tintes de platonismo, intuye Jauss. No es así, responde: “el tiempo reencontrado parece remitir —en apariencia— a una

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patria trascendente y a una existencia atemporal, aunque, en realidad, remite a un Más allá terrenal: el mundo único e irrepetible del yo narrador, que el recuerdo hace perceptible, y el arte, comunicable” (Jauss, 1986: 155).

Jauss sostiene que “de la experiencia estética surge la idea de que el tiempo, perdido desde su lejano principio, no sólo puede conservarse en la obra de arte, sino también percibirse en la belleza que sólo brota del recuerdo10 y que, por

ello —en eso consiste la inversión proustiana del lema del arte como promesse du bonheur— sólo recae en los paraísos cuando se trata de paraísos perdidos” (Jauss, 1986: 157). El lector no es ajeno a este reconocimiento, a la percepción de la belleza que se entrega mediante el recuerdo. Participa, así, de la experiencia estética basada en el recuerdo que presenta lo otro y que sólo el arte puede comunicar. “Lo que demuestra que, desde mediados del siglo XIX, la experiencia estética productiva y receptiva ha contribuido a recuperar para el arte la función de reconocimiento” (Jauss, 1986: 157).

La sensibilidad moderna

Líneas arriba he mostrado que la Modernidad es reconocible por medio del tiempo histórico, en el cual la mirada está colocada hacia adelante, hacia lo que está por ocurrir. Y si la aisthesis consiste en plasmar una mirada nueva en la que los sentidos son puestos en tensión, resulta pertinente preguntarse por la sensibilidad moderna, si lo que pretendo es reconocer la singularidad de poemas. En lo que sigue, expondré

cómo pretende identiicar dicha sensibilidad.

Al hablar de tiempo y espacio, de experiencia, se pone en juego una noción de ser humano, según he indicado. El punto de referencia fundamental, a la par del señalado en el párrafo anterior, es el que muestra cómo se abandona el mundo sujeto a una divinidad, y el ser humano se coloca sobre la vía de su propia construcción.

Una deinición certera de esta posición la ofrece José Luis Molinuevo: “sabio es

aquel que tiene el gusto por las cosas, que es capaz de traducir la realidad a concepto y expresarla en el lenguaje, actualizándola en la acción” (Molinuevo, 2002: 51). Ha quedado atrás la vida basada en la contemplación, y se da paso a una vida centrada en la acción.

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En este cambio de sensibilidad, en el que el ser humano apuesta por su ediicación,

el lenguaje tiene un lugar crucial; cuanto el ser humano observa “nace y se hace en el lenguaje, que abre al hombre su propio mundo y la pluralidad de lo real está en la

pluralidad signiicativa de la palabra” (Molinuevo, 2002: 52). La palabra expuesta

“se alza frente a la ciencia pero no como una doctrina, sino como una interpretación de la realidad y el hombre a través del lenguaje” (Molinuevo, 2002: 53).

Los planteamientos anteriores corresponden, apunta Molinuevo, a lo que se estaba pensando como parte de “los” proyectos humanistas, en los que, a partir del análisis antropológico, debería reconocerse la totalidad de lo humano. Por ejemplo, en el Renacimiento, la imagen optimista del hombre fue desarrollada por Pico della Mirandola, en la que la imagen del hombre, espectador de lo bello y lo sublime de la

creación, se deine por el carácter camaleónico del individuo; no es la imagen de la

sustancia, sino la de la metamorfosis. El individuo puede ser lo que quiera siempre, y será producto de sus obras, las que surgirán del trabajo. El anterior es un ideal burgués, que surge en el Renacimiento.

A la luz de lo anterior, no hay que dejar de ver que con el proyecto humanista se puso en entredicho, a partir de las nuevas concepciones astronómicas, la

centralidad, con lo que se dio lugar a la posibilidad de ininitos mundos. Es ahí

donde tiene cabida el papel polivalente del arte. “Se recupera la téchne griega, el ars

latino, pero no en el sentido de hacer o disfrutar estético, sino del hacer artiicial

del hombre que crea otra naturaleza” (Molinuevo, 2002: 56). Se pasó, así, de la imitación a la invención, donde el hombre tiene el lugar del Dios creador.

Lo antes descrito ayuda a mostrar el sitio que fue ganando la palabra, dentro

de la sensibilidad moderna, y cómo al deinirse el ser humano como parte de un

mundo cambiante, se abrió la posibilidad de comprender la existencia de otros mundos, como el del arte. A estas conquistas habría que agregar las que ofreció la

pintura, el texto pictórico, en la deinición de esta sensibilidad: “un hacer narrado

en imágenes” (Molinuevo, 2002: 66). El ojo es el auténtico conocimiento en cuanto metáfora: el ver es la síntesis de sentimiento y entendimiento.11 Es el auténtico

órgano de la sensibilidad.12

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Hay que advertir que en estas deiniciones se puso el énfasis en la construcción

que el hombre podía hacer de sí mismo, sin que ignorara la naturaleza de las cosas, y en el que el arte se concibió como un espacio donde era creada otra naturaleza. Había, así, una estrecha relación entre las actividades del hombre, no había un divorcio entre ellas, y el lenguaje ocupaba un lugar central, vinculaba dichas actividades con la experiencia. Y el ojo era el órgano que hacía posible la aprehensión de mundos.

Es una apretada síntesis la que estoy exponiendo ahora con la intención de comprender la sensibilidad moderna, en cuya cima se localiza Charles Baudelaire, quien logró que el Mal entrara por la puerta grande de la poesía; se trata de nombrar “la belleza de lo corruptible, de lo efímero, de eso cuya vida come el tiempo”. Para ello, Baudelaire se vale de las “correspondencias”: una experiencia, según Walter Benjamin, que estará “al abrigo de toda crisis, es decir, del tiempo” (Molinuevo, 2002: 184).

La correspondencia es deinida como “la capacidad de percibir y de

plasmar la exigencia estética que emana de lo que acontece” (Molinuevo, 2002: 184). Pero eso que acontece, que es experiencia presente, está marcado

por lo perdido. Alora un sentimiento de pérdida, con la que se conigura una existencia distinta a la del héroe, cuya aventura era la conirmación de su ser y

de su pertenencia a esa estirpe de hombres. Emerge el hombre de la multitud, que reside en los pasagges, en ese espacio entre el interior y la calle que ha sido creado por la sociedad industrial. El poeta moderno ya no se encuentra en

medio de la naturaleza; para él, la naturaleza ha muerto; está, ahora, en el tráico

de la gran ciudad, la que le despierta un sentimiento de atracción y repulsión. Es un hombre que no va a ningún sitio, y, en ese sentido, va hacia todos. En él viven las transformaciones del espacio urbano, esas transformaciones le proporcionan una tipología: la de “sujeto urbano”. “Su casa es la ciudad y el mundo” (Molinuevo, 2002: 186). Está afuera, tiene que estar afuera, está obligado a salir, a vivir en medio de una “compañía anónima”. Se deja llevar

por un deseo de novedad. Aquí está trazada la igura del flaneur, que tendrá su

contraigura en el dandy, el ocioso que es llevado por la mano de la curiosidad

en pos de la novedad, quien, al inal, comprobará que “la novedad es un hastío”

(Molinuevo, 2002: 186).

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Baudelaire, quien no buscaba crear un arte antiburgués, inventó una modernidad

estética, “que realiza lo que no fue capaz la ilosóica, la superación del sujeto y

objeto” (Molinuevo, 2002: 187). Se está, ahora, en un mundo donde domina el

nihilismo, donde existe la necesidad de airmar que “la existencia del mundo no puede justiicarse sino como fenómeno estético” (Molinuevo, 2002: 189), donde

el hombre es reconocido como un ser contradictorio, hijo del tiempo, que habrá de preocuparse no por lo existente sino por la perpetuación de la especie. Lo

anterior no signiica que desaparezca el individuo, sino que su mundo ya no porta bases irmes sobre las cuales pueda sostenerse, se encuentra desamparado, como

habitante de la nada.

Una vez más, serán los artistas quienes habrán de llamar la atención sobre otros mundos, sobre otros universos en los que la existencia no se sienta invadida por la nada. En un siglo dominado por el racionalismo, en virtud del cual la experiencia ha sido reducida a su mínima expresión, lo fantástico y lo maravilloso parecieran no tener cabida en el mundo. Son los surrealistas los que se encargan de llamar la atención sobre ese espectro que permanecía ignorado. Para ellos, el sueño será el estado ideal del hombre; el mundo creado por ellos pone el énfasis en el principio de representación en el arte. El arte va, entonces, hacia la representación interior, a la representación de la vida espiritual. La percepción externa “da los materiales involuntarios a la representación mental, que mediante la memoria y la imaginación se convierten en representación objetiva”. Se representa el objeto interior. “Éste nace, dice Breton, de ‘conciliar dialécticamente esos dos términos tan violentamente contradictorios para el hombre adulto: percepción y representación’. Ya no se trata de un arte imitativo de objetos exteriores, sino constructor del objeto interior. Y ese arte, que no renuncia a la belleza, es también conocimiento” (Molinuevo, 2002: 194).

He ido colocando nociones que me ayudan a hacer comprensible la sensibilidad moderna, reconocible por su alejamiento de la naturaleza, por su desamparo, por la noción de pérdida que la invade. Dentro de dicha sensibilidad, el mundo es visto como fenómeno estético, que encuentra asideros en el objeto interior, el cual, para

su coniguración, requiere los cimientos que puede brindarle el exterior, la vigilia.

Con ello, observo que la sensibilidad cobra forma en su relación con el exterior, ya sea que se vea en armonía con él, donde lo que interesa es la mimesis, como ocurrió en el Renacimiento, por ejemplo, o que se diluya, en busca de una interioridad, donde desaparecen las fronteras entre lo interno y lo externo, como puede ilustrarse con los surrealistas.

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en entredicho toda frontera? Con el ánimo de experimentar una posición, y no una respuesta categórica, mi propuesta, según lo acá expuesto, se centra en el reconocimiento de la aisthesis, con el ánimo, como lo propone Molinuevo, de desencajar los procesos estéticos de las categorías en las que han sido encasillados, extraerlos de “una interpretación ontológica de la historia y de una determinación

esencialista del tiempo” (Molinuevo, 2002: 199). Ello signiica que se cuestione la

noción que se ha tenido del tiempo. Es preciso diferenciar “entre el tiempo físico y el tiempo vivido, lo que conlleva una revalorización de la memoria, la imaginación y la fantasía” (Molinuevo, 2002: 202). Implica también una comprensión del arte en términos más amplios, visto en relación con la historia, con los acontecimientos sociales; visto no como una evasión, sino como una toma de posición respecto a los fenómenos sociales.

Es preciso comprender que la realidad no puede ser vista como algo cerrado, a la manera positivista del siglo XIX; debe ser observada como una realidad abierta:

“Lo real es proceso, y éste es la mediación muy ramiicada entre presente, pasado no acabado y, sobre todo, futuro posible” (Molinuevo, 2002: 213). Para identiicar

lo posible en términos gnoseológicos y objetivos, que tiene que ver con el acontecer

cientíico, y lo posible real es indispensable integrar el horizonte perspectivista: “la

perspectiva no es sólo mi modo de ver lo real, sino también el modo como esto se me ofrece” (Molinuevo, 2002: 213).

La perspectiva del arte estaría situada de esta manera: “Lo propio del arte es la creación de lugares, es decir, de cosas, que, entonces, no están en un lugar, sino que son el lugar. Construir una cosa es construir un lugar, hacer espacio, hacer sitio. Eso sucede construyendo el espacio, modelando el vacío, estableciendo límites” (Molinuevo, 2002: 235). Con ello, “el lugar permite un entorno, un paisaje, que

consiste en el encuentro, la reunión de las cosas que se airman en la vecindad.

El lugar de encuentro no existe previamente, sino que se construye” (Molinuevo, 2002: 235).

Líneas arriba indiqué cómo se había pasado de la comprensión del mundo

como algo dado a su deinición como algo creado. Con ello, estoy ilustrando una deinición estética del mundo, cuya deinición se da a cada momento, y no como un

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simultaneidad de tiempos y formas de arte correspondientes” (Molinuevo, 2002: 262). Y como su residencia es la vida, encuentran asidero en el lenguaje ordinario. Y al acudir al lenguaje ordinario, se muestra que “lo estético es más amplio que lo

artístico, pues el caliicativo se aplica a fenómenos más allá del campo del arte”

(Molinuevo, 2002: 271).

He querido mostrar en este apartado cómo existe la posibilidad de acercarse al arte, a la poesía, por medio del conocimiento sensible, de la aisthesis. Ello signiica

reconocer el valor cognoscitivo de la experiencia sensible. Así, lo diré con Molinuevo,

se está a las puertas de una antropología de los sentidos, lo que “signiica proponer

un retorno no a un autor, ni a un movimiento, sino a la experiencia, a la sensualidad del concepto, de la imagen”. Sería un retorno a la ‘época de la imagen del mundo’, es decir, al mundo como imagen. “... lo que ahora se pretende no es una vuelta al sujeto sino a los objetos. Se trata, para decirlo en otras palabras, de recuperar una vieja

idelidad: al presente y a las cosas” (Molinuevo, 2002: 74).

Hacia la experiencia capturada en el poema se han encaminado mis esfuerzos para

comprender que dicha experiencia es fuente de conocimiento. Esa vieja idelidad,

entre el “presente y las cosas”, la he rastreado en algunos poemas, ahora, bajo el

inlujo de George Steiner, quien me está ayudando a ver que las “interpretaciones

válidas, las críticas que merecen ser tomadas en serio, son aquellas que muestran visiblemente sus limitaciones, sus derrotas” (Steiner, 2009: 36). “Qué envidiables son los que no dudan”, dice también Steiner. La duda, al dejarme hurgar en lo humano, quiero que me conduzca al conocimiento, a la creación.

Bibliografía

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Calinescu, Matei (1991). Cinco caras de la modernidad. Modernismo, vanguardia, decadencia, kitsch, posmodernismo, Madrid: Tecnos.

Deleuze, Gilles (1987). El bergsonismo (1987), Madrid: Cátedra.

Hawking, Stephen (1999), Historia del tiempo, Barcelona: Crítica, colección Drakontos. Heidegger, Martin (1997). El ser y el tiempo, México: Fondo de Cultura Económica. Jauss, Robert (1986). Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid: Taurus.

Kayser, Wolfgang (1992). Interpretación y análisis de la obra literaria, Madrid: Gredos, Biblioteca Románica Hispánica, Tratados y monografías 3, séptima reimpresión.

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Paz, Octavio (1994). “Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia”, en Obra completa I.

Referencias

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