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Signo de contradicción

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HIGINIO GIORDANI

SIGNO DE

CONTRADICCIÓN

TRADUCCIÓN ESPAÑOLA de la segunda edición italiana

por

M. LLAMERA, O. P. Doctor en Sagrada Teología

«El que está cecea de mí está cerca del fuego» (de los «Logia Jesu»)

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CENSURA DE LA ORDEN

NIHIL OBSTAT. Fr. Antonius Huguet, O. P. Fr. Josephus M.ª de Garganta, O. P. IMPRIMATUR Fr. Arsenius S. Puerto, O. P. Prior Provinclalis

CENSURA DEL OBISPADO

NIHIL OBSTAT

Agustín Mas Folch, C. O.

Barcelona, 8 junio de 1936. IMPPRÍMASE

† Manuel, Obispo de Barcelona

Por mandado de S. Excma. Rma., Doctor Ramón Baucella Serra, canónico, canciller-Secretario.

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ÍNDICE

AL LECTOR ESPAÑOL...6

DESBROZANDO EL CAMINO...15

LOS TÉRMINOS DE LA REVOLUCIÓN CRISTIANA...32

EL NUEVO ORDEN...45

LA SANGRE DE CRISTO...59

LA CRUZ Y EL REINO...72

CRISTIANOS, SEMICRISTIANOS, ANTICRISTIANOS...75

LA MADRE...86

EL PAPA...92

LA IGLESIA...104

ROMA...118

LA ANTI-ROMA...131

LA DESERCIÓN DE LOS MONJES...146

LOS COLABORADORES DE DIOS...156

EVOLUCIÓN DE LAS VIRTUDES...175

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A CRISTO JESÚS

«NUEVO REY DE LOS TIEMPOS NUEVOS»

EN EL XIX CENTENARIO

DE LA REDENCIÓN

«... solus novus Rex novorum aevorum Christus Jesus... »

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AL LECTOR ESPAÑOL

Es tan amable la paz, lector cristiano y español, que el gozo de poseerla hace aborrecible la guerra, mas el deseo de conseguirla, cuando falta, la hace en gran manera deseable por ser la guerra precio y conquista de la paz. Una aspiración y un intento de paz alientan en este libro de contradicción y a la pacificación de los espíritus españoles lo dirijo yo como proclama de guerra. Arenga guerrera para la reconquista de nuestro patrimonio cristiano que será la reconquista de nuestra paz.

Lo más lleva consigo lo menos. La suprema paz, posesión y sosiego del supremo orden, es condición y garantía de todas las demás. Son tempestades del cielo las que conturban la tierra, y en la serenidad del cielo hay que buscar la paz que para la tierra ansiamos, según aquel lema de pacificación que nos enseñaron los ángeles: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. No hay paz si no hay gloria de Dios. ¿Cómo puede haber paz sin restauración del orden? Y el orden se restablece de arriba a bajo. Primero el reino de Dios y su justicia; lo demás por añadidura. Primero hacer la voluntad de Dios; después el pan de cada día. Por no atender a la voluntad de Dios nos disputamos el pan como fieras.

La paz está vinculada al reino de Dios. La Humanidad no disfrutará de ella mientras no conspire a realizarlo. Al fin ese es su destino y esa es la primera y más alta razón de la Historia; tanto, que para asegurar y dirigir su realización se constituyó el mismo Dios cabeza de la Humanidad incorporándose a la historia del hombre. La encarnación del Verbo representa la incorporación de Dios a la historia humana para rescatarla, enderezarla y dirigirla. Esa asunción de nuestra naturaleza lo es también nuestro de nuestro destino histórico en orden al eterno destino de la Humanidad. ¿Hacia dónde nos guiará el Hombre-Dios sino hacia Dios? La Redención es empresa de reconciliación con la Divinidad, de aumento del reino de Dios, y, consiguientemente de pacificación. Ya lo dijo San Pablo en aquel gran pensamiento: “En Él quiso hacer morar toda plenitud, y

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reconciliar consigo mismo todas las cosas, pacificando por la sangre de su Cruz, tanto lo que está en el cielo como lo que está en la tierra” (Colos. I).

Según esto la cruz es el trono de la paz; el Crucificado es el “príncipe de la paz”; su reinado la seguridad de la paz en el restablecimiento y sosiego del orden. Pero a precio de sangre. El reino de Cristo fue para Él y es para nosotros objeto de conquista. Con su victoria mereció para la Humanidad el que pudiera conquistar. No es punto de partida, es meta de realización. Es la paz que hay que conquistar para acabar con las guerras. Entretanto, es la contienda de todas las contiendas, el signo de toda contradicción, la inquietud perenne e incoercible que explica todas las revoluciones. En el fondo de todas las contiendas humanas se agita la de la primacía del espíritu redimido por Cristo; y este primado del espíritu es inseparable del reino de Dios y uno y otro son inseparables de la paz.

El mundo, acaba de escribir el marqués de la Eliseda, gira alrededor de dos polos contrapuestos. Revolución y Contrarrevolución. —Esos dos polos contrapuestos tienen muchos nombres circunstanciales y dos perennes y adecuados que son Cristo y Anticristo. Cristo en el orden individual significa señorío del espíritu sobre la materia, sumisión del en-tendimiento a la verdad divina, de la voluntad a la justicia y a la caridad, concepción de la vida como medio y no como fin, ideal eterno y no temporal. Anticristo en ese mismo orden significa dominio del cuerpo sobre el alma, rebelión contra la verdad, superposición del egoísmo y del odio a la justicia y al amor, concepción de la vida como término y de sus goces como único paraíso. Y esta es la primera lucha que todos tenemos que sostener.

Es también la primera y la más importante batalla que tenemos que ganar. La redención es social por redundancia. Una sociedad de cristianos es necesariamente cristiana. El bien como el mal, la paz como la guerra, derivan de los individuos a las sociedades; el desequilibrio que en éstas lamentamos es trasunto del que existe en las almas. “Por el catolicismo, escribía Donoso Cortés, entró el orden en el hombre y por el hombre en las sociedades humanas”. Y escribió también: “El orden pasó del mundo religioso, al mundo moral, y del mundo moral al mundo político.” El desorden, debemos añadir, sigue la misma trayectoria. La emancipación de las conciencias de los frenos religiosos desata las voluntades de trabas morales, porque sin religión, qué es la justicia para con Dios, toda otra jus-ticia carece de fundamento y de sentido. No hay deberes si no hay derechos absolutos que condicionen la rectitud de las humanas

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determinaciones. Y esa base eterna de los deberes humanos no se da si no se da en Dios, porque nada hay en el hombre superior al hombre si se suprimen los dictados del deber que reflejan los derechos divinos. Si la razón no reconoce a Dios la voluntad no reconoce el imperio de la razón ni el apetito los dictámenes de la voluntad razonable. Y el hombre sin razón es una bestia. De la primacía de lo religioso se sigue, pues, el principado del espíritu en la vida, y de la emancipación religiosa la tiranía de la materia. Y así como lo moral es una proyección de lo religioso, lo político es una proyección de lo moral; por lo cual el orden y la paz en la vida política y social están condicionados por el señorío la religión en las almas. Cristo y el Anticristo disputan la victoria en los individuos y la suerte de esta contienda repercute en las sociedades.

Lo que en ellas se discute es también la primacía del espíritu que Cristo vino a reponer en la dirección de la vida y de la Historia. El matrimonio cristiano es el amor señoreado por el espíritu, sometido a sus exigencias. Lo contrario del amor libre, que es la bestia sin riendas. Para el cristiano el amor es súbdito de la voluntad de la razón y de Dios que le hacen servir a fines específicos, no individuales. El amor libre no acata esas jerarquías; no se guía por normas de espíritu, sino de concupiscencia. Lo demás se sigue solo: divorcio, matrimonios a prueba, métodos anticoncepcionistas, procedimientos abortivos, instrumentaria de lascivia, alardes de impudor y desvergüenza como los presenciados por Madrid en los días en que esto escribo.

En el régimen de los pueblos el anti-espíritu o Anticristo es el liberalismo, subversor de todas las jerarquías. Comenzó por derrocar las jerarquías religiosas con el protestantismo, que no es otra cosa, en frase del gran pensador hispanoamericano Antonio Cuadra, que un liberalismo religioso. Este anticristo de los tiempos modernos tiene tres nombres: Lutero, Rousseau, Marx, enlazados entre sí como dos premisas y una conclusión, que es el comunismo. Lutero substituyó la infalibilidad de la verdad religiosa por el libre examen; Rousseau la razón por la voluntad; Marx el espíritu por el estómago. Si la verdad es la que cada uno piensa, el bien es el que cada uno quiere, porque sin verdad absoluta no hay bien absoluto. La voluntad, por consiguiente, se constituye en norma de justicia y en fuente de derecho. Mas como nada es ya ilícito en principio, nada es más lícito que la demagogia, consecuencia práctica de la democracia teórica. Colocados en el precipicio lo natural es no parar hasta el fondo. Un abismo llama a otro abismo. Y el abismo que reclama el sistema liberal es el comunismo. ¿Igualdad de derechos y clases sociales desiguales? ¿Por

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qué rechazar como injusta la igualación económica? Sin contar, que no pueden subvertirse las jerarquías sin invertirlas. Los sin Dios tienen por Dios al propio vientre, como diría San Pablo. La Humanidad ha de estar regida por el espíritu o por la materia, ha de estar orientada por un ideal religioso o por un ideal económico. Carlos Marx se limitó a llevar a sus últimas consecuencias el liberalismo religioso al señalar en el estómago el centro de la Historia. En pos de esa bandera, las masas, ignorantes de sus deberes, conscientes de sus derechos, ebrios de odio contra cuanto simboliza un obstáculo a sus reivindicaciones, acuciadas además por el hambre, se abalanzan con arrollador impulso hacia la imposición de su jerarquía: hacia la dictadura del proletariado. Las fórmulas liberales no las podrán contener, porque no puede el río contener sus aguas, ni la hoguera sus llamas.

Rotos los diques del espíritu, el torrente de la barbarie azota ya con oleaje embravecido los muros de la civilización cristiana. Y las gentes, como despertando de un sueño, se percatan, al fin, de que el gran problema de esta hora histórica es el de pobres y ricos. Hace casi un siglo que escribía Donoso en su Memorial a María Cristina: “Esa enfermedad, que es contagiosa, que es endémica, que es única, se reduce a una sublevación general de todos los que sufren hambre contra todos los que padecen hartura.” Pero Donoso diagnosticaba las enfermedades asignando sus causas: “Dios no permite la criminal impaciencia de los pobres, sino para castigar el egoísmo insolente de los ricos.” Y es que esta tremenda contienda es efecto de otras anteriores en que la causa de la civilización cristiana llevó la peor parte. Las ideas anticristianas han hecho creer al justo y no insolente su egoísmo; y esas han hecho creer al pobre que era justo y no criminal su rebelión. Y el anti-Cristo que triunfó en los unos y en los otros los enfrenta hoy en una lucha gigantesca, cuyo desenlace, al no ser justa la causa de los unos ni de los otros, poco nos podría importar a los que sólo perseguimos el reinado del espíritu, si no fuera este reinado el que se debate en los dos bandos en guerra. Pero triunfe el uno o el otro, triunfarán la injusticia y el odio contrarios a la justicia y a la caridad de la Cruz; prevalecerá la materia sobre el espíritu. Porque aquí está la explicación de esta lucha: la concepción materialista de la vida que impera en las conciencias de los pobres, que dirige al capital y al trabajo. Todos quieren poseer la Tierra porque ni creen ni esperan el Cielo, que es herencia prometida al espíritu. Y sin esta esperanza carece de razón el sacrificio que impondría la caridad a los ricos, la paciencia a los pobres, la justicia a todos; sin esta esperanza ni los ricos tienen por qué dar lo que

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pueden retener, ni los pobres por qué respetar lo que puedan arrancarles. La justicia, la caridad, tienen su apoyo en Dios y sólo reinan donde reina Cristo.

Esa concepción materialista de la vida no es sólo causa de las terribles convulsiones que estremecen hoy a todos los pueblos, sino también de los inacabables conflictos que los revuelve a unos contra otros. Solamente el espíritu puede unificar a las naciones porque no tiene otro patrimonio común la Humanidad. ¿Cómo puede un ideal materialista ar-monizar los intereses contrapuestos o impedir que el derecho de los débiles sucumba ante el atropello de los fuertes, si el derecho se mide por la fuerza y el mutuo temor es la única garantía de paz y de equilibrio entre los pueblos? El mutuo amor sería mejor instrumento de pacificación y de humana convivencia; pero ninguna fraternidad humana tiene sentido y eficacia sino la que se funda en Dios, primero y común origen, último y común destino de la Humanidad. También para las naciones es la Cruz la bandera de la paz. De las máximas evangélicas dedujo un fraile español el Derecho Internacional. Y este derecho regirá en paz las naciones, cuando la unidad y la catolicidad que el reinado de Cristo establece entre todas las almas funden la unidad y la catolicidad que armonicen a todos los pueblos.

Al proclamar el universal reinado de Cristo, el Papa señaló a la Humanidad el secreto de la paz.

* * *

Cuantos en estos momentos sean capaces de sentir la preocupación de los destinos del mundo y de cooperar con su esfuerzo a prepararle un porvenir de ventura, deben reforzar con su voz, para que resuene en todos los ángulos de la Tierra, esa proclamación del secreto de la paz. El dolor de la Patria nos obliga hoy a denunciar ante nuestros compatriotas que la Antipatria que la desgarra es el Anticristo que en la España Católica se sobrepone a Cristo. Es divorcio de Cristo el que nos divorcia de la paz.

Hundida la mirada en nuestra historia, un escritor nuestro que la lleva en el alma, llamó a la España de nuestros padres Novia de Cristo. Es efecto del divorcio que se viene tramitando desde siglos este desbarajuste de nuestra casa. ¡Esposa de Cristo! Él la acarició y crió desde la cuna de nuestra historia y ella confundió con los de Cristo sus destinos poniendo su espada al servicio de su cruz, al servicio del espíritu en el Mundo. De este consorcio nacieron todas nuestras grandezas. “Toda Historia española, dice Eugenio Montes, es en el más ambicioso sentido del vocablo, historia

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eclesiástica.” En el Libro de las Coronas, observa Lorenzo Riber, España es ya para Prudencio lo que será en todo el curso de la historia: la devota, la católica España. Esas coronas son el regalo nupcial que España hace a Cristo: homenaje de sangre a su Cruz. La unidad en la religión del Crucificado, asociando en un solo ideal a conquistadores y conquistados, creó nuestra unidad nacional en la España visigótica, en la de San Isidoro, en la de los Concilios de Toledo. Y desde entonces fue la cruz la bandera común de los pueblos hispanos. La cruz dio unidad y convergencia a los esfuerzos disociados en aquella lucha tantas veces secular de la reconquista, que lo fue de cielo más que de tierra, de espíritu más que de terreno: de imperio de la Cruz contra el imperio de la Medialuna. Bandera de Pelayo y de Alfonso el Batallador, de Fernando el Santo y de Jaime el Conquistador. Bandera de Covadonga y de Clavijo, de Los Navas y del Salado, de Valencia y de Granada. Bandera de nuestra Reconquista y bandera de nuestro Imperio. ¿Qué grandeza tenemos que no esté cobijada bajo esa enseña divina? Por ella y para ella, inspiradora eterna de conquistas, ensancharon nuestros antepasados las fronteras del Mundo, soñando a través de los mares con infinitas tierras para el Rey, con infinitas almas para Dios. Con los mundos que arrancaron al misterio de tantos siglos, formaron un Imperio para España y para Cristo, y crearon la Hispanidad, unión de razas innúmeras en una sola fe y en un solo ideal de catolicidad.

Toda nuestra gloria es cristiana. Cristianas las hazañas de nuestra espada y los triunfos de nuestra pluma. Cristianos el coraje de nuestros guerreros, el heroísmo de nuestros evangelizadores, la genialidad de nuestros juristas, la preeminencia de nuestros teólogos, la inspiración de nuestros poetas y de nuestros artistas, la sublimidad nunca igualada de nuestros místicos. Nuestras Leyes de Indias, nuestro Derecho de Gentes, nuestro Teatro, nuestra novela, cuanto enseñamos al Mundo, nos lo enseñó la Cruz. Ella guió nuestros destinos históricos y los poseímos en paz mientras no perdimos su orientación.

Desde que la perdimos, desde que nos empeñamos en cerrar los ojos a su luz, vamos sin rumbo fijo por el mar de la historia, azotados por todos los vientos, a merced de todas las tempestades. Llevamos doscientos años extraviados, empeñados en ser lo que no somos, mendigando ideales extraños los que recibimos de la Cruz la más alta misión de la Historia. La Cruz nos enseñó a no reconocer otras fronteras a nuestra acción que las fronteras del Mundo, por nosotros agrandado, y olvidada esa lección nos convertimos en admiradores y plagiarios de los que un día admiraron

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nuestros superiores destinos. “La nación entera —dice Ramiro de Maeztu — ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar.” Hoy, escribía Menéndez y Pelayo, “presenciamos el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampantojos, de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyos recuerdos tienen virtud bastante para retardar nuestra agonía”. ¿Cómo no habíamos de caminar hacia el precipicio caminando a ciegas, sin la luz de nuestra historia? La causa de nuestra desespañolización ha sido y es nuestra descristianización. Cristo fue la causa de toda nuestra grandeza y el Anticristo la causa de nuestra ruina. Las ideas liberales extranjeras que suplantaron nuestro pensamiento tradicional cristiano nos robaron el Imperio, minaron nuestra unidad nacional informada por la unidad de creencias, incubaron la Revolución que lleva camino de entronizar la hoz y el martillo donde reinó siempre la Cruz. ¡De caballeros de la Cruz a esclavos de la hoz y del martillo! ¡De campeones de la civilización del espíritu a mercenarios de un ideal rastrero y materialista! ¡De señores del Mundo a gentes sin Dios y sin Patria!

De la deserción de nuestro pasado de gloria no ha querido Dios que llegáramos todavía a esa situación de miseria. Pero hacia ella vamos irremediablemente si en la vuelta a nuestra tradición cristiana no buscamos pronto y eficaz remedio. Si como tememos, es ya tarde para rescatar el presente, a tiempo estamos para recobrar el porvenir. Tuvimos profetas que nos anunciaron la cautividad y no les dimos oídos. Oigamos a los que nos prometen y a los que nos compelen hacia la liberación. Oigamos sobre todo el clamor de nuestra historia que nos incita a luchar por la Patria luchando por la Cruz. Quizás permita Dios que la hoz asiática siegue todas las cruces que plantaron nuestros padres; pero nos queda la esperanza de que la sangre de nuestros mártires las hará brotar de nuevo. El cantor de nuestros antiguos héroes cristianos abrigaba ya esta esperanza:

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por siempre excluye la infernal cohorte.

* * *

Todo parece indicar, escribía Maeztu a principios del pasado año, que el mundo intelectual está en vísperas de una gran polémica en la que llevarán la iniciativa del ataque los escritores de ideas cristianas y que será tan intensa, que las gentes van a entender de nuevo el significado de aquélla gran palabra en que Nuestro Señor decía “que no había venido al mundo a traer la paz sino la espada”. Esta gran polémica entre el pensamiento cristiano y anticristiano es una manifestación circunstancial de la perpetua contienda entre Cristo y el Anticristo que se disputan la dirección de la Vida y de la Historia. Por depender de las andanzas de esa lucha —como dejamos dicho— las tan desconsoladoras que afligen hoy a España y por ende a los mejores de sus hijos, les ofrezco este libro de un capitán adiestrado en esos combates, es decir, de uno de los más ilustres adalides con que cuentan hoy en el mundo las ideas cristianas. Porque no es menor la representación de Higinio Giordani en la nobilísima lucha por el espíritu servida hoy por tantos y tan ilustres escritores católicos.

Alma creyente, que ha puesto al servicio de la fe y de la civilización cristiana su talento privilegiado, su inmensa cultura, su profundo conocimiento de la literatura polémica del cristianismo primitivo y de la influencia de la Iglesia en el mundo; espíritu batallador, enamorado de altos ideales, que no sabe amarlos sin defenderlos, que no comprende que haya quien los ame y no los defienda; que los defiende con verbo iluminado, vibrante, valentísimo. Su pluma destila poesía al describir lo que ama y se desata en invectivas terribles contra lo que combate: caricia para la verdad, dardo contra el error. En la una mano la cruz y en la otra la espada. Ingenuo ante el Cristo e intrépido ante el Anticristo. El catolicismo de Gior-dani es revolución, su fe trofeo de conquista, su vida cristiana continuado batallar. Discute en el periódico, refuta en la revista, polemiza en la tribuna, defiende y ataca en el libro. Una novela escribió: “America Quaternaria”— y ni en ella supo o quiso sustraerse a la intención apologética. Joven todavía —42 años—, lleva quince de ininterrumpida batalla que le ha merecido el concepto unánime de campeón de la Fe. Las ideas anticristianas o semicristianas no tienen hoy más temible fustigador. Desde el año 1930 es director de la revista Fides, órgano de la Obra Pontificia para la preservación de la fe, convertida por él en una de las mejores revistas católicas. Está al frente del Ufficio del Catálogo y de la

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Escuela de Biblioteconomía de la Biblioteca Vaticana. Colabora en diversas publicaciones: Osservatore Romano, Italia, Vita e Pensiero,

Tradizione, Studium, Comvaonwal Special Libraries, etc., etc.

Es Giordani escritor fecundísimo y de extraordinaria prestancia. De la fecundidad de su ingenio dan testimonio más de quince volúmenes y de su mérito la valoración crítica que le ha señalado como al más completo y representativo de los escritores católicos de la Italia de hoy.

Entre todas sus obras, esta del Signo de Contradicción ha conseguido los mayores éxitos y ha suscitado los mayores entusiasmos. Por ella la voz del gran militante católico ha merecido encontrar eco en las lenguas de numerosas naciones y traspasando las fronteras de su patria habla a la Cristiandad. No corresponde menor universalidad a la universalidad del autor, del pensamiento que informa su obra, de la verdad que explayan sus páginas. El autor es un católico que defiende su fe; el tema, la persistencia y perennidad de la revolución cristiana; la verdad, la del propósito de Dios que estableció la Cruz como eje de los siglos, como bandera del espíritu, como guía de los humanos destinos.

En la interpretación de este libro de polémica, escrito con estilo personalísimo, con léxico sobreabundante, con literatura de avanzada, no abrigamos otra pretensión que la de contribuir a la pacificación de las almas españolas mediante la reconquista de nuestra civilización cristiana.

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DESBROZANDO EL CAMINO

I

Después de diecinueve siglos de Redención, el observador se encuentra ante este hecho: el movimiento religioso más perceptible es el movimiento antirreligioso. Parece paradoja, mas no lo es, puesto que el ateísmo de Estado tiende a constituirse en una especie de Iglesia autoritaria e infalible. Una Iglesia al revés, en la cual es entronizado Satanás en su verdadera efigie de mona de Dios.

Este movimiento presenta a nuestra generación el más tremendo dilema religioso y, por tanto, también social: si la conciencia debe atender todavía a Dios, o más bien a un pseudocoronel mejicano, a un profesor prusiano, a un comisario moscovita; si la sociedad está todavía obligada a la aceptación de un principio religioso, autónomo y superior, o hasta la religión ha de ser absorbida por la política. En otros términos: si es razón que exista una Iglesia, y un Estado, o simplemente un Estado-Iglesia, ateo e idólatra.

Entre los dos extremos del dilema, fuera de la Iglesia Católica y a menor o mayor distancia de la Anti-Iglesia pagana, se verifica una compleja y vasta labor de descomposición del principio religioso, en pro-vecho exclusivo del Anticristo. En medio de él avanza, a saltos, el movimiento religioso, hacia un sincretismo de tinte filosófico como hacia un barracón de estilo “racional” donde se amalgaman los más disparatados ingredientes de la religiosidad; ideogramas de Lao-Tse, diálogos de Platón, tomos de Kant, Tríplice demismo, Freud y Mrs. Eddy. Falta allí Dios: pero funciona como lubricante un cristianismo “racionalizado”.

Una especie de inmenso almacén americano, donde todos lo encuentran todo, y a precio reducido: iglesias postizas, credos elásticos, combinaciones filosóficas, vaselinas espirituales muy digeribles; substituciones de imitación acabada: teísmo por Dios, teosofía por teología, espiritismo por espíritu, idealismo por ideal, modernismo por mo-dernidad, religiosidad por religión, evangelicalismo por Evangelio, salvacionismo por salvación, y acá y allá, racionalismo por razón...

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Entretanto, en obsequio a la estética moderna, se representa a Cristo en hábito de deporte, desbarbado y con un diente de oro; el buen Pastor se transforma allí en un caprípedo pagano.

La religión, dogma y moral, pierde allí de su rigor y aspereza; se torna llana y fácil: un credo al “baño de María”; fe y ciencia están conciliadas; la moral es justificadora de las costumbres; nada turba ya las conciencias, sometidas a linimentos que las adormecen; la “experiencia” constituye, para cada uno, la medida de lo verdadero y de lo falso, y las inteligencias quedan libertadas del tormento de la duda, pues se filtra en los intersticios una solución de parálisis general.

El drama del cielo y de la tierra, del bien y del mal, está resuelto; las grandes contiendas que estremecieron a profetas y poetas han terminado sobre los escenarios de Hollywood; de los dos se ha hecho uno, y ha venido a quedar sin razón la razón de combate.

Prepararon el camino a este sincretismo, sectas que secularizaron la Iglesia; príncipes que reclutaron teólogos para encubrir la prepotencia del César con los derechos de Dios; profesores de religión comparada que redujeron el cristianismo a una notable expresión de teísmo semítico complicado de filosofía griega y estructurado por el derecho romano; filósofos que sustituyeron a Dios por el Yo; semicristianos que, en veinte siglos, día por día, abandonan jirones de dogma y de moral por compromisos con el anticristianismo.

Diluida la enseñanza de Jesucristo en el miscelánea del paganismo, del compromiso, no causa estupor que haya quien proclame la extinción de los fermentos de aquella revolución cristiana que cambió la faz del mundo; o que nieguen, sin rodeos, que haya existido jamás.

Y son en tanto número los que afirman que el cristianismo está moribundo o muerto, que muchos, por denotar originalidad, se aventuran a negar que haya alguna vez nacido: el que era cristianismo, no era él; era otro.

Es la moda en ciertos ambientes; tanto que, entre denominaciones protestantes diversas, no faltan ministros del culto, los cuales, por aparecer al día como señoras fatuas, se suman a los negadores, y predican desde el pulpito la eliminación de un Señor que persigue el estipendio; mientras ciertos vividores que fueron bautizados en el rito católico, hablan, por mimetismo, de superación del cristianismo y del próximo advenimiento del dios Instinto y de su vicegerente Sexo.

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Sólo con que se diesen cuenta que estas negaciones audacísimas de hoy son tan antiguas como el propio cristianismo, sobre cuyo tronco han parasitado en todo tiempo, disminuiría no poco la hinchazón de su vanidad. Porque negadores y perseguidores tienen esto de común: que con diferentes nombres son tristemente los mismos desde Caifás, el pontífice que mató a Cristo, hasta Calles, que asesina sacerdotes y pregona libertad; desde el profesor Celso hasta el ''obispo” anglicano Barnes. Es una pena.

Mas nosotros no nos dejamos llevar de la corriente; no nos conven-cen un punto las razones de esta negación.

Vemos, por el contrario, que en el corazón de la civilización antigua, a la hora en que más sólida y vastamente se organizaba, estalló una decisiva revolución espiritual, social y religiosa que la volvió del revés, con la acción de nuevas y originales fuerzas, cuya eficiencia continúa operante. Y en tal grado opera que, a diecinueve siglos de distancia, se siente la necesidad de desencadenar sobre ella batallones de profesores, de esbirros y de financieros.

La revolución cristiana subsiste. No está extinguida; antes bien, todos aquellos espíritus que no reducen la existencia a comer y pasárselo bien, que sienten la atracción de más altos intereses, batallan hoy, como dieciocho siglos hace, en pro o en contra del cristianismo. Hay todavía gobiernos que vejan sacerdotes, clausuran iglesias o niegan la libertad a los católicos; que realizan una obra antirrevolucionaria, reaccionando contra fuerzas de las cuales se conceptúan vitalmente amenazados. No se ahorca a las sombras, ni se da fuego a castillos en el aire; ni siquiera se echa de casa a los viejos decrépitos.

Hay quien ataca y hay quien defiende. El que estos hechos nota, es el último de entre centenares de miles de cristianos que han debido resistir en todo tiempo a los ataques de los adversarios; los cuales —nótese— se hallan también sumergidos en la vital atmósfera del cristianismo integral y de ella se benefician, como hasta los noctámbulos se benefician del sol.

Al indagar los términos de la antítesis con el mundo antiguo, escribía en el libro La primera polémica cristiana: “La religión naciente tropieza, al desarrollarse, con oposiciones diversas:

1) como Iglesia, choca con el Estado; 2) como fe, con la filosofía;

3) como monoteísmo, con la idolatría; 4) como cristianismo, con el judaísmo;

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5) como ortodoxia, con el agnosticismo.”

Aunque desarrollados y empeorados, los términos permanecen en gran parte los mismos. Permanece el Estado pagano, la filosofía anticristiana, la idolatría de las cosas terrenas y los batiburrillos teosóficos del neognosticismo. En algunas partes permanece también, aunque bastante debilitado como antagonista, el judaísmo.

Estos contrastes, a los que la civilización contemporánea sobreañade otros, constituyen un hecho tristemente necesario, y en él constantemente se verifica la profecía de Cristo, según la cual había de ser el Evangelio un fermento de contradicción, un acero clavado en el corazón vivo de la humanidad con una herida siempre sangrante. De ahí que venga a ser el cristianismo una conquista de cada día, con victorias y víctimas, con sangre no siempre metafórica, con desgarros en el espíritu y no pocas veces en las carnés, en una lucha indomable y sin tregua. Cada palmo de terreno ha costado sudores y lágrimas y ha sido toda conquista de almas una violación de los vínculos de raza, de familia, de tradiciones, de historia, de intereses y de afectos; a su vez ha sido toda apostasía una mutilación en la carne viva del cuerpo divino, que es la Iglesia. La historia del cristianismo es la más abundante en patíbulos: ¡comienza en una cruz! Todos los regímenes inferiores no han hecho otra cosa que reafirmarse en su propia vileza, escupiendo e hiriendo de nuevo a Cristo en la Iglesia, tratándola con la espada o con el fusil, ¡como a indefensa!

Y esta lucha dramática la lleva en sus entrañas, por la imposibilidad de conformarse con el mundo, siendo su negación; o lo conquista o será por él conquistada; que no hay medio posible, militando los dos a las ór-denes de dos irreconciliables potestades, Cristo y Satanás.

Por personal experiencia pudo constatar Ignacio Teóforo, cuando era conducido a un circo de Roma, custodiado por diez soldados, más crueles que leopardos, que “el que está cerca de la espada, está cerca de Dios”. La raza de leopardos no está extinguida; sigue atormentando en la marcha hacia Roma; mas tampoco la raza de teóforos ha desaparecido. Si ya no utilizan los circos, con un populacho embrutecido, a las órdenes de senadores obesos y de matronas lascivas, ahí están sus substitutos, cuya crueldad, aunque se manifieste menos ostensiblemente, es en cambio más redomada. Por esto, la fe no es hoy en día, ni lo ha sido nunca, poltrona donde reposar, sino —si se me permite la expresión— un instrumento de tortura.

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Así, pues, la dialéctica del cristianismo entraña una lucha continua. El que no se resigna a dejar que le golpeen la fe, sino que devuelve los golpes, es, sin más, condenado por la mayoría de los adversarios. Porque atacar los dogmas, los ritos, los sacramentos, a eso se le llama “filosofía”; salir en su defensa, a eso se le tacha de “insolencia clerical”, con el fin de reducirla al silencio.

II

Esta aceptación de la lucha como consecuencia de la dialéctica del cristianismo, revolución operante, no es comprendida por numerosos cristianos, para los cuales la Iglesia, como milicia, es poco más que una figura retórica. La polémica les parece lesiva de la caridad; y ésta es la esencia del cristianismo.

Mas es cosa fácil —y lo es de todos los días— confundir la virtud con sus imitaciones, y así la adulteración de la prudencia no es otra cosa que cobardía, la del silencio indebido complicidad, y la del amor sentimentalismo. Y, pues ha dicho el luminoso San Francisco de Sales que con una gota de miel se prenden más moscas que con todo un tonel de vinagre, gran número de escritores cristianos han creído, sin más, que era cuestión de ponerse todos a la caza de moscas, con las cocciones de una prosa melada.

La caridad es una cesión de los propios recursos para compensar las deficiencias del hermano; pero un tal ofrecimiento no está necesariamente ligado con la industria sacarífera ni obedece a exigencias de melindrería; no excluye que se separe lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso aunque sea preciso llamar pan al pan y neopaganismo al neoidealismo. En ningún pasaje evangélico —en su texto auténtico al menos— se encuentra la obligación de permanecer neutrales frente a la cotidiana contienda del bien y del mal.

La caridad no exige rehuir la polémica y los ademanes de fuerza; la fuerza es un don del Espíritu, y la polémica ha sido la primera literatura cristiana. Puede discutirse la oportunidad y manera de su empleo, mas no condenarla, so pena de repudiar también las invectivas de Nuestro Señor contra escribas y fariseos. Y los discípulos enviados no hablaron con menor energía. Santiago, el apóstol, flagelaba a los ricos, amadores del dinero, con recriminaciones apocalípticas. La fe es la fe, y no puede pasar por amiga de la antife. Ni el lenguaje ha de ser un salvoconducto para traspasar acá los productos de allá.

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Bajo pretexto de caridad se toleran atentados contra la Iglesia y estupros contra la moral, se disculpa indistintamente todo y a todos.

Pablo de Tarso dio del amor aquella definición que sólo podía dar quien se había introducido con violencia (“el reino de los cielos lo arrebatan los violentos”) en el más profundo misterio de la revolución cristiana; quien, por amor del hombre, había afrontado lapidaciones, naufragios, cárceles, hambres e injurias; pero aquella definición, que se cuenta entre los más originales himnos de la literatura nueva, va inserta en un documento de reprensión y de polémica; y la primera escrita por él —la dirigida a los Gálatas, que es el primer escrito del cristianismo—es toda ella una vehemente polémica para separar, cortando por lo sano, lo viejo de le nuevo, dirigida a espolear a los nuevos conversos en la lucha contra el pecado. Porque la vida del cristiano es milicia sobre la tierra.

Poeta del amor, como quien no vivía en sí, más vivía Cristo en él, Pablo manejaba contra los adversarios malvados, la invectiva y la ironía, y hasta casi la injuria.

“El saludo de mi puño y letra, Pablo. Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema.” Así concluye la primera carta a los Corintios, en la cual va engastado el arcangélico himno al amor. Al amor a Cristo, se entiende. ¿Se pretende acaso cambiar los papeles y proceder de manera que no seamos anatematizados de los enemigos de Cristo?

Es la verdad que rechaza el error.

“El Evangelio por mí anunciado no ha sido sí y no; ha sido el auténtico sí, personificado.” No es la fe artículo indiferente; es “semilla” de muerte para los unos, de vida para los otros. Jesús es causa de salvación y de ruina; el que no está por Él está contra Él. O sí o no; el ni equivale a rechazo.

Si los evangelizadores no hubieran tomado de frente al mundo pagano, con aquella tenacidad que, por sí sola, parecía un crimen a funcionarios del tipo de Plinio, se hubieran ahorrado persecuciones y muertes.... y aun hoy reinaría el paganismo.

Fue Juan el que definió a Dios, Amor; pero fue también el hijo del trueno, quien, contra disidentes y negadores, se alzó fulminante como un antiguo profeta y sobre las grupas de los perseguidores desenfrenó los caballos del Apocalipsis.

Una cosa importa y es terminante: que el móvil del combate no sea el odio, sino el amor al hombre, al hermano; que esto es lo que distingue al

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cristiano del pagano; y con esto se vuelve al punto de origen, que hace de la polémica cristiana una lucha de la caridad. Esto da tono a la casi totalidad de la literatura antigua (cartas de Clemente, Ignacio, polémica an-tijudaica, antipagana, antiherética), instrumento de propagación de ideas, que tropezaban con un sistema consolidado por las tradiciones y la política, y empeñaban —como radicalmente revolucionarias— un combate de vida o de muerte.

III

Paréceme oír: —¡La polémica está ya superada!— Como si la Verdad se hubiera al fin desposado con la Mentira o se hubiese establecido la indiferencia universal.

Si la polémica está o no agotada, puede verse en un Museo de los ateos militantes o en una colección de libros y opúsculos de la “tercera confesión”, que trabaja en Alemania por extraer una teología aria, de la tierra y de la sangre; sobre todo de la sangre.

Nunca como hoy ha estado en cuestión la existencia de la fe cristiana. En otros tiempos se trataba de una lucha entre el cristianismo y las religiones paganas, entre el catolicismo y las denominaciones protestantes, entre la Cruz y la Medialuna; lucha entre dos religiones, que reconocían entrambas a un Dios del cielo. Hoy se sostiene la lucha entre la Religión y el Ateísmo, y, pues éste, sea en su forma marxista (Rusia), sea en su forma racista (Alemania), sea también en su forma petrolera (Méjico), se presenta como una religión del siglo XIX, puede decirse que la lucha está entablada entre el Cielo y la Tierra... ¡Es más que polémica! Es guerra.

Y es la inevitable herencia del auténtico cristiano.

El bautizado que no acepta las consecuencias del bautismo es un juglar; o un conservador con pantuflas que lleva por descuido una insignia revolucionaria; ya que el bautismo le compromete a vivir una nueva vida con una total adhesión del espíritu y del cuerpo.

Una tal vida de fe sólo era conocida del mundo antiguo en algunos ejemplos ofrecidos por el único pueblo monoteísta, que era el de los israelitas, y aun éstos, en no pocas ocasiones, hasta con Moisés y David, se conciliaron con la idolatría; pero en los cristianos se generalizó en proporciones imponentes, y abarcó con implacable asedio instituciones y tendencias; tanto que los antiguos, habituados a una religión puramente externa, cuyas ceremonias no iban de ordinario más allá del convite, cuyas

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abluciones no pasaban de la epidermis, se encontraron, no sin indignación, ante una muchedumbre que hacía de la religión el pensamiento y la acción principal de la vida, posponiendo a segundo plano todo otro pensamiento y actividad.

Esta santidad de vida no se ha debilitado con el correr de los siglos; más bien se ha acrecentado. La indiferencia es su antagonista más temible; una antagonista que no lucha, que rehúye el combate, y abandonando el campo se agazapa en los linderos para consumar el rancho.

La marcha del cristianismo es difícil y lenta; no sólo por los obstáculos que encuentra, sino también por las muchas deserciones. Porque son demasiadas almas las que se dan de baja, las que se adormecen en la mediocridad, en el ocio del espíritu, por librarse de la cotidiana fatiga de tener que dominar los sentidos y renunciarse a sí mismo para darse a los demás.

Ciertamente, los que niegan la vitalidad actual del cristianismo tienen en la indiferencia de los cristianos el más vistoso argumento. Hay iglesias protestantes cuya actividad parece reducirse a la propaganda de la indiferencia religiosa. La Iglesia católica reacciona con vigor; sin embargo, la indolencia de muchos de sus hijos ha permitido muchas veces, en el curso de los siglos, que hombres desalmados, ya sean políticos o militares, la agrediesen y tratasen de eliminarla; y que llegaran a infamarla los más distanciados de su ley moral. Aun hoy, ha consentido que un virulento gobernante mejicano se metiese a regular, a golpes de decretos grotescos, la dirección de las conciencias, legislando lo que no le incumbe, disponiendo de propiedades ajenas, violentando a su antojo personas e instituciones.

Con harta frecuencia, merced a esta pasividad, volvió a verse Cristo “capturado”, en su Vicario y en sus ministros, y la propia fe —la fe de la mayoría de los ciudadanos— se ha visto en países católicos sometida a la discriminación por una minoría de politiqueros. La santa Rusia se ha dejado convertir por una minoría en campo experimental de la cultura del ateísmo; y la España de los caballeros y de los místicos ha presenciado los horrores anticristianos de Asturias. Culpa de los ateos, claro está. ¿Pero quién ha formado esos ateos? ¿De qué escuela han salido tales discípulos?

Esta abulia tiene en la ignorancia religiosa su causa o, al menos, su facilitación. El cerebro del indiferente, debido a esta ignorancia, únicamente se alimenta de las impresiones de la calle: las de la mediocridad que le circunda, la de un periodismo burlón y grotesco, las de

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una literatura erótica con languideces místicas o, a lo más, de una crítica de reportaje.

Cuando las ideas religiosas penetran en forma de retazos, citaciones, lecturas incoherentes, van aglomerándose con materiales heterogéneos sin posible fusión, sin coherencia ni profundidad de pensamiento. Puede el indiferente ser un excelente ingeniero, un afamado zoólogo, un experto filólogo, un hábil abogado, o un arqueólogo que ha estudiado las civilizaciones más extrañas; pero en punto de religión es el dogmatizante del tópico, siempre llevado de la opinión corriente, amigo del teólogo heterodoxo de moda; puesto a dar su juicio, cacarea el criterio vulgar y la frase manida con gran superficialidad. Afirma o niega según las ideas en boga.

La indiferencia religiosa engendra, lógicamente, la indiferencia moral.

Pero hay una indiferencia más astuta, la cual simula exteriormente el mayor acatamiento a la religión y a los mandamientos: y es el agnosticismo enmascarado del coqueteo sensiblero que, en nombre de Dios, que es caridad, torna de color gris cuanto toca: vicio y virtud, yerro y razón, Iglesia y mundo. Es el que, con el pretexto del amor, se retrae de la lucha; y amparándose en razonamientos retóricos justifica su actitud neutral. Vive y deja vivir, es su lema. No tenga miedo que se le estropee la digestión. Si hay que participar en una manifestación callejera, será el primero en ponerse los distintivos y rebosando satisfacción marchará a la cabeza o se subirá al estrado; pero en cuanto la manifestación tome mal cariz, será el primero en retirarse a su casa, dejando a los demás que se rompan las costillas. Luego que alguno resulte vencedor acudirá presuroso para chocarle la diestra.

A los ojos de los agnósticos, de los indiferentes, las personas que se desviven por establecer el primado del espíritu, que se acaloran y luchan por una idea, aparecen ante ellos como cabezas calenturientas, míseramente vulgares, que buscan camorras y se hacen merecedores de las consecuencias de todas las contiendas: descalabros o algo peor. Y así afirmando los derechos de la cobardía o no afirmando nada, permiten que por los caminos de media Europa y América se desparramen los emisarios de las Ligas de ateos militantes: militantes contra cristianos inermes; y que en una inmensa región, como Rusia, y en un país católico, como Méjico, sean vejadas las conciencias y ligado el cuerpo de la Iglesia a una rueda dentada a la que sirve de lubricante la inercia de millones de bautizados.

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Pero la dialéctica de los acontecimientos desencadenados por la última guerra, lejos de fomentar la indiferencia, nos ha forzado a optar, con una lógica intuida por el mismo Lenin, entre el cristianismo auténtico (católico) o el ateísmo. Y siendo esto así, ¿qué les resta a los del medio, a los neutrales, sino servir de mediadores del Anticristo, aun cuando por salvar las apariencias vayan a Misa algunos domingos? Queda bien claro que el que no se decide a estar activamente por Cristo, está pasivamente contra Él.

IV

También la indiferencia, por imposición de la naturaleza humana, tiene su substrato religioso, con dogmas y templos. En sus frontispicios ostentan la inscripción: “al Dios desconocido”; mas en las interiores capillas hay un ídolo presuntuoso e inhumano: el Yo, ante el cual todos los días se postran sus fieles. Dispone también de teólogos, para los cuales la integridad cristiana llevada a la práctica es simple intolerancia, residuo de endemia medieval, vencida hoy más por la ciencia. Custodios de la tolerancia a todo trance, mandarían a la horca, si les fuera posible, a quien ose afirmar que una cosa puede ser verdadera y otra falsa, debiendo ser todo neutral, y una tal aberración como ésta hace para ellos de dogma y anatematizan sin escapatoria posible al que así arguye como antisocial y enemigo de la ciencia. En asunto de tolerancia resultan intolerantísimos. Hasta dan por bueno el cristianismo con tal que desista de enseñar cosa alguna.

Así las cosas, el católico atraviesa entre los fuegos entrecruzados de dos sectores: de una parte lanzan contra él la acusación de intolerancia, de la otra le arrojan, si a la mano les viene, trozos de carbón y tiestos de botellas, como a los fieles que se trasladaban al Congreso Eucarístico de Dublín. En América los neomaltusianos pretenden imponer a la fuerza las prácticas contraceptivas, mientras que los católicos sostienen que no deben aceptarlas: los primeros, como tolerantes, reclama al unísono, una ley coercitiva contra la Iglesia; los segundos, como intolerantes, no maquinan persecuciones contra nadie. El “obispo” anglicano de Birmingham tiene por evidente que el hombre es un descendiente del mono y que el pecado no es más que un vestigio de los instintos del mamífero, haciendo sarcasmo del dogma como es de ley en un tolerante de pura cepa; pasando a la práctica, veja de diferentes maneras a los ministros de su diócesis que se permitan tener fe en la Real Presencia. La Iglesia católica no toca a

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nadie lo más mínimo, limitándose a usar de sus espirituales recursos con amigos y enemigos; por eso es intolerante; no pocos gobiernos la han perseguido y aun hoy dan muerte a sus hijos y echan por tierra sus altares: por eso son tolerantes, y lo que es más, actúan en nombre de la libertad. En España, por ejemplo, serían intolerantes los jesuitas despojados de sus propiedades; serían, en cambio, tolerantes los burgueses que, contraviniendo a su propio principio de la propiedad inviolable, los despojaron poniéndoles en trance de expatriación. La derrota de Alfredo Smith como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, en las elecciones de 1928, tuvo por causa —como le echaron en cara en la convención de Chicago de 1932— el estar enclavado en la cruz de la intolerancia; ciertos metodistas y bautistas, con los miembros del Ku-Klux-Klan se lanzaron al ataque contra él, por ser católico, y contra la Iglesia con furia nunca vista de libelos y aun de medios coercitivos, tanto que, en su comparación, un acatólico, Nicolás Butler, conceptuó como bagatela a la Inquisición española. Mediante este procedimiento se impidió el acceso de un católico a la dirección del gobierno.

En resumen, los cristianos íntegros son intolerantes en teoría; los otros lo son en la práctica. La intolerancia católica se extiende a la esfera de lo sobrenatural; la intolerancia anticatólica, teniéndole esto sin cuidado, desciende al terreno de la vida ordinaria y en él ejerce su furor. A fin de cuentas, el que va a galeras o muere asesinado, es siempre el cristiano que toma en serio su fe.

El equívoco, que chorrea sangre, fue engendrado por la polémica anticatólica de los reformadores, y mantenido por historiadores interesados o superficiales durante los últimos cuatro siglos, en los cuales la cultura entabló proceso a la Iglesia. Hasta historiadores modernos, no todos acatólicos, nos presentan a la Reforma como el paraíso de los librepensa-dores; sin percatarse que de cada árbol, o poco menos, pende un anabaptista o un católico o un no conformista; en cambio nos presentan a la Contrarreforma como una especie de monstruosa cárcel, en cuyo recinto, enrojecido por las antorchas, corpulentos verdugos vigilan a los esqueléticos condenados que arrastran sus cadenas y recitan rosarios ante el pavoroso tribunal, presidido por un dominico colérico y un impasible jesuita, que bajo un crucifijo sombrío y frente a una hoguera llameante, fulminan sentencias de muerte; cuando en realidad, todos los castigados de todas las inquisiciones, no llegan, en total, a la quincuagésima parte de las víctimas católicas, inmoladas por príncipes reformados anticatólicos, en nombre de la libertad evangélica o de la libertad de pensamiento. También

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aquí, desgraciadamente, la frase hecha, el prejuicio, la calumnia propagada, satisfacen y dan pie a la pereza científica de mucha gente, apoyada sobre el eslogan machaconamente repetido. Pasa así desde el año 30; las autoridades romanas matan a los cristianos, y ésos son los enemigos del humano linaje.

Toda esta intolerancia se reduce a que el católico no tolera que la verdad sea equiparada con el error; como el matemático no tolera que dos más dos sean más ni menos que cuatro. De hecho, así piensa cada uno acerca de lo que tiene por verdad. Acaece aquí lo que Bernardo Shaw pone de relieve respecto de la infalibilidad que es hermana de la intolerancia: el Papa la reivindica para sí, mas no usa de ella sino con circunspección extrema, rarísimas veces y en materia de su particular competencia; los otros —diplomáticos, financieros, políticos, profesores— la rechazan de palabra, pero hacen de ella uso cotidiano, y muchas veces en asuntos que desconocen absolutamente. Sin decir que la verdad del católico, con ser para él revelada, está sancionada por siglos de profesión uniforme, por prueba de generaciones; y es objetiva, no subjetiva, esto es, no expuesta a oscilaciones, sino claramente formulada e inmodificable; mientras las verdades por los otros opuestas varían de persona a persona, en tal modo, que si la intolerancia de los católicos suma mil, enfrente de ella las intolerancias de los otros suman cien mil.

La intolerancia católica lanza sus dardos contra el error, pero compadece, beneficia, busca a los que yerran, y en la dispensación de su caridad no indaga si el otro profesa o no la fe, está o aquella. Las intolerancias anticatólicas aparentan conmiseración con los que conceptúan que están en el error, pero se ensañan de buen grado con los que ellos, despreciándolos y excluyéndolos con frecuencia del derecho a ser tratados según la ley general. ¡Cuántas veces las reivindicaciones de los católicos han consistido en demandar ser tratados conforme al derecho común, después de verse marginados por el Estado civil o socialmente! Esto reclamaba Tertuliano bajo Septimio Severo; esto demandaba Lacordaire bajo Luis Felipe; esto reclama el arzobispo Rodríguez bajo Ruiz, y el cardenal Faulhaber bajo Hitler.

Muy al contrario de lo que generalmente se cree, la intolerancia, trasladada del orden de los principios a la práctica de la vida, ha sido, si no rigurosamente suscitada, al menos robustecida teológicamente por el principio luterano y calvinista del determinismo moral, por el cual la voluntad, incapaz de elegir entre el bien y su contrario, va conducida a

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ciegas, como un sonámbulo, por una fuerza extraña y superior. El católico se cree en posesión de la verdad, porque se profesa capaz de discernirla del error; el fatalista se juzga incapaz de distinguirlos, y por eso... condena a cuantos no piensan como él. La antinomia es dramática: libertad de interpretar la Biblia según la conciencia individual; mas el albedrío esclavo, incapaz de actuar según la conciencia individual; de donde, para evitar de la anarquía y para compaginar los dos contrarios principios, se impone el postulado de una autoridad que refrene las voluntades discordantes o sostenga las individuales impotencias con la espada y la galera, suprimiendo implacablemente a los disidentes del dogma oficial. Actualmente la espada y las galeras ya no se emplean comúnmente para estos menesteres; pero la intolerancia se ha adherido a la filosofía rezumada de la Reforma.

Lutero abogó por el ejercicio de una autoridad armada contra los disidentes, eximiéndola de dudas con la convicción de que no es el príncipe sino el “mismo Dios quien suspende, agarrota, decapita y es-trangula”. Recuérdese que las represiones de la revuelta de los aldeanos, desencadenada como consecuencia de las predicaciones del libre examen, él las quiso y él las hizo ejecutar a los príncipes, imputándoselas a... Dios. Decía crudamente: “La autoridad debe confiar los pérfidos herejes a su legal patrono Mastro Hans”. Mastro Hans era el verdugo.

El laico Calvino dedujo de su personal interpretación de la Biblia la anulación de la libertad del querer y la matanza o el destierro de cuantos negasen su infalibilidad. El 22 de octubre de 1548 escribía al duque de Somerset, regente de Inglaterra: “Por lo que entiendo, Monseñor, tenéis en ésa dos tipos de rebeldes, que se han alzado contra el rey y contra el régimen: personas fantasiosas los unos, que con pretexto del Evangelio querrían ponerlo todo en confusión; los otros, personas obstinadas en las supersticiones del Anticristo de Roma. Bien merecen unos y otros ser reprimidos con la espada que se os ha encomendado, pues no solamente se insurreccionan contra el rey, sino también contra Dios.” Dios era... el dios de Calvino, que se había ganado a Somerset. Con este desprecio de la libertad de conciencia, hizo el reformador en Ginebra el experimento de una política inspirada en su peculiar teología: en el solo intervalo de 1542 a 1546, sobre unos catorce mil habitantes dictó cincuenta y ocho sen-tencias de muerte, y setenta y seis decretos de destierro. Más tarde, mientras pasaba por las cárceles la mitad de la población, eran muertos el poeta Jacques Gruet, reo de apellidar a Calvino “el gran hipócrita”; el patriota Daniel Berthelier, después de ser torturado por imaginarios

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indicios; los dos hermanos Comparet, por haber susurrado contra el dictador, a cuya orden fueron descuartizados y sus sangrantes miembros suspendidos de los muros de Ginebra; y, por último, pues la lista se haría interminable, el célebre Miguel Servet, quien atraído con cartas anónimas y otros engaños a la ciudad, fue quemado el 27 de octubre del año 1553. Calvino imprimió una apología de los métodos empleados. Melanchton y Bucero, amigos de Lutero, aprobaron la ejecución del “hereje”, sorpren-diéndose de que pudiera haber reformado que la desaprobara. Mas los humanistas que formaban el partido de los académicos reprobaron el crimen, y Calvino se justificó echando mano de un Salmo, deduciendo de él su deber de quebrantar cráneos, incendiar sembrados y exterminar ciudades de herejes; y, a buen recaudo, se guardó las espaldas desterrando y matando a... los protestantes que protestaban.

Se ha dicho que fue propósito suyo organizar a Ginebra como un falansterio1 o un burgo comunístieo. Con un ejército de delatores reguló

hasta los actos de la vida íntima, conceptuando como cosa monstruosa que el individuo pudiese tener opiniones propias.

Su discípulo y sucesor, Teodoro Beza, nuevo campeón opuesto al dogmatismo romano, remachó en un aforismo las ideas reformadas: “La libertad de conciencia es un dogma diabólico.” Los teorizantes de las

Landesschulen nazis, y de los sin-Dios rusos y mejicanos dicen que es “un

dogma burgués”. La burguesía substituta del diablo... Entonces, como ahora, un tal principio como éste, imponía —por decirlo con el mismo reformador suizo— la obligación de “alancear virtuosamente a aquellos monstruos disfrazados de hombres” que eran los disidentes, merecedores de ser tratados como “perturbadores y crueles bandoleros de la Iglesia de Dios”, esto es, de... Beza.

Decía también: “Mejor un tirano, por cruel que sea, que permitir el que cada uno proceda al dictado de su fantasía.” La fantasía era... el libre examen.” “Pretender que no es preciso castigar a los herejes, es como pretender que no se dé muerte a los asesinos del padre y de la madre, pues los herejes son infinitamente peores.”

Estos extractos del pensamiento original de los reformadores son aducidos sin ningún propósito de polemizar con los protestantes modernos, 1 Comunidades rurales utópicas de vida en común, que fundaban en la idea de que cada individuo trabajaría de acuerdo con sus aptitudes y no existiría un concepto abstracto y artificial de propiedad, privada o común. Todo estaba reglado, todo debía seguir un orden muy particular, incluso el amor y el sexo. (Nota del Editor)

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pues los más inteligentes y serenos entre ellos, no menos que nosotros, condenan las incandescencias de aquel espíritu tiránico. Se aducen tan sólo, para demostrar cuánto tiene de convencional y arbitrario el concepto corriente de la revolución protestante como de una revolución de la libertad de conciencia. La única libertad garantizada fue la de la inquina contra la Iglesia de Roma, mientras la autoridad del Pontífice era sustituida por la más reducida en extensión y mucho más cruda en intensidad de minúsculos “papas” y “papisas” que surgieron a la cabeza de cada uno de los estados insurgentes contra Roma.

Los teólogos católicos, por el contrario, prosiguiendo la polémica de los apologistas del segundo y tercer siglo contra la sociedad pagana, no omitieron la defensa de aquella libertad de albedrío, en la que se enlaza la personalidad humana con la autonomía del querer. Y los jesuitas, presentados comúnmente como agentes de la constricción de las conciencias, fueron los más tenaces sostenedores de los derechos del libre querer, frente al determinismo de derivación calvinista, profesado por los jansenistas, con la sugestión de la piedad y el prestigio de los escritos. Estos son los hechos.

Y en los siglos de la Reforma, cuando en las teorías reformadas se escudaban los príncipes protestantes para encastillar el régimen en un absolutismo absorbente, y cuando los mismos príncipes católicos se aprovechaban de los protestantismos balbucientes que se llamaron galicanismo, lusitanismo, josefismo, etcétera, tomaban pie para hacer otro tanto, una sola potestad hubo, y ésta espiritual, que pusiera límites a su omnipotencia de cada día más infatuada: el Papado. Ancianos inermes se alzaron contra reyes proveídos de armadas prontas al saqueo, de diplomacias altaneras y de recursos monetarios capaces de comprar conciencias y urdir traiciones hasta en el Sacro Colegio.

El Papado salió ciertamente malparado por los ataques sufridos de las armas y de las doctrinas de los poderosos del mundo, durante dos o tres siglos de rozamientos: pero se rehízo, habiendo salvado para el espíritu humano, la autonomía de la conciencia religiosa, a despecho de lo autoridad civil. Y aun, durante la lucha, llovieron sobre él las acusaciones de represor de las libertades galicanas y de las libertades humanas, en virtud de aquella volteriana deformación de las cosas, que entraba en la provisión de la lucha del absolutismo primero y del anticlericalismo después.

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protestantes y ortodoxas, no sólo no se opusieron al engullimiento de todas las potestades en la sima del absolutismo, sino que cooperaron a él con paliativos de decoro religioso, haciendo del jefe del Estado el jefe efectivo de la Iglesia (cesaropapismo), privando a las conciencias de todo asilo, hasta del asilo de los altares. Y entre, tanto, a lo largo de esos siglos, no hizo otra cosa la Iglesia que luchar magnánimamente, hasta ver en destierro y prisiones a sus obispos y a sus papas. La conciencia humana le ha hecho justicia, otorgándole nuevo crédito cuando parecía agonizar bajo los templos profanados y las cruces despedazadas, al reconocer que a través de la lucha, la potestad espiritual había circunscrito a la potestad temporal impidiendo el que se sobrepasase tiránicamente.

Verdad es que, precisamente de esta acción del papado, deducen, de buena fe, muchos espíritus, los motivos para condenarlo: el papado habría hecho política e invadido la esfera de competencia del César.

De aquí toma pie el pretexto político para privar a los católicos de las libertades comunes que les amparan diversas legislaciones, tanto en países católicos (Méjico, España), como en países protestantes (Escandinavia).

En la cámara de los Comunes, en octubre de 1647, dos diputados, Selden y Marten, tuvieron el valor de proponer la tolerancia de culto aun para los católicos, a los que la negaba el mismo Milton por razones políticas. “No intento yo —decía en 1644— que se tolere el papismo; como él destruye los poderes religiosos y políticos, debe a su vez ser destruido.” Y en 1658 recalcaba: “En cuanto a los papistas, puedo decir brevemente que no se puede acordar su tolerancia. Mientras más se considera su religión, más se ve que no es una religión, sino un principado romano, el cual con otro nombre y bajo el velo de la religión católica, se esfuerza en conservar su antigua dominación universal.”

Con las debidas salvedades, éste era el lenguaje de los teólogos y juristas de Caifás, de Decio, de Sapur, de Felipe el Hermoso, hasta Stalin, Calles y Goering: el pretexto político, desde que la Iglesia no tolera la mezcla de ambas potestades en manos de uno solo: del jefe del Estado.

Cristo fue crucificado porque pretendía hacerse “rey”, y los cristianos fueron martirizados por “enemigos del Estado”. De aquí tomó Locke el sofisma que los modernos anticlericales han elevado a norma de gobierno: “Ninguna tolerancia para los intolerantes.” Lo mismo que se nos decía al principio. Con enorme insensatez, razonaba Rousseau: “Quienquiera ose profesar que fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser expulsado del Estado.” Con la pequeña diferencia de que el que profesa no haber

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salvación fuera de la Iglesia no niega siquiera el saludo, antes, llegado el caso, usa de mayor cortesía con el que no cree; mientras Rousseau y los legisladores modelados según su Contrato, quita al que hace aquella profesión los bienes, la patria, la libertad. Siempre en nombre de la tolerancia.

El tránsito de lo espiritual es atrevido, pero hecho con esa desenvoltura inoculada en tanta filosofía política moderna, no se aprecia.

“La libertad: —escribía un hijo intrépido de Rousseau en los Annales

de la jeunesse laique (sep. 1902):— ¡La libertad no existe! Cuando se

encuentra un perro rabioso, se mata, y esto es todo.” Y otro librepensador explicaba lo del perro; “¡Contra el cura todo está permitido!... Es el perro rabioso al que todo caminante está en derecho de matar para que no muerda y contamine. Destierro, ostracismo, cárcel perpetua, baño penal y celular, todo es lícito contra él. ¿Discutir? No. ¡Amordazarlo, matarlo!”. ¡Y esto en un periódico que se intitulaba Raison! (21 dic. 1902). ¡La razón! De hecho la razón de la tolerancia anticatólica ha venido a consistir en los sobredichos procedimientos: destierro, ostracismo...

Podría alguno pensar que semejantes preocupaciones no tienen razón de ser en países como Italia, donde el laicismo anticlerical está descartado, y el Estado reconoce como suya la religión católica.

Esto es verdad. Pero, en cuanto cristianos, sentimos como a nosotros personalmente inferidas, las heridas causadas a la Iglesia en cualesquiera partes de su cuerpo: no sufre un miembro sin padecimiento y riesgo de los otros; aparte de que un Estado es religioso en la medida en que se mantienen religiosos sus ciudadanos, defendiendo la fe hasta de infiltraciones capilares. No es viable un Estado religioso en una nación atea. Y aun allí donde están bien defendidos los confines, el anticristianismo se mueve y se cuela por entre las grietas. Por eso nos aca-loramos.

Orilladas las más probables objeciones a un trabajo de esta naturaleza indaguemos serenamente los términos de esta revolución cristiana, frente a la cual los personajes aludidos no fueron o no son otra cosa que reaccionarios empeñados inconscientemente en restablecer el orden de cosas derrocado por el Evangelio; y veamos si hoy, como hace diecinueve siglos, es Cristo el signo de contradicción, enarbolado en el deslinde de dos corrientes de vida y de muerte.

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LOS TÉRMINOS DE LA REVOLUCIÓN

CRISTIANA

“Con la encarnación o la asunción de la humana naturaleza, dio comienzo la historia de la santa revolución de Cristo.” (P. Tosti).

Comenzó, en efecto, la sociedad nueva a contar, desde ese momento, los años de un ciclo secular que se desligaba del antiguo para recorrer su propia órbita.

El autor de esta revolución expresó claramente el carácter de su obra de destrucción y reconstrucción, y no disimuló los riesgos. Dijo que había venido a traer la guerra y no la paz, a enfrentar los hijos contra sus padres y a los maridos con sus mujeres. Empezó Él mismo a contrastarse con los magnates de su pueblo, a desafiar las castas dominantes de escribas y fariseos, a dividir en dos la estirpe judaica. Siguiendo su ejemplo, innumerables hijos e hijas abandonaron, superando oposiciones a veces muy trágicas, la casa paterna.

Pablo —crecido en la escuela de los fariseos— atravesó como un renegado la diáspora de sus connacionales; en todas partes era asaltado, maltratado, golpeado, encarcelado, bajo la acusación de subvertir las tradiciones recibidas y las leyes del Estado; y cuando llegó a Roma le hicieron presente los príncipes de la Sinagoga que habían oído hablar del Evangelio con ocasión de los tumultos que había suscitado en muchos centros del Imperio. En el siglo II Autólico, Cecilio, Diognetes, Elio Arístides, sofistas y magistrados, lo poco que conocían del cristianismo es que era un fermento de desórdenes.

El mundo antiguo se fracciona en dos: uno que penetra y avanza, otro que se defiende y acusa. Cuando Celso, después de refutar a su modo la doctrina de Jesús presentada como una stasis, una revolución, invita a los cristianos a volver como buenos patriotas al orden constituido, rehaciendo la unidad venerada y gloriosa rota por ellos, recoge el voto de los más clarividentes sostenedores del sistema pagano. El populacho no se entre-tiene en refutar, pero irrumpe en las plazas y demanda a voz en grito la

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