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Ezequiel

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Emiliano Jiménez Hernández

EZEQUIEL

Parábolas, alegorías, cantos, enigmas

y acciones simbólicas

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CONTENIDO

Presentación 3 Nota bibliográfica 7 1. Carro de Yahveh 9 2. El libro devorado 13 3. Centinela de Israel 17

4. El ladrillo, la sartén y la comida racionada 21

5. El corte de cabellos 25

6. La gloria de Dios abandona el templo 29

7. El ajuar del desterrado 33

8. Chacales entre las ruinas 37

9. Parábola de la vid 41

10. Historia simbólica de Jerusalén 43

11. Enigma de las águilas, el cedro y la vid 47

12. Un refrán que no gusta a Dios 51

13. La leona y los cachorros 53

14. Por la gloria de mi nombre 55

15. El bosque en llamas 59

16. El horno de fundir la plata 63

17. Apólogo de las dos hermanas adúlteras 65

18. Parábola de la olla al fuego 69

19. Muerte de su esposa 73

20. Elegía por el naufragio de Tiro 75

21. El profeta como centinela de Israel 81

22. Los pastores de Israel 85

23. Cambio del corazón de piedra por uno de carne 89

24. Visión de los huesos secos 93

25. Las dos varas 97

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PRESENTACIÓN

Ezequiel es uno de los cuatro profetas mayores. Sin embargo, es quizás el menos conocido de ellos. Fuera de tres o cuatro pasajes de su libro, muy pocos podrían recordar algo más de él. Y es que no es un profeta fácil. Ezequiel propone frecuentemente lo que en hebreo se llama mashal, un término genérico que abarca parábolas, alegorías, proverbios, cantos, enigmas...

Al mashal añade las acciones simbólicas. Se trata de parábolas en acción, que son profecías hechas con gestos simbólicos, que anuncian lo que significan y de alguna manera realizan lo significado. No se trata sólo de dar expresión plástica a una realidad, sino de suscitarla. Dios habla y actúa sacramentalmente. Y el profeta es boca y manos de Dios entre los hombres.

La propia vida de Ezequiel se carga de significado simbólico. Al estilo de Oseas, Ezequiel interpreta como acontecimientos simbólicos sus sufrimientos, su enfermedad, la muerte de su esposa, su mudez y su curación... Ezequiel se sabe expresión del designio de Dios para Israel: “Yo soy para vosotros un símbolo” (12,11). Dios mismo se lo dice: “Yo he hecho de ti un símbolo para la casa de Israel” (12,6; 24,27).

Ezequiel, más joven que Jeremías, es en parte contemporáneo suyo. Los dos profetas son muy diversos en cuanto al carácter y al lenguaje. Pero Ezequiel toma muchos temas de Jeremías, los asimila y los desarrolla, recamándolos, hasta llevarles a su plenitud de contenido. Sobre un verso de Jeremías, Ezequiel compone toda una sinfonía. El mensaje es frecuentemente el mismo, pero el molde es diverso. No se puede negar la originalidad de Ezequiel aunque asuma tantos temas tocados por Jeremías.

Las acciones simbólicas siempre tienen algo llamativo, a veces son extrañas. Con ello reclaman la atención de los destinatarios. Y con su extrañeza pueden mostrar lo inesperado del actuar de Dios que dichas acciones anuncian. P. Auvray, en su comentario del libro de Ezequiel, introduce a los profetas con esta observación: “Cualquiera que haya viajado por el Oriente habrá seguramente observado en la plaza de un pueblo o junto a sus puertas, en medio de un mercado o de un bazar, una escena muy característica: un corro de espectadores, de toda edad y condición, casi siempre de pie, rodea a un hombre solo, que está charlataneando, gesticulando, interpelando a los oyentes, representando sucesivamente el papel del dolor y de la alegría, del miedo, de la cólera y de la piedad. Encantador de serpientes, actor o músico, o simple narrador de historias, ese tipo propio del Oriente, nos permite evocar ciertas actitudes de los profetas”. Esta evocación vale un poco para todos los profetas, pero de un modo particular retrata al profeta Ezequiel.

A Ezequiel le gustan las imágenes de tonos fuertes, ama los colores vivos, con los que crea escenas que nos dejan deslumbrados. Con frecuencia no logramos entender su significado a primera vista, con lo que nos obliga a detenernos y mirar en profundidad. En particular son significativas las escenas en que él participa corporalmente, con gestos personales, con los que expresa simbólicamente el mensaje divino. Ezequiel escenifica la palabra de Dios. La fantasía rápida y los trazos fuertes de las imágenes que se cruzan y mezclan hacen de Ezequiel un profeta impresionista o surrealista. Esas curiosas acciones, llevadas a cabo en silencio, se convierten en palabra concreta, cuando apuntando con el dedo, abre la boca y dice: ¡Eso es

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Jerusalén!” (5,5).

Los israelitas, exiliados en Babilonia, se dicen unos a otros acerca de Ezequiel: “vamos a escuchar que palabra nos trae de parte de Yahveh”. Corren en masa a escucharle. Les agrada su palabra como “una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de buena música” (33,30ss). Pero esto hace que se deleiten oyéndole y no tomen en serio su palabra. Ezequiel se queja ante Dios de que, por su culpa, todos le llaman “charlatán de parábolas” (21,5).

Los profetas son ante todo predicadores, especialistas en la palabra. En su predicación se sirven de parábolas, alegorías, símbolos y metáforas y acciones simbólicas. Las acciones simbólicas pueden ser narraciones dramáticas incluidas en su predicación. Pero lo más probable es que muchas de ellas sean primero acciones realizadas en silencio y luego, ante la pregunta suscitada, narraciones explicativas.

De Ezequiel se dice que es un profeta místico por sus visiones. La verdad es que todo profeta es un místico, como todo místico es profeta. Ven más allá de la realidad inmediata y buscan palabras para traducir lo inefable. El mundo de Dios, vivamente contemplado o experimentado, necesita de símbolos con los que comunicar lo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Co 2,9). En Ezequiel encontramos unidos el sacerdote y el profeta, el poeta y el teólogo, traspasado además por la presencia de Dios en su vida.

Las dificultades que suscita el libro de Ezequiel son muchas. Siempre suscitó ciertas sospechas, entre los judíos y entre los cristianos. En el sínodo de Jamnia, en los años 90-95 de nuestra era, en que los rabinos formaron el canon de la Biblia hebrea, ya encontraron una gran dificultad para incluir en él el libro de Ezequiel. Les era difícil reconciliar sus prescripciones con la Torá. Ante tal dificultad, según cuenta el Talmud de Babilonia, Rabí Jananías Ben Ezequías se encerró en el granero con víveres y 300 alcuzas de aceite para alumbrarse durante el tiempo que le llevó explicar todas aquellas discrepancias. Si no hubiera sido por él el libro de Ezequiel hubiera sido excluido de la Escritura (Misnah, Menahot, 45a).

San Jerónimo puso de relieve otro tipo de dificultades. En el prefacio a su traducción del libro dice que, según la tradición rabínica, no estaba permitido leer el principio y el final de este libro hasta tener la edad en que los sacerdotes empiezan a ejercer su ministerio, es decir, hasta los treinta años, porque “se necesita la plena madurez humana para el perfecto conocimiento y la comprensión mística” (San Jerónimo, PL 25,17).

En cambio Orígenes es un entusiasta admirador de Ezequiel. En una de sus confidencias personales nos revela que “durante un tiempo se sentía lleno de admiración por Isaías, antes de compararlo con Ezequiel”, el profeta de su preferencia. Lo que le llena de admiración es la firmeza con que denuncia las abominaciones de Jerusalén, sin que le importe arriesgar con ello su vida.

En el concilio de Trento también se habló de la dificultad de entender el libro de Ezequiel y este fue uno de los argumentos para impedir la traducción de la Biblia en lengua vulgar, pues podía representar un peligro para ciertos lectores. Y, sin embargo, hay que decir que Ezequiel es el gran actor que puede llegar fácilmente al pueblo sencillo, que es mucho más sensible a lo que se representa que a lo que se explica. Ningún otro profeta se ha servido tanto como él de los dramas y símbolos representados. A las personas serias, estudiosas, de mentalidad occidental, muchas de estas acciones les pueden parecer juegos infantiles, pero Ezequiel se toma muy en serio su actuación. Para él es Dios quien le ha llamado a ser profeta y quien le invita a representar su palabra ante la mirada de sus oyentes. Y además su temperamento enfermizo le predispone a toda suerte de originalidades. Su prodigiosa

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imaginación le lleva a transformar una simple metáfora o una frase, que desde hace tiempo son de dominio público, en una extensa alegoría. Todo lo traduce en gestos, en visiones, en símbolos. Su mensaje se reviste de imágenes plásticas, a veces un poco chocantes.

Así, por ejemplo, a Ezequiel le cuentan que los habitantes de Jerusalén se repiten el proverbio: “la ciudad es el perol y nosotros la carne”. Entonces, para mostrar cómo el perol, la ciudad santa, no les protegerá, va a buscar un gran perol, lo llena de alimentos y, a continuación, lo vuelca ante la mirada atónita de quienes se han reunido a su alrededor... Dios muestra su presencia entre los exiliado llegando al río Kebar sobre un carro arrastrado por cuatro animales fantásticos... La restauración de Israel la muestra como un ejército de huesos desparramados en el campo, que se ponen en pie y recobran la vida... Nabucodonosor es una gran águila que transporta a Babilonia una rama de cedro, el rey de Israel... Los reyes de Israel son cachorros que una leona cría y que van cayendo en las redes del enemigo...

Estas visiones de Ezequiel, como los símbolos e imágenes de los que se sirve para traducir sus experiencias, se abren paso directamente o a través del Apocalipsis hasta extenderse por la iconografía, las miniaturas medievales, el arte y la teología cristianas.

Ezequiel, el profeta del exilio, es, pues, “un gran pintor de imágenes”, poeta y maestro en el arte de los símbolos; los cuadros que pinta son originales, modernos, impresionistas; en ellos vuelca para nosotros la experiencia de la acción de Dios en Jerusalén y en Babilonia. Deportado en el año 597, comienza su ministerio cinco años después en Babilonia, la “tierra de Caldea, junto al río Kebar”, donde vive hasta el final de su vida, aunque tenga siempre la mirada puesta en Jerusalén, donde la mano de Dios le transporta frecuentemente en visión.

Como profeta a Ezequiel le tocó vivir e interpretar el momento más duro de la historia de Israel: el exilio. Recibe la vocación profética “en tierra de los caldeos”, junto al río Kebar, “hallándose entre los desterrados” (1,1-3). No conocemos muchos datos sobre su vida personal. Es hijo de un sacerdote llamado Buzi. También él es sacerdote, según se deduce de su lenguaje y de su conocimiento e interés por el templo. Pero, al ser desterrado lejos de Jerusalén, no puede ejercer su ministerio sacerdotal. Sabemos que está casado y que queda viudo muy pronto. No se sabe que tuviera hijos. A lo largo de su vida son frecuentes las visiones en las que actúa como protagonista y como espectador. A veces se muestra insensible ante hechos trágicos, pero en general posee una sensibilidad exquisita, más fina y delicada que ningún otro profeta, inclinado al abatimiento y a la soledad. Extraño para un profeta, se queda completamente sin habla durante un largo período de su vida. El silencio y la soledad se hacen acción simbólica, que habla más elocuentemente que la misma palabra. La abundancia de elementos visuales confieren al lenguaje de Ezequiel una notable plasticidad.

Ezequiel, el profeta casi desconocido, es un profeta atractivo por su lenguaje e imágenes atrevidas. Bajo la apariencia de una frente dura, que Dios le impone, se esconde un corazón sensible a apasionado. Quizás sea necesario hurgar un poco bajo su piel para descubrir su interior apasionante. En el drama de sus acciones simbólicas se oculta el drama de su vida, unida a Dios y al pueblo, desgarrado por la pasión de Dios y el amor al pueblo. Ezequiel ejerce su ministerio profético entre los años 593 y 571, inmediatamente antes y después de la caída de Jerusalén en el año 587. En esta época la historia de Israel gira sobre sus goznes y Ezequiel participa intensamente de estos hechos.

Ezequiel ejerce su ministerio profético entre los desterrados durante unos veintidós años, aunque no sabemos cómo ni cuándo murió. En su misión hay dos etapas claramente diferenciadas. En la primera, hasta la caída de Jerusalén en el 587, se enfrenta a las falsas esperanzas de una pronta repatriación de los desterrados. En este período, la palabra y las acciones simbólicas buscan llevar al pueblo a reconocer su pecado, convirtiéndose a Dios, para

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evitar la destrucción de la ciudad santa y del templo, donde habita la gloria de Dios.

La segunda etapa corresponde al período posterior a la destrucción de Jerusalén, cuando el pueblo cae en la desesperación. Ante la depresión del pueblo, que se queda sin esperanza, Ezequiel empieza a predicar la resurrección de la nación. Ezequiel se alza de su mudez con una palabra de salvación. La primera parte anuncia el juicio de Dios, porque su pueblo es infiel. Y la segunda parte anuncia la salvación, porque el Dios de Israel es un Dios fiel.

“Un sacerdote se vuelve profeta”, es el título del libro de L. Monloubou. Este es Ezequiel: sacerdote y profeta. Son dos misiones diversas y, al mismo tiempo, complementarias. En la persona de Ezequiel se unifican. El sacerdote es el hombre de la tradición, llamado a conservar con fidelidad el patrimonio de la revelación de Dios, sedimentado en la vida del pueblo de Dios a lo largo de su historia. El profeta, en cambio, es la persona llamada a enfrentar una situación nueva en la que la fidelidad a Dios requiere nuevas formas de expresarse. Sacerdote y profeta son personas llamadas a ser fieles a Dios y a su alianza. El sacerdote vive su fidelidad a Dios mirando, sobre todo, al pasado, pues desea custodiar las riquezas que Dios ha dado a su pueblo. El profeta vive su fidelidad a Dios mirando, sobre todo, al futuro, proponiendo al pueblo una respuesta nueva, original, a las exigencias de Dios en la historia. El sacerdote es la memoria del pueblo, el archivo histórico de Israel, por lo que el libro de Ezequiel está lleno de fechas y medidas. Ezequiel, sacerdote y profeta, vive la tensión de ambas vocaciones.

El profeta es un elegido de Dios para transmitir la palabra de Dios a los hombres. El profeta habla, en nombre de Dios, para los hombres que tiene ante él. Habla siempre para el hoy de la historia. Ezequiel nos habla a nosotros hoy. Y nosotros podemos cerrar los oídos a su palabra con la misma excusa de los israelitas. Podemos repetir las palabras que ellos cuchicheaban cuando le oían: “La visión que éste contempla es para días lejanos, éste profetiza para una época remota” (12,27). El Señor también nos dice a nosotros: “Yo, Yahveh, hablaré, y lo que yo hablo es una palabra que se cumple sin dilación. Sí, en vuestros días yo pronunciaré una palabra y la ejecutaré” (12,25). “No se retrasarán más mis palabras, lo que diga lo cumpliré” (12,28).

Ezequiel es el hombre de la palabra inesperada de Dios. Siendo sacerdote, no se deja condicionar por la tradición sacerdotal. Su espíritu está abierto a la novedad y al cambio. Los momentos dramáticos de la historia de Israel, que le toca vivir, le abren a la actuación sorprendente de Dios. Vive en su carne los acontecimientos de su tiempo y la palabra de Dios, que anuncia al pueblo, la digiere antes en sus entrañas, la calienta en su corazón.

Ezequiel, profeta inmerso en la historia, invita a sus oyentes o lectores a vivir atentos a lo que ocurre en ellos y a su alrededor, a vivir con los ojos y oídos abiertos para ver y escuchar el rumor de los pasos de Dios bajo el ruido ensordecedor de los hechos. Ezequiel, el profeta que espera contra toda esperanza, invita a los creyentes a empezar cada día de nuevo, a convertirse al Señor para no hacer del pasado su futuro. Dios crea la vida de la nada y la saca también de la muerte. Lo ha hecho con Cristo y lo hace con cuantos creen en él.

Gracias a la alegoría espiritual, Orígenes actualiza e interioriza en cada alma los acontecimientos del pueblo de Israel. Y San Gregorio Magno nos invita a “conocer en las palabras de Dios el corazón de Dios”. Para ello, dice, hay que romper la cáscara de las palabras y penetrar en el sentido profundo, espiritual. Gregorio compara la Escritura con el pedernal, que tiene el fuego escondido en su interior. Si tomamos el pedernal en la palma de la mano lo sentimos frío, pero si lo golpeamos con el eslabón entonces saltan chispas de fuego. Lo mismo sucede con la Escritura. Si nos limitamos al sentido literal, externo, sus palabras nos dejan frío. Pero, si uno penetra con el eslabón del Espíritu en el interior de las palabras, entonces siente,

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como los discípulos de Emaús, que “le arde el corazón cuando él le habla en el camino y le explica las Escrituras” (Lc 24,32).

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NOTA BIBLIOGRÁFICA

ORÍGENES, Omelie su Ezechiele, Roma 1997

GREGORIO MAGNO, Omelie su Ezechiele, I y II, Roma 1979 y 1997. J. M. ABREGO DE LACY, Los libros proféticos, Estella 1993.

L. ALONSO SCHÖKEL, Lenguaje mítico y simbólico en el AT, en Hermenéutica de la

Palabra II, Madrid 1987.

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J. T. ARNOLD, Ezequiel, en Comentario bíblico “San Jerónimo”, II, Madrid 1972, pp.27-82. J. M. ASURMENDI, Ezequiel, (Cuadernos bíblicos 38), Eslella 1982.

P. AUVRAY, Ezequiel, Cartagena 1960.

E. BEAUCAMP, Los profetas de Israel, Estella 1988. E. CORTESE, Ezechiele, Roma 1981.

M. GARCÍA CORDERO, Libros proféticos, en Biblia comentada, III, Madrid 1967.

A. GONZÁLEZ NÚÑEZ, Profetismo y sacerdocio. Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo

Israel, Madrid 1969.

L. MONARI, Ecechiele. Un sacerdote-profeta, Brescia 1988.

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L. MONLOUBOU, Los profetas del Antiguo Testamento, (Cuadernos bíblicos 43), Estella 1983

A. NEGER, La esencia del profetismo, Salamanca 1975.

U. NERI, Il libro de Ezechiele. Indicazioni letterarie e spirituali, Bologna 1999. R. VIRGILI, Ezechiele, Bologna 2000.

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G. SAVOCA, Il libro di Ezechiele, Roma 1991. J.L. SICRE, Profetismo en Israel, Estella 1992. W. ZIMMERLI, Rivelazione di Dio, Milano 1975.

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1. CARRO DE YAHVEH

El libro de Ezequiel empieza con la visión impresionante de Dios que se manifiesta en su carro de fuego. Ezequiel no es el protagonista del libro que lleva su nombre. Él es el espectador que contempla y nos transmite, como puede, lo que ve. Es un testigo ocular, aunque deslumbrado por las visiones que tiene, en gran parte inefables. Esto no las hace irreales. Ezequiel las data con precisión, señalando el día y el lugar en que Dios le muestra su gloria y le llama a ser su profeta en medio a los deportados en Babilonia.

Se trata de una fecha que Ezequiel nunca olvidará, pues marca su vida para siempre. Está con los desterrados junto al río Kebar, al sur de Babilonia. Allí vive con su esposa, compartiendo las penas e inquietudes de los exiliados. Es “el día cinco del cuarto mes del año treinta, quinto de la deportación del rey Joaquín” (1,2), el año 593 según nuestro calendario.

Es conveniente recordar algunos datos de la historia de Israel. En el siglo VII antes de Cristo desaparece el potente reino del norte, las diez tribus de Israel. Le toca al pequeño reino del sur, las dos tribus del reino de Judá, con el templo y la dinastía real, guardar viva la memoria de la gran época davídica del reino unificado. Pero ya a finales de dicho siglo comienzan a sentirse los primeros síntomas de decadencia. El poder de Asiria, al que está sometido el reino de Judá, comienza a declinar, mientras surge la nueva potencia de Babilonia con su rey Nabucodonosor. El debilitamiento de la presión asiria permite al reino de Judá una cierta independencia y una cierta renovación religiosa. Es el período del rey Josías. Pero esta etapa se cierra bruscamente con la intervención de Egipto, que quiere recuperar su antigua influencia sobre Palestina. Josías se opone a Egipto y muere en la batalla de Meguido el año 609. Cuatro años después, en la batalla de Carquemis, Babilonia derrota a Egipto y, en el invierno del 598-597, derrota a Judá, llevándose, en una primera deportación, al rey Joaquín y a las personalidades más influyentes de su reino. En el verano del 587, diez años después, Jerusalén es destruida, el templo incendiado, la dinastía de David destronada y el rey, con gran parte de la población, deportado a Babilonia. Jeremías vive estos acontecimientos en Jerusalén y Ezequiel forma parte del primer grupo de deportados a Babilonia, donde vive y ejerce su ministerio profético. En Babilonia recibe su vocación y allí pasa el resto de sus días, desarrollando su ministerio para los desterrados (1,1).

El libro de Ezequiel comienza dándonos con precisión la fecha en que comienza su misión como profeta. Se trata del mes de julio del 593. Con la misma exactitud nos señala el lugar de su vocación: a orillas del río Kebar, al sur de Babilonia. Ezequiel tenía entonces probablemente treinta años. Cinco años antes había salido de Jerusalén camino del exilio, cuando Nabucodonosor envió al destierro a toda la clase dirigente de Israel: “al rey de Judá, Jeconías, hijo de Yoyaquim, a los principales de Judá y a los herreros y cerrajeros de Jerusalén” (Jr 24,1).

El lugar que Nabucodonosor asigna a los desterrados se llama Tel Abib. Así pronuncian, con una deformación hebrea, la palabra babilonense, que según una probable etimología significa “la colina del diluvio”, por hallarse en un terreno pantanoso debido a las grandes inundaciones del Tigris y del Éufrates. En hebreo, en cambio, Tel Abib significa “colina de la espiga”, “colina de la primavera”. El lugar, que para los babilonios es un abismo donde se hunden los desterrados, sumidos en la miseria y la esclavitud, para ellos se transforma en símbolo de la esperanza.

La vida de los deportados, lejos de la ciudad santa y del templo, sin culto, es amarga. Con nostalgia añoran la vida de sus hermanos, que han quedado en la tierra prometida. Allí

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siguen celebrando la liturgia y pueden escuchar la Palabra de Dios, que resuena con fuerza en la boca del profeta Jeremías. Los desterrados, sin rey y sin profeta, sienten la ausencia de Dios y pierden la esperanza. Es el momento en que la gloria de Dios aparece deslumbrante en el cielo de Babilonia, eligiendo a Ezequiel como profeta para los desterrados.

La teofanía tiene una dimensión grandiosa. A orillas del río Kebar “se abrieron los cielos” (1,1) para Ezequiel, como en el Jordán para Cristo (Mt 3,16), antes de la lapidación para Esteban (Hch 7,56) o en el envío de Pedro a los paganos (Hch 10,11). Ezequiel mira ante sí y ve la angustia de los exiliados, levanta los ojos y contempla los cielos abiertos, cuyo resplandor le envuelve; entonces le sacude un viento huracanado, mientras le penetra una luz fulgurante. Y, en medio de la visión, siente la mano de Dios que se posa sobre su cabeza.

-Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno (1,4-6).

Esta visión es paradójica, pues es oscura y luminosa; oscura, por ser una nube de huracán; y luminosa, por el fuego que la hace resplandecer. La gloria de Dios se muestra envuelta en la nube luminosa, que simultáneamente la revela y la encubre. La nube forma un carro de fuego (Mercabá), transportado por cuatro vivientes, con cara de hombre, alas de águila, cuerpo de león y piernas de toro. Estos cuatro seres vuelven a aparecer con los mismos rasgos en el Apocalipsis (Ap 4,7-8). Y la tradición cristiana ha hecho de ellos los símbolos de los cuatro evangelistas. Así se identifica a Mateo con el hombre; a Marcos con el león; a Lucas con el toro; y a Juan con el águila.

Como en el desierto con Moisés, también en Babilonia con Ezequiel, la presencia de la nube (Ex 33,9-11; 34,5-7) indica la presencia de Dios en medio de su pueblo, al que no abandona incluso después del pecado, deseando establecer una nueva alianza con él (Ex 34,10ss). Dios llama a Ezequiel para que anuncie el comienzo de una nueva historia de salvación. Dios le concede lo que Moisés le pidió: “Muéstrame tu gloria” (Ex 33,18).

La nube refulgente como bronce incandescente viene del norte de Mesopotamia, es decir, de la región por la que pasaba la vía de las caravanas, la vía que han seguido los exiliados israelitas. Esto quiere decir que Yahveh sigue a los deportados en su destierro para protegerlos y mantener en ellos la esperanza de vida. En realidad Babilonia no está al oriente de Israel, pero dado que entre ambos territorios se encuentra el desierto jordano, era necesario ir hacia Siria y de allí dirigirse hacia Babilonia, siguiendo más o menos el valle del Éufrates. Así la gloria del Señor parte del norte, de Judá y, yendo hacia el oriente, aparece a Ezequiel en Babilonia.

La imagen del carro divino se amplía llenando la imaginación de Ezequiel y de cuantos le escuchan. Si nos fijamos en sus alas, por ejemplo, nuestra vista vuela con ellas de acá para allá: “Cada uno de los seres vivientes tenía cuatro alas... Bajo sus alas había unas manos humanas vueltas hacia las cuatro direcciones... Sus alas estaban unidas una con otra; al andar no se volvían; cada uno marchaba de frente... Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto; cada uno tenía dos alas que se tocaban entre sí y otras dos con las que se cubrían el cuerpo; y cada uno marchaba de frente, allí donde el espíritu les hacía ir” (1,6-12). En la lectura espiritual las alas hacen que el anuncio del evangelio vuele y llegue a los últimos rincones de la tierra. Es impresionante el ruido de las alas en cada movimiento del carro divino:

-Y oí el ruido de sus alas, como un ruido de muchas aguas, como la voz de Sadday; cuando marchaban, era un ruido atronador, como ruido de batalla; cuando se paraban, replegaban sus alas (1,24).

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entonces a los seres y vi que había una rueda en el suelo, al lado de los seres de cuatro caras. El aspecto de las ruedas y su estructura era como el destello del crisólito. Tenían las cuatro la misma forma y parecían dispuestas como si una rueda estuviese dentro de la otra. En su marcha avanzaban en las cuatro direcciones; no se volvían en su marcha. Su circunferencia tenía gran altura, era imponente, y la circunferencia de las cuatro estaba llena de destellos todo alrededor. Cuando los seres avanzaban, avanzaban las ruedas junto a ellos, y cuando los seres se elevaban del suelo, se elevaban las ruedas. Donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y las ruedas se elevaban juntamente con ellos, porque el espíritu del ser estaba en las ruedas...” (1,15-21).

Movilidad e incandescencia, viento y fuego, todos los elementos confluyen a magnificar el carro de la gloria de Dios. Los escritores del Talmud quieren que nos fijemos en el fuego y nos dicen que las brasas incandescentes con aspecto de antorchas que avanzan son “como la llama que sale de la boca de un horno”. Dios es un fuego que abrasa: “Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego” (1,4); el electro es una mezcla de oro y plata, que produce destellos refulgentes. Y “su esplendor era como el del bronce incandescente” (1,7). La palabra del profeta resuena y arde, resuena en el oído y arde en el corazón.

El símbolo principal de la presencia de Dios, en toda esta visión, es el fuego. También en el Deuteronomio la presencia de Dios se deja sentir como una voz que sale del fuego: “Desde el cielo te ha hecho oír su voz para instruirte, y en la tierra te ha mostrado su gran fuego, y de en medio del fuego has oído sus palabras” (Dt 4,36). La palabra de Dios sale incandescente de la boca de Dios. A Moisés le llega desde la zarza que arde sin consumirse (Ex 3,2). Para preparar los labios de Isaías a su transmisión, un serafín se los purifica con un carbón ardiente. Jeremías nos confiesa que la palabra de Dios es “fuego ardiente prendido en sus huesos” (Jr 20,9). Y a los discípulos de Emaús les arde el corazón mientras Jesús les explica las Escrituras (Lc 24,32).

En el centro del carro, “por encima de la bóveda, había algo como una piedra de zafiro en forma de trono, y sobre esta forma de trono, por encima, en lo más alto, una figura como de hombre” (1,26). Por encima de la bóveda celeste, en el azul del zafiro, majestuoso, está el Señor, una figura con semblante humano. En realidad, a Ezequiel le faltan palabras para describir la visión de la gloria de Dios, que aparece ante sus ojos. Sus ojos, oídos y demás sentidos no perciben más que lo que está bajo el firmamento del cielo. Contempla y oye el estremecimiento de la tierra y del mar, ve animales, plantas y piedras preciosas. Pero cuando ante él “se abren los cielos” lo que ve es “como” zafiro, “como” un trono, “como” uno de semblante humano... Ante el misterio insondable de Dios, el profeta es siempre, como proclaman Moisés y Jeremías (Ex 4,10; Jr 1,6), un ser que balbucea. El profeta no puede, quizás ni quiere, describir algo con precisión, sino transmitir su experiencia de la presencia de Dios.

Este carro misterioso tiene un extraño modo de caminar. Cada uno de los cuatro seres vivientes camina siempre de frente, donde el espíritu le lleva, sin volverse al caminar. El espíritu está en las ruedas. Con su movilidad, la Mercabá muestra a los desterrados cómo Dios no está vinculado al templo de Jerusalén, sino que sigue a sus fieles incluso en el exilio. La gloria de Dios sale de su morada celeste y se desplaza a visitar a un desterrado en Babilonia, que “a su vista cae rostro en tierra” (1,28), a orillas del río Kebar.

La gloria de Dios, volvemos a leer más adelante, se alzó de la ciudad (11,22). La presencia de Dios sale de la ciudad de Jerusalén y marcha hacia los exiliados, mostrando así que se aproxima la condenación de Jerusalén y que, por tanto, la tierra, la ciudad y el templo no

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son elementos esenciales de la alianza de Dios con su pueblo. Es la comunidad el lugar de su presencia.

Orígenes, en su lectura tipológica, ve a la Iglesia en Jerusalén y, en concreto, a cada cristiano. Por el pecado, dice a los fieles que escuchan sus homilías sobre Ezequiel, el cristiano pierde “la paz” de Jerusalén y es desterrado a la “confusión” de Babilonia. Pero la misericordia de Dios le acompaña con la palabra de sus enviados, para arrancarle del caos del mundo y devolverle a la paz de la Iglesia.

“Yo me encontraba allí con los exiliados a orillas del ríos Kebar” (1,1). “Allí, a orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sión; en los sauces de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Allí nuestros enemigos nos pedían cánticos de alegría: ¡Cantad para nosotros un cantar de Sión! ¿Cómo cantar un canto de Yahveh en tierra extraña? ¡Jerusalén, si yo me olvido de ti, que se seque mi derecha! ¡Mi lengua se me pegue al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en el colmo de mi gozo!” (Sal 137).

En esa situación de llanto, a los cinco años del exilio, Dios, Padre de clemencia, visita a los israelitas. Con ellos está Ezequiel y “se abren los cielos” para él y para los desterrados. Ezequiel lo contempla para comunicarlo a los demás. Según Orígenes, “los oprimidos por el yugo del destierro ven con los ojos del corazón lo que el profeta contempla con los ojos de la cara”. Y san Jerónimo, en el Comentario al Evangelio de san Marcos, citando a Ezequiel, dice: “La fe plena tiene los cielos abiertos, mas la fe vacilante los tiene cerrados”.

Ezequiel ve los cielos abiertos, oye la voz de Dios y siente sobre su cabeza la mano del Señor. Ezequiel experimenta con toda su persona la presencia salvadora de Dios. Es la misma experiencia de Moisés, a quien Yahveh se le mostró “teniendo bajo sus pies como una base de zafiro brillante, puro como el cielo” (Ex 24,10). Es la experiencia de Isaías, a quien Dios se le aparece sentado en su trono y rodeado de su corte (Is 6,1ss). La novedad de Ezequiel está en el lujo de detalles con que nos muestra el carro de Dios en movimiento en todas direcciones. Isaías contempla a Dios sentado en un trono inmóvil, en el templo de Jerusalén. Ezequiel, en Babilonia, lejos del templo, que está a punto de desaparecer, contempla a Yahveh desligado de todo lugar, sentado sobre un carro esencialmente móvil, que se desplaza en todas las direcciones. Animadas por el Espíritu de Yahveh, las ruedas le aseguran esa movilidad sobre la tierra, y las alas le permiten moverse por los aires.

Dios no está ligado ni a la ciudad santa ni al templo de Jerusalén. Dios sigue a su pueblo en todas sus peregrinaciones. También le seguirá en su vuelta a Jerusalén. El libro de Ezequiel es la narración del itinerario de la gloria del Señor. La gloria, en su carro, sale de Jerusalén, permanece un tiempo en el exilio y retorna de nuevo para habitar en la Jerusalén reconstruida. El recorrido histórico de la gloria de Dios marca también el itinerario espiritual de Dios en busca del hombre. Dios está en éxodo con su pueblo, siempre en pascua. Sale de Egipto, cruza el desierto en el arca móvil y entra en la tierra. Ahora abandona Jerusalén, acompaña a Israel “en el desierto de los pueblos” (20,35), donde Dios “pone su santuario en medio de ellos” (37,26) hasta que llegue el tiempo en que la gloria de Dios vuelva “a su casa” en Jerusalén.

Para Ezequiel, como sacerdote, el lugar normal donde se muestra la gloria de Dios es el templo de Jerusalén. Pero, como profeta, Dios le llama a contemplar y anunciar que Dios no está ligado a un templo, a una tierra, sino a un pueblo. Dios muestra su gloria allí donde está su pueblo, en la asamblea congregada en el templo, o en el destierro, junto al río Kebar.

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2. EL LIBRO DEVORADO

La visión de la gloria de Dios, que muestra su presencia entre los desterrados, toca en lo más íntimo a Ezequiel, que cae rostro en tierra. Se trata, pues, de una visión imponente, aunque silenciosa. Después una voz rompe el silencio, ordenando al profeta:

-Hijo de hombre, ponte en pie que voy a hablarte.

Con la palabra, que llama, penetra en Ezequiel el Espíritu de Dios, que le pone en pie y le abre el oído para escuchar al Señor. Dios, cuando ordena algo, concede la gracia de realizarlo. Sin el don del Espíritu, Ezequiel no hubiera podido ponerse en pie. El Espíritu acompaña siempre a la Palabra. La Palabra y el Espíritu, repite san Ireneo, son las manos de Dios Padre; con ellas crea el mundo y con ellas lleva a cabo la obra de salvación de los hombres.

San Gregorio Magno invita a sus oyentes a fijarse en el orden de la narración. “Primero aparece la imagen de la gloria de Dios, que echa por tierra al profeta. Luego le habla para levantarlo, y le da el Espíritu que es quien le pone en pie... La contemplación de Dios en lo íntimo de nuestro espíritu nos hace caer de bruces en tierra con el arrepentimiento. Pero, cuando nos hallamos postrados por tierra, la voz del Señor nos consuela para que levantemos la mirada hasta Él, cosa que no seríamos capaces de hacer con solas nuestras fuerzas. Y por ello nos llena de su Espíritu, que nos levanta y pone en pie”.

Ante la aparición de la gloria de Dios, Ezequiel se ve a sí mismo, contempla su condición de hombre frágil e impotente, y cae por tierra. Pero Dios, con la fuerza de su palabra, le infunde un espíritu que le pone en pie. En pie acoge la misión que Dios le encomienda; sostenido por el espíritu de Dios, Ezequiel está en pie, pronto para el servicio, para ir donde se le envíe, a “la casa rebelde de Israel”.

El “hijo de Buzi” es interpelado por la voz de Dios como “hijo de hombre”, hijo de Adán, hombre sin más. Abandonado el apellido de su familia sacerdotal, el espíritu de profecía, que penetra en él, le da un nuevo nombre y una nueva vida, levantándole de su postración. Ezequiel se alza con una nueva personalidad. No es la carne ni la sangre lo que cuenta para la misión, sino la vocación de Dios. Y Dios siempre llama para enviar a una misión. A Ezequiel le llama para enviarle al pueblo de Israel, al pueblo del destierro, que sigue siendo pueblo de Dios, casa de Israel, aunque sea una “casa rebelde”. Para este pueblo, que tiene una larga historia de rebeliones contra Dios, es elegido Ezequiel. Dios aún tiene una palabra de salvación para su pueblo:

-Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a la nación de los rebeldes, que se han rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han sido contumaces hasta este mismo día. Los hijos tienen la cabeza dura y el corazón empedernido (2,3-4).

La palabra que llama y el espíritu que actúa sitúan a Ezequiel en una situación nueva. En adelante Ezequiel pierde su ser para constituirse profeta de Dios. Desde que Dios se le manifiesta no ha abierto la boca. Su mudez, hasta que tenga una palabra de Dios en sus labios, será la constante de su vida. Si Dios le da una palabra, él tendrá algo que decir; si Dios calla, él permanecerá mudo. La dulzura y la amargura de la palabra endulzará su paladar y amargará sus entrañas. Desde el comienzo necesita sentir la palabra del Señor para sostenerse en pie. Muchas veces necesitará oír en sus oídos y en el interior de su espíritu la palabra personal de Dios, para él solo:

-¡No temas! (2,6).

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a llevar una palabra a su pueblo, “te escuchen o no te escuchen” (2,5). La palabra de Dios lleva en sí la fuerza de su cumplimiento. No vuelve a Él vacía, sin haber cumplido su cometido. Los desterrados, acojan o rechacen la palabra, no podrán decir que Dios les ha abandonado, tendrán que reconocer que les ha enviado un profeta. Por eso la palabra es una espada de doble filo: salva a quienes la aceptan y condena a quienes la rechazan. Éstos se quedan sin excusas. Lo dice también Jesús en el Evangelio: “Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Jn 15,22).

Frente a la palabra de salvación, que lleva el profeta, sus oyentes, el pueblo rebelde, opondrá otra palabra. Muchas veces el profeta, al sentir las palabras con que le contradicen aquellos a quienes es enviado, tendrá la sensación de estar sentado “en un nido de alacranes o escorpiones, en medio de una tierra de cardos y espinas” (2,6), que le punzan con calumnias e ironías despectivas. Dios le invita a no dejarse impresionar por la cara de bronce de sus oyentes:

-Y tú, hijo de hombre, no les tengas miedo, no tengas miedo de sus palabras si te contradicen y te desprecian y si te ves sentado sobre escorpiones. No tengas miedo de sus palabras, no te asustes de ellos, porque son una casa de rebeldes (2,6).

Cuanto más le repite el Señor su estribillo -“tú, no temas”-, parece que Ezequiel, aunque no lo diga como Moisés (Ex 3,11) o Jeremías (Jr 1,6), tiembla de pies a cabeza. Y Dios ya no se conforma con sostenerle con su palabra. Realiza con él un rito sacramental. La palabra, que Ezequiel ha de llevar a los desterrados, toma forma de libro, de rollo escrito por ambos lados, por el anverso y por el reverso, por dentro y por fuera. Ezequiel contempla la mano de Dios extendida hacia él, mientras le ofrece el rollo y le dice:

-Y tú, hijo de hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la casa rebelde! Abre la boca y come lo que te doy (2,8).

En la vocación de Isaías (Is 6,6-7) un serafín purifica sus labios con un carbón encendido; sólo después su boca puede transmitir la palabra de Dios. A Jeremías Dios mismo le toca la boca antes de poner sus palabras en ella (Jr 1,9). En Ezequiel la escena se amplía con una dramatización mayor. La mano de Dios extendida hacia él le ofrece el rollo para que lo coma, llenándose con él las entrañas. También Juan será invitado a comer el libro del Apocalipsis (Ap 10,8-11).

El rollo tenía escritas “elegías, lamentos y ayes” (2,10). Ezequiel no ve en el rollo ninguna palabra de salvación o consuelo. Y eso es lo que Dios le invita a comer. Él, como profeta de Dios, tiene que gustar y asimilar el mensaje antes de darlo a los demás. Ezequiel tiene que digerir la palabra en su vientre. Dios le repite:

-Hijo de hombre, cómete este rollo, alimenta tus entrañas con este rollo que te doy y vete a hablar a la casa de Israel (3,1.3).

Sigue un gesto conmovedor. Dios, como una madre da de comer a su hijo, extiende la mano con el libro y se lo da a Ezequiel, que lo acoge con la boca abierta. La palabra de Dios será el pan de cada día para su profeta:

-Yo abrí mi boca y él me dio a comer el rollo (3,2). Ezequiel nos confiesa:

-Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel (3,3).

También para el salmista “las palabras de Dios son más dulces que la miel, más que el jugo de panales” (Sal 19,11; 119,103). Lo mismo dice Jeremías: “Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jr 15,16). Para Juan, en el Apocalipsis, son dulces en la boca y amargas en las entrañas: “Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se

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me amargaron las entrañas” (Ap 10). Toda misión, que Dios encomienda al hombre, resulta suave y ligera porque Él sostiene a sus enviados. La conciencia de estar sostenidos por Dios les hace sentir alegría y dulzura donde hay amargura y tristeza. Dios hace gloriosa la cruz de la misión.

Lo que Jeremías dice como imagen, Ezequiel lo transforma en acción simbólica, aunque suceda en una visión. El libro devorado llena sus entrañas. Comer el rollo es expresión de una experiencia espiritual interior de la relación íntima de Dios con el profeta, símbolo de la alianza de Dios con su pueblo. Nutrido de esa palabra, Ezequiel escucha de nuevo la voz de Dios que le envía:

-Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no te envío a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel. No a pueblos numerosos, de habla oscura y de lengua difícil cuyas palabras no entenderías. Si te enviara a ellos, ¿no es verdad que te escucharían? Pero la casa de Israel no quiere escucharte a ti porque no quiere escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel tiene la cabeza dura y el corazón empedernido (Ez 3,4-7).

Dios habla al hombre en lenguaje humano, inteligible, pero el hombre que cierra sus oídos a la palabra de Dios hace su lenguaje ininteligible. Sólo la fe hace inteligible la palabra de Dios, aunque suene en un idioma extranjero, como en la predicación de Jonás a los ninivitas, o como sucede en Pentecostés. Y la suerte del profeta es la suerte de Dios. También Jesús dice a sus discípulos: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10,16). “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15,18-20).

El gesto de comer el rollo simboliza la asimilación del mensaje divino, de forma que todo el ser de Ezequiel queda penetrado por él, de tal modo que, grávido de la palabra, deba darla a luz para los demás (Am 3,8; Jr 20,9). Y con frecuencia este dar a luz la palabra supone dolores de parto. La dureza de Israel para acoger la palabra de Dios hace que le cueste más escuchar al profeta que a los mismos paganos, que nunca le han conocido. Ante el embotamiento de la sensibilidad del pueblo de Dios para escuchar, el profeta tiene que endurecer su rostro tanto como el de ellos. Es más, Dios mismo le endurece el rostro y la frente:

-Mira, yo he hecho tu rostro duro como su rostro, y tu frente tan dura como su frente; yo he hecho tu frente dura como el diamante, que es más duro que la roca (3,8-9).

Ezequiel lleva en su corazón y en sus labios una palabra de condenación para el pueblo rebelde. Su misma persona es palabra de Dios. Por ello su presencia es incómoda, denuncia el pecado hasta suscitar el rechazo y la rebelión contra el profeta lo mismo que contra Dios, a quien hace presente ante el pueblo. Dios le hace, por ello, duro como el diamante, para que no se doble como una caña ante el viento contrario. Esta firmeza les parece a algunos insensibilidad. Es cierto que Ezequiel no tiene la sensibilidad de Jeremías. No se queja como él. No descubre el combate interior de su vida o no tiene un secretario, como Baruc, que nos lo transmita. Pero más que de insensibilidad, se trata de fidelidad plena. Ezequiel no se calla ninguna palabra de Dios por miedo ni la endulza para ser aceptado. Es profeta de Dios y “el hijo de Buzi” no cuenta.

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súplica o como afirmación, Ezequiel necesita esa fortaleza de Dios para transmitírsela a los desterrados, que han perdido la esperanza, al perder la tierra, la ciudad santa y el templo. ¿Dios no les ha abandonado? Ezequiel, con toda la fortaleza que Dios le infunde, les repetirá que, si en medio de ellos hay un profeta, es que Dios está con ellos (2,5).

Para preparar la boca del profeta a esta fidelidad, el Señor aún añade algo. Antes de poder hablar en nombre de Dios, debe acoger la palabra en su corazón, escucharla para sí y luego, hecha carne en él, ya puede transmitirla:

- Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve donde los deportados, donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así dice el Señor Yahveh” (3,10-11).

Ezequiel ejerce su ministerio poco después de la reforma de Josías, caracterizada por el descubrimiento de la Torá, es decir, el Deuteronomio. Por ello en los oídos de Ezequiel resuenan las palabras del Deuteronomio, invitando a guardar en el corazón lo que se escucha con los oídos: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh... Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy” (Dt 6,4.6).

Dios infunde su espíritu en Ezequiel al hablarle, lo impregna de sí al comunicarle su palabra; se da una identificación entre Dios y su profeta. La acogida del profeta es aceptación de Dios; el rechazo de Dios comporta el rechazo del profeta (Cf Lc 10,16). El fracaso del profeta no es sino la participación en el fracaso de Dios que trata en vano de salvar a su pueblo (3,7).

San Gregorio Magno nos presenta a Ezequiel como señal del actuar de Dios con nosotros. Dios, al presentarse ante nosotros, nos muestra su gloria y, por contraste, nos hace ver nuestra miseria. Desde nuestro orgullo nos hace caer por tierra. Luego, humillados, nos consuela con su palabra y nos levanta del polvo con su Espíritu. Sólo después de haber recorrido estos dos pasos nos envía a predicar, a llevar su palabra a los demás. Mientras estaba en pie, el profeta tuvo la visión de la gloria de Dios y cayó por tierra; mientras estaba postrado por tierra, recibió la palabra que le mandaba levantarse y, una vez que el Espíritu le puso en pie, recibió la misión de ir a predicar. Es el camino de cuantos Dios elige para enviarles a evangelizar. La humildad nos lleva a la simplicidad; y la simplicidad, a la alabanza. Lo canta maravillosamente el salmista: “Me sacó de la fosa de la muerte, del fango de la ciénaga; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios” (Sal 40,3-4).

Dios comienza salvando de la muerte del pecado, asegura los pies sobre la roca de la fe y luego espera el canto nuevo de la predicación, que mueve a los hombres a la alabanza, al reconocimiento de Dios. En el libro de Ezequiel se repite unas cincuenta veces la frase “para que sepan que Yo soy Yahveh”. El ministerio de Ezequiel consiste esencialmente en ser un signo viviente de la presencia de Dios en medio del pueblo. Hay una constante en el libro: a la ausencia de Dios, simbolizada por el exilio, se contrapone su presencia mediante el profeta, que comunica su palabra.

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3. CENTINELA DE ISRAEL

Ezequiel, llamado por Dios, acepta en silencio el envío como profeta a los desterrados de la casa de Israel. Con ello termina la visión. La gloria de Dios se alza y desaparece. Ezequiel no ve hacia dónde se ha ido; sólo percibe, a sus espaldas, el estruendo que hace el carro de Dios al alejarse, algo semejante al estruendo de un gran terremoto.

Ezequiel vive el contraste que acompaña la vida de todo profeta. Se siente penetrado por el espíritu de Dios, que le hace caminar con ardor hacia su misión, y se siente abatido por su debilidad, que no desaparece con la llamada de Dios. Empujado por la mano de Dios, se siente decidido e impotente, por lo que se queda en silencio ante la vista de los desterrados:

-Entonces, el espíritu me levantó y oí detrás de mí el ruido de una gran trepidación: “Bendita sea la gloria de Yahveh, en el lugar donde está”, el ruido que hacían las alas de los seres al batir una contra otra, y el ruido de las ruedas junto a ellos, ruido de gran trepidación. Y el espíritu me levantó y me arrebató; yo iba amargado con quemazón de espíritu, mientras la mano de Yahveh pesaba fuertemente sobre mí. Llegué donde los deportados de Tel Abib que residían junto al río Kebar - era aquí donde ellos residían -, y permanecí allí siete días, aturdido, en medio de ellos (3,12-15).

En Babilonia, entre los deportados, se difunde una falsa esperanza, alentada por falsos profetas que anuncian que el exilio es algo pasajero. Piensan que muy pronto serán liberados junto con su rey. Lo que menos pasa por su mente es la inminente destrucción de Jerusalén y el aumento del número de los deportados. Jeremías les escribe una carta para disipar sus ilusiones: “Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed su fruto; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijas a maridos para que den a luz hijos e hijas, y medrad allí y no mengüéis; procurad el bien de la ciudad a donde os he deportado y orad por ella a Yahveh, porque su bien será el vuestro” ( Jr 29,5-7). Pero el pueblo, que no acogió la predicación de Jeremías antes del exilio, se niega igualmente a creerle ahora en el destierro.

En ese momento Dios elige, de entre los desterrados, a Ezequiel para que transmita el mismo mensaje, aunque a los exiliados les suene duro y desagradable. Frente al optimismo de los desterrados, Ezequiel anuncia la destrucción de Jerusalén. Ezequiel se une a ellos y durante siete días participa de su abatimiento (3,15).

San Gregorio Magno, en sus homilías sobre el libro de Ezequiel, comenta ampliamente este silencio del profeta. Para él la palabra verdadera nace del silencio. La semana de silencio en medio de los desterrados le permite a Ezequiel identificarse con ellos, participando de su desolación con amor y compasión. Y en el silencio aguarda que Dios ponga en sus labios las palabras justas, que él comunicará a los demás una vez maduradas en su interior a través de la experiencia personal. Sólo tiene una palabra que dar quien ha aprendido a callar y nadie puede pretender dar a los demás lo que él mismo no ha escuchado en su corazón. La palabra que alimenta es la palabra que el pastor ha rumiado antes de darla a las ovejas de su rebaño. Saben hablar suavemente de Dios porque han aprendido a amarlo con todas sus entrañas.

Enviado a predicar, Ezequiel pasa siete días en silencio. No aprende a hablar quien no sabe callar. Guardar silencio significa dejar que la palabra penetre hondo en el corazón antes de darla a los demás. El Eclesiastés señala que “hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Qo 3,7). No dice que hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar, sino que

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pone primero el callar y luego sigue el hablar. No se aprende a callar hablando, pero sí se aprende a hablar callando. Del silencio brota la palabra verdadera, que nutre a quien la escucha. Así, pues, al cabo de siete días, en que Ezequiel permanece en silencio y abatido, el Señor hace resonar su palabra en los oídos del profeta:

-Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel. Cuando escuches una palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte (3,17).

El profeta es llamado centinela. Ezequiel recibe la misma misión que han recibido Isaías (Is 52,8; 56,10) y Jeremías (Jr 6,17). Para cumplir su misión de atalaya es puesto en alto. Sólo desde lo alto puede ver a lo lejos lo que viene. Sólo desde lo alto puede dar la alarma, hacerse sentir (Cf Is 21,6-11). Puesto por encima, -con su vida santa, dice San Gregorio Magno-, puede advertir a los demás de los peligros o también anunciarles una buena noticia. Isaías invita a “subir a un monte alto al centinela que tiene alegres noticias que comunicar a Sión” (Is 40,9). Estando en alto y vigilante es como cumple su misión. Es, pues, la lámpara puesta sobre el candelero para iluminar a cuantos están en casa (Mt 5,15). Pero una lámpara que no arde en sí misma no enciende el ambiente que la circunda. De Juan Bautista se dice que “era la lámpara que arde y alumbra” (Jn 5,35), ardiente por el celo que le quemaba las entrañas y esplendente por la palabra. De aquí que san Gregorio señale el discernimiento como una cualidad necesaria para ejercer el ministerio de centinela. El gusto interior de la palabra y la luz de la vista le lleva a oler el peligro antes de que llegue.

Esta misión de atalaya, el profeta la cumple con el malvado y con el justo. En sus manos está la vida del malvado y la salvación del justo. A uno y a otro tiene que poner en guardia, según la palabra que Dios ponga en sus labios para ellos. Se repite la frase “te escuchen o no te escuchen”. El profeta cumple su misión y se salva transmitiendo fielmente la palabra de Dios, independientemente de la acogida que tenga en sus oyentes.

La misión de atalaya es fundamental en Ezequiel como profeta de los desterrados. En medio de los paganos, los exiliados están siempre tentados por el paganismo que les circunda. Ezequiel recibe la misión de vigilar sobre ellos para que se mantengan fieles a Yahveh. El profeta abre el oído del corazón para acoger la palabra de Dios y luego puede abrir los labios para comunicar la palabra que ha resonado en su interior. Como dice el salmista: “Tiendo mi oído a un proverbio, al son de la cítara descubriré mi enigma” (Sal 49,5). Ezequiel es invitado a escuchar y a hablar: “Cuando escuches una palabra de mi boca, tú se la dirás de parte mía” (3,18).

Dios pedirá cuenta al centinela de la muerte del justo si, por culpa suya, se desvía del camino de la verdad (3,20-21), y de la muerte del pecador si no le advierte del peligro que corre siguiendo el camino de la muerte. Pablo era consciente de esta misión y, por ello, no se calla ni una palabra del Señor: “Os testifico en el día de hoy que yo estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios” (Hch 20,26-27). Dios le advierte a Ezequiel:

-Cuando yo diga al malvado: “Vas a morir”, si tú no le adviertes, si no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado y él no se aparta de su maldad, morirá él por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida (3,18-19).

El profeta, centinela del pueblo, debe mantenerse en pie y correr a avisar al prójimo de cuanto le incumbe: “Vete, corre, sacude a tu prójimo, no concedas el sueño a tus ojos ni reposo a tus párpados” (Pr 6,3-4).

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Señor le llama a guiar a los exiliados a la conversión del corazón para que Yahveh renueve con ellos su alianza. Pero, al ser constituido centinela de Israel, su misión consiste en tener el ojo bien abierto, orientado, como la cara de los desterrados, hacia los israelitas que se han quedado en Jerusalén, pues allí es donde se decide la suerte de todo el pueblo de Dios.

La ternura del amor de Dios, comenta san Gregorio Magno, es inefable. Dios se irrita con su pueblo, pero no del todo, sino que sigue amándolo. Si no se sintiera airado con los israelitas, no les habría deportado a Babilonia, entregándoles a la esclavitud. Pero, si no les amara, no habría mandado con ellos al profeta Ezequiel, como centinela, para que no perezcan. Dios castiga las culpas, pero defiende a los pecadores. Es como una madre que castiga a su hijo cuando comete una culpa, pero, si lo ve en peligro de caer en un precipicio, le tiende la mano con amor solícito, para que no se hunda en él.

Por orden divina, Ezequiel desciende de la colina al campo, y allí, en medio del valle donde están los desterrados, contempla de nuevo la gloria de Dios, como la había contemplado en la visión anterior. Dios está en el exilio con el profeta y con los deportados. La mano del Señor se posa sobre el profeta y le lleva en medio del pueblo, pues allí en el valle quiere comunicarle su palabra. El Señor le dice:

-Levántate, sal a la vega, y allí te hablaré.

Ezequiel se levanta y va a la vega, y “he aquí que la gloria de Yahveh estaba parada allí, semejante a la gloria que yo había visto junto al río Kebar, y caí rostro en tierra” (3,22-23).

Cada vez que se le muestra la gloria de Dios, Ezequiel cae rostro en tierra. La gloria de Dios le ilumina la debilidad de su condición. Ante Dios el hombre se siente polvo y ceniza. Pero, si el hombre acepta la verdad de su ser, entonces Dios le ensalza: “Entonces, el espíritu entró en mí, me puso en pie y me habló” (3,24). Ezequiel nos describe su relación con Dios mediante dos expresiones. Por una parte, “la mano de Dios se posa sobre él” y lo echa por tierra. Y, por otra, el espíritu de Dios le penetra hasta los huesos y le pone en pie o le levanta y le lleva por los aires.

El espíritu de Dios pone en pie a Ezequiel y le habla. Así Ezequiel queda constituido profeta de Dios. Y Dios le ha dicho cuál es la misión de un profeta: gritar desde lo alto, advirtiendo a los demás del peligro. Pero ahora, con ironía increíble, Dios le dice:

-Ve a encerrarte en tu casa. Hijo de hombre, he aquí que se te van a echar cuerdas con las que serás atado, para que no aparezcas en medio de ellos. Yo haré que tu lengua se te pegue al paladar, quedarás mudo y dejarás de ser su censor, porque son una casa de rebeldía (3,24-26).

El silencio y la inmovilidad de Ezequiel forman parte de su ministerio profético. El lenguaje del cuerpo es más elocuente que la palabra de la lengua. La parálisis del profeta, atado con cuerdas, prefigura el asedio inminente de Jerusalén. La lengua pegada al paladar es expresión de la esclavitud del pueblo, que no podrá cantar los cantos de Sión en tierra extranjera (Sal 137). Es expresión igualmente del silencio de Dios. Al callar el profeta, la palabra de Dios, fuente de vida, no llega al pueblo. Este silencio es una palabra tremenda. Lo había previsto y anunciado el profeta Amós: “He aquí que vienen días -oráculo del Señor Yahveh - en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh. Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca de la Palabra de Yahveh, pero no la encontrarán” (Am 8,11-12).

Es el mismo Dios quien ata con cuerdas al profeta y quien le pega la lengua al paladar. Dios le inmoviliza seguramente con una enfermedad que le deja mudo por un tiempo, hasta “cuando yo te hable” (3,27).

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4. EL LADRILLO, LA SARTÉN Y LA COMIDA RACIONADA

Los deportados, con quienes vive Ezequiel, creen que Jerusalén nunca será tomada por las tropas de Nabucodonosor, pues Yahveh la defenderá por ser el lugar de su morada. Más bien abrigan la esperanza de un pronto retorno a Israel. El intercambio epistolar de Jeremías (Jr 29) nos muestra que entre los exiliados existía esa esperanza y era tema frecuente de conversación entre ellos. A esas expectativas se opone Ezequiel anunciando la ruina total de Jerusalén y la nueva deportación. Según san Jerónimo, la inmovilidad y mudez del profeta son el símbolo del asedio de Jerusalén por parte de Nabucodonosor. El incendio de la ciudad en el año 587 confirmó sus predicciones.

Ezequiel, por orden de Dios, intenta hacer ver a los exilados, mediante una serie de acciones simbólicas, la inminente destrucción de Jerusalén. Los capítulos 4 y 5 contienen algunas de estas acciones simbólicas, que sustituyen o preparan la palabra. Estas acciones prefiguran acontecimientos. Dios los anticipa en la acción del profeta, con la que firma la ejecución de esos hechos. A veces estas acciones son pura representación, pero otras veces son hechos de la vida del profeta, que se convierte en símbolo de lo que aguarda al pueblo. Toda la vida de Ezequiel es una parábola en acción.

Nosotros conocemos ciertas acciones que tienen un valor simbólico en el mundo actual, como el rito de la primera piedra de un edificio, el cortar una cinta, quebrar una botella. Tenemos en la Iglesia las acciones sacramentales, los siete sacramentos y tantos otros gestos llamados sacramentales. En todos ellos es importante el signo y el gesto que le acompaña: el aceite y la unción, por ejemplo. En las acciones simbólicas de los profetas es fundamental la palabra de Dios que las acompaña. Las acciones simbólicas se realizan por orden de Dios, por lo que ellas mismas son palabra de Dios. A veces las sigue una palabra, que aclara su significado.

Podemos escuchar la palabra de Dios, que ordena a Ezequiel la ejecución de la acción simbólica o podemos colocarnos entre el público que contempla la extraña acción que el profeta realiza en silencio con toda seriedad. Ezequiel toma un ladrillo y diseña en él una ciudad. No sabemos cuál es. Puede ser Jerusalén o Babilonia. Cada uno imagina lo que desea.

Ezequiel coloca el ladrillo en el medio y monta una imagen de asedio en torno a él. Con otros ladrillos, piedras o barro levanta el material para el asalto: torres, trincheras, campamentos, arietes... Es una representación rudimentaria, pero fácil de captar gracias a una mímica expresiva. Para completar la evocación del asedio, el profeta se protege detrás de una sartén de hierro, una plancha de hierro, mientras por debajo mueve las piezas para apretar el cerco. El público comienza a afluir y contempla toda la acción, primero con curiosidad, luego con asombro. Ezequiel fija su rostro en el ladrillo, al que apunta con su brazo desnudo (4,7), mientras anuncia que se trata del asedio de una ciudad. ¿Cuál? “Se trata de una señal para la casa de Israel” (4,3), para quienes asisten a la representación. La ciudad sitiada es, pues, Jerusalén.

Ezequiel intenta llamar la atención de sus compatriotas para arrancar de ellos las falsas esperanzas, que les impiden convertirse a Dios. En su mudez Ezequiel sigue siendo profeta. Habla con gestos extraños. Su condición sacerdotal le da un ascendiente sobre los exiliados, que hace más llamativas sus extrañezas. Los exiliados, que sueñan con volver a la patria, expían todos los detalles de su vida, esperando oír de sus labios una palabra que confirme sus esperanzas. En ese ambiente de expectación, las acciones de Ezequiel no son un

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juego para entretener a los ociosos, sino un anuncio del designio de Dios.

Con esta acción simbólica se anilla una segunda. El asedio significa siempre algo doloroso. Ezequiel lo sufre en su carne y así se lo anuncia a sus oyentes o espectadores. El asedio de Jerusalén supone la paralización y el racionamiento de la comida. Esta segunda acción mira al pasado y al futuro. Recuerda la caída de Israel, el reino del norte, llevado al exilio a Asiria, y anuncia la caída de Judá, el reino del sur, bajo la amenaza de Babilonia, que ya ha desterrado a un grupo (en el año 597) y llevará diez años más tarde a los demás. Ambos reinos son víctima de sus culpas. Ezequiel sufre en su carne tantos días como años sufrirá la casa de Israel. El número es también simbólico. Jeremías, al fijar en setenta los años del exilio (Jr 25,11; 29,10), da un número más exacto. Pero en ambos profetas el señalar un numero determinado de años, significa que Dios no ha condenado a muerte a su pueblo ni a un destierro perpetuo. Escuchemos esta vez el mandato de Dios a Ezequiel:

-Acuéstate del lado izquierdo y pon sobre ti la culpa de la casa de Israel. Todo el tiempo que estés acostado así, llevarás su culpa. Yo te he impuesto los años de su culpa en una duración de trescientos noventa días, durante los cuales cargarás con la culpa de la casa de Israel. Cuando hayas terminado estos últimos, te acostarás otra vez del lado derecho, y llevarás la culpa de la casa de Judá durante cuarenta días. Yo te he impuesto un día por año (4,4-6).

Es conveniente recordar que, entre los orientales, el modo de buscar los puntos cardinales es mirar hacia oriente, donde sale el sol. Así el brazo izquierdo queda al norte y el derecho al sur. Acostándose sobre el lado izquierdo, Ezequiel ya alude al reino del norte; y, al volverse sobre el derecho, hace alusión a Judá, el reino del sur.

Ezequiel queda, pues, inmóvil y silencioso, con “el brazo extendido y dirigiendo su mirada hacia el sitio” (4,7), es decir, hacia la ciudad en miniatura que ha diseñado sobre el ladrillo y ha colocado en un rincón de la casa. Dios mismo “le sujeta con cuerdas para que no se mueva de un lado para otro hasta que haya cumplido los días de su reclusión” (4,8).

El silencio de Ezequiel (3,26) nos recuerda al Siervo de Yahveh, que no abre boca (Is 53,7). Como el Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12), Ezequiel es invitado a expiar las culpas de Israel y de Judá, cargando con ellas sobre sus hombros. “Las lamentaciones, gemidos y ayes” (2,10) del pueblo, Ezequiel las ha hecho suyas, al comer el libro. Es algo parecido al rito de expiación de los sacerdotes y levitas (Lv 6,16ss; 10,17-19), que comían la carne de la víctima inmolada para borrar las culpas de la comunidad.

A Ezequiel Dios le llama más de cien veces “hijo de hombre”, representante de todos los hombres ante Dios. Pero también es hijo de Israel. Dios le manda “a los hijos de tu pueblo” (3,11). Esto hace de Ezequiel el siervo llamado a “cargar sobre sí el peso del pecado del pueblo” (4,4.6). Así anticipa el canto del Siervo de Yahveh del segundo Isaías (Is 53).

Las consecuencias del asedio son graves. El profeta las representa y las vive: hambre y sed. La comida y la bebida le son estrictamente racionadas. Peor aún, Ezequiel tiene que preparar su comida con los restos de comida medio estropeados, mezclándolos con otros buenos. Se ve obligado a rebañar los residuos de todas las vasijas. Antes de que la enfermedad le postre en el lecho, el profeta tiene que recoger los alimentos que tomará durante los días de inmovilidad:

-Toma, pues, trigo, cebada, habas, lentejas, mijo, espelta: ponlo en una misma vasija y haz con ello tu pan. Durante todo el tiempo que estés acostado de un lado comerás de ello. El alimento que comas será de un peso de veinte siclos por día, que comerás de tal a tal hora. También beberás el agua con medida, beberás la sexta parte de un sextario, de tal a tal hora. Comerás este alimento en forma de galleta de cebada cocida (4,9-11).

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A la escasez se añade un elemento muy duro para Ezequiel. Hasta ahora Ezequiel ha aceptado todo lo que Dios le ha mandado sin quejarse. Ahora se queja ante Dios. Y Dios le suaviza el mandato. Ezequiel, como sacerdote, siente horror hacia todo lo que signifique impureza legal. Espontáneamente le brota la queja:

-¡Ah, Señor Yahveh!, mi alma no está impura. Desde mi infancia hasta el presente jamás he comido bestia muerta o despedazada, ni carne corrompida entró en mi boca (4,14).

Es la misma objeción de Pedro, cuando Dios hace descender ante él un mantel con toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves, y le ordena que mate y coma (Hch 10,9-16). La abolición de las prescripciones rituales sobre los alimentos será de otro orden muy distinto. Ahora lo que provoca la reacción de Ezequiel es la orden de cocer su alimento con excrementos humanos (Dt 23,13s), pues “así comerán los israelitas su alimento impuro en medio de las naciones donde yo los arrojaré” (4,13). Dios, ante el escándalo de su profeta, le permite cambiar los excrementos humanos por boñigas de buey (4,15).

En el exilio los israelitas no podrán mantener la distinción entre lo puro y lo impuro, lo sacro y lo profano. La reacción de Ezequiel muestra el drama de los israelitas en el exilio, dispersos por el mundo, entre los paganos. El asedio y destrucción de Jerusalén lleva como consecuencia la dispersión y contaminación con las naciones paganas. Ya la mezcla en una misma vasija de diversos cereales y legumbres estaba prohibido por la ley, lo mismo que sembrar dos clases de grano en un mismo campo (Lv 19,19; Dt 22,9-11). El asedio y, luego el exilio, hará imposible el cumplimiento de las prescripciones legales sobre la pureza de los alimentos.

Tras esta sucesión de acciones simbólicas llega la palabra, que aclara su significado, refiriéndolas al asedio de Jerusalén. El Señor le dice a Ezequiel:

-Hijo de hombre, he aquí que yo voy a destruir la provisión de pan en Jerusalén: comerán el pan con peso y con angustia; y beberán el agua con medida y con ansiedad, porque faltarán el pan y el agua: quedarán pasmados todos juntos y se consumirán por sus culpas (4,16-17).

Cuando Dios llama a Jeremías le encomienda una doble misión: destruir y edificar (Jr 1,10). Su predicación oscila entre estos dos polos. Cuando el pueblo espera la victoria, Jeremías anuncia la ruina de Jerusalén. Y, una vez que es tomada Jerusalén y el pueblo cae en la desesperación, el profeta comienza a proclamar de parte de Dios un anuncio de esperanza y reconstrucción. Esto que hace Jeremías en Jerusalén, lo repite como un eco Ezequiel en Babilonia.

La primera etapa de la misión de Ezequiel abarca desde su vocación en el año 593 hasta el 586 en que cae Jerusalén. Sus oyentes, los desterrados lejos de Jerusalén, se hacen las mismas ilusiones de los que han quedado en la ciudad santa. Unos y otros, los oyentes de Jeremías y los de Ezequiel, están convencidos de que Nabucodonosor no será capaz de ocupar Jerusalén, porque el Señor de Israel es más fuerte que los ejércitos de Babilonia. El templo del Señor es para ellos una defensa casi mágica. Creen que con decir “Templo del Señor, Templo del Señor” huirán todos los enemigos del pueblo del Señor. Esperan que a Nabucodonosor le suceda lo mismo que a Senaquerib en tiempos de Isaías (2R 19,32-37)... Jeremías, contra la esperanza del pueblo, anuncia la toma de Jerusalén por parte de Nabucodonosor. Y, a miles de kilómetros, Ezequiel, profeta del mismo Dios de Jeremías, proclama la misma palabra.

Esta predicación crea en torno al profeta, Jeremías en Jerusalén y Ezequiel en Babilonia, un muro de oposición por parte del pueblo, que prefiere escuchar a los falsos profetas que halagan sus oídos con las profecías que ellos desean oír. Ezequiel, “a quien Dios

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