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Quique Hache
El mall embrujado y otras
historias
Sergio Gómez
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i papá nos fue a dejar a la estación de trenes. El tren salía a las nueve y media de la noche con destino a Temuco. Hacía dos meses que habíamos planificado el viaje con Gertrudis Astudillo, mi nana; por fin conocería su ciudad natal y a su familia, aunque era como si ya los conociera por todo lo que ella hablaba del lugar y de la parentela.
Me gusta viajar. Si existiera alguna profesión como la de viajero, ésa sería la mía. Hace algunos siglos existía la profesión de explorador, pero ahora las cosas son distintas y nadie estudia algo así porque quedan muy pocos lugares por explorar. Por eso, por ejemplo, conservo mi colección de Tintín, no se la presto a nadie, ni siquiera a León, que es mi amigo pero que tiene la mala costumbre de doblar las esquinas de las páginas de los libros para marcar dónde queda cuando deja de leer. Tintín y Milú viajan al Cong'o, al Tíbet, al oeste americano, a China, incluso la Luna. ^ .
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Y ahí iba yo, viajando a la ciudad de Temuco, 600 kilómetros al sur de Santiago, a un lugar que le gusta autodenominarse como la región de la Frontera. Si yo fuera extranjero, por ejemplo de Madagascar o de Alemania, tendría un enorme interés en un lugar que se llamara a sí mismo La Frontera. El nombre alterna con otro: Región de la Araucanía. Todos esos nombres se debían a una razón: hasta hacía poco más de 100 años el país llegaba hasta ahí; es decir, allí estaba la frontera, del otro lado vivía el pueblo de los mapuches, los que le daban la pelea a los conquistadores desde hacía muchos años, desde que habían llegado de España. Los mapuches eran un pueblo difícil de vencer hasta esa fecha, reclamaban sus tierras y no se conformaban. Un día decidieron, después de 400 años, que no daban más la pelea. Entonces se sentaron a conversar y a tratar de solucionar las cosas por las buenas. Eso significó un tratado que se llamó Pacificación de la Araucanía. Pero los mapuches lo que no sabían era que los españoles —en ese momento convertidos en chilenos—, eran expertos en conversar y convencer, en poco tiempo los tenían rodeados de ciudades, carreteras, mails, hoteles, Internet y televisión por cable, es decir estaban perdidos; ahora sí que los habían vencido sin que se dieran cuenta.
Esa era la historia resumida de los mapuches, la leí en un libro de historia antes de emprender el viaje. También leí que a fines del siglo XIX surgió la ciudad de Temuco, en plena Arau- canía, creció y se llenó de gente y de automóvi-les. Allí vivió Pablo Neruda cuando era niño. Y allí nació Gertrudis Astudillo, mi nana, quien estudió en el Liceo de Niñas, en el mismo que trabajara otra poeta, Gabriela Mistral, pero muchos años antes. Después de cuarto medio, Gertrudis
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decidió que lo suyo también era viajar y un día llegó a Santiago, la capital, donde la recibió mi mamá. Desde ese día estaba en mi casa, y yo recién cumplía un año de vida.
Las primeras horas fueron agradables en el vagón y, como en los aviones, en los trenes no se ve para adelante, sólo para el lado, entonces parece que no se avanzara a ninguna parte. Antes de apagar las-luces, nos recostamos en los asientos. Nadie más ocupaba los cercanos, así que teníamos suficiente espacio. Entonces vi a Gertru masajeándose la cara con crema, lo que la hacía parecer un fantasma o un mimo callejero.
—¿Tienes que echarte la crema justo ahora, frente a los demás pasajero? —le pregunté un poco avergonzado.
Ella ni siquiera me miró para contestar, siguió sobándose el cuello y respondió:
— Dulces sueños, Quique.
Por la ventana vimos pasar pequeños pueblos con muy pocas luces y un señor muy viejo que esperaba a alguien en el andén o simplemente paseaba por ahí mirando al tren. Me imaginé viviendo en esos lugares: no era muy interesante porque eran pueblos que parecían aburridos y lentos, donde no existían salas de cine. Pero por otra parte la vida era ordenada y tranquila; por ejemplo, si uno salía en bicicleta no era necesario llevar candados para amarrarla a un poste de la luz, porque nadie estaba pensando en robarla. Por las tardes, después del almuerzo, se dormía una siesta de media hora. Mi hermana decía que vivir en un pueblo chico era como enterrarse, claro que el único pueblo chico que ella conocía era Pucón, que no es el ejemplo de un típico pueblo.
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Y así, poco a poco, con la cadencia del Iren, me fui quedando dormido hasta que no supe nada más, como sucede cuando uno se duerme, simplemente todo se borra y viene la oscuridad hasta el otro día.
Llegamos temprano y el frío de la ciudad me hizo tiritar, mientras un inspector de ferrocarriles con uniforme nos ayudaba con las maletas. Es decir, con mi única maleta y que es también el bolso que ocupo para la clase de educación física en el liceo. Las toneladas de equipaje eran de, no podía viajar y menos a su ciudad sin lo necesario: ropas, cremas y muchas carteras.
Qué raro que mi papá no viniera a buscarnos dijo Gertru —, se suponía que tenía que venir a la estación.
Hicimos parar a un taxi. El viaje era corto, como todos los que haría en la ciudad. Las distan- tías no eran las enormes que hay que recorrer en Santiago; tampoco en Temuco existía el metro, pe ro 110 se necesita, aunque sí existía congestión por la cantidad de automóviles en las calles.
Llegamos hasta la población Pueblo Nuevo. Ias casas eran pequeñitas, pero con grandes patios llenos de árboles, como cerezos o durazneros, llegamos frente a la casa de Gertrudis. En la vereda
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nos estaban esperando dos viejecitas que sonreían como las hadas madrinas de La bella durmiente. Eran, lo supe más tarde, Nenita y Gladis, las tías de Gertru, dos solteronas que vivían felices. Nos abrazaron, sobre todo a mí; según ellas, me conocían tanto porque Gertru hablaba de mí, y por mis fotos que tenían desde que era una guagua. Me dio un poco de vergüenza porque me apretaban y me estiraban la cara como si la tuviera de hule, pero así es la gente en el sur, cariñosa, entonces no hay nada que hacer más que aguantar que a uno le jalonen la cara y se la dejen adolorida.
Nenita fue la encargada de contarnos cuando Gertru preguntó preocupada por su papá: —No pudimos avisarte, Gertru, no nos dio tiempo y tampoco queríamos preocuparte demasiado. — ¿Qué pasó con mi papá? —preguntó ella, al borde de las lágrimas. —Está internado en el hospital de Temuco, sufrió un preinfarto. Entonces habló Gladis, que era un poco más seria que su hermana, más alta y huesuda: —Tuvo un problema en el trabajo. Desde hace dos años está de cuidador del Malí Temuco, allí le vino el infarto, mientras hacía una ronda nocturna.
Desde hacía algunos años existía un malí en Temuco que llevaba ese nombre. Fue el primero de la ciudad. En los pocos años de funcionamiento había tenido muchos problemas y estaba a punto de cerrar. Sólo quedaban algunas tiendas y un supermercado. Estaba ubicado en la entrada de Temuco, muy cerca del barrio donde estábamos.
— Nosotros no queríamos —dijo la tía Nenita— que trabajara de noche, se decían muchas cosas de ese lugar, tú lo sabes muy bien.
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Se miraron entre ellas.
—Tengo que ir a ver a mi papá —dijo Gertru.
Estuvimos todos de acuerdo que iríamos apenas desayunáramos.
Cuando dijimos que teníamos hambre, tía Nenita y tía Gladis pusieron cara de felicidad, como si esperaran ese momento. Pasamos a la cocina, donde estaba preparada la mesa repleta de comida. Eso era lo que me esperaba en los próximos 10 días que permanecería allí: comida. Me habían advertido que en el sur se comía bien; por eso, lo más im-portante, lo que nadie puede hacer es rechazar la comida, eso es una ofensa grave. Al menos para esas dos tías rechazar un queque de miel, una empanada de pera, un pedazo de brazo de reina, un sándwicn de palta con huevo, equivalía a un insulto.
En medio del desayuno me acordé y par darle tregua a mi estómago pregunté:
—¿Qué cosas se decían de ese lugar, del malí?
Me miraron con caras de televisión apagada. Gertru movió la cabeza como esos perros de plástico en la parte de atrás de los autos, y dijo:
—Habladurías de la gente.
¿Pero qué habladurías? —insistí.
— Cuando recién abrió el malí se corrió la voz de que
el lugar estaba embrujado, que era peligroso, sobre todo por las noches.
-¿Embrujado? — Temuco me comenzó a parecer interesante: su primer malí acusado de diabólico.
—Mira, Quique —dijo Gertru, moviendo los dedos como si martillara una pared—. Sabía que esas cosas te iban
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a interesar, pero nada de investigaciones de detective aquí en Temuco, por favor. Tu papá me dejó a cargo tuyo y vamos a hacer lo que yo diga, ¿entendido?
Era tarde, había dicho la palabra clave: embrujado. Cuántos lugares así se conocen, pocos en la vida.
Nos dimos una ducha rápida y nos vestimos con parka y bufanda porque en Temuco siempre parece que comenzará a llover, y cuando lo hace, dicen, no para en semanas.
Cuando llegamos al hospital, antes de entrar a la pieza del papá de Gertru, ésta me detuvo y me advirtió:
—Te recuerdo, nada de investigaciones, en esta ciudad no se necesitan investigadores privados.
El papá de Gertru estaba en una cama; a su lado, en otra, un hombre al que habían atropellado con un carro de supermercado, quebrándole una pierna. Cada vez que contaba lo ocurrido no podía dejar de reírse. Según él, estaba comprando un yogurt de frutilla cuando otro que andaba por ahí, al parecer muy apurado, lo pasó a llevar. Cuando se recuperara completamente demandaría al conductor del carro y al supermercado.
El papá de Gertru estaba viejo, pero tenía buena cara, algo pálido y aburrido de permanecer allí, en un hospital público. Cuando nos vio se alegró enseguida.
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Estaba en el hospital porque tuvo una fuerte impresión, eso le causó el infarto. Hacía su ronda nocturna por el Malí Temuco, un edificio de un solo y largo piso. El malí tenía dos guardias permanentes durante la noche. A cada hora se hacía una ronda, tanto por el papá como por su ayudante, un hombre joven. Cerca de las tres de la madrugada, el papá de Gertru escuchó ruidos justo en el centro del malí. Llevaba una linterna y un bastón para defenderse. Los pasillos estaban iluminados con poca luz, la poca que existía en ese momento comenzó a apagarse. Por delante, desde debajo de una escalera, apareció una figura transparente y fluorescente, podía ser un hombre o una mujer, no estaba seguro. Sí estaba seguro que era igual a un fantasma, al menos a los de las películas. No alcanzó a reaccionar, se quedó allí petrificado. El fantasma dio una vuelta y subió por una escalera a un patio de comida. El papá de Gertru corrió entonces despavorido por el pasillo, pero antes de llegar al puesto de los guardias le faltó el aire, no pudo más y cayó al suelo. Un día después despertó en el hospital lleno de tubos y alambres. Se sentía débil y enfermo.
—Un fantasma, uno de verdad —dije casi con un preinfarto yo también.
— Y eso que no creo en ellos —dijo el papá—, pero de que vi uno lo vi esa noche en mi ronda. Y te voy a decir algo más, Quique, pero no lo comentes. Cuando lo vi sentí miedo, pero miedo de verdad.
—No me asuste al niño —dijo Gertru. —No me asustó —dije yo asustado.
El nombre del papá de Gertru es Armando. Según él, cuando se enteraban de su nombre siempre le hacían la misma broma: «¿Armando qué? Armando silla o armando
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mesa». El mal chiste había tenido que escucharlo los últimos 30 años, así que mejor no se me ocurriera a mí repetirlo. En realidad yo estaba más interesado en el asunto del fantasma.
Lo peor era que corrían rumores de que el malí se cerraría finalmente, el negocio no funcionaba, la gente no se trasladaba hasta la entrada de la ciudad para comprar. Entonces don Armando perdería su trabajo y, como era viejo, le costaría encontrar un nuevo empleo.
Le pregunté todos los detalles de la aparición. Gertrudis movió la cabeza y miró al cielo.
— Lo único que me faltaba —enseguida le dijo a su papá—: Y usted, papá, no le meta esas tonteras en la cabeza a Quique, que no sabe cómo es de ideas fijas.
Don Armando se sentó en la cama. Debajo de la bata de hospital, su cuello era un pedazo de carne que se movía como los de algunos pájaros. Entonces dijo con cara asustada:
—Eso no es todo. A mí no es al primero que se aparece. Hace unos años, el fantasma del malí llevó al hospital a otro guardia.
Gertrudis se echó aire en los pulmones y exclamó: —Lo único que faltaba.
lmorzamos pantrucas, arrollado, lentejas con arroz y longanizas; de postre comimos flan casero y sémola con caramelo. Nunca había comido tanto en mi vida. Tía Nena y tía Gladis estaban muy felices de verme satisfecho y con una enorme panza. Después, Gertrudis se fue a buscar a su padre al hospital, y yo, para bajar la comida, dije que iría a dar una vuelta al barrio. Me subí a una micro pequeñita que llaman liebre. En pocos minutos me bajé en el malí de la entrada de la ciudad. Era un edificio alargado, como serpiente, con un amplio estacionamiento. En el único lugar que se veía gente A
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era en el supermercado de la entrada. Por los pasillos del malí muy pocos pascaban, muchas de las tiendas estaban cerradas y las vitrinas cubiertas con papel de envolver o diarios. En el centro del lugar existía un segundo piso con un pequeño patio de comida. No era como los grandes centros comerciales de Santiago, pero lejanamente se parecía. Me imaginé que en aquel lugar, en el centro del pasillo, se había aparecido un fantasma y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Caminé hasta la playa de estacionamiento, donde encontré papeles en el suelo que decían: «Prefiera el comercio establecido del centro».
Cuando decidí regresar a la casa encontré en la entrada a cinco niños en bicicleta que me rodearon. Uno de ellos me preguntó de dónde era porque nunca antes me habían visto. Entonces cometí mi primer error en la ciudad, les dije la verdad, es decir, que venía de Santiago, y esto era el equivalente a declararles la guerra. Bajaron de las bicicletas y no me dejaron seguir. No les gustaban los santiaguinos. Yo vivía en Ñuñoa, que era como Temuco, en la calle Juan Moya, que se parecía a cualquier calle de Temuco. Comencé a preocuparme, así que les inventé otra historia: había nacido en Temuco hacía 13 años, pero me habían raptado unos tipos de un circo que me llevaron hasta el norte, hasta Antofagas- ta; de allí me rescataron los carabineros. Como nadie sabía de mis padres, uno de esos carabineros me adoptó, con él vivía en Ñuñoa, por eso ahora buscaba a mis verdaderos padres en Temuco. Agregué, como último argumento, que desde siempre me gustó Club de Deportes Temuco, el equipo de fútbol de la ciudad, aunque fuera un equipo muy malo y que siempre jugaba en la segunda división, pero lo seguía y celebraba sus escasos triunfos. Los niños de las bicicletas me
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miraron con caras de mansión del horror. No sabían si creerme o apalearme allí mismo. Pero entonces apareció otro niño, alto y delgado, fumando un cigarrillo:
—A volar, a volar —les dijo, y los de las "bicicletas huyeron espantados.
Le di las gracias.
— Soy Julio Painemal —estiró la mano—. Trabajo en el
supermercado, en empaques.
— Soy Quique Hache, de Santiago —dije enseguida para dejar las cosas claras.
—Lo sé. Vivo en Pueblo Nuevo, cerca de la casa de don Armando. Supe que venía su hija con un santiaguino, que debes ser tú.
Me ofreció un cigarrillo, pero yo no fumo.
— Supe lo de don Armando aquí en el malí.
—Dice que vio un fantasma la otra noche. A Julio no le extrañó demasiado.
—Desde que se construyó este lugar han existido problemas. La gente dice que suceden cosas raras. ¿Ves esos panfletos en el suelo? Los han mandado a tirar aquí para que la gente no compre en el malí y vuelva al comercio del centro de la ciudad.
—Pero eso del fantasma... —pregunté. —Por la noche lo han visto allá adentro. —¿Y qué crees tú?
— Debajo de este lugar, antiguamente, existía un cementerio de mis antepasados, los mapuches, los primeros que vivieron aquí.
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— Sí. Justo aquí abajo hay un cementerio, por eso seaparece un espíritu, porque los antepasados no están conformes.
Tragué saliva y no pude evitar mirar el piso de asfalto del estacionamiento.
l día siguiente nos fuimos con Gertrudis a recorrer la ciudad. Subimos el cerro Ñie- lol. De arriba vimos los techos de las casas y los edificios del centro. Gertru suspiró con nostalgia, la ciudad cambiaba aceleradamente, crecía y se extendía con nuevos barrios.
Luego, llegamos al centro. Alrededor de la plaza existían las mismas tiendas que en Santiago. Y en medio un monumento de piedra y metal recordaba a los fundadores. Estaban juntos un guerrero mapuche y un español con armadura. Gertru me dijo que la plaza de Armas le recordaba muchas cosas, así que nos fuimos al frente, a una cafetería, a tomar un helado. Ella se veía radiante y feliz, decía que cada rincón de la ciudad le recordaba momentos vividos. Yo no sé si alguna vez podré decir lo mismo de Ñuñoa, pero supongo que ocurrirá, pero después de que me embarque en un carguero y me vaya a recorrer el mundo, pase por el canal de Panamá y llegue al mar del Noi ie. Después de que me crezca la barba
como a todos los marinos y consiga fumar, pero no cigarrillos, sino una pipa. Entonces, de pronto, me acordaré de Chile, de mis papás, mi nana, de León, incluso de mi hermana Sofía; bueno, de ella no me voy a acordar mucho porque a esa altura estará casada y viviendo en una ciudad enorme como Nueva York. Entonces decidiré regresar a mi patria, es decir a Ñuñoa. Mi papá no me va a reconocer cuando vuelva. Tendrá que escucharme una semana completa
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todas las aventuras que le contaré. Sólo entonces tal vez sentiré nostalgia por mi barrio, por el parque Juan XXIII, que era el lugar donde jugárnos o donde he pasado tardes de verano leyendo una novela de Jack London sobre un perro lobo, o del Estadio Nacional cuando mi papá me llevaba, antes de que las galerías se transformaran en campos de batalla. Entonces, viejo y cansado, me acordaré que Gertru sentía lo mismo por su ciudad.
Gertru me contó que estaba muy emocionada con el regreso, pero de todas las emociones la mayor era volver a encontrarse con el innombrable, es decir con Víctor, que desde ese momento había dejado de llamarse el innombrable, por eso lo había llamado por su nombre: Víctor. El era uno de sus pololos, uno de cientos, pero uno que nunca olvidó, porque era muy caballero con ella, porque le escribió lindas cartas y porque no lo volvió a ver desde que se fue de la ciudad. Ahora sería distinto, antes de llegar a Temuco se habían escrito y esperaban encontrarse, por eso ella estaba emocionadísima.
Volvimos a la casa, donde nos esperaban las dos tías con aspecto de científicos locos antes de un experimento trascendental. Detrás de ellas apareció una mesa llena de comida. Sentí que mi estómago me pedía clemencia, pero a las tías no se les podía decir que no.
Antes de sentarme a la mesa seguí hasta el dormitorio para saludar a don Armado. Luego, escuché una discusión en la cocina. Gertru hablaba con tía Gladis.
—¿Qué pasa? —pregunté cuando llegué hasta allá. —El papá, eso es lo que pasa —dijo enojada Gertru. En la mano llevaba un ejemplar de El Diario Austral que le acababa de entregar tía Gladis.
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—Mi papá apareció en el diario. Le hicieron una entrevista en el hospital y contó que había visto un fantasma, justo lo que los periodistas querían que dijera.
La tía Gladis agregó:
—Ahora, la gerencia del malí lo va a despedir por mala publicidad para la empresa.
—No tenía para qué ir a contar algo así — insistió Gertru.
En ese momento apareció tía Nenita, que dijo: —Quique, te buscan allá afuera.
Era Julio Painemal. Pedí permiso para salir. Julio también había leído lo del diario y creía que la entrevista perjudicaría a Armando Astudi- 11o. Me dijo que venía a buscarme para presentarme a alguien. A un vecino de Pueblo Nuevo. Vivía a unas cuadras, en la calle Erciila. Así que nos fui-mos caminando, riéndonos de los santiaguinos, sin darme cuenta que yo era uno de ellos. Tocamos una puerta. Salió una mujer con mala cara.
— Qué quieren. Rápido que estoy
viendo la comedia —la comedia era la telenovela de la televisión.
—Buscamos al Cortado —dijo Julio. —En el taller —dijo la mujer y cerró la puerta sin decir nada más.
El taller estaba a unos metros de la casa, detrás de un portón de madera. Antes de entrar le pregunté a Julio quién era el Cortado.
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—El Cortado fue el primero.
— ¿El primero de qué?
—El primero que vio al fantasma del mall.
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1 Cortado tenía ese nombre porque trabajó muchos años en ferrocarriles, donde sufrió un accidente en el que perdió el dedo meñique de una mano. Desde ese día le llamaron El Cortado. Estaba retirado y se ocupaba de arreglar bicicletas en un pequeño taller en el patio de su casa. Llevaba un overol y un cigarrillo pegado a la boca. Mientras lijaba el marco de una bicicleta que esperaba pintar, nos contó que después de ferrocarriles le ofrecieron ese trabajo de guardia en el malí recién inaugurado. Él aceptó a pesar de tratarse de un trabajo nocturno. Sólo dos meses después comenzaron los problemas, sobre todo de noche, primero con ruidos extraños, risas y carrerones por los pasillos cuando el malí estaba cerrado.
—Por las noches el lugar quedaba vacío, entonces hacía mis rondas. A veces escuchaba ruidos, voces que me empezaron a preocupar y a enfermar de los nervios, hasta que un día se me apareció...
—¿Qué apareció? —le preguntamos intrigados con Julio.
—El fantasma.
—Te lo dije, uno de mis antepasados; ahí está la explicación —dijo Julio.
—Era un figura, un hombre que brillaba, pero a la vez era transparente, caminaba lentamente por los pasillos. Cuando lo vi me dio tanto miedo que salí corriendo.
—Lo mismo que vio don Armando —dije.
El Cortado dejó de lijar, se despegó el cigarrillo de la boca, alcanzamos a ver su mano de cuatro dedos antes de que dijera muy serio:
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— Mejor no jueguen con lo que ocurre allí, es algo delicado.
Tragamos saliva y salimos del patio-taller. Julio insistió que la explicación para él era muy clara, y para probarlo lo mejor era visitar a su abuelo. En el cielo, nubarrones negros anunciaban que llovería muy pronto; el aire estaba fresco, muy distinto al de Santiago.
Nos subimos a una micro muy colorida. L a gente arriba conversaba alegre y desde la radio emei gían rancheras y corridos mexicanos; luego, escuchamos a un locutor que imitaba el acento mexicano. A mí eso me pareció muy divertido. Julio me explicó:
—Es que esa radio la escucha mucha gente, sobre todo en el campo, donde les encanta la música mexicana.
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Me contó que sus padres estaban sin trabajo, por eso él había dejado de estudiar, al menos por ese año; trabajaba empaquetando en el supermercado, pero esperaba entrar a estudiar a la Industrial una carrera técnica como mecánica, le gustaban los autos y el olor a aceite y a bencina. Me dijo que no conocía la capital, pero tampoco le llamaba la atención, pues la gente de Santiago andaba muy apurada y siempre se aprovechaban de los provincianos. A veces lo molestaban por ser mapuche, pero, en general, sentía un orgullo especial por serlo. En su pieza, colgada en la pared de su cama, tenía una gran bandera mapuche con colores muy alegres. Su héroe máximo era Lautaro, un joven guerrero mapuche que había combatido a los españoles con mucha inteligencia, había vivido como un empleado de ellos sólo para estudiar a sus enemigos. Aprendió, por ejemplo, a montar a caballo y, cuando pudo, huyó y se transformó en una pesadilla para los españoles. Pero, como todos los héroes, finalmente fue traicionado, capturado y asesinado.
Entonces le pregunté a Julio si él se consideraba chileno o mapuche. Pensó un buen rato, mientras la micro pasaba un largo puente. Abajo corría el río Cautín. Entonces respondió:
—Soy más mapuche que chileno —dijo. Yo hice ahora una larga pausa antes de hablar:
—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos.
Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta la risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la
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gente que vive en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor comienzo para resolver todos los conflictos, como los que existen entre mapuches y chilenos.
Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar que la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos. Más allá se veía el campo y al fondo la carretera Panamericana. Nos acercamos por un camino de tierra a la chacra del abuelo de Julio.
El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una época, pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos verdes.
—Quique Hache, de Santiago —me presenté.
—Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el abuelo.
Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas gallinas aburridas y un chancho algo flaco. También, en el jardín, unas plantas de fruti- Ilas que crecían en verano y un gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de manzanas crecían de ese árbol, el abuelo dijo:
— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por
lo grandes que son.
Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos con tomate-
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Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:
— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del
río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con respeto nada de esto pasaría.
—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—, Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?
—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos.
Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta ia risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la gente que vive en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor comienzo para resolver todos los conflictos, como los que existen entre mapuches y chilenos.
Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar que la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos. Más allá se veía el campo y al fondo la carretera Panamericana. Nos acercamos por un camino de tierra a la chacra del abuelo de Julio.
El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una época, pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía
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sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos verdes.
— Quique Hache, de Santiago —me presenté.
—Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el abuelo.
Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas gallinas aburridas y un chancho algo flaco. También, en el jardín, unas plantas de frutillas que crecían en verano y un gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de manzanas crecían de ese árbol, el abuelo dijo:
— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por lo grandes que son.
Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos con tomate-
Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:
— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del
río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con respeto nada de esto pasaría.
—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—. Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?
— Nada se puede hacer. Es decir, habría que hácer una ceremonia para convencerlos a ellos, a los espíritus, de que
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vuelvan a descansar; pero eso nunca se va a hacer, porque no hay respeto, la gente no se respeta ni respeta las creencias ajenas.
Nos quedamos pensando en lo que decía el abuelo Moisés. El avión había aterrizado en el horizonte. Una gallina picoteó mi zapatilla. Y las primeras gotas de lluvia cayeron tímidamente. Entonces, el abuelo entró a su casa de madera, aunque volvió enseguida con un collar de hilos y ramas.
— Al menos pueden calmar al aparecido con este collar; debe estar muy enojado.
Nos despedimos con el regalo. Volvimos caminando hasta encontrar una micro.
—No tenemos paraguas —dije. Julio se rió.
— Aquí nadie usa paraguas, estamos acostumbrado a que llueva todo el año.
sa noche comenzó a llover de verdad; es decir, no una lluvia que dura unos minutos como en la capital y que lo anega todo para que más tarde se convierta en una gran noticia en la televisión, sino una lluvia torrencial, potente, que golpeaba los techos y parecía que iba a arrancar la casa entera, una lluvia con viento que parecía tocar batería. Nunca antes había visto y escuchado algo así y me dormí feliz, doblado en una tonelada de frazadas que olían a lana cruda.
Por la mañana seguía la lluvia, había durado sin detenerse la noche entera. Cuando me levanté, don Armando me llamó a su pieza. Estaba sentado en la cama mientras tomaba una taza de leche caliente.
—¿Cómo se siente, don Armando? —Bien, pero un poco aburrido.
— Se le ve con mejor cara. £
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—¿Cómo va la investigación? —me preguntó—. Hay que averiguar sobre ese fantasma, Quique, si no voy a perder definitivamente la pega.
—Es difícil probar algo así; quiero decir, que existan los fantasmas.
—Yo no sé si existen o no, pero que vi algo esa noche nadie me lo saca de la cabeza.
—Tal vez si se acuerda de algún detalle que me pudiera servir...
Don Armando se rascó la cabeza para hacer memoria. Me senté a escucharlo en una silla cerca de la cama.
—Esa noche estaba con Ramiro, mi ayudante. Cada cierto tiempo hacía una ronda por los pasillos, que son largos y con poca luz. Todo era normal al principio. Cuando me acerqué al patio de comida empecé a escuchar unos ruidos como de voces y carreras. Me acuerdo que en ese momento algo me distrajo. En el piso encontré una llave. Pensé que era una de las mías, que se me había caído. Vi cómo pestañeaban las luces. Entonces, por delante, apareció, a menos de 10 metros, justo adelante, esa figura de luz semitransparente. Corrí con todas mis fuerzas. Pero antes de llegar a la guardia sentí un dolor en el pecho y caí.
— Y esa llave que encontró, ¿todavía la
tiene?
—Esa noche me la eché al bolsillo —el abuelo abrió el cajón del velador y mostró una llave—. Tengo llaves de todo el malí, pero las mías son de colores y no como ésta. Debió caérsele a alguien, cuando hicieron el aseo no se dieron cuenta y quedó en el piso.
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—Me la voy a llevar... Dígame, don Armando, ¿a quién podría perjudicar el asunto del malí embrujado? He visto que no todos están contentos que exista.
mapuches, que alegan porque se construyó sobre un cementerio indígena. También los comerciantes del centro, que no les gusta que la gente acuda al malí y no a sus negocios.
—¿Podría hablar con su ayudante?
—No hay problema, Ramiro es de mi absoluta confianza, se quedó a cargo de todo en la guardia; dile que vas de parte mía.
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unca he creído en fantasmas. Me gustan las películas de fantasmas. Me gusta que me dé miedo con esas películas porque sé que los fantasmas no existen. O al menos lo sabía hasta que fui a Temuco. Mi papá, una vez, me contó una historia verdadera de fantasmas, una que había vivido él. Cuando era niño, en La Serena, lo invitaron a un paseo de curso. Se irían a una playa del litoral. Ese día se levantó al amanecer. Lo fueron a dejar a la plaza donde los esperaba un bus. Pero antes su padre, mi abuelo, debió pasar a buscar algo a otro lugar. Mi papá se quedó en el auto con mucho sueño, tanto que comenzó a dormirse. Entonces, de pronto, todavía en la se- mioscuridad del amanecer, sintió que la puerta de; auto se abría, alguien lo tomaba de la mano y lo hacía caminar por la vereda. No supo cómo llegó a una casa muy vieja, y allí, en el portal de esa casa, se quedó dormido profundamente. Soñó que jugaba con otro niño. Mientras tanto, el padre de mi padre volvió al auto pero no encontró a su hijo. Lo buscó por todas partes sin resultados. Por supuesto se preocupó y fue a llamar a los carabineros. A media mañana, cuando el bus con los demás compañeros de curso había partido al paseo, lo encontraron durmiendo en el portal de esa casa antigua. No supo explicar cómo llegó hasta allí y no se atrevió a contar lo que ocurrió, y menos ese extraño sueño. La sorpresa vino más tarde. De regreso del paseo a la playa, el bus que traía a sus compañeros de curso tuvo un accidente. A muchos de esos niños debieron llevarlos heridos al hospital. Ninguno se murió, pero fue un tremendo accidente. Mi papá quedó impresionado, pero no dijo nada y se guardó todo lo que había ocurrido. Cuando creció, antes de irse definitivamente a Santiago, decidió investigar. Llegó hasta el portal de aquella casona vieja donde durmió esa
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mañana, pero después de más de 10 años no la encontró, es decir encontró un edificio nuevo de departamentos. Demoró unas semanas en descubrir a un antiguo vecino de la cuadra que le contó que aquella casa la habían derribado hacía cinco años. A mitad de siglo la había habitado una familia con un hijo, pero la familia se trasladó al extranjero después de que ese único hijo muriera de tifoidea a los 11 años. Mi padre quedó impresionado, era la misma edad que él tenía ese año del accidente. Entonces concluyó que aquel niño fantasma lo había salvado impidiendo que llegara a encontrarse con sus compañeros en ese paseo que terminaría mal. La historia la repetía mi papá todos los años. Y todos los años le agregaba algún nuevo detalle. Para él era su historia más importante, la más personal y de la que no se debía dudar, aunque mi mamá, cada vez que comenzaba con «cuando yo tenía i i años en La Serena me ocurrió algo increíble...», movía la cabeza aburrida de escucharlo una y otra vez con lo mismo.
En el taller del Cortado me prestaron una bicicleta. Me fui entonces al malí. Llovía menos, aunque las calles continuaban mojadas. En la oficina interior encontré a Ramiro, un tipo joven con pinta de hip-hopero pero que debía vestirse de guardia para trabajar en el malí. Su ropa la debía guardar porque a sus jefes no les gustaban sus gorros, sus poleras extra large de'basquetbolistas, los collares y las cadenas para el celular. Trabajaba como guardia y los fines de semana ponía música en una discoteque a la salida de la ciudad. Había trabajado desde muy niño y nunca había tenido vacaciones.
Mientras hablábamos escribía en un libro, donde debía anotar lo ocurrido la noche anterior.
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. —¿Como está el viejito Armando? Mira que venirle toda esa tontera —dijo mientras escribía.
—¿Qué crees que ocurrió esa noche? —pregunté.
— Antes déjame decirte algo: los periodistas son los que
revolvieron esto, por culpa de ellos tal vez don Armando jubile anticipadamente y yo me tenga que ir con él.
— Voy a averiguar lo que pasó.
—Desde esa noche sólo hago guardia por
aquí cerca de la oficina, no me atrevo a ir más lejos en los pasillos.
—¿Entonces crees que existe ese fantasma?
— Algo raro existe, pero la administración del malí me vino a advertir que no debía abrir la boca. Se escuchan ruidos, pero yo no soy tan valiente como don Armando, así que no voy a salir a ver.
Entonces se me ocurrió una idea:
—¿Qué te parece si esta noche vengo con un amigo, pasamos la noche por acá y descubrimos ese fantasma?
—¿Estás seguro? Pero yo no respondo por lo que les pase.
—No tenemos para qué contarle a nadie —dije.
— Si es para ayudar a don Armando Astu- dillo puedo
hacer cualquier cosa. Él me consiguió esta pega. Eso sí, no me pidan que los acompañe a saludar a ese fantasma.
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uando llegué a la casa comenzó otra vez a llover muy fuerte. Las tías se habían ido a la iglesia, a la misa de las siete de la tarde. Gertrudis estaba feliz y se peinaba ante un espejo. Cuando le pregunté por qué la alegría me dijo que había hablado esa tarde por teléfono con Víctor, el ex innombrable, el que ahora sí se podía nombrar todos las veces que se quisiera. Acordaron reunirse en la plaza, pero no en la de Armas, sino en una llamada Aníbal Pinto, a unas cuadras de la primera. A la cita, según Gertru, tenía que ir yo y servir de testigo porque ella estaba nerviosa. No tenía escapatoria, así que al día siguiente debía acompañarla a su cita con el pasado.
Aproveché de que las tías no estaban para escabullirme a mi dormitorio, sentía mi estómago estirado y débil de tanto comer. Me perdí unas sopaipillas con chancaca, un pedazo de queque mármol y unos arrolladitos de masa con mermelada de membrillo, la especialidad de tía Neni- ta. Le dije a Gertru que estaba cansado y me fui a
dormir antes de las nueve de la noche. Ella no sospechó nada porque estaba ilusionada con su propio panorama del día siguiente.
Mientras escuchaba esa lluvia tan contundente y alharaca me quedé dormido temprano, así también descansaría pues me esperaba una larga noche.
A las dos de la madrugada me despertó un ruido en la ventana. Era Julio. La lluvia parecía más suave pero seguía persistente. Me vestí con una gran parka y bajé por la ventana sin hacer ruido.
En la calle, arriba de las bicicletas, con Julio revisamos lo que llevábamos: linternas, una cámara fotográfica y los C
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collares especiales con poderes antifantasmas que nos confeccionó el abuelo Moisés.
El recorrido bajo la lluvia hasta el malí nos dejó empapados. A esa hora el recinto lucía aterrador, como una serpiente moviéndose en la oscuridad. Sólo algunas luminarias de la extensa playa de estacionamiento estaban encendidas. En la entrada del malí estaba la oficina de los guardias. Nos acercamos sin hacer ruido. Dejamos las bicicletas. Ramiro miraba una película en un DVD, una de guerra, con muchos disparos y explosiones. Cuando entramos, de la impresión se cayó de la silla.
— Avisen, casi me matan del susto —dijo, sobándose adolorido.
Nos pusimos ropa seca que traíamos en las mochilas. —Ramiro, ¿a qué hora más o menos se aparece ese fantasma? —pregunté.
—Como a las tres de la madrugada, o sea — miró su reloj— en 40 minutos más. Pero les aviso que yo de aquí no me muevo; de fantasma no quiero saber nada.
Nos preparamos. En la galería del pasillo central todo estaba en una semioscuridad que aterraba de sólo mirarla. A esa misma hora podría estar en la cama lleno de frazadas, feliz y calientito, soñando que era el jefe de una expedición a Birmania en busca de un elefante blanco, lo que me haría fa-moso, CNN me entrevistaría para todo el mundo, y, en un inglés que no dejaría contento a rniss Elena mi profesora de este idioma—, diría: «Sankiu y viva Chile», y levantaría las manos y mostraría la única fotografía conocida del elefante blanco de Birmania que acababa de descubrir. Pero, en cam-bio. estaba en medio de un pasillo oscuro en busca 11<- ilgo muy diferente, en busca de un fantasma.
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Encendimos la linterna. En realidad, Julio <11. ( lidió una de las linternas directo en mis ojos, lo (|iie me dio un tremendo susto. Le dije que no volviera a hacerlo, desde ahora yo manejaría la linlt nía. Julio se ofendió y dijo:
I .os de mi raza no tenemos miedo. ¿Sí? —pregunté sin creerle.
—Bueno, un poco.
— Los de mi raza —le dije— estamos muertos de miedo.
Faltaban pocos minutos para las tres de la madrugada, así que nos detuvimos en el centro de la galería. Arriba estaba el patio de comida. Decidimos esperar sentados en un banco. Ni siquiera la lluvia del exterior se escuchaba en ese lugar. Todo estaba oscuro.
Después de diez minutos que parecieron muy largos, de pronto vimos a lo lejos parpadear las pocas luces de los pasillos, hasta que definitivamente se apagaron completamente. Nos pusimos de pie, casi abrazados Julio y yo. Entonces, cerca de la escalera que conducía al segundo piso, apareció una pequeña luz verde que enseguida se transformó en azul. En esa luz vimos formarse una figura, un hombre, uno que medía dos metros, transparente y luminoso, y que avanzaba como si flotara. Retrocedimos. Levanté la cámara fotográfica, pero los nervios hacían que mis dedos se resbalaran. La figura luminosa se acercaba. Julio me apretaba uno de los brazos. Finalmente se me ocurrió levantar el collar antifantasmas, pero la figura no se detuvo ni un centímetro. Ese fue el momento en que comprendimos que lo más sen-sato en esos casos, y más o menos en todos los casos semejantes, era huir vergonzosamente. Así que con dos gritos
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bastante femeninos, Julio y yo salimos corriendo despavoridos hacia la entrada del Malí Temuco.
Cuando llegamos el corazón me rebotaba como bombo en el estadio. Julio tenía los pelos de la cabeza levantados y nuestros ojos parecían loza china. Le gritamos a Ramiro, quien apareció detrás de la puerta. Por supuesto se negó a dar un paso hacia los pasillos. Entramos a la oficina y cerramos con llave, candados y seguro, y nos quedamos allí tratando de calmarnos.
Nos considerarían unos cobardes por todo esto; en realidad lo éramos. Pero hay que estar frente a un fantasma de verdad como para dar una opinión. Nosotros habíamos estado a tres metros de uno y no se podría calificar como una experiencia grata.
Una hora después decidimos regresar a la casa.
En el camino de vuelta las calles estaban vacías. Sólo vimos pasar a los camiones que abastecían a los grandes supermercados. Toda la ciudad dormía sin preocuparse de apariciones.
Antes de despedirnos le pedí a Julio q^e no contara nada de lo ocurrido, necesitaba aven guar algo más antes del siguiente paso que daríamos. Julio dijo que estaba tan impresionado con lo que había visto, que seguro mañana se quedaba mudo. Lo que más sentía, en todo caso, era que los collares de su abuelo no habían servido de nada.
pesar de todo dormí hasta tarde. Desperté con muchas preguntas en mi cabeza, pero no dije nada. Me duché y acepté el desayuno: una paila de huevo, queso en
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marraqueta, un plato de harina tostada con agua hirviendo, azúcar y miel.
Don Armando se levantó también, estaba cansado de la cama. Se sentía mejor, algo débil, pero podía ponerse en pie y así salir a conversar con sus vecinos. Quien se demoró en aparecer fue Gertrudis. Estuvo probándose toda la mañana vestidos para su encuentro con Víctor. Por fin llegó con unos jeans muy ajustados y una polera que decía: «Pan de azúcar». La miramos como si se hubiera equivocado y en vez de despertarse en Temuco, capital de la Araucanía, en pleno invierno, lo hubiera hecho en Miami Beach. Ella levantó los hombros y dijo: -¿Y? "
La lluvia, mágicamente y sólo para ayudar a Gertru, desapareció por el momento. Recorrimos en un taxi avenida Caupolicán y doblamos
hasta encontrarnos con la plaza Aníbal Pinto. Nos sentamos en un banco, que según Gertru era el mismo donde siempre se sentaba con Víctor después de tomar helados en la Confitería Central de calle Bulnes. Esperamos 10 minutos en los que ella me preguntó 34 veces cómo se veía. Por mi parte, quise saber cómo era el tal Víctor.
—Es muy flaco y buen mozo —dijo ella.
Cuando apareció un señor muy gordo, con una barriga que parecía una mochila al revés, ninguno de los dos lo reconoció. Del Víctor que recordaba Gertrudis poco quedaba. Pero lo peor estaba por venir, es decir llegó con el gordo Víctor, pues junto a ese Víctor irreconocible caminaban de la mano dos niños de no más de seis años cada uno.
—Mis dos hijos —los presentó.
Gertrudis no podía salir del asombro. No sé si por ver gordo y mofletudo al ex ñaco de Víctor o porque dijera «mis
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dos hijos». Víctor le contó que hacía siete años se había casado con Matilde, una ex compañera de Gertru. En realidad, y eso lo supe más tarde, ambas se odiaban desde el liceo. El asunto era que ahora Víctor y Matilde eran felices, ambos engordaban sin remordimientos, ella era buena cocinera, trabajaba en el Hotel La Frontera, el más importante de los de la ciudad. Para coronar el pastel, Víctor le confidenció arrugando los ojos, como si fuera un tierno secreto, que habían «encargado» otro hermanito para los dos que teníamos allá delante.
Por supuesto y como siempre, Gertrudis Astudillo se comportó a la altura de las circunstancias, como si todo eso fuera normal, como si nada le sorprendiera y fuera natural encontrarse a su ex novio, el idéntico a Brad Pitt, convertido en el Profesor Barriga, además de inmensamente casado y feliz. Yo sabía, en cambio, que por dentro Gertru sufría; la culpa, otra vez, la tendríamos nosotros los hombres.
Una hora más tarde estábamos en una cafetería, sólo ella y yo, llorando las penas frente a dos cafés con leche. Al final concluyó con su frase habitual, una que, a la larga, siempre la hacía entrañable para mí, una que me servía siempre de ejemplo de cómo comportarme en la vida y cómo superar las adversidades:
— Una decepción más en la vida, Quique, una más, que le hace el agua al pescado.
omo no quería volver todavía a la casa, le dije a Gertrudis que me quedaría un rato por el centro. Ella se fue por calle Bulnes contorneándose muy digna, atrapando las miradas de los oficinistas y taxistas, del carabinero de la esquina y del quiosquero. Porque una cosa era tener mala suerte en el amor y otra la certeza de una nueva oportunidad.
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Me quedé recorriendo las calles. Cerca del mercado municipal encontré una cerrajería. Entré y le mostré al empleado aquella llave que don Armando había encontrado en el suelo momentos antes de que apareciera el fantasma del malí.
—A ver —me dijo, examinando la llave—. Estas son llaves modernas, no se venden en cualquier parte.
—¿Pero a qué puede corresponder?
—No sabría decirte, pero parece una llave eléctrica. —¿Cómo eléctrica?
— Me refiero a que no se usa para abrir puertas, sino para paneles eléctricos, por ejemplo.
—Muchas gracias —dije y salí de allí.
Regresé a la plaza de Armas y pregunté dónde estaban las oficinas del diario de la ciudad. El Diario Austral estaba frente a la plaza. Necesitaba ver archivos antiguos. Me pidieron mi carné de identidad y pasé hasta los archivos, donde permanecí casi dos horas.
Durante el almuerzo estábamos todos en la mesa. Sólo Gertrudis tenía una cara larga que llegaba al suelo, pero los demás nos reíamos de los chistes que tía Nenita contaba.
—Como siempre, la comida está deliciosa —dije.
—Qué bueno que te guste —dijo tía Gladis, satisfecha. —Así engordas un poco antes de volver a Santiago —dijo tía Nenita.
—¿Qué te pasa, Gertrudis? Estás en la luna —preguntó don Armando.
—Perdón, estaba pensando en... otra cosa —dijo ella. Yo sabía en lo que estaba pensando en ese momento.
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Entonces, don Armando se limpió la boca con una servilleta de género y dijo:
—Les aviso que esta noche regreso al trabajo. —Pero, papá, usted está todavía en reposo.
—Tengo que probar que no mentía con lo que me ocurrió, y la única forma es que me enfrente a esa cosa.
—Pero esa cosa como la llama usted no existe —dijo Gertru.
—Yo creo que es una buena idea —uije.
—No te metas, Quique —me detuvo Gertrudis.
Aproveché de ir más lejos y le dije al papá de Gertru: —Quiero pedirle un favor, don Armando.
—Dime, Quique.
—Quiero acompañarlo esta noche en su ronda nocturna.
— De ninguna manera, sobre mi cadáver, primero muerta —dijo Gertrudis.
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Nos preparamos con don Armando para la noche. Mientras nos vestíamos de la mejor manera aproveché de hacerle algunas preguntas:
—Dígame, ¿cuál es el apellido de Ramiro, su ayudante? — Loyola, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada —dije.
Gertrudis no quiso hablar conmigo y se encerró en su dormitorio a escribir su diario de vida. En realidad no llevaba ningún diario de vida, sólo se le ocurría escribir cuando le sucedían cosas tremendas como la que acababa de ocurrir con Víctor, así se desahogaba.
A las nueves de la noche estábamos listos para iniciar el turno de guardia en el Malí Temuco.
Cuando llegamos nos quedamos en la oficina jugando a las cartas. Ramiro y don Armando eran muy buenos. Después, Ramiro contó algunos chistes que nos hicieron reír. Los tres estábamos un poco nerviosos por lo que vendría, pero tratábamos de que no se notara.
En un sillón de la oficina me eché a dormir un rato. Desperté a las dos de la madrugada. Todavía quedaba una hora para la aparición. Entonces nos preparamos. A las tres en punto haríamos una ronda completa por el malí, don Armando y yo. Ramiro se quedaría en la oficina.
Cuando llegó la hora le pregunté al papá de Gertru si se sentía bien.
— Súper —me respondió, y salimos al pasillo central. Caminamos lentamente con dos linternas. Cuando llegamos hasta el otro extremo del malí, nada extraño había ocurrido. Pero entonces vimos por los ventanales siluetas que corrían por el exterior> Don Armando dijo:
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Apenas alcancé a decirle que sí, pues la voz me salía como desde los zapatos.
Seguimos avanzando de regreso hasta el centro del malí, donde antes se había aparecido el fantasma. Nos detuvimos allí y esperamos. Entonces la iluminación pestañeó y se extinguió por completo en el pasillo. Enseguida apareció una luz verde que se convirtió en azul frente a nosotros, la que formó una figura que parecía un hombre con un sombrero. Don Armando tragó saliva. Yo tragué saliva.
— Quique —dijo susurrando don Armando— no deberíamos salir corriendo ahora.
—No —respondí, y enseguida con voz más alta dije — : Luz...
— Sí, sí, la vi, esa luz es el fantasma.
No me había entendido. La aparición brillante y transparente pareció darse cuenta y comenzó a avanzar hacia donde nos encontrábamos. Con el papá de Gertru comenzamos instintivamente a retroceder. Entonces, otra vez grité con más fuerza:
—Luz.
Don Armando debió creer que me había trastornado, que la aparición me había hecho perder los sesos. En ese instante aparecieron casi 10 sombras por la escalera del patio de comida del segundo piso. Luego, escuchamos carrerones y el sonido del interruptor que provocó que todas las luces del malí, incluidas las de las vitrinas, se encendieran de pronto. Así, como todo se iluminó la figura del fantasma se desvaneció, como si la tragaran desde el techo. Por delante de nosotros apareció Julio Painemal y otros 10 mapuches con cintillos en la cabeza y bastones. Dos de ellos traían atrapado de los brazos a Ramiro.
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—Parece que encontramos al fantasma del malí —dije cuando Ramiro llegó hasta donde estábamos
—No entiendo —dijo don Armando.
— Don Armando, este es mi amigo Julio y su gente
—dije, presentándolo.
— Pero Ramiro... —balbuceó don Armando.
— Cada vez que aparecía el fantasma había una
disminución del voltaje de la electricidad del malí —le expliqué—. Desde el segundo piso, Ramiro conectaba un proyector de rayo con el que imitaba una figura como la de un fantasma. Los mismos rayos que usaba los fines de semana en la discoteque.
—Pero... —dijo don Armando.
Le enseñé la llave que me había pasado y que había encontrado en el piso del malí.
—Tenía razón con esta llave. Con ella se accede a los paneles de control de luces de todo el malí, ahí instalaba su equipo.
— ¿Pero Ramiro para qué querría hacer algo así?
— Todo tiene que ver con su apellido, Lo- yola, ¿no es
verdad, Ramiro?
Ramiro movió la cabeza mientras lo sol- laban para que hablara.
—Yo no quería causarle un daño a usted, ilon Armando, se lo prometo.
Me adelanté y dije:
—Estuve esta tarde en El Diario Austral icvisando los archivos. Encontré la noticia cuando recién se inauguró el malí, el caso del guardia i|ii< vio el fantasma en esa época: el Cortado, cuso nombre completo es Eduardo Loyola.
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— Es cierto, el Cortado es mi papá. La empresa loechó y nadie le creyó, por eso aproveché que tenía este equipo de luces de la discote- que para usarlo y hacer creer en el fantasma otra vez. Mi papá sufrió mucho y quería que se le reconociera. Pero le juro, don Armando, que no era nada contra usted.
— Está bien. Ramiro. De todas maneras este trabajo no
va a durar mucho más. Si volví a trabajar era para descubrir la verdad, pero veo que ya sabemos lo que ha pasado.
-Nosotros nos vamos —dijo Julio con sus amigos, y después de un grito de guerra mapuche nos dejaron a los tres sentados en el banco del centro del malí, pensando en todo ¡o que había ocurrido.
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os fueron a dejar a la estación de trenes de Temuco. Afuera todavía llovía y, nos habían advertido, cuando en el sur llueve puede hacerlo hasta quince días seguidos. Estaban tía Nenita y tía Gladis, don Armando y Julio Painemal. Poca gente viajaba esa noche, pero en realidad poca gente lo hacía en estos días en tren. Todo había cambiado muy rápido en la ciudad y seguiría haciéndolo. Nosotros regresábamos a Santiago, donde la vida era aún más rápida, mucho más que en una ciudad de provincia.
Julio se acercó a despedirse:
— Ojalá que puedas volver a Temuco, Quique, para mostrarte más cosas de los mapuches.
—Voy a volver —le dije.
—El abuelo Moisés te mandó este amúlelo, dice que es para sobrevivir en Santiago —me entregó un amuleto de cuero con una placa de cerámica.
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—Cuídese, papá, no trabaje mucho —le dijo Gertrudis a su papá después de un abrazo y un beso que los emocionó a ambos.
Por su parte, tía Gladis y tía Nenita me volvieron a apretar mi cara como si fuera de goma. Tía Nenita fue la encargada de anunciar:
—Gladis y yo te hicimos algunas cositas para que no pases hambre en el viaje —entonces me entregaron un paquete que olía rico.
C uando nos despedimos de don Armando me dijo, sólo
para que yo escuchara, que nunca más hablaría de fantasmas. Estuve de acuerdo.
Subimos al tren. Pero antes, en la escalera. don Armando se acordó de algo más.
— Se me olvidaba —dijo—, antes de salir a la estación llegó esta carta para ti, Gertrudis.
Le entregó un sobre de color damasco a Gertru.
—¿Una carta? ¿Y de quién? —preguntó ella, aunque adivinamos enseguida de quién sería la carta.
— Venía por mensajero —dijo don Armando—,
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ientras el tren enfilaba hacia el norte comencé a probar esos ricos empolvados que las dos tías
solteronas me habían preparado. Estaban deliciosos. Cerré los ojos y pensé en todo lo que habíamos vivido en esos días en el sur. Cuando los volví a abrir,
Gertrudis parecía triste, sobre sus dedos movía la hoja color damasco de la carta. Le pregunté despacito,
tratando de no molestar: —¿Qué decía la carta?
—La carta... decía que todo tiempo pasado fue mejor, eso decía...
No he vuelto a la ciudad de Gertrudis y ganas tengo este verano o el próximo. Julio Painemal me escribió y me envió una bandera mapuche que tengo ahora en la pared de mi pieza. Poco tiempo después de nuestro viaje ese invierno cerraron el Malí Temuco, los negocios quebraron y fracasaron y el lugar quedó abandonado durante mucho tiempo. Dicen que la propiedad
entera la van a vender para levantar edificios de s
departamentos. También en la carta, Julio me contó que su abuelo no resistió la ciudad y se fue a vivir al campo, muy lejos, cerca de un lago, donde tiene las mismas gallinas y un chancho. En Temuco ahora hay un malí grande, idéntico a los de Santiago, y esperan seguir construyendo más y más, edificios, tiendas, ampliando las calles. Con esos adelantos la gente en la ciudad está feliz, eso dicen, pero yo, la verdad, es que no creo que tanto.
JB
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ra el primer 18 de septiembre que pasábamos solos. Mis papás aprovecharon la temporada de rebajas y se fueron a Buenos Aires en una promoción que les pagaba el hotel, un city tour y un paseo por los malls de Buenos Aires, que en realidad son idénticos a los malls de acá o a los de cualquier parte del mundo, pero igual mis papás se morían por ir a comprar al otro lado de la cordillera.
Estábamos en la cocina tomando la once con mi hermana Sofía y Gertrudis Astudillo, mi nana. Mi hermana aprovechaba que no estaban mis papás y planificaba sus siguientes noches fuera de la casa con su pololo Nacho, al que to dos odiábamos en silencio, no porque fuera un mal tipo, sino porque no hablaba o lo hacía a murmullos que nadie, salvo Sofía, entendía. Mi mamá le preguntó un día a mi hermana si Nacho era un estudiante extranjero porque no se le entendía nada. Mi hermana se sintió ofendida y lloró porque no la comprendíamos. Ella sí captaba cómo hablaba Nacho y lo justificaba diciendo que era así porque sus padres eran diplomáticos y nunca estaban en su casa; su madre era budista y pasaba todo el día meditando. Tal vez por eso Nacho no hablaba, porque su mamá se lo prohibía mientras ella meditaba.
Esa noche mi hermana saldría con su pololo al cine, a ver una película de un director iraní en la cual apenas existían los diálogos, y la que me imaginé le encantaría a Nacho.
Mientras esperaba que la mantequilla se derritiera lentamente en mi marraqueta tostada, en las noticias de la televisión aparecían las protestas de los estudiantes de enseñanza media para que bajaran el valor del pasaje de la micro. Entonces escuchamos el teléfono del living. Mi her-mana se fue a atenderlo creyendo que sería su pololo. Con
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Gertrudis nos preparamos para esas extrañas conversaciones a susurros que podían durar una eternidad.
Pero no era él al otro lado del teléfono. Sofía regresó a la cocina decepcionada y dijo con cara de botella de agua mineral que se le escapa el gas:
—Buscan a un tal detective Quique Hache.
Nos miramos nerviosos con Gertru; se suponía que ese era un secreto entre ambos.
—¿Para mí? —pregunté con voz de inocente que no entiende nada, aunque sabía perfectamente la respuesta.
—¿Qué es eso de detective privado? —dijo mi hermana.
—Nada. Una confusión —respondí.
Sofía untó con mermelada light su rebanada de pan diet y revolvió su café con sacarina.
—¿En qué líos estás, Quique? —dijo. Salí al living a contestar el teléfono.
Del otro lado escuché una voz gruesa, ronca, como la de un locutor radial de medianoche. Me pidió la dirección de mi oficina. Como estaba nervioso y sorprendido por la llamada, sólo se me ocurrió entregarle la dirección de mi casa. Trabajaba como detective ocasional después de un curso por correspondencia, lo que era un secreto entre mi nana Gertrudis y yo. Del otro lado me dijeron que en media hora estaría por allá la señora Blanca del Río, quien requería mis servicios de detective. Tragué saliva y respondí:
—La espero —mi voz sonó natural, o por lo menos tan natural como flor de plástico en un macetero.
Unos minutos después estaba en mi dormitorio revisando cajones y carpetas. Entró Ger- tru con cara de
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desesperación, una que le conozco y que es parecida a la cara de alguien bajando una montaña rusa con la boca abierta.
—Pensé que se había acabado el asunto de los detectives. Ella no sabía que otra vez había pagado un aviso en el diario ofreciendo mis
servicios al mundo.
Cuando me vio desbaratando los cajones preguntó: —¿Qué buscas?
Buscaba el diploma de detective, lo había conseguido en ese curso por correspondencia hacía dos veranos. Lo encontré. El diploma tenía impresa la marca circular de una taza de café justo en el centro, pero con un poco de liquid paper no se notaría.
— En unos minutos más viene una tal señora Blanca del Río, dice que quiere contratar los servicios de un detective
privado.
—¿A la casa?
—En realidad le dije que era mi oficina, así que hay que transformarla en algo que se parezca a una oficina. Para eso necesito mis diplomas. Y tú serás mi secretaria.
Gertru, que es solidaria y comprensiva, me respondió: —Jamás de los jamases.
— Te necesito como mi secretaria para que no sospeche
esa señora.
—Jamás de los jamases —insistió Gertru, echando fuego por los ojos.
dejamos los muebles en un rincón del li- ving. Instalamos una mesa en el centro con tres sillas por delante y una detrás, como si se tratara de un escritorio. En la pared pegué con scotch el diploma de detective privado y otro de las
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olimpiadas del colegio, el que sólo me habían otorgado por participar en una carrera de ensacados.
Unos minutos después golpearon a la puerta. Por la ventana vi un elegante automóvil color verde musgo con vidrios negros. Varios vecinos en la vereda de calle Juan Moya miraban con admiración el automóvil, acostumbrados a los miles de Opel Corsa y Toyota de segunda mano de nuestra vereda.
Abrí la puerta y apareció un señor elegante, como los mayordomos de las películas. Resultó que era, justamente, el mayordomo de la señora, la que enseguida se bajó también del automóvil vestida con ropa elegante, un abrigo de pelos largos y collares; la ropa que nunca usaría mi mamá, no porque amara a los animales, sino porque no tenía plata para pagar la fortuna que la señora llevaba encima.
— Se ve muy jovencito para ser detective — dijo el mayordomo con cara de mayordomo.
—En esta profesión no hay edad —respondí.
Sin esperarlo, de improviso, después de entrar a la casa-oficina, Blanca del Río comenzó a llorar; eso sí, lloraba de forma diferente, es decir, lloraba con elegancia.
Desde la cocina apareció Gertru, mi asistente. Llevaba una libreta de notas esperando que le dictara o sólo para tomar apuntes de la conversación. A Gertru le gustaba actuar, había realizado cursos para actriz aficionada en el Centro Cultural de Ñuñoa. Delfina Guzmán, la actriz de la televisión, la felicitó por una obra en que Gertru tenía sólo una línea, pero en la que actuaba estupendamente. Delfina Guzmán le había dicho que su actuación era «regia», estirando la erre. El sueño de Gertru era que la descubrieran y le dieran algún papel en una telenovela. Se conformaba con el rol de nana en
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una telenovela, una nana, por ejemplo, que ayudara a la protagonista, se transformara en su confidente, y que luego el guardia de la cuadra se enamorara de ella y resultara finalmente ser el hijo de un millonario, ese tipo de argumentos.
Gertru creía en los personajes que representaba, por eso ese día parecía la secretaria más eficiente de una agencia de detectives.
—La escucho, señora —le dije a Blanca del Río cuando detuvo el llanto que parecía no acabar a pesar de su elegancia. —Me han robado al señor Robinson —dijo, y no pudo evitar volver a llorar.
El mayordomo, a quien nadie le había pedido su opinión, levantó una mano vendada y dijo:
—La policía no quiere hacerse cargo del secuestro; por eso, después de leer su aviso en el diario, acudimos a usted.
Extrajo una fotografía. Alrededor de la figura dibujada de Winnie de Pooh aparecía la frase: «Un nuevo amiguito», y en el centro la fotografía de un gato blanco y gordo, tal vez el más gordo que había visto.
—Le presento al señor Robinson —dijo el mayordomo. tii a señora Del Río era la dueña de la botone- QJ ría más grande de Santiago, con sucursales repartidas en toda la ciudad, es decir tenía mucho dinero. Hacía cinco años se había separado de su marido, el que vivió mucho tiempo sin trabajar ni hacer nada gracias al negocio de los botones. Un día la señora se dio cuenta y deshizo el matrimonio. En reemplazo del marido compró al señor Robinson, un enorme gato blanco que engordaba en una vitrina y que nadie se atrevía a comprar por su precio y peso. Para la señora Blanca del Río eso no fue un problema y durante los siguientes cinco