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EL ÁRBOL DEL CONOCIMIENTO DEL BIEN Y DEL MAL

Hemos hablado del paraíso, el jardín lleno de árboles florecientes y llenos de frutos, regado por frescas aguas, colmado de paz y de belleza. Es una imagen del estado en el que se encontraba al principio el corazón humano: puro, abierto a Dios y regido por su gracia, como también de la concordancia que existía entre este ser humano y la creación. El recuerdo palideciente de este estado atraviesa mitos y cuentos, y, a pesar de todo el esclarecimiento alcanzado con la información, las imágenes del inconsciente, también en el hombre actual, contienen todavía un recuerdo de cómo era otrora y debería haber seguido siendo siempre la existencia.

No era un estado natural asegurado por leyes y necesidades, sino que ese modo de existir procedía de la pura atención amorosa de Dios. Por eso, todo estaba confiado a la libre fidelidad del hombre en gracia: él debía mantener esa fidelidad. Pero con esto se ha dicho también que todo estaba sometido a una prueba. Y, una vez más, la Sagrada Escritura expresa la prueba en la que debía probarse esta fidelidad por medio de una imagen. Dice: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y cultivara. El Señor Dios dio este mandato al hombre: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir”» (2,15-17).

¿Qué significa esta imagen? ¿Qué significa el árbol?

Quien tenga la capacidad de captar formas con el sentimiento, se sentirá tocado ante él por el misterio: el poderoso árbol que asciende con la columna de su tronco, que con sus raíces penetra hacia la hondura, que con sus ramas se extiende en el espacio, cuyo silencio está tan lleno de vida, una vida que, una y otra vez a través de las estaciones del año, reverdece, florece, da frutos, parece morir y despierta de nuevo. Y si sabe algo de historia religiosa, sabrá también qué significado ha adquirido el símbolo mítico del árbol de la vida.

De ese modo se ha pensado también que aquello que aparece en el relato del comienzo de todas las cosas como la prueba que decide el destino es el encuentro con este árbol de

la vida. Después, solo hizo falta profundizar un poco más en el símbolo para colocar lo relatado, tanto la prohibición como su violación, a una luz más sombría, en que la culpa aparece como algo inevitable.

¿Cómo sucedió?

Partiendo del nombre que la Escritura misma da al árbol se afirma que, con él, se está designando el efecto trágico que tiene el preguntar y conocer críticos. Según ello, el hombre estaría «en el paraíso» mientras como niño, o como pueblo, o como humanidad, viviese con simpleza en un grado primitivo de cultura y confiara en el orden que se le manifiesta en la naturaleza y en la costumbre o tradición. Entonces, todo es claro y bueno, y él es inocente y dichoso. Pero las formas fundamentales de la vida solo son fiables mientras sean evidentes. Tan pronto como el hombre empieza a preguntar críticamente el para qué y el por qué, comienzan la inquietud y la desconfianza. Surgen conflictos, que son al mismo tiempo injusticia y sufrimiento. El hombre adquiere saber, pero «el paraíso» se destruye.

El mito profundiza religiosamente esta teoría. Según el mito, el conocimiento da a quien lo adquiere un poder mágico, especialmente aquel poder que reconoce «el bien y el mal», es decir, que reconoce la clave del orden de la vida y se hace capaz de ejercer la actividad del juzgar, propia del soberano. Pero los dioses quieren reservarse esta atribución. Los hombres deben ser ignorantes a fin de que se los pueda gobernar fácilmente. Así, el querer saber se declara inicuo, la ignorancia es elevada a virtud y el «paraíso» es la dicha ficticia que los dioses simulan a los hombres para que sigan siendo sumisos. Consecuentemente, la eclosión del espíritu en el conocimiento y la crítica se convierten en culpa y liberación al mismo tiempo. El paraíso se destruye, pero se inicia la verdadera existencia humana.

Solo hay que leer cuidadosamente el texto para ver cuán profunda es la distorsión de su sentido en esta interpretación. No hay en él una sola frase que dé pie a sospechar en el ánimo de Dios, el santo y generoso, la envidia de las deidades míticas. El símbolo del árbol no tiene tampoco nada que ver con los efectos trágicos del conocimiento, pues tales efectos pertenecen a la existencia del hombre caído y a la confusión que la culpa ha causado en ella. El hombre que permanece en la obediencia a la verdad no habría experimentado ninguno de estos efectos. Para él, el conocimiento habría sido pura ganancia de vida.

Pero, más allá de ello, ¡el hombre debía conocer! Con su condición de imagen y semejanza de Dios le había sido transferido el señorío sobre el mundo, y tal señorío

comienza con el conocimiento. Así, la primera acción de señorío del hombre consistió, como relata la Escritura, en poner «nombre» a los animales (2,19), es decir, en entender su esencia y expresarla con la palabra. Lo que le estaba vedado era otra cosa: una determinada forma de conocimiento. En todo acto de preguntar e investigar, de analizar y descubrir causas, hay una decisión: la decisión de si tal acto se da en el respeto hacia el autor de la existencia o en rebelión y orgullo frente a él. A este orgullo apuntaba la prohibición. Lo que debía darse frente al árbol no era la renuncia al conocimiento sino, por el contrario, la fundamentación de todo conocimiento: el reconocimiento, sostenido por la seriedad personal, de que solo Dios es Dios, y de que el hombre es solo hombre. Afirmar o negar esta verdad fundamental era aquel «bien y mal» frente al cual todo debía decidirse. El hombre debía reconocerlos, pero decidiéndose por la obediencia y, de ese modo, «haciendo la verdad». En el ámbito de esta verdad debía darse todo ulterior conocimiento. Y la esplendorosa capacidad espiritual del hombre puro habría realizado este conocimiento con una fecundidad totalmente distinta que nosotros, a quienes el pecado ha traído la confusión de la mirada y del juicio.

Otra interpretación parte no del nombre del árbol, sino del significado que tiene su imagen en el mito y en el inconsciente: lo silenciosamente vivo, que extrae sus fluidos vitales de la tierra, que cada año da su fruto y, a través de él, se continúa en nuevos seres de su especie. Ya habíamos hablado de ello.

La teoría dice así: el árbol del paraíso es un mítico árbol de la vida, y su fruto es la sexualidad que madura. La comida prohibida por el mandato es la unión de los sexos. Mientras el hombre es niño y el instinto duerme aún, vive inocente y feliz. Los elementos de su mundo están en concordia y hay paz. Esto es «el paraíso». Tan pronto como se despierta el instinto, comienza la inquietud. El niño entra en contradicción consigo mismo, no se entiende más a sí mismo. Entra también en conflicto con los adultos. En efecto, el orden que ellos representan le impide satisfacer el instinto. De modo que se hace solapado y rebelde. Ahora quiere la vida en pleno, tiene que quererla. Por tanto, sigue al instinto, y el «paraíso» de la feliz inocencia de infancia se rompe. Tiene que suceder, pues el ser humano en crecimiento solo alcanza de ese modo la madurez de la vida con su fecundidad, su seriedad y su felicidad. Así pues, lo que relata el Génesis sería la descripción primera y originaria del drama que ocurre en la vida de cada ser humano.

A esta interpretación psicológica se agrega nuevamente la mítica. Para la consciencia primitiva, todas las energías cósmicas y humanas poseen carácter religioso, también, y especialmente, la sexual. La expresión y fecundidad del instinto se ven como poderes

numinosos que potencian al ser humano elevándolo más allá de sí mismo, hacia la naturaleza en su totalidad. Lo que prohíbe el «fruto», dice una vez más esta teoría, es la envidia de los dioses frente a este supremo poder del ser humano. Más aún: su temor, que se siente amenazado por semejante elevación de poder. Así pues, los dioses dan al hombre la mansa felicidad de una existencia en la que el instinto duerme, y esto es el «paraíso».

También esta interpretación es notoriamente errónea, proyectada en el texto por una intención. Pues, cuando el hombre es creado, dice el Génesis: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1,27). De modo que su determinación sexual pertenece a la condición de imagen de Dios. Y dice después: «Dios los bendijo; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra”» (1,28). Esto se dice ya en la fundamentación de la esencia humana, es decir, antes de la prueba. ¿Qué puede significar esto si no que los hombres deben desarrollarse hacia la plenitud de la vida y de la fecundidad?

Pero ¿cómo es posible una interpretación tan brutalmente errónea? Es posible porque retrotrae al plan de Dios el estado actual del hombre, la historia actual del proceso de realización sexual –tan abundante en satisfacciones, pero también en destrucciones–, olvidando que, entre el hombre tal como es hoy y aquel del que habla el Génesis, se encuentra la catástrofe llamada «pecado».

De modo que el árbol no significa en absoluto la satisfacción del instinto, y el mandamiento no dice que esa satisfacción esté vedada. Antes bien, como en el caso del conocimiento, se trata del modo en que se da tal satisfacción. También el instinto coloca al hombre ante una decisión. Puede satisfacerlo de tal modo que olvide a Dios, pero también puede permanecer dentro de un orden que honre a Dios. Puede convertirse en orgullo, que se levanta contra Dios, pero también puede ser obediencia, que dice sí a la verdad de Dios. Al final del segundo relato de la creación se dice: «Los dos estaban desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno del otro» (2,25). Los primeros seres humanos existían en la apertura de su esencia, en claridad y unidad consigo mismos, y nada les daba la sensación de que algo no estuviese en orden en ellos. Y no porque hayan sido niños, sino porque, con todo su ser, se encontraban dentro de la voluntad de Dios. Por eso no se avergonzaban, y tampoco se habrían avergonzado si, a su debido tiempo, con el mismo ánimo se hubiesen unido como varón y mujer y hubiesen cumplido el mandato: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra» (1,28). Esto se habría dado sin toda la confusión, toda la miseria, toda la dificultad y toda la

degradación que el instinto acarrea ahora a la vida del hombre.

La malinterpretación puede darse de nuevo partiendo de un nivel más profundo, pero según el mismo esquema de los dos intentos precedentes. Estos vieron la prueba en un mandato que declara «bueno» el estado primero y originario de la vida humana –la infancia y el estadio temprano de la cultura–, y «malo» aquello que conmueve ese estado. Pero, ahora, tanto la vida del individuo como la historia tienen que continuar, el niño tiene que hacerse adulto, la cultura sujeta, hacerse libre. Así, dice la interpretación, el quebrantamiento de la prohibición, la destrucción del orden primero, se convierte en una necesidad trágica, y el árbol es el símbolo de este conjunto de cosas.

Las dos primeras interpretaciones giraban en torno al conocimiento crítico y a la satisfacción sexual. La tercera interpretación parte de la mayoría de edad personal, y dice: el animal se pierde en el conjunto de sus relaciones naturales. No tiene un yo personal, sino que vive de forma anónima. En el niño, el yo personal está presente, pero duerme. Su vida está regida por el instinto y por el contexto de la familia. Así, el niño está exento de apuros y conflictos que tengan que ver con la afirmación y con los efectos del ser él mismo. Es inocente y posee paz. En un pueblo que se encuentra en el estadio temprano de su historia, las cosas están de forma análoga: el pueblo vive a partir de la naturaleza y la costumbre, sin problemas y feliz, es decir, «en el paraíso». Querer ser «él mismo» destruye este estado: por tanto, querer tal cosa es malo, está prohibido. Pero la vida sigue urgiendo, el niño quiere llegar a ser mayor de edad, a ser libre. La persona que duerme quiere llegar a sí misma, tener el dominio de sí y obtener la existencia. El pueblo quiere entrar en la historia, ejercer poder, construir cultura. Así, el ser humano rompe las prohibiciones, habla, actúa y se vuelve «yo». Lo originalmente malo se convierte en necesidad trágica por la cual se destruye el paraíso, y su símbolo es el árbol.

Una vez más, el conjunto experimenta su profundización religiosa a partir del mito, pues el estadio mítico originario es la unidad del ser, encarnado en dioses del «todo- uno», dioses cuya soberanía solo puede subsistir mientras no se levante ningún yo que quiera ser él mismo. La voluntad de serlo es el sacrilegio primordial, pero tiene que suceder, pues solo a través de él se realiza la historia.

También esta interpretación yerra en cuanto al sentido de la Revelación; más aún, la contradice directamente. El hombre ha sido creado como imagen y semejanza de Dios. La condición de imagen y semejanza es la «categoría» en la que el hombre subsiste. Pero esta condición se determina como capacidad y potestad para el señorío. Y, de manera fundamental, señorío no significa ejercicio del poder, sino tener posición propia y

distancia frente al mundo, juzgar sobre él, poder aprehenderlo y darle forma. Y esto significa ser «uno mismo» frente al «otro», ser «tú» frente al «yo». Así debe despertar el hombre a la condición de persona y desarrollarse cada vez más plenamente en esa condición.

Todo acto de interpretación debe partir con exactitud del texto correspondiente. No tiene otra tarea que hacerlo hablar, puramente. Si no lo hace, se equivoca –o miente–.Pero cuando esto sucede tan a menudo como lo muestra la experiencia, hay razones para preguntar por el motivo. ¿Por qué se fuerza con tan pertinaz perseverancia la palabra del Génesis a introducirse en un sentido que contradice la patente letra de su texto? Porque, de ese modo, la acción del primer hombre quiere autojustificarse. Ella se prolonga en la interpretación del árbol.

¿Qué significa, pues, el árbol? No significa el conocimiento, ni el sexo, ni el anhelo de emancipación personal. En absoluto es él un símbolo de un valor de vida y de un anhelo de valor, o de la denegación de tal valor, sino una marca de la soberanía de Dios, y nada más. El árbol dice al hombre: todo en tu consciencia, en tu ánimo, en tu ser entero debe estar determinado por el hecho de que solo Dios es «Dios», y de que tú, por el contrario, eres criatura; por el hecho de que, ciertamente, eres su viva imagen, pero solo su viva imagen. El prototipo es solo él. Tú puedes y debes ser señor del mundo, pero por su gracia. Pues Señor por esencia es solo él. Este es el orden. Debes comprenderte a partir de él y vivir en él; en él crecer hasta llegar a ser una personalidad libre, conocer la verdad, ser pleno en la fecundidad y tomar en posesión el mundo. No comer del fruto del árbol no significa renuncia alguna a aspectos esenciales de tu condición humana, sino la obediencia en la que reconoces tu finitud. Y, con ello, la decisión por la verdad.

Hay que enfrentarse a la Sagrada Escritura y escuchar lo que dice dispuestos a no querer ordenarle lo que ha de decir. Hacerlo en la consciencia de que es Dios quien aquí habla, y no en el sentimiento de superioridad del hombre de la cultura moderna, que le señala críticamente a un texto antiguo sus propios límites. Quien presta oídos a los primeros capítulos de la Escritura con esta disposición alcanza percepciones de la existencia humana que ni la ciencia ni la filosofía pueden dar.