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NIVEL DE RENDIMIENTO ESCOLAR

IV. DISCUSIÓN DE RESULTADOS.

 De los alumnos del 3er Año de Secundaria - I.E Nº 80756, El Porvenir, el 47 % tienen 15 años, lo que nos indica que la mayoría están dentro de la edad indicada para este nivel de estudios, el 53 % son de sexo masculino, apreciándose que prevalecen los varones y; el 58 % proceden del Sector Gran Chimú, esto se debe por su cercanía al centro educativo.

 En el cuadro y gráfico Nº 04, se muestra que el 58 % de los alumnos del 3er Año de Secundaria - I.E Nº 80756, El Porvenir, presentan deficiente nivel de comunicación familiar. El que el diálogo no fluya de manera apropiada entre padres e hijos, tiene como resultado afectaciones del tipo emocional en los menores, e incluso termina por afectar la forma en cómo se comportan, es decir, casi sin darse cuenta, se vuelven más cerrados para hablar sobre ciertos temas, al mismo tiempo muestran conductas desafiantes, negándose a hacer caso a las reglas impuestas; al hecho y de manera casi inevitable, la mala comunicación familiar termina por tener consecuencias fuera de ella, mientras convivimos en sociedad.

Así, los problemas de casa terminan por replicarse y expandirse a las relaciones en la escuela, en el trabajo, y en general con cualquier persona que interactuemos en nuestros recorridos

Estas cifras se pueden contrastar con el siguiente testimonio:

“…en mi casa no tengo buena comunicación con mis padres, mi papá casi no lo veo por su trabajo y no sabe lo que nos pasa para podernos orientar; mi mamá se dedica a sus quehaceres, ver su novela, salir con las vecinas al comedor popular y no tiene tiempo para ver nuestros problemas…” (Lenner; 15 años de edad).

Las situaciones en las que padres y madres pueden sentirse desbordados, impotentes, resignados o hartos, suelen estar más referidas al periodo en que sus hijos son adolescentes, durante el cual la comunicación se hace especialmente complicada. En ese momento, la diferencia generacional parece agudizarse, los lenguajes de unos y otros se hacen incompatibles y los hijos tienden a encerrarse. La situación puede ser tan tensa que los padres llegan a sentir que son los “enemigos” de sus propios hijos. En cualquier caso, existe la expectativa de que tal situación finalice cuando los hijos crezcan y maduren, momento en el que se acercarán, esta vez sí, a sus padres.

La familia, como forma básica de agrupamiento social, y por ser un sistema vivo y dinámico, se presenta como imprescindible fuente de estudio. Su papel en la construcción y mantenimiento de las sociedades es fundamental, pues, al tiempo que es influida por los elementos transversales de lo social (economía, educación, cultura, religión, política, también influye en esos elementos.

Por ser el único sistema en el que el individuo participa durante toda su vida, la familia tiene la capacidad de constituirse en transmisora de costumbres, hábitos, modelos de comportamiento, así como en elemento de apoyo, resolución de conflictos y sustento del estado del bienestar (del que representa tanto las necesidades como los soportes). (Abarca, M. C.; 2011: 71)

Su función en el desarrollo social, educativo, intelectual, afectivo y emocional del individuo no sólo es clave, sino que además resulta consustancial a su propia naturaleza; y si resulta básica para el desarrollo del individuo, resultará básica para el desarrollo de la sociedad.

Con independencia de las variaciones relativas a los roles dentro del núcleo familiar (incorporación de la mujer al mercado laboral, cambio en la relación entre hijos y padres) y de las circunstancias socioeconómicas y demográficas que dan lugar a modelos familiares diversos (tardía emancipación de los hijos, divorcio, mayor longevidad y menor natalidad, nuevas leyes...), También por ello, resulta ineludible abordar los cambios que ha experimentado en los últimos decenios, así como la percepción que tienen sobre esos cambios los propios integrantes de la familia.

Así, por encima de circunstanciales variaciones, al menos en nuestro país, la idea de familia parece responder a un constructo general, universal e indiscutible, muchos de cuyos elementos definitorios descansan en el modelo más tradicionalista del mismo. (Ackerman; 2013: 87).

En cualquier caso, existe un discurso bastante aceptado que señala los problemas que los nuevos modelos familiares presentan como ruptura de los pilares fundamentales sobre los que se asienta el modelo más tradicional: la unión y la transmisión de valores y principios. Y es así porque tiende a considerarse que núcleos familiares más reducidos, disgregados y desapegados, tienen una menor capacidad para atender adecuadamente las necesidades y problemas de sus miembros (en términos generales, dotarles de una sensación de seguridad personal considerada esencial para sobrevivir en un contexto social hostil), al tiempo que verán mermada su autoridad para transmitir todos los

valores y principios que asientan la propia idea de la familia como el esqueleto que vertebra la sociedad.

Estas consideraciones sobre los nuevos modelos familiares y los cambios experimentados en el seno de los mismos, no impiden que exista acuerdo respecto a la idea de que, en un contexto social donde priman los valores individualistas y competitivos, la familia sigue siendo lo único que no falla y lo único en lo que se puede confiar. Frente al resto de cosas, los lazos familiares son indisolubles, y en última instancia los padres nunca fallarán a sus hijos. Por ello, siempre según el discurso social, por ser el único y verdadero apoyo que tienen unos jóvenes indefensos ante una sociedad plagada de peligros y amenazas, los padres deben dotar a sus hijos de una serie de valores y habilidades sociales que les permitan enfrentarse a ese contexto aparentemente tan amenazante. En este punto encontramos una de las primeras paradojas a las que se deben enfrentar los adultos en su difícil tarea de educar a sus hijos: al tiempo que son los valores imperantes en la sociedad, como la competitividad y el individualismo, los que amenazan la unidad familiar, los propios padres deben instruir a sus jóvenes en el manejo de esos mismos valores para evitar que se vean arrollados por una corriente social ante la que parecen indefensos y vulnerables. En sentido contrario, esos padres, por mucho que estimen idealmente necesarios otros valores (como la solidaridad o la tolerancia), tienen que abstenerse de transmitirlos en un contexto que, se supone, los imposibilita. (Megías, E; 2001: 93).

En cualquier caso, en ese plano de lo ideal, cuando preguntamos a los padres sobre los valores que consideran más importantes en la educación de sus hijos, tres de los cinco más puntuados responden a cuestiones relacionadas, de una u otra manera, con el éxito social: esfuerzo en el trabajo, espíritu de superación y responsabilidad. Los otros dos se refieren a aspectos éticos y actitudinales: que los hijos sean tolerantes, honrados y leales. Los hijos, situados en el mismo plano pero en una postura menos comprometida, de espectadores, perciben lo que sus padres dicen quererles transmitir pero con matices: piensan que sus padres querrían transmitirles valores más acomodaticios de los que reconocen (como la obediencia, los buenos modales o la administración del dinero). Estos valores que idealmente pretenden transmitir los padres se encuadran en un contexto general en el que, tras las “buenas relaciones familiares”, los españoles valoran como más importantes la promoción social (medida por un éxito económico para el que es necesario una preparación cultural y profesional), las actitudes altruistas y, en sentido inverso, los comportamientos presentistas (vivir al día) y esteticistas (cuidado de la

imagen, etc.). Pese a que los padres conceden algo más de importancia a los valores altruistas y los hijos a los presentistas, podemos señalar que las coincidencias y acuerdos son mayores que las discrepancias: padres e hijos coinciden en valorar la importancia de todo lo referido al mantenimiento del orden y las normas sociales, así como en combinar la exigencia de mostrar virtudes públicas con una actitud mucho más flexible con los comportamientos privados. En líneas generales, el sistema de valores de padres e hijos coincide. (Jackson; 2015: 115).

 En el cuadro y gráfico Nº 05, se demuestra que el 68 % de los alumnos del 3er Año de Secundaria de la institución Educativa Nº 80756 José María Arguedas del Distrito El Porvenir, mantienen deficientes relaciones con sus padres. Estas cifras ponen en evidencia que en esta etapa de inicio y término de la adolescencia depende de cada persona y su sexo, pero se puede estimar principalmente entre los diez y los quince años, aunque esto puede variar. Sin embargo, lo que más puede verse en esta etapa es que los adolescentes dejan de ser unos pequeños niños que dependen totalmente de sus padres para convertirse en jóvenes que buscan llegar a ser en adultos responsables.

Una de las cosas que más preocupan a los padres es el que sus hijos adolescentes o se vuelvan rebeldes o se pierda la buena relación que tenían con ellos cuando eran niños. La mala relación de padres con sus hijos adolescentes puede deberse ya sea por desacuerdos respecto de los contenidos o ideas sobre las cosas (políticas, culturales, etc.) o bien a nivel de cómo se dicen las cosas (mediante gritos, indiferencia, frialdad, etc. A esto hay que agregar que también puede haber otros factores más serios y profundos, como un ambiente donde haya drogas y alcohol, familias disfuncionales, adolescentes extremadamente rebeldes y violencia intrafamiliar, entre otras cosas

Estas cifras se pueden contrastar con el siguiente testimonio:

“…con mi papá no nos entendemos y con mi mamá tampoco, ellos siempre quieren que haga lo que ellos les gusta, por ejemplo, no quieren que me reúna con mis amigos, que escuche mi música favorita, ellos paran metidos haciendo sus zapatos y los fines de semana se van de vacilón…” (Piero; 15 años de edad).

En relación a este tema, Bascuñán asegura que con padres y adolescentes es necesario “actualizar” la relación que tienen entre ambos, pues se producen choques “paradigmáticos” de cómo debe vivirse la vida. En esta lógica, en la atención infanto- juvenil, siempre es relevante incorporar en alguna de las sesiones a los padres, pues si bien los adolescentes pueden causar problemas, la familia también puede causarlos”. (Bascuñán; 2015: 92).

Algunos conflictos y rupturas surgen cuando ambas partes creen que tienen razón y no sueltan su idea. Esta actitud aporta seguridad, pero también alimenta el conflicto cuando el otro implicado –por ejemplo, el hijo– opina algo distinto de nosotros. Debatir provoca en algunas personas un temor a perder la sensación de seguridad, a mostrarse vulnerables. Sienten que si ceden les han vencido. Pero si no hay diálogo, la ruptura en la relación está casi asegurada. Educar no consiste en introducir información, sino en sacar a la luz la verdadera personalidad de alguien. Con los hijos a veces no se trata de dar razones, sino de ayudar a descubrir y predicar con el ejemplo. Se pueden plantear propuestas que comporten una responsabilidad por parte de los hijos y que demuestren confianza por parte de los padres. Las imposiciones tajantes no suelen funcionar. La mala relación entre los padres termina afectando a las notas de sus hijos

Aunque la familia esté compuesta por varios miembros, actúa como un solo ente. Lo que ocurre a uno de sus integrantes termina afectado al resto de personas. Si hay tensión entre algunos componentes de la casa, el clima dentro del hogar se enturbiará hasta el punto en el que todos se afecten por este comportamiento. (Oliva; 2016:74).

Uno podría pensar que la familia es el lugar idóneo para que surjan el diálogo y la comunicación. Sin embargo, no siempre es así. El diálogo entre padres e hijos muchas veces se rompe o no existe. ¿Por qué? Pues porque en ninguna otra estructura social hay diferencias tan notables entre sus componentes. En ella pueden convivir distintas generaciones desde bebés a ancianos, cuyas realidades son muy diferentes. Eso que en otras épocas se vivía como enriquecedor, ahora puede ser motivo de desunión.

También la falta de tiempo; el no tener programadas actividades conjuntas; la enorme cantidad de estímulos a los que estamos expuestos (teléfonos, televisión, ordenadores, videojuegos, etc.); el trabajo fuera y dentro de casa; el tiempo de ocio, etc., hace que cada vez haya menos tiempo común. Pero es en la familia donde nace y crece el mundo de la afectividad y para ello son necesarios tiempo y comunicación.

También comunicarnos es necesario a la hora de transmitir mensajes que consideramos relevantes y valores que nos parece que nuestros hijos deberían desarrollar. La buena comunicación es imprescindible para educar.

Ciertos problemas sociales con los que nos enfrentamos a diario; la rebeldía, el abandono del hogar a temprana edad, el libertinaje, relacionarse con malas compañías, falta de motivación, práctica del sexo a temprana edad y sin las debidas medidas de precaución, conllevando a serias situaciones como las enfermedades de transmisión

sexual (sida y otras) o de tener hijos no deseados, abortos que causan hasta la muerte de las adolescentes y jóvenes, prostitución tanto en el varón como en la mujer, etc.

Muchas veces esto se da, porque los jóvenes buscan amor, comprensión, confianza en el sexo opuesto o entre su mismo sexo, creyendo llenar el vacío causado por el desinterés de los padres. Así mismo, la falta de una buena relación causa: baja autoestima, bajo rendimiento académico, abandono de los estudios, riesgo a la adicción (drogas, alcoholismo), intento de suicidios cuando los chicos se encuentran en situaciones críticas, no encontrando en los padres apoyo y comprensión.

La mayoría de problemas del día a día de la convivencia familiar se resolverían, si nos esforzáramos por tener una buena comunicación con nuestros hijos. Hay muchas formas de hacerlo. Se puede hacer con un gesto, se puede hacer con la palabra, escuchando música, leyendo, haciendo deporte, contemplando la mirada de un hijo enfermo, mimándolo, dándole la mano.

 En el cuadro y gráfico Nº 06, se muestra que el 47 % de los alumnos del 3er Año de Secundaria - I.E. Nº 80756, El Porvenir, mantienen buenas relaciones con sus hermanos. Estas cifras ponen en evidencia que los hermanos a menudo ofrecen la primera y, probablemente, la más intensa relación de un niño o una niña con un igual. Además de tener en común los genes, la clase social, la raza, la cultura, la generación, comparten las experiencias familiares y los acontecimientos de la vida.

Las relaciones entre hermanos y hermanas son tan variadas como las relaciones entre los seres humanos. La horquilla va desde hermanos que son los mejores amigos del mundo hasta hermanos que se odian sin matices. Lo normal es que la convivencia de muchos años incluya diferentes situaciones en la relación entre los hermanos. Con momentos de gran cercanía y complicidad y con otros de enfrentamientos, incomunicación e incluso peleas.

Estas cifras se pueden contrastar con el siguiente testimonio:

“…entre hermanos nos llevamos súper bien, nos ayudamos en todo, incluso hasta para protegernos de los castigos de papá y mamá…” (Alicia; 16 años de edad). Los hermanos durante los años escolares ponen en práctica las habilidades sociales que han aprendido del otro. Se enseñan mutuamente habilidades para la resolución de conflictos, frente a situaciones de competitividad, rivalidad, ante los compromisos y en materia de educación.

Los hermanos durante la adolescencia recurren unos a otros y se convierten en confidentes, consejeros y asesores, particularmente con relación a las amistades, las

presiones de los compañeros, la sexualidad y ante los problemas que puedan surgir. Son grandes aliados. En la madurez, cuando los hermanos comienzan a tener sus propios hijos, y ya asumiendo su papel de tíos y tías, pueden proveer una red adicional de cariño y apoyo para todos.

En definitiva, la relación fraternal es un sistema de apoyo único, ya que los hermanos son los miembros de la familia que, con toda probabilidad, más van a coexistir temporalmente a lo largo de la vida. Están más cerca que los propios padres, son maestros, modelos a imitar debido a que esta relación a menudo está basada en la admiración, el cariño, la confianza y la simpatía.

Podríamos decir que un hermano mejora la calidad de vida, dado que aumenta el bienestar emocional, proporciona compañía, ofrece cariño y, con mucha frecuencia, aporta seguridad de carácter duradero. Hay padres que deciden no tener otro hijo porque piensan que no podrán mantener económicamente a más de uno o no dispondrán de todo el tiempo que le querrían dedicar. (Arranz.; 2014: 70).

Las relaciones entre hermanos proporcionan un contexto importante para el desarrollo de la comprensión de los niños respecto a sus mundos sociales, emocionales, morales y cognitivos.

En particular, los hermanos juegan un papel importante en el desarrollo de la comprensión de los niños respecto a la mente de otros, es decir, su comprensión de las emociones, los pensamientos, intenciones y creencias.

Los hermanos parecen demostrar una comprensión de la mente y las emociones de otros durante las interacciones de la vida real, antes de mostrar este entendimiento en las evaluaciones más formales.

En particular, esta comprensión se revela durante los episodios de burlas, juegos de simulación, resolución de conflictos, la enseñanza, y mediante el uso del lenguaje emocional y mental durante las conversaciones. Los hermanos pequeños que se involucran en frecuentes juegos de simulación demuestran una mayor comprensión de las emociones y el pensamiento de los demás, muestran evidencia de la creatividad en sus temas de juego y el uso de objetos, y son más propensos a construir significados compartidos en el juego.

 En el cuadro y gráfico Nº 07, se demuestra que el 63 % de los alumnos del 3er Año de Secundaria - I.E Nº 80756, El Porvenir, nunca tienen apoyo de sus padres en las tareas escolares. Es decir, dentro de las familias es posible encontrar problemas de desintegración familiar, adicciones, infidelidad, hijos no deseados, u otras situaciones

como las madres solteras, padres que laboran (ambos), familias grandes, hijos predilectos, etc. Que no permiten que los padres presten la atención necesaria a sus hijos en edad escolar.

Estas cifras se pueden contrastar con el siguiente testimonio:

“…mi papá se dedica a trabajar como chofer de ruta y casi muy poco lo veo en casa, está totalmente desinformado de mis estudios, mi mamá se dedica a trabajar en calzado con sus hermanos y no tiene tiempo para ayudarme en mis tareas escolares…” (Roberto; 16 años de edad).

Lo fundamental en la educación de los niños/as es la participación activa de los padres. Pues todo lo que aprende del entorno familiar, son los que conformarán el estilo de vida del niño/a ya que ellos adquieren hábitos y comportamientos diferentes, como los valores y actitudes de cada familia en la que pertenecen.

Los niños/as no sólo viven en un ambiente rodeado por cosas materiales sino también en un ambiente donde es necesario que los padres, empiecen un proyecto de vida donde sus hijos/as hagan parte de él.

Por lo general a los padres les resulta difícil resolver algunos conflictos de ámbito escolar por la baja formación académica del mismo y por ende optan en disminuir el acompañamiento en la medida en que crezcan sus hijos/as.

Muchos padres no participan en el seguimiento escolar de sus hijos/as ya que pasan mucho tiempo trabajando en el campo para el sustento diario y se olvidan de una de las etapas más importantes en la vida de sus hijos/as que es la etapa escolar.

Para que la participación activa del niño/a en la institución educativa sea en un ambiente propicio de confianza, entendimiento, integración, solidaridad, sería de gran ayuda que docentes y padres de familia se entiendan mutuamente.

Cada familia debería expresar de manera espontánea y respetuosa las opiniones respecto al proceso educativo de sus hijos/as, sobre la capacidad profesional del profesor/a, director/a de la institución educativa.

Para la UNESCO; los padres debe cumplir un conjunto de misiones que le son propias

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