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Las instituciones políticas y sociales

FACTORES LEJANOS DE LAS CREENCIAS Y OPINIONES DE LAS MASAS

4. Las instituciones políticas y sociales

La idea de que las instituciones pueden poner remedio a los defectos de las sociedades, de que el progreso de los pueblos resulta del perfeccionamiento de las constituciones y de los gobiernos y de que los cambios sociales se operan a golpes de decretos, se halla aún muy extendida. La Revolución Francesa la tuvo como punto de partida y las teorías sociales actuales se apoyan en ella.

Las experiencias más continuadas no han logrado conmocionar tan temible quimera. En vano han intentado demostrar filósofos e historiadores lo absurda que es. Sin embargo, no les ha resultado difícil demostrar que las instituciones son hijas de las ideas, de los

sentimientos y de las costumbres, y que no se renuevan las ideas, los sentimientos y las costumbres rehaciendo los códigos. Un pueblo no elige a su gusto instituciones, como no elige el color de sus ojos o de sus cabellos. Las instituciones y los gobiernos representan el producto de la raza. Lejos de ser los creadores de una época, son las creaciones de la misma. Los pueblos no son gobernados con arreglo a sus caprichos del momento, sino tal como lo exige su carácter. A veces son precisos siglos para formar un régimen político y siglos también para cambiarlo. Las instituciones no poseen ninguna virtud intrínseca; en sí no son buenas ni malas. Pueden ser buenas en un determinado momento y para un

determinado pueblo, mientras que resultan detestables para otro.

Un pueblo no puede, por tanto, cambiar realmente sus instituciones. Será capaz, desde luego, al precio de revoluciones violentas, de modificar el nombre de dichas instituciones, pero el fondo no se modifica. Los nombres son vanas etiquetas que el historiador,

más democrático del mundo es Inglaterra10, sometido sin embargo a un régimen

monárquico, mientras que las repúblicas hispanoamericanas, regidas por constituciones republicanas, sufren los más pesados despotismos. Es el carácter de los pueblos y no los gobiernos lo que determina sus destinos. He intentado establecer esta verdad en un volumen precedente basándome en categóricos ejemplos.

Perder el tiempo fabricando constituciones es, pues, una tarea pueril, un inútil ejercicio de retórica. La necesidad y el tiempo se encargan de elaborarlas, cuando se deja actuar a estos dos factores. Macaulay, el gran historiador, muestra en un pasaje que los políticos de todos los países latinos deberían aprender de memoria cómo los anglosajones han abordado el problema constitucional. Tras haber explicado los beneficios de leyes que, desde el punto de vista de la razón pura, semejan un caos de absurdos y de contradicciones, compara las docenas de constituciones muertas en las convulsiones de los pueblos latinos de Europa y América con la de Inglaterra, y pone de manifiesto que esta última no ha cambiado sino muy lentamente, por partes, bajo la influencia de necesidades inmediatas, pero jamás por razonamientos especulativos. No inquietarse nada por la simetría e inquietarse mucho por la utilidad; no suprimir jamás una anomalía tan sólo por tratarse de una anomalía; no innovar jamás a no ser que se haga sentir algún malestar, e innovar entonces lo justo para desembarazarse de él; no establecer jamás una proposición más amplia que el caso particular al que se pone remedio; tales son las reglas que desde la época de Juan hasta la época de Victoria han guiado por lo general las deliberaciones de nuestros doscientos cincuenta parlamentos.

Habría que considerar una por una las leyes, las instituciones de cada pueblo, para mostrar hasta qué punto son la expresión de las necesidades de su raza y que, por ello, no conviene transformarlas violentamente. Cabe disertar filosóficamente, por ejemplo, acerca de las ventajas y de los inconvenientes de la centralización; pero cuando vemos a un pueblo compuesto por razas diferentes dedicar mil años de esfuerzos para llegar progresivamente a dicha centralización, cuando comprobamos que una gran revolución que tenía como

finalidad la de destruir todas las instituciones del pasado fue obligada, no sólo a respetar dicha centralización, sino incluso a exagerarla, podemos llegar a la conclusión de que es hija de imperiosas necesidades, que se trata de una condición para la existencia misma y lamentar los escasos alcances de aquellos políticos que hablan de destruirla. Si por

casualidad llegase a triunfar su opinión, ello sería la señal de una profunda anarquía11 que, por otra parte, conduciría a una nueva centralización más acentuada que la antigua.

      

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Esto lo reconocen, incluso en los Estados Unidos, los republicanos más avanzados. El periódico americano Forum expresaba esta categórica opinión en los términos que reproduzco aquí, según la Review of Reviews de diciembre de 1894: No se debe olvidar jamás, incluso por parte de los más fervientes enemigos de la aristocracia, que Inglaterra es hoy día el país más democrático del universo, aquel donde más respetados son los derechos de los individuos y donde éstos poseen más libertad.

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Si se asocian las profundas disensiones religiosas y políticas que separan a las diversas partes de Francia y que son, sobre todo, una cuestión relativa a la raza, con las tendencias separatistas manifestadas en la época de la Revolución y que apuntaron de nuevo hacia finales de la guerra franco-alemana, se advierte que las

diversas razas que existen en nuestro suelo se hallan muy lejos aún de estar fusionadas. La enérgica

centralización de la Revolución y la creación de departamentos artificiales destinados a mezclar a las antiguas provincias fueron ciertamente su obra más útil. Si se llevase a cabo la descentralización de la cual hablan hoy

A partir de lo que precede llegamos a la conclusión de que no es en las instituciones en las que hay que buscar el medio de actuar profundamente sobre el alma de las masas. Algunos países, como los Estados Unidos, prosperan maravillosamente con instituciones

democráticas, mientras que otros, como las repúblicas hispanoamericanas, vegetan en la más lamentable anarquía pese a tener instituciones parecidas. Tales instituciones son tan ajenas a la grandeza de los unos como a la decadencia de los otros. Los pueblos

permanecen gobernados por su carácter, y todas aquellas instituciones que no están

íntimamente amoldadas a dicho carácter no representan sino a modo de ropas prestadas, un disfraz provisional. Desde luego, se han producido y producirán guerras sangrientas y violentas revoluciones para imponer instituciones a las que se atribuye el poder sobrenatural de crear la felicidad. Podría afirmarse pues, en cierto modo, que esas estructuras actúan sobre el alma de las masas, ya que engendran tales convulsiones. Pero sabemos que, en realidad, triunfantes o vencidas, no poseen en sí mismas virtud alguna. Procurando su conquista no se persiguen sino ilusiones.