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El mito de la universalidad del Estado

1.2 ¿Cómo se ha contado la historia de la objetividad jurídica?

1.2.2 El mito de la universalidad del Estado

‗Discute tanto como quieras y sobre lo que quieras, pero obedece‘. Ésta, y no ‗¡No obedezcas, discute!‘ es, según Kant, la respuesta de la Ilustración

a la demanda de la autoridad tradicional, ‗¡No discutas, obedece!‘ Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología

Existe un mito filosófico – jurídico sobre la universalidad del Estado que lo posiciona como la encarnación de una supuesta universalidad significada por el derecho. El mito tiene su precursor en Platón,14 pasó por los contractualistas,15 y su versión moderna más acabada la recibimos, acaso, del Hegel de la Fenomenología del Espíritu. Ahí se lee que la ley humana es la verdad para sí de la sustancia ética de la comunidad, la cual presta a

su conciencia real (el ciudadano del pueblo), la certeza de sí misma “e inmediatamente

en ello su verdad”.16 La ley humana encuentra en el gobierno al “simple sí mismo de la

14 Trasímaco, furiosamente dispuesto al diálogo en el primer libro de La República, sostiene que “la

justicia no es otra cosa sino aquello que es ventajoso para el más fuerte”; es “un bien para todos menos para el justo; […] útil para el más fuerte, que manda, y nociva para el débil, que obedece.” Para mayor

gloria de los Estados, añade el interlocutor de Sócrates, basta que estén bien gobernados y sean injustos. Con estos atributos bien pueden conquistar a otros Estados y aún subyugarlos bajo la esclavitud. Los gobernantes, vocifera, son como pastores que engordan y cuidan a sus rebaños, y ya se sabe que esto no se hace precisamente para el beneficio de las ovejas (después Platón, que tanto caricaturizó a Trasímaco, hizo suya esta metáfora en El Político, haciendo “bondadoso” al pastor). Kant, por cierto, retoma el argumento de Trasímaco sobre el gobierno efectivo, atribuyéndole, sin embargo, un papel activo en la conformación

de un orden internacional tal que favorezca a la realización de la “paz perpetua”, es decir, contra el

derecho del más fuerte. “El problema de la instauración de un Estado – dice Kant en su famoso tratado –

puede ser solucionado hasta por un pueblo de diablos, por muy duro que esto suene, basta únicamente que

sepan hacer uso de la razón”. Quizá no ponderó que su “pueblo de diablos” podía verse presa de una “astucia de la razón”. Esa la proporcionó el mito hegeliano.

15

Por ejemplo, Hobbes y su Estado como Anschluss a la guerra de todos contra todos; Locke y su Estado como juez imparcial.

16

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sustancia ética total”, “fuerza del todo” encargada de 1) reunir las partes independientes

de la comunidad (los individuos, las familias y las “agrupaciones” económicas), 2) de darles “el sentimiento de su dependencia”, y 3) de mantenerlas “en la conciencia de tener su vida solamente en el todo”. Esto último lo consigue por medio de la disolución

violenta (hecha “de vez en cuando”) “de la forma de subsistir” de las partes, con lo cual “el espíritu se defiende contra el hundimiento del ser allí ético en el ser allí natural y

conserva y eleva el sí mismo de su conciencia a la libertad y a su fuerza” (1998: 262 –

273).

El Estado hegeliano cumple un rol de reconciliación de las particularidades de la sociedad civil mediante la representación de una unidad en la cual las personas reconocen su propia autoconciencia (op. cit.: 283, 286), por lo que todo antagonismo resulta impensable, al menos mientras insistamos en la representación de lo social como una totalidad, una universalidad cuyas particularidades son inmanentes a ella y que no pueden pretender ocupar el lugar de la universalidad (porque no debe haber otra, si no, no sería universal). Esta universalidad es, en los términos “hipostáticos” de Hegel, la

forma de la ley conocida y la costumbre presente del “espíritu absoluto”, realizado como

sustancia real (pueblo) y como conciencia real (ciudadano del pueblo). Con la ley divina

(la comunidad ética natural: la familia), constituye las “esencias éticas universales” y

conscientes, que se manifiestan como un todo en tanto que equilibrio de sus partes. ¿Cómo logran el espíritu absoluto y su fuerza, el gobierno, semejantes proezas?

Es cierto - admite Hegel - que este equilibrio sólo puede ser un equilibrio vivo por el hecho de que nace en él la desigualdad, que la justicia se encarga de reducir de nuevo a igualdad. […] [La justicia], como justicia del derecho humano, que reduce a lo universal el ser para sí que se sale de

su equilibrio, la independencia de los estamentos y los individuos, es el gobierno del pueblo […] La

potencia que comete contra la conciencia [el individuo] este desafuero de hacer de ella una pura cosa [por salir del equilibrio en que se le reconoce como parte de la comunidad], es la naturaleza, no es la universalidad de la comunidad, sino la universalidad abstracta del ser. […] El reino ético es, así, en su subsistir, un mundo inmaculado, cuya pureza no mancha ninguna escisión. (op. cit.: 271, 272).

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Desde luego, esta rara justicia, cuyo ministerio público telepático y oficioso es “la universalidad abstracta del ser”, puede ser puesta a discusión. La violencia que así

imprime esta “universalidad abstracta del ser” al individuo o estamento independiente sería como la sublimación de lo que el mismo Hegel llamaba “señorío”, que es la relación de un “ser para sí” que sólo adquiere la “certeza de su verdad” por medio de la servidumbre de otro (op. cit.: 117 – 119). La única diferencia es que el “señor” obra

desde la lucha de las autoconciencias contrapuestas entre espíritus simples, mientras que

el Estado expresa la conciencia de sí de “la configuración práctica de la razón en

general”, es decir, de la comunidad. Pero la diferencia resulta en malabarismo cuando se atiende al extraño modo en que el Estado hegeliano expresa la conciencia de sí de la comunidad: valida y reconcilia las distintas relaciones señor – siervo que se dan en su

seno, las diversas desigualdades, que se “anulan” como por arte de la magia de la

“justicia”. Por decirlo de otro modo, el Estado tiene legitimidad para obrar de esta manera porque el derecho lo faculta para ello, y el derecho puede hacerlo, porque se lo

autoimpuso la comunidad misma, que actúa aquí como una suerte de siervo “voluntario”

de sí misma.

El derecho liberal moderno se comporta a semejanza de este relato hegeliano que

formalmente oculta e incluso hace “racionalmente” necesaria la servidumbre,

invistiendo al poder de “autoridad”. Más aún, “El Derecho” se vuelve un personaje que se pretende exterior al poder y encima de todo, consustancial a la comunidad y a los individuos. De ahí que la crítica marxista leyera “Estado” como “una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía” (Engels, S/D: 267) o como “el complejo de actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio sino también

logra obtener el consenso activo de los gobernados” (Gramsci, 1975: 107, 108).

Contra esta mitificación de la legitimidad racional de la dominación basada en el

derecho, debemos oponer una caracterización del Estado según la cual “cualquier tipo de universalidad no es otra cosa que una particularidad que ha tenido éxito en articular

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contingentemente en torno a sí misma un gran número de diferencias” (Laclau, 2008:

38). La soberanía se convierte en hegemonía (op. cit.: 121).

En este sentido, la universalidad postulada por Hegel, que no es otra que la promovida en sus rasgos generales por las democracias liberales modernas como relato que da cuenta del estatuto ontológico del derecho, es, por decir lo menos, una ficción. Aunque ésta no significa nada en sí misma, define la sistematicidad del discurso mediante el establecimiento de sus límites excluyentes (Laclau, 1996: 38). Esto habilita al complejo sistema de poder a darle sentido y uso a la falsa fijación de un adentro y un afuera de la

“universalidad”, poder de interpretación privilegiada que articula relaciones entre el Estado y otros sujetos jurídicos que adquieren su plena materialidad física en la violencia y su condición de práctica articulatoria en la fijación de un sentido de la

normalidad, cuyo exterior constitutivo es su opuesto simétrico: la anormalidad. Claro, las fronteras entre una y otra están sujetas a una renegociación política permanente. El Estado como totalidad en que se inscribe la objetividad del orden social en general, y la objetividad jurídica moderna en lo particular, es una totalidad fallida, pero su límite excluyente, el estado de excepción, produce consecuencias positivamente verificables.

1.3 El estado de excepción en conexión con la soberanía, la democracia