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Mi Planta de Naranja Lima de Jose Mauro de Vasconcelos

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Historia de un niño que un día descubrió el dolor...

JOSÉ MAURO DE VASCONCELOS

MI PLANTA DE NARANJA-LIMA

(3)

José Mauro de Vasconcelos -mestizo de india y

portugués, nativo de Bangú, Río de Janeiro, 49 años- ha

sido, a partir del colegio secundario, un auténtico

autodidacto que se formó en el trabajo y la vida.

Entrenador de boxeadores de peso pluma, trabajador en

una "fazenda", pescador, maestro en una escuela de

pescadores: he ahí algunas de sus actividades hasta que lo

animó el deseo de viajar, de conocer su país, y de

interpretarlo.

Fueron "años de vaivén entre el Norte y el Sur

brasileños", y en ellos ocupa un lugar destacado su período

de convivencia con los indios en ese casi mítico Sertáo*.

Allí, entre ellos, aprendió historias curiosas, retuvo

características y tradiciones, hizo su estudio de la vida y

acumuló experiencias que nunca imaginó que fueran a

convertirlo en novelista. Pero estaba en su destino serlo, y

en su interés, volcarlas a otros seres.

*Sertáo, gran extensión desértica, de poca y muy particular

vegetación, espinosa y retorcida, que acaba por

desaparecer, y escasa en agua.

Tenía a su favor varias circunstancias: una excelente

memoria, su rica fantasía, la multiplicada habilidad para

sacar de cada tema lo más interesante... y su deseo

decentar... que es, en definitiva, el elemento primordial de

los escritores. Primero -y a semejanza de los "repentistas"

que recorrían el país contando historia hecha canciones,

leyendas o relatos- fue un cuentista oral: decía, inventaba y

explicaba cosas, ayudándose con mímica, con cambiantes

entonaciones de voz, animando, en suma, sus cuentos.

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diálogo fecundo con el lector. Desde los 22 años ha

producido doce libros (Banana brava, Barro branco, Longe

da térra, Vazante, Arara vermelha, Arraia de fogo, Rosinha,

minha canoa, Doidão, O garanhão das praias, Coracao de

vidro, As confissões de Freí Abóbora y Mi planta de

naranja-lima), que han editado y reeditado hasta once veces sus

editores. Casi todos ellos recogen sus experiencias, repito;

de la misma manera que sus historias lo tienen de

personaje, porque muchas de ellas nos entregan sus

aventuras vividas en el interior del Brasil, aunque no sea su

nombre el que aparece entre los protagonistas.

Pero esto no es enteramente original, ya que cualquier

escritor acaba por ser autobiográfico en alguna medida. En

cambio, su originalidad está en su método de trabajo:

primero, la carga de ideas, la acumulación de los detalles

físicos y psicológicos que darán forma a sus criaturas, la

elección de los paisajes que le servirán de escenarios, el

bosquejo de la novela, y finalmente, cuando ello es posible,

su traslado al escenario elegido para consustanciarse con

él. Realizada esta primera parte, sobreviene la etapa de la

redacción, propiamente dicha, en la que suelta toda su

fantasía, enhebra los resortes lingüísticos -me interesa

recalcar su fidelidad al habla y los modismos propios de la

zona en que instala sus historias-, y juega con el diálogo,

que es en su profusión y acierto una de sus características.

Para decir todo esto con palabras de José Mauro de

Vasconcelos: "Cuando la historia está enteramente

realizada en mi imaginación, comienzo a escribir.

Solamente trabajo cuando tengo la impresión de que toda

la novela está saliéndome por los poros del cuerpo. Y

entonces todo marcha como en un avión a chorro".

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obtener por sus actuaciones importantes premios. Una

referencia, también, al Vasconcelos protector de indios, a

los que sirve de enfermero, de guía y de consejero.

Pero, naturalmente, a nosotros nos interesa como

hombre de letras. En 1968 encabezó la lista de best sellers

con Mi planta de naranja-lima (O meu pe de laranja-lima),

su historia de un niño que una vez, un día, descubrió el

dolor y se hizo adulto precozmente. En éste, como en casi

todos sus otros libros, Vasconcelos ha sido un autor

afortunado con la crítica y con el público. Puede que sea

por el olor a naturaleza que se agita en sus páginas, como

una de esas culebras con las que muchas veces debió

luchar durante sus aventuras en la selva.

O puede que sea por ese lirismo que en algunas

ocasiones viste sus temas; por la simplicidad de las formas

literarias adoptadas; la presencia del paisaje lujuriante que,

de pronto, estalla con toda la gama de sus colores y de sus

olores o de sus ruidos; o por su intención de llegar

fácilmente y con toda su carga emotiva al corazón del

lector. Porque, fundamentalmente, es el corazón de su

público lo que él busca, mucho más que su intelecto: sus

libros son mensajes de un espíritu a otro, y nunca una vacía

demostración de academicismo. En ese empeño

intervienen los recuerdos de su vida en la misma medida

en que lo hacen sus recursos de novelista. Como lo

demuestran las múltiples ediciones de cada uno de sus

títulos, Vasconcelos ha sabido encontrar el camino que

conduce al lector.

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brinda. A veces hay en lo que escribe esbozos de crítica,

pero nunca se sitúa en el papel de sociólogo, fiel a su

deseo de ser "nada más y nada menos que un escritor; con

todo lo que ello significa de testigo y de participante de la

realidad".

Vasconcelos, quizá sin saberlo, es también un poco

poeta, y así lo advertimos en algunas de sus páginas más

encomiadas y en muchas de las de este libro; pero no un

poeta dramático, sino lírico, que se sirve de la anécdota, de

la acción y de los caracteres de sus criaturas para

evidenciarlo. La anécdota: he ahí otra de sus

incorporaciones a la actual literatura del Brasil. Muchos de

los cultores de ésta la reemplazaron a menudo por la idea.

En la obra de este autor, la anécdota está desarrollada

tanto por la acción como por el diálogo, directo, simple,

concreto.

Con sorprendente seguridad, José Mauro de

Vasconcelos prosigue su triunfal camino de escritor,

recreando paisajes y dando vida a infinidad de personajes.

Todos ellos por algún singular mecanismo extraliterario

-difícilmente explicable, pues supera cualquier definición

que pudiera dársele- se identifican e integran en un mismo

valor: el hombre, tal como lo concibe y lo siente este

novelista que en 1968 ratificó la importancia que le

concedieran los críticos dentro de la narrativa

contemporánea del Brasil.

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NOTAS DE TRADUCCIÓN

En la presente traducción se ha tratado de conservar el

sabor popular en el vocabulario, las formas idiomáticas

regionales y las derivadas de situaciones sociales, cultura,

educación, etcétera. De esta manera, cada personaje, en

su forma de expresarse, representa a su ambiente.

Casi en todos los casos se optó por sustituir las formas

muy populares, e inclusive las del lunfardo (gíria, en

portugués), por su equivalente en castellano; cuando no

existían esas equivalencias, se las traducía, directamente.

Figuran al pie de página las notas, aclaraciones o

comentarios de la traductora, en los casos en que se

hicieron necesarios.

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Para los vivos:

Ciccilo Matarazzo

Mercedes Cruañes Rinaldi

Erich Gemeinder Francisco Marins

y

Arnaldo Magalháes de Giacomo

y también

Helene Rudge Miller (Piu-Piu!)

sin poder tampoco

olvidar a mi "hijo"

Fernando Seplinsky

A los muertos:

El homenaje de mi nostalgia a

mi hermano Luis, el Rey Luis, y

mi hermana Gloria;

Luis renunció a vivir a los

veinte años, y Gloria a los

veinticuatro también pensó que

realmente vivir no valía la pena.

Igual nostalgia para

Manuel Valladares, que mostró a

mis seis años el significado de la

ternura...

¡Que todos descansen en paz!...

y ahora

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PRIMERA PARTE

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1

EL DESCUBRIDOR DE LAS COSAS

Veníamos tomados de la mano, sin apuro ninguno, por la calle. Totoca venía enseñándome la vida. Y yo me sentía muy contento porque mi hermano mayor me llevaba de la mano, enseñándome cosas. Pero enseñándome las cosas fuera de casa. Porque en casa yo aprendía descubriendo cosas solo y haciendo cosas solo, claro que equivocándome, y acababa siempre llevando unas palmadas. Hasta hacía bastante poco tiempo nadie me pegaba. Pero después descubrieron todo y vivían diciendo que yo era un malvado, un diablo, un gato vagabundo de mal pelo. Yo no quería saber nada de eso. Si no estuviera en la calle comenzaría a cantar. Cantar sí que era lindo. Totoca sabía hacer algo más, aparte de cantar: silbar. Pero por más que lo imitase no me salía nada. El me dio ánimo diciendo que no importaba, que todavía no tenía boca de soplador. Pero como yo no podía cantar por fuera, comencé a cantar por dentro. Era raro, pero luego era lindo. Y estaba recordando una música que cantaba mamá cuando yo era muy pequeñito. Ella se quedaba en la pileta, con un trapo sujeto a la cabeza para resguardarse del sol. Llevaba un delantal que le cubría la barriga y se quedaba horas y horas, metiendo la mano en el agua, haciendo que el jabón se convirtiera en espuma. Después torcía la ropa e iba hasta la cuerda. Colgaba todo en ella y suspendía la caña. Hacía lo mismo con todas las ropas. Se ocupaba de lavar la ropa de la casa del doctor Faulhaber para ayudar en los gastos de la casa. Mamá era alta, delgada, pero muy linda. Tenía un color bien quemado y los cabellos negros y lisos. Cuando los dejaba sueltos le llegaban hasta la cintura. Pero lo lindo era cuando cantaba y yo me quedaba a su lado aprendiendo.

Marinero, marinero, Marinero de amargura, Por tu causa, marinero, Bajaré a la sepultura. . .

Las olas golpeaban

Y en la arena se deslizaban, Allá se fue el marinero Que yo tanto amaba. . .

El amor de marinero Es amor de media hora, El navío leva anclas Y él se va en esa hora. . .

Las olas golpeaban. . .

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Totoca me dio un empujón. Desperté.

-¿Qué tienes, Zezé?

-Nada. Estaba cantando.

-¿Cantando?

-Sí.

-Entonces debo estar quedándome sordo.

¿Acaso no sabría que se podía cantar para dentro? Me quedé callado. Si no sabía yo no iba a enseñarle.

Habíamos llegado al borde de la carretera Río-San Pablo.

Allí pasaba de todo. Camiones, automóviles, carros y bicicletas.

-Mira, Zezé, esto es importante. Primero se mira bien. Mira para uno y otro lado. ¡Ahora! Cruzamos corriendo la carretera.

-¿Tuviste miedo?

Bastante que había tenido, pero dije que no, con la cabeza.

-Vamos a cruzar de nuevo, juntos. Después quiero ver si aprendiste. Volvimos.

-Ahora ya sabes cruzar solo. Nada de miedo, que ya estás siendo un hombrecito. Mi corazón se aceleró.

-Ahora. Vamos.

Puse el pie, casi no respiraba. Esperé un poco y él dio la señal de que volviera.

-Para ser la primera vez, estuviste muy bien. Pero te olvidaste de algo. Tienes que mirar para los dos lados para ver si viene un coche. No siempre voy a estar aquí para darte la señal. A la vuelta vamos a practicar más. Ahora sigamos, que voy a mostrarte una cosa. Me tomó de la mano y seguimos de nuevo, lentamente. Yo estaba impresionado con la conversación.

-Totoca.

-¿Qué pasa?

-¿La edad de la razón pesa?

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-Tío Edmundo lo dijo. Dijo que yo era "precoz" y que en seguida iba a entrar en la edad de la razón. Y no siento ninguna diferencia.

-Tío Edmundo es un tonto. Vive metiéndote cosas en la cabeza.

-El no es tonto. Es sabio. Y cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta y usar corbata de moño. Un día voy a fotografiarme con corbata de moño.

-¿Por qué con corbata de moño?

-Porque nadie es poeta sin corbata de moño. Cuando tío Edmundo me muestra retratos de poetas en una revista, todos tienen corbata de moño.

-Zezé, deja de creerle todo lo que te dice. Tío Edmundo es medio "tocado". Medio mentiroso.

-¿Entonces él es un hijo de puta?

-¡Mira que ya te ganaste bastantes palizas por decir malas palabras! Tío Edmundo no es eso. Yo dije "tocado", medio loco.

-Pero dijiste que él era mentiroso.

-Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

-Sí que tiene. El otro día papá conversaba con don Severino, ese que juega a las cartas con él y dijo eso de don Labonne: "El hijo de puta del viejo miente como el diablo". . . Y nadie le pegó.

-La gente grande sí puede decirlo, no es malo. Hicimos una pausa.

-Tío Edmundo no es. . . ¿Qué quiere decir "tocado" Totoca?

El hizo girar el dedo en la cabeza.

-No, él no es eso. Es bueno, me enseña de todo, y hasta hoy solamente me dio una palmada y no fue con fuerza.

Totoca dio un salto.

-¿Te dio una palmada? ¿Cuándo?

-Un día que yo estaba muy travieso y Gloria me mandó a casa de Dindinha. El quería leer el diario y no encontraba los anteojos. Los buscó, furioso. Le preguntó a Dindinha, y nada. Los dos dieron vuelta al revés a la casa. Entonces le dije que sabía dónde estaban, y que si me daba una moneda para comprar bolitas se lo decía. Buscó en su chaleco y tomó una moneda:

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-Fui hasta el cesto de la ropa sucia y los encontré. Entonces me insultó diciéndome: "Fuiste tú sinvergüenza". Me dio una palmada en la cola y me quitó la moneda.

Totoca se rió.

-Te vas allá para que no te peguen en casa y te pegan ahí. Vamos más rápido, si no nunca llegaremos. Yo continuaba pensando en tío Edmundo.

-Totoca, ¿los chicos son jubilados?

-¿Qué cosa?

-Tío Edmundo no hace nada y gana dinero. No trabaja y la Municipalidad le paga todos los meses.

-¿Y qué?

-Que los chicos tampoco hacen nada, y comen, duermen y ganan dinero de los padres.

-Un jubilado es diferente, Zezé. Jubilado es el que trabajó mucho, se le puso el pelo blanco y camina despacio, como tío Edmundo. Pero dejemos de pensar en cosas difíciles. Que te guste aprender con él, vaya y pase. Pero conmigo, no. Haz como los otros chicos. Hasta di malas palabras, pero deja de llenarte la cabeza con cosas difíciles. Si no, no salgo más contigo.

Me quedé medio enojado y no quise conversar más. Tampoco tenía ganas de cantar. Ese pajarito que cantaba desde adentro había volado bien lejos.

Nos detuvimos y Totoca señaló la casa.

-Es ésa, ahí. ¿Te gusta?

Era una casa común. Blanca, de ventanas azules, toda cerrada y silenciosa.

-Me gusta. Pero ¿por qué tenemos que mudarnos acá?

-Siempre es bueno mudarse. Por la cerca nos quedamos observando una planta de "mango" de un lado, y una de tamarindo, de otro.

(14)

tener que acabar ayudando en la misa para ayudar en casa. Se quedó un rato en silencio.

-Totoca, ¿van a traer la pantera negra y las dos leonas?

-Claro que sí. Y el esclavo es quien tendrá que desmontar el gallinero.

Me miró con cierto cariño y pena.

-Yo soy el que va a desmontar el jardín zoológico y armarlo de nuevo aquí.

Quedé aliviado. Porque, si no, yo tendría que inventar algo nuevo para jugar con mi hermanito más chico, Luis.

-Bien, ¿viste cómo soy tu amigo, Zezé? Entonces no te cuesta nada contarme cómo fue que conseguiste "aquello"...

-Te juro, Totoca, que no sé. De veras que no sé.

-Estás mintiendo. Estudiaste con alguien.

-No estudié nada. Nadie me enseñó. Solo que sea el diablo, que según Jandira es mi padrino, el que me haya enseñado mientras yo dormía.

Totoca estaba sorprendido. Al comienzo hasta me había dado coscorrones para que le contara. Pero yo no podía contarle nada.

-Nadie aprende solo esas cosas.

Pero se quedaba confundido porque realmente no había visto a nadie enseñándome nada. Era un misterio.

Fui recordando algo que había pasado la semana anterior. La familia se quedó muy sorprendida. Todo había comenzado cuando me senté cerca de tío Edmundo, en casa de Dindinha, mientras él leía el diario.

-Tiíto.

-¿Qué, mi hijo?

Empujó los anteojos hacia la punta de la nariz, como hace toda la gente vieja.

-¿Cuándo aprendiste a leer?

-Más o menos a los seis o siete años de edad.

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-Poder puede. Pero a nadie le gusta hacer eso cuando todavía es muy pequeño.

-¿Cómo aprendiste a leer?

-Como todo el mundo, en la cartilla. Diciendo "B" más "A": "BA".

-¿Todo el mundo tiene que hacerlo así?

-Que yo sepa, sí.

-¿Pero todo, todo el mundo, sí?

Me miró intrigado.

-Mira, Zezé, todo el mundo necesita hacer eso. Y ahora déjame terminar la lectura. Ve a ver si hay guayabas en el fondo de la quinta.

Colocó los anteojos en su lugar e intentó concentrarse en la lectura. Pero no salí de mi rincón.

-¡Qué pena!. . .

La exclamación sonó tan sentida que de nuevo se llevó los anteojos hacia la punta de la nariz.

-No puede ser, cuando te empeñas en una cosa. . .

-Es que yo vine de casa y caminé como loco solamente para contarte algo. . .

-Entonces vamos, cuenta.

-No. Así no. Primero quiero saber cuándo vas a cobrar la jubilación.

-Pasado mañana.

Sonrió suavemente, estudiándome.

-¿Y cuándo es pasado mañana?

-El viernes.

-Y el viernes ¿no vas a querer traerme un "Rayo de Luna", del centro?

-Vamos despacio, Zezé. ¿Qué es un "Rayo de Luna"?

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-¿Quieres que te traiga un caballito de ruedas?

-No. Quiero ese que tiene cabeza de madera con riendas. Que la gente le pone un cabo y sale corriendo. Necesito entrenarme porque voy a trabajar después en el cine.

Continuó riéndose.

-Comprendo. Y si te lo traigo ¿qué gano yo?

-Te doy una cosa.

-¿Un beso?

-No me gustan mucho los besos.

-¿Un abrazo?

Lo miré con mucha pena. Mi pajarito de adentro me dijo una cosa. Y fui recordando otras que había escuchado muchas veces. . . Tío Edmundo estaba separado de la mujer y tenía cinco hijos. . . Vivía tan solo y caminaba tan despacio, tan despacito. . . ¿Quién sabe si no caminaba despacio porque tenía nostalgia de sus hijos? Ellos nunca venían a visitarlo.

Rodeé la mesa y apreté con fuerza su cuello. Sentí su pelo blanco rozar mi frente con mucha suavidad.

-Esto no es por el caballito. Lo que voy a hacer es otra cosa. Voy a leer.

-Pero, ¿tú sabes leer, Zezé? ¿Qué cuento es ése? ¿Quién te enseñó?

-Nadie.

-No me mientas.

Me alejé y le comenté desde la puerta:

-¡Tráeme mi caballito el viernes y vas a ver si leo o no!. . .

***

Después, cuando anocheció y Jandira encendió la luz del farol porque la "Light"* había cortado la luz por falta de pago, me puse en puntas de pies para ver la "estrella". Tenía el dibujo de una estrella en un papel y debajo una oración para proteger la casa.

*Compañía de electricidad (N. de la T.)

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-Déjate de inventos, Zezé. Estoy muy ocupada.

-Álzame y vas a ver si sé leer.

-Mira, Zezé, si me estás preparando alguna de las tuyas, vas a ver.

Me alzó y me llevó detrás de la puerta.

-Bueno, a ver, lee. Quiero ver.

Entonces me puse a leer. Leí la oración que pedía a los cielos la bendición y protección para la casa, y que ahuyentaran a los malos espíritus.

Jandira me puso en el suelo. Estaba boquiabierta.

-Zezé, te aprendiste eso de memoria. Me estás engañando.

-Te juro que no, Jandira. Sé leer todo.

-Nadie puede leer sin haber aprendido. ¿Fue tío Edmundo quien te enseñó? ¿O Dindinha?

-Nadie.

Tomó un pedazo de diario y leí. Correctamente. Dio un grito y llamó a Gloria. Esta se puso nerviosísima y fue a llamar a Alaíde. En diez minutos un montón de gente de la vecindad había venido a ver el fenómeno.

Eso era lo que Totoca quería saber.

-Te enseñó, prometiéndote el caballito si aprendías.

-No, no.

-Le preguntaré a él.

-Ve y pregúntale. No sé decir cómo fue, Totoca. Si lo supiera te lo contaría.

-Entonces vámonos. Pero ya vas a ver cuando necesites algo. . .

Me tomó de la mano, enojado, y me llevó de vuelta a casa. Y allí pensó en algo para vengarse.

-¡Bien hecho! Aprendiste demasiado pronto, tonto. Ahora vas a tener que entrar en la escuela en febrero.

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-Vamos a entrenarnos en la Río-San Pablo. Porque no pienses que en época de clases voy a hacer de empleado tuyo, cruzándote todo el tiempo. Tú eres muy sabio, aprende entonces también esto.

***

-Aquí está el caballito. Ahora quiero ver. Abrió el diario y me mostró una frase de propaganda de un remedio.

-"Este producto se encuentra en todas las farmacias y casas del ramo".

Tío Edmundo fue a llamar al fondo a Dindinha.

-¡Mamá, lee bien hasta farmacia!

Los dos juntos comenzaron a darme cosas para leer, que yo leía perfectamente.

Mi abuela rezongó que el mundo estaba perdido.

Me gané el caballito y de nuevo abracé a tío Edmundo. Entonces me tomó de la barbilla, diciéndome muy emocionado:

-Vas a ir lejos, tunante. No por nada te llamas José. Vas a ser el Sol, y las estrellas brillarán a tu alrededor.

Me quedé mirando sin entender y pensando que él estaba realmente "tocado".

-No entiendes esto. Es la historia de José de Egipto. Cuando seas más grande te contaré esa historia.

Me enloquecían las historias. Cuanto más difíciles, más me gustaban.

Acaricié mi caballito largo tiempo, y después levanté la vista hacia tío Edmundo y le pregunté:

(19)

2

UNA CIERTA PLANTA DE NARANJA-LIMA

En casa cada hermano mayor criaba a uno menor. Jandira había tomado a su cuidado a Gloria y a otra hermana que le dieron a criar en el Norte. Antonio era el protegido suyo. Después, Lalá me había tomado por su cuenta hasta hacía bastante poco tiempo. Parecía gustar de mí, pero luego se aburrió o se enamoró de un pretendiente que era un petimetre igualito al de la música: de pantalón largo y chaqueta bien corta. Cuando íbamos los domingos a hacer "footing" (el pretendiente de ella hablaba así) en la Estación, me compraba caramelos en cantidad. Era para que yo no dijera nada en casa. Y tampoco le podía preguntar a tío Edmundo qué era eso, pues si no se descubría todo. . .

Mis otros dos hermanitos habían muerto pequeños y yo solamente había oído hablar de ellos. Contaban que eran dos indiecitos Pinagés. Bien quemaditos y de pelo negro y liso. Por eso la niña se llamó Aracy y el niñito Jurandyr.

Después venía mi hermanito Luis. Quien primero cuidó de él fue Gloria, y después yo. Nadie necesitaba preocuparse de él, porque no había niño más lindo, bueno y quietecito.

Por eso cambié de idea cuando ya iba a salir a la calle y me dijo, con su vocecita:

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Era gracioso oír cómo pronunciaba todo sin equivocarse. Aquel niñito iba a ser alguien, iría lejos.

Miré el día lindo, todo el cielo azul. Me quedé sin coraje para mentirle. Porque a veces no tenía ganas de ir y le decía:

-Estás loco, Luis. ¡Mira el temporal que se acerca. . .!

Esa vez lo tomé de la mano y salimos para la gran aventura del fondo.

La quinta se dividía en tres juegos. El Jardín Zoológico. Europa, que estaba próximo a la cerca bien hecha de la casa de don Julito. ¿Por qué Europa? Ni mi pajarito lo sabía. Allí jugábamos con el trencito del Pan de Azúcar. Tomaba la caja de los botones y los enhebraba en un hilo. (Tío Edmundo decía "cordel". Yo pensaba que cordel era caballo. Y él me explicó que era parecido, pero que caballo era "corcel".) Después, ataba una punta en la cerca y la otra en los dedos de Luis. Subía todos los botones y soltaba lentamente uno por uno. Cada trencito venía lleno de gente conocida. Había un botón negro que era el tranvía del moreno Biriquinho. A veces se oía una voz de la otra quinta.

-¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?

-No, doña Dimerinda. Puede mirar.

-Así me gusta. Que juegues quietecito con tu hermano. ¿No es mejor así?

Quizá fuese más bonito, pero en el momento en que mi "padrino", el travieso me empujaba, nada podía haber más lindo que hacer diabluras...

-¿Usted me va a dar un almanaque para Navidad, como el año pasado?

-¿Y qué hiciste con el que te di el año pasado?

-Está adentro, puede ir a ver, doña Dimerinda. Está sobre la bolsa del pan.

Ella se rió y me prometió que sí. Su marido trabajaba en el depósito de Chico Franco.

El otro juego era Luciano. Luis, al comienzo, tenía mucho miedo de él y me pedía, por favor, tirándome de los pantalones, que volviéramos. Pero Luciano era un amigo. Cuando me veía lanzaba fuertes chillidos. Tampoco Gloria lo quería y decía que los murciélagos son como los vampiros, que chupan la sangre de los niños.

-No, Godóia. Luciano no es así. Es un amigo. El me conoce.

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Costó mucho convencerla de que Luciano no era un bicho. Luciano era un avión que volaba por el "Campo dos Alfonsos".

-Mira, Luis.

Y Luciano daba vueltas alrededor de nosotros, feliz, como si comprendiera de qué se hablaba. Y realmente comprendía.

-Es un aeroplano. Está haciendo. . . Ahí me trababa. Necesitaba pedirle nuevamente a tío Edmundo que me repitiese esa palabra. No sabía si era acrobacia, acorbacia, o arcobacia. Pero era una de ellas. Y yo no quería enseñarle a mi hermano nada equivocado.

Y ahora él quería el Jardín Zoológico.

Llegamos junto al gallinero viejo. Adentro, las dos gallinitas claras estaban picoteando; la vieja gallina negra era tan mansa que hasta se le podían hacer cosquillas en la cabeza.

-Primero vamos a comprar las entradas. Dame la mano, que los niños pueden perderse en esta multitud. ¿Ves cómo está de lleno los domingos?

Miraba y comenzaba a ver gente por todas partes, y apretaba más mi mano.

En la taquilla empiné hacia adelante la barriga y escupí para darme mayor importancia. Metí la mano en el bolsillo y pregunté a la vendedora:

-¿Hasta qué edad no pagan los niños?

-Hasta los cinco años.

-Entonces, una de adulto, por favor.

Tomé dos hojitas de naranjo como billetes, y fuimos entrando.

-Primero, hijo mío, vas a ver la belleza de las aves. Mira, papagayos, loros y "ararás" de todos los colores. Aquellas de plumas de diferentes colores son las "ararás" arco iris.

Y él agrandaba los ojos, extasiado.

Caminábamos despacio, viéndolo todo. Tantas cosas, que hasta vi que detrás de todo Gloria y Lalá estaban sentadas en un banco, pelando naranjas. Los ojos de Lalá me miraban de una manera... ¿Ya lo habrían descubierto? En ese caso, este Jardín Zoológico iría a terminar en grandes chinelazos en el trasero de alguien. Y ese alguien únicamente podía ser yo.

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Nuevo escupitajo y pose:

-Vamos a pasar por las jaulas de los monos. Tío Edmundo siempre los llama simios.

Compramos algunas bananas y las arrojamos a los animales. Sabíamos que eso estaba prohibido, pero como había tanta gente los guardianes ni se daban cuenta.

-No te acerques mucho, porque te van a tirar las cáscaras de banana, muchachito.

-Lo que yo quería era ver enseguida a los leones.

-Ya vamos para allá.

Miré de reojo hacia donde las dos "simias" comían naranjas. Desde la jaula de los leones podría escuchar la conversación.

-Ya llegamos.

Señalé las dos leonas amarillas, bien africanas. Cuando él quiso acariciar la cabeza de la pantera negra. . .

-¡Qué idea, muchachito! Esa pantera negra es el terror del Zoológico. Vino a parar aquí porque le arrancó los brazos a dieciocho domadores y se los comió.

Luis puso cara de miedo y sacó el brazo, aterrado.

-¿Vino del circo?

-Sí.

-¿De qué circo, Zezé? Nunca me contaste eso antes.

Pensé y pensé. ¿A quién conocía yo que tuviera nombre para circo? ¡Ah, ya estaba! Había venido del circo Rozemberg.

-¿Pero ésa no es la panadería? Cada vez era más difícil engañarlo. Comenzaba a estar muy enterado.

-No, ésa es otra. Y mejor sentémonos un poco a comer la merienda. Caminamos mucho.

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-Uno debiera aprender de él, Lalá. Mira, si no, la paciencia que tiene con el hermanito.

-Sí, pero el otro no hace lo que él hace. Eso ya es maldad, no travesura.

-Es cierto que tiene el diablo en el cuerpo, pero así y todo es divertido. Nadie le tiene rabia en la calle, por más diabluras que haga...

-Aquí no pasa sin llevarse algunos chinelazos.

Hasta que aprenda.

Arrojé una flecha de piedad a los ojos de Gloria. Ella siempre me había salvado, y siempre le prometía que nunca más lo iba a hacer...

-Más tarde. Ahora no. Están jugando tan quietecitos.

Ella ya lo sabía todo. Sabía que yo había saltado la cerca y entrado en los fondos de la quinta de doña Celina. Me quedé fascinado con la cuerda de la ropa balanceando al viento un montón de piernas y brazos. El diablo me dijo entonces que podía saltar al mismo tiempo en todos los brazos y piernas. Estuve de acuerdo con él en que sería muy divertido. Busqué un pedazo de vidrio bien afilado, subí al naranjo, y corté la cuerda con paciencia.

Casi me caía cuando todo eso se vino abajo. Un grito y todo el mundo corrió.

-Vengan, por favor, que se cayó la cuerda. Pero una voz no sé de dónde gritó más alto.

-Fue ese demonio del chico de don Paulo. Lo vi trepando en el naranjo con un pedazo de vidrio...

-¿Zezé?

-¿Qué pasa, Luis?

- Cuéntame cómo sabes tantas cosas del Jardín Zoológico.

- ¡Uf, ya visité muchos en mi vida!

Mentía; todo lo que sabía era lo que me contara tío Edmundo, prometiendo llevarme allá algún día. Pero él andaba tan despacito que, cuando llegáramos, seguro que ya no existiría nada. Totoca había ido una vez con papá.

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Porque fue a él a quien ayudó Dios a crear el "jogo do bicho"* y el Jardín Zoológico. Cuando seas mayor...

*Especie de lotería, llamada así porque a cada grupo de 4 unidades le corresponde un determinado animal (N. de la T.).

- Las dos continuaban allá.

- Cuando yo sea mayor, ¿qué?

- ¡Ay qué chico preguntón! Cuando pase eso te voy a enseñar los animales y el número de cada uno. Hasta el número veinte. Desde ése, hasta el número veinticinco, yo sé que hay vaca, toro, oso, venado y tigre:. No sé muy bien el lugar de ellos, pero voy a aprenderlo para no enseñarte mal.

Estaba cansándose del juego.

- Zezé, cántame "Casita pequeñita".

- ¿Aquí, en el Jardín Zoológico? Hay mucha gente.

- No. La gente ya se está yendo...

- Es muy larga la letra. Voy a cantar sólo la parte que te gusta. Esa donde se habla de las cigarras. Saqué pecho:

Tú sabes de dónde vengo, De una casita que tengo;

Queda allá junto a un huerto. . .

Es una casa chiquita, En lo alto de una colina Y se ve el mar a lo lejos. . .

Pasé por alto un montón de versos.

Entre las palmeras altas Cantan todas las cigarras Al volverse de oro el sol.

Cerca se ve el horizonte. En el jardín canta una fuente Y en la fuente un ruiseñor...

Ahí paré. Ellas continuaban firmes, esperándome. Tuve una idea; me quedaría allí cantando hasta que llegara la noche. Acabarían por cansarse.

(25)

Entonces me entró la desesperación. Era mejor acabar con aquello. Fui adonde ellas se hallaban.

-Está bien, Lalá. Me puedes pegar.

Me puse de espaldas y ofrecí el material. Apreté los dientes porque la mano de Lalá tenía una fuerza de mil diablos en la chinela.

* * *

Fue mamá quien tuvo la idea.

-Hoy todo el mundo va a ver la nueva casa.

Totoca me llamó aparte y me avisó en un susurro.

-Si llegas a contar que ya conocemos la casa, te hago polvo.

Pero yo ni siquiera había pensado en eso.

Era un mundo de gente por la calle. Gloria me llevaba de la mano y tenía órdenes de no soltarme ni un minuto. Y yo llevaba de la mano a Luis.

-¿Cuándo tenemos que mudarnos, mamá? Mamá le respondió a Gloria con una cierta tristeza.

-Dos días después de Navidad hemos de comenzar a arreglar los trastos.

Hablaba con una voz cansada, cansada. Y yo sentía mucha pena por ella. Mamá había nacido trabajando. Desde los seis años de edad, cuando construyeron la Fábrica, la habían puesto a trabajar allí. La sentaban encima de una mesa y tenía que quedarse allí limpiando y enjuagando las herramientas. Era tan chiquitita que se mojaba encima de la mesa porque no podía bajar sola. . . Por eso nunca fue a la escuela ni aprendió a leer. Cuando le escuché esa historia me quedé tan triste que prometí que cuando fuese poeta y sabio le iba a leer todas mis poesías.

Y la Navidad ya se anunciaba en tiendas y mercerías. En todos los vidrios de las puertas ya habían dibujado a Papá Noel. Algunas personas compraban postales para que cuando llegase la hora no se llenasen demasiado las casas de comercio. Yo tenía una lejana esperanza de que esta vez el Niño Dios naciera. Pero que naciera para mí. A lo mejor, cuando llegara a la edad de la razón, tal vez mejorase un poco.

-Aquí es.

(26)

se lanzó hacia adelante. Gloria me soltó y olvidó que ya estaba haciéndose una señorita. Se precipitó en una carrera y abrazó la "mangueira"*.

*Árbol frutal que da la manga (N. de la T)

-Esta es mía. Yo la agarré primero. Antonio hizo lo mismo con la planta de tamarindo. No había quedado nada para mí. Casi llorando miré a Gloria.

-¿Y yo, Gloria?

-Corre al fondo. Debe de haber más árboles, tonto.

Corrí, pero sólo encontré el yuyo crecido. Un montón de naranjos viejos y pinchudos. Al lado de la zanja había una pequeña planta de naranja-lima.

Estaba desconcertado. Todos estaban mirando las habitaciones y determinando para quién sería cada una.

Tiré de la falda a Gloria.

-No hay nada más.

-No sabes buscar bien. Espera aquí que voy a encontrarte un árbol.

Al rato vino conmigo. Examinó los naranjos.

-¿No te gusta aquél? Es un lindo naranjo. No me gustaba ninguno. Ni siquiera ése. Ni aquel otro, ni ninguno. Todos tenían muchas espinas.

-Para quedarme con esos mamarrachos, antes prefiero la planta de naranja-lima.

-¿Cuál?

Fuimos hacia donde estaba.

-¡Pero qué linda plantita de naranja-lima! Mira, no tiene ni siquiera una espina. Y tiene tanta personalidad que ya desde lejos se sabe que es naranja-lima. ¡Si yo tuviera tu estatura no querría otra cosa!

-Pero yo quería un árbol grandote.

-Piensa bien, Zezé. Es muy pequeño todavía. Con el tiempo será un naranjo grandote. Así crecerán juntos. Los dos se van a entender como si fuesen dos hermanos. ¿Viste la rama que tiene? Es verdad que es la única, ¡pero parece un caballito hecho para que montes en él!

(27)

soy yo"; Gloria señaló otro para ella; Totoca eligió otro para él. ¿Y yo? Finalmente me tocó ser esa cabecita que había atrás, casi sin alas. El cuarto ángel escocés, que ni siquiera era un ángel entero. . . Siempre tenía que ser el último. Cuando creciera iban a ver. Compraría una selva amazónica y todos los árboles que tocaran el cielo serían míos. Compraría un depósito de botellas llenas de ángeles y nadie tendría ni siquiera un trozo de ala.

Me enojé. Sentado en el suelo, apoyé mi enojo en mi planta de naranja-lima. Gloria se alejó sonriendo.

-Ese enojo no dura, Zezé. Acabarás descubriendo que yo tenía razón.

Agujereé el suelo con un palito y comencé a dejar de lloriquear. Habló una voz, venida quién sabe de dónde, cerca de mi corazón.

-Creo que tu hermana tiene toda la razón.

-Todo el mundo tiene siempre toda la razón; el único que no la tiene nunca soy yo.

-No es cierto. Si me mirases bien, acabarías por darte cuenta.

Me levanté, asustado, y miré el arbolito. Era raro, porque siempre conversaba con todo, pero pensaba que era mi pajarito de adentro que se encargaba de arreglar las conversaciones.

-¿Pero tú hablas de verdad?

-¿No me estás escuchando?

Y se rió bajito. Casi salí gritando por la quinta. Pero me sujetaba la curiosidad.

-¿Por dónde hablas?

-Los árboles hablan por todas partes. Por las hojas, por las ramas, por las raíces. ¿Quieres ver? Apoya tu oído aquí en mi tronco y vas a escuchar palpitar mi corazón.

Me quedé medio indeciso, pero viendo su tamaño perdí el miedo. Apoyé la oreja y una cosa lejana hacia tic... tac... tic... tac...

-¿Viste?

-Pero, dime, ¿todo el mundo sabe que hablas?

-No. Solamente tú.

(28)

-Puedo jurarlo. Un hada me dijo que cuando un niño igual a ti se hiciera amigo mío, yo podría hablar y ser muy feliz.

-¿Y vas a esperar?

-¿Qué cosa?

-Hasta que me mude. Falta más de una semana. Hasta ese momento ¿no te irás a olvidar de hablar?

-Jamás. Es decir, para ti solamente. ¿Quieres ver cómo soy de blando?

-¿Cómo eres de qué?. . .

-Súbete a mi rama. Obedecí.

-Ahora, balancéate un poco y cierra los ojos.

Hice lo que me mandaba.

-¿Qué tal? ¿Alguna vez tuviste en la vida un caballito mejor?

-Nunca. Es maravilloso. Voy a darle a mi hermanito menor mi caballito "Rayo de Luna". Te va a gustar mucho mi hermano, ¿sabes?

Bajé adorando ya mi planta de naranja-lima.

-Mira, haré una cosa. Siempre que pueda, antes de mudarnos, vendré a charlar un ratito contigo. . . Ahora necesito irme, ya están saliendo todos.

-Pero los amigos no se despiden así.

-¡Chist! Allá viene ella.

Gloria llegó en el momento en que lo abrazaba.

-Adiós, amigo. ¡Eres la cosa más linda del mundo!

-¿No te lo había dicho?

-Sí, lo dijiste. Ahora, aunque ustedes me diesen la "mangueira" y la planta de tamarindo a cambio de mi árbol, no querría.

Me pasó la mano por el pelo, tiernamente.

-¡Cabecita, cabecita!. . . Salimos tomados de las manos.

-Godóia, ¿no te parece que tu "mangueira" es un poco sosa?

(29)

-¿Y el tamarindo de Totoca?

-Es un poco sin gracia, ¿por qué?

-No sé si lo puedo contar. Pero un día te contaré un milagro, Godóia.

3

LOS FLACOS DEDOS DE LA POBREZA

Cuando le conté mi problema a tío Edmundo, lo encaró con toda seriedad.

-Entonces, ¿eso es lo que te preocupa?

-Sí, eso. Tengo miedo de que, al mudar de casa, Luciano no venga con nosotros.

-Crees que el murciélago te quiere mucho. . .

-Sí, me quiere. . .

-¿Desde el fondo del corazón?

-Sin duda.

-Entonces puedes estar seguro de que irá. Puede ser que demore en aparecer por allá, ¡pero un día descubre el lugar y aparece!

-Ya le dije la calle y el número de la casa en donde vamos a vivir.

(30)

Sin embargo, yo todavía estaba indeciso. ¿Qué ganaba con darle el número y la calle a Luciano, si no sabía leer? Podía ser que fuese preguntando a los pajaritos, a los "tata Dios", a las mariposas.

-No te asustes, Zezé, los murciélagos tienen sentido de orientación.

-¿Tienen qué, tío?

Me explicó lo que era el sentido de orientación, y quedé cada vez más admirado por su sabiduría.

Resuelto mi problema, fui a la calle para contar a todo el mundo lo que nos esperaba: la mudanza. La mayoría de las personas grandes me decían con gesto alegre:

-¿Así que se van a mudar, Zezé? ¡Qué bueno!...

¡Qué maravilla!... ¡Qué alivio!...

El que no se extrañó mucho fue Biriquinho.

-Menos mal que es en la otra calle. Queda cerca de aquí. Y aquello de que te hablé. . .

-¿Cuándo es?

-Mañana a las ocho, en la puerta del Casino Bangú. La gente dice que el dueño de la Fábrica mandó comprar un camión de juguetes. ¿Vas?

-Sí que voy. Y llevaré a Luis. ¿Será posible que yo también reciba algo?

-Claro que sí. Una porqueriíta de este tamaño. ¡O estás pensando que ya eres un hombre?

Se puso cerca de mí y sentí que todavía era muy chico. Menor aún de lo que pensaba.

-Bueno, algo voy a ganar. . . Pero ahora tengo que hacer. Mañana nos encontramos ahí.

Volví a casa y anduve dando vueltas alrededor de Gloria.

-¿Qué pasa, muchacho?

-Bien que podías llevarme. Hay un camión que vino de la ciudad llenito de juguetes.

(31)

-También vienen un montón de cadetes de Realengo.

Además de coleccionar retratos de Rodolfo Valentino, a quien ella llamaba "Rudy", y que pegaba en un cuaderno, tenía locura por los cadetes.

-¿Dónde viste cadetes a las ocho de la mañana? ¿Quieres hacerme pasar por tonta, chiquilín? Ve a jugar, Zezé.

Pero no me fui.

-¿Sabes una cosa, Godóia? No es por mí, no. Pasa que le prometí a Luis llevarlo allá. Es tan chiquitito. Un chico de esa edad solamente piensa en la Navidad.

-Zezé, ya dije que no voy. Y ésas son mentiras; lo que pasa es que tú quieres ir. Tienes mucho tiempo para recibir Navidades en tu vida...

-¿Y si me muero? Morir sin haber recibido algo esta Navidad...

-No vas a morirte tan pronto, mi amigo. Vas a vivir dos veces más que tío Edmundo o don Benedicto. Y ahora basta. Ve a jugar.

Pero no fui. Me di maña para que ella a cada momento tropezara conmigo. Iba a la cómoda a buscar algo, y se encontraba conmigo sentado en la mecedora, pidiendo con la mirada. Porque pedir con la mirada tenía mucho efecto sobre ella. Iba a buscar agua en la pileta, y yo estaba sentado en el umbral de la puerta, mirando. Iba al dormitorio, a buscar piezas de ropa para lavar.

Allí estaba, sentado en la cama, con las manos en el mentón, mirando...

-Hasta que no aguantó más.

-Bueno, basta. Zezé. Ya dije que no y no. Por amor de Dios, no termines con mi paciencia. Ve a jugar.

Pero no me fui. Es decir, pensé que no me iba. Porque ella me agarró, me llevó afuera y me depositó en el fondo. Después entró en la casa y cerró la puerta de la cocina y de la sala. No me rendí. Me fui sentando delante de cada ventana por la que ella iba a pasar. Porque ahora comenzaba a limpiar la casa y a arreglar las camas. Se encontraba conmigo, espiándola, y cerraba la ventana. Acabó cerrando toda la casa para no verme.

-¡Mujer de los mil diablos! ¡Parda de mal pelo! ¡Ojalá que nunca te cases con un cadete! ¡Ojalá que te cases con un soldado raso, de esos que no tienen ni un centavo para lustrarse las polainas!

(32)

En la calle descubrí a Nardinho que jugaba con una cosa. Estaba en cuclillas, totalmente distraído. Me acerqué. Había hecho un carrito con una caja de fósforos y le había atado un abejorro tan grande como nunca lo había visto.

-¡Caramba!

-Es grande, ¿no?

-¡Te lo cambio!

-¿Por qué?

-Si quieres fotos...

-¿Cuántas?

-Dos.

-¡Qué gracia! Un bicho de éstos y me das solamente dos fotos...

- Como ésos hay montones en la casa de tío Edmundo.

-Por tres todavía te lo cambio.

-Te doy tres, pero no puedes elegir...

- Así no. Por lo menos quiero elegir dos.

- Bueno.

Le di una de Laura La Plante, que tenía repetida muchas veces. Y él eligió una de Hoot Gibson y otra de Patsy Ruth Miller. Guardé en mi bolsillo el abejorro y me fui.

***

- Rápido, Luis. Gloria fue a comprar pan y Jandira está leyendo en la mecedora.

Salimos escurriéndonos por el corredor. Y lo ayudé a "desaguar".

-Haz bastante, que en la calle no se puede de día.

Luego, en la pileta, le lavé la cara. Y después de lavar también la mía volvimos al dormitorio.

(33)

grasa en la punta de los dedos. Restregué la grasa en la palma de la mano y la olí, primero.

- No tiene olor.

Acomodé los cabellos de Luis y comencé a peinarlos. Entonces su cabeza quedó linda; llena de rulos, parecía un San Juan con un carnerito sobre las espaldas.

-Ahora te quedas ahí, parado, para no arrugarte.

Me voy a vestir.

Mientras me ponía los pantalones y la camisa blanca, miraba a mi hermano.

¡Qué lindo era! No había otro más lindo en Bangú.

Me calcé las zapatillas de tenis, que tenían que durar hasta que fuese al colegio, el año siguiente. Continué mirando a Luis.

Lindo y arregladito como estaba hasta podría ser confundido con el Niño Jesús, más crecidito. Apuesto a que va a ganar montones de regalos. Cuando lo miraran...

Me estremecí. Gloria acababa de volver y colocaba el pan sobre la mesa. Los días que había pan, el papel hacía ese ruido.

Salimos tomados de las manos y nos pusimos delante de ella.

-¿No está lindo, Godóia? Yo lo arreglé. En vez de enojarse, se recostó en la puerta y miró hacia arriba. Cuando bajó la cabeza tenía los ojos llenos de lágrimas.

-También tú estás lindo. ¡Oh! ¡Zezé!...

Se arrodilló y apoyó mi cabeza sobre su pecho.

-¡Dios mío! ¿Por qué la vida tendrá que ser tan dura para algunos?...

Se contuvo y comenzó a arreglarnos prolijamente.

-Te dije que no podría llevarlos, Zezé. Realmente, no puedo. Tengo tanto que hacer. Primero vamos a tomar café, mientras pienso alguna cosa. Aunque quisiese, ya no habría tiempo para que me vistiera. . .

(34)

-Tanto trabajo para ganarse unas porquerías de juguetes ordinarios. Claro que tampoco pueden dar cosas muy buenas para tantos pobres como hay. Hizo una pausa y continuó:

-Tal vez sea la única oportunidad. No puedo impedir que ustedes vayan. .. Pero, Dios mío, son muy chiquitos...

-Yo lo llevo a él con cuidado. Lo llevaré de la mano todo el tiempo, Godóia. Ni siquiera es necesario cruzar la carretera Río-San Pablo.

-Aun así es peligroso.

-No lo es, y yo tengo sentido de orientación.

Se rió, dentro de su tristeza.

-¿Quién te enseñó eso, ahora?

-Tío Edmundo. Dijo que Luciano lo tenía, y si Luciano, que es menor que yo lo tiene, yo lo tengo más...

-Voy a hablar con Jandira.

-Es perder el tiempo. Ella nos deja. Jandira solamente vive leyendo novelas y pensando en sus admiradores. No le importa.

-Vamos a hacer lo siguiente: terminen con el café y nos vamos luego al portón. Si pasa gente conocida que va para ese lado le pido que los acompañe.

No quise comer el pan para no demorar. Fuimos hacia el portón.

No pasaba nadie, solamente el tiempo. Pero acabó pasando. Por allá venía don Pasión, el cartero. Saludó a Gloria, se quitó la gorra y se ofreció a acompañarnos.

Gloria besó a Luis y después a mí. Conmovida preguntó sonriendo:

-¿Y aquel asunto del soldado raso y las polainas. . .?

-Son mentiras. No fue de corazón. Te vas a casar con un mayor de aviación lleno de estrellitas en el hombro.

-¿Por qué no fueron con Totoca?

-Totoca dijo que no iba para allá. Y que no estaba dispuesto a llevar "equipaje".

(35)

acción, en seguida. Cuando llegamos a la carretera Río-San Pablo, nos dijo sonriente:

-Hijos míos, estoy muy apurado. Ustedes están retrasando mi trabajo. Ahora vayan por ahí, que no hay ningún peligro.

Salió, de prisa, con el paquete de cartas y papeles debajo del brazo. Pensé, rabioso:

-¡Cobarde! Abandonar a dos criaturas en la carretera, después de haberle prometido a Gloria que nos llevaba.

Tomé con más fuerza la mano de Luis y continuamos la marcha. El cansancio ya comenzaba a manifestarse en él. Cada vez disminuía más sus pasos.

-Vamos, Luis. Ya estamos cerquita y hay muchos juguetes.

Caminaba un poco más rápidamente y volvía a retrasarse.

-Zezé, estoy cansado.

-Te voy a alzar un poco, ¿quieres?

Abrió los brazos y lo cargué un tiempo. ¡Pero vaya! ¡Pesaba como si fuese plomo! Cuando llegamos a la Calle del Progreso quien estaba bufando era yo.

-Ahora caminas otro poquito. El reloj de la iglesia dio las ocho.

-¿Y ahora? Había que estar allí a las siete y media. Pero no importa, hay mucha gente y van a sobrar juguetes. Traen un camión lleno.

-¡Zezé, me está doliendo un pie. !

Me incliné:

-Voy a aflojarte un poco el cordón y mejorará.

Ibamos cada vez más despacio. Parecía que el Mercado no llegaba nunca. Y después todavía teníamos que pasar la Escuela Pública y doblar a la derecha en la calle del Casino Bangú. Lo peor de todo era el tiempo, que parecía volar a propósito.

Llegamos allá muertos de cansancio. No había nadie. Ni parecía que hubiera habido distribución de juguetes. Pero la hubo, sí, porque la calle estaba llena de papel de seda arrugado. Los trocitos de papel coloreaban la arena.

(36)

Cuando llegamos, don Coquito estaba ya cerrando las puertas del Casino.

Extenuado, le dije al portero:

-Don Coquito, ¿ya se acabó todo?

-Todo, Zezé. Ustedes llegaron muy tarde. Esto fue como un alud.

Cerró media puerta y sonrió bondadosamente.

-¡El año que viene tienen que venir más temprano, dormilones!. . .

-No importa.

Pero sí que importaba. Estaba tan triste y desilusionado que hubiese preferido morir antes de que sucediese aquello.

-Vamos a sentarnos allí. Necesitamos descansar un poco.

-Tengo sed, Zezé.

-Cuando pasemos por lo de don Rosemberg pedimos un vaso de agua. Alcanza para los dos.

Solamente en ese momento descubrió toda la tragedia. Ni habló. Me miró haciendo pucheros y con los ojos perdidos.

-No importa, Luis. ¿Sabes? Voy a pedirle a Totoca que le cambie la cola a mi caballito "Rayo de Luna" para dártelo como regalo de Papá Noel.

Pero continuó lloriqueando.

-No, no hagas eso. Tú eres un rey. Papá dijo que te bautizó Luis porque era nombre de rey. Y un rey no puede llorar en la calle, frente a los demás, ¿sabes?

Apoyé su cabeza en mi pecho y me quedé alisándole el cabello enrulado.

-Cuando sea grande, voy a comprar un coche bonito como el de don Manuel Valadares. Ese del Portugués, ¿te acuerdas? Ese que pasó una vez delante de nosotros en la Estación, cuando estábamos saludando al Mangaratiba... Bueno, voy a comprar un cochazo lindo, lleno de regalos, y solo para ti... Pero no llores, que un rey no llora.

Mi pecho explotó con enorme amargura.

-Juro que lo voy a comprar. Aunque tenga que matar y robar...

(37)

Solamente eso podía ser. ¿Por qué el Niño Jesús no me quería? El amaba hasta al buey y al burrito del pesebre. Pero a mí, no. Y él se vengaba porque yo era ahijado del diablo. Se vengaba de mí dejando a mi hermano sin su regalo. Pero Luis no merecía eso, porque era un ángel. Ningún angelito del cielo podía ser mejor que él.

Y las lágrimas brotaron cobardemente de mis ojos.

-Zezé, estás llorando...

-En seguida pasa. Además, no soy un rey, como tú. Solamente soy una cosa que no sirve para nada. Un chico malo, bien malo... Apenas eso.

***

-Totoca, ¿fuiste a la casa nueva?

-No. ¿Y tú?

-Siempre que puedo hago una corridita hasta allá.

-Y eso, ¿para qué?

-Quiero saber si Minguito está bien.

-¿Y quién diablos es Minguito?

-Mi planta de naranja-lima.

-Le encontraste un nombre bastante parecido a ella. Eres único para encontrarles nombres a las cosas.

Se rió y continuó afinando lo que sería el nuevo cuerpo de "Rayo de Luna".

-¿Y estaba allá?

-No creció nada.

-Ni crecerá si andas espiándola todo el tiempo. ¿Se está poniendo linda? ¿Es así como querías el cabo?

-Sí. Totoca, ¿por qué sabes hacer de todo, eh? Haces jaula, gallinero, vivero, cerca, cancela...

-Eso es porque no todo el mundo nació para ser poeta de corbata de moño. Pero si realmente quisieras, aprenderías.

(38)

Se detuvo un instante y me miró, entre riendo y reprobando aquella posible novedad de tío Edmundo.

En la cocina estaba Dindinha, que había venido para hacer "rabanada"* mojada en vino. Era la cena de Nochebuena.

*Rodaja de pan mojada en leche, que luego de frita se espolvorea con canela. (N. de la T.)

Le comenté a Totoca:

-Y mira, hay gente que ni siquiera tiene eso. El tío Edmundo dio el dinero para el vino y para comprar las frutas para la ensalada del almuerzo de mañana.

Totoca estaba haciendo el trabajo gratis, porque se había enterado de la historia del Casino Bangú. Por lo menos, Luis tendría un regalo. Una cosa vieja, usada, pero muy linda y que yo quería mucho.

-Totoca.

-Habla.

-¿Y no voy a recibir nada, nada, de Papá Noel?

-Pienso que no.

-Hablando seriamente, ¿crees que soy tan malo como dice todo el mundo?

-Malo, malo, no. Lo que pasa es que tienes el diablo en la sangre.

-¡Cuando llega la Nochebuena, querría tanto no tenerlo! Me gustaría tanto que antes de morir, por lo menos una vez, naciese para mí el Niño Jesús en vez del Niño Diablo.

-Quién sabe si a lo mejor el año que viene...

¿Por qué no aprendes y haces como yo?

-¿Y qué haces?

-No espero nada. Así no me decepciono. Ni siquiera el Niño Jesús es eso tan bueno que todo el mundo dice. Eso que el Padre cuenta y que el Catecismo dice...

Hizo una pausa y quedó indeciso entre contar el resto de lo que pensaba o no.

(39)

-Bueno, vamos a decir que fuiste muy travieso, que no merecías un regalo.

-Pero ¿Luis?

-Es un ángel.

-¿Y Gloria?

-También.

-¿Y yo?

-Bueno, a veces..., tomas mis cosas, pero eres muy bueno.

-¿Y Lalá?

-Pega muy fuerte, pero es buena. Un día me va a coser mi corbata de moño.

-¿Y Jandira?

-Jandira tiene ese modo... pero no es mala.

-¿Y mamá?

-Mamá es muy buena; cuando me pega lo hace con pena y despacito.

-¿Y papá?

-¡Ah, él no sé! Nunca tiene suerte. Creo que debe haber sido como yo, el malo de la familia.

-¡Entonces! Todos son buenos en la familia. ¿Y por qué el Niño Jesús no es bueno con nosotros? Vete a la casa del doctor Faulhaber y mira el tamaño de la mesa llena de cosas. Lo mismo en la casa de los Villas-Boas. Y en la del doctor Adaucto Luz, ni hablar...

Por primera vez vi que Totoca estaba casi llorando.

-Por eso creo que el Niño Jesús quiso nacer pobre sólo para exhibirse. Después El vio que solamente los ricos servían. . . Pero no hablemos más de eso. Hasta puede ser que lo que diga sea un pecado muy grande.

Se quedó tan abatido que no quiso conversar más. Ni siquiera quería levantar los ojos del cuerpo del caballo que pulía.

* * *

(40)

había querido afeitarse. Tampoco habían ido a la Misa del Gallo. Lo peor era que nadie hablaba nada con nadie. Más parecía el velorio del Niño Jesús que su nacimiento.

Papá agarró el sombrero y se fue. Salió, incluso en zapatillas, sin decir hasta luego ni desear felicidades. Dindinha sacó su pañuelo y se limpió los ojos, pidiendo permiso para irse en seguida con tío Edmundo. Y éste puso algún dinero en mi mano y en la de Totoca. A lo mejor hubiese querido dar más y no tenía. A lo mejor, en vez de darnos dinero a nosotros, desearía estar dándoselo a sus hijos, allá en la ciudad. Por eso lo abracé. Tal vez el único abrazo de la noche de fiesta. Nadie se abrazó ni quiso decir algo bueno. Mamá fue al dormitorio. Estoy seguro de que ella estaba llorando, escondida. Y todos tenían ganas de hacer lo mismo. Lalá fue a dejar a tío Edmundo y a Dindinha en el portón, y cuando ellos se alejaron caminando despacito, despacito, comentó:

-Parece que están demasiado viejitos para la vida y cansados de todo...

Lo más triste fue cuando la campana de la iglesia llenó la noche de voces felices. Y algunos fuegos artificiales se elevaron a los cielos para que Dios pudiera ver la alegría de los otros.

Cuando entramos nuevamente, Gloria y Jandira estaban lavando la vajilla usada y Gloria tenía los ojos rojos como si hubiese llorado mucho.

Disimuló, diciéndonos a Totoca y a mí:

-Ya es la hora de que los chicos vayan a la cama.

Decía eso y nos miraba. Sabía que en ese momento allí no había ya ningún niño. Todos eran grandes, grandes y tristes, cenando a pedazos la misma tristeza.

Quizá la culpa de todo la hubiera tenido la luz del farol medio mortecina, que había sustituido a la luz que la "Light" mandara cortar. Tal vez.

El reyecito, que dormía con el dedo en la boca sí era feliz. Puse el caballito parado, bien cerca de él. No pude evitar pasarle suavemente las manos por su pelo. Mi voz era un inmenso río de ternura.

-Mi chiquitito.

Cuando toda la casa estuvo a oscuras pregunté bien bajito:

-Estaba buena la "rabanada", ¿no es cierto, Totoca?

-No sé. Ni la probé.

(41)

-Se me puso una cosa rara en la garganta que no me dejaba pasar nada... Vamos a dormir. El sueño hace que uno se olvide de todo.

Yo me había levantado y hacía barullo en la cama.

-¿Adonde vas, Zezé?

-Voy a poner mis zapatillas del otro lado de la puerta.

-No las pongas. Es mejor.

-Las voy a poner, sí. A lo mejor sucede un milagro. ¿Sabes una cosa, Totoca? Quisiera un regalo. Uno solo. Pero que fuese algo nuevo. Solo para mí...

Miró para el otro lado y enterró la cabeza debajo de la almohada.

***

En cuanto me desperté llamé a Totoca.

-¿Vamos a ver? Yo digo que hay algo.

-Yo no iría a ver.

-¡Pues sí voy!

Abrí la puerta del dormitorio y, para decepción mía, las zapatillas estaban vacías. Totoca se acercó, limpiándose los ojos.

-¿No te lo había dicho?

Diversas sensaciones, entremezcladas, se acumularon en mi alma. Era odio, rebelión y tristeza. Sin poder contenerme exclamé:

-¡Qué desgracia es tener un padre pobre!...

Desvié mis ojos de las zapatillas hacia otras que estaban detenidas frente a mí. Papá se hallaba de pie, mirándonos. La tristeza había hecho enormes sus ojos. Parecía que habían crecido tanto, pero tanto, que cubrirían toda la pantalla del cine Bangú. Había en sus ojos una tristeza dolorida, tan fuerte, que aun queriendo llorar no lo hubiera logrado. Se quedó un minuto, que no acababa nunca, mirándonos; después pasó a nuestro lado, en silencio. Estábamos paralizados, sin poder decir nada. Tomó el sombrero que estaba sobre la cómoda y se fue de nuevo para la calle. Sólo entonces Totoca me tocó el brazo.

(42)

-No vi que estaba allí.

-Malvado. Sin corazón. Sabes que papá desde hace mucho tiempo está sin empleo. Por eso ayer yo no podía tragar, mirando su rostro. Algún día vas a ser padre y entonces vas a saber lo que duele una hora de esas.

Para colmo, yo lloraba.

-Pero si no lo vi, Totoca, No lo vi.

-Sal de mi lado. No sirves para nada. ¡Vete!

Tuve ganas de salir corriendo por la calle y agarrarme llorando a las piernas de papá. Decirle que había sido muy malo, realmente malo. Pero continuaba quieto, sin saber qué hacer. Necesité sentarme en la cama desde allí miraba mis zapatillas, siempre en el mismo rincón, vacías. Vacías como mi corazón, que fluctuaba sin gobierno.

-¿Por qué hice eso, Dios mío? Y precisamente hoy. ¿Por qué tenía que ser aun mas malo cuando ya todo estaba demasiado triste? ¿Con qué cara lo miraré a la hora del almuerzo? Ni la ensalada de frutas voy a conseguir que pase.

Y sus grandes ojos, como pantalla de cine, estaban pegados a mí, mirándome. Cerraba los ojos y veía esos ojos grandes, grandes...

Mi talón dio en mi caja de lustrar zapatos y tuve una idea. Tal vez así papá me perdonase tanta maldad.

Abrí el cajón de Totoca y tomé en préstamo una lata más de pomada negra, porque la mía se estaba acabando. No hablé con nadie. Salí caminando, triste, por la calle, sin sentir el peso del cajoncito. Me parecía estar caminando sobre los ojos de él. Doliéndome dentro sus ojos.

Era muy temprano y la gente debía estar durmiendo a causa de la Misa y de la cena. La calle estaba llena de chicos que exhibían y comparaban sus juguetes. Eso me abatió más todavía. Todos eran niños buenos. Ninguno de ellos haría nunca lo que yo había hecho.

Paré cerca del "Miseria y Hambre", esperando encontrar algún cliente. El cafetín estaba abierto hasta ese día. No por nada le habían puesto aquel sobrenombre. A él llegaba gente en pijama, de chinelas, de zuecos, pero nunca con zapatos.

(43)

El calor aumentó y la correa del cajoncito me hacía doler el hombro; fue necesario cambiarlo de posición. Sentí sed y fui a beber en el grifo del Mercado.

Me senté en el umbral de la Escuela Pública, que en breve habría de recibirme. Dejé el cajoncito en el suelo y me desanimé. Recosté la cabeza en las rodillas, como un muñeco, y así me quedé, sin ganas de nada. Después escondí la cara entre las rodillas, cubriéndolas con mis brazos. Era mejor morir antes que volver a casa sin lo que pretendía.

Un pie golpeó mi cajón y una voz conocida y amiga me llamó:

-¡Eh!, lustrador, el que duerme no gana dinero.

Levanté la cara sin creerlo. Era don Coquito, el portero del Casino. Puso un pie y primero le pasé la franela. Después mojé el zapato y lo sequé. Y luego comencé a pasar la pomada con todo cuidado.

-Por favor, ¿puede levantar un poco el pantalón? Obedeció mi pedido.

-¿Lustrando hoy, Zezé?

-Nunca necesité tanto como hoy.

-¿Y qué tal fue la Nochebuena?

-Regular.

Golpeé con el cepillo en el cajón y cambió de pie. Repetí la maniobra y entonces comencé a lustrar. Cuando terminé, golpeé en el cajón y retiró el pie.

-¿Cuánto es, Zezé?

-Dos cruzeiros.

-¿Por qué solamente dos? Todos cobran cuatro.

-Solamente cuando sea un buen lustrador podré cobrar tanto. Por ahora, no.

Sacó cinco cruzeiros y me los dio.

-¿No quiere pagarme después? No trabajé nada hasta ahora.

-Quédate con el vuelto por ser Navidad. Hasta luego.

-Felices fiestas, don Coquito.

(44)

Sentir el dinero en el bolsillo me dio cierto ánimo que no duró mucho; ya eran más de las dos de la tarde, la gente charlaba por las calles, ¡y nada! Nadie, ni para sacarles el polvo y soltar unas monedas.

Me puse cerca de un poste de la Río-San Pablo, y de vez en cuando soltaba mi voz finita:

-¡Se lustra, patrón! ¡Lústrese para ayudar a la Navidad de los pobres!

Un coche de rico se detuvo cerca. Aproveché para gritar, sin ninguna esperanza.

-Deme una manita, doctor. Aunque solo sea para ayudar a la Navidad de los pobres.

La señora, bien vestida, y los niños sentados atrás, se quedaron mirándome, mirando. La señora se conmovió.

-Pobrecito, tan chico y tan pobrecito. Dale algo, Arturo.

El hombre me examinó con desconfianza.

-Ese es un pícaro, y de los bien vivos. Está aprovechándose de su edad y del día.

-Aunque así sea, yo le voy a dar. Ven acá, chiquito.

Abrió la cartera y estiró la mano por la ventanilla.

-No, señora, gracias. No estoy mintiendo. Solamente quien lo necesita mucho trabaja en Navidad.

Tomé mi cajoncito, lo colgué en mi hombro y me fui caminando despacito. Ese día no sentía fuerzas ni Para tener rabia.

Pero la puerta del coche se abrió y un niño echó a correr detrás de mí.

-Toma. Te manda decir mi mamá que no cree que seas un mentiroso.

Me puso otros cinco cruzeiros en el bolsillo y ni esperó que le agradeciera... Solamente escuché el rugido del motor que se alejaba.

Ya habían pasado cuatro horas y yo continuaba con los ojos de papá martirizándome.

(45)

En el rincón de una cerca me llamó la atención una cosa. Era una media negra y roja, de mujer. Me incliné y la recogí. Arrollé mi mano en ella y quedó finita. Guardé la media en el cajón, pensando: "Hará una linda cobra".

Pero me enojé conmigo mismo. "Otro día. Hoy, de ninguna manera..."

Llegué cerca de la casa de los Villas-Boas. La casa tenía un gran jardín y el piso todo de cemento. Sergito andaba por entre las plantas en una hermosa bicicleta. Apoyé la cara en la reja para espiar:

Era toda roja y con rayas amarillas y azules. El metal deslumbraba, de tan brillante. Sergito me vio y se puso a hacer demostraciones. Corría, hacía curvas, daba frenadas que llegaban a chirriar. Entonces se me acercó.

-¿Te gusta?

-Es la bicicleta más linda del mundo.

-Acércate más al portón, que la vas a ver mejor. Sergito era de la misma edad y grado que Totoca. Sentí vergüenza de mis pies descalzos, porque él usaba zapatos de charol, medias blancas y ligas de elástico rojo. En el brillo de los zapatos se reflejaba todo. Hasta los ojos de papá comenzaron a mirarme desde ese brillo. Tragué en seco.

-¿Qué te pasa, Zezé? Estás raro.

-Nada. De cerca todavía es más bonita. ¿Te la regalaron por la Navidad?

-Sí.

Bajó de la bicicleta para conversar mejor y abrió el portón.

-Tuve muchísimos regalos. Una victrola, tres trajes, un montón de libros de cuentos, una caja de lápices de colores de las grandes. Una caja con juegos, un avión que mueve la hélice. Dos barcos con vela blanca. . .

Bajé la cabeza y me acordé del Niño Jesús, al que solamente le gustaba la gente rica, como decía Totoca.

-¿Qué pasa, Zezé?

-Nada.

-Y a ti, . . ¿te regalaron muchas cosas? Negué con la cabeza, sin poder responder.

-Pero, ¿nada? ¿De verdad, nada?

(46)

-¡No es posible! ¿Así que ustedes no tuvieron castañas, ni avellanas, ni vino?. . .

-Apenas "rabanada", que hizo Dindinha, y café. Sergito se quedó pensativo.

-Zezé, si yo te convido, ¿aceptas? Estaba adivinando de qué se trataba. Pero, aun sin haber comido, no tenía deseos.

-Vamos adentro. Mamá te hace un plato. Hay tantas cosas, tantos dulces...

No me arriesgaba. Había sido muy maltratado en esos días. Más de una vez había escuchado: "¿No te dije Que no me traigas mocosos de la calle a casa?".

-No, muchas gracias.

-Está bien. Y si le pido a mamá que haga un paquete de castañas y otras cosas para que se lo lleves a tu hermanito, ¿lo llevas?

-No puedo. Tengo que terminar de trabajar. Recién en ese momento Sergito descubrió mi cajoncito de lustrar, sobre el que me había sentado.

-Pero nadie se lustra en Navidad...

-Me pasé todo el día y solo conseguí ganar diez cruzeiros, y eso que cinco me los dieron de limosna. Todavía tengo que ganar dos más.

-¿Para qué, Zezé?

-No te lo puedo contar. Pero los necesito mucho. Se sonrió y tuvo una idea generosa.

-¿Quieres lustrar mis zapatos? Te doy diez cruzeiros.

-Tampoco puedo. No les cobro a los amigos.

-¿Y si te los doy, es decir, si te presto los diez cruzeiros?

-¿Y puedo demorar en pagarte?

-Como quieras. Hasta puedes pagarme después en bolitas.

-Así, sí.

Metió la mano en el bolsillo y me dio una moneda.

-No te aflijas, que recibí mucho dinero. Tengo la alcancía llena.

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