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Caracteres generales del siglo XVIII

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Caracteres generales del siglo XVIII Población en el siglo XVIII

Época: demo-soc XVIII Inicio: Año 1660

Fin: Año 1789 Antecedente:

Demografía y sociedad Siguientes:

Ciclo demográfico antiguo

Evolución divergente de la fecundidad Retroceso de la mortalidad

Estructuras por edades y sexo Población activa

El desarrollo urbano Movimientos migratorios Desarrollo de los censos Tipologías familiares

Familias, solidaridades y clientelas

Durante el siglo XVIII, y especialmente en su segunda mitad, se produjo un notable incremento de la población europea. Aun cuando por la imposibilidad de conocer los totales exactos de población, las cifras que se manejan no son sino indicadores de magnitud y tendencias y pueden variar de unos autores a otros, las estimaciones de J. N. Biraben muestran una Europa (Rusia excluida) que pasaría de 95 millones de habitantes, aproximadamente, en 1700, a 111 en 1750 y a 146 en 1800: Se trata, pues, de un crecimiento de más del 50 por 100 en el siglo, que equivale a un ritmo anual del 0,43 por 100. Y si nos fijamos sólo en la segunda mitad, el crecimiento es de casi un tercio (tasa anual: 0,55 por 100).

Era el mayor incremento demográfico conocido hasta entonces y cerraba la época del crecimiento discontinuo, en que cada etapa de expansión era seguida por otra de estancamiento o descenso -con lo que aquéllas no dejaban de ser simples recuperaciones-, inaugurando la del crecimiento sostenido, que persiste en la actualidad. Los historiadores, al referirse a ello, hablaban todavía no hace muchos años de la revolución demográfica iniciada en el siglo XVIII. La reciente multiplicación de los estudios de demografía histórica, sin embargo, no ha permitido apuntalar dicha interpretación. Por el contrario, hoy se subraya más la modestia del crecimiento de la población durante el Setecientos comparado con el que tendrá lugar en el siglo siguiente y, sobre todo, la esencial permanencia del denominado régimen demográfico antiguo. Las modificaciones producidas en el XVIII, valoradas en su justa medida, no aparecen sino como los tímidos comienzos de la transición al régimen demográfico moderno -o, simplemente, transición demográfica-, realizada en un proceso lento, complejo y diverso, según los países, y que no se afianzará definitivamente hasta muy avanzado el siglo XIX.

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desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas, que influirían en la mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo. Dadas las actuales dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra exposición al caso europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos diversidad de situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos.

Porque, si bien el crecimiento de la población europea fue prácticamente general, la diversidad entre los distintos países J.-P. Poussou habla de crecimientos más que de crecimiento-, incluso entre las regiones de un mismo país, como corresponde a una realidad socio-económica aún muy fragmentada, fue grande, y, aunque un tanto artificiosamente, podríamos señalar tres grandes grupos.

En el bloque de mayor crecimiento estarían los bordes orientales de Europa, por una parte; Irlanda, por otra. Prusia oriental, por ejemplo, pasará de 400.000 a 880.000 habitantes; Pomerania, de 210.000 a 400.000, aproximadamente; Silesia, de 1 millón a 1,7 millones. Hungría, que sobrepasaba ligeramente los 4 millones de habitantes en 1720, llegará a algo más de 7 millones en 1786. El Imperio ruso pasó de unos 15 millones hacia 1720 a más de 37 millones a finales de siglo. En el otro extremo de Europa, Irlanda, con algo más de 2 millones de habitantes a principios de siglo y 5 millones, aproximadamente, hacia 1800, duplicaba ampliamente su población.

En un plano intermedio, pero superando el crecimiento medio, podemos situar a Inglaterra-Gales, que de poco más de 5 millones de habitantes en 1700 pasa a 5,7 millones a mediados de siglo -el ritmo es todavía moderado- y, en una gran aceleración, a algo más de 8,5 millones en 1800. Y también a los Países Bajos austriacos: de algo más de 1,5 millones de habitantes a principios de siglo, se aproximarán a los 3 millones en 1790.

Finalmente, hubo otros países de crecimiento más moderado. Son, por ejemplo, Francia -el país más poblado de Europa-, que contaría con 22 millones de habitantes, aproximadamente, en 1700, 24,5 millones en 1750 y sólo algo más de 29 millones en 1800; España, que pasaría de 7,5-8 millones de habitantes a 10 millones, aproximadamente, a lo largo del siglo y con un desequilibrio regional en favor de la periferia; o el conglomerado de Estados italianos, con 13,2 millones de habitantes en 1700, 15,3 millones en 1750 y algo menos de 18 millones al acabar el siglo, siendo en este caso el Reino de Nápoles la zona que creció a mayor ritmo.

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En la base del gran crecimiento húngaro está también la inmigración y recolonización de la Llanura tras su reconquista a los turcos. Al hablar de Inglaterra y los Países Bajos austriacos hay que hacer referencia, necesariamente, al proceso de crecimiento económico que estaban experimentando, así como el caso francés, de crecimiento ralentizado, suele explicarse por el excesivo tradicionalismo de su economía.

Al final del siglo que estudiamos, en un mundo muy desigualmente ocupado, había continentes enteros prácticamente vacíos. En Oceanía apenas había presencia humana, América no llegaba a 0,6 habitantes/km2 y África tenía una densidad de 3,4 habitantes/km2. También en el Viejo Continente había, por el Este sobre todo, zonas inmensas casi despobladas. En conjunto, las tres cuartas partes de la superficie emergida terrestre sólo estaban ocupadas por la quinta parte de la población. El contraste era brutal: en China y la península indostánica (décima parte de la superficie) vivía algo más de la mitad de la población mundial. Y Europa (3,6 por 100 de la superficie global) concentraba al 15 por 100 de la población mundial, alcanzando una densidad media de 30 habitantes/km2.

Los mecanismos demográficos mediante los que se produjo el crecimiento parecen ser bastante generales, observándose un ligero descenso de la mortalidad frecuente, pero no sistemáticamente acompañado de cierto incremento de la fecundidad -elemento este último, sin embargo, decisivo en algún caso concreto-. Pero todavía, insistimos, dentro del antiguo régimen demográfico, cuyas características generales vamos a recordar.

Demografía y sociedad

Parece cierto que la población creció, tanto en Europa como en otros continentes. La búsqueda de una explicación de conjunto no se ha mostrado, sin embargo y por el momento, muy fecunda: únicamente el posible debilitamiento de las epidemias en general, quizá por desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas, que influirían en la mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo. Dadas las actuales dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra exposición al caso europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos diversidad de situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos.

Dentro del terreno social, el preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como la entonces dominante, concebida como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media.

Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos organizados.

Sociedad en el siglo XVIII

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Demografía y sociedad Siguientes:

La nobleza

El estamento clerical Los no privilegiados

El preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como la entonces dominante, concebida como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media y que el Parlamento de París, ante la pretensión de Turgot de hacer contribuir en metálico a todos los propietarios de tierras, fundamentaba en 1776 de esta forma: "En el conjunto formado por los diversos órdenes, todos los hombres de vuestro reino os están sujetos, todos están obligados a contribuir a las necesidades del Estado. Pero también en esta contribución se encuentran el orden y la armonía. La obligación personal del clero es realizar todas las funciones relativas a la instrucción, al culto religioso y aplicarse con sus limosnas al socorro de los desventurados. El noble consagra su sangre a la defensa del Estado y asiste al soberano con su consejo. La última clase de la nación, que no puede rendir al Estado servicio tan distinguido, cumple su obligación con los tributos, la industria y el trabajo manual. Tal, Sire, es la regla antigua de los deberes y obligaciones de vuestros súbditos. Aunque todos sean igualmente fieles y sometidos, sus condiciones no están confundidas y la naturaleza de sus servicios está esencialmente ligada a la de su rango".

Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos organizados. Se justificaba su preeminencia por la importancia de la función social a ellos encomendada, aunque la realidad ya no se ajustara exactamente a lo que reflejaban razonamientos como el que acabamos de reproducir; disfrutaban de determinados privilegios reconocidos legalmente, aunque no de forma exclusiva, ya que había otros cuerpos privilegiados; la inclusión del individuo en un grupo u otro, por lo que respecta a la división básica (noble/plebeyo), venia, en principio, determinada por el nacimiento -de ahí el papel clave de la familia- y la movilidad social era limitada y circunscrita a unas vías establecidas.

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eso sí, encuadrados en un marco jurídico diferente, presentando interacciones diferentes y actuando con un peso y un orden de sucesión también diferentes...

La nobleza

Época: demo-soc XVIII Inicio: Año 1660

Fin: Año 1789 Antecedente:

Sociedad en el siglo XVIII

El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado. La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Únicamente la pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios, resultaban equivalentes.

Y en todas partes siguió desempeñando, como en siglos anteriores, un papel político de primer orden. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la nobleza. La única revuelta nobiliaria de importancia es la protagonizada en Hungría por F. Rakóczy (1703-1711), pero hay que inscribirla en el peculiar marco de un territorio presionado históricamente por turcos y habsburgos, en el que la nobleza asumía y defendía la identidad nacional frente a ambos. Con todo, la derrota de los insurrectos, tras la que se confirmaron los más importantes privilegios nobiliarios y su dominio exclusivo de la Dieta, fue seguida por un largo periodo de paz en que la resistencia, que no terminó de desaparecer, se llevó a cabo de una forma más sutil, aflorando de nuevo como oposición a las reformas emprendidas por José II. En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio. Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era considerable.

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Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros. En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por 100 de la población. En Francia, concretamente, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa hacia 1789 en unas 110.000-120.000 personas, es decir, 25.000 familias aproximadamente.

En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000 nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal. Inglaterra, por su parte, era el país de nobleza más escasa y donde los limites del estamento estaban más nítidamente señalados, ya que, jurídicamente, tal distinción correspondía en exclusiva a los pares (menos de 400 familias), quienes la transmitían únicamente a su primogénito. La opinión general, sin embargo, consideraba nobles también a los segundones de los pares y a la gentry, grupo destacado de terratenientes que adoptaba formas de vida más propias de la nobleza que de la burguesía. La cifra final era, pues, más elevada: quizá de 50.000 a 70.000 individuos; pero, en cualquier caso, estaba entre las más bajas de Europa.

Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y, en principio, era la nobleza de sangre (heredada) la más apreciada, llegándose a esgrimir incluso supuestas diferencias raciales (los nobles franceses descenderían de los antiguos francos; los españoles, de los godos refugiados en Asturias con la invasión musulmana... ¿Hay que recordar extravagancias tales como la que asignaba sangre azul a este grupo?) para justificar la transmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía genética. Pero, contra lo que pretendían demostrar sus frondosos árboles genealógicos, raros eran los que en el siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la Baja Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo del Seiscientos y del mismo Setecientos.

Porque, pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza, de hecho, no constituía un grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones (aunque en países como Polonia y Suecia, limitadas por la Dieta, lo que equivale a decir por la propia nobleza) la de ennoblecer a sus súbditos, concediendo estatutos, privilegios o cartas de nobleza para premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas reales o, ya en el siglo XVIII, el mérito civil e incluso económico (noción, evidentemente, más burguesa que propiamente nobiliaria).

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ennoblecían a sus titulares y descendencia en determinadas condiciones; por ejemplo, a quienes morían ejerciéndolos o a quienes los ejercían durante veinte años o varias generaciones continuadamente.

La lista de estos cargos, relativamente amplia, se reducía considerablemente por la designación sistemática de nobles para ocuparlos. Pero algunos de ellos eran venales y constituyeron la principal puerta abierta para que elementos adinerados (los precios a que se cotizaban eran elevadísimos) accedieran a la nobleza. Consejeros de parlamentos y secretarios del rey (cargo este último sin apenas obligaciones y denominado despectivamente savonnette à vilains jaboncillo de villanos-)fueron los más codiciados y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra (preferiblemente, por personas mayores que morirían pronto y ejerciendo el cargo), ejercicio (durante el mínimo tiempo imprescindible) y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y el reembolso de las cantidades previamente invertidas. Los matrimonios mixtos constituyeron otro modo de aportar savia nueva (y solidez económica) a la nobleza. Pero se practicaban más controladamente de lo que ha podido suponerse y se solía preferir, a la hora de realizar matrimonios más o menos desiguales, entroncar con familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente.

Un tópico ampliamente difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa en este sentido. Pero, aunque el número de pares casi se duplicó a lo largo del siglo XVIII, la inmensa mayoría de los nuevos títulos recayó en individuos previamente entroncados de alguna forma con la nobleza. Y si la gentry carecía de perfiles jurídicos que la delimitaran, la doble necesidad de efectuar un enorme desembolso para la adquisición de tierras (que tampoco abundaban en el mercado) y de obtener la aceptación psicológica por parte del grupo establecido (lo que podía resultar harto problemático) dificultaba mucho el acceso a ella, mientras que la exclusión se materializaba prácticamente a partir de los segundones (y en cualquier caso, de los hijos de éstos), cuya base económica ya no estaba en la tierra, sino que ocupaban puestos en el ejército o el clero. Y nunca faltaron, por otra parte, caminos más o menos sinuosos o abiertamente fraudulentos (quizá con la connivencia interesada de algún funcionario) para llegar a un estado que, en última instancia, se basaba en la universal aceptación. La frontera del estamento no dejaba de ser, pues, un tanto difusa y siempre permeable.

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Los privilegios nobiliarios eran, por una parte, de naturaleza jurídico-procesal, destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas (azotes, por ejemplo) y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias; inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión -cuando se imponía- mitigada o sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de condenas a muerte...

Con la excepción de los nobles ingleses y de los de algunas repúblicas italianas, gozaban, además, de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los impuestos ordinarios y, más concretamente, frente a los impuestos directos. Pero aunque fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las tributaciones indirectas y a otras formas de contribuciones específicas, siguieron disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal, pese a contar con el apoyo de una parte la misma nobleza, terminaron fracasando, como ocurrió en Francia con las operaciones para el establecimiento del vingtième o en España con las de la única contribución emprendida por el marqués de la Ensenada en tiempos de Fernando VI.

En la Europa del Este el señorío era también patrimonio exclusivo de los nobles, aunque no todos los poseyeran. No ocurría lo mismo en Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi totalidad de sus titulares fueron, de hecho, nobles, por lo que las atribuciones señoriales podían identificarse con atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos privilegios de hecho, como la mayor facilidad para acceder a cargos y sinecuras, en algún caso convertida en privilegio abiertamente reconocido. Es lo que, por ejemplo, ocurría en el ejército francés a partir del Edicto de Ségur, de 1781, que reservaba el acceso directo a la oficialidad a los nobles con antigüedad de cuatro generaciones, en vez de precisar de toda la línea de ascensos para llegar a ella.

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la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del monarca.

En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones familiares con la realeza y, por lo tanto, con vagos derechos a la sucesión de la Corona, la minoría destacada. La antigüedad del linaje confería, un mayor prestigio a la nobleza y las familias que se jactaban del más rancio abolengo tendían a desestimar a las más recientes. La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una más reciente nobleza de toga, todavía calificada despectivamente de vil burguesía por Saint-Simon -quien, por cierto, tenía lazos con togas o financieros por medio de su madre, su suegra y su nuera-. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La pertenencia a las órdenes militares, en España, había introducido un elemento de distinción basado en la calidad de la nobleza (antigüedad del linaje, limpieza de sangre...), pero en el Setecientos, aunque poseer un hábito seguía representando un honor añadido, habían perdido ya buena parte de su eficacia en este sentido y su principal valor consistía en la posibilidad de acceder vitaliciamente a una encomienda, lo que, por otra parte, solía recaer en la nobleza titulada.

La situación económica pese a que los teóricos mantenían que no era una cualidad esencial de la nobleza- constituía un elemento de suma importancia, ya que el mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica. Y para asegurarla base económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias o figuras jurídicas que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, mediante la constitución de vínculos sobre todos o gran parte de los bienes que, formando una unidad indivisible e inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el orden de primogenitura masculina. Es el caso del mayorazgo español, el morgado portugués, el fideicomiso italiano, el fideikommis austriaco o el strict settlement inglés, aunque de hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez (en Inglaterra, por ejemplo, podía retocarse el patrimonio vinculado en cada transmisión) ni en algún caso (España) fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos, lógicamente, constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, o la soltería o el convento en caso contrario.

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que les dio nombre por cobrar sus escasos derechos señoriales. Y en más de una ocasión una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura (familiar o funcional), terminó por convertir la pertenencia al estamento en algo meramente psicológico que, sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por parte de la sociedad.

Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Y es que el abanico de las fortunas nobiliarias era muy amplio.

A los casos de pobreza citados se contraponen los inmensos patrimonios de los Osuna (España), Potocki (Polonia), Esterhazy (Hungría), Mocenigo (Venecia) u Orleans (Francia), entre otros; y en medio, casi todas las situaciones posibles. En Inglaterra, por ejemplo, G. E. Mingay describió la pirámide nobiliaria con una amplia base de gentlemen cuyos ingresos, de 300 a 1.000 libras anuales, estaban al nivel de los de la capa media de arrendatarios, e iba ascendiendo con los 3.000 o 4.000 squires que percibían de 1.000 a 3.000 libras, los 700 u 800 knights o baronets que contaban con 3.000 o 4.000 libras anuales (todos ellos pertenecían a la gentry) hasta llegar a la reducida minoría (no más de 400 familias) que superaba las 10.000 libras y aun se situaban, como los duques de Bedford o Northumberland, en torno a las 30.000 libras. Para la nobleza francesa, G. Chaussinand-Nogaret, basándose en las cuotas de la capitación, ha establecido hasta cinco grupos. Casi la quinta parte conformaría esa nobleza rural de ingresos muy bajos y vida nada regalada; algo más del 40 por 100 de las familias nobles dispondrían de 1.000 a 4.000 libras de renta anual, lo que les permitiría una vida de cierto acomodo, sin más; otra cuarta parte, con ingresos de 4.000 a 10.000 libras anuales, disfrutaban de un amplio bienestar; por encima, un 13 por 100 que constituiría la denominada nobleza provincial, en la que se incluyen los consejeros de las cortes soberanas, disponía de 10.000 a 50.000 libras de rentas anuales, y el resto, unas 160 familias (menos del 1 por 100 del total), superaban las 50.000 libras anuales llegando hasta las 200.000; ni que decir tiene que en esta minoría del vértice se incluye la nobleza cortesana.

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Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial (vide infra), que, a su vez, presentaba mil variantes. Pero en el siglo XVIII los patrimonios nobiliarios, en general, solían estar mejor administrados que en tiempos anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la general influencia de su mentalidad. No era raro, aunque tampoco pueda generalizarse del todo, encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones.

En cuanto a la alta nobleza, la generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi disueltas, como en Inglaterra, los Países Bajos o ciertas zonas del norte de Italia, o donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, como en gran parte de España, era frecuente el arrendamiento capitalista. Y no está de más subrayar que, por ello, la frecuentemente repetida vinculación de la alta nobleza inglesa con los cambios agrarios acaecidos durante el siglo no deja de ser, en general, un tópico sin apenas fundamento.

Pero también hay casos de explotación directa y pocos tan bien conocidos como el estudiado por J. Georgelin de la familia Tron en la Terra Ferma veneciana -modelo, además, de explotación plenamente capitalista, como también se daba en el Piamonte-, en cuya finca de 500 hectáreas de extensión trabajaban 360 empleados, la mitad, aproximadamente, fijos, y la otra mitad, jornaleros temporales, o como, en otra escala, M. A. Melón ha demostrado para los duques de Abrantes y su hacienda cacereña durante la primera mitad del siglo (la abandonarán más tarde para, instalándose en Madrid, pasar a la explotación indirecta).

La explotación directa solía ser habitual en los grandes dominios nobiliarios del centro y este de Europa, en Prusia, Polonia y Rusia, por ejemplo, donde el campesino estaba aún forzado a prestaciones de trabajo obligatorio en las tierras del señor, lo que reducía sensiblemente los costes de explotación. Pero, por lo demás, abundan, sobre todo, los modelos intermedios, con todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy diversos tipos.

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variaciones en el interés de los señores por cubrir dignamente este capítulo-, pocos serían los que renunciaran a dicha carga: la administración de justicia implicaba el reconocimiento explícito de ese señorear sobre hombres (por utilizar la expresión española) que era uno de los elementos clave de la mentalidad y aspiraciones nobiliarias no sólo del siglo XVIII, sino de todo el Antiguo Régimen.

A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos; rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales, y en Francia los hay también que participan en la ferme générale (arrendamiento de impuestos)... En definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales. Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles. J. Meyer distingue tres amplias zonas en Europa al respecto.

En la Europa del Suroeste, incluyendo Francia y una parte de Italia, los prejuicios en este sentido eran muy fuertes y se podía llegar a la dérogeance -derogación, pérdida de la condición noble- en determinados supuestos. En la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía, obteniendo importantes ingresos del comercio de exportación (granos, ganados, etc.), de la explotación minera (ejercicio que, por cierto, no solía implicar en ningún sitio desdoro para la nobleza) o del control de ciertas actividades artesanales.

En Rusia, por ejemplo, fueron nobles (una minoría entre los más poderosos, no generalicemos) quienes, desde los años sesenta y explotando los recursos de sus dominios con mano de obra servil, impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas en los Urales, donde el burgués de origen campesino (y posteriormente ennoblecido) Nikita Demidov había fundado, en tiempos de Pedro el Grande, la primera gran industria. Se ha calculado que a principios del siglo XIX poseían las dos terceras partes de las minas del país, en torno al 80 por 100 de las pañerías y de las fábricas de potasa, el 60 por 100 de los molinos de papel... Finalmente, en la Europa del Noroeste no había, en principio, actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como Suecia, la muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos, militares, marinos y propietarios de tierras.

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por parte de los gobiernos ilustrados y de algunos intelectuales y escritores económicos -sobre todo, por parte de éstos- por estimular la participación de la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios.

Es, por ejemplo, muy conocida la Real Cédula de 18 de marzo de 1783 por la que Carlos III de España declaraba la honra legal de todos los oficios, su compatibilidad con la hidalguía y la posibilidad de alegar su ejercicio continuado durante tres generaciones como un mérito para acceder a la nobleza, pero sus repercusiones prácticas fueron muy escasas. Algunos destacados nobles potenciaron actividades industriales en sus señoríos. Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación generalizada. Como tampoco lo es el ascenso social, durante el reinado de Felipe V, de don Juan de Goyeneche por sus múltiples actividades económicas. En Francia, desde 1701, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba derogéance, pero todavía a mediados de siglo la publicación de La noblesse commerçante (1756), por el abate Coyer, en la que se defendía el ejercicio del comercio por los nobles, provocó alguna réplica airada (La. noblesse militaire, opposée á la noblesse comerçante, también de 1756, cuyo autor, el chevalier D´Arc, se oponía al aburguesamiento de la vieja nobleza) y una polémica que se prolongó durante algunos años.

Pero la participación de la nobleza -sobre todo, de la alta nobleza- en actividades capitalistas estuvo mucho más extendida que en España, sobre todo en los últimos treinta o cuarenta años del siglo. Si no era, de hecho, nueva la participación nobiliaria, especialmente de la radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos, donde, por otra parte, casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición del hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones.

No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas. Creemos, no obstante, que negar a concluir, con G. Chaussinand-Nogaret, que la nobleza francesa, a finales del siglo, estaba a la vanguardia del progreso económico es, sin duda, excesivo. Pero, recuerda el italiano C. Campra, "puede servir de contrapeso al tradicional cliché de una aristocracia fatua y ociosa, dedicada sólo al juego y la disipación".

La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la ruina y que fue duramente criticado por quienes, como Fénelon, el duque de Saint-Simon o Henri de Boulanvilliers, veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti-natura, y que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia. Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo.

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maestro de capilla del citado príncipe. Tal grado de esplendor, forzosamente, se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u otoñal (a veces, para supervisar las tareas agrarias) a los que habitualmente vivían en el medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes residían en el medio rural (caso frecuente en la gentry inglesa, por ejemplo).

Mantenía un elevadísimo concepto de sí misma, rayano en el orgullo; no renunciaba a reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso sumisión. Sólo en algunos casos (en España, por ejemplo) se permitía cierta actitud de campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior (actitud que nunca tendría un miembro de la baja nobleza al que sólo unos privilegios, a veces discutidos, distinguían de sus convecinos).

Se iba extendiendo paulatinamente la educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores (quizá salvo en ciertos casos rurales), pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente la educación femenina, en la propia casa, en colegios especializados o en conventos que preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad.

Aumentó el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas, y al menos en Francia, eran más numerosas, estaban más nutridas y tenían una mayor orientación hacia la modernidad (sin faltar libros prohibidos y críticos con el ordenamiento social) las de la nobleza capitalina que las de la nobleza provincial. Pero en conjunto fueron los nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Oxford y Cambridge, los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar por otros países. Ni siquiera se consideraba completa su formación si no se había realizado el grand tour, viaje por las principales ciudades europeas entre las que nunca faltaban París y Venecia, costumbre que se extenderá también a la nobleza de otros países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones termales de moda, viajaba de una corte a otra, se expresaba en francés, la lengua culta de la época, y constituía algo así como una internacional aristócrata -la expresión es de J. Meyer- capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier capital europea. Y no falta quien cree ver cómo, de la mano del cosmopolitismo, se abrían paso en su mentalidad los gérmenes del liberalismo...

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(1727-1732) que apelaba a la historia y a una raza vencedora, de la que descendía la nobleza, para justificar los privilegios de la sangre, o la del barón de Montesquieu en L`Esprit des Lois (1748), que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensora del pueblo.

Pero ciertos ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo lo que significaba la nobleza, especialmente (aunque no sólo) en el área suroccidental de Europa. Elegimos -un ejemplo entre cientos- la dura crítica contenida en la Enciclopedia francesa (1750-1772), enmarcada en la ofensiva contra todos los elementos esenciales de lo que después se denominará Ancien Régime. Lo que, no obstante, no implicaba necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios. Paralelamente, la ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos grupos sociales fue creciendo. Hemos visto a destacados elementos de la aristocracia participando en actividades propias de la burguesía; por su parte, los burgueses ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en siglos anteriores los negocios que permitieron su ascenso.

Desde este punto de vista, no les faltaba razón a los críticos del lujo nobiliario: la necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad.

Y de la misma manera que se lamentaban las injusticias derivadas "de haber considerado la sociedad más como una unión de familias que como una unión de individuos" (Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene, 1764), se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante -no "hay miembros más útiles a la sociedad que los mercaderes", dirá, por ejemplo, el inglés Joseph Addison en uno de sus ensayos periodísticos publicados a principios de siglo en The Spectator- que tendía a sustituir el valor, el orgullo de "ser quien se es" y la visión de la sociedad dividida en compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente valores esencialmente nobiliarios y de la sociedad estamental- por el trabajo, el esfuerzo personal, la economía, la utilidad social, la bondad y el deseo de ascenso social en esa sociedad de individuos, es decir, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad distinta.

Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: más reducida numéricamente, más infiltrada por elementos de orígenes ajenos a ella, pero aún poderosa económicamente, tenía mucho que decir y hacer todavía en el siglo XIX...

El estamento clerical Inicio: Año 1660 Fin: Año 1789 Antecedente:

Sociedad en el siglo XVIII

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de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero, más acusadamente que la nobleza, y debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de ciertas disputas teológicas -aunque mucho más débiles que en el pasado- y, sobre todo, a la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará incólume las fronteras del siglo.

El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo y muchas de las afirmaciones generales que sobre él puedan hacerse, incluso las más elementales, exigen matizaciones. Había enormes diferencias entre el mundo católico y el protestante, por un lado; entre los distintos países de una misma confesión, por otro, y, finalmente, dentro del estamento en cada país.

Para comenzar, sólo en el área católica se reconocía jurídicamente al clero como estamento privilegiado y a ella limitaremos nuestra exposición. Se trataba, en teoría, de un grupo bien definido, formado por individuos que libremente, guiados por la vocación, se integraban en él mediante un acto jurídico-canónico la tonsura o administración de las órdenes sagradas-. En la práctica, sin embargo, las decisiones personales podían estar fuertemente condicionadas por elementos ajenos a toda consideración religiosa, y el clero constituía, en la práctica, una de las salidas naturales de la nobleza, una vía de acomodo o de ascenso social para muchos o el destino impuesto por algunos padres a sus hijas a quienes resultaba difícil concertar un matrimonio apropiado. Y no faltaban situaciones de cierta ambigüedad con algunos de los ordenados de menores o con personas vinculadas a los conventos que difuminaban de hecho los límites entre clérigos y laicos.

También algunos de sus privilegios deben ser matizados. Desde mucho antes del siglo XVIII se redujeron las exenciones fiscales eclesiásticas. Así, por ejemplo, en Francia el clero contribuía al sostenimiento del Estado con una suma considerable, el denominado don gratuit; en los Estados Pontificios debía pagar un elevado impuesto sobre la tierra, y en España, además de la tributación indirecta, debía hacer frente a diversas cargas parafiscales. Hubo, igualmente, un esfuerzo por recortar los privilegios jurídicos, si no los de los eclesiásticos propiamente dichos, sí los de la Iglesia, restringiendo sustancialmente, por ejemplo, el derecho de asilo en los edificios sagrados. Igualmente, se prosiguió en el camino hacia la nacionalización de la aplicación del Derecho canónico, reduciéndose al mínimo las apelaciones a Roma, mientras que la firma de concordatos entre el Papado y los Estados católicos (con Portugal, en 1740; con Nápoles y Cerdeña, en 1741; con España, en 1737, y, sobre todo, en 1753) otorgaba a los monarcas el nombramiento de un gran número de cargos y prebendas eclesiásticas, reduciendo de paso la corriente dineraria que afluía hacia Roma.

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proporción. En Francia, por ejemplo, suele ser inferior al 10 por 100, pero en Nápoles es prácticamente la tercera parte, proporción todavía superada, acercándose a la mitad, en Toscana. Son cifras, sin embargo, sobrevaloradas, entre otras razones, porque suelen incluir los bienes de instituciones asistenciales (hospitales) o docentes y de otras paraeclesiásticas (cofradías) que no eran estrictamente religiosas o cuyas rentas no iban directamente a los eclesiásticos. Y no hay que olvidar que la práctica de la limosna -una de las formas establecidas de redistribución de la renta- consumía cuantiosos recursos de personas e instituciones eclesiásticas. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que, desde el punto de vista económico, la Iglesia no es más que una abstracción, ya que estaba constituida por multitud de unidades de muy distinto significado, desde el más opulento monasterio o arzobispo al cura de aldea que no pocas veces experimentaba dificultades similares a las de sus feligreses para subsistir.

El número de clérigos era mayor del que se precisaba para una adecuada asistencia religiosa de los fieles, debido a la existencia del clero regular y a la proliferación de prebendas, beneficios y capellanías, aunque siempre fue mucho menor que el denunciado por ilustrados y filósofos. En Francia, por ejemplo, Moheau, en 1774, los estimaba en 130.000, es decir, el 0,5 por 100 de la población total (los filósofos hablaban de 500.000). La proporción se superaba abiertamente en países como Portugal (1 por 100, aproximadamente) y, sobre todo, en España (1,6 por 100 en 1787) y algunos Estados italianos (2,5 por 100 en Nápoles, 3 por 100 en Toscana). Los efectivos del clero secular se mantuvieron estancados o descendieron a lo largo del siglo (en cualquier caso, dado el incremento demográfico general, habría retroceso proporcional), pero en casi todos los países disminuyeron los del clero reglar, sobre todo en la segunda mitad, ya que fue este sector el que concitó los principales ataques de los ilustrados. Su distribución geográfica era muy heterogénea. En cuanto al clero secular, se avanzó notablemente durante este siglo en la aspiración de la jerarquía de que cada comunidad tuviera su párroco. Pero aún quedaban aldeas sin párroco, mientras se daba una notable concentración de clérigos en las ciudades y núcleos más importantes, dado el carácter urbano de las sedes episcopales y también por la multiplicidad de cargos y fundaciones que en ellas había y por la atracción que la vida urbana ejercía entre clérigos absentistas (aunque el número de éstos tendiera a disminuir). En Aviñón, por ejemplo, había casi un 6 por 100 de eclesiásticos y en Angers, en 1769, el 3,4 por 100 (si bien en esta proporción se incluyen los seminaristas). Maguncia llegaba a contar cerca de 1.000 eclesiásticos, es decir, algo más del 2 por 100 de la población total, proporción similar a la de Bonn y Tréveris. El clero reglar tenía también una fuerte presencia urbana, especialmente las órdenes mendicantes y las renovadas en la Baja Edad Media o surgidas al hilo de la Reforma. Los monasterios rurales solían corresponder a las órdenes (benedictinos, cistercienses) de origen más antiguo.

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casi parte de los bienes patrimoniales. Podría así recaer la elección en personas totalmente inapropiadas -"el arzobispo de París debería, al menos, creer en Dios", se dice que exclamó Luis XVI al conocer a un candidato a la sede parisina-, pero no fue la norma. El propio sistema de acceso al Episcopado en Francia, por seguir en este mismo país, aunque fuertemente teñido de clientelismo, solía implicar un período de preparación como "grandes vicarios" (importante cargo subalterno) en las diócesis, lo que les daba una sólida experiencia al respecto. En España e Italia, sin que faltaran aristócratas, había una fuerte presencia de nobleza media y baja en el Episcopado y no pocos procedían del clero regular, con personas de origen plebeyo entre ellos.

Los ingresos de los obispos podían ser elevadísimos -el ejemplo obligado es el Arzobispado de Toledo-, aunque también los había de rentas modestas, como algunos del sur de Francia. Las monarquías modernas les habían despojado del poder temporal que tuvieron en la Edad Media y en el siglo XVIII se reducirá también el protagonismo político que, a título individual, continuaron ejerciendo algunos de ellos (en Francia, reaparecerán colectivamente en los Estados Generales prerrevolucionarios). Los retazos de poder temporal que les quedaban solían reducirse a señoríos territoriales, aunque a veces fueran importantes, como el del arzobispo de Estrasburgo, integrado por no menos de 80 núcleos de población. Subsistían, sin embargo, los principados eclesiásticos en el Imperio, y eran nada menos que 65 (algo más de la cuarta parte del total de entidades representadas) los que tenían asiento en la Dieta Imperial.

No era raro que estos últimos, especialmente si el territorio era de cierta entidad, estuvieran más preocupados por los asuntos políticos de sus Estados que por los religiosos, que solían delegar abiertamente en sus subordinados. Por cierto, hubo entre ellos hombres muy dotados y que, influidos por el espíritu de las Luces, promovieron importantes reformas, como fue el caso, en el Arzobispado de Salzburgo, de Hieronymus von Colloredo, arzobispo desde 1772 (aunque su enfrentamiento con Mozart haya proyectado de él una superficial imagen negativa), o en el de Maguncia, Friedrich Karl von Erthal, elector durante el último cuarto del siglo y muchas de cuyas reformas afectaron, precisamente, a los privilegios eclesiásticos. Persistían también en otras partes viejos abusos. Es tópico recordar a este respecto, por ejemplo, que en 1764 residían habitualmente todavía 40 obispos en París y que hasta 1784 no se les obligó a residir en sus sedes. Pero se puede afirmar casi con seguridad que el tipo de obispo dominante en el siglo XVIII era el que se preocupaba por la correcta administración de su diócesis; que la visitaba con regularidad, personalmente o por medio de sus vicarios; que velaba por la moralidad de los párrocos y la atención espiritual de los fieles y que tampoco desatendía los aspectos temporales, desembolsando cuantiosas sumas en obras de caridad y beneficencia (especialmente, en momentos de calamidades) o en la promoción de proyectos económicos o urbanísticos que en nada desmerecían de los emprendidos por sus respectivos gobiernos.

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formación similar o superior a la del resto de los clérigos, el nombramiento de los canónigos respondía a diversas tradiciones -alguna forma de elección, oposición o cooptación; nominación por el obispo o incluso por un patrono laico, por ejemplo- y su procedencia geográfica solfa ser tanto más localista cuanto menos relevante fuera el cabildo considerado. La vida de los canónigos solía transcurrir apaciblemente y no faltaron en sus filas quienes se dedicaron al estudio y el ejercicio intelectual. En conjunto, sin embargo, domina la impresión de un sector tradicionalista y conservador que, corporativamente, se mostraba como celoso defensor de sus prerrogativas y tradiciones ante cualquier posible intento, viniera de quien viniera, de restricción o reforma. Los repetidos enfrentamientos entre los capitulares de Maguncia y su obispo cuando éste les quiso imponer cambios acordes con el espíritu del siglo son un ejemplo no aislado de ello.

El resto del clero secular -la mayoría- constituía un abigarrado grupo de curas párrocos, beneficiados, prebendados de catedrales, colegiatas y parroquias, titulares de capellanías y otras fundaciones particulares... Había, en primer lugar, variedad extrema en cuanto a su dotación económica, encontrándose desde párrocos con ingresos similares o superiores a los de ciertos canónigos hasta clérigos que vivían, como ya hemos indicado, en un grado próximo a la pobreza. La condición sociodemográfica de las parroquias influía notablemente: en ello y solían ser los curas de las aldeas más pequeñas los más desfavorecidos. Sin embargo, es muy probable que, dentro de la variedad, la mayor parte de los párrocos tuviera una situación económica más que pasable, aunque muchos de ellos se sintieran maltratados por un reparto a todas luces injusto de las rentas eclesiásticas. La oposición existente entre el bajo y el alto clero francés por estas cuestiones fue, por ejemplo, notable. El auténtico proletariado eclesiástico era el dedicado a la asistencia y culto menor de capillas catedralicias y otros templos suntuosos y, más aún, los titulares de capellanías pequeñas y ciertos ordenados sin cargo en expectativa, que se concentraban en las proximidades de la corte o en las ciudades donde radicaban los beneficios a que aspiraban y a quienes la necesidad podía llevar a ejercer las más variopintas y no siempre dignas tareas. Los intentos realizados -a veces, por el poder civil- p-ar-a remedi-ar est-a situ-ación no siempre fueron coron-ados por el éxito.

Nombrados por muy diversos procedimientos, desde la nominación por autoridades eclesiásticas (cada vez más frecuente) o civiles (en virtud de las facultades otorgadas por los concordatos), hasta el patronato ejercido por algún laico, abundaban los procedentes de las capas sociales medias, tanto rurales (campesinos y artesanos acomodados) como urbanas (profesiones liberales, mercaderes, artesanos de nuevo...), junto con algunos miembros de la pequeña y aun mediana nobleza. Geográficamente, había un fuerte componente regional y diocesano, sin faltar excepciones notables, sobre todo en determinadas áreas urbanas, cuyo habitual amplio radio de atracción tendía a aumentarse, en algún caso concreto, por la escasez de vocaciones locales, dada la mayor incidencia del laicismo. Es característico a este respecto el caso de la cuenca parisina, donde a finales del siglo nada menos que el 80 por 100 de su clero era foráneo.

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ejercían patronatos laicos o bien como titulares de determinadas capellanías. Durante el siglo XVIII, sin embargo, aumentó la preocupación, tanto en las autoridades eclesiásticas como en las civiles, por mejorar la formación del clero. Se aumentó el número de seminarios y se mejoró la enseñanza impartida en ellos. En Francia, el movimiento se remonta ya a la segunda mitad del siglo XVII; en España, tras la expulsión de los jesuitas, se dieron las órdenes pertinentes para que determinadas casas de los expulsos se transformaran en seminarios. Y el nivel cultural del clero fue, lógicamente, elevándose. Los clérigos toscos y bravíos, que aún quedaban, eran cada vez más la excepción. Más frecuentemente, los curas párrocos proseguían su formación tras los estudios básicos, manteniendo bibliotecas personales más o menos nutridas cuya base estaba formada por libros de moral y espiritualidad y en la que podía haber ejemplares de las más diversas materias. Y el grado de cumplimiento de sus obligaciones se juzgaba mayoritariamente satisfactorio en las visitas a que eran sometidos periódicamente por sus superiores.

Las relaciones con los fieles eran, como no podía ser menos, diversas en función de múltiples factores. Su grado de influencia en los parroquianos, desde todos los puntos de vista, era mucho mayor en el mundo rural que en el urbano y era también en aquél donde el más estrecho contacto daba lugar a las situaciones más complejas e, incluso, contradictorias.

El párroco rural tenia una dimensión rayana en lo coercitivo -control del cumplimiento por Pascua florida, imposición de penitencias, percepción de tributos, cobro de rentas...-y otra mucho más positiva -consejos, arentas...-yudas de todo tipo, intermediario ante autoridades...-, incluso con algún aspecto que participaba de ambas podía ser también, ocasional o habitualmente, prestamista de dinero o granos-. Y fue en el mundo rural principalmente donde los gobiernos ilustrados de todos los países católicos trataron de instrumentalizar la figura del párroco, convirtiéndolo poco menos que en un funcionario de quien lo mismo se esperaba que cumpliera diferentes tareas de información como que realizara una eficaz tarea de difusión del espíritu de las Luces y de medidas que pretendían mejorar las condiciones de vida del campesinado. El ejemplo español del envío a todos los párrocos del Discurso "sobre el fomento de la industria popular", de Campomanes, es bien ilustrativo al respecto. Y, ciertamente, no faltaron los curas que colaboraron activamente con los proyectos gubernamentales o que, a titulo individual, trataron de introducir novedades económicas o sanitarias. En cuanto a Francia, el grado de aceptación que la Constitución Civil del Clero de 1791 tuvo entre el clero parroquial (fue asumida por algo más de la mitad) nos habla de que había bastantes clérigos a finales del siglo XVIII (al menos, en este país y entre los párrocos) que participaban de las inquietudes colectivas y de los nuevos aires políticos.

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era destacable la participación de los religiosos en la enseñanza. En cuanto al asunto de sus riquezas, tan cierto era su gran volumen global como la existencia de enormes diferencias entre órdenes e incluso entre casas de una misma orden. Eran enormes, por ejemplo, los bienes de determinadas abadías benedictinas o de los monasterios jerónimos españoles; pero junto a ellas, los conventos de religiosos mendicantes seguían viviendo fundamentalmente de las limosnas directas o indirectas de los fieles, y no pocos, sobre todo en Francia y en la segunda mitad del siglo, en que aquéllas empezaron a disminuir, pasaban serios apuros económicos.

Por otra parte, la independencia de las órdenes frente al Episcopado hacía que el apoyo de la jerarquía eclesiástica secular no siempre fuera incondicional. Y menudeaban las tensiones entre el clero parroquial y los regulares establecidos en las proximidades de sus parroquias por cuestiones, casi siempre, de captación de fieles o, lo que es lo mismo, de limosnas, reparto de sufragios post-mortem y grado de influencia y prestigio en la población.

El origen de los religiosos era muy diverso. En las órdenes monásticas abundaban los miembros de familias acomodadas y altas, incluyendo, por supuesto, nobles, y procedentes de un ámbito geográfico muy amplio, mientras que en las mendicantes su procedencia geográfica se circunscribía más concretamente al centro de su ubicación -medio urbano o semiurbano y, al avanzar el siglo, cada vez más de su entorno rural- y su medio social predominante, las capas medias, tanto del mundo de los oficios como del campesinado terminaría dominando éste con el paso de los años-. En cuanto a las órdenes femeninas, fueron las que menos deterioro experimentaron a lo largo del siglo. Aunque no solían contarse entre las más ricas (había excepciones notables, sin embargo), la exigencia de una dote para entrar en ellas concentraba el origen social de las monjas en las capas medias y altas; la estrecha concepción que no concebía alternativas válidas para aquellas mujeres al margen de matrimonio o convento contribuyó decisivamente a que se mantuvieran mejor, en cuanto al número de profesiones, que las órdenes masculinas.

Pero, como hemos señalado, fue el clero regular el más atacado por los gobiernos ilustrados. Es paradigmática a este respecto la creación en Francia, en 1766, de la denominada Comisión de Regulares, que trató de limitar determinados abusos y, entre otras medidas, ordenó la agrupación de casas con corto número de religiosos, la supresión de algunas, la confiscación de sus bienes y su transferencia a seminarios y centros educativos y estableció limitaciones de edad para la formulación de votos. La reducción de conventos no se limitó a Francia, sino que afectó también, por ejemplo, al territorio imperial.

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territorios; y cuya intensidad, en el caso del Imperio, alarmó tanto a Roma que el propio Papa, en una decisión sin precedentes, trató inútilmente de detener viajando a Viena (1782) para entrevistarse con el emperador José II. De todo ello se habla en un capítulo posterior de este libro, así como de otras cuestiones que incidieron notablemente en el desgaste sufrido por las Iglesias durante el siglo XVIII.

Debemos, no obstante, aludir aquí, aunque sólo sea someramente, a las disputas internas, como el metodismo y el pietismo en el campo protestante, o los últimos coletazos del jansenismo en el católico (en Francia, principalmente, pero también con ciertas ramificaciones en cuanto a actitudes políticas sobre todo en España y otros países católicos); a los ataques de los intelectuales -¿es preciso recordar a Voltaire o la Enciclopedia?- y al desarrollo del deísmo entre las capas ilustradas, así como el de asociaciones laicas (francmasonería) vinculadas a estas actitudes; a la creciente tolerancia hacia otras confesiones, adoptada primero como actitud social por las elites cultas y que llegaron a plasmarse en medidas de gobierno (Edicto de Tolerancia del emperador José II en 1781; en Francia, en 1787); la propia Iglesia contribuyó a debilitar vínculos con gran parte de sus fieles al apostar por una religión más limpia de prácticas populares supersticiosas...

Todo ello se tradujo en una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad y un incremento del laicismo, manifestado, por ejemplo, en el descenso experimentado en algunos países y de forma acusada en Francia desde 1750-1760, aproximadamente, por limosnas, mandas y disposiciones testamentarias en favor de la Iglesia; por el creciente fraude que paralelamente se dio en la recaudación de los diezmos; por la disminución en algunas áreas concretas de las vocaciones religiosas, o por la difusión de prácticas anticonceptivas, contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, a que hemos aludido con anterioridad.

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Mientras comenzaba a erosionarse lentamente la posición de los estamentos privilegiados, el desarrollo de nuevos grupos y categorías socio-laborales al compás de la evolución económica acentuaba la complejidad estructural del resto de la sociedad, esa inmensa mayoría compuesta por los "que no eran ni clérigos ni nobles". Pero la nota más destacada fue el afianzamiento de una burguesía que, si aún no aspiraba ni estaba en condiciones de disputar el protagonismo social a la nobleza, sí se distanció definitivamente de la masa y, quizá no muy conscientemente, caminaba hacia un futuro que terminó consagrando su dominio.

La burguesía

Época: demo-soc XVIII Inicio: Año 1660

Fin: Año 1789

En su origen medieval, el término burgués designaba a los habitantes de los burgos o ciudades y todavía en el siglo XVIII se encontraban múltiples huellas de este significado. Así, por ejemplo, el "derecho de burguesía" -en las ciudades libres alemanas, en las suizas, en las de las Provincias Unidas- confería la plena condición de vecino y facultaba para el disfrute de prerrogativas y, en su caso, privilegios particulares. Ahora bien, paulatinamente se fue extendiendo otro significado del término, referido a un grupo social que se ocupaba en ciertas actividades socio-económicas, es decir, el significado que hoy mantiene. Podemos definir la burguesía dieciochesca, en un sentido amplio, como una fracción del tercer Estado que, disfrutando de unos recursos económicos, al menos, saneados -la imprecisión es inevitable-, ejercía actividades mercantiles, financieras, industriales- en el más amplio sentido de la palabra-, liberales -destacando abogados y hombres de leyes- o del funcionariado o que, simplemente, vivía de las rentas de sus inversiones -en la tierra o en cualquier tipo de empresa o compañía- o administraba las de otros.

El trabajo y el esfuerzo personal, ya sea manual o intelectual, caracterizan en buena medida la actividad burguesa y están o estuvieron en la base de su patrimonio económico; un patrimonio, por lo tanto, que se ha adquirido o ganado -frente a la noción de patrimonio concedido y heredado, predominante en la mentalidad tradicional nobiliaria-, que se administra con ánimo de lucro -es más, de obtener el máximo beneficio- y que se concibe esencialmente, recuerda P. Léon, como dinámico, esto es, "basado en una constante y creciente acumulación".

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aristócratas. Algunos de ellos fueron ennoblecidos y otros establecieron alianzas familiares con cualificados miembros de la nobleza. Su estilo de vida era plenamente nobiliario e incluso disfrutaban de algunos privilegios -entre ellos, el de llevar armas-, similares a los de la nobleza. Terminó configurándose, pues, como un grupo a medio camino entre la burguesía y la nobleza propiamente dichas y al que algunos autores no dudan en incluir en la última.

Entre ambos extremos, el grueso del grupo cubría una amplia gama de actividades que no creemos necesario enumerar detalladamente. Señalaremos, simplemente, cómo este siglo consagró el triunfo de la figura más tradicional de la burguesía, la del mercader o gran comerciante; vio desarrollarse otras, como la de banquero e industrial, destinadas a gozar de un brillante porvenir (pero, recordemos, ningún contemporáneo habría osado situarlas en el mismo plano); y asistió, finalmente, al fortalecimiento, numérico y en términos de influencia y estima social, de las capas medias urbanas.

Los banqueros eran hombres no relacionados, en principio, con las finanzas del Estado, sino dedicados a la inversión de su propio dinero y del de sus clientes, y que simultaneaban sus inversiones en los más diversos ámbitos, económicos y geográficos, nacionales e internacionales, multiplicando, pues, las posibilidades de ganancias y tratando de minimizar los riesgos. La diversificación de inversiones, por otra parte, se hizo habitual en una minoría que, procedente del mundo del gran comercio, estaba cada vez mejor formada y preparada técnicamente, con un bagaje de conocimientos adquiridos no en la universidad, sino en la práctica cotidiana del negocio, de la mano del padre u otro familiar, y en viajes al extranjero, en visitas a las propias sucursales o a otros comerciantes vinculados económica y personalmente (las redes de tipo clientelar o similares vuelven a aparecer aquí) a la familia.

Eran los denominados en Francia negociantes y a los que G. Chaussinand-Nogaret califica como mercaderes-banqueros-empresarios-armadores-financieros" para, explícitamente, señalar su amplia procedencia, subrayar sus interrelaciones y mostrar cómo, en definitiva, prácticamente ningún campo de la actividad económica quedaba fuera de su alcance. En cuanto al manufacturero o industrial, este tipo de empresario de nuevo cuño se irá configurando a finales del siglo, principalmente en Inglaterra. Procedentes mayoritariamente de las capas medias del campesinado, del artesanado o del comercio (contando a veces con una sólida base económica), mucho más raramente de las capas bajas (nunca de entre los más pobres), protagonizaron en algunas ocasiones, más llamativas por minoritarias, ascensos rápidos, aunque la gran mayoría continuaría durante toda su vida como pequeños empresarios, es decir, manteniendo o, a lo sumo, mejorando levemente su condición social. Pero esta figura, en su pleno desarrollo, será más propia del siglo XIX que del XVIII, por más que ahora algunos de sus representantes (minoritarios, insistimos) dieran el salto a las elites urbanas.

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en Occidente propias de la burguesía. Pese a todo, en países como Rusia hubo un esfuerzo por parte de sus soberanos por tratar de impulsar su desarrollo y, en cualquier caso, el crecimiento experimentado durante este siglo por gran parte de las ciudades de la Europa central y oriental hubo de estar vinculado en mayor o menor medida al desarrollo de la burguesía comercial.

En Europa occidental había todavía países, como España, en que el peso social de la burguesía no dejó de ser relativo, estando compuesta en su mayoría por profesiones liberales y funcionarios, y limitándose los principales focos de la burguesía económica -mercantil más que industrial- a las ciudades portuarias -algunas de las cuales, como Cádiz, llegaron a convertirse en interesantes centros cosmopolitas- y a Madrid, y siendo Cataluña el único polo notable de crecimiento de una burguesía manufacturera aún incapaz, sin embargo, de competir con los comerciantes.

Pero en las Provincias Unidas o en las grandes ciudades comerciales alemanas portuarias, como Hamburgo, o del interior, como Leipzig o Francfort la larga tradición de predominio burgués continuó e incluso se reforzó en este siglo y su elite, evolucionada a un patriciado exclusivista y defensor de sus privilegios, controlaba celosamente el poder -en muchas de las ciudades alemanas- o lo compartía con una nobleza que no podía hacerle sombra -en las Provincias Unidas-. Excluyendo este país, fueron Francia e Inglaterra los que contaron con las burguesías más desarrolladas del Continente, en íntima relación con su evolución económica.

En Inglaterra los grupos burgueses, fortalecidos ya en el siglo XVII, se encontraban integrados en el régimen desde la revolución de 1688; la permeabilidad social en la isla era, como ya hemos señalado, más un tópico que una realidad, pero, al menos, se puede decir que, aunque a cierta distancia, la burguesía caminaba socialmente junto a la aristocracia y la gentry y dejaba oír su voz en la Cámara de los Comunes (aunque las últimas cortapisas al pleno ejercicio de sus derechos políticos no desaparecieron hasta 1832). Y las capas medias urbanas ya podían ser consideradas como la auténtica espina dorsal de la sociedad inglesa, algo todavía lejano en el Continente, por más que su fuerza fuera ya grande en algunas de las ciudades más importantes. En Francia las posibilidades de plena integración socio-política eran más limitadas que en Inglaterra, y si exceptuamos el caso de algunas ciudades, donde su posición preeminente no era discutida, pasaban casi necesariamente por la compra de cargos ennoblecedores o la alianza matrimonial con la nobleza.

En correspondencia con la heterogeneidad del grupo, los niveles de sus fortunas eran muy variados. Allí donde la burguesía contaba con una sólida tradición de predominio, sus patrimonios solían ser los más importantes del conjunto social. Por ejemplo, en el Hamburgo de finales del siglo la suma de las grandes fortunas burguesas equivalía a las reservas de Estado de Prusia (P. E. Schramm, citado por J. Meyer). No era esto, sin embargo, lo más frecuente en Europa, donde si una minoría de negociantes, mercaderes, armadores, financieros... disfrutaba de rentas elevadísimas, eran más numerosos los burgueses con fortunas de tipo medio. Y en conjunto, sus patrimonios se situaban aún por debajo de los nobiliarios, sobre todo si comparamos las cúspides de ambos grupos. Su nivel de vida era acorde a su saneada situación económica.

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