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La lectura como construcción una propuesta de recepción intraliteraria en la novela Los Ejércitos de Evelio Rosero

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Academic year: 2017

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“LA LECTURA COMO CONSTRUCCIÓN”: UNA PROPUESTA DE RECEPCIÓN INTRALITERARIA EN LA NOVELA LOS EJÉRCITOS DE EVELIO ROSERO

MARIAN ALEXANDRA CUESTAS PINTO

TRABAJO DE GRADO

Presentado como requisito parcial para optar por el título de

Profesional en Estudios Literarios

Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Ciencias Sociales

Carrera de Estudios Literarios

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

RECTOR DE LA UNIVERSIDAD

Jorge Humberto Peláez Piedrahíta

DECANO ACADÉMICO

Germán Rodrigo Mejía Pavony

DIRECTOR DEL DEPARTAMENTO DE LITERATURA

Cristo Rafael Figueroa Sánchez

DIRECTOR DE LA CARRERA DE ESTUDIOS LITERARIOS

Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz

DIRECTOR DEL TRABAJO DE GRADO

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Artículo 23 de la Resolución No13 de julio de 1946

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AGRADECIMIENTOS

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CONTENIDO

INTRODUCCIÓN ... 1

1. SITUACIÓN ... 5

1.1 El problema ... 5

1.2 La obra ... 8

1.3 Sus contextos: la violencia y la tradición literaria de la violencia en Colombia ... 13

1.4 Algunas generalidades del escritor y su obra ... 40

2. LOS ARTIFICIOS ... 47

2.1 El tiempo narrativo ... 48

2.2 El sujeto narrativo ... 55

2.2.1 Las dos percepciones de Ismael ... 57

2.2.2 El desdramatismo poético ... 63

2.2.3 El pensamiento/la locura ... 65

2.2.4 La memoria ... 70

3. EL EFECTO INTERPRETATIVO... 75

3.1 La resolución mítica de la novela ... 76

3.2 La desnormalización de lo normalizado ... 79

3.3 El cambio de perspectiva ... 82

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1 INTRODUCCIÓN

El texto ficticio toma la construcción como tema porque es simplemente imposible evocar la vida humana sin mencionar ese proceso esencial. Cada personaje está obligado, a partir de las informaciones que él recibe, a construir los hechos y los personajes que lo rodean. En esto hay un riguroso paralelo con el lector, quien construye el universo imaginario a partir de sus informaciones (el texto, lo verosímil), convirtiendo así la lectura, inevitablemente, en uno de los temas del libro.

Tzvetan Todorov

Los estudios literarios se han encargado de desentrañar, analizar y comprender todos los elementos que hacen posible la existencia de un texto: el autor, la forma del texto, los personajes, la narración, etc., hasta llegar al final del ciclo de la existencia de la obra, que es el lector. Se ha dicho que sin lectores no habría literatura, que una obra que no se lea está muerta, “puesto que la obra es más que el texto, ya que sólo adquiere vida en su concreción[1], y ésta no es independiente de las disposiciones aportadas por el lector, aun cuando tales disposiciones son activadas por los condicionamientos del texto” (Iser, 149), como asegura Wolfgang Iser en su texto “El proceso de lectura", y esta verdad ha sido mi

punto de partida para el trabajo a desarrollar.

Durante mi acercamiento a la literatura, he podido establecer ciertas similitudes entre el rol del lector y el rol del narrador. A pesar de que el narrador es una construcción ficcional y el lector es una persona real, su función es muy parecida: construir —como dice Todorov— los hechos y los personajes que los rodean a partir de la información que les es dada. Esta función es llevada a cabo en el lector (extraliterario-real) por su capacidad de decodificación del texto escrito (a pesar de que existan otras múltiples lecturas) y en el

1 Proceso mediante el cual, según Roman Ingarden, se aprehende una obra de arte literaria, esto es, a través de “concretar” o “concretizar” las “indefiniciones” de dicho texto para construir su significado total. Al respecto, consultar su ensayo “Concreción y reconstrucción” incluido en su libro Estética de la recepción

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narrador (o lector intraliterario), por su capacidad de interpretar su propia realidad y darla a conocer en el relato que hace de ella.

Sin embargo, no solo llegan a construirse hechos y percepciones a través de la lectura, sino que en ella se ejerce la capacidad y el derecho —¿por qué no?— de la interpretación. Ésta, por supuesto, está mediada, condicionada, por una buena cantidad de subjetividades que podrían categorizarse en estímulos, memorias, circunstancias, temporalidades, etc., y que de una u otra manera direccionan la intervención interpretativa de cada lector respecto al texto.

Ahora, analizar el proceso de lectura, los tipos de público lector, o en general la recepción de una obra es una tarea ambiciosa y ardua, seguramente infinita también. Por esta razón, aunque mis herramientas de trabajo se hallaron en el campo de la recepción literaria, no pretendo concentrarme en el establecimiento o seguimiento de una taxonomía de los lectores que se acerquen o hayan acercado alguna vez a la obra que elegí, sino hacer un análisis textual de ella en aras de desentrañar esa doble función que el narrador cumple (narrar y leer), además de plantear una hipótesis incomprobada (más que sobre mí) de cómo este mecanismo dicotómico condiciona la lectura real y direcciona la construcción e interpretación que hace el lector de la obra y de la realidad a la que atañe, esto de una manera tiránica tan interesante como relativa.

La obra elegida fue Los ejércitos, de Evelio Rosero, un escritor colombiano nacido en la década de los cincuenta, ganador del premio Tusquets Editores de Novela con esta misma obra y vivo aún. Narrada por Ismael Pasos, tiene como argumento la experiencia de la intrusión de la violencia en un pueblo llamado San José que termina por extinguirse a merced de “los ejércitos” que se enfrentan dentro del mismo. Las distintas técnicas narrativas de las que el autor se vale para darle vida a la historia y a los personajes serán enunciadas y analizadas en las próximas páginas, con el fin de descubrir esos caminos de interpretación que están consciente o inconscientemente preconstruidos y que envuelven al lector, lo dirigen, lo limitan y a la vez le permiten entrar en la obra.

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problema que pretendo abordar: la doble función del narrador de la novela y su particular construcción discursiva del mundo que lo rodea, la cual conduce la interpretación del lector de la obra hacia nuevas perspectivas de entendimiento del fenómeno de la violencia. Para esto establezco algunas categorías de estudio a través de las cuales he planteado la cuestión, tales como “lector intraliterario”, “lector extraliterario”, “niveles de lectura”, etc. Estas distinciones se verán exploradas con mucha más profundidad durante el segundo capítulo de la investigación.

En segundo lugar encontramos la presentación de la obra, que consta de un somero resumen de su argumento, así como de la exposición de su estructura básica, además de una aproximación a la determinación del público lector para la cual está escrita y de la necesidad a la que responde su producción, lo cual nos lleva al siguiente apartado del primer capítulo que corresponde a la contextualización de la obra dentro de la tradición literaria colombiana, específicamente de la literatura de la violencia en Colombia. Para ello no solo se requirió hacer un breve recuento histórico de las transformaciones que ha sufrido el género desde su aparición, sino que fue necesario acudir a distintos teóricos y estudiosos del mismo para insertar en dicha tradición la novela que nos convoca. Por último, ahondamos un poco en el campo de la obra hasta ahora producida por el autor y su relación con Los ejércitos, así como en las consideraciones más generales que tiene Rosero de la literatura y que están de alguna manera reflejadas en la obra que hemos elegido como objeto de estudio para el presente trabajo de grado.

Ya durante el segundo capítulo nos adentramos en la obra y sus artificios de construcción con el fin de establecer el proceso de lectura que atraviesa Ismael, el protagonista, para interpretar y reformular su realidad a través de su narración. Para ello contamos con dos grandes apartados, El tiempo narrativo y El sujeto narrativo, los cuales se concentran en las herramientas usadas en el libro para hacer aparecer con toda consistencia el contexto que recrea el narrador a través de una voz tan particular como la que logra otorgarle Rosero.

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con mucha más conciencia que lo que debería ser la excepción (la violencia) se ha convertido en la regla. Finalmente, nos concentramos en formular esa propuesta que ha lanzado la novela respecto al foco de observación y acercamiento que deberíamos adoptar para pensar en el fenómeno de la violencia en Colombia.

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5 1. SITUACIÓN

1.1 El problema

Por su omnipresencia y sus múltiples sujetos de ejecución, el hecho de estudiar el proceso de lectura se ha hecho particularmente difícil, aunque muy atractivo y necesario para los Estudios Literarios. Esta especial atención que se ha generado sobre el campo de la lectura y los lectores ha sido fomentada y practicada desde la corriente de teoría literaria de la Recepción, la cual se ha concentrado no solo en el proceso de asimilación de las obras literarias a través de la historia por parte del público lector, sino en el conocimiento de los lectores mismos, los cuales son reconocidos no como una masa receptora homogénea, sino como agentes de interpretaciones específicas que en sus peculiaridades aportan al ya robusto sistema literario y permiten generar nuevos caminos de acercamiento a las obras escritas y publicadas de todos los tiempos.

Dada su naturaleza, es apenas normal que la Teoría de la Recepción se desarrolle y se aplique desde y sobre el individuo, es decir, que se concentre en las personas, en su capacidad de comprensión e interpretación, así como de producción intelectual, la cual constituye un termómetro de la recepción, pues muchos de los textos que se producen, sobre todo de orden crítico —aunque no exclusivamente—, surgen como reacción a alguna lectura que se hizo previamente. Sin embargo, como afirma Todorov en Los géneros del discurso, “Una de las dificultades del estudio de la lectura reside en que su observación es difícil: la introspección es incierta y la investigación psico-sociológica resulta aburrida” (102), por lo que “se descubre entonces el trabajo de construcción representado al interior de los propios textos ficticios, en los cuales es mucho más cómodo estudiarlo” (102). De manera que a pesar de la necesidad de estudiar el comportamiento del lector y el proceso de lectura de manera aplicada en los lectores reales, es posible plantear soluciones y aportes al problema de la lectura desde las obras literarias mismas y más aún, desde sus actores: sus personajes, y particularmente, sus narradores.

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el universo imaginario a partir de sus informaciones (el texto, lo verosímil)” (102). Al igual que las personas de carne y hueso, los personajes de un libro (de un buen libro) están construidos por caracteres, experiencias, memorias, percepciones distintas, categorías de aprendizaje, etc., que nos permiten no solo entender su manera de leer2el mundo que los rodea, sino y sobre todo adentrarnos en ese proceso de interpretación que tanto se persigue en el campo de la recepción literaria.

Las múltiples consideraciones sobre la lectura que se han producido a lo largo de años de investigación, han permitido establecer una verdad, de la cual partimos para pensar al narrador de un texto como un “lector potencial” en tanto que sus funciones, y ésta es que existen varios tipos de lectura. De manera que leer no es únicamente decodificar3 formas lingüísticas, sino que puede entenderse como el método por el cual asimilamos realidades y estímulos con el fin de interpretarlos. No obstante, casi siempre, si no siempre, es entendido como la pura decodificación de datos.

Ahora, es necesario hacer una breve distinción terminológica entre las palabras interpretar y leer. Estos dos términos se han asociado de tal manera que parecen indistintos; sin embargo, el primero de ellos constituye una necesidad inherente a la existencia humana; y el otro, un método, un hábito social mecanizado, enseñado y aprendido de generación en generación. La interpretación es el fin de toda lectura y las manifestaciones de esta interpretación abundan en la sociedad, sin embargo, una de las más importantes, si no la más importante, es la escritura.

Como se mencionó anteriormente, la producción crítica escrita es un buen termómetro de la recepción; producir textos sobre las obras literarias que nos han afectado es la forma más natural, visible y permanente de manifestar nuestra interpretación. Crear un texto a partir de una lectura es algo parecido a lo que Jaime Alejandro Rodríguez propone para definir “narración” en su libro Para el estudio y disfrute de las narraciones: “poner en palabras la experiencia” (9). De pronto se nos hace necesario narrar de una u otra manera lo que nos afecta estética y personalmente y surge un texto en el cual se reconstruye la experiencia y

2 Leer: asimilar, construir.

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se hace accesible a un público lector ajeno a nuestras propias experiencias, pensamientos, sensaciones, etc.; en esto consiste el poder de la literatura y la función más importante del lenguaje, en abrir caminos de accesibilidad para que otros puedan recorrer lo íntimo, lo propio.

Esta necesidad primigenia de contar o narrar para reconstruir lo vivido es la motivación que nos impulsa a crear, en este caso, un texto, aunque no necesariamente es lo único que puede producirse. Ahora, si continuamos concretando las similitudes funcionales entre lector y narrador —entendiendo la palabra lector, para los fines de esta investigación literaria, únicamente como quien decodifica e interpreta un texto escrito—, mientras el primero interpreta y recrea mentalmente —y, tal vez, eventualmente en un texto— el mundo que le sugiere lo leído; el segundo, en el hecho mismo de narrar, está haciendo su propia recreación e interpretación de lo que lo rodea, está no solo leyendo su mundo, sino interpretándolo y dándolo a conocer. Lo importante de este ejercicio es la develación del procedimiento de interpretación, al cual tenemos acceso a través de las relaciones que podamos establecer entre el personaje, sus hechos objetivos y su forma narrativa subjetiva (que consiste en la escogencia de unas expresiones, imágenes, palabras, descripciones, metáforas, etc., por encima de otras, por ejemplo), que es en últimas lo que manifiesta dicha interpretación y lo que termina “estimulando” y/o “activando” —para retomar a Iser— disposiciones del lector extraliterario respecto al texto, por medio de las cuales lo completa4.

De manera que alrededor de cualquier obra literaria aparecen dos niveles de lectura: el extraliterario, que responde a la lectura del lector —valga la redundancia— “real” que decodifica lo escrito en el libro; y el intraliterario, en el que es protagonista el lector “ficcional” o narrador que “decodifica” o lee su realidad y la interpreta a través de su propia narración del mundo. Así se configuran los dos tipos de lector, el lector intraliterario (o narrador) y el lector extraliterario. De la lectura de uno depende la lectura del otro; el acceso del lector extraliterario a la información y al mundo ficcional está condicionado y limitado por la interpretación del lector intraliterario (manifestada en su narración), pues

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“lo que los personajes ignoran es también ignorado por el lector […sin embargo,] no se deja de construir porque la información sea insuficiente o errónea” (Todorov, 104).

A pesar de que el rastreo de las dos lecturas puede intentarse en todas las obras de ficción (dado que todas son producto de una narración), no todas permitirán tal abordaje fácilmente ni arrojarán los resultados esperados a la luz de la Teoría de la Recepción, los cuales deberían aportar al estudio de la interpretación. Por ejemplo, aquellas en las que la narración se impone como “objetiva”, tal vez desde una voz omnisciente e “invisible” no permiten la determinación de un “lector intraliterario”, porque no hay tal. No es una voz que tenga opiniones o se relacione con el mundo narrado, sino solamente el canal por el que se nos dan a conocer los acontecimientos que rodean y atraviesan a los personajes. Caso distinto el de aquellas obras construidas desde una voz-personaje que interactúa con el medio que describe.

Por esta razón —y muchísimas otras que iremos explorando— se llegó a la iluminación de esta premisa (la de la determinación de los dos lectores y los dos niveles de lectura) a partir de una obra particular y su estudio insistente. Una obra que no solo se configura como aquella que reúne todas las condiciones necesarias para conducir al hallazgo de la premisa, sino que por su unicidad narrativa se presta para ahondar en dicho hallazgo y esclarece con suficiencia algunos “principios de la interpretación” útiles para el estudio de este tema en varios niveles. Se trata de la novela colombiana Los ejércitos, de Evelio Rosero, publicada en el 2007 y ganadora —como muchas otras obras del autor— de un premio que permitió su publicación, el II premio Tusquets Editores de Novela. Una novela cuyo mundo (ficcional y contextual) se nos da por entero a través de la visión, el lenguaje y la sensibilidad de su narrador y protagonista.

1.2 La obra

Los ejércitos es una novela escrita por Evelio Rosero, un autor colombiano nacido en 1958, y narrada por Ismael Pasos, un profesor jubilado de 70 años que vive en el pueblo de San José. Relata, siempre desde su punto de vista5, la historia de una búsqueda —la de Ismael

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buscando a Otilia—, de una desaparición —la del pueblo de San José a merced de “los ejércitos” que hacen parte del conflicto armado colombiano: paramilitares, guerrilleros, militares y narcotraficantes—, y de una pérdida —la de la propia vida de Ismael en medio de la locura y la tristeza y la de muchos otros que perdieron todo hasta no quedar nada—. Su carácter está forjado con lo que ha sido la firmaformal”6 del autor: el desencanto del mundo, al que lo acompañan las terribles dificultades de sobrevivirlo y nunca la posibilidad de vivirlo.

La obra surge de un dolor muy profundo del cual es dueño el autor y que debe ser contado, sacado de sí, materializado de alguna manera. Las historias de los distintos personajes de la novela son historias reales, que acontecieron a varios de los miembros de la ciudadanía colombiana en algún momento de la historia reciente. No todas sucedieron en el mismo lugar, probablemente ninguno de ellos conocía la historia del otro, pero todas estaban soportadas en una misma realidad, realidad que supo captar Rosero como una misma: la violencia – la guerra.

Esta mismidad (realidad única), que se vuelve colectiva, aunque se viva de manera diferente, es lo que permite vislumbrar una sola naturaleza en todos los acontecimientos, y que va más allá de sus “similitudes ejecutivas” o sus “autores materiales e intelectuales”, naturaleza que el autor no solo rastrea, sino que recrea. De manera que se construye la obra como una persecución, un rastreo. Evelio Rosero persigue un carácter, un mismo espíritu en todos estos hechos, eso que reúne todo en una sola forma (aunque también persiga su propia liberación, de la que ha hablado tanto cuando se le pregunta por su novela) o que se deja formar de una misma manera, por eso la creación de San José, lugar en el que convergen estas distintas vivencias y existen en una misma y única realidad ficcional que permite que la experiencia de la guerra sea una experiencia colectiva, a pesar de la variabilidad del calibre de las experiencias. Y esta forma Rosero la encontró en la

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disposición estética y narrativa de la novela —razón última que nos convoca alrededor de su libro, para este caso particular—, sobre lo cual nos detendremos un poco más adelante. La novela está dividida en veintiún capítulos sin marcar, algunos de los cuales están divididos, a su vez, en subcapítulos sin marcar, excepto visualmente por un espacio mayor al interlineado de un párrafo al otro, pero menor que el que se marca desde el final de un capítulo al inicio de otro. Aparte de esta notable división capitular, también está constituida por dos partes establecidas a partir del desarrollo de la trama y la imposición paulatina del tema (la violencia). Éstas son “el mundo acostumbrado”, expuesto desde el inicio del libro hasta la desaparición de Otilia; y el “mundo desmoronado”, enunciado desde la desaparición de Otilia hasta el final del libro, en el que el pueblo entero ha desaparecido y el único que falta —y que se sugiere va a desaparecer también— es Ismael.

La narración empieza con la exposición del mundo ordenado o acostumbrado del pueblo. Durante sus primero capítulos —sobre todo en el primero— se describe un paraíso, aunque de a poco se nos hace saber que siempre ha estado en medio de la guerra y se ha visto afectado de una manera u otra por ella, por lo que ese “orden” es más bien una estabilidad relativa en medio de la situación; no obstante, durante el transcurso del tiempo y de las páginas dicha estabilidad va a ser clara y drásticamente transformada, demudada hasta la desaparición total.

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acostumbrada por el narrador y sus paisanos; de otro, la violencia, el agente transformador-destruidor que se va imponiendo hasta su reino.

La existencia del pueblo, aunque ficticia, apunta a un contexto tan específico como real, y por tanto, a un lector también muy puntual. Durante todo el libro las referencias a Colombia como escenario de acción no solo son evidentes sino constantes, por ejemplo, alusiones a la capital (Bogotá), a algunas ciudades del país (Popayán, Manizales) y a regiones/pueblos/municipios del mismo (Apartadó, Antioquia; Toribío, Cauca, etc), todas a razón de la presencia y la afectación de la violencia de una manera u otra sobre ellas en la realidad colombiana. Y es que el tema sobre el que está constituida la novela es precisamente ése, la violencia —ya lo he dicho—, aunque a veces parezca muy distante entre la senilidad y la locura de Ismael, y sus conversaciones consigo mismo y sus largas y cortas disertaciones internas de las que somos testigos que van motivadas desde la angustia de la desaparición de su Otilia hasta la observación del cuerpo de cualquier mujer que ha cruzado su camino.

En cuanto al lector, “lector ideal” o “lector modelo”7, si se quiere, la obra nos refiere a quienes entiendan la naturaleza del conflicto armado en Colombia, a pesar de la “universalidad” de la guerra que padece Ismael y todo el pueblo de San José. Habiendo afirmado esto, podemos remitirnos al concepto que Eco propone para denominar el conjunto de conocimientos y convenciones pre-establecidas, pre-concebidas y “pre -obtenidas”, que debe tener un lector para poder interactuar satisfactoriamente con el texto que lee, esto es, la enciclopedia8, la cual “considera tanto las selecciones contextuales como

las selecciones circunstanciales” (Eco, 27) para construir el referente del que se habla en la obra, en este caso, la violencia y la violencia en Colombia.

Sin embargo, tal vez esperar que todos aquellos quienes lean la novela entiendan la naturaleza del conflicto es algo ambicioso y poco probable, pero al menos sí es claro que la lectura espera un mínimo conocimiento que le permita establecer las relaciones más

7 Categoría que Umberto Eco menciona y establece para referirse a aquel destinatario perfecto en quien el escritor piensa al producir un texto. Véase Lector in fábula, el capítulo “El lector modelo”. 8 Hay varios capítulos en Lector in fábula que tratan el tema y lo van definiendo de a poco; sin embargo, el

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inmediatas y necesarias de su referencialidad, por lo que su primera opción es, obviamente, un público lector colombiano (o suficientemente involucrado con Colombia y su constante estado de violencia), aunque —como ha sido evidente— no ha sido el único público al que ha llegado ni al que le ha hablado9(pensemos en las diferentes traducciones y los distintos reconocimientos que en el mundo entero se le han atribuido a la obra y que, por lo tanto, apuntan a un elemento universal, acaso arquetípico, que atraviesa Los ejércitos).

De manera que la obra nos atañe en tanto que colombianos (¿acaso por ser colombianos es una obligación leer todo lo que se produce en el territorio nacional y/o lo escrito por nuestros compatriotas dentro y fuera del país?), nos abre un camino de entendimiento especialmente diferente10 de la situación de conflicto con la que hemos crecido, y establece

una nueva conexión (¿tendrá esencia de novedad su propuesta?) del alma con dicho acontecimiento; una que está basada en arquetipos que en todos hacen eco (la pérdida del ser amado, la confusión que produce la guerra, la desaparición inminente —aunque paulatina— de lo que conocemos por causas imposibles de contener o cambiar o manejar, por ejemplo).

Ahora, en Colombia la necesidad de contar la violencia es una motivación de fuerzas monumentales que no solo ha afectado personalmente a Rosero, sino que ha generado una prolífera producción literaria casi que durante toda la historia del país, pero especialmente desde mediados del siglo XX. De alguna manera los escritores nacionales han sido llamados, convocados, a la escritura por la situación de constante y cada vez más inentendible violencia que se niega a abandonar el país. Es un llamado al que acuden muchos, diría que casi todos, y sobre el cual se ha edificado de a poco una tradición literaria

9 La medida de entendimiento e incluso de identificación que pueda tener un público lector específico respecto a una obra tiene que ver con la capacidad de hablar que ésta tenga, es decir, de trascender las referencias más cerradas (por regionalistas o culturales, por ejemplo) y llegar a ser universal o, al menos, humanamente asimilable. Los ejércitos ha alcanzado un público lector muy amplio a nivel mundial, el cual se postula como un gran receptor “accidental” —en alguna medida— dado el fuerte componente cultural colombiano que tiene la novela (ora por sus referencias geográficas-culturales, ora por sus referencias histórico-políticas), pero, en todo caso, importante.

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importante, de la que hace parte, indudablemente, Los ejércitos. Su inserción a esta tradición y su interacción con la misma vamos a abordarla desde una perspectiva histórica —para entender de dónde ha surgido la tradición y cómo se ha visto afectado su desarrollo a lo largo de los años— e historiográfica literaria —para adentrarnos en su dinámica y ubicar consistentemente (consecuentemente) la obra de Rosero dentro de dicha tradición—

1.3 Sus contextos: la violencia y la tradición literaria de la violencia en Colombia Después de una gran tradición literaria de novelas de y sobre la violencia11 en Colombia, la cual empieza para muchos críticos en 1946 (y se extiende aproximadamente12 hasta 1965) con la tensionante situación política del país que desembocó en La Violencia bipartidista de la década de 1950, y continúa en sus diferentes manifestaciones13 hasta el día de hoy, Evelio Rosero sumó a ese mar de obras una más. Debido al sucesivo progreso del género novelístico inscrito en este discurso hacia una excelencia literaria mucho más concreta cada vez14, este autor pudo beber consciente o inconscientemente de grandes novelas que determinaron en alguna medida la existencia de la novela que nos convoca: Los ejércitos.

Si bien la literatura de La Violencia en Colombia empezó con un ánimo claramente testimonial que respondía a la situación de la violencia que tan crudamente ha marcado la historia del país, y cuya dirección —por esta misma naturaleza— no era la realización literaria, con el tiempo se ha venido desarrollando una preocupación estética muy marcada

11 Hablo del fenómeno general de la violencia que ha estado presente desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, incluyendo la que se ha generado alrededor del narcotráfico y las guerrillas; sin embargo, acorde a la convención que se maneja, cada vez que el texto se refiera a la violencia partidista comprendida entre 1946 y 1965, hablaré de ella como La Violencia, con mayúsculas. 12 El lapso de tiempo que comprende La Violencia en Colombia varía de un investigador a otro. Las fechas oscilan entre 1946 (a pesar de que la mayoría ubican su inicio en 1947) y 1967. Hemos elegido las fechas de inicio y término (1946-1965) siguiendo los parámetros del historiador Óscar Osorio, según el cual son las más apropiadas dado el primer ascenso de los conservadores al poder en 1946 y la aparición de las primeras “guerrillas modernas” para el año de 1965, lo que da fin a los grupos guerrilleros liberales tradicionales (2003,128).

13 No todas hijas del bipartidismo político, claro.

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que, alejada de todo panfletarismo (con sus excepciones), pretende capturar y comprender este fenómeno desde las sensibilidades propias del arte y el juicio crítico del escritor, que casi siempre tiende a la imparcialidad sin lograrla, y del cual difícilmente puede librarse.

Vale la pena, entonces, echarle un vistazo a esta tradición literaria tan prolífera en Colombia, a su historia, su nacimiento, formación y desarrollo, para poder situarnos mucho mejor frente a la obra objeto de nuestro estudio.

La “evolución”15 del conflicto armado en Colombia ha sido un recorrido largo y doloroso del que hemos tenido que ser testigos y víctimas de una forma u otra a lo largo de la historia nacional. En medio de todo se encuentra el poder (¿de qué conflicto no es protagonista y manzana de la discordia el poder?), primeramente, político16, y luego, económico17, aunque pronto nos damos cuenta de que no están necesariamente desligados estos dos tipos el uno del otro y de que, casi a manera de regla, el uno implica el otro.

Desde la conformación de Nación, Colombia ha sufrido distintos niveles y tipos de violencia, por lo que no se ha desconocido este “estado perpetuo” en las artes ni en los oficios. De hecho, como en el caso de San José en la novela, la violencia ha sido un fenómeno que ha determinado —aunque no de forma exclusiva, claro—nuestra identidad. De manera que la “colombianidad” nos está también dada —gústenos o no— por la brutalidad de la guerra.

De los muchos episodios que se acumulan como parte de la manifestación de este “estado perpetuo” hubo uno en particular que para muchos críticos es el inicio de la tradición de la literatura de violencia en Colombia (aunque para otros, la pluma estaba ya bastante afilada en cuestiones de percepción poética del hecho desde mucho antes)18, esto es, el Bogotazo.

Ése día (9 de abril de 1948) y los siguientes fueron los más violentos de la historia de Bogotá. Una multitud enardecida, después del linchamiento del asesino de Jorge Eliecer

15 Tal vez debería hablar de “mutación”, porque ¿cómo un conflicto, si no se resuelve, puede “evolucionar”?

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Gaitán (el amado candidato opositor de Ospina Pérez en las elecciones de 1946), se tomó la ciudad y destruyó gran parte de ella, dejando a su paso varios cientos de muertos y heridos, así como grandes pérdidas materiales entre las cuales se cuentan aproximadamente 142 edificaciones incendiadas19, aunque el orden público se restituyó días después con una drástica intervención militar.

Estos hechos históricos en los que se ven inmersos los intelectuales, escritores, estudiantes, periodistas y, obviamente, ciudadanos del común, estimulan la pluma de muchos de ellos y empieza una notable (al principio por voluminosa y después, por su buena calidad) producción literaria referente al tema de La Violencia. Las primeras obras publicadas son de tendencia liberal, testimoniales, como se ha dicho, pero asumidas últimamente por los estudios literarios como parte de la novelística de la época de La Violencia. Varios de los estudiosos de esta literatura20 ubican la obra de Pedro Gómez Corena21, El 9 de abril, publicada en 1951, como uno de los primeros focos importantes de esta clase de producción literaria. Ésta y Viento seco, de Daniel Caicedo (1953), son un par de los muchos ejemplares de esta narrativa “homogénea y repetitiva”, como comenta Cristo Figueroa en su texto “Gramática-violencia: Una relación significativa para la narrativa colombiana de segunda mitad del Siglo XX”, y cuyas características son:

[…] idolatría por la anécdota, privilegio del enunciado, poca elaboración del lenguaje, débil creación de personajes, linealidad de la trama, siempre construida de acuerdo con el esquema causa-efecto, defensa de una tesis personal o partidista, abundancia de descripciones de masacres, escenas de horror y maneras de producir la muerte. (97)

Esta primera etapa de la narrativa de la violencia es la etapa de la denuncia y responde a esa necesidad primigenia del recuento testimonial de quienes han pasado por circunstancias profundamente traumáticas, en este caso La Violencia, y que, por lo tanto, en su afán de liberación no se detienen mucho en los aspectos esencialmente literarios y estéticos con los

19 En “62 años después de un mal llamado ‘Bogotazo’”, Agencia de noticias de la Universidad Nacional de Colombia.

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que deberían contar para su creación. Hacen parte de este grupo, entre otros, autores como Jaime Sanín Echeverri, con Quién dijo miedo; Fernán Muñoz Jiménez, con Horizontes cerrados; Carlos H. Pareja, con El monstruo; Alirio Vélez Machado, con Sargento Matacho; y Gustavo Zola y Ponce, con Raza de Caín; además de los dos ya mencionados, Daniel Caicedo y Pedro Gómez Corena.

A pesar de que los métodos y las técnicas hayan cambiado tanto con el tiempo en la narrativa colombiana, una novela como Los ejércitos, o cualquier otra sobre violencia, responde a esta necesidad de la denuncia que nace del dolor, y tal vez en eso se parecen, tal vez en eso Rosero y muchos otros son hijos de esta primera etapa que se vislumbra en el género de la novela de violencia en Colombia, claro que como va a empezar a suceder desde este momento de la tradición y hasta nuestros días, la novela trasciende esa necesidad y logra superar aquella motivación que le dio origen (la necesidad de la denuncia) para producir belleza estética. Pero este origen, ¿acaso tiene que ver con esa vocación (¿invocación?) de la que hemos hablado antes de la literatura colombiana (incluso latinoamericana) que llama a sus practicantes a volver sobre el fenómeno de la violencia y pensarlo (pensar lo que son, lo que somos, como individuos, como nación…) desde las letras como única posibilidad de resolución o al menos de diagnóstico para la sociedad en la que se encuentran? Es incierto, pero al menos a Ismael le queda pensar, pensarse, en su pueblo decadente, en la ausencia de su amada, en su condición humana, en su locura, en su dificultad. Tiene la opción, la posibilidad, de pensar, de contar, de narrar lo que ha pasado y de afectar a alguien (como es la más esencial intención del escritor cuando escribe) desde su voz, así sea una voz llena de locura e ignorancias.

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Cristo Figueroa, siguiendo a Marino Troncoso, las llama novelas “en la Violencia” y las distingue de las novelas “de la Violencia” (distinción en la que nos adentraremos más adelante); Laura Restrepo no las llama “testimoniales”, pero las describe como tales, etc.

Todas estas novelas son producto de la vivencia de ese primer momento de la guerra civil no declarada que empezó con los enfrentamientos bipartidistas internos en 1946 y que comprende el año en que se dio “el Bogotazo” (1948), el cual marcó una etapa diferente en la violencia —mucho más sangrienta y terrible que la que se venía desarrollando desde los años 30—pero que literariamente hasta ahora se estaba asimilando.

En 1950 “el monstruo” conservador, Laureano Gómez, subió a la presidencia, por lo que se empezaron a conformar guerrillas liberales con el ideal de oponerse a su mandato, fruto de lo cual en 1953 se dio un golpe de Estado liderado por el General Gustavo Rojas Pinilla, cuyo gobierno se levantó bajo el lema “No más sangre, no más depredaciones, paz, justicia y libertad para todos” (Sixirei Paredes, 54). No obstante, y aunque este golpe de Estado se llevó a cabo sin derramamiento de sangre, para el año en que Rojas Pinilla subió al gobierno de la República, la lista de campesinos desplazados por los conflictos bipartidistas se había engrosado bastante, así como los “cinturones de miseria” en las grandes ciudades: la industrialización había empezado a marcar con mucha más claridad las diferencias sociales y la población pobre que estaba quedando relegada en medio del sistema se estaba uniendo a la que venía de otros lugares del país por causas forzosas.

La situación nacional se estaba transformando y los que solían ser los problemas sociales estaban quedando a un lado o mutando en otro tipo. Entonces la sensibilidad poética fue despertándose y la novelística colombiana alrededor del tema de la violencia empezó un periodo que, siguiendo a Álvarez Gardeazábal, podríamos llamar “de búsqueda” (Gardeazábal, 99-100). Los escritores fueron superando en alguna medida ese primer afán de denuncia que los impulsaba a la escritura y empezaron a ocuparse un poco más de lo literario, aunque aún muy ligados al compromiso político y a la anécdota.

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propósito fue adentrarse en los campos de la interpretación del mismo a partir del placer estético de la literatura. Ya hay en esta narrativa una conciencia literaria un poco más madura que pretende capturar esa realidad que les había caído encima con tan grande peso. Sin embargo, esta nueva dirección literaria fue solo el principio de un camino que se iría perfeccionando con el tiempo.

Según Óscar Osorio,

En estas obras una interpretación estructural de La Violencia se constituye en una tesis al servicio de la cual se novela. La mayoría de estos escritores tienen una relación mediatizada con La Violencia, son señores de ciudad o de la clase política que no tienen una experiencia directa del fenómeno y que se acercan a él desde conceptualizaciones académicas y/o políticas. (105)

Por esto último, la posibilidad de una novelación más literaria empieza a ser más tangible. Ya que se ha reposado un poco el acontecimiento primero, puede abordarse mejor, pensarse mejor, narrarse diferente. Hay una aproximación más sensible, más tranquila; la creación literaria, narrativa, empieza a ser un elemento importante (sobre todo si no se ha vivido de primera mano La Violencia); la literatura empieza a ser el espacio de la libertad y del ejercicio del pensamiento, el lugar de la reflexión y la asimilación de todo aquello por lo que como país se estaba pasando. Sin embargo, en esta etapa solo se ven los primeros vestigios de lo que vendría a ser la literatura de La Violencia en Colombia.

Las obras más destacadas de esta etapa son El Cristo de espaldas (1952)y Siervo sin tierra (1953) de Eduardo Caballero Calderón, Sin tierra para morir (1953) de Eduardo Santa, Tierra asolada (1953)de Fernando Ponce de León, Tierra sin Dios (1953)de Julio Ortiz Márquez, y El día del odio (1953) de José Antonio Osorio Lizarazo, además de unas cuantas contribuyentes tardías22: La calle 10 (1960), de Manuel Zapata Olivella, y Cóndores no entierran todos los días (1972), de Gustavo Álvarez Gardeazábal, entre otras.

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De cómo se dio esa gradual transformación de la producción textual en el género, Laura Restrepo comenta: “Las páginas plagadas de violaciones y cortes de franela fueron desapareciendo, en tanto que se escribían obras que no necesitaban relatar un solo crimen para captar la ‘Violencia’ en toda su barbarie” (Restrepo, 1985, 127), mérito que persiguieron estas mencionadas novelas y que alcanzaron, sin duda, varias de las posteriores.

En 1957 se firma en España el trato que daría inicio al Frente Nacional. En 1958, el mismo año de las elecciones que ganaría Alberto Lleras Camargo por el partido Liberal, una de las novelas que trazó ese nuevo camino en la narrativa colombiana hacia la excelencia literaria fue publicada. Hablo de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Con él entramos en esa distinción que Figueroa le reconoce a Marino Troncoso: pasamos de la Literatura en La Violencia a la Literatura de La Violencia.

Ya el ejercicio literario había despertado a una búsqueda estética mucho más acentuada y consciente, fruto del distanciamiento temporal y experiencial respecto al periodo de La Violencia; ahora se trataba de darle forma a esta búsqueda y levantar una nueva narrativa, un nuevo discurso en el que esta forma tuviera el lugar indicado, sin descuidar del todo el hecho histórico, ni el poder de dar rienda suelta a la creación literaria en medio de esta nueva producción, la cual ha sido descrita por algunos estudiosos así:

La Narrativa de la Violencia reelabora hechos, ficcionalizándolos o reinventándolos, para crear espacios literarios donde la realidad transfigurada permite comprender más y mejor móviles ocultos, efectos desencadenantes o secuelas irresueltas de la Violencia, la cual puede percibirse a través de imágenes significantes, cadenas simbólicas o alegorizaciones de todo tipo; tales sistemas estéticos de representación incluyen lo subjetivo y lo objetivo, lo personal y lo colectivo, lo sicológico y lo sociológico, lo visible y lo invisible, lo documental y lo ficcional. (Figueroa, 58)

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20 En estas novelas, mejor logradas y con estructuras narrativas más complejas, la Violencia aparece como un telón de fondo, un ambiente agobiador, una profunda tensión psicológica o social, una profusa red simbólica. Estas obras se salen de los estrechos marcos del regionalismo. (Osorio, 105)

En ellas queda ya definitivamente superado el esquematismo y el acartonamiento que entraba y frena la tarea poética como libre acto de creación que es [y] se expresa el tema de la “violencia” en términos decididamente literarios (Restrepo, 169)

De manera que la coincidencia crítica respecto a este momento de la narrativa de la violencia colombiana está en su riqueza literaria y estética, que supera notablemente todo lo anteriormente producido mediante artificios con los cuales se configuran las complejidades psicológicas de los personajes, la recreación o reinvención de la realidad por medio de la ficcionalización de los hechos, La Violencia como ambiente latente, yacente (en lugar de ser el fin último su representación más directa), la abundancia de formas dialógicas, la poetización de las crueldades y las evocaciones íntimas de los personajes que matizan la experiencia de este periodo y le permiten al lector ver las complejidades de las guerras internas abordadas desde puntos de vista menos “comprometidos” y más personales. Novelas como El coronel no tiene quien le escriba (1958)y La mala hora (1962-196623)de Gabriel García Márquez, El día señalado (1964 de Manuel Mejía Vallejo, Mi capitán Fabián Sicachá (1968)de Flor Romero de Nohra, La casa grande (1962), de Álvaro Cepeda Samudio, El gran Burundún Burundá ha muerto24 (1952)de Jorge Zalamea Borda y Respirando el verano (1962)de Rojas Herazo, son las más representativas de este periodo o grupo con el que se cierra un ciclo histórico oficial (La Violencia) y se abre otro en la historiografía literaria: la novelística de La Violencia en Colombia como género.

23 La primera edición de esta novela salió en 1962, publicada por el Taller de Artes Gráficas Luis Pérez; sin embargo, García Márquez no la reconoció como tal, por lo que se cuenta como la primera la que salió publicada en 1966 por la editorial mexicana Era.

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Entrados en los años 70, la naturaleza del conflicto empezó a cambiar, así como la de los problemas sociales. El surgimiento de las guerrillas tal cual se les conoce hoy (sobre todo los dos grupos armados más importantes que ha visto nacer Colombia: el Ejército de Liberación Nacional, ELN, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC), la posibilidad del intercambio intelectual y cultural con otras latitudes a partir de la fundación de las distintas facultades universitarias concernientes a las Ciencias Sociales tanto en la universidad pública (en la Universidad Nacional de Colombia se fundaron la Facultad de Economía en 1952, la de Psicología en 1957, y la de Sociología en 1959), como en las universidades privadas (en las Pontificias Universidades Javeriana de Bogotá y Bolivariana de Medellín, la Facultad de Sociología en 1959, también) (Ortiz, 377), y la influencia del pensamiento marxista y guevarista cuyo ideal perseguían los grupos guerrilleros en auge, fueron causas que no solo permitieron que los esquemas de una militancia política bipartidista se reconsiderara y se abriera a la posibilidad de otros partidos políticos fuera de los tradicionales, sino que también se estimulara y fomentara la creación literaria y crítica respecto a la recientemente vivida época de la Violencia, esto con el objetivo de repensar el hecho histórico a través de otros acercamientos que descubrieran nuevos significados e iluminaran sus procesos más recónditos. De manera que se empezaron a crear concursos de las diversas formas literarias, los cuales convocarían y sacarían a la luz más eficazmente esas nuevas voces narrativas e intelectuales que dieran cuenta de cómo se estaba interiorizando y reflexionando la violencia. Ejemplo de ello está el primer concurso de cuento organizado por el diario El Tiempo, llevado a cabo en 1959, cuyos cuentos ganadores fueron “La duda”de Jorge Gaitán Durán, “Aquí yace alguien” de Manuel Mejía Vallejo y “Batallón antitanque”de Gonzalo Arango (Figueroa, 98). También de ahí se justifica esta nueva tendencia por parte de los escritores a prestarle más atención a lo literario, de la cual ya hemos hablado.

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grupos que las conformaban. Para este momento, la aparición de los primeros indicios de un fenómeno que en las décadas de 1980 y 1990 sería de extrema importancia para el país, el Narcotráfico, se empezó a configurar como una parte más del conflicto armado nacional.

La literatura —como era (y es) de esperarse (siempre) — no fue indiferente al gran cambio social por el que pasó el país durante esta época. Simultaneo al auge de la literatura de la Violencia, empezaron a salir a la luz otras “gramáticas de la violencia”, como las llama Figueroa, otras narrativas que se encargaron de seguir de cerca la configuración de estas nuevas manifestaciones del conflicto colombiano.

Como ya hemos dicho, el distanciamiento temporal y emocional que permite el paso del tiempo hace del oficio de escribir una tarea mucho más reflexiva y madura, una tarea a la luz de la cual los fenómenos histórico-sociales (sobre todo los de las violencias, aunque no únicamente ellos) empiezan a vislumbrarse con todas sus aristas y a leerse desde sus distintas relaciones entre sí. De manera que mientras unos escritores no renuncian a la idea de escribir sobre la Violencia, otros empiezan a abordar el tema de las diversas guerrillas, los desplazamientos y los cambios en general del funcionamiento sistemático social que ha producido todo este acontecer último, tanto en el ámbito urbano como en el rural (los problemas de clases, de pobreza, de vandalismo, etc).

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Durante la década de los 70 se produjeron textos con diversos intereses temáticos y formales, como ya se ha dicho, de los cuales los más sobresalientes en cuanto a la literaturización de la violencia son La bola del monte, cuentos (1970), Las muertes de Tirofijo, cuentos, (1972) y El diario de un guerrillero (1973), de Arturo Alape25; las novelas de Álvarez Gardeazabal y Albalucía Ángel, Cóndores no entierran todos los días (1972) —ya mencionada— y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975), respectivamente, además de Años de fuga (1979), escrita por Plinio Apuleyo Mendoza y El jardín de las Weismann26(1978), por Jorge Eliécer Pardo.

Este brevísimo corpus de las novelas colombianas del momento es una muestra de las multiformes manifestaciones que había tomado la violencia como tema y como fenómeno histórico —local y mundial— a la hora de escribir para entonces. Todas tienen en común el ser concebidas desde la ficción, aunque busquen en su estructura un equilibrio con la Historia (la más oficial) y la historia (aquellas voces difícilmente consideradas por la oficialidad) en aras de la verosimilitud, la consistencia y la reflexión.

Novelas de este tipo pertenecerían al canon literario de la violencia —más “de La Violencia” que “de la violencia” — colombiana que intenta establecer Óscar Osorio bajo la categoría “equilibrio entre lo histórico y lo literario”, cuyas obras aparecen descritas así: Novelas con grandes virtudes literarias y con gran valor documental, que vuelven directamente sobre el fenómeno histórico y sus expresiones cruentas, pero desde una concepción estética. No hay en ellas ánimo testimonial, pero sí necesidad de dejar constancia de un hecho; no están al servicio de una tesis, aunque obedecen a una interpretación más o menos clara para el autor; la dimensión literaria no ahoga la dimensión histórica; sin renunciar a la experiencia de lo regional, la hondura psicológica y el drama humano de los personajes da la dimensión universal. (106)

Y así, habiendo producido obras de interesantísima composición estética respecto al tema de la violencia y La Violencia en Colombia desde los años 50, nos aproximamos a la década de los 80, donde se multiplican las formas violentas así como las formas literarias de su

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abordaje. Para este tiempo las guerrillas estaban ya bien conformadas y operando en la plenitud de sus atrocidades —que de repente dejaron de tener sentido—, y el Narcotráfico estaba llegando a la cima de su imperio.

Los primeros años de la década del 80 desbordaron toda tasa de violencia tolerable en el país. Las redes de narcotráfico habían crecido sin restricción alguna y con ellas, una ola de actividades delictivas importante dentro de las ciudades, entre las cuales se contaban el sicariato y los secuestros por parte de los carteles de drogas y sus capos. Por la posibilidad del lucro que ofrecía, los grupos armados también empezaron a hacer del secuestro parte de sus actividades “cotidianas”, lo cual dio origen a un grupo patrocinado por el Narcotráfico, el MAS (Muerte a Secuestradores) cuyo fuego se sumó al incendio del conflicto armado en Colombia. Además de estos actores del conflicto, y motivados por la necesidad de defenderse de las guerrillas sobre todo, se consolidaron los grupos de autodefensas de ultraderecha (más tarde llamados paramilitares), los cuales se encargaban de la protección civil —tarea que concernía al Ejército Nacional, aunque no había dado muchos frutos hasta ahora—. Las balaceras indistintas de los múltiples conflictos habían llevado a la muerte a varios cientos de civiles inocentes: indígenas, periodistas, policías, niños, jóvenes, etc.; el país respiraba amenazas de todo tipo y de parte de todos los bandos; era una guerra de todos contra todos, desordenada, caótica, “irregular” —como la llama Cristo Figueroa siguiendo a Alfredo Rangel, que en su artículo “Colombia: La guerra irregular en el fin de siglo” explica muy bien el término—.

A razón de los múltiples conflictos, se multiplicaron las entradas de la violencia en la literatura colombiana, al punto de no poder concebirla sin tal como uno de sus componentes más esenciales. Entonces ya había dejado de ser la violencia “clásica” (partidista, ideológica, “justificable”), para ser una violencia reflejo de la situación (deforme, mutante, latente, monstruosa, “irregular”) de conflicto permanente que azotaba al país por todos sus frentes.

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pertenece oficialmente a ésta, sino a los Estudios Históricos, pero de la que podemos valernos para la nueva clasificación), y es, siguiendo a Carlos Ortiz, la literatura de “lo violento”.

Según Ortiz, “"lo violento" [es entendido] como la modalidad encauzada a solucionar la diferencia o el conflicto mediante la eliminación total del otro, sea en el ejercicio político o en otra práctica social o de interacción en general” (372). Se hace útil esta distinción, entonces, por su naturaleza inclusiva, generalizadora, en la cual todas las violencias convergen con sus formas, y bajo la cual pueden agruparse los ejercicios literarios que obedecen a este mismo carácter: el de la diversidad de las violencias, de lo violento.

Mirando en retrospectiva, hasta ahora, pareciera ser la violencia un monstruo que muta constantemente y consume cada vez con más voracidad y desespero toda estabilidad emocional y relacional, toda sensatez mental y moral que pudiera regir el comportamiento. Esta inevitable tendencia al hambre insaciable de sangre no puede esconderse y no pudo, del ojo literario, de su pluma, de su oficio.

De manera que la pregunta por la perversidad y la monstruosidad a la que tiende el corazón humano tiene cabida y yace en muchas de las obras que constituyen ese género —si puede así llamarse—de “lo violento” y que

no sólo reflejan las condiciones histórico-sociales de los actores en conflicto, sino que organizan de manera peculiar las situaciones en un intento por resituar y redefinir motivaciones, efectos personales, familiares, regionales o ideológicos de quienes están o han estado implicados en determinados procesos. (Figueroa, 103)

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palabras, las cuales son resemantizadas en medio de los círculos sociales que pretenden reflejarse en la obra, ya sean de clase o de gremio27.

La vuelta sobre la violencia en este tipo de novelas —y la razón más pujante para considerarlas novelas de “lo violento” — constituye un seguimiento del fenómeno en muy amplios términos, rastreo que va más allá de lo local o lo nacional. Acaso los escritores empiezan a percibir que las formas de violencia, sus motivaciones, sus concepciones y mutaciones obedecen a una condición humana que no distingue lugar geográfico ni tiempo histórico, una naturaleza, una tendencia implícita en el sujeto, una perversidad inevitable, innegable que se manifiesta simultáneamente y que merece algún tipo de atención en el papel, en las ideas, y en los comportamientos. Ésta se me antoja si no como la única justificación, sí como la más notable, de una producción literaria como la de la década del 80 en Colombia, tan variada en su temática como rica en sus consideraciones y maneras de narrarse.

Se inaugura el decenio con el lanzamiento de una novela ya hoy bastante examinada en los Estudios Literarios, se trata de Crónica de una muerte anunciada (1981), de Gabriel García Márquez. Llegan obras como Todo o nada (1982), de Óscar Collazos; La tejedora de Coronas (1982), de Germán Espinoza; Primero estaba el mar (1983), de Tomás González; Pero sigo siendo el rey (1983), de David Sánchez Juliao; El fusilamiento del diablo (1986), Zapata Olivella; y El General en su laberinto (1989), también de Gabriel García Márquez. Muchas de ellas con una mirada tendiente al “afuera” (afuera del país, de la guerra únicamente colombiana; allá afuera, en la maldad de la gente, en sus motivos y trágicas ejecuciones). De manera que dejan de pensarse dentro del territorio nacional y temporal que les atañe, de ahí que sean “de lo violento”, esa universalización del fenómeno que por décadas los ha marcado —a todos estos autores, a toda esta tradición literaria—, la violencia.

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Compañía de éstas, se levanta el resplandor de otras novelas, más cercanas a lo que hemos venido estudiando, las derivaciones de la novela de la Violencia, las narrativas que se encargan de seguir contemplando el panorama nacional (lo que fue, lo que es y lo que se espera o vislumbra de lejos, en lo por venir, respecto a la violencia), tales como Noche de pájaros (1984), de Arturo Alape; Una y muchas guerras (1985)de Alonso Aristizábal; Oro colombiano (1985), Jaime Manrique Ardila, Tal como el fuego fatuo (1986), de Óscar Collazos; El fuego secreto (1986), de Fernando Vallejo; y El último gamonal (1987), de Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Para los años 90, los colombianos, en mayor o menor medida, en el campo o en la ciudad, todos, se habían visto afectados por la violencia, y el miedo se había convertido en el estado emocional natural para todo el país. Y es que el miedo era lo único que quedaba luego de ver engrosarse la lista de secuestrados, desaparecidos y asesinados, que fluctuaba de acuerdo con los ánimos y las necesidades económicas de los narcotraficantes y de los guerrilleros alzados en armas, pues a partir de esta década, la extorsión y el secuestro, además del tráfico de drogas, fueron la principal fuente de ingresos económicos de todos estos grupos.

La guerrilla empezó secuestrando familiares y allegados de algunos capos para lucrarse, pero el “negocio” resultó tan eficaz, que para 1995 el número de secuestros y extorsiones había llegado a más de 7.600 (en “Violencia, cultura y poder”, revisar bibliografía) y sus utilidades constituían un 5,25% del PIB (Producto Interno Bruto) colombiano (“Prevenir y calcular…”), y claro, para entonces ya no importaba mucho la procedencia de los secuestrados, siempre que pagaran por su rescate.

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de Vaupés, en 1998); varios procesos de diálogos de paz (uno por cada presidente de la década: de 1990 a 1994, César Gaviria; de 1994 a 1998, Ernesto Samper; de 1998 a 2002, Andrés Pastrana. Este último, con el agravante de haber cedido un terreno de aproximadamente 42.000 kilómetros cuadrados a los grupos insurgentes, San Vicente del Caguán, desde 1999 hasta el último año de su gobierno, y con la intención de establecer este territorio como la “zona de distención” entre la guerrilla y el Estado); además de la creación formal del grupo Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, 1997); y, del lado bueno, por la participación de la selección Colombia en el Campeonato Mundial de Fútbol de 1990 y 1994; además de la reforma constitucional de 1991.

En cuanto a la literatura de la época, se puede decir que su producción fue cada vez más crítica, es decir, concebida y direccionada por una mirada más histórica y políticamente consciente. Las nuevas generaciones de escritores que se estaban levantando desde la década anterior habían despertado a la necesidad de pensar la guerra —las guerras— que les había tocado, y cada vez fueron más claros los senderos que se iluminaban de a poco desde lo formal y lo crítico para abordarla.

Escribir sobre la violencia, y mucho más desde una escritura no-ingenua, sino formada en las letras por instituciones oficiales o, incluso, por el mero acto de la juiciosa lectura (escudriñadora y consciente, por demás), como es el caso de la mayoría de autores que a partir de 1990 empiezan a salir a la luz, se había venido convirtiendo en un acto de intención ordenadora del caos que en la realidad inmediata afectaba —y afecta— a sus habitantes, en una tarea únicamente realizable desde y para lo discursivo: una violencia que se piensa a sí misma en la textualidad que ha pretendido capturarla y construirla y hacerla no solo parte del imaginario colectivo —literario, cultural y social— de los colombianos, sino asimilable y manejable para los mismos.

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29 Como una fuente inagotable, los conflictos violentos del país y los textos que se han tejido en torno de ellos ofrecen siempre nuevos motivos para continuar la reflexión, revisar los argumentos anteriormente planteados, modificar el rumbo de las discusiones y postular nuevas hipótesis. De esta manera continúa la producción discursiva sobre la violencia, aunque en ocasiones parezca entrar, al igual que el país, en una especie de callejón sin salida con respecto al deseo implícito de contribuir a una posible solución al problema que constituye su objeto de estudio (las cursivas son mías)28.

Varios aspectos me interesan de esta cita: 1) La violencia como fuente y como pretexto. Acaso fuente de inspiración, de creación y creatividad, de reflexión y pensamiento; acaso pretexto de la escritura, escenario sobre el cual se tejen paratextos concebidos en otra dirección. 2) La posibilidad de discusión que se forma en torno a la literatura, ya bastante abundante para los 90s, sobre el tema de la violencia y la memoria, discusión que se transforma y se nutre a cada nueva lectura de obras pasadas y a cada nueva obra producida en diálogo con las otras. 3) El cambio de perspectiva de “producción narrativa” o “novelística”, e incluso “literaria”, a “producción discursiva”, el cual anuncia la hibridez de género que experimenta la literatura colombiana de la época y hasta hoy, a razón de los múltiples acercamientos interdisciplinarios al fenómeno de la violencia. 4) La parálisis inevitable que sufre la literatura ante la necesidad de una contribución de soluciones a un problema tan remoto en el tiempo, como complejo y resbaloso.

Amparada por estas cuatro particularidades se da la producción literaria de los años 90. Una producción multiforme, que tiene cara de sicarios y guerrilleros, de mujeres y homosexuales, de campesinos y diplomáticos, de drogas, de armas, de lujuria y desmesura, de política, de campo y de ciudad.

A propósito de estas facetas, el corpus que conforma la obra escritural colombiana del momento en torno a la violencia lo abordaremos según las categorías de Rueda; ella propone una muy sencilla división: de un lado, los textos sobre la guerra o la violencia en

28Las itas textuales de Ma ía Hele a Rueda está to adas de su a tí ulo digital La viole ia desde la

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el campo, y, del otro, los textos sobre y/o alrededor de la violencia en la ciudad (sobre todo la generada por el narcotráfico). La distinción se hace necesaria dadas las grandes diferencias formales y temáticas que hay entre las dos literaturas “de lugar”. En los textos con escenarios rurales, el conflicto entre Estado, guerrilla y paramilitares predomina; aunque el narcotráfico hace algunas entradas e, incluso, pretende ser narrado de lleno, la perspectiva que hay de él en el campo es muy distinta a la de la ciudad, ya que el fenómeno se vive de forma diferente. En cuanto a los textos más urbanos, otro tipo de violencia los ocupa; son textos concentrados, sobre todo, en la vida criminal que se ha gestado alrededor de las operaciones del narcotráfico, aunque también reflexionan sobre los efectos de la guerra en la ciudad, tales como el desplazamiento forzoso, los cinturones de miseria urbanos, el vandalismo, etc.

Respecto a la literatura de la violencia rural, Cristo Figueroa y María Helena Rueda coinciden en la inclusión de un “género” (hasta ahora empezado a ser considerado como tal en los Estudios Literarios) en la narrativa del momento: la literatura testimonial. Esto a razón de que la obra escrita sobre “la guerra en el campo se sitúa principalmente en el género del testimonio” (Rueda), ya que desde su surgimiento estuvo vinculado con las luchas revolucionarias en Cuba (donde nace con la llegada de la revolución y en reacción al “Boom” latinoamericano) y Guatemala. En Colombia tiene la intención de “reescribir la historia nacional acudiendo a fuentes hasta entonces excluidas de la historiografía anterior” (Figueroa, 103. Esta cita se encuentra originalmente en un texto de Francisco Theodosíades. Revisar la referencia bibliográfica proveída al final) y evidencia la “transformación en el espacio de producción literaria y de significativos cambios socio-culturales que inician la deconstrucción de discursos nacionales autocentrados, limitados y excluyentes” (Figueroa, 104).

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sobre la posibilidad de la ficción, aunque, en función de ordenarlos, están sostenidos por un andamiaje literario, es decir, por estructuras y herramientas atinentes a la literatura: construcción de personajes, de voces narrativas, intervenciones autorales conscientes, etc., que ayudan a exponer la información de forma eficaz. Estas bases literarias, estos diálogos formales con la Literatura, también son parte de una intención si no artística, sí sensible y marginal respecto a las disciplinas que tratan la “verdad” oficialmente.

Libros como Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras (1989) y Trochas y fusiles (1994), de Alfredo Molano; No nacimos pa’ semilla (1990), de Alonso Salazar; ¡Los muertos no se cuentan así!, de Mary Daza Orozco; y Rostros del secuestro (1994) de Sandra Afanador y nueve personas más, son algunos de los destacables de la lista del género testimonial de los años 90, lista que ha ido creciendo aún pasada la década.

En la medida en que los protagonistas o las voces que narran las historias (“la historia verdadera”)29 de todos estos libros (campesinos, guerrilleros, paramilitares, etc.) son personas activas en la dinámica del conflicto y testigos del mismo, su intervención apunta al desarrollo y la vivencia de las guerras en su ámbito: el campo. A pesar de la mediación de quien recopila los relatos, en cada caso la intención es darle un espacio a esta voz para que hable desde la particularidad de su construcción como sujeto, distinto a lo que pasa en la ficción documental o en la novela como tal, donde la construcción de los personajes es totalmente intencionada y direccionada por el autor, también ficcional, aunque tenga un soporte histórico, como es el caso de Noticia de un secuestro (1996) de Gabriel García Márquez.

Del otro lado, se encuentran los textos de la narrativa urbana de la violencia. Estas obras aparecen en el ámbito literario publicadas por autores de vocación y profesión, como afirma Maritza Montaño González en “La violencia y el narcotráfico en la literatura colombiana”: “vinculados de algún modo al periodismo, otros a la Academia y otros dedicados a la industria editorial, o a combinaciones de estas actividades” (130).

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Respecto al corpus que conforma esta selección, afirma: “Como corresponde a literatos de profesión, sus obras están influidas por modelos occidentales, europeos, clásicos y contemporáneos, son sumatorias de estilos estudiados y generalmente bien aplicados” (Montaño, 130). Estas obras se encargan de pensar la ciudad en relación con el estado de violencia permanente en el que se encuentra el país, y han devenido casi que exclusivamente en una narrativa del narcotráfico, con todos los matices que esta categoría pueda ofrecernos30 y que “además ilustran renovaciones y posibilidades estéticas del género con el cual empezó a representarse el fenómeno de La Violencia de mediados del siglo XX” (Figueroa, 106).

Las obras más representativas de este grupo son: El pelaíto que no duró nada (1991) de Victor Gaviria; Leopardo al sol (1993) de Laura Restrepo; La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo; Cartas cruzadas (1995) de Darío Jaramillo Agudelo; El zar: el gran capo (1995), de Antonio Gallego Uribe; Morir con papá (1997) de Óscar Collazos; y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco. Aunque la producción se inicia realmente a finales de los años 80, con novelas como El divino (1886) de Gustavo Álvarez Gardeazábal y El fuego secreto, de Fernando Vallejo (ya mencionada).

Entrados en el nuevo milenio, continuamos encontrando una producción literaria por el estilo, aunque distribuida en todas las ramas que se habían creado hasta ahora dentro de lo que hemos estado llamando la literatura de la violencia en Colombia. Es decir, hasta hoy muchas obras concebidas desde las distintas perspectivas y momentos históricos que hemos estado estudiando en estas páginas se han estado publicando; unas, en respuesta a la situación que a cada autor le atañe; otras cuantas, en respuesta a las ya publicadas; y algunas más, en respuesta al íntimo llamado de esa necesidad primigenia de pensarse y contarse desde la historia.

Referencias

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