• No se han encontrado resultados

Pío Moa -RECUERDOS SUELTOS

N/A
N/A
Protected

Academic year: 2021

Share "Pío Moa -RECUERDOS SUELTOS"

Copied!
137
0
0

Texto completo

(1)

AL COMPLETO

Recuerdos sueltos

Por Pío Moa

A cierta edad van siendo muchos más los recuerdos que las expectativas. Algunos días la cuesta abajo se nos hace más patente, y con cualquier motivo la memoria recupera sucesos quizá muy lejanos, como islotes que surgen de pronto con fuerza en un mar de vaguedades. Je me souviens / des jours anciens / et

je pleure. O sin llanto, da igual; es la impresión de un

pasado ido sin vuelta ni corrección posible.

1.

Flan con nata

2.

La Sirenita

3.

¿Conocí al Campesino ?

4.

El hombre que quizás vio al diablo

5.

Un hombre de mundo

6.

El café Derby

7.

Una humillación infantil

8.

¿Y la dos...?

9.

El tesoro de los templarios

10.

Luchas por el poder

11.

La mala vía

12.

Búblichki

13.

Terrores de infancia

14.

Excursiones arqueológicas

15.

El Parnasillo

16.

Campana de mi lugar

17.

"Ya meten ruido, ¿eh?"

18.

Tres visitas al Valle de los Caídos

19.

El canto del ruiseñor

20.

Mi primer viaje a dedo

21.

Una vieja foto

22.

Calzadas romanas

23.

La felicidad

24.

Cómo dejé a Marx

25.

Cómo dejé a Marx (y 2)

26.

La noche quedó atrás

27.

I Margarita i Margaró

28.

En la UNIR

29.

Dos monasterios gallegos

30.

Cosas de críos

31.

De comunista a teóloga

32.

Primer cementerio de Atenas

(2)

23 de Diciembre de 2005 RECUERDOS SUELTOS

Flan con nata

Por Pío Moa

A cierta edad van siendo muchos más los recuerdos que las expectativas. Algunos días la cuesta abajo se nos hace más patente, y con cualquier motivo la memoria recupera sucesos quizá muy lejanos, como islotes que surgen de pronto con fuerza en un mar de vaguedades. Je me souviens / des jours anciens / et

je pleure. O sin llanto, da igual; es la impresión de un

pasado ido sin vuelta ni corrección posible.

Hace unos días fui a comer a un restaurante chino con mi mujer y mi hija. Al terminar pedí un café irlandés, y me lo trajeron con mucha nata. Mi hija había

pedido un flan, y, como le gusta la nata, cogió bastante de mi copa. Al ver su flan con nata me vino a la cabeza que eso solía tomar de postre Juan Carlos Delgado de Codes. El nombre no dirá hoy nada a la mayoría, pero sonó mucho a finales de los años 70.

En marzo de 1974, tras haber pasado unos meses trabajando en los astilleros de Bilbao, volví a Madrid para integrar la comisión encargada de reorganizar la OMLE (Organización de Marxistas-Leninistas

Españoles), después de unas "caídas" desastrosas. Las redadas se habían extendido a Madrid desde varias ciudades andaluzas y alcanzado a la misma dirección del grupo, parte de la cual decidió ponerse a salvo en París y en Bruselas, a fin de asegurar la continuidad en cualquier caso.

Estábamos en el comité, entre otros, Delgado y yo. Faltos de casa segura,

pernoctamos durante una o dos semanas en un bajo cerca de Aluche. Había peligro de que el piso estuviera cantado a la policía, porque había sido detenida la chica que lo había alquilado, para instalar en él una multicopista, y por eso nos

acercábamos con sigilo ya de noche, dormíamos sin encender la luz y evitando hacer ruidos, y lo dejábamos muy de mañana.

La mujer de Delgado también estaba detenida. Poco después alquilamos un piso en el barrio de Batán. Delgado tenía una buena documentación falsificada, y cuando fue a la agencia a firmar el contrato, el dueño resultó ser un teniente coronel de la Guardia Civil destinado en otra ciudad. Con buen criterio, decidimos seguir

adelante. El piso estaba en una colonia de policías o militares, y calculamos que no nos buscarían precisamente en la boca del lobo. Vestíamos "con corrección" para no

(3)

levantar sospechas, y ante el portero pasábamos por periodistas. Una ventana daba al tejado de una nave industrial o almacén, ofreciendo una posible vía de escape en caso de apuro.

No madrugábamos, y sobre las diez íbamos a desayunar a una cafetería enfrente de la estación de metro, leíamos el periódico y comentábamos las noticias. Luego, como cada cual tenía sus tareas –ya lo he contado en un libro–, nos separábamos y quedábamos para comer, a eso de las dos y media o tres, en algún restaurante de la calle Malasaña, muy cerca de la de San Bernardo: el Bolívar o La Glorieta. Siguen existiendo, y parecen haber prosperado. Allí quedábamos también muchas veces para cenar. Pedíamos platos baratos, y la comida nos salía por unas cincuenta pesetas; algo más a él, porque acostumbraba pedir de postre flan con nata, una pequeña debilidad. Lo hacía con un leve

sentimiento de culpa, por el derroche. En fin, nos hicimos buenos amigos.

Delgado, nacido en Segovia, había vivido unos años en Cádiz mientras estudiaba Náutica. Tras evolucionar hacia el marxismo, había trabajado en los astilleros, convirtiéndose en el principal dirigente de la OMLE en Andalucía. Tenía gran

vitalidad e iniciativa, y un sentimiento muy romántico de la lucha revolucionaria. Un día tropezó en la calle con un antiguo compañero del bachillerato, de familia

aristocrática, que sabía algo de sus andanzas, y me contó con satisfacción: "Me dijo: 'No sabes cómo os envidio. Vosotros hacéis lo que queréis, en cambio, yo… La mujer, el trabajo…'".

Delgado había conseguido las primeras armas de la organización después de que fracasáramos en el intento yo, Pérez Martínez y Cerdán Calixto, por orden

cronológico. Las armas, o la mayoría de ellas, habían sido capturadas por la policía en las últimas redadas.

El nombre de Delgado saltaría a todos los medios de comunicación en abril de 1979, casi dos años después de mi expulsión del grupo, ya transformado en PCE(r)-Grapo. Yo vivía aún, clandestino, en una buhardilla cercana a la plaza de Lavapiés. Estaba escribiendo a máquina, poco después de mediodía, cuando mi compañera de entonces subió de alguna compra diciendo que en la plaza había corrillos comentando un tiroteo: la policía había herido o matado a alguien, al lado de un banco. Algún atracador, pensé, pero ella venía muy nerviosa, como presintiendo algo, y puso la radio. Al poco tiempo oímos la noticia, repetida una y otra vez por los locutores a lo largo de la tarde: Delgado había muerto a manos de la policía, al intentar huir de una encerrona.

Sufrí una conmoción y una sensación de vacío y de absurdo. Para entonces empezaban solamente mis dudas sobre la bondad del marxismo como explicación del mundo y como impulsor de alguna redención humana. Pues lo peor del

(4)

objetivos: de triunfar, convertiría a las naciones en cárceles, y así lo ha hecho una y otra vez. Y quizá peor que quien dispara, arriesgándose, es el político que, sin peligro, trata de sacar tajada del crimen, lo condena pero lo justifica, obstruye la ley y confunde a la opinión pública con mil sofismas.

Uno o dos años más tarde, ya bastante desengañado de aquellas ideas, llegué un día a Sepúlveda después de haber seguido a pie el río Duratón desde Peñafiel. En Sepúlveda hay un restaurante llamado Casa Paulino, donde habíamos comido cordero varios "revolucionarios profesionales" del PCE (r), entre ellos Delgado, a finales de 1975, poco después de la muerte de Franco. Ahora pienso si él pediría aquel día su flan con nata, pero no lo recuerdo. Bien, fui allí a comer otra vez cordero, rememorando con melancolía la anterior ocasión. Algún tiempo después localicé la tumba del viejo camarada y amigo en el cementerio de Segovia. ¿Qué hace un ateo en tales circunstancias? No iba a rezar, gesto ritual quizá consolador, de significado tan imprecisable…

Nada queda, o nada parece quedar, de aquella historia que fue el hombre, ni siquiera en la memoria, tan efímera y parcial, de quienes lo conocieron. Sólo materia orgánica en descomposición bajo la losa. ¿Y por qué alguna vez esa materia tuvo un aspecto tan distinto y obró como lo hizo? ¿Para qué? Nuestra mente sabe hacerse las preguntas, no contestarlas.

(5)

6 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

La Sirenita

Por Pío Moa

Repasando el manuscrito de un libro de viajes por la Vía de la Plata, escrito a finales de los años 80 y que quizá publique el próximo, encuentro este trozo: “El

caminante, sentado en la plaza de Las Monjas, pensó que bien podía salir ya hacia La Rábida. El aire se iba impregnando del tufo dulzón y un poco nauseabundo de la celulosa torturada en alguna fábrica cercana. El caminante tomó el macuto y abandonaba el sitio, echando atrás una mirada distraída, cuando se dio cuenta, con sorpresa, que los muchachos que pintaban en el suelo no le habían traído a la memoria cómo había hecho él lo mismo, veinte años atrás, en Copenhague y otros lugares. Tenía entonces dieciocho años y le había dado por vagabundear un poco. Sus colegas de ahora, en Huelva, sólo le habían despertado una curiosidad lejana y ninguna solidaridad… No les había dado cinco miserables duros".

En Copenhague, saliendo de cerca del Ayuntamiento, había una calle estrecha y larga, llena de tiendas, peatonalizada a partir de las diez o las once de la mañana. Estaba llena de turistas y de jóvenes que se ganaban unas coronas pintando en el suelo o cantando o tocando la guitarra, solos o en grupos. Era un espectáculo permanente. Un francés se especializaba en pintar algo parecido a vidrieras góticas, bastante fáciles pero muy llamativas, y ganaba lo bastante para industrializarse: hacía con rapidez varias pinturas y dejaba a algunos paisanos suyos al cargo de ellas, a comisión. Usaba sombrero de copa y firmaba "The milord of the street". Había entre los artistas bastantes beatniks (era en 1966, y los hippies saldrían al año siguiente de California). Vestían desastradamente y consumían marihuana u otras drogas, pero muchos de ellos recibían cheques de sus casas y vivían sin apuros. Los comerciantes de la calle estaban furiosos, pues la gente, se quejaban, miraba a las pinturas y no los escaparates. Para impedirlo echaban gasolina o alguna sustancia grasa sobre el asfalto, lo cual impedía pintar. Hubo un pequeño revuelo, y los beatniks protestaron en masa –no mucha masa– cantando la cansina canción ‘We shall overcome’. Después de todo, afrontaban y afrentaban a la

burguesía. El conflicto salió en la prensa y en la televisión, me parece.

Otros beatniks andaban efectivamente a dos velas, como yo mismo. Había entre ellos algunas chicas, pero la gran mayoría eran varones, por lo que la impresión de promiscuidad sexual que transmitían tenía más de apariencia que de realidad. Me

(6)

uní a la banda, sin entusiasmo. La mayoría iba al atardecer a la estación de ferrocarril, a dormir en los bancos hasta que la cerraban, a eso de

medianoche. Una noche en que la policía nos echó sucesivamente de la estación y de un camión aparcado, donde nos hacinábamos, me di cuenta de la insalubridad de aquella vida, y de la conveniencia de hacerme un hombre de provecho.

Al día siguiente compré unas tizas de colores y volví a la calle famosa. Como

cantante no tenía el menor futuro, no sabía tocar la guitarra ni ningún instrumento; como pintor nunca había sido gran cosa, o, más propiamente, nada de nada, pero pensé con optimismo que los había peores en el lugar. Copié de alguna postal, poniendo al lado la indicación "Estudiante español", y la palabra "gracias" en seis o siete idiomas. Algo gané, bastante para tomar una habitación alquilada por una buena señora, que también me daba un desayuno con café a discreción.

Duchado y algo alimentado, ya era otra cosa. Volví al trabajo en días sucesivos. Unos chavales de Barcelona que pasaban por allí me ayudaron. Habían hecho Bellas Artes, y uno de ellos pintó una "taberna española" con flamenco y demás, y me dejó explotar el cuadro. Se notaba la profesionalidad, y el rendimiento fue excelente.

Los catalanes estaban decepcionados: ya no se ligaba como antes. Ellos habían estado por allí unos años atrás, cuando el mero hecho de tener pelo oscuro llamaba la atención de las vikingas y se entablaba relación fácilmente. Ahora, en cambio, llegaban en manada los latinos y los moros… La competencia se había vuelto dura, y las chicas indígenas más precavidas. Yo no conocí a ninguna, en ningún sentido, durante el mes que pasé allí.

Tuve relación, en cambio, con dos alemanas unos años mayores, y ciertamente más expertas. Recuerdo una excursión de estudiantes franceses que bajaban de un autobús e iban adelantando el éxito esperado con las escandinavas, porque los franceses, ya se sabe, "hacemos muy bien el amor". El comentario me pareció gracioso.

Cuando los catalanes se fueron, a los dos días, mi negocio callejero decayó, y entonces opté por la especialización: copié una postal de la Sirenita del puerto (unos gamberros le habían arrancado la cabeza unos meses antes, por cierto). Con el paso de los días me fue saliendo mejor, y no sólo me dio para vivir, sino para ahorrar y viajar sin demasiada incomodidad hasta Inglaterra.

Guardo agradecimiento a la Sirenita, pues en otras ocasiones me permitió salir de apuros en mis vagabundeos, en Hamburgo, Ostende, Torremolinos o Lisboa, que ahora recuerde. Durante años podía dibujarla de memoria. Lo he intentado ahora, y ya no me sale bien.

(7)

Hace algún tiempo vi a dos siberianos de mediana edad en una calle de Pamplona que tocaban al acordeón canciones rusas. Me di cuenta de las limitaciones de mi educación. ¿Por qué no habría aprendido a tocar el acordeón cuando era joven? Habría aprendido también canciones rusas, quizá tangos y pasodobles, o algunas melodías de París, y habría recorrido así medio mundo durante un par de años, en la resistente juventud. ¡Ah, tantas cosas hay que uno desearía haber hecho!

(8)

13 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

¿Conocí al Campesino?

Por Pío Moa

A finales de noviembre de 1966 llegué a París desde Calais, a dedo, apeándome, ya anochecido, cerca de Pigalle. Dichoso poseedor de seis libras esterlinas, mis galaicos hábitos de ahorro me impulsaron a no

derrochar tal patrimonio en fruslerías, y me fui a dormir a las escaleras del metro.

Exageraría si quisiera presentar el sitio como particularmente cómodo o limpio, pero tampoco el clima de la ciudad por esas fechas puede describirse como acogedor, y la entrada del metro, cerrada con una verja metálica, dejaba escapar un calorcillo apetecible. Otras buenas gentes no demasiado prósperas hacían lo mismo, llevándose cartones y periódicos como tecnología de abrigo. Me envolví en el saco de dormir, me até a una muñeca la mochila, no fuera a irse de aventura en malas compañías, y traté de conciliar el sueño.

Dado a la vida muelle, encontré indebidamente molesto aquel modo de pasar la noche, y además traía conmigo un persistente dolor de rodillas, recuerdo de la humedad inglesa ("A ver si va a ser reuma", pensaba animoso). Y así, me levanté antes del amanecer, con el estómago exigente y un talante no tan jovial como fuera de esperar, o al menos de desear. El comercio estaba aún cerrado, y me tomé la libertad de arrancar un tetrapak de leche de una pila de ellos a la puerta de una tienda, con la vaga intención de pagarlo algún día. Asomaban unas hojas de una papelera, y cogí una de ellas para entretenerme mientras desayunaba a la luz de un farol, sentado en el borde de la acera. El papel denunciaba torturas e

ilegalidades practicadas por losbarbouzes, la policía irregular de De Gaulle, para acabar con la OAS, Organisation de l'Armée Secrète. La OAS se había opuesto a la independencia de Argelia, y había sembrado Francia de bombas durante unos años. Deambulé un rato por el barrio, deliberando si convenía a mi salud tanto ahorro; concluí que no, y horas más tarde entraba en un albergue cercano, La Maison de la Jeunesse (¿et de la Culture? Casi lo juraría). Creo sinceramente que no se lo podría comparar con el Ritz, si bien hablo por hablar, ya que nunca dormí en el Ritz; pero costaba muy pocos francos la noche, cinco o así. Debía de haber sido un antiguo teatro, pues se componía de una planta baja semirrodeada de varios pisos de palcos (¿o me confunde la memoria con un albergue juvenil de la calle Drury Lane, en Londres? Han pasado cuarenta años, comprendan. Pero algo así era), todo ello atestado de férreas literas de dos y tres camas.

(9)

Al entrar le acogía a uno un noble y fraternal –también denso y penetrante– olor a humanidad, y la tibieza de la calefacción, vulgar y mecanizada, incluso deshumanizada, si se quiere, mas no por ello despreciable.

Poblaba el local una clientela de cientos de jóvenes y menos jóvenes, acaso no especialmente selecta pero sí cosmopolita. Mis vecinos próximos eran un inglés que estudiaba para mecánico de motores Rolls Royce, trabajo muy especializado, y que dedicaba unos meses a viajar; y un libanés que le tiraba los tejos piropeando su "bella musculatura". El inglés lo miraba con cortés repugnancia, si vale la

expresión.

Mi inveterado exceso de confianza me hizo perder un par de zapatos ingleses bastante buenos, mi única posesión de algún valor. Un compañero me recomendó más atención y menos quejas, pues él conocía un local harto menos distinguido donde, si se te caía un calcetín de la cama superior de la litera, te lo birlaban antes de que llegara al suelo. Tal información me aportó un gran consuelo, si bien no pude menos de deplorar la degradación de las costumbres.

Se hospedaban allí unos cuantos españoles. Aquel otoño hubo una crisis económica en Europa, el paro alcanzó a un millón de personas en Gran Bretaña y cantidades similares en el resto, alarmantes en una época habituada al pleno empleo. De Alemania bajaban muchos trabajadores emigrantes, a veces sin un duro. Algunos se apañaban para dormir de balde en la Maison, escondiéndose en lugares

inverosímiles cuando el encargado subía al recuento. A veces los descubrían y los echaban a curtirse en la dura y fría calle, forjadora de caracteres fuertes. A uno, vuelto de Alemania, lo invité a comer algún que otro bocadillo. Él conocía a un francés que le ayudaba, y me llevó un día a su casa. El francés pintaba cuadros extraños ("insecto sideral" y cosas de esas), y entre ellos había una extraña familiaridad.

"Es que son maricones, hombre, eso se nota. Por eso no se tienen respeto", aseguró uno del grupo español. A mí no me lo pareció.

También estaba de paso otro español, alto y fuerte, de facciones duras y poco latinas, más bien nórdicas, con una cicatriz en la mejilla, fruto de algún navajazo. Creo que era o había sido estudiante, pero llevaba tiempo recorriendo mundo, de marinero.

Pese al desempleo ambiental, estuve a punto de conseguir enseguida un trabajo, limpiando oficinas. Alguien me informó, y no recuerdo si fui tan estúpido de comentarlo o lo hizo mi informador, pero nos presentamos tres a la plaza y

eligieron a otro. Éste era también un chaval joven, como de 20 años. Contaba una pequeña aventura: una noche, no teniendo dinero, estaba acurrucado en un portal

(10)

y una buena samaritana le había invitado a su casa, a cenar y a compartir su cama, pues por desgracia sólo tenía una, al parecer.

"Así tendrían que hacer todas las francesas –comentó uno–, como un deber de fraternidad, pero, lamentablemente, suelen mostrar un recelo

inexplicable".

Ya había notado yo ese recelo. Me había ocurrido, también en Inglaterra, ir a preguntar una dirección a una mujer, ya anochecido, y salir ella casi corriendo. Me había extrañado muchísimo, porque disto de ser guapo, cierto, y no aparentaba opulencia; pero tampoco creía razonable aquel susto. Además, nada así me había pasado en España. Luego me explicaron que por esos países de Dios las mujeres trasnochaban bastante menos que por aquí (ya lo había advertido) e iban

intranquilas por la calle, debido a la delincuencia. Saberlo reconfortó un tanto mi maltratado ego.

El mismo muchacho –tengo una memoria fatal para los nombres, lo siento– hablaba de sus encuentros con republicanos exiliados, repitiendo con sorna sus letanías sobre la España de Franco, lóbrego país repleto de cárceles, miseria y

analfabetismo. Se enfadaban mucho si les llevabas la contraria, y a las primeras de cambio te llamaban fascista. Conocí a algunos y me parecieron unos chiflados, pese a mis incipientes simpatías por el comunismo.

Y, en fin, al que voy, un hombre mayor sin llegar a anciano, corpulento y de estatura media. Comunista o ex comunista, había vivido en la URSS e intercalaba con frecuencia expresiones en ruso. Echaba pestes de los soviets, pero parecía añorarlos en algún sentido: "Allí por lo menos siempre tienes trabajo. El capitalismo no tiene piedad de los pobres". Obviamente, no le hacía feliz verse reducido a vivir en la Maison de la Jeunesse et de la Culture.

Trabé una ligera amistad con él, y me contó que había conocido al Campesino. Yo sólo tenía una vaga idea de la participación de éste en la Guerra Civil –y de la Guerra Civil misma–, pero recordaba que unos años antes había entrado por Guipúzcoa o Navarra con algunos partidarios y había asesinado a dos guardias civiles. La radio había hablado mucho del asunto. La operación, he leído después en algún sitio, la habían montado los servicios secretos franceses para "advertir" a Franco de la inconveniencia de proteger a la OAS. Según el hispano-ruso de París, antes de terminar la guerra el Campesinohabía ocultado en España algún tesoro, procedente de los desvalijamientos sistemáticos a que se habían librado las izquierdas, y tenía el mayor interés en recuperarlo.

Pasé quizá dos semanas en aquel sucedáneo del Ritz, y enseguida mi hacienda voló, pese a que pude trabajar unos días recogiendo platos en un comedor

(11)

curas y sostenido en parte por el consulado de España. El local acogía a españoles en busca de trabajo o momentáneamente en paro, y dejaban pernoctar en él, gratis, hasta doce días, ofreciendo además alguna que otra comida.

Cuando se lo dije al hispano-ruso, reaccionó como una fiera. "¡Vete a la Pompa, cabrón, vete con los curas! ¡A la Pompa, el último sitio al que se puede ir! ¡Fascista! ¡Con los curas, vete con los curas, fascista!". Y estuvo un buen rato maldiciendo a gritos e insultándome en español y en ruso. Asombrado por aquella explosión, procuraba no reírme para no aumentar su furia. Los huéspedes cercanos, extranjeros todos, miraban la escena con sorpresa. La cosa tuvo una pequeña continuación, que ya diré.

Un año más tarde leí una entrevista a el Campesino en el diario de los sindicatos franquistas Pueblo. Para entonces yo estudiaba Periodismo, en Madrid, y ahora me viene a la cabeza una anécdota de Copenhague: conocí allí a un joven de Canarias, y al hablar de nuestros proyectos y contarle yo el de estudiar aquella carrera, exclamó: "¿Periodista? ¿Esa gentuza que se dedica a meterse en la vida de los demás?". Eso, en 1966. ¿Qué diría hoy?

Bueno, pues una foto de la entrevista me llamó la atención: creí reconocer a mi amigo el hispano-ruso de París. Ante otras fotos ya dudaba más, aunque admito que no soy buen fisonomista. Siempre quedé con la duda. De el Campesino supe mucho más, posteriormente. Héroe comunista durante la guerra, pasó a convertirse en villano cuando resultó inasimilable a la vida soviética. Su historia, contada por él con la ayuda de Julián Gorkín, es una sucesión de aventuras extraordinarias hasta lograr huir a Occidente, a través de Persia. Muchos han cuestionado la veracidad del relato, pero el hecho es que escapó del paraíso de los trabajadores en

circunstancias realmente arduas, proeza realizada por muy pocos. Moriría en París en 1983, en la mayor pobreza, según tengo entendido.

(12)

20 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

El hombre que quizás vio al diablo

Por Pío Moa

Pasé en el albergue de la Rue de la Pompe unas dos semanas, algo más de los días autorizados. El dormitorio, muy diferente del de la Maison de la

Jeunesse et de la Culture, consistía en un ancho y largo pasillo con tabiques transversales a la pared principal, formando alcobas abiertas con dos camas, una junto a cada tabique.Estaba muy limpio y los servicios eran buenos. Por la mañana temprano debíamos desalojar, y no podíamos volver hasta el anochecer, con lo cual los gestores evitaban robos, mantenían la limpieza y nos estimulaban a buscar trabajo. Solíamos acudir varios a posibles empleos, método malo, dictado por la poca esperanza de encontrarlos.

Los días que pasé allí fueron de hambre casi todos, algo muy recomendable para robustecer el espíritu y aumentar la experiencia de la vida. Nos reuníamos tres o cuatro, juntábamos para algunas baguettes y una botella de vino y los íbamos consumiendo mientras andábamos y charlábamos. No por ello olvidábamos a la gente necesitada: uno arrancaba de vez en cuando trocitos de pan de la barra y los tiraba por encima del hombro: "¡Pa los pobres!". Algunos días sólo comí

media baguette, si bien disfrutándola mucho. En La Pompe admitían también a hispanoamericanos, y solía venir con nosotros un argentino de lo más típico, que nos aburría con charlas de sonido intelectual, sobre psicoanálisis y temas de los que apenas teníamos idea los demás.

Dos o tres veces entramos en bares para pasar allí el mayor tiempo posible en torno a un café, pero los dueños nos echaban apenas hecha la consumición. He oído maldecir a mucha gente, desde ingleses a italianos o useños, la soberbia ruindad de los parisinos, y más de una vez me sentí tentado a unirme al coro. Pero en realidad nos echaban simplemente porque les caíamos mal, una razón casi siempre inapelable. ¿Y por qué les caíamos mal? Debido a las salsas de su

complicada cocina, sospecho, causantes de malas digestiones; aunque admito que se trata sólo de una hipótesis. Ya en mi primera visita a París, el año anterior, me había llamado la atención el aire de la gente en el metro: ensimismada, vagamente hosca e infeliz. En el metro de Madrid los pasajeros dejaban una impresión más abierta y alegre, y por eso noté el contraste.

Me perdía muchas bellezas de la Ciudad Luz por andar mirando al suelo, sobre todo a los enrejados en torno a los pies de los árboles, con el ánimo de aquel vagabundo de Mortadelo y Filemón a quien le cae un pesado saco por encima de una valla y piensa enseguida: "¡Caramba! Lo mismo está lleno de lingotes de oro". ¿Por qué no

(13)

había de encontrar yo una abultada cartera repleta de billetes gordos? De tales hallazgos, devoluciones y recompensas generosas hablaban a veces los periódicos, y nadie en su sano juicio creería que los

periodistas mienten. Así, pues, ¿por qué no? Mas sólo recogía

monedillas perdidas aquí y allá. Pensé recurrir a mi amiga la Sirenita de Copenhague, pero no di con el suelo propicio, blando y uniforme, de asfalto, que permitiera extender el color sin desollarse las yemas de los dedos. Además, pasar horas sentado en el pavimento invernal lo mismo me acarreaba una pulmonía, lo cual no hubiera dejado de ser una nueva experiencia, pero pensé que con las demás ya podía darme por contento.

Un atardecer deambulaba en torno a la alta torre de Saint Jacques de la Boucherie. Allí, instruía una inscripción, se concentraban en la Edad Media los peregrinos a Santiago, llegados de muchos países para emprender la marcha. Debieron de pasar por el lugar millones de ellos a lo largo de siglos, y yo trataba de imaginar las escenas, entrar en la mentalidad y las vidas de aquella multitud de personas desaparecidas de la faz de la tierra como soplos de viento, o como si nunca

hubieran existido, igual que habría de sucedernos a los demás. Con el frío, los raros transeúntes andaban presurosos y arrebujados. En la soledad y la oscuridad

creciente del ocaso, la sombría figura de la torre gótica, con sus gárgolas y filigranas, sobrecogía como una advertencia misteriosa.

Alguien se detuvo cerca de mí. Lo reconocí como un huésped de la Pompe a quien apenas había saludado antes y entramos en conversación. Lo llamaré Francisco. Tendría unos treinta años, de mediana estatura, ligeramente rechoncho aunque con tendencia a enflaquecer, por las circunstancias.

– París es una ciudad predilecta del diablo –dijo en algún momento. – ¿De veras?

– Hay lugares donde el diablo tiene un poder especial. En esta ciudad se han cometido infinidad de crímenes y de inmoralidades, y desde ella se han propagado por el mundo.

Mencionó el exterminio de los templarios, la Revolución Francesa y otros sucesos. Poseía una cultura amplia y heteróclita, y una visión conspirativa de la historia. Los judíos y los masones dominaban el panorama. La Ilustración, la Revolución Rusa, las guerras mundiales… se explicaban por las intrigas satánicas de ciertas

organizaciones. Mencionaba una novela de Disraeli, Coningsby, aunque dudaba de Los protocolos de los sabios de Sión. Yo lo encontraba muy interesante, pero no tan convincente.

– Si esos tipos son tan inteligentes, toman tantas formas y consiguen siempre que la historia discurra a su favor, entonces no hay quien pueda oponérseles. Además, debían de haber triunfado hace ya mucho tiempo –oponía yo, algo toscamente.

(14)

– Se trata de una conspiración a través de los siglos contra el legado de Cristo y la Iglesia Católica, y, por supuesto, no han vencido ni vencerán jamás: "Las puertas del infierno no prevalecerán". – Entonces tampoco hay que preocuparse tanto…

Los judíos estaban por doquier. Ellos habían organizado la Revolución Rusa, Lenin era judío, y muchos otros. Stalin, en cambio, había escapado al control de la Gran Conspiración y montado otra por su cuenta.

– Si con tener algún abuelo o tatarabuelo judío ya eres judío, nadie puede estar seguro de si es judío o no.

Le irritaban mis objeciones, pero siempre encontraba respuesta a ellas. Años más tarde me ocurriría a mí con el marxismo.

– ¿No tienes la impresión, como dijo André Maurois (¿o dijo Mauriac?), de que el Mal no es algo, sino alguien? El Mal es personal…

Hicimos cierta amistad, y algunos días los pasamos enteros en el metro, después de comprarnos algo de pan y leche, colándonos sin pagar, si podíamos, porque era el único lugar caliente y barato de donde no nos echaban. Pasábamos horas

conversando en los bancos, y cuando nos cansábamos viajábamos a otra estación. Él había llegado a París unos meses antes, no supe o no recuerdo por qué o para qué. Había venido a dedo, y creído notar que desde otros coches algunos sujetos misteriosos le habían seguido o localizado aquí y allá. Llegado a la capital francesa sin mucho dinero, había topado con unos sujetos extraños, que le invitaron a tomar unas cervezas.

– Estábamos sentados a una mesa, en una terraza, y uno de ellos se levantó, diciendo que tenía que ir a no sé dónde. Quedé mirándole mientras iba por la acera, y entonces, de pronto, sin haber llegado a la esquina, desapareció. – ¿Desapareció? Se perdería entre la gente.

– No, había poca gente y lo percibí sin duda alguna. Como si se hubiese evaporado en el aire. Miré a los otros, pero ninguno prestaba atención.

Le ofrecieron compartir su piso, por poco precio. Vivían en un semisótano oscuro y mal ventilado. Debían de ser tres, y diría que mencionó a una mujer entre ellos. A veces acudía más gente, de visita, y uno de los inquilinos se sentaba al piano y hacía sonar una música insoportablemente triste. Una de las habitaciones estaba siempre cerrada con llave. Una tarde la abrió alguien por unos instantes, y Francisco sintió pasar por la sala una vaharada apestosa.

(15)

– Bueno, no me lo parece.

Pero sí me parecía que no llevaba buen camino. Tenía cierto sentido del humor, y una mezcla de admiración y aprensión hacia las mujeres. En el metro parisino se ven chicas realmente bellas, y una, sin serlo especialmente, le dejó embobado: – Fíjate, qué chica tan extraordinariamente femenina.

Y lo era, en su expresión y sus gestos.

París le fascinaba, no sé bien por qué, como si hubiera ido allí a cumplir alguna extraña misión. ¿Había alguien detrás de él? Muy dudoso.

– Yo creo que, cuando vives en la infelicidad y te ves hundido en la desgracia, estás siendo observado más atentamente desde algún sitio. Desde el cielo. Es como una prueba, y de un modo u otro todo terminará bien.

Mi escepticismo le puso una vez fuera de sí. Me acusó de ser agente de la

masonería o algo por el estilo, dedicado a espiarle. Ver así a un chaval de dieciocho años, hambriento y casi harapiento, debía de resultar excesivo, incluso para unos nervios recalentados como los suyos. Esperé a que él mismo se diera cuenta del disparate, y el arrechucho se le pasó pronto.

Un personaje curioso. ¿Qué habrá sido de él? Ojalá no haya terminado en un manicomio. Lamento haberme quedado con unos recuerdos más bien nebulosos. Hubiera estado bien anotar los sucesos de aquel mes, pero nunca tuve paciencia para escribir diarios, más allá de unos pocos días, y por entonces ni eso.

(16)

27 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

Un hombre de mundo

Por Pío Moa

Por el albergue de la Rue de la Pompe se dejó caer un peruano singular. Lo llamaré Paco, pues olvidé hace muchos años su nombre, como en el caso anterior. Mestizo muy aindiado, de unos 25 años, estatura más bien baja, ancho, corpulento, cara grande y plana. Estos dones no hacían sospechar otros, en particular una desenvoltura y destreza verbal fuera de lo común. Venía de Alemania, donde había trabajado en una fábrica, me parece, y hablaba bien alemán, como comprobaría luego, aunque yo no sé el idioma.

Le divertía provocar:

– En esto del orden los alemanes son intratables. A la hora de comer, un grupo de ellos se sentaba en una mesa, y cada uno ocupaba siempre el mismo sitio. Así que un día me senté en el sitio de uno. Cuando llegó y me vio ocupando su plaza, empezó a maldecir en todos los tonos a los gastarbeiterque iban allí a joder a los alemanes, y todas esas cosas. Seguramente creyó que no le entendía, y los otros le aprobaban, y hasta podían echarme en cualquier momento de malos modos.

Entonces, sin levantarme, le dije en su idioma: "Me he sentado aquí porque no sabía que era su sitio, pero en todos los países del mundo una persona educada lo que hace es decirlo sin ofender ni insultar a nadie". El tío quedó con la boca abierta, y se fue a otra mesa. Yo terminé de comer allí, tranquilamente, y los alemanes también, en silencio y con caras de vinagre.

Las frases, apenas hará falta indicarlo, no son textuales, pero recogen lo dicho por Paco, según lo recuerdo. Tal vez la anécdota fuera falsa, pero lo vi otras veces en la misma disposición. Una tarde entramos en un bar cerca de la Pompe. A una mesa se sentaba una pareja amartelada, cuerpos y cabezas muy juntos, españoles ella y él, por algunas palabras que les oí. Yo no fumaba, pero Paco me pasó un cigarrillo y me dijo: "¿Por qué no les pides fuego?". Me pareció inconveniente, dada la actitud de los tórtolos, y porque había allí otros a quienes pedir el favor. Me negué, y el peruano se rió, insistiendo: "Vamos a ver, ¿por qué no?". "Pues porque no". Él, entonces, se acercó a la mesa de la pareja y apagó su cigarrillo, a medias

consumido, en el cenicero del amartelado. Acción inocua en sí misma, pero de una familiaridad ofensiva, como invadiendo su terreno. El tío aflojó el brazo en torno a los hombros de la chica y miró fijamente a Paco, pero éste mantuvo una postura indiferente, y el otro terminó por volver a lo suyo, con expresión contrariada. – Con estas cosas puedes buscarte fácilmente una pelea.

(17)

– No, qué va. Yo siempre los desarmo hablando. Tú es que eres muy retraído, pero es igual si necesitas ayuda, ¿por qué no la pides a cualquiera? Después de todo, ¿no estamos todos bajo el mismo cielo y sobre la misma tierra? Aquí estamos, y tenemos que aguantarnos unos a otros. No vale la pena pelearse, ¿no? Tenemos que ayudarnos. A lo mejor el que te ayuda necesitará tu ayuda el día menos pensado.

– ¿Eso es lo que les cuentas para salir del paso?

– Más o menos –volvió a reír–. Hay que saber tratar a la gente, todos somos seres humanos.

Contaba experiencias como ésta:

– Llegué a la ciudad y fui a dormir a una pensión. En medio del sueño sentí que yo abandonaba mi cuerpo, notaba su calor mientras iba saliendo de él, hasta verlo desde fuera, durmiendo tranquilamente en la cama. Salí a la calle y fui hasta el cementerio. Dentro de él me llamó la atención un mausoleo y entré. Resultó ser la tumba de Durero. Él estaba allí, y platicamos un largo rato. Después salí de nuevo, volví a mi habitación, vi mi cuerpo y me incorporé a él otra vez. Bueno, diréis, hay sueños muy raros, y ya está. Pero el asunto es que al día siguiente lo recordaba con una claridad completa, así que me dediqué a mirar por el barrio, orientándome por los detalles que había visto en el sueño, y resulta que cerca había un

cementerio, y en él estaba la tumba de Durero. Os juro que yo no tenía antes la menor idea de que Durero estuviera enterrado allí.

He olvidado cuál era la ciudad, pero internet suple a la memoria: Núremberg o Nuremberga. "Todo lo que en él había de mortal está enterrado bajo este túmulo", dice el epitafio del artista. También nos contó Paco la plática sostenida en el sepulcro, y algún otro caso parecido, pero se me han ido por completo de la cabeza, e internet ahí ya no sirve.

El relato acaso sea una trola, pues, como es sabido, los latinos fantasean más todavía que nosotros; o bien el peruano pudo haber leído y olvidado lo de la tumba. No quería embromarnos, porque nadie le iba a dar demasiado crédito. Ni iba a sacar nada práctico de nosotros con tales historias, aunque eso nada significa en cuanto a la veracidad de la narración, pues muchas personas inventan sucesos o se atribuyen otros ajenos por simple afán de impresionar. Paco no parecía de esos. Por ejemplo, hacía referencias discretas y de pasada a algún ligue en Alemania, sin la jactancia habitual en los latinos. Siempre me fastidiaron las conversaciones "de hombres", generalmente a base de chocarrerías o cuentos de conquistas sexuales. No quiere decir que yo no cayera a veces en ello, porque el ambiente arrastra, pero me dejaban una sensación de vergüenza. Tales conversaciones responden,

supongo, sobre todo a ciertas edades, a la necesidad de intercambiar experiencias para entender a las no siempre inteligibles mujeres, aunque el lastre de la vanidad

(18)

masculina rara vez vuelve útil el intercambio. Paco hablaba poco de eso, pero actuaba. Parecía pertenecer a esa casta privilegiada capaz de meterse en berenjenales y salir del paso con soltura gracias a su labia, en especial con las féminas.

Estuvo pocos días en el albergue. Una mañana salíamos del local y vimos venir de frente, charlando, a dos chicas altas y rubias, no mal parecidas. Apenas pasaron a nuestro lado Paco se frotó las manos: "¡Son alemanas!". E inmediatamente

retrocedió y entabló conversación con ellas. Al poco volvió, muy contento: "He quedado con una para esta tarde". "¡Tipo envidiable! – pensé–, tan feo, con un físico jodido, y con esa habilidad...!" Quienes entienden de estas cosas aseguran que en los hombres es la vista, y en las mujeres el oído. El amigo no sería un hombre de mundo convencional, pero era un hombre de mundo.

Por la noche no vino al albergue, ignoro si lo habría cambiado por estancias menos pobladas, porque me fui también a los dos días, en vísperas de Nochebuena. Las perspectivas de hallar trabajo algo estable seguían sin mejorar, y yo deseaba disfrutar de climas cálidos. Paseaba por la Rue de Rivoli y aledaños, contemplando la explosión de lujo y consumo propia de esas fechas, imaginando los regalos mutuos entre gentes que no los necesitaban, dentro de circuitos cuidadosamente cerrados, de los cuales no escapaba casi ninguna migaja para otros, a quienes nos hubieran venido tan de perlas. Mi interés por el comunismo crecía. Por cierto, esos días se vino a La Pompa el hispano-ruso, quizá El Campesino, de quien hablé. Me

miró algo cariacontecido pero nos saludamos alegremente, sin entrar en minucias. Lamento confesar que a ratos, perdiendo ignominiosamente el ánimo, me sentía desdichado. Una vez me dijo un francés: "No pareces español". "¿Por qué?". "Porque tienes aire triste, y los españoles están siempre alegres, aunque les vaya mal". "Soy gallego –expliqué en broma–, y los gallegos somos melancólicos". Era para cabrearse: inconcebiblemente, el tipo nunca había oído hablar de Galicia, le sonaba a algo del este de Europa. No me creo especialmente melancólico, pero a una alemana, en Copenhague, le gustaban mis ojos, los encontraba "tan tristes…" El romanticismo germano, ya saben. Las habituales discrepancias entre cómo nos vemos y cómo nos ven, y perdonen la narcisada.

Con todo, algunas migajas de la opulencia oligárquica cayeron sobre La Pompe. Los curas nos obsequiaron algunas comidas calientes y sustanciosas, excepcionales para varios de nosotros desde hacía semanas, y ofrecieron ropa donada por buenos cristianos. Me tocó un abrigo de excelente paño, proveniente de alguien muy alto, pues me llegaba casi a los tobillos. Con él hasta podría dormir en la nieve, calculé. Al día siguiente me puse en la salida sur de la ciudad, y unas horas después llegaba a Orleans, en autoestop.

(19)

Debía de haber cerca una base militar useña, porque pasaban muchos coches y camiones con los signos de su país. Nada parecido, no obstante, a lo que había visto al atravesar el Ruhr: largos convoyes de camiones con cañones o tropas, alemanas y no alemanas, vehículos oruga, señales de tráfico advirtiendo del paso de tanques… A pesar de la prosperidad ambiente, se hacía allí muy palpable la guerra, la posibilidad de ella, que en la mayor parte de Europa, y especialmente en España, sonaba a algo lejanísimo.

Desde Orleans el viaje se tornó difícil: ningún coche paraba. Ya de noche, me envolví en el abrigo y me senté sobre la mochila, pensando en pasar lo mejor posible las horas de oscuridad, con la esperanza de que no nevara. Y de pronto un coche frenó, y el conductor me hizo señas de subir. No fue la única suerte: ¡era un profesor de Lille o Lila, que iba a pasar unos días a la Costa del Sol! Hombre generoso, unos kilómetros más adelante recogió a un par de muchachos canadienses en ruta hacia Marruecos.

(20)

3 de Febrero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

El café Derby

Por Pío Moa

Hace ya bastantes años que dejaron de existir el café Derby –nombre un tanto snob– y su edificio. Estuvo situado en pleno centro de Vigo, al principio de la calle Urzaiz, llamada durante muchos años José Antonio, muy cerca de la peatonal y comercial calle del Príncipe, la típica del paseo vespertino de los jóvenes y dominical de las familias.

Era un café a la antigua, con mesas de mármol, amplio, más o menos cuadrado, de bastante fondo, un poco oscuro y con ventanales a la calle. Desde los años 20 fue una institución de cultura informal, es decir, sede de tertulias, y después de la guerra siguió cumpliendo una función parecida a la del café Gijón de Madrid. Por allí solían ir escritores y artistas, galleguistas y no galleguistas, como Ramón Cabanillas, Camilo Nogueira, Rafael Dieste, Valentín Paz Andrade,Laxeiro, Ánxel Fole y otros. Poco antes y después de la contienda del 36 recibió también a intelectuales falangistas y apolíticos; imagino que Cunqueiro, Castroviejo o, más tarde, Blanco Amor, entre otros, lo visitarían a menudo. Perdió bastante en los años 60, cuando el hábito de la tertulia decayó, en Vigo y en toda España, y le salió alguna competencia en la cercana cafetería Goya, ya de un estilo más moderno y de la que sabe algo Cristina Losada.

Pero debo reconocer que cuando yo frecuentaba el Derby, especialmente en el invierno-primavera de 1965, no tenía la menor idea del pasado ilustre de la institución, todavía vigente en parte. Pasé allí muchas mañanas, cuando casi no había clientes, por razones utilitarias. Había suspendido varias asignaturas del Preu en el instituto Santa Irene, y había pensado dejar los estudios y dedicarme a otra cosa, pero al final opté por terminar aquello y quizá hacer alguna carrera corta; Periodismo, por ejemplo, que sólo duraba tres años.

Solía quedar allí con un amigo de clase en las mismas condiciones, llamado Arturo, para estudiar la asignatura de Griego. Desde el bachillerato de Sainz Rodríguez se consideraban las lenguas clásicas materias formativas esenciales para los estudios superiores; pero nunca conocí a alguien (tampoco yo, desde luego) que, en los cinco años de latín y dos o tres de griego, no ya dominara, sino aprendiera con alguna soltura, dichos idiomas. Demasiado tiempo y esfuerzo para tan poco fruto, y no porque a algunos no nos atrajeran las culturas griega y latina, pero de ellas tampoco salíamos sabiendo gran cosa. Ya entonces pensaba que una asignatura de

(21)

cultura clásica (historia, literatura, etcétera), con algunos apuntes de las respectivas lenguas, habría estado mejor. Pero, bueno, cualquiera sabe. Con todo, disfrutábamos traduciendo pasajes deLa Ilíada en el casi vacío café, pues, a pesar de cierta bruticie propia de la edad, sentíamos intensamente la belleza un poco áspera del texto, desde el "Menin áeide, Cea, Peleiádeo Ajileos": era la diosa, la musa, quien hablaba a través del poeta, intuición muy certera. A Arturo le encantaban las constantes comparaciones poéticas, los guerreros yendo al consejo "como enjambres de abejas cuando salen sin cesar de la grieta de un risco y vuelan en racimos sobre las flores primaverales"; o

avanzando en silencio contra los troyanos, que, en cambio, marchaban a la lucha gritando "como las grullas que escapan al invierno y a las lluvias insoportables para buscar el Océano y llevar a los pigmeos la ruina y la Parca". Lenguaje fascinante, cuyas imitaciones, como las intentadas en una de sus obras por Gógol, siempre fracasan.

También teníamos que traducir trozos de La Eneida, insufribles para mí por su rebuscada artificiosidad, tan en contraste con la maravillosa y primitiva fuerza de Homero. A Virgilio lo trabajábamos con disgusto.

Este Arturo no dejaba de ser un personaje. Bastante alto y bien proporcionado, muy delgado, de cara larga y de nariz algo convexa, pero no saliente, ojos

verdosos, caminaba un tanto encorvado, y sus maneras despedían una sensación de abulia. De espíritu burlón, no le faltaba inteligencia y sensibilidad, tenía facilidad para los idiomas y hablaba bien el inglés. Según llegábamos al café declaraba: "I feel like drinking a rousal", es decir, un vino del Rosal, gaseado. Nos animábamos al estudio tomando uno cada uno, pero él seguía dándole a la priva a lo largo de la mañana, y luego por la tarde. Se estaba alcoholizando, y del modo peor, es decir, sin llegar a la borrachera, pero bebiendo a lo largo de todo el día. Con eso perdía concentración y otras cosas.

Se desenvolvía en medios un tanto golfos, sin llegar a la delincuencia; los

ambientes en torno a ciertos bares, billares, etc. Sólo los conocí tangencialmente, no me atraía profundizar en ellos. Uno de sus amigos ostentaba una larga y

profunda cicatriz en la cabeza, hasta la frente, resto de una gran herida al haberse caído de más joven –creo recordar– por los montes que formaba el mineral de hierro acumulado en una dársena del puerto para ser embarcado. Era bastante gracioso, y una de sus especialidades consistía en insultar y provocar en la calle, por las buenas, a cualquier desconocido.

Por todo ello, y por su falta de constancia, mi amigo suspendió el griego u otras asignaturas, y me comentaba cariacontecido: "¿Lo ves? ¡Es que tengo mala suerte!". Y lo demostraba poniendo el ejemplo de otros que, habiendo estudiado menos y sabiendo también menos, habían aprobado: "¡Todo depende de si te salen

(22)

preguntas que sepas o no!". Tenía claridad de ideas, como cualquiera ve, y le amargaba tanta injusticia, desanimándole aún más de hacer cualquier esfuerzo. Su madre, no sé cómo, averiguó el teléfono de mi casa y llamó un día, hablando con mi madre para implorarle que yo recondujera a su vástago por el buen camino.

No sé por qué se le pasaría por la cabeza recurrir a mí, pues nunca llegué a conocerla; quizá por algún comentario de su hijo, y el hecho mismo indica que estaba un tanto desesperada. Pero eran las crisis típicas de la edad, y, desde luego, no era yo el más indicado para la tarea. Arturo tenía un hermano mayor, más sensato, y vivía en la calle Real, por la Ribera, donde sus padres tenían un bar. Por esas calles solían subir los marineros hacia el barrio de burdeles de La Herrería. Barrio de marineros y de mala fama, seguramente inmerecida: en mi infancia un insulto corriente era "caco de la Ribera".

Mi amigo sabía algo de boxeo, como pude comprobar en alguna ocasión, por la facilidad con que eludía mis torpes golpes y alcanzaba mi cara a voluntad. Mi desidia me despreocupó del noble deporte, y sólo llegué a adquirir unas ligeras nociones de él en la ferrolana prisión de Caranza, cuando hacía la mili, de un joven gijonés que había ganado algún premio juvenil en tales artes. Pero llevo tiempo pensando en la conveniencia de aunar una serie de destrezas físicas e intelectuales para formar lo que podríamos llamar un caballero español. Ya he ideado la

"gimnasia española", conjunto de ejercicios físicos y mentales que no ocupan más de media hora y tienen los mejores efectos. Algún día la explicaré, Dios mediante, y a ver si algún mecenas se toma el necesario interés.

No volví a saber de Arturo desde que marché a estudiar a Madrid, un par de años más tarde. Muchas veces me he preguntado: lo que ocurre, lo que va pasando, ¿quedará almacenado en algún lugar? Algo permanece en nuestra memoria, pero ésta resulta un archivo muy parcial y deficiente, y va perdiéndose con rapidez, no digamos ya al pasar de una generación a otra. Sin embargo, parece inconcebible que lo que ha sido realidad en un momento desaparezca por completo, como si nunca hubiera sucedido. ¿Quedarán registradas en algún sitio, por ejemplo, las tertulias del Derby a lo largo de tantos años, o, más modestamente, nuestras mañanas de traducción de La Ilíada?

Hace mucho tiempo, cuando algunos dirigentes del PCE(r)-Grapo estábamos ocultos en Alicante, después del fracaso de los secuestros de Oriol y Villaescusa, discutíamos en ocasiones sobre problemas del materialismo dialéctico. Una vez se me ocurrió un argumento parecido a lo siguiente:

"Cuando vemos las estrellas las percibimos no como están ahora, sino como

estaban hace miles o millones de años. Supongamos que a esas distancias hay alguien con medios técnicos capaces de distinguir la Tierra. La verá, a su vez, como

(23)

era hace miles o millones de años. Supongamos que su capacidad técnica llega hasta distinguir los detalles sobre la superficie terrestre, y que hay una serie de observadores escalonados a diversas distancias, por ejemplo a un año luz, dos años luz, etcétera. Podemos imaginar que esos observadores irían viendo lo que ocurre en la Tierra un año tras otro. Bien, no existen esos observadores, pero lo que quiero decir es que, así como registramos imágenes y sonidos en una película, y vemos escenas y personas que ya no existen, todos los sucesos del universo deben quedar también registrados, aunque nos sea imposible distinguir cómo y dónde".

Un físico, imagino, haría trizas el argumento, pero de todas formas puede servir para explicar la idea: la desaparición del pasado resulta incomprensible: ¿dónde desaparece?; ¿adónde va a parar? Acaso nuestros tataranietos lleguen a ser capaces de recuperar la imagen de la historia humana tal cual, si bien a su observación se hurtarán siempre los procesos mentales tras las decisiones y los actos visibles.

Aun así, ¡pobres de nosotros si unos semejantes, previsiblemente tan injustos como nosotros mismos, llegan a saber tanto de nuestras vidas!

(24)

17 de Febrero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

¿Y la dos...?

Por Pío Moa

Debió de ser por julio o agosto de 1981 cuando fui a Garray desde Soria, siguiendo la ribera del Duero. Había dejado atrás la "curva de ballesta" y el monasterio de San Juan de Duero, cuyo claustro – unos le dicen hospitalario, otros templario– había visitado la víspera, como la ermita de San Saturio.

Siempre he pensado que por las orillas de los ríos deberían trazarse caminillos arbolados para los buenos caminantes, pero allí no los había, y el paseo, a ratos muy cómodo bajo el sol mañanero y entre chopos, otras veces obligaba a dar rodeos o a internarse en espesuras de penoso tránsito, o a trepar por peñas considerables. Sonaba el ruido de lagartos o culebras al refugiarse entre la

hojarasca, bajo los matorrales, y en aquellos lugares solitarios uno pensaba en la posibilidad de topar de pronto con un dragón, como solía ocurrir a los caballeros medievales.

En una ocasión, por evitar un rodeo, me vi en medio de un vasto zarzal, apartando los largos tallos a golpes de un palo grueso, mientras por el cuello y sobre la piel sudorosa me caían molestas hojas secas y bichejos picadores. Una sensación asfixiante y claustrofóbica, como en una marcha a través de la selva.

Empleé casi toda la mañana en el recorrido, muy ameno en conjunto, parando aquí y allá a contemplar el río y el paisaje. Cerca de la confluencia del Merdancho (¿no debieran cambiarle el nombre?) quedaban restos de un fuerte romano. Hacia la hora de comer llegué, pues, a Garray, a los pies de la colina donde se hallan las ruinas de Numancia. En un bar junto a la carretera tomé un buen bocadillo de chorizo y un vaso de vino. Estaban también, de sobremesa, un par de matrimonios. Los hombres jugaban a las cartas y las mujeres conversaban, ostentando su

catalán con voces muy altas. Al poco volvieron a sus coches. "Éstas no se clarean", comentó socarrón el dueño del bar.

Salí a la plaza del pueblo y me acerqué a la fuente, con algo de aprensión porque estaba llena de avispas, a llenar de agua la cantimplora. Unos metros más arriba dos jóvenes con sendas mochilas se despedían de otro, algo mayor y con ropa de diario. Según me aproximaba, los dos primeros emprendían la marcha hacia la colina. Pregunté al tercero, aunque ya sabía la respuesta.

(25)

– ¿Es Numancia eso de ahí arriba? – Sí.

– ¿Está toda ella excavada?

– Está excavada la mitad, más o menos. El resto se deja así, por ahora. Quien se ponga a excavarla se juega su reputación.

– ¿Van allí esos dos chavales?

– Eso parece –dijo, sonriendo–. Fíjate si están piraos que me insistían en que eran las ruinas de un monasterio templario… Yo soy arqueólogo.

El disparate me predispuso a favor de los jóvenes, y salí tras ellos. A aquella hora el calor apretaba de firme, haciendo fatigosa la subida al cerro casi desarbolado. Pero alcancé enseguida a los expedicionarios, pues se habían sentado en el suelo, bajo el solazo. Algo sorprendido, les animé:

– Qué, ¿subimos hasta las ruinas?

– Sí, sí, pero espera un poco, macho, que estamos muy cansados. Es que las mochilas estas pesan un montón…—Y al ver mi expresión de duda, me animó– ¡Prueba, prueba!

Algo descuidado, me incliné sobre una, y al hacer el esfuerzo de levantarla casi caí sobre ella.

– Pero ¿qué tienen dentro? ¿Hierro? – Pues casi, casi.

Y, en efecto, llevaban unos cortos picos y palas, una enorme linterna y otras

herramientas metálicas, aparte de una tienda de campaña y los correspondientes y voluminosos sacos de dormir. Preparados a todo evento.

Por fin los dos se pusieron en pie y seguimos cuesta arriba. Habían salido de Madrid con la idea de excavar en el célebre castillo templario de Ponferrada, algo ilegal, imaginaba yo, y que podría haberles costado un disgusto. Pero, por alguna causa que ya no recuerdo, habían cambiado de rumbo. Después de todo ¡hay misteriosos restos templarios en muchos sitios!

– Desde aquí pienso ir a pie hasta el cañón del río Lobos –les informé. Cambiaron entre sí una mirada significativa.

– ¡Hombre…! Nosotros también. Podíamos ir juntos. – Yo pienso ir a pie…

– ¡Ah…! Nosotros, con este peso… Intentaremos hacer autoestop o coger un autobús.

(26)

Paseamos por las ruinas. En general prefiero visitar estos sitios solo, pues la compañía impide concentrarse y tratar de sentir el pasado. Allí había tenido lugar hace más de dos mil años una epopeya heroica. Había leído las pedantes trivialidades de un historiador quitando valor al

suceso: había bastado a Escipión Emiliano tomar algunas medidas en serio para aniquilar una resistencia básicamente cerril. Eso era todo… Ciertamente, las fuentes romanas expresan la dureza de la campaña y el desánimo que llegó a invadir a los romanos ante la lucha valerosa e inteligente de los celtíberos. El buenespecialista querría combatir una leyenda considerándola reaccionaria, quién sabe si incluso franquista o cosa por el estilo.

El arqueólogo de Garray había quitado a mis compañeros la idea de los templarios, pero no por ello los había desmoralizado. Subidos a un muro junto a las columnas de una casa romana, miraban en distintas direcciones y calculaban la trayectoria del sol.

– Claro, desde aquí los druidas…

Se trataban entre ellos de "hermano", y sus pintorescas lucubraciones no dejaban de escapar a la vulgaridad ambiente. Divertidos en su seriedad, me cayeron simpáticos. Por entonces estaban en boga las obras de García Atienza sobre esoterismos, iniciaciones y conocimientos oscuros. Yo había comprado La meta

secreta de los templarios, que siguió tan secreta para mí después de leer el libro

como antes. A cambio, sus páginas ofrecían una buena guía de lugares extraños y sugestivos, como la ermita del desfiladero del río Lobos.

Mi relativo interés por esos temas nacía, creo, de la aversión al clima social de triunfante chabacanería extendido sin necesidad por el país al llegar la democracia. La vida en el franquismo, debe admitirse, tenía un toque de mayor elevación y nobleza, incluso lo tenía la lucha contra él. "Contra Franco vivíamos mejor", inventó Vázquez Montalbán o alguien parecido. Todo ello se había esfumado ante la

irrupción de nuevas gentes y modas "con esa osadía tan parecida a la impudicia". Muy desengañado ya del marxismo, yo deseaba formar una asociación para recuperar las calzadas romanas y convertirlas en una red de sendas. Por entonces el senderismo apenas existía en España, luego se puso un poco de moda, aunque con un ramplón espíritu turístico. De todas formas, mi idea tenía pocas

posibilidades de pasar de tal, porque a la falta de ambiente propicio se añadía el hecho de que debía moverme con documentación falsa.

– Hay otra ciudad con una historia parecida a Numancia. Se llama Termancia. Si tengo tiempo igual me acerco hasta ella –dije a mis colegas.

(27)

No habían oído hablar de Termancia, y de inmediato se despertó su curiosidad. Quedaron mirándome, y uno de ellos, con expresión de agudeza, me espetó: – ¿Y la dos?

– ¿La dos…?

– Pues claro: Nu-mancia… Ter-mancia. Tiene que haber otra que haga el número dos, ¿no?

Realmente no decepcionaban. Desde luego, Termancia no tiene relación con el número tres, sino con termas, y se llamaba antes Tiermes; y a Numancia, nombre no latino, le pasaba seguramente lo mismo con el número uno. Pero la ocurrencia estaba muy bien. Con elementos más pobres han creado los nacionalistas historias de mucha enjundia, y ésta era inofensiva.

Imité a aquél a quien pedía un personaje de Cunqueiro: "Créeme, Pepiño, tienes que creerme. Total, ¡qué trabajo te cuesta, hombre!", y les seguí la corriente: "Una idea interesante. ¿Dónde estará la número dos? ¡No estaría mal descubrirla, como Schliemann hizo con Troya o Schulten con Tartesos! Si hasta creo que Schulten excavó en Numancia…". Aunque lo parezca, no les tomaba el pelo.

A media tarde bajamos al pueblo y nos despedimos amigablemente. Creí que les perdía definitivamente de vista, pero sería por poco tiempo.

(28)

24 de Febrero de 2006 RECUERDOS SUELTOS

El tesoro de los templarios

Por Pío Moa

Cuando bajábamos de Numancia asomaban nubes por el horizonte. Los dos templarios quedaron en el pueblo y yo salí a buen paso Duero arriba, por la margen izquierda. El río bajaba muy lleno, pues los días anteriores había llovido copiosamente en las montañas. No sé ya qué planes llevaba, quizá acercarme a la Laguna Negra.

Al principio andaba con comodidad y alegría por los extensos pastos, donde pacían cientos de vacas, pero pronto surgieron obstáculos: bajaban hacia el río algunos regatos fangosos que obligaban a dar rodeos, con el riesgo de hacerme perder la orientación. Para evitarlo me ceñí cuanto pude a la ribera, pero ésta se volvía más inaccesible a cada paso, pues la cubrían árboles inmersos en una maleza por

fortuna no espinosa, pero casi inextricable. Al buscar los puntos de menor densidad seguía líneas quebradas, y constantemente tenía que apartar tallos y ramaje a golpes de palo o, a veces, bajando la cabeza y embistiendo con la mochila, de la que sobresalía el saco de dormir, en una penumbra agobiante, acaso como en las marchas de los exploradores españoles en América, o de Stanley en África.

Debí de andar así unas tres horas, y me di cuenta de que sólo había avanzado una fracción de lo calculado. Empezaba a anochecer y decidí echarme a dormir en un espacio arenoso de unos cuatro metros cuadrados junto al agua, envuelto en una maraña de plantas. De la otra orilla venían voces apagadas de niños y un hombre, lo cual me dio contento, pues tenía la impresión de haberme alejado inmensamente de mis congéneres. Me desnudé y entré en el agua, me restregué el cuerpo para quitarme el sudor y di unas cuantas brazadas. Al secarme comprendí mi error: me habían acribillado los mosquitos. Me metí rápidamente en el saco y procuré

conciliar el sueño.

Ya era noche cerrada cuando me despabiló un rumor de gotas de lluvia entre las ramas. Hube de resolver: si seguía allí podía salir empapado, o peor todavía, si el río creciera e inundara mi arenoso lecho. Por otra parte, distaba mucho de hacerme feliz desandar lo andado, con toda la fatiga del día a cuestas.

En fin, me incorporé, tomé la mochila y embestí de nuevo la vegetación, esta vez alejándome de la corriente para llegar cuanto antes a los pastos. Por suerte, la jungla aquella era estrecha, y antes diez minutos la dejé atrás. Dejó de llover y podía orientarme bien, por la negra mancha de la maleza ribereña.

(29)

De pronto mi cansancio desapareció. Yo mismo me sorprendí de la ligereza de mi marcha, y es que, ciertamente, el miedo da alas. No temía a las vacas, tumbadas o de pie, cuyos bultos distinguía

constantemente a un lado y otro. Claro está, si alguna de ellas bajaba la testuz y emprendía un airoso trotecillo en mi dirección, me habría

causado bastante embarazo; pero las vacas son pacíficas, salvo si están recién paridas, y sería muy mala suerte ir a topar con una de éstas. Ahora bien, ¿y si había perros al cargo del ganado? Esto sonaba muy posible. El simple ademán de agacharse a coger una piedra solía calmar a los canes hostiles, pero el truco difícilmente funcionaría en la noche. Preferí no pensar y mover las piernas. Sentí verdadero alivio al divisar la línea de tejados de Garray, cosa de una hora después de emprender la vuelta.

La civilización, debe admitirse, tiene sus ventajas: fui a una fonda, tomé una ducha caliente y me abandoné a un sueño sin inquietudes. A la mañana siguiente noté el campo algo húmedo, pero el cielo estaba despejado, con escasas nubecillas. Entonces tomé la ruta de Cidones, Abejar y el pantano de La Cuerda del Pozo. Allí había estado mi compañera, siendo adolescente, en un campamento de verano, y de él guardaba buen recuerdo. Mentalmente le compuse un poemilla evocando su carácter risueño. Terminé la jornada en San Leonardo de Yagüe, habiendo hecho algún tramo a dedo.

Al otro día salí temprano rumbo a Ucero, una caminata deliciosa. Bajé la cuesta Galiana, y allí, al fondo, estaba el pueblecillo de aire intemporal, como de belén navideño, con la esbelta torre de su arruinada fortaleza en lo alto: a ella fui.

Acampaban allí unos chavales de la Asociación de Amigos de los Castillos, al mando de dos instructores. Estaban tratando de despejar un obstruido pasadizo

subterráneo que descendía hasta el río. Era el mediodía. Dejé el macuto junto a sus tiendas y bajé al pueblo, donde había fiesta. Para la ocasión, tienen costumbre de invitar a los forasteros a pan y a vino, el cual sirven en una antigua copa de plata. El vinillo, ligeramente dulce, me pareció bueno, y repetí abundantemente.

Después, con una mediana cogorza, me dirigí hacia la famosa ermita templaria de San Bartolomé, en la garganta del río Lobos, a unos cuatro kilómetros del pueblo. El pedregoso camino iba paralelo al río, sobre un suelo con matorrales, pequeñas sabinas, algunos pinos… A ambos lados, a cierta distancia, se alzan los murallones del cañón, de color blancuzco, con cientos de manchas oscuras que marcan

entradas a cavernas. Planeaban los grandes buitres leonados y los grajos lanzaban sus agrias y breves carcajadas. De una cueva cercana al camino surgieron tres espeleólogos: si en algún sitio habían ocultado los templarios sus tesoros, pensé, debía de ser por aquellos andurriales.

La ermita se hallaba en un estrechamiento de la garganta, en un punto donde se desprendía del paredón izquierdo una especie de lienzo de muralla natural, con una

(30)

oquedad en el centro. El pequeño edificio, románico-gótico, ofrece una estampa extraordinariamente sugestiva, misteriosa, en un paraje que no lo es menos. Pero ¿qué es lo que sugiere?

El río, en realidad un riachuelo de color verde por su abundante flora acuática, formaba a veces hoyas, y podía cruzarse a pie junto a la ermita, para pasar a la entrada de una cueva de dimensiones casi catedralicias. Llegué al lugar con la cabeza cargada por el vino, me senté a los pies de un gran olmo, pensé en la razón de que algunos sitios o construcciones despierten en nosotros emociones extrañas, como si tocaran puntos de nuestra psique semialetargados. Caí dormido mucho antes de dar con la respuesta.

Al despertarme, cosa de una hora después, vi que había llegado un grupo de turistas. Para espabilarme anduve más hacia el interior del cañón, y en una hoya me bañé; luego, un matrimonio francés me llevó en su coche hasta la carretera, al lado de Ucero. Y al apearme ¡me encuentro con los dos templarios de Numancia! Los saludé casi con júbilo. Sentados, como la primera vez y por la misma causa, no estaban en condiciones de ir a la ermita, pero quedamos en vernos luego en el castillo.

Al atardecer subí a buscarlos. Estaban aún en Ucero y tardaron en llegar. – ¿Qué os parece una excusión hasta la ermita?

– ¿Ahora? Si es ya de noche… – ¿Qué más da? Tanto mejor.

"Tanto mejor", porque una espléndida luna llena bañaba el paisaje con una luminosidad de otro mundo. Los convencí y nos pusimos en marcha. Noté que andaban despacio y de vez en cuando soltaban algún quejido.

– Tú llevas calzado grueso, pero nosotros nos hemos venido con estos tenis, tan ligeros… Las piedras es que se te clavan en los pies.

La luz lunar daba a los farallones un apagado brillo céreo y volvía el conjunto un tanto espectral. Croaban las ranas, y de vez en cuando se percibían rumores y movimientos entre las matas próximas.

– Oye, ¿no habrá lobos por aquí? – ¡Qué va! No creo.

– Si se llama río Lobos será por algo…

– Sí, pero habrá sido en otros tiempos… Seguramente son zorros, o conejos. Portaban una linterna voluminosa con la que iluminaban a larga distancia. Al acercarnos a la pequeña iglesia los oí cuchichear entre ellos.

(31)

– ¿Pasa algo?

Parecieron vacilar. No me gustó, e insistí.

– Bueno, explícaselo tú –dijo uno a su compañero.

– Verás, ¿te fijas en el rosetón ése de la ermita? ¿No le ves algo raro? – ¿Qué tiene de particular?

– Pues que no forma una estrella normal de cinco puntas, con un pico hacia arriba y dos hacia abajo, sino al revés. La estrella con un pico hacia arriba simboliza el hombre armónico, pero puesta al revés es un símbolo satánico. ¡Imagina que encontrásemos por aquí a tíos locos de esas sectas satánicas, y más en una noche como ésta…!

Enfocaron la linterna en todas las direcciones, pero estábamos completamente solos. Luego entramos en la vasta cueva al otro lado del río y trepamos por su interior hasta donde se estrecha, impidiendo el paso. Tras merodear un poco por el entorno dimos la vuelta algo decepcionados, al menos yo. Todo aquello era muy sugestivo, ya digo, hacía vibrar cuerdas perdidas en nuestro interior, pero, en definitiva, ¿de qué se trataba?, ¿qué podía sacarse en claro?

Volvimos en silencio casi todo el tiempo. Las piedras de la senda agredían aún más a los dos amigos. Llegados al castillo, se metieron en su tienda de campaña, y yo elegí un espacio de hierba más o menos plano para pasar la noche, pero no había tal planicie, y en cualquier postura los huesos terminaban resintiéndose. A las pocas horas oí unos gritos apagados, algo así como cu-cu-cúuu, repetidos tres veces y respondidos por otros iguales, en distinto tono, como si hablasen entre sí. Los lugares de procedencia cambiaban.

"Serán lechuzas u otras aves nocturnas", supuse, y me vino a la memoria un relato de mi madre, de su infancia en un pueblo de León. Una noche un chico llamado Luis había bajado al huerto a hacer sus necesidades, y oyó unas raras voces entre los árboles. Asustado, escuchó atentamente y entendió: "¡Voy por Luis, que está cagando en el hortín! ¡Voy por Luis, que está cagando en el hortín!". Se subió los pantalones de cualquier modo y corrió despavorido a casa. La historia debió de pasar al folklore burlesco de la aldea.

Al amanecer me levanté destemplado. Varios chavales castillófilos estaban ya en pie.

– ¡Qué mala noche he pasado! ¡No he podido dormir nada!

(32)

Me despedí de ellos y continué mi camino hacia Burgo de Osma. Uno de los templarios me dio sus señas, en alguna ciudad dormitorio del sur de Madrid. Pero ya no volví a verles.

Referencias

Documento similar

[r]

Con sus preciosas ilustraciones, sus personajes adorables, una valiosa selección de recursos y un divertido mapa a doble página, Grandes Ciudades, Pequeños viajeros tiene todo lo

Esta corriente dentro de la arquitectura, registra al Diseño como herramienta fundamental para mejorar la sustentabilidad en el hábitat.. Es más abarcativa que la corriente

ARBOL: Porque en el Portal de Belén ha nacido el niño Jesús y como yo no puedo ir estoy aquí, tan bonito, para contárselo a todo el mundo.. 2: !Que

و ةدحتملا مملأا ةمظنم ةدنجأ نيب ةيبرغلا ءارحصلا ةيضق :لولأا نيابت. م لا

23 Aqui, entre aspas, para não deixar de registrar nossa repulsa ao “essencialismo”.. Ao contrário, para os que se inserem no universo dialético, a liberdade começa a

Investigación da morte violenta Causa, mecanismo e circunstancias da morte Lesións contusas.. Lesións por arma branca Lesións por arma de fogo Asfixias mecánicas

[r]