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La Historia Secreta de La CIA

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Academic year: 2021

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La historia secreta de la CIA

The Secret History of the CIA.

JOSEPH J. TRENTO

Traducción de Inés Belaustegui © Joseph Trento, 2001

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Joseph J. Trento trabaja como reportero de investigación desde 1968, año en que entró a formar parte de la plantilla del legendario periodista Jack Anderson. Es autor de Widows, un libro que ha sido un éxito de ventas en Estados Unidos, y ha trabajado para el equipo de investigación de la CNN. Ha sido colaborador de los programas de televisión 60 minutes, Nightline y Prime Time Live. Ha aparecido también en Meet the Press, CBS Morning News, Good Morning, America y NPR. En la actualidad, Trento es presidente del Public Education Center, un servicio de prensa sobre seguridad nacional que actúa sin ánimo de lucro.

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La CIA se fundó con «la mejor» de las intenciones: combatir el imperio soviético durante la Guerra Fría. Durante más de cincuenta años, cientos de hombres y mujeres han participado en un tipo de espionaje misterioso y arriesgando sus vidas en nombre de la seguridad nacional. Sin embargo, la auténtica CIA, tal como se presenta en esta obra reveladora, sufrió desde sus comienzos las funestas consecuencias de una serie de oportunidades desaprovechadas, rivalidades internas, errores de gestión e infiltración de topos soviéticos. En La historia secreta de la CIA nos adentramos en los turbios entresijos de un mundo plagado de agentes dobles y triples, lealtades divididas y almas torturadas. Tras diez años de investigación en archivos confidenciales y de entrevistas a maestros legendarios del espionaje, Joseph J. Trento se ocupa de apartar el velo de secreto que protegía a la CIA y nos muestra el perjuicio que causaron a la Agencia las debilidades profundamente inhumadas de quienes fueron elegidos para dirigirla. Así, nos presenta a Igor Orlov, el frío agente doble soviético que se infiltró en las altas esferas de la agencia de investigaciones secretas estadounidenses; a James Angleton, el infame cazatopos de la CIA, que implicó a los soviéticos en el asesinato de John F. Kennedy; a George Weisz, el emigrante húngaro que trabajó para los soviéticos mientras reclutaba científicos nazis para Occidente, entre otros muchos. La historia secreta de la CIA es una guía por los oscuros pasillos de una organización compuesta por los mejores y más brillantes hombres y mujeres de Estados Unidos, cuya sed de poder e influencia puso en peligro la seguridad nacional y mundial, provocó errores increíbles que fortalecieron el régimen soviético y condujo al absurdo sacrificio de miles de agentes patrióticos.

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A SUSAN TRENTO,

QUE ME AYUDÓ A DESVELAR Y COMPRENDER ESTA HISTORIA SECRETA.

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CONTENIDO AGRADECIMIENTOS ... 8 1. BERlA Y STALIN ... 10 2. ENTRA SASHA ... 15 3. PÓQUER HUMANO ... 20 4. LOS NORTEAMERICANOS ... 26 5. LOS PRIMOS ... 31

6. LA BATALLA PÓR EL CONTROL DE LOS SERVICIOS DE INFORMACIÓN NORTEAMERICANOS ... 36

7. GEORGE WEISZ ... 43

8. ORLOV: EL HOMBRE INDISPENSABLE ... 49

9. BERLÍN: LA NUEVA BASE EN LA FRONTERA ... 54

10. EL HOMBRE DEL FBI EN LA CIA ... 58

11. ENCUBRIMIENTO Y ASCENSO ... 65

12. UN TIPO DURO EN BERLÍN ... 70

13. UNA OPORTUNIDAD DESAPROVECHADA ... 74

14. MURPHY Y COMPAÑÍA ... 80

15. VAQUEROS EN BERLÍN ... 85

16. IGOR Y LAS DAMAS ... 92

17. SOLO VEN EL TÚNEL ... 100

18. POR FIN UN DESERTOR ... 105

19. LOS ILEGALES ... 110

20. EL DESASTRE HÚNGARO ... 115

21. HARVEY TIENE PROBLEMAS ... 121

22. TRANSICIÓN, MAGNICIDIO Y CONCIENCIA ... 125

23. ¿QUÉ MURO? ... 130

24. EL MAGNICIDIO COMO POLÍTICA EXTERIOR ... 134

25. LOS KENNEDY, OFICIALES DE CASOS ... 143

26. JRUSCHOV MUEVE FICHA ... 148

27. OSWALD EN MOSCÚ ... 152

28. SR-9 ... 155

29. EL KREMLIN CONTRA JRUSCHOV ... 159

30. INFORMA PENKOVSKI ... 163

31. NI UNA PREGUNTA ... 168

32. ÉL DESCUBRIÓ LOS MISILES, ASÍ QUE... ¡DESPÍDANLO! ... 173

33. LOS CUCHILLOS LARGOS ... 177

34. LA VIOLENCIA SÓLO ENGENDRA VIOLENCIA ... 183

35. HOOVER SALVA A PHILBY ... 187

36. A LA CAZA DE ANGLETON ... 191 37. LA BÚSQUEDA ... 195 38. SASHA, CERCADO ... 200 39. LA RED SE AMPLÍA ... 205 40. LA OPERACION PERFECTA ... 211 41. EL YERNO ... 216

42. GOLPE MORTAL EN VIETNAM ... 224

43. LA CALLE DE THONG NHUT ... 230

44. LA CIA Y LOS SEÑORES DE LA DROGA ... 234

45. SE PIERDE VIETNAM ... 239

46. NIXON CONTRA EL FANTASMA DE KENNEDY ... 245

47. NO CONTRADIGAS A GENEEN ... 253

48. SANGRE Y SENTENCIA ... 263

49. WEISZ EN ALEMANIA ... 271

50. NOTIFICACION DE DESPIDO PARA ANGLETON ... 274

51. ¿PARA QUÉ QUEREMOS EL CONTRAESPIONAJE? ... 279

52. NAVIDADES EN VIENA ... 284

53. DESPUÉS DE ANGLETON ... 290

54. EL ESPÍA ATÓMICO ... 294

55. UN TOPO EN LA CASA BLANCA ... 298

56. MUERTE AL TOPO ... 306

57. EL FINAL DE LA GUERRA FRÍA ... 314

EPÍLOGO ... 319

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PREFACIO

Esta historia trata de los hombres y mujeres que fueron escogidos para librar una batalla secreta con la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. Pertenecían a lo que hoy llamamos «aquella generación prodigiosa» que ganó una guerra mundial y salvó a Estados Unidos del totalitarismo nazi. Muchos de los mejores trabajaron juntos en la Agencia Central de Inteligencia (CIA) para librar la batalla de la Guerra Fría y, una vez más, salvar la libertad. Solo que, esta vez, en secreto.

A estos hombres y mujeres de la CIA se les encomendó un trabajo que no estaba sometido a ningún tipo de responsabilidad o supervisión real. Este libro trata sobre cómo, al dejarles actuar a su libre albedrío, violaron las normas una y otra vez. Trata sobre errores que los servicios de investigación estadounidenses cometieron reiteradamente, y sobre el peligro resultante. Por desgracia, una de las cosas que hemos aprendido es que ninguna generación es «prodigiosa». Puede que ciertos individuos sean valientes, pero otros pueden ser cobardes y arrogantes. Muchos héroes de la Segunda Guerra Mundial emprendieron una carrera profesional en la CIA que no produjo ninguna victoria real y sí muchas tragedias.

La historia secreta de la CIA no presenta una Norteamérica derrotando al comunismo ateo y ganando la Guerra Fría. Es más un libro sobre la ambición y la traición, que sobre logros patrióticos. Trata de lo que sucedió cuando una época de miedo nos forzó a entregar un extraordinario poder a una agencia gubernamental que estaba dirigida por seres humanos con debilidades que nos son propias a todas las personas. Es un libro sobre oportunismo, crueldad, intereses personales y orgullo desmesurado.

Desde el día mismo en que la CIA inició su andadura, sus directores pusieron en peligro la vida de personas en su mayoría inocentes y que no tenían nada que ver con sus guerras de espías. A lo largo de la Guerra Fría, cientos de miles de personas murieron en una serie de luchas de poder y operaciones secretas, a menudo motivadas por intereses que poco tenían que ver con el bien de la nación.

En el trasfondo de este lado menos romántico de las operaciones encubiertas laten el resentimiento y la rabia entre los que quieren perpetuar el mito de que la CIA ganó la Guerra Fría.

Pero algunos hombres y mujeres que trabajaron para la agencia reconocen sus fallos y me expresaron sus deseos de que se diera a conocer la verdad.

Habría sido imposible investigar sobre el tema y llegar a escribir este libro si no hubiera sido por la colaboración del antiguo jefe del servicio de contraespionaje de la CIA, James Jesus Angleton. Para algunos, Angleton es el icono de la paranoia anticomunista que contagió a Estados Unidos durante tantos años. Como veremos, la acusación de que veía rojos y agentes del KGB por todas partes y que destrozó vidas inocentes tiene un desagradable componente de verdad, pero se trata de una de las grandes simplificaciones que circulan sobre la CIA.

En diciembre de 1974, el director de la CIA, William Colby, puso fin a lo que denominó la «búsqueda inútil» emprendida por Angleton, empeñado en buscar topos en la CIA: la solución fue despedirle directamente. Según Colby -opinión compartida por un puñado de autores-, no había topos ni traidores, y ni el KGB ni ningún otro servicio de espionaje se infiltraron jamás en la CIA. Al fin y al cabo, pensaban ellos, la CIA era la mejor de las mejores, una agencia invulnerable.

Con Angleton incapaz ya de defenderse y desacreditado por completo, esa versión triunfal de la historia fue la que pervivió. Era la que convenía al amiguismo de todas las áreas del espionaje estadounidense, y que afectaba a ciertos elementos del Departamento de Justicia, la División Internacional de la Oficina del Censo y otros muchos organismos gubernamentales. Sin embargo, con el arresto en 1994 del oficial de contraespionaje de la CIA Aldrich Ames, el mito se derrumbó de manera estrepitosa. La detención de Ames provocó una oleada de relatos de terror sobre topos sospechosos en el ejército, en el Departamento de Energía, en el de Estado, en el FBI y en la CIA. Pero ¿cuál es el contexto en que se produjo? ¿Qué quiere decir todo este embrollo?

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La historia secreta de la CIA recoge lo que sucede cuando una sociedad libre se embarca en una actividad que es totalmente ajena a su carácter. Este libro es el resultado de cientos de entrevistas y de treinta años de periodismo dedicado a los hombres y mujeres que estuvieron en la Agencia durante la Guerra Fría. Recoge y preserva una memoria institucional no oficial sobre acontecimientos que algunos convirtieron en mitología.

Me decidí a escribir esta historia porque me di cuenta de que el servicio de investigación es el organismo gubernamental estadounidense que más tiene que ver con cómo se comporta Estados Unidos en el mundo. En cierto sentido, la CIA posee más poder que el Pentágono. El análisis que la CIA hace del mundo es crucial a la hora de determinar qué armas desarrolla el país y definir las amenazas a las que responde la nación. Los presidentes cambian, pero el aparato burocrático de investigación permanece en su lugar, lo que lo convierte en la verdadera clase dirigente de nuestro sistema político.

Los presidentes de los últimos tiempos han aprendido que el comandante en jefe no llega necesariamente a conocer todos los secretos. Si los presidentes no hacen la pregunta adecuada, no se les dará la respuesta adecuada. Richard Nixon y Jimmy Carter aprendieron esta lección de la forma más dura. Pero es que incluso el director de la CIA puede quedar marginado cuando las operaciones se ponen en duda o se tachan de ilegales.

El centro neurálgico de la CIA es la Dirección de Planificación, de Operaciones, de Acción Encubierta o como quiera que los espías decidan denominarse en cada momento. Durante la Guerra Fría, estos hombres se consideraban tan importantes para la supervivencia de nuestro país que creyeron que las leyes ordinarias no les eran de aplicación. Esta clase de elitismo ha perseguido a la CIA a lo largo de toda su existencia. Este convencimiento de estar exentos del cumplimiento de toda ley se ha convertido en norma. Ninguna otra profesión requería una entrega tan absoluta y un abandono de la propia moral de cada cual, como la profesión de empleado de la CIA. Al otro lado del mundo, lo mismo cabe decir del KGB.

Mis estudios sobre la CIA comenzaron cuando el doctor William R. Corson me telefoneó en 1976. Le conocía desde hacía seis años. Por aquel entonces yo trabajaba como reportero para un periódico. Me encargaba de las noticias referentes a la seguridad nacional, y Corson era una de mis fuentes de información, una muy especial porque parecía tener acceso a cualquier asunto. Corson escribía una columna sobre política y asuntos militares. Además de erudito, era un soldado de la Infantería de Marina que había luchado en tres guerras. Nunca trabajó para la CIA, pero sí trabajó directamente para cuatro presidentes. Había estudiado Física en la universidad, había jugado al béisbol en segunda división, había luchado en la Batalla del Chosin Congelado en Corea, había sido amigo de JFK y había llegado a matar por él. El coronel Fletcher Prouty me dijo en cierta ocasión: «Para Bill Corson la CIA era algo así como un equipo de apoyo para su trabajo. Él necesitaba saber; la CIA, no».

En los años setenta la revista Penthouse empezó a contratar reporteros para hacer grandes reportajes de investigación. Como sabía que yo quería escribir algunas de esas historias, Bill Corson me tomó como su protegido. Tratar con él era una locura, pues rara vez me decía algo a las claras. Igual que a Garganta Profunda en la historia del Watergate, a Corson le encantaba jugar a que yo adivinara de qué estaba hablando cuando me daba pistas sobre extraños acontecimientos e incidentes tentadores. Cada vez que me decidía a cambiarlo por otra fuente, aparecía él con la prueba escrita o justo esa información tan difícil de conseguir que yo necesitaba.

Me obligó a ganarme su confianza. Si escribía un reportaje con algún detalle insignificante pero erróneo, se pasaba semanas sin hacerme ni caso. Fui testigo de cómo destrozaba la carrera de algún reportero que él consideraba «muerto» por haber puesto poco esmero en el reportaje o, como él mismo decía, por «haberse dejado liar por la Agencia». Poco a poco fuimos haciéndonos amigos, y en cierto sentido supongo que se convirtió en el «oficial responsable de mi caso».

En 1968, Corson dejó la Infantería de Marina. Su paso por las altas esferas en la Casa Blanca y en el Pentágono le convenció de que muchos más soldados estadounidenses morirían inútilmente en Vietnam. Arriesgándose a ser sometido a un consejo de guerra, escribió The Betrayal, un éxito de ventas que

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modificó la percepción de los norteamericanos sobre los hombres que combatían en aquella guerra.

Era un hombre de complexión fuerte y compacta y mente de intelectual, que había crecido en el Chicago de Al Capone. No había estudiado en ninguna de las universidades más prestigiosas del país, lo que normalmente constituía el aval para formar parte de la comunidad del espionaje, pero su currículum personal incluía un detalle de gran importancia: su padre había sido uno de los primeros discípulos del general Ralph Van Deman, el patriarca de los servicios de información del ejército. Cuando hablaba, Corson usaba mil y un términos de la jerga del mundo secreto en el que estaba acostumbrado a vivir. Por ejemplo, la gente que trabajaba en la agencia eran «los de arriba del río». Si alguien había muerto, decía que «había pasado al lado duro». Mientras escribía mis reportajes, muchos de ellos embarazosos para la CIA, Corson y yo trabajábamos codo con codo. Almorzábamos juntos cada semana en el Hotel Hay-Adams de Washington, D. C., justo enfrente de la Casa Blanca.

Un día Corson me dijo: «Quiero presentarle a Angleton. Casi no sabes nada todavía, pero ya va siendo hora de que hables con él». Dio un sorbo a su martini doble y encendió otro cigarrillo más con su flamante zippo, y añadió lacónicamente: «Tienes que conocerle antes de que se muera de tanto beber y fumar».

Por casualidad, Angleton me telefoneó por su cuenta a los pocos días. Le había llamado la atención un artículo del que yo era coautor, sobre el recurso de la CIA a los medios de información y noticias para usarlos de tapadera. «Señor Trento -me dijo-, soy Jim Angleton, y he visto que en su artículo sobre la CIA y los servicios de noticias no mencionaba directamente a nadie de la CIA. Me gustaría invitarle a comer». Tras esa llamada en junio de 1976, me dispuse a conocer personalmente al hombre cuyo nombre en clave, Madre, había quedado consagrado en la fantástica novela de Aaron Latham, Orchids for Mother.

La delgadez de Angleton era legendaria, pero cuando le vi por primera vez en el viejo Army and Navy Club, parecía un ser casi irreal y etéreo. Habíamos quedado en el vestíbulo, y de allí me llevó hasta el bar principal. Pidió una mesa para dos en un rincón protegido del ruido, y se sentó en la silla desde la que mejor podría controlar quién entraba y salía del salón. En esa época llevaba en paro desde hacia dos años. Sospeché que había decidido hablar conmigo porque el único reportero al que solía proporcionar información sobre investigaciones secretas era Sy Hersh, y Hersh fue quien hizo circular una historia que Colby le había suministrado y que había provocado la expulsión de Angleton.

Aquella comida dio inicio a una relación no precisamente sosegada. Durante los once años siguientes Angleton me trató como confidente suyo, agente enemigo, caja de resonancia y, finalmente, como confesor, cuando el cáncer de pulmón se apoderó de su cuerpo. Era un hombre difícil y podía ser muy arisco. Me contaba historias cruciales, pero cuando las publicaba se ponía furioso conmigo. Un día tuve que darle una noticia. Me había enterado de que sus antiguos compañeros de la CIA, que querían destruir su reputación de una vez por todas, habían relanzado la caza de un topo del KGB en la agencia, pero esa vez el objetivo era él. Angleton la pagó conmigo, que solo era el mensajero. Se enfadó tanto por haberle comunicado esta noticia que no quiso saber nada de mí durante un año. En su declaración en el juicio sobre el asesinato del presidente Kennedy, me acusó de ser un «agente desinformador del KGB». Un día volvió a llamarme, como si no hubiera pasado nada.

Entonces, me presentó a su amigo y antiguo compañero Robert T. Crowley, también buen amigo de Bill Corson. Crowley era un tipo tan de cuartel general como Corson lo era de calle. Era uno de los hombres más altos que hayan trabajado jamás en la CIA. Siempre andaba metido en operaciones con personal del más alto nivel y su personalidad poseía un magnetismo y atractivo que le convertían en el perfecto aristócrata del espionaje.

E1 trabajo principal de Crowley era establecer vínculos con grandes empresas como la ITT, que la CIA utilizaba de tapadera para sus movimientos de grandes cantidades de capital. Estaba también muy implicado en las actividades del Gobierno estadounidense por derrocar a Salvador Allende en Chile. Antes de conocernos personalmente, algunas historias que yo había investigado y publicado le habían causado muchos problemas, por ejemplo varias citaciones de un jurado federal de acusación que investigaba la trama encubierta de Chile. Sin embargo,

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una vez jubilado de la CIA, Crowley decidió seguir el consejo de Angleton y Corson y habló conmigo.

Tras la terrible muerte de Angleton por cáncer de pulmón en mayo de 1987, Corson y Crowley empezaron a proporcionarme acceso a los archivos que habían conservado como muestra de confianza hacia su viejo amigo. La única promesa que les hice fue no publicar nada hasta que pasaran diez años de la muerte de Angleton. Ahora ha llegado ese momento.

A finales de 1999, a Corson le diagnosticaron también cáncer de pulmón. Siete meses después, con su fallecimiento, vinieron a parar a mis manos todos sus archivos, cintas y escritos.

Bob Crowley, fumador también, padeció otro cáncer de pulmón y a continuación entró en un estado de terrible senilidad. Falleció a los pocos meses de la muerte de Corson. Sus detallados archivos -así como los de James Angleton- pasaron igualmente a mis manos.

Corson, Angleton y Crowley tuvieron la amabilidad de presentarme a muchos antiguos compañeros suyos. Muchos cooperaron conmigo como fuentes para la elaboración de este libro, aunque algunos me han pedido que no mencione su nombre.

Este libro se basa en los recuerdos e informes de cientos de hombres y mujeres que trabajaron incansablemente en los bandos estadounidense, británico y alemán de la Guerra Fría, además de varias docenas de personas que trabajaron para el KGB y otras que aún trabajan para el SVR (el servicio secreto de la Rusia pos-soviética) o en el GRU (el servicio de información militar ruso).

A partir de 1990 conté con la colaboración de John Sherwood, otra fuente crucial para entender el carácter de los jefes de la CIA durante la Guerra Fría Sherwood, oficial del ejército durante la Segunda Guerra Mundial y lingüista brillante, entró en la CIA tras la guerra albergando grandes esperanzas. Formado en Denver, Sherwood llegó a ser jefe de patrulla de Infantería en Alemania, y tras la guerra entró a formar parte de la cúpula militar. Se graduó en la Universidad de Chicago y empezó a trabajar como profesor. Fue en esa época cuando entró en la CIA, lleno de ilusión y entusiasmo. «En aquella época casi no sabía nada de la CIA. Yo quería entrar en el Departamento de Estado, pero las contrataciones se habían congelado por la histeria macartista. Tengo la sensación de que alguien pasó mis credenciales a la agencia».

Sherwood creía que los «veteranos relativamente jóvenes» de la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos) veían en sus nuevos reclutas a los continuadores de su labor tal como ellos la iban a dejar; y él disponía del currículum adecuado. «Así pues, hice el entrenamiento para jóvenes oficiales y entré en la Dirección de Planificación. Hasta entonces, había sido un joven bastante aventurero y me atrajo la infinita cantidad de retos y oportunidades de todo tipo que ofrecía la DP. Así empieza la historia de una vida echada a perder, como por ejemplo la mía». Desde 1990 Sherwood compartió conmigo sus vivencias y opiniones sobre la CIA, con una franqueza y una sinceridad de las que rara vez es objeto un reportero.

Una noche, solo unas semanas antes de la impresión del presente libro, John Sherwood, con setenta y seis años, fue a dar un paseo en bicicleta. Subió una colina cerca de su casa, en Colorado. A la mañana siguiente la policía encontró su cadáver cerca de la carretera que había abajo, con una nota de suicidio en la que pedía disculpas a los servicios de urgencias por dejarles un destrozo semejante. Murió un día antes de que se cumpliera el año exacto de la muerte de su amigo Bill Corson. John Sherwood vivió atormentado por lo que había visto y hecho en la CIA.

Cientos de personas me relataron sus experiencias de toda una vida, pero Corson, Crowley, Sherwood y Angleton fueron los que realmente hicieron posible este libro. Debo añadir también unas palabras de agradecimiento a un puñado de amigos del SVR que pusieron en juego su propia carrera al facilitarme información que ni el servicio secreto ruso ni el estadounidense se han preocupado de publicar.

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AGRADECIMIENTOS

«Cuando se trata de la CIA, la verdad es siempre relativa», me dijo James Angleton. Aun así, hecha esta salvedad, añado que cualquier error que pueda encontrarse en este libro se deberá solo a mí.

No podría haberlo escrito sin la cooperación de cuatro hombres complejos que fallecieron mientras investigaba y redactaba el libro. EL difunto James Jesus Angleton colaboró conmigo bajo la condición de que no publicara ninguna de sus declaraciones hasta que hubiera pasado una década desde su muerte. Robert T. Crowley se mostró siempre dispuesto a ayudarme hasta que la enfermedad acabó con su salud, su mente y su vida. Su esposa, Emily, me entregó los importantísimos informes de Bob para que pudiera llenar ciertos huecos. John Sherwood, integro como nadie, me ofreció sus conocimientos sobre el coste humano que conlleva el trabajo en los servicios de inteligencia. Su deseo de hacer frente al pasado fue lo que me iluminó en el tortuoso esfuerzo de hallar sentido en medio del caos. El doctor William R. Corson, con quien mantuve una larga amistad y que ha sido coautor de varias obras mías, jamás se arredró ante la búsqueda de respuestas.

Habría sido imposible escribir la historia sobre Igor Orlov sin contar con material que aún hoy es considerado confidencial tanto en Estados Unidos como en Rusia. Quiero dar las gracias por su inestimable ayuda a las fuentes que me lo facilitaron.

Eleonore Orlov, la última gran superviviente de la Guerra Fría, compartió conmigo los secretos más enigmáticos de su vida y de Igor, con gran franqueza y sinceridad.

Crowley, como fiel representante del oficial que desempeña su labor desde las oficinas centrales, y Corson, el oficial de campo por antonomasia, me brindaron un saber hacer y un sentido de la realidad que me ayudaron mucho a la hora de construir esta historia, que bien podría haberse convertido en un arcano ejercicio académico. Puede decirse que Crowley, Corson y el difunto Justin O'Donnell fueron, dentro de la comunidad de los servicios de información, lo más parecido a una conciencia que hayamos podido tener jamás.

Quiero dar las gracias a George Kisevalter, que también falleció mientras redactaba el libro. Kisevalter me enseñó a entender cómo era estar en pleno centro de las operaciones de la Guerra Fría. Sus revelaciones sobre la SR-9 despejaron las tinieblas que cubrían ese extraño lugar.

Paul Garbler demostró una sinceridad y un valor respecto de su propia profesión como pocos hombres en su situación habrían mostrado. Le guardo un profundo aprecio por su buena disposición durante todo el tiempo que dedicó a compartir conmigo sus vivencias.

Quiero expresar también un agradecimiento especial a Edward M. Korry y a su esposa, Pat, por su ayuda al contarme la historia de lo que sucedió en Chile y la realidad de verse atrapados en el mundo de la CIA.

Doy las gracias igualmente a los «muchachos» de Berlín que hablaron conmigo oficial y extraoficialmente: Wally Driver, Anita Potocki, Sam Wilson, la difunta C.G. Harvey, Donald Morris, el difunto Lucien Conien, David Chavchavadze, Etta Jo Weisz, y tantos y tantos compañeros suyos.

Quisiera también dar las gracias a David Wise, al difunto Alan Lightner hijo, a Geiselle Weisz, a Susanne Gottlieb, a Peter Kapusta, al difunto Teddy Kollek, a Tulluis Accompura, a Quintin Johnson, al difunto John Bross, a Robert y George Orlov, al difunto Frank Steinert, a Joe Bulick, a Hank Knocke, a Edward Petty, a Donald E. Denesyla, a Robert Maheu, a Ricardo Cañete, a L. Fletcher Prouty, al difunto John A. McCone, a James Wooten, a Samuel Papich, a Pete y Ellie Sivess, al difunto William Branigan, a Courtland Jones, al difunto Bruce Solie, a Ewa Shadrin, a Richard Copaken, a Leonard V. McCoy, al difunto William E. Colby, a Alfred McCoy, a Frank Snepp, a Orrin Deforrest, a Ralph Dungan, a William Zylka, a Felix S. Bloch, a Milton Wolfe, a Robert Kupperman, al difunto almirante Harvey Lyon, a Tom Issacs, a Samuel T. McDowell, a Leonard M. Brenner, a Sherry Cooper, a Dale Young, a Herbert Kouts, a Sarkis Soghanalian, a Peter Stockton, a William Bartells, al difunto general Richard G. Stilwell, a Britt Snider, a Tom Tucker, a Nikki Weisz, a Tom Sippell, a Gwendolyn Jolly y al

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doctor Hormez R. Guard. Cientos de personas me pidieron que no dijera sus nombres, y respetaré su petición.

Quiero manifestar también mi más honda gratitud al equipo de Prima Forum: mis editores, Steve Martin y David Richardson; al siempre paciente equipo de edición, Cathy Black y Libby Larson; y a Linda Bridges, que me sirvió de gran ayuda a la hora de hacer el manuscrito más accesible al lector.

Quiero también agradecer aquí la ayuda que me prestaron mis compañeros del National Security News Service del Public Education Center. Jeff Moag me fue especialmente útil. Además, quisiera dar las gracias a mi más dura crítica y editora, Susan Trento, por dejar de lado sus proyectos literarios para ayudarme con los entresijos de esta historia secreta.

Si desea comunicarse conmigo después de leer este libro, puede hacerlo escribiendo directamente al editor o bien a través de mi correo electrónico: Trento@publicedcenter.org

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1. BERlA Y STALIN

En la Unión Soviética, en 1942, los alemanes se encontraban en plena ofensiva en el Cáucaso y no se vislumbraba el final del asedio a Leningrado. Una fría mañana de septiembre, Lavrenti Beria, jefe del Comisariado del Pueblo para

Asuntos Internos, el NKVD1, recibía noticias de un acontecimiento aún más

preocupante.

Observando a su jefe, el ayudante2 más veterano de Beria adivinó sin

equivocarse cuál sería la reacción de Beria al leer el telegrama confidencial que acababa de entregarle. El rostro de Beria pasó del rosado al blanco mórbido cuando leyó el mensaje urgente emitido por su mejor agente secreto, un hombre que se había infiltrado en el servicio británico de espionaje e incluso, durante un tiempo, en la Gestapo de Hitler.

Esa manifestación de sentimientos fue breve. En cuestión de un instante, la cara de Beria recuperó su tono rosado habitual. Beria se puso en pie e hizo una señal impetuosa con la mano para que su ayudante retirara del escritorio el archivo confidencial.

Lavrenti Beria era un hombre menudo con un cuello imposible de distinguir. Estaba calvo y tenía una cara ancha de campesino, en la que la diminuta nariz y la boca de mueca retorcida parecían no encajar bien con el conjunto. Usaba gafas de montura metálica que no ayudaban mucho a suavizar su oscura mirada. Con frecuencia su ayudante había visto brillar aquellos ojos cuando Beria mandaba llamar a su despacho a alguna adolescente. En un primer momento este hombre rechoncho trataba de encandilar a las jóvenes, pero, si no se le rendían rápidamente, dejaba que su compulsión a violarlas se apoderara de su voluntad. «Beria era más un monstruo que un hombre», escribiría después el ayudante. En esta otra ocasión, desapareció tras la puerta de su lavabo particular.

Gracias a una mezcla de crueldad y astucia, Beria había ascendido hasta ser la mano derecha de Stalin, al cargo del servicio soviético de inteligencia y del aparato de terror del dictador.

El cuartel general del NKVD de Beria, conocido como la Lubianka, era el centro del terror en la Unión Soviética. Era el lugar al que iban a parar los cotilleos sobre todos y cada uno de los ciudadanos soviéticos, que el sistema comunista de delatores y chivatos proporcionaban a la policía secreta. El edificio albergaba también una prisión con cámaras de tortura, salas de interrogatorio y mazmorras donde se obligaba a confesar a los enemigos del Estado.

La Lubianka era también el cuartel general desde el cual el NKVD perseguía a los antisoviéticos exiliados, en particular, a los rusos blancos zaristas y a los ucranianos, por los que Stalin sentía un odio especial. La eliminación de estos enemigos había sido la fuerza motriz que motivó las actividades del NKVD antes de la guerra. Los secuaces de Beria localizaron a miles de ellos, sirviéndose de sus parientes para atraerlos de vuelta a la madre patria, con el fin de encarcelarlos o bien matarlos. La guerra interrumpió el sanguinario proceso de su aniquilación, pero no lo detuvo por completo.

1

Los archivos del oficial de la CIA Robert Crowley, confiados al autor antes del fallecimiento de Crowley en octubre de 2000, contienen gran parte de la histonia confidencial del mandato de Beria en el NKVD.

2

«El ayudante» es la expresión empleada por los servicios de información estadounidenses para proteger la identidad del oficial de los servicios de información soviéticos con el máximo rango, entre los que Estados Unidos 1ogró ganarse. Este hombre informaba semanalmente a un oficial de los servicios de infórmación norteamericanos destinado en Moscú. Sus informes acabaron formando parte de los archivos de los antiguos oficiales de la CIA Robert Crowley y el difunto James Jesus Angleton. Una vez terminada la guerra, el ayudante dejó de pasar informaciones. La CIA trató de reclutarle de nuevo entre 1947 y 1953, pero todos los esfuerzos fueron en vano. Robert Crowley señaló que su cooperación durante la guerra «estaba íntimamente relacionada con su deseo de ver a Rusia imponerse a Alemania». James Angleton llegó a la conclusión de que el ayudante cooperó obedeciendo órdenes directas de Beria, que le utilizó para conseguir más ayuda bélica de Estados Unidos.

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Stalin estaba decidido a eliminar toda deslealtad que hubiera en su régimen. Examinó uno por uno todos los niveles políticos de la revolución y ordenó desinfectar allí donde lo estimaba necesario. Beria, georgiano como Stalin, era el instrumento de su voluntad. Durante todos los años que el ayudante trabajó en la Lubianka, nunca conoció a un hombre más cruel que Beria, que mataba y torturaba solo por apaciguar los temores de Stalin.

Pero el jefe del NKVD no era el único monstruo que había en Moscú. El ayudante sabía perfectamente que él mismo era una pieza más de la maquinaria asesina de Stalin. Hombre de pocas agallas, el ayudante permitió la ejecución de viejos amigos suyos, para ascender en su propia carrera profesional. Pero no era el único. Nadie que hubiera trabajado en el NKVD estaba exento de culpa, de traicionar a familiares, amigos o compañeros. La traición era la medida de la lealtad. El chiste que circulaba por la central moscovita era que Dios mismo había sido aniquilado para que nadie del NKVD pudiera ir al infierno.

El ayudante comprendía que su necesidad de traicionar y la de otros derivaba de los miedos de Josif Stalin. También comprendía que el líder soviético tenía motivos para sentir miedo. En efecto, hasta sus supuestos aliados estaban en contra de él: antes de entrar en guerra, Estados Unidos había mantenido tratos y negocios con sus enemigos alemanes, y Gran Bretaña había intentado matarle en repetidas ocasiones y destruir así sus sueños de crear un Estado revolucionario de los trabajadores. Es más, dos millones y medio de personas habían emigrado del país para no someterse al mandato de Stalin, y este temía que Occidente estuviera explotando a estos emigrados para minar su gobierno. Los opositores políticos que se quedaron en el país solo incrementaron su rabia y su paranoia. Las purgas se iniciaron en cuanto Stalin ascendió al poder, y en esos momentos llevaban ya años en marcha.

En 1939, la operación de limpieza había alcanzado a la propia policía secreta de Beria y a sus organizaciones de espionaje. Las purgas ordenadas por Stalin en las brillantes redes que había construido por toda Europa el servicio de espionaje de la Cheka comenzaron con la ejecución de cinco eficaces espías del NKVD ruso, que formaban parte de la sección berlinesa de la Orquesta Roja o Rote Kapelle3. Mientras Stalin entablaba negociaciones diplomáticas con Hitler para un pacto de no agresión, Beria, cumpliendo órdenes de aquel, se dedicaba a eliminar con toda crueldad a prácticamente todos los agentes secretos soviéticos que actuaban en Alemania. Cuando Hitler y Stalin firmaron su pacto de no agresión en agosto de 1939, la Unión Soviética estaba ciega, sorda y muda respecto de todo servicio secreto procedente de Alemania. En efecto, Stalin convocó en Moscú a los agentes destinados en Alemania, y los mató a tiros. Eran los únicos que habrían podido avisarle sobre los planes de Hitler de invadir Rusia.

Cuando en junio de 1941 se inició la invasión alemana, Stalin se vio obligado a pactar una alianza con Gran Bretaña y Estados Unidos. La necesidad momentánea de semejante alianza no empañó sus recuerdos de las actividades del mejor agente británico, Sidney George Reilly. Este brillante agente del SIS (el servicio secreto británico) mantuvo primero relaciones con los zaristas y después se infiltró como simpatizante en las filas de los revolucionarios, mientras espiaba para Su Majestad con el fin último de matar a Stalin y a los demás líderes soviéticos y derrocar con ello el sistema comunista. Pero en esos momentos Estados Unidos y Gran Bretaña, que eran los dos países donde con más entusiasmo se había hecho causa común con los emigrantes antisoviéticos, eran su única esperanza de sobrevivir.

Entre tanto, la breve alianza entre Stalin y Hitler provocó que cientos de espías nacidos en otros países, a los que motivaba sobre todo su idealismo, abandonaran Moscú con un sentimiento de desilusión. El precio de tanta tortura, purgas y ejecuciones fue la escasez extrema de oficiales del servicio secreto dotados de talento. Beria y Stalin echaron a perder el que fuera el mejor servicio secreto del mundo, heredado de los tiempos de Pedro el Grande.

Para complicar aún más la situación, Stalin se negó a que Beria reclutara agentes secretos de entre las familias más leales al régimen. Para fomentar

3

Véanse también los capítulos 4 y 5 de Christopher Andrew y Oleg Gordievsky, KGB: The Inside Story; John Costello y Oleg Tsarev, Deadly Illusions, la obra más ilustrativa sobre el sino de la Orquesta Roja; y «Wooing the Russians», en The Service: The Memoirs of General Reinhard Gehlen.

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dicha lealtad, dejó al margen de las peligrosas misiones en el extranjero a los candidatos más prometedores de entre los vástagos de la nomenklatura, la casta suprema que controlaba el ejército, las fábricas, el Gobierno y la Policía Secreta.

A Stalin no le importaba nada que los soviéticos de a pie hicieran alarde de un grado de valentía inédito en los anales de la historia bélica. No tenía ninguna intención de transferir al esfuerzo bélico los recursos que utilizaba para mantener su dictadura sobre la nación.

Todas estas consideraciones ocupaban los pensamientos del ayudante de Beria mientras guardaba los informes en sus correspondientes carpetas. Con presteza recogió y organizó los archivos para el recorrido en coche que tocaba a continuación. Era parte de su trabajo diario.

Beria salió del lavabo con los brazos extendidos para que le ayudara a ponerse el abrigo. Cada día lo mismo. Nunca se molestaba en secarse las manos.

Aplacando la repugnancia que le producía la higiene de su jefe, el ayudante siguió a Beria hasta el ascensor privado y juntos bajaron a la planta baja. Fuera esperaba el coche de Beria. En los pasillos de la Lubianka el ayudante no se atrevía a hablar con él. Nadie lo hacía, a no ser que Beria hablara primero. Había muchos guardias de seguridad trabajando en esos momentos, pero ni Beria ni su ayudante se hacían la ilusión de que estuvieran allí para protegerle. Beria sabía que aquellos guardias representaban el poder de Stalin de poner fin a su vida en cuanto quisiera. Igual que todo lo que hubiera en el cuartel general del NKVD, estaban allí para proteger a Stalin, a su familia y a sus amigos.

Un conductor del NKVD abrió la puerta trasera del coche para que subiera Beria. Este ocupó el asiento posterior, él solo, y su ayudante subió delante con el conductor. El ayudante se dijo para sus adentros que los colores otoñales de los árboles no entonaban bien con un Moscú en plena guerra. Había pocos automóviles en las calles. El coche negro llegó enseguida a su cercano destino. Cruzó la verja del Kremlin y entró en la zona de aparcamiento reservada a las visitas comprobadas del mariscal Stalin.

Había dos guardias del Ejército Rojo esperándoles para escoltarlos. El ayudante se fijó en que cada vez eran más jóvenes, ya que a medida que pasaban los días hacían falta en el frente más hombres en edad de combatir.

Beria permaneció en silencio mientras recorrían los pasillos del Kremlin hacia el ala privada del mariscal. El ayudante notó en Beria algo que jamás hasta entonces había percibido en su brillante y brutal jefe: miedo. Era el mismo miedo que había visto en tantos hombres antes importantes que recibían la orden de presentarse en la Lubianka, pues sabían que nunca más volverían a salir de allí con vida. El ayudante se alegró de ver preocupado a Beria. Al fin y al cabo, había sido Beria quien hiciera del miedo la nueva religión de la desalmada Unión Soviética.

Llegaron a las oficinas de Stalin. Los escoltas se detuvieron y esperaron fuera, mientras ellos entraban. Una joven oficial con aspecto de eficiente se levantó de su escritorio y acompañó en silencio a los dos hombres hasta el gran despacho del mariscal.

Stalin estaba hablando por teléfono. Lo poco que escucharon de su conversación bastó para que dedujeran que la persona que había al otro lado de la línea telefónica era Harry Hopkins, el ayudante del presidente Roosevelt. La oficial condujo a Beria y al ayudante a una mesa de cristal que se usaba para las reuniones, contigua al escritorio del mariscal. En la mesa estaban colocados los vasos de té de la reunión diaria del Gabinete de Guerra, a la que asistirían Vlacheslav Molótov, Gueorgui Malenkov y Kliment Voroshilov en cuanto terminara el encuentro con los representantes del espionaje.

Mientras Stalin terminaba la conversación telefónica, el ayudante vio que Beria miraba fijamente una fotografía de Stalin y un general. El retrato enmarcado en cuero era uno de los doce que había en el despacho y que mostraban al mariscal condecorando hinchados pechos de militares. Ese en concreto era el del teniente general Andréi Andréievich Vlásov, miembro del Ejército Rojo desde 1919 y superviviente de las purgas de Stalin. Siendo comandante del vigésimo Ejército Rojo, había salvado a Moscú de la invasión alemana en 1941. Tras la inesperada victoria, Stalin le nombró Héroe de la Unión Soviética.

El ayudante recordó que en junio de 1942 Beria comunicó a Stalin la noticia de que los alemanes habían capturado a Vlásov y a gran parte de su tropa

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en Voljov. En esta ocasión, a poco tiempo para el invierno ruso, Beria le llevaba a su superior peores noticias sobre Vlásov.

Stalin colgó el auricular y alzó la mirada hacia Beria. Como siempre, hizo caso omiso de la presencia del ayudante.

- Roosevelt va a entrenar a más pilotos en Alaska -anunció el mariscal. Beria no podía dejar de mirar la fotografía. Stalin, siempre receloso, añadió-: ¿Sabes algo de Vlásov?

Beria no dudó. Dudar cuando se tenían que comunicar malas noticias podía ser fatal.

- Nuestro comunicante de Londres informa, y lo han confirmado los norteamericanos, que Vlásov ha firmado un llamamiento a los miembros del Ejército Rojo soviético para que se rindan y formen, bajo su liderazgo, un ejército de Liberación Nacional.

El ayudante esperaba de Stalin una reacción vehemente. Sin embargo, se limitó a escuchar. Beria le explicó que este ejército antiestalinista estaría compuesto por exiliados rusos, ucranianos y georgianos que, con ayuda de Alemania, esperaban recuperar Rusia.

Stalin no se inmutó ni un ápice. Preguntó a Beria sobre unos informes de la OSS -la oficina encargada del servicio secreto estadounidense en tiempos de guerra- referentes a la deserción en gran escala que había tenido lugar en las filas del Ejército Rojo en las semanas anteriores. Beria se dio cuenta entonces de que sus informaciones sobre Vlásov no eran nuevas para Stalin. Le miró la cara, esa cara tan gruesa, y dijo:

- Han desertado decenas de miles de miembros del Ejército Rojo para luchar junto a Vlásov, en cuanto este dejó claro que solo usaba a los alemanes para arrebatarle su país y devolverle la libertad.

Beria añadió que ese mismo mes los servicios de información británicos habían informado de que Alemania acababa de crear un centro de entrenamiento en Dabendorf, bautizado como Centro de Liderazgo Ruso. Era evidente que Dabendorf se iba a destinar a la formación de los contrarrevolucionarios. Al insistir en el derrocamiento de Stalin, Alemania esperaba ganarse el apoyo del pueblo ruso y debilitar así al Gobierno soviético.

La actitud de Stalin se alteró abruptamente. Miró al asistente y le preguntó a cuánto ascendían las fuerzas de Vlásov.

El asistente estaba preparado:

- Mariscal, el general Vlásov ha organizado a entre 130.000 y 150.000 soldados rusos en 176 batallones para luchar contra nosotros en el frente europeo.

- Los traidores le van acostar la victoria a Moscú -dijo Stalin. Beria intentó tranquilizar a Stalin con la historia de que Alemania nunca se fiaría del todo de Vlásov:

- Pensarán que está cumpliendo órdenes de Moscú y que él y sus hombres se volverán contra ellos. Por causa de ese miedo, nunca le utilizarán ni a él ni a sus hombres en una batalla decisiva.

Stalin parecía más que enfurecido.

- Lo que conseguirán de Alemania es un Estado títere alemán en Moscú. Ya sabemos lo bien que se le da a Hitler cumplir sus promesas.

Beria asintió en silencio. A continuación comentó su propio fracaso:

- Todos los intentos de infiltrarnos entre los traidores que luchan por Alemania han sido en vano. Los pocos militares o agentes del NKVD que han penetrado en las unidades rebeldes de Alemania están en unos niveles tan bajos, que la información que nos puedan enviar no será de mucha ayuda.

Pero entonces ofreció una solución al problema:

- Tenemos al hombre ideal para infiltrarse en los entresijos de la operación de Vlásov y de su amigo Reinhard Ghelen - (Gehlen era el director de las actividades del contraespionaje alemán antisoviético).

El ayudante tenía en sus manos la ficha personal del agente. Pero Stalin no estaba interesado en conocer detalles sobre el hombre que había sido seleccionado para infiltrarse en el ejército enemigo. De este modo, Beria pudo ahorrarse la elaborada engañifa que había preparado para enmascarar el historial del hombre que había escogido (una precaución que había tomado porque aquel hombre era ruso, y Stalin, de origen georgiano, recelaba tanto de los rusos que de ninguna manera habría enviado a este agente en una misión de tal envergadura si hubiera sabido de dónde era).

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Aquella noche el ayudante regresó a su minúsculo apartamento y se dispuso a aplicar el peligroso procedimiento que ejecutaba cada semana, desde hacía dos años. A la mañana siguiente se despertó temprano para escribir su informe en un sencillo lenguaje cifrado que los norteamericanos le habían enseñado. De camino a su trabajo en la Lubianka, dejó el informe en una piedra hueca que estaba colocada al pie de un muro en una calle próxima. Al día siguiente, mientras se dirigía hacia su parada de autobús, se fijó en que delante del sitio acordado había un pequeño espacio sin hojas caídas, lo cual indicaba que o bien la información había llegado a manos de los norteamericanos o bien alguien del NKVD la había encontrado. En este último caso, le quedaría poco tiempo de vida.

La información que facilitaba el ayudante pasaba al lado norteamericano gracias a una pequeña operación particular de espionaje organizada con el mero propósito de comprobar que lo que Stalin comunicaba a F.D. Roosevelt a través de Harry Hopkins tenía cierto fundamento. El presidente Roosevelt estaba convencido de que el esfuerzo bélico dependía en su totalidad de que los soviéticos derrotaran a Alemania. Estaba muy preocupado ante la posibilidad de que las precarias relaciones entre Stalin y Churchill pudieran poner en peligro dicho esfuerzo bélico, y no se fiaba de los informes transmitidos a Estados Unidos por los servicios de información británicos. Con la colaboración de los agregados militares de la embajada estadounidense en Moscú y de civiles norteamericanos con intereses comerciales allí (como tapadera), Roosevelt había organizado su propia red informal que le proporcionaba ciertas comprobaciones sobre Stalin. Beria no estaba en contra de que hubiera contactos, pero prefería mantenerse al margen para poder desmentir su implicación en caso de que Stalin se enterara. El que Beria pudiera así lavarse las manos significaba, para su ayudante personal, que él sería el único que moriría fusilado si le pillaban pasando información.

El código deontológico del ayudante solo le permitía informar sobre el contenido del encuentro de aquella mañana. Nunca pasaba documentos sobre Operaciones ni revelaba el nombre de los agentes. Los norteamericanos se dieron cuenta de que era un patriota, y de que si les daba información era porque creía que podía ayudar a derrotar a Alemania, no porque quisiera minar el sistema soviético. Por eso nunca dio a los norteamericanos el nombre de la persona seleccionada para infiltrarse en el ejército de Vlásov. Ni él ni nadie tenían idea de la fuerza titánica que Beria estaba a punto de lanzar sobre Occidente.

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2. ENTRA SASHA

El avión de carga soviético volaba alto para no exponerse al fuego antiaéreo alemán. Junto al portón de salto, envuelto en el silbante viento de finales de octubre de 1943, se disponía a saltar al vacío el joven al que Beria había dado personalmente su consentimiento para penetrar en el ejército de

Vlásov4. El plan consistía en que el agente debía dejarse capturar por los

alemanes, convertirse en colaborador de las fuerzas hitlerianas y proporcionarles información de tanto valor para el Alto Mando alemán, que se convertiría en agente alemán de confianza. Con el tiempo, se encontraría en situación de enviar informes secretos al NKVD.

Se trataba de un plan audaz con pocas probabilidades de éxito, aparentemente. Pero Beria estaba dispuesto a arriesgar en esta misión a uno de sus agentes más prometedores, debido al peligro que planteaba la gran cantidad de ejércitos anticomunistas rusos y de otros orígenes étnicos que dentro de la Unión Soviética empezaban a alzarse contra Stalin con apoyo y financiación de Hitler. Pero también quería tomarse su tiempo: el salto en paracaídas tuvo lugar casi un año después de que le sugiriera esta misión a Stalin por primera vez. Por culpa de problemas mecánicos o climatológicos, hubo que cancelar cuatro intentos anteriores.

El hombre que estaba a punto de saltar en paracaídas al cielo de Polonia era conocido entre sus compañeros de los servicios de información como el teniente Igor Grigorievich Orlov. El NKVD le había otorgado el nombre de un soldado muerto originario de Kiev, cuyo padre, un general ruso, había caído en combate al principio de la guerra. Beria creó la leyenda de Orlov para este espía en especial, a causa de la paranoia de Stalin con los «grandes rusos». Siendo él georgiano, Stalin sospechaba de todo ruso que pudiera albergar vestigios de lealtad al zar o a cualquier otro elemento de la realeza rusa.

Beria era un hombre realista. Tras una serie de misiones frustradas en las que empleó a agentes ucranianos y georgianos, se convenció de que quienes no eran rusos eran incapaces de engañar a los alemanes e infiltrarse en las operaciones de Vlásov. Sus intentos de usar georgianos o ucranianos que se hicieran pasar por grandes rusos no habían tenido éxito. Dado que los alemanes y los exiliados descubrieron y eliminaron a todos los agentes que Beria enviaba, decidió por fin arriesgarse a engañar a Stalin y enviar a un agente que resultaba convincente desde un punto de vista étnico.

El «teniente Orlov» era la mejor baza de Beria. El nombre verdadero de aquel atractivo agente moreno era Alexander Ivanovich Navratilov. Su porte aristocrático no era una pose aprendida en el NKVD ni en la academia militar de Novosibirsk, sino un rasgo natural. Navratilov -conocido como Sasha, el diminutivo ruso de Alexander- era descendiente directo, aunque lejano, de la familia real rusa. Sasha Navratilov era realmente un gran ruso, en varios sentidos. Llegó a ser el agente más eficaz de todos los que actuaron en Occidente desde que Pedro el Grande empezara a despachar agentes por el mundo a finales del siglo XVII.

Sasha Navratilov nació en 1918 (no en 1922, como dijo a sus compañeros de clase). Era capitán en el NKVD, pero se hacía pasar por teniente novato. En el NKVD había tres fichas diferentes sobre él. Beria tenía en su poder la que contenía su verdadero historial, que guardaba bajo llave en su caja fuerte personal. En una segunda ficha estaban los datos del teniente Igor Orlov; era la que llevaba en su maletín el ayudante de Beria cuando este solicitó a Stalin su aprobación de la misión en septiembre de 1942. Y la tercera ficha fue la que se creó con el nombre del teniente Alexander Grigorievich Kopatzki una vez que la misión de aquella noche confirmó su éxito. El dossier de Kopatzki llegó a ocupar decenas de miles de páginas, distribuidas en muchos documentos. Este dossier fue uno de los últimos grandes secretos de la Unión Soviética durante la Guerra Fría5.

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Extraído del informe sobre Orlov del NKVD. 5

Vasili Mitrojin tomó notas a partir de una versión de estos documentos para su libro The Sword and the Shield: The Mitrokhin Archive,escrito junto con Christopher Andrew.

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Sasha Navratilov se ganó la confianza de Beria gracias a una acción despiadada típica de la era de Stalin. El padre de Sasha, Iván Navratilov, era uno de los cientos de comunistas leales que se habían labrado una carrera en la antigua Cheka, La organización predecesora del NKVD. Iván demostró su lealtad al Estado con muestras de la brutalidad de que él mismo era capaz. Tenía una carrera estelar como policía secreto. Pero entonces llegaron las purgas de Stalin de los años treinta y el control de Beria sobre los servicios de información.

El toque en la puerta de los Navratilov se produjo una medianoche. Sasha se encontraba oportunamente en casa, disfrutando de unos días de permiso del Ejército Rojo. Fue él quien abrió la puerta del apartamento a los oficiales de seguridad. Su padre, Iván, entendió al instante el significado de la visita. Las detenciones a media noche eran escenas de miedo y horror que los hombres de Beria realizaban una y otra vez por toda la Unión Soviética.

- ¿Por qué han venido aquí?6 -preguntó la esposa de Iván (y madre de

Sasha) al ver a su esposo vestirse a toda prisa.

- No lo sé -contestó Iván al salir apresuradamente hacia la salita donde aquellos hombres le aguardaban junto a su hijo.

Cuando los tres miembros de la familia estuvieron presentes, el oficial del NKVD al mando dijo unas palabras sin vacilar ni traslucir sentimiento alguno. Su compañero, en silencio, fue anotando todo lo que se dijo en la estancia.

- Camarada Iván Navratilov, serás enviado a un centro de reeducación... Anna Navratilova era miembro del partido desde hacía mucho tiempo y conocía bien las normas.

- ¿Quién ha denunciado a mi marido? -preguntó furiosa. El oficial superior consultó las órdenes en el pliego y respondió amablemente:

- El camarada Alexander Navratilov aportó las pruebas.

Anna e Iván se quedaron estupefactos. Miraron hacia su hijo. ¿Sasha les había denunciado?

- ¿Sasha? -dijo Anna por fin.

Su hijo no contestó. En lugar de eso, miró a su padre. - Acusaste de traidor al mariscal Stalin7 -le espetó. Su padre guardó silencio.

Sasha y su padre salieron con los hombres del NKVD. En la prisión de la Lubianka, Sasha vio a su padre por última vez. Iván Navratilov se negó a denunciar a ningún compañero suyo, aun después de ser enviado a un campo de trabajos forzados.

El historial cuenta que murió en Siberia en 1940.

Al traicionar a su propio padre, Sasha se ganó el acceso al primer peldaño de la escalera del NKVD. Un joven que enviaba a Siberia a su padre constituía a ojos de Beria el tipo de materia prima que andaba buscando. Sasha era especialmente valioso porque al denunciar a su padre había denunciado también a un experto oficial del servicio secreto soviético. Era el hombre ideal al que Beria debía apuntar cuando Stalin y él purgaron los viejos organismos del servicio secreto y los sustituyeron con una nueva camada en el NKVD.

La astucia de Sasha y su lealtad a Beria le sirvieron para conseguir una formación militar excelente. Antes de incorporarse al NKVD ya hablaba un inglés pasable y dominaba el polaco y el alemán.

Era el perfecto timador del NKVD. Actor consumado, era un hombre de mucho encanto, elegante, y había demostrado no arredrarse a la hora de traicionar. En una fotografía de cuando tenía veintitantos años su imagen es la de un hombre de atractivo aspecto europeo, con ojos azules de expresión penetrante y un rostro de finas líneas, con una nariz perfecta y labios finos. Aunque no medía más de un metro sesenta, estaba bien proporcionado y musculado.

Dicha versión del dossier no contenía ningún dato sobre la historia de la identidad original de Sasha.

6

Las citas proceden de los informes sobre los interrogatorios de Orlov, de su madre y de su padre, incorporados a su dossier en poder del NKVD.

7

Según los informes de los interrogatorios efectuados a los compañeros de Iván Navratilov; este se había quejado airadamente de las purgas de Stalin en el servicio secreto.

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A Sasha se le daban bien las mujeres, un talento que despertaba el respeto del insaciable Beria. Durante su servicio para el NKVD se especializó en reclutar a las familiares de rusos blancos exiliados. Los informes de Sasha sobre operaciones están repletos de casos en que seducía a la hija, a la hermana o a la esposa de algún sospechoso de ser un antirrevolucionario exiliado. A medida que avanzaba el affaire, Sasha iba ganándose la confianza de la mujer hasta sonsacarle dónde residía el pariente exiliado y quiénes eran sus socios. Al final, Sasha «cambiaba» de objetivo y utilizaba a la mujer para atraer a casa al huido. Si la mujer no cooperaba, se la torturaba o encarcelaba hasta que lo hacía.

En algunos casos Sasha convenció a las mujeres para que denunciaran a otros familiares o amigos. Era tan eficaz que convirtió en verdaderas agentes del NKVD a algunas de aquellas mujeres. Para sus compañeros del NKVD, este joven ambicioso y atractivo con el alma de un sociópata parecía destinado a protagonizar grandes hazañas8.

Entre tanto, en el otoño de 1942, había muerto ya más de una docena de agentes tratando de infiltrarse en el ejército alemán, en una serie de operaciones. Poco a poco, gracias a estos fracasos, los soviéticos se enteraron de cómo interrogaban los alemanes a sus prisioneros. Y utilizaron este conocimiento para preparar a Sasha para su misión.

En cuanto Stalin dio su aprobación, los jefes de Sasha en el NKVD le retiraron de sus actividades de espionaje interior y le sometieron a un entrenamiento físico y mental especial. La finalidad era condensar en un solo hombre todo lo que debía tener un equipo contrarrevolucionario dispuesto para la demolición.

Sasha fue puliendo el alemán, el inglés y el polaco, mejorándolos constantemente. Se ejercitó con empeño bajo la dirección de un entrenador procedente del ballet del Bolshoi, hasta convertirse en un diestro acróbata. El oficial al cargo de su caso le llevó a una celda de tortura en la Lubianka y seleccionó a los interrogadores más duros del NKVD para que simularan el tipo de presiones a las que podría enfrentarse durante su misión. Sasha resistió las torturas una y otra vez.

Los hombres de Beria hicieron todo lo posible por elaborar un historial plausible para Sasha, a prueba de las más duras comprobaciones del servicio secreto alemán. Según su ficha, más de un año antes de la misión, el NKVD repatrió a su madre a Kiev para que trabajara como maestra en un orfanato, en el lugar y empleo que había ocupado antes la auténtica madre de Igor Orlov.

Esta fría noche de octubre de 1943, todo lo sucedido hasta el momento pasó a toda velocidad por la mente de Sasha mientras aguardaba la orden de saltar del avión. Se palpó el bolsillo para comprobar una vez más que llevaba encima los documentos de identidad, que confirmaban que era Igor Orlov, nacido en Surozh, en la demarcación de Briansk, en enero de 1923.

Para Sasha, su futuro dependía de esta misión. Si tenía éxito, se convertiría en oficial superior del NKVD. Si fracasaba, en realidad no le importaba si le mataban o no. De todos modos, lo más seguro era que muriese luchando contra los alemanes, solo que más tarde, en otra misión menos gloriosa. Sin importar cuál fuese el caso, su madre comprendería por fin que era un héroe soviético. Recibiría un telegrama en que se le comunicaría que su hijo había resultado caído en combate contra los alemanes.

Antes de partir para su misión, dio el visto bueno a la redacción del telegrama que anunciaba su valentía9. El joven teniente Orlov llevaba consigo aquella noche, mientras surcaba el negro cielo, la fuerte convicción de que había que detener a los rebeldes rusos que se empeñaban en luchar contra el Gobierno soviético. Si no lo conseguía, estaba seguro de que el socialismo, ya debilitado por la larga contienda, desaparecería de la Unión Soviética. No hay mayor peligro para el enemigo que un joven dispuesto a morir por su patria. Como Igor Orlov.

Por fin llegó la orden de Moscú a la radio del avión. Tal como anotó obedientemente el oficial encargado del caso, Orlov dio inicio a la misión en el

8

Según la evaluación de la actuación de Sasha, realizada por su superior durante ese período, extraída de los archivos facilitados por James Jesus Angleton.

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lugar determinado y siguiendo todas las instrucciones. Disparó su arma a la espalda de los dos cadáveres que había tendidos en el suelo del avión. El NKVD pensaba que así, cuando el avión se estrellara, los cuerpos acribillados serían una prueba que reforzaría la credibilidad de Orlov ante los nazis como desertor que se unía a la causa antisoviética. El piloto miró por la puerta de la cabina y le dio la señal. Orlov saltó del avión al gélido cielo polaco. Estaban a gran altura. Poco a poco, el ruido de los motores fue desvaneciéndose y Orlov vio que el manto de nubes de hacía unas horas había desaparecido y ya no podría protegerle. Miró la luna unos segundos y comprobó que su resplandor iluminaba el enorme paracaídas como si fuera un reflector. Solo se oía el roce de la seda del paracaídas contra el viento. Tuvo miedo de que la luz de la luna le convirtiera en blanco de los francotiradores antes de tocar el suelo.

Pero no perdió el tiempo con esos temores. Se dedicó a memorizar cada segundo del descenso, pues sabía que, Si algún día conseguía regresar al cuartel general del NKVD, le pedirían que explicara hasta el mínimo detalle10.

Lo primero que sintió fue el frío; nunca había tenido tanto frío como aquella noche. Un instante después vio que el paracaídas del piloto se abría. A continuación vio ráfagas de luz. Pocos minutos después oyó disparos, que sonaban extrañamente distantes. Los alemanes disparaban contra ambos paracaidistas. Sasha perdió de vista el paracaídas del piloto.

No podía hacer nada por esquivar los disparos que oía pero que no podía ver, colgado como estaba de su paracaídas. Pensó en usar la cápsula de veneno que se le había entregado, pero enseguida desechó la idea. «Sabia que nunca me suicidaría», explicó a la CIA años después. En vez de hacerlo, anuló todo rastro de sentimientos, tal como le habían enseñado a hacer. No era fácil, pero se concentró en la leyenda que había creado para él. Más tarde explicó a las autoridades alemanas que, mientras descendía, se dedicó a pensar en su padre (no en el auténtico al que había traicionado, sino en el padre de Orlov, un Héroe de la Unión Soviética y general ruso, que años antes había sido abatido por los alemanes en pleno cielo). El joven que saltó al cielo nocturno de Polonia era consciente de la ironía de tener que enfrentarse al mismo destino que su padre ficticio. Después pensó en su propia madre. ¿Estaría sola en Kiev?11 Su mente lógica le hizo concentrarse: «Trabaja como maestra en un orfanato. Después de esta guerra habrá muchos huérfanos. Estará muy ocupada». Más tarde Orlov rememoró que aquella noche blindó su parte emocional gracias simplemente a su deseo de sobrevivir. Es decir, se imaginó que el salto en paracaídas y las balas no eran más que otro ejercicio de entrenamiento.

Orlov consiguió distanciarse tanto emocionalmente, que no recordaba nada del primer impacto de bala en una de las piernas; pero jamás olvidaría el dolor de la segunda y tercera bala desgarrándole el muslo, una, y alcanzándole por debajo del pecho, la otra. El paracaídas se enganchó en un árbol. Gracias al entrenamiento recibido, sabía cómo evitar quedarse empalado en las ramas, así que quedó colgando de la tela. Al poco rato oyó que se acercaban unos soldados dando voces en alemán.

A pesar del dolor y de ver su sangre manchando La nieve, comprendió que había cumplido con éxito el primer paso. Si los alemanes le encontraban antes de que se desangrara, tenía la total seguridad de que cumpliría también el segundo. Como tantas y tantas veces había hecho antes, repasó mentalmente lo que iba a decir en cuanto tuviera su objetivo cara a cara. En ese momento se desmayó. Cuando los captores ya estaban cerca, recuperó la conciencia y les saludó en un alemán con fuerte acento ruso:

- Soy oficial del servicio de espionaje ruso y estoy dispuesto a facilitar información de gran valor a cambio de asistencia médica inmediata12.

Tenía tan arraigada la mentira que iba embelleciéndola y mejorándola a medida que se desmayaba y recuperaba el sentido. En ningún momento pidió que se le tratara según las normas de la Convención de Ginebra. Después de recibir

10

Según las notas personales que James Angleton tomó de los archivos de Orlov. 11

Según se recoge en una serie de entrevistas mantenidas con Eleonore Orlov entre 1988 y 1999.

12

Citado según los archivos alemanes de Igor Orlov, citados en los archivos de James Angleton y Robert T. Crowley.

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asistencia médica, Orlov recibió la visita de un equipo de interrogatorios de la SS.

Estoy preparado para ayudar al general Vlásov a liberar a mi país -empezo.

El capitán alemán al cargo de su expediente no se inmutó. Se limitó a mirarle con expresión neutra. Un cabo tomaba notas taquigráficamente. Orlov comprendió que ese era el momento clave de su misión.

- Mi padre era general. No tenía ninguna necesidad de jugarme el cuello en ese salto para venir a Alemania a luchar.

- Entendemos que ha venido usted para espiar -dijo el capitán alemán, en ruso.

- ¿Eso creen? -inquirió Orlov-. Pues entonces ¿por qué estaría dispuesto a delatar a los agentes del NKVD que hay entre las filas de Vlásov y en sus ejércitos de liberación? Quiero limpiar estas fuerzas de la basura del NKVD.

En esa etapa de la guerra, la SS era menos escéptica que antes. Hitler y Heinrich Himmler, el jefe de la SS, estaban enzarzados en una de sus habituales disputas sobre el punto de vista de Hitler, más duro, respecto de Vlásov, al que consideraba en realidad un agente de Stalin que solo estaba aguardando la ocasión de lanzar a sus hombres contra Alemania. Himmler, igual que Beria, tenía que vérselas con un jefe de Estado paranoico. Había recabado mucha información de sus servicios de espionaje, según la cual Vlásov planeaba destruir el Gobierno de Stalin, pero no lograba que Hitler aceptara esa idea y enviara a las tropas de Vlásov a atacar el frente ruso. Los hombres de Himmler habían recibido órdenes de comunicar a la cadena de mando de la SS toda información relativa a las verdaderas intenciones de Vlásov.

En el transcurso del interrogatorio, Igor Orlov no dijo que había «matado» a la tripulación del avión. Si todo salía según el plan del NKVD, la SS encontraría el avión estrellado y deduciría que Orlov les había matado antes de saltar. Por supuesto, el peligro residía en la posibilidad de que el piloto hubiera sobrevivido, que le hubieran capturado y que hubiera sucumbido al interrogatorio del enemigo.

Los alemanes trataron a Orlov como convaleciente y prisionero de guerra. Sin embargo, Orlov veía que se le estaba dando un trato y una comida inusualmente buenos. En enero de 1944, un capitán que trabajaba para la unidad soviética del servicio de espionaje militar alemán empezó a visitarle. Se encontraban en el despacho del capellán del hospital. El capitán hablaba muy buen ruso e interrogaba a Orlov con el estilo tranquilo y preciso de un experto. Cada visita suya duraba entre tres y cuatro horas, y se celebraron durante una semana.

Una tarde de domingo, el capitán le preguntó por fin por qué había matado a los tripulantes del avión. Orlov quiso saber si había sobrevivido alguno. Cuando el capitán negó con la cabeza, Orlov contestó con mucho cuidado:

- Porque estaba desertando, intentando desertar. La tripulación quería comprobar mis órdenes. No estaba autorizado. Contactaron con Moscú para recibir nuevas instrucciones.

El capitán sonrió. Como si ese gesto fuera el pie necesario, la puerta del despacho se abrió y apareció un general de la Wehrmacht (las 'fuerzas armadas'). Tenía las orejas grandes, boca pequeña, labios apretados, mentón cuadrado y ojos oscuros. Por las fotografías que había visto en Moscú, Orlov reconoció enseguida al general Reinhard Gehlen.

Gehlen era el responsable de la duodécima Rama de los ejércitos Extranjeros del Este, al mando de todos los servicios de espionaje relativos a la Unión Soviética. Aunque ocupaba el cargo desde 1942, la llegada de Orlov representaba su primer caso de espionaje de envergadura. Un ayudante entregó al general una caja; este la abrió y tendió a Orlov su contenido. Orlov cogió su arma. Entendió que ese gesto implicaba que la SS le admitía para trabajar para el servicio de espionaje alemán. A continuación, Gehlen le dijo, en perfecto ruso:

- Teniente Orlov, tenemos mucho que hacer, y tendrá usted muchas ocasiones de demostrar lo que dice.

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3. PÓQUER HUMANO

La preparación de Sasha dio resultado. Logró hacer creer su personaje de oficial del espionaje soviético que se había desilusionado del comunismo hasta el punto de estar dispuesto a matar para unirse al ejército de Vlásov. Aunque Igor Orlov aún tendría que someterse a muchas más pruebas, ya había superado la primera13.

Después de pasar varios meses recuperándose de sus heridas en un hospital militar de Bonn, Orlov empezó a ofrecer informes de contraespionaje a los alemanes. Para convencer de su honestidad a sus captores de la SS y a los desconfiados oficiales de Vlásov, Orlov se valió de una técnica que los rusos habían utilizado cuando se creó la Cheka, la organización de espionaje, en los primeros tiempos de la revolución. Tras el fracaso de las misiones anteriores, debido a que los agentes no resultaban convincentes y ofrecían poca cosa de valor a los alemanes, el NKVD autorizó a Orlov a entregarles información legítima que en realidad traicionaba a los agentes del NKVD que estaban actuando en Alemania. Algunos de dichos agentes eran idealistas comunistas alemanes que el NKVD consideró prescindibles. Otros habían escapado a la purga de Beria en la Orquesta Roja, pero su labor como agentes era tan mediocre que su pérdida no causaría consecuencias graves. De este modo, Beria y sus planificadores autorizaron el sacrificio de auténticos agentes del NKVD para convencer a los alemanes de que Igor Orlov era real.

Antes de que Sasha partiera de Moscú, el oficial del NKVD que llevaba su caso le entregó las fichas personales y de misión de los agentes que tenían en Alemania. Sasha dedicó horas a memorizar hasta el último detalle sobre sus familias y sobre sus debilidades particulares. Una vez en Alemania, utilizó esta información con el fin de obtener el máximo efecto. Según los veteranos del ejército de Vlásov, Orlov no delató abiertamente los nombres de los agentes a los que estaba traicionando, sino que comentó en privado a un comandante de unidad que alguien de su batallón era un posible traidor. Aunque Orlov sabía quién era el hombre al que acusaba, optó por jugar a una búsqueda detectivesca. Solo daba pistas, como el apodo, el rango o la ciudad de Origen. Entonces se dedicaba, junto con el comandante de la unidad, a interrogar incansablemente a los componentes de esta. Tras semanas así, Orlov y las autoridades de Vlásov conseguían, codo con codo, «identificar» al traidor. Con estos métodos sutiles, Orlov se ganó la credibilidad entre los rebeldes y, gracias a ello, pudo también aprender mucho sobre los soldados de cada unidad14. Cuando terminó con todas, Orlov tenía en su poder un dossier completo sobre el personal que integraba cada unidad de Vlásov con que había tratado.

Esta táctica astuta y calculadora resultó particularmente eficaz cuando Orlov planeó acercarse a un agente del NKVD llamado Akaki, que no sospechó nada de lo que estaba pasando15. Akaki era un agente de rango bajo. Era uno de los muchos georgianos utilizados por el NKVD para infiltrarse en las tropas de los rusos blancos. Dado que estos recelaban de él, tardó meses en conseguir algo de información, y lo que consiguió era bastante secundario, según consta en su archivo del NKVD. Cuando Orlov se acercó a Akaki, le hizo una pregunta que se usaba en el NKVD como modo de reconocerse:

- ¿Qué te parece el vodka ruso?

- Prefiero el polaco -repuso Akaki, como debía.

Echando mano de su poder de atracción, Orlov le entregó entonces unas cuantas cartas que le enviaba su familia desde Petrogrado. Akaki se quedó convenientemente impresionado ante los aires autoritarios de Orlov, y sorprendido por su demostración de aparente interés personal. Orlov comenzó entonces a sondear a Akaki, a lo largo de bastantes días. Los encubridores de

13

Extraído de la documentación privada de Igor Orlov. 14

Extraído de las entrevistas mantenidas en 1963-1966 por el Departamento de Seguridad y el Departamento de Contraespionaje de la CIA con supervivientes de las fuerzas de Vlásov. 15

El siguiente relato procede de la información contenida en varios expedientes de Orlov encontrados en su archivo confidencial en poder del NKVD.

Referencias

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