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GOCEMONOS Y REGOCIJEMONOS Y DEMOSLE LA GLORIA!

In document En los umbrales de la vida Interior MEYER (página 113-118)

Tienen las criaturas un hechizo y aojamiento que los hombres se dejan

GOCEMONOS Y REGOCIJEMONOS Y DEMOSLE LA GLORIA!

(Apoc 19, 7)

¿ Al m a que n o c a n t a?

En el invierno la vida se entumece y congela. Ni las flores florecen ni los árboles crecen ni los pájaros cantan. ¿Quisieras que tu vida interior se con­ virtiese en una estampa invernal? Un alma sin vida, sin movimiento, sin flo­ res, sin música... Sal un día de invier­ no a la naturaleza, mira las últimas ho­ jas amarillo-negruzcas que la otoñada abandonó a su paso, contempla el bos­

que de ramas desnudas y ateridas y me­ dita. ¿Qué te dice todo esto, qué oyes? Crujidos como lamentos, ^a naturaleza llora sus glorias pasadas. Y mira que esto es la imagen de tu alma abatida y desalentada.

¡NO ANDES CABIZBAJA!

Si eres Jovial y alegre, tu alma será como un vergel a los rayos del sol. ¿Qué importan tus faltas pasadas? Arrepién­ tete de ellas y vuelve a tu Jovialidad y alegría. Piensa cuánto más hermoso es el verano que el invierno. Despiértate, pues, a la primavera y da paso al ve­ rano, venciendo el abatimiento y la pu­ silanimidad. En el invierno no hay co­ secha; nada crece.

¿Por qué estar triste? Las verdaderas religiosas son Jardines donde despun­ tan las flores y maduran esplendorosa­ mente los frutos. Las mediocres, en cambio, las almas poco resueltas están siempre entre nieves y brumas y no to­ man la hazada nt pasan el rastrillo... Seria inútil. La alegría lleva a la ac­ ción, al movimiento, a la vida.

Al é g r a t e c o m o u n n i ñ o

Si tu alma se halla en una situación confusa, hazte aconsejar por el director espiritual y busca decididamente la cla­ ridad. Ordinariamente son el amor pro­ pio, el orgullo y la susceptibilidad los que producen en nosotras el estado de abatimiento y el derrotismo Si eres hu­ milde y candorosa, tus ojos brillarán de

nuevo con los mismos fulgores que en el noviciado. ¡Qué alborozada y alegre marchabas entonces! Aquella dicha no tenía fin, porque no eras engreída, sino dócil y sencilla, como niño que desea aprender, corregirse y abandonarse en los brazos de sus padres. Retorna, pues, a aquellos caminos donde triscabas con la alegría de una novicia y el candor de una niña. Pon fin a tus extravíos.

La a l e g r ía de l a cr u z

La cruz quita a la alegría lo rebosan­ te, lo espumoso, la afirmación del pro­ pio yo y nos hace reflexivas y modes­ tas. Y esta reflexividad y modestia es

la que necesitamos en la vida espiri­ tual. Deja, pues, que soplen los vientos de marzo, las lluvias de abril y las fres­ cas mañanitas de mayo. ¡ Sopórtalo todo en silencio! ¡Aprende de los tiempos y de los momentos! No te. que jes, pen­ sando en Jesús, que lo aguantó todo con paciencia, por duro y amargo que fue­ se. Y poco a poco de la gleba de tu alma brotarán las flores inmarcesibles y lo­ zanas de las virtudes.

Sa n t a a l e g r í a

La alegría es la flor perenne del con­ vento, un esqueje de la alegría de Be­ lén y de Nazaret. Examínate por den­ tro y por fuera y mira si en ti se encar­ na la santa alegría, aquella alegría que brota de un corazón puro del amor de

Cristo y del fiel cumplimiento del de­

ber.

Ma t a e l e s p í r i t u dk CONTRADICCIÓN

No perturbes el soleado y jovial es­ tado de tu alma con el espíritu de con­

tradicción. No te enfrentes con los de­ seos y los pensamientos de tus próji­ mos, a no ser con razón probada y ne­ cesaria. Quizá tengas razón pero no la

debida discreción y prudencia. La con­ tradicción llama a la contradicción y la reyerta a la reyerta, como un abismo al abismo. Los ánimos se erizan, la sen­ sibilidad se irrita, la ecuanimidad va a pique y se añade dureza a dureza.

¡Cuán dichosa y feliz sería la convi­ vencia conventual, si las religiosas ma­ taran en sí el espíritu de contradicción! Para ello es preciso optar por el silen­ cio, en cuanto se vislumbra que la opi­ nión propia va a encontrar resistencia. O bien hay que aprender a exponer los

propios puntos de vista con objetividad, sin acrimonia, sin segundas intenciones. No se han de confundir los propios de­

seos con los de la comunidad ni defen­ derlos con agresividad, sino con el arte de la persuasión, de la insinuación, de las interrogantes. Se ha de poner siem­ pre la atención más en la verdad y en la cosa discutida que en el triunfo de una misma.

do, la injuria, la ironía maligna. Todo esto hiere y perturba la paz del corazón, que es el mayor bien que hemos de con­ servar en nuestro corazón y en el de nuestros prójimos, especialmente en una época en que el exceso de trabajo y de actividad pone los nervios de punta.

Co n s u m o r e s p e t o

¡Qué abigarrado ramillete de caracte­ res y temperamentos constituye una comunidad religiosa! Cada una es hija de su madre. Pero si todas saben ceder un poco, si todas saben adaptarse a las demás, ¡qué maravilloso conjunto, qué armonía de almas, qué variedad en la unidad del amor! Entonces el convento es morada de paz, abierto a los soplos del Espíritu que, como en el cielo, hace a uno alegrarse con la dicha de todos y a todos con la de cada uno.

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