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DE LA MEDICACIÓN Y LA PSICOTERAPIA

Alguien dijo que cuando tienes una enfermedad no puedes volver al estado anterior a la enfermedad porque no era funcional, es decir, que tuviste la enfermedad porque no estabas bien, por- que así no podías funcionar. Por eso no se puede volver al estado anterior, sino que tienes que cambiar, y se cambia, claro que se cambia. La enfermedad es el principio del cambio, el nacimiento a otro estadio de tu vida, a otra etapa. Para algunos es el final de la persona, para otros el principio de su nacimiento. Quiero pensar que yo renací a raíz de ella.

Desde pequeña me había atraído mucho la psicología, aunque nunca como terapia, sino meramente como curiosidad. Así que cuando estaba tan desquiciada y mi hermano me propuso ir a un psicólogo, a pesar de que las primeras veces lo rechazaba porque no era consciente de mi enfermedad y no me parecía oportuno desde mi delirio, al final accedí en aras de buscar una solución a mi situación ya insostenible. Mi desesperación y mi afición por la psicología abrían las puertas para que entrara en mi vida un pro-

fesional de este campo. Además mi hermano me transmitió su experiencia positiva con los psicólogos: su pareja era psicóloga y también amiga mía. Por tanto accedí a una primera consulta.

La primera psicóloga a la que acudí, en una primera sesión y después de escucharme atentamente, me remitió al psiquiatra que resultó ser un profesional sin corazón que me dejó sola al día siguiente, por una “indisposición nocturna” según me dijo su enfermera, con los efectos secundarios de la medicación tomada por primera vez y sin haberme prevenido de sus efectos. Yo salí de casa a hacer unas gestiones que tenían plazo. Al levantarme, me mareaba pero tal era mi sentido de la responsabilidad que fui a hacerlas sin plantearme la posibilidad de no ir. En el trayecto podría haber tenido un accidente porque realmente no estaba en condiciones de conducir coche alguno, pero lo hice.

¿Cómo se puede dejar y no tener previsto que un paciente llame en el primer día de su medicación sobre el que no has avi- sado de los efectos secundarios y le dejes a su libre albedrío?, ¿cómo se puede dejar solo a un paciente cuando ha puesto todas sus esperanzas en ti?, ¿máxime de un enfermo que precisamente uno de sus puntos débiles es la desconfianza en el resto? ¿Cómo puedes seguir alimentando su desconfianza en el primer día de medicación? Hay gente de todo tipo por este mundo de los psi- quiatras.

Afortunadamente para mí, di con “un ángel de la psiquiatría” gracias al azar. Fui a mi médico de cabecera que, de manera total- mente insensible, me decía que me daba unos días de baja y que era mejor que volviera a trabajar, que si no eso se enquistaba y no habría forma de que reanudara mi trabajo, y ante los ojos atónitos de mi hermano, nos remitió al especialista al que fuimos y que ya

nos firmó la baja necesaria para poder aliviar la enfermedad. La psiquiatra resultó ser una gran profesional además de una exce- lente persona, de una calidad humana inigualable. Nuevamente hay gente de todo tipo y más valdría a quien no sabe, remitir al especialista para que evalúe según sus conocimientos, tomar unos cursos de sensibilización ante este tipo de enfermedades. De otro modo, se puede uno equivocar profundamente.

Aunque al principio mi psicóloga me parecía adecuada, pues- to que me sentía escuchada y cuidada en mis primeras fases del tratamiento, poco a poco fui descubriendo que no me ayudaba, que no progresaba nada. Me daba recetas prácticas sobre cómo hacer cosas, cómo moverme por la vida. Pero continuaba tenien- do mucho malestar, estaba cansada, quería resultados rápidos. No podía esperar. Tuvo dos o tres detalles feos, que no me gusta- ron. Me enfadé con ella. Así que decidí cambiarme de psicólogo. Volví a tener alguna otra crisis y eso me desesperaba.

A través de un amigo, siempre ocultándolo y en secreto, fui a una nueva consulta de un psicólogo que me decían que era el mejor profesional de la ciudad. Como en las grandes ciudades, encontrar un buen profesional es difícil. Además hay que ocultar que vas a un psicólogo porque todo el mundo se acaba enterando de ello. De este modo aparecí en su consulta tras varios intentos de cita a los que fallaba por desconfianza, por imprevistos y otras causas, hasta que al final, mi psiquiatra me “ordenó” que fuera y me hizo darme cuenta de que yo no acudía a las citas por miedo, por falta de motivación, por pesimismo ante la sanación. Tam- bién abandoné a este psicólogo que no me gustó en absoluto y con quien no sintonizaba en nada. Algo me decía que no era un buen profesional. Yo continuaba desconfiando, impaciente y ansiosa. En este mundo de los psicólogos, igual que en otras pro-

fesiones, hay buenos y malos profesionales. Pero continué pro- bando.

Por último, acabé en la consulta de una psicóloga que resultó ser– esta vez sí– toda una profesional. Así es que empecé ya seria- mente mis sesiones de psiquiatra y psicóloga paralelamente. Una me servía para eliminar los síntomas al tiempo que de apoyo moral; y la otra dirigía un proceso de desestructuración-estructu- ración, por otra parte inevitable en una enfermedad como ésta.

Lo que yo seguía muy disciplinadamente era la toma de la medicación. En los foros hay muchos detractores de la medica- ción, hay gente que propone el Omega 3, la homeopatía, etc. pero todo lo que he leído y vivido al respecto me demuestra que la medicación ortodoxa es una pieza clave en el proceso de recupe- ración. Eso sí, hay gente a la que no le aciertan con el medicamen- to específico o bien con la dosis, pero el paciente debe comunicár- selo a su médico y que éste tome las medidas oportunas. También hay gente que adapta la medicación a su caso según su propio criterio, son los pseudo-médicos que se autorrecetan personal- mente. Cuando indagas en algunos casos ves que se trata de pro- cesos de automedicación que hacen que el tratamiento falle. En mi caso, creo que una base importante de la recuperación fue mi orden y seriedad ante las tomas de medicación.

Hay otro factor que incide y es que en mi caso era fácil puesto que yo no consumía ningún tipo de droga ni alcohol. Nunca me ha gustado ni el alcohol ni fumar un porro, ni tomar una pastilla de nada. Siempre he sido muy sana. Las drogas y el alcohol cau- san efectos perniciosos sobre esta enfermedad como muy bien saben los psiquiatras. De hecho actualmente puede ser uno de los desencadenantes de la enfermedad. En mi caso este origen estaba

descartado. La única adicción que yo tenía era el tabaco, pero eso no afecta en nada.

Bien es cierto que en psiquiatría, no hay consenso, ni ciencia cierta, sino más bien tentativas o experimentos, pero el trata- miento psiquiátrico es un proceso interactivo en el cual el pacien- te dice cómo se siente, y el médico prescribe. Hay reacciones esperadas, y otras inesperadas. Pero de todas se aprende para ajustar medicación y dosis. Al principio probaron con medica- ción clásica, de la de los años sesenta, luego, como no reaccionaba bien puesto que tenía muchos temblores y rigidez en el cuello, además de tener algunas nuevas crisis aunque más leves; me cambiaron a uno de los antipsicóticos de nueva generación. Lo tomaba en gotas y me adapté mejor a éste. No obstante, cada uno ha de probar su medicación. De cualquier forma, conseguimos acertar tras un proceso de en tendimiento y comunicación con mi psiquiatra en el que íbamos ajustando, cambiando, probando. La cuestión necesaria es paciencia y dosis de humildad por parte del psiquiatra, además de confianza en el médico por parte del paciente. La medicación, acertada, hace efecto a las semanas y hasta entonces, mucha gente desiste porque no cree que le haga ningún efecto y adapta la medicación según su criterio, de ahí muchas recaídas. He conocido casos de gente que decía “es que me siento mal” y luego descubrías que tomaba la medicación cuando le venía bien y en la dosis que él estimaba adecuada, no según la prescripción. O bien, en otras ocasiones, no tenía una relación fluida con el psiquiatra. En mi caso, mis recaídas acontecieron en momentos en que mi psiquiatra había decidido eliminarme la medicación por una supuesta mejoría y así también tras el pos- parto, en el que no tomaba medicación alguna, sobrevino una vez

más. Fue algo totalmente inesperado. Tras el primer parto todo había ido bien, pero tras el segundo todo fue terrible. Creí recupe- rarme tras la baja maternal, a la que añadí dos meses más, una vez me empecé a sentir mejor y me obligué a ir al trabajo por mi miedo a perder mi puesto, pero fue todo peor.

De todas formas, como he dicho, era muy disciplinada y me tomaba todo lo que me prescribían y cuándo y cómo me lo decían. Tomaba mi dosificación puntualmente a las horas y en las dosis convenidas. Para evitar equivocarme, tenía mis pequeñas ruti- nas, después del desayuno, después de comer y después de cenar. Durante esta etapa desarrollé mucha paciencia y eso me ha servido para muchas otras cosas. Es una cosa que he aprendido de esta enfermedad: a tener paciencia y a esperar que las cosas lleguen, ayudándolas, eso sí.

De todas formas, también la relación con el psiquiatra está condicionada por los tiempos que les dejan pasar con sus pacien- tes, por la organización de la sanidad en cada zona, por la profe- sionalidad del médico, por su calidad humana que trasciende lo profesional. Un profesional que no se haga querer por los pacien- tes, y que no sea comprensivo, establecerá vínculos más débiles y menos efectivos con sus pacientes que otro que sí los establece. Al menos esa es mi experiencia. Tienes que confiar en tu médico y esta confianza a veces depende del tiempo de contacto, de la cali- dad del contacto, de la personalidad del médico o del paciente, etc. pero hay temas que se pueden mejorar desde las institucio- nes. Hay muchos casos de psiquiatras que están con su paciente diez minutos. ¿Qué se puede contar en diez minutos? A pesar de que soy muy organizada, muy sintética y precisa, ni en diez minutos hubiera podido hacer nada. Así que, es preciso reclamar más tiempo de atención y mayor calidad en la atención. Se trata

de un derecho como pacientes, sean reales o potenciales pues nadie está libre de caer mañana en una enfermedad como ésta o similar, y los que ya la tienen se merecen todo el respeto del resto de la comunidad.

Por otro lado, todo la parte que aportan los psiquiatras no es nada sin la otra pata: la psicoterapia. He leído también muchas cosas de la bonanza de ésta en la recuperación de la enfermedad y sobre todo, lo he experimentado en mi propia vida. Yo creo que es algo muy necesario. Como me contaba un enfermo que conocí por Internet, es como si fueses un carro que anda viciado hacia un lado. La medicación te provoca que ya no andes hacia ese lado, pone un remedio superficial; pero si no abordas el problema de raíz, si no vas a solucionar la causa de por qué el carro va viciado hacia un lado, cuando elimines el remedio, se volverá a ir hacia el mismo sitio o al menos tendrá un gran riesgo de que así suceda. Sin embargo, con la psicoterapia trabajas para intentar que el carro deje de ir viciado. Se puede cambiar la forma de andar del carro, sobre todo si se es joven y se tienen ganas de hacerlo. Por- que hay gente para todo. Pero en fin, siendo joven, que es lo que sucede en la mayoría de los casos diagnosticados de esquizofre- nia según las estadísticas, se tienen muchas posibilidades de cambiar. Eso sí. Si se encuentran las herramientas y medios ade- cuados.

La psicoterapia es un trabajo, un proceso lento, pero seguro. Una enferma que conocí solía llamarlo, “licenciatura en mí misma”. Mientras muchos han dedicado sus años a hacer masters, estu- dios superiores, posgrados, etc.; yo los dediqué a mí, a saber más sobre mí, para ayudarme a vivir mejor, es por eso que relativizo la importancia de los estudios especializados. A mí al menos no

me ha dado tiempo, he tenido que trabajar sobre mí misma para poder sobrevivir, o bien, para vivir mejor.

En un principio, no me creía mucho la labor de la psicotera- pia, mi formación de jurista queda muy alejada de este mundo, a pesar de que siempre me ha atraído la psicología, aunque sólo como juego. Pero la verdad es que nunca había pensado que pudiera solucionar problemas tan graves como el mío, por ello desconfiaba un poco. Bueno, la verdad es que nunca me había planteado que pudiera servir para cosas como ésta, también es que, como pensarán muchos, nunca me había pasado una cosa como ésta. Pero es cierto, es un proceso lento, duro pero efectivo. Al principio, frente al psicoterapeuta te sientes como si estuvieras ante una esfinge, una señora, en mi caso, que mostraba cara de impasible y que de cuando en cuando te hacía unas preguntas que te hacían llorar. No entendía nada. Así que es un proceso muy duro, remueve todo tu interior, todo lo que creías, te toca en lo más profundo y te duele. Al principio de la psicoterapia sientes como que todo está “patas arriba”, que no hay orden, que empie- zas por algo que te pasaba y resulta que de lo que hablas es de otra cosa que además te duele. No entiendes nada. Todo va muy lento, te desesperas y crees que no vale para nada. Es con el tiem- po cuando todo comienza a ordenarse, cuando ves que tiene relación lo de fuera con lo que ocurre entre tu psicoterapeuta y tú. Como me dijo uno de los primeros psicólogos a los que fui, “al principio es como si tuvieras tu habitación a oscuras, y no supieras dón- de está puesto nada, y luego es como si fueras alumbrando cada parte de la habitación y descubriendo dónde está cada cosa, localizando y orde- nando cada cosa”. Esta frase creo que define muy bien qué es la psicoterapia. Desgraciadamente, con él no pude ordenar nada.

La psicoterapia es un proceso de autoconocimiento duro pero efectivo. El proceso de autoconocimiento es el único que puede llevar a la felicidad, a la satisfacción con la propia vida. Conocer- se es poder disfrutar del resto. Entender tus mecanismos es el primer paso para poder cambiarlos, para poder analizar por qué te hacían funcionar inadecuadamente. Saber diferenciar qué está en ti, y qué en los otros. Conocerse para saber qué necesitas, qué quieres. Y esto es un proceso particular, algo que nadie puede hacer por ti, algo que has de descubrir tú solo con ayuda profesio- nal o bien porque la vida te haya enseñado a aprenderlo, aunque este camino es más difícil si estás enfermo. Sólo tú sabes qué es lo que te da la felicidad. Nos pasamos la vida yendo detrás de sue- ños ajenos: un coche, una casa, una familia, un trabajo bueno, ser famoso en tu medio, etc. cuando para cada uno cada cosa tiene un sentido, cuando tal vez no esté en el tener, sino en el ser, como decía Fromm. Tal vez lo que a otro le da la felicidad para ti sea una tortura. Tal vez lo tuyo tenga un sentido particular y solo tú lo codicias. No puede ser que todos consigamos la felicidad con las mismas cosas. Somos muy distintos. Y es que al “ser” sólo se llega por la vía del vivir, del indagar, del trabajo personal. Por eso hay que vivir para saber qué es lo que cada uno necesita. El obje- tivo último de cada uno es que nos quieran, es sentirnos queri- dos, y creemos que por tener más nos van a querer, vamos a ser más deseados, más amados. Es ese el modelo que nos venden. Que nos quieran depende de cómo seamos y eso puede estar en cualquier sitio, teniendo o sin tener. Y así depende de que sepa- mos qué necesitamos para poder encontrarlo y saber apreciarlo cuando lo tenemos.

De igual forma se me quedó grabada otra frase que decía que “cada uno vemos la vida con unas gafas de un determinado color y aun-

que alguien se empeñe en decirte que es rosa, tú lo ves verde”. Con el tiempo empiezas a ver que las cosas tienen muchos colores y que no son solo verdes, como tú las ves. Empiezas a ver que hay muchos puntos de vista, que cada uno tenemos uno, que enrique- ce ver los de los demás, que hay que respetarlos y aceptarlos aunque tú veas otras cosas, y que incluso a veces puedes llegar a verlo de otro color, como el de aquél que te lo indicaba.

Había comenzado mi paso hacia otra etapa de mi vida, hacia el cambio.

DE MI FAMILIA

Este fue el primer tema que apareció en mi psicoterapia. Yo iba por un problema inmediato en principio profesional y en parte de pérdida familiar y de apoyos y me pasé mucho tiempo solamente reubicando a mi familia, llorando y llorando, sacando viejas heri- das y recolocando mis relaciones con ellos. De lo que yo pensaba de ellos, a lo que acabé pensando iba una gran distancia. Fui des- cubriendo cómo eran cada uno de ellos y la relación que tenía y había tenido con ellos. Con cada psicólogo que fui, empezaba hablando de mi familia.

Durante años, había pasado mucho tiempo enfadada con mi madre, por viejas heridas de cuando yo era pequeña. Sabía que ella no tenía la culpa pero yo vivía aquella relación con amargura. Aun- que no me atrevía a reconocerlo porque había aprendido que a los padres se les venera, algo en mi interior no funcionaba. Sin embar- go, he ido aprendiendo a través de mis hijos y he ido descubriendo que los padres hacen las cosas con la mejor intención pero que no siempre tienen los efectos deseados, y que cada uno tenemos nues-

tras miserias que arrastramos por la vida y que a veces hacen daño a los demás, independientemente de nuestra intención. Es la rela- ción con el otro lo que nos pone en contacto con el daño involunta- rio, lo que nos permite corregirnos. Los padres hacemos lo que podemos, con nuestra mochila de errores y cosas buenas a la espal- da, con la mejor intención. Pero evidentemente a veces las cosas salen bien, a veces mal. Como fui sobreprotegida y muy egocéntri- ca, y tenía la tendencia a responsabilizar a mis padres de muchas cosas que me pasaban, cuando era yo quien había elegido hacer las

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