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Todo Lo Que Aprendi de La Paran - Camille

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TODO LO QUE APRENDÍ

DE LA PARANOIA

C r e c i m i e n t o p e r s o n a l

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Para comentarios sobre el libro escribir a: camille.ccc@gmail.com

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2009 Henao, 6 - 48009 Bilbao

www.edesclee.com info@edesclee.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Re pro gráficos –www. cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Printed in Spain

ISNB: 978-84-330-2311-7 Depósito Legal: BI-986/09 Impresión: RGM, S.A. - Urduliz

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el coraje y la fuerza de voluntad para poder superar esta enfermedad. A los que me han acompañado: mis hermanos, mi psicoterapeuta y psiquiatra, y me han ayudado con su apoyo y profesionalidad.

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Introducción . . . 11

1. De los términos . . . 13

2. De la cronología de la enfermedad . . . 17

3. La enfermedad y sus episodios de crisis . . . 23

4. De la medicación y la psicoterapia . . . 39

5. De mi familia . . . 49

6. De mis rasgos de personalidad . . . 59

7. De mi psicoterapeuta . . . 65

8. De mi psiquiatra . . . 71

9. De mis amigos . . . 75

10. De mis relaciones . . . 79

11. De mi marido . . . 81

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13. De mi etapa solidaria . . . 97

14. De mis cuadernos y escritos . . . 101

15. De la pintura como terapia . . . 103

16. De la importancia del deporte . . . 105

17. De la astenia, la apatía y el dejarse . . . 107

18. Del sueño reparador . . . 109

19. De la paciencia necesaria . . . 111

20. De la importancia de las sensaciones . . . 113

21. De los grupos de terapia y su variedad y sus beneficios 115 22. Del cambio que experimenté . . . 121

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Este libro quiere ser una pieza más que ayude a familiares, enfermos, profesionales, estudiantes, y público en general a com-prender algo mejor al enfermo paranoico, así como a muchos otros enfermos encasillados como esquizofrénicos, psicóticos, etc. Las fronteras entre ellos no están del todo claras, por lo que el acerca-miento a uno de estos tipos puede servir como acercaacerca-miento al resto de personas enfermas.

El objetivo es que el lector pueda entender en primer lugar y de una forma más empática, qué pasa por la mente de un enfermo, cómo es precisamente él la primera víctima de la enfermedad, el primero que sufre, el más asustado; y sobre todo, cómo, en algunas ocasiones, aunque no en todas, y siguiendo pautas determinadas, puede superarse la enfermedad en gran medida y se puede llegar a llevar una vida prácticamente “normal”.

Por ello, este libro no va firmado, porque se trata de un testi-monio anónimo en el que no importa la autoría, ni quién es la persona afectada. No importan los nombres y apellidos, ni la clase social, ni el sexo.

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Lo que aquí se relata les ha pasado a muchos, y aunque estadís-ticamente sean pocos (apenas un uno o dos por ciento), no por ello es menos relevante. Así mismo también puede ser algo que puede sucederle a cualquiera el día de mañana: nadie está libre de una patología o desequilibrio de este tipo o similar. Lejos de toda ten-dencia morbosa, quiere ser un testimonio de un enfermo genérico, anónimo en el que tal vez uno pueda convertirse un día. Quiere ser a la vez, la voz de un enfermo concreto y de cualquier enfermo, una voz que apenas se escucha porque a veces ni tan siquiera se emite. La debilidad y fragilidad de muchos de ellos impide que sus voces sean escuchadas.

Desde la perspectiva que da la recuperación, quisiera ser tam-bién un testimonio que sirva a otros a entender qué sucede con estos enfermos.

Se relata así la experiencia de la enfermedad, algunos rasgos de personalidad condicionantes de ésta, y las circunstancias familia-res, sociales, laborales, personales, biológicas, etc. que pudieron incidir en la aparición de la misma.

Así mismo se acerca al proceso de recuperación experimenta-do, tanto mediante la ayuda de la psiquiatría como de la psicolo-gía, como de algunas claves que es conveniente tener en cuenta como posibles y que pueden servir de ayuda así mismo a otros enfermos.

En definitiva, este testimonio quiere servir de esperanza a familias y personas que viven esta enfermedad con angustia; al tiempo que de una llamada a la sociedad en general que ayude a una mejor comprensión de los procesos que viven estos enfermos para acrecentar la sensibilidad social hacia ellos.

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DE LOS TÉRMINOS

Yo fui esquizofrénica, o tuve psicosis, o paranoia o no sé qué, porque los psiquiatras nunca se ponen de acuerdo en la terminolo-gía, te adjudican etiquetas para poder funcionar, para poder tratar-te y poder consultar en los manuales, pero en esas etiquetas caben muchos casos muy distintos. En los foros de internet conocí a mucha gente que era muy distinta entre sí, pero sin embargo todos podíamos ser etiquetados de esquizofrénicos, paranoicos, psicóti-cos, etc. en un grado u otro.

Hubo una época en que esta cuestión me preocupaba, luego ya dejó de preocuparme, cuando ya me sentía mejor, pero quería saber quién era yo, qué era yo, por qué me había pasado lo que me había pasado, qué había hecho yo para merecer aquello, qué habían hecho mis padres, mis ex jefes, mis ex colegas, mis amigos, etc. Buscaba explicaciones externas a mí, en lugar de preguntarme qué había puesto yo en ello. Al final deduje que sí, que hubo con-dicionamientos externos, pero que la responsabilidad última era mía. Bueno, no se trataba de responsabilidad exactamente, sino de

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manejo de la vida (¡cómo me cuesta reconocer la responsabilidad!). Yo había dirigido mi vida hacia la enfermedad y en eso yo era la única responsable. Imagino que hay casos en que esto no está tan claro, en que los genes, la herencia cultural, o lo que sea, tienen más peso, no obstante todavía no se ponen de acuerdo los exper-tos; pero en mi caso, era yo la que con el condicionamiento de mi vida, la había abocado a la enfermedad. Muchos intentan buscar las causas de la enfermedad en la herencia genética, en los malos tratos padecidos en la infancia, en los antecedentes familiares, en el ambiente vivido, en una situación estresante, frustrante, etc. pero en realidad, en último término, la responsabilidad está en uno mismo. Yo era así la única responsable.

No quiero decir que fuera paranoica por propia decisión. Pero la verdad es que hay un componente de dejarse llevar, de no auto-controlar las propias reacciones, que me abocó a serlo. Y no es porque no se quiera, es sencillamente porque no se sabe. Nacemos, aprendemos, y vivimos y deberíamos aprender a desaprender lo aprendido. Estamos llenos de imperfecciones en nuestro proceso de socialización, defectos por parte externa o interna, pero imper-fecciones que nos abocan en muchos casos a vidas nada provecho-sas para nosotros mismos, nada gratas. Vidas truncadas.

Así que yo me preguntaba qué era esa enfermedad que tan malos ratos me había hecho pasar, que me dejaba postergada en la cama durante mucho tiempo matándome toda iniciativa que yo antes tuviera, que me impedía relacionarme con otras personas fluidamente, etc. y eso lo buscaba incesantemente, bien en librerías especializadas cuando iba a otras ciudades, o bien en Internet, que me facilitaba sobre todo la privacidad. Es asombroso ver la canti-dad de escritos que hay al respecto, y de todos los gustos:

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manua-les, guías, experiencias, foros, artículos psiquiátricos y psicológi-cos, revistas, películas, etc. Compré algún que otro libro sobre el tema, algún manual, alguna biografía de un personaje famoso, etc. pero nada me revelaba claves claras. Cuando hay tanto escrito, tanta teoría, etc. la verdad es que tiendo a pensar que no hay nada claro al respecto. Cuando encuentras textos claros y aceptados es cuando parece que se ha encontrado algo, pero si tienes que ras-trear, leer, deducir, confrontar, etc. es que no hay unanimidad ni consenso, es que todo está en proceso y tú solo has de buscar las claves. Eso es de lo que se trataba.

Una de las dudas era diferenciar entre psicosis y esquizofrenia, entre brote psicótico y la enfermedad de la esquizofrenia y la para-noia. Yo llegué a pensar que era esquizofrénica, porque era lo que el psiquiatra escribía en los papeles; pero con el tiempo, empecé a pensar que tal vez se hubiera tratado de tres o cuatro brotes psicó-ticos. A mi entender, no estaba nada claro. Ellos tienen que poner etiquetas, pero, bajo una misma etiqueta caben muchas cosas y situaciones. Mi psiquiatra me reveló que tampoco parecía estar muy de acuerdo incluso con lo que tenía que escribir. Le impelían a escribir algo pero ella también lo dudaba.

En realidad, podría decirse que era como ver, bien una foto o bien una película. ¿Lo mío era una película para toda la vida o se trataba de una foto de algunos momentos de mi vida? Yo me incli-naba a pensar que fueron algunas fotos en varios momentos, unas en situaciones de estrés originadas desde el exterior y que muchos otros no hubieran aguantado, otras, como en mi segundo postpar-to, con el desarreglo hormonal que se vive y el cambio de situación. ¿Yo tenía varias fotos en mi vida o era la película de mi vida? Tien-do a pensar que tuve más bien algunas fotos. Mi caso no era tan

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grave aunque no por ello poco doloroso. De todas formas, a la cien-cia le queda mucho por avanzar y definir terminologías. Es todavía un saco roto donde cabe de todo. De momento saben cuáles son los síntomas y cómo atajarlos, es decir, que con una determinada medicina se trunca el proceso pero no se sabe muy bien cómo se origina, dónde ni por qué. Misterios de la ciencia todavía.

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DE LA CRONOLOGÍA

DE LA ENFERMEDAD

En mi caso, hubo varios factores desencadenantes que me hicieron vivir situaciones muy estresantes (muerte de mi padre, poco después enfermedad de mi hermano más querido, problemas laborales, partida al extranjero de amigos íntimos, crisis matrimo-nial, etc.) y lo acusé en formato enfermedad en varios episodios. Estallé en varias ocasiones. La forma fue la enfermedad.

Así que hubo una situación de estrés externa que sumada a mi forma de ser se combinó para dar la fórmula perfecta de enferme-dad. Pero yo también puse mucho en ello. Como decía alguien en la película “Uno por ciento” de Julio Medem: “no hay enfermos, hay personas vulnerables”. Al principio lo atribuía a los factores externos solamente, pero luego fui indagando y descubriendo que las bases habían estado siempre ahí, que yo tenía ciertos rasgos ya predeter-minados que en una situación estresante me hicieron hacer “crack”. Por eso ahora sé que tengo que huir del estrés y me alejo cuando constato que se acerca: es el peor nicho para que se vuelva a desencadenar. He aprendido que la vida es otra cosa que el estrés

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y que no merecen la pena las situaciones que lo promueven, aun-que a veces no las elegimos. Eso sí, cabe cierta tolerancia al estrés sin la que no podríamos vivir, pero cuando pasa un límite, saltan las alarmas y todo estalla para que haya que alejarse.

Todo comenzó cuando murió mi padre. Para mí fue una pérdi-da grave, honpérdi-da. Era una de las personas a las que más unipérdi-da había estado. No es que coincidiéramos en todo, ni mucho menos, pero me identificaba con él, lo comprendía bien. Mi padre era abo-gado y yo también. Estudié derecho porque lo admiraba mucho y siempre había querido ser como él. Siempre me sentí muy cerca, tanto afectiva como profesionalmente. Pasé un mal año. Tanto que me debatía entre acabar o no la carrera que tanto trabajo me había costado. Al final, me recuperé relativamente.

Me casé al acabar por fin la carrera, y a los pocos meses más o menos, a mi hermano le diagnosticaron un cáncer de estómago y me debilité más todavía. Mi hermano era el “niño” de la familia. Yo era la tercera de las hermanas. Había estado muy unida a él desde la adolescencia cuando él me ayudaba siempre con mis pro-blemas con los amigos, me escuchaba, me aconsejaba cuando yo empezaba con mis primeros amoríos que tan malos ratos me hicie-ron pasar. El cáncer fue fulminante y en cuestión de unos meses llegó a pesar la mitad de lo que pesaba. Entonces tuve mi primer brote. Para mí fue un fuerte golpe porque perdía uno de mis apo-yos vitales. Mi cuñada, que era muy buena amiga mía, estaba destrozada y muy centrada en él. Siempre se había portado tam-bién muy bien conmigo, pero ahora la necesitaban más urgente-mente, más cerca.

Algunos de mis amigos de la carrera salieron de mi ciudad para ir a trabajar a otras ciudades, algunos incluso muy lejos, a otros

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países. Por todo ello, parte de mis más sólidos apoyos se veían mer-mados. Yo empecé a sentirme más sola que de costumbre.

Todo esto, me afectó también físicamente y si mi constitución es ya de por sí delgada, con estos sucesos, todavía adelgacé más y más tarde tuve que realizar un tratamiento médico para recuperar peso.

Empecé a buscar trabajo y no tardé mucho. Entré en un presti-gioso despacho financiero de abogados con buen pie. Mi apellido me ayudó bastante ya que yo era demasiado joven.

En poco tiempo, me quedé embarazada de mi primer hijo. Y esperando el tiempo de rigor, del segundo. Entonces viví otro de los episodios, el más fuerte. Estuve de baja dos meses, sumándola a la baja maternal y en cuanto pude, a pesar de lo mal que estaba, volví al trabajo. Me sobrevino la enfermedad probablemente por el fuerte cambio hormonal que se experimenta y por ello estuve de baja. Precipitadamente y ante el miedo a que la plaza de directora de finanzas fuera ocupada por mi contrincante, quise volver al trabajo y allí lo pasé todavía peor. Hoy creo que me precipité en la vuelta. Al final tuve que estar de baja mucho más tiempo y ahí ini-cié mi recuperación definitiva. También me sobrevinieron muchos cambios nuevos en mi vida. Inicié el camino de mi regeneración.

Durante el tiempo que había estado fuera del trabajo, las cosas habían cambiado. En el despacho me había creado expectativas de ascenso, y se desencadenó una situación compleja y delicada en la que salí perjudicada. La plaza de directora de la sección de finan-zas del despacho estaba en juego. Otra compañera y yo éramos las candidatas y cada una tenía sus partidarios y detractores. A pesar de que yo era relativamente joven y nueva en el despacho, estaba bien formada y trabajaba bien. Al final, el director general pareció

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que iba a inclinarse por la otra persona. Pero yo no estaba de acuer-do y peleaba por ello. Me parecía injusto. ¿Cómo iba yo a no ser centro, a no ser la primera, si siempre lo había sido desde peque-ña?, ¿cómo una niña tan “lista” y tan “exitosa” ahora podía fraca-sar?, y además ¿cómo ellos no se daban cuenta de que yo era la mejor, la única? Esto era lo que yo sentía inconscientemente, no lo verbalizaba, pero era lo que me decía.

Fue en el despacho donde peores ratos pasé, donde la enferme-dad se manifestó de la forma más descarnada. En todo este proceso de competitividad entre mi compañera y yo, se llegó incluso a acu-sarme de dejadez en el trabajo, de indolencia, etc. Los aconteci-mientos se iban precipitando y cada día estaba peor por aguantar la situación en lugar de haberme marchado o haber peleado jurídi-camente, aunque eso me hubiera llevado a no se sabe dónde tam-bién por el desgaste psicológico que supone. Al final terminé con casi la mitad del despacho en mi contra. Sentía que todos “ellos” eran un equipo coordinado para acabar conmigo. Todos ellos esta-ban orquestados por mi competidora, que sibilinamente los mani-pulaba, pero todos ellos de arriba abajo estaban contra mí. Yo lo iba retroalimentando con mis conductas cada vez más raras que pro-vocaban que se me tratara todavía más como una extraña. En todo este proceso, la enfermedad irrumpió una vez bruscamente el día que sentía que aquello comenzaba a estar definitivamente peor.

Viví lo que puede denominarse una situación de acoso laboral, aunque nunca sabré hasta qué punto era acoso y hasta qué punto era mi interpretación por la enfermedad. Mi miedo era además que la insensibilidad de los juristas determinara que había sido antes el huevo que la gallina, es decir, que mi enfermedad precedía al acoso que había sufrido, y no al revés. Es un terreno ambiguo en

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este sentido. Y tampoco es agradable ver aireada tu enfermedad. De ahí que haga falta una mayor concienciación de los juristas ante el tema, un mejor tratamiento del tema. Los trámites y la falta de concienciación disuaden a la víctima y se autoinmola ella misma o bien acaba marchándose a otro sitio. Una lástima para la vida labo-ral de uno mismo y la de otros que vendrán.

En la web encontré foros sobre esto que llaman mobbing. Se encuentran testimonios de todo tipo y sobre todo, aquellos que se plantean el cambio de trabajo, la salida honrosa, por no poder soportarlo más. Es injusto que esta situación plantee como única salida esa, puesto que hay impunidad para que estas situaciones tengan lugar en las empresas. Falta legislación y concienciación al respecto y más sensibilidad. Por fortuna, recientemente se están registrando sentencias favorables al ninguneado y eso abre ciertas esperanzas. Por ello uno de los problemas que se plantean es si el enfermo es enfermo por causa del mobbing o si como intenta hacer creer el resto de los compañeros o trabajadores, sean jefes o cole-gas, ya era un enfermo antes y todo el proceso de acoso se intenta interpretar en clave de enfermedad, no de mobbing. En los foros planteé muchas veces este problema, pero no obtuve respuesta. Me parece algo delicado a resolver. No se sabe hasta qué punto uno se enferma por el mobbing y sin él no se hubiera enfermado, hasta qué punto puede defender que él estaba bien hasta entonces y que enfermó por dicha actuación; y hasta qué punto puede ser visto como que siempre ha estado enfermo y que no ha habido mobbing. Este es un tema clave para los procesos judiciales, pues-to que con mucha frecuencia, se intentará defender que no hubo mobbing y que sí había enfermo previo, cuando lo que sucede es lo contrario.

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LA ENFERMEDAD Y SUS EPISODIOS

DE CRISIS

Los episodios de paranoia que recuerdo son innumerables, pero recuerdo alguno especialmente gráfico que puede explicar cómo me sentía. Los podría clasificar según lo que revelan. Lo que quiero evidenciar es cómo se siente la persona que los sufre, la sensación de miedo que experimenta, el pánico que vive. Ella es la primera asustada. Puede que los de su alrededor a veces la vean como extraña, con conductas y reacciones incomprensibles, pero lo que está claro es que quien interpreta el papel está aterrado y por miedo somos capaces de hacer muchas cosas.

Yo sentía soledad, me sentía sola en el mundo, no podía confiar en nadie. ¿Alguien se imagina cómo puede sentirse alguien en esta situación?

Por ejemplo, existen episodios que dan cuenta del “complot” que yo creía ver, del miedo que yo sentía, de mi soledad, de mi aislamiento respecto al exterior, del acoso, de mis obsesiones, etc. Los episodios se desencadenaron sobre todo en el despacho, tras mi postparto, pero también se manifestaron en mi vida cotidiana.

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Yo tenía miedo ya no sólo de no ascender profesionalmente, sino de que me echaran del despacho. Mis rasgos de personalidad hacían lo demás.

Mi afán de perfección y mi exigencia me impelían a actuar de forma extraña en muchas ocasiones. No me permitía fallo alguno por mi miedo a que se pusiera en entredicho mi profesionalidad. Por ejemplo, en el trabajo teníamos la obligación de fichar. En la época en que comenzó el acoso, yo cometí algunas imprudencias movida por mi miedo. En los ordenadores se podían consultar los fichajes de cada trabajador manejando algunas claves. Un día las extraje de un fichero que estaba en la sala contigua y así podía con-sultar los fichajes de quien quisiera. Mi compañera y competidora, aspirante a la misma plaza que yo, solía llegar tarde e irse pronto en muchas ocasiones, pero eso no importaba aparentemente, o bien nadie se enteraba o se lo permitían. Así que en mi etapa crítica, yo empecé a consultar sus fichajes y a anotar sus irregularidades, con el ánimo de recoger pruebas para contrarrestar una posible denun-cia que sentía que querían presentar “ellos”. Así es que anotaba todo durante varios meses en una especie de actividad de espiona-je basado en mi miedo a perder mi ascenso y así mismo mi puesto de trabajo, en mi miedo a resultar incompetente, a que se me encontraran faltas. Llegué a cometer pequeñas infracciones (abrir carpetas ajenas, consultar e-mail de otros, buscar ficheros en orde-nadores de otros, etc.) movida por el miedo a que me echaran, a que intentaran demostrar cosas falsas sobre mí.

Poco a poco, en el despacho me iba aislando de la gente. Mis conductas extrañas provocaban que la gente se alejara de mí. Por entonces, tenía una amiga íntima que trabajaba cerca de mi sala.

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Solíamos desayunar a media mañana, y luego salíamos habitual-mente a las seis. A las seis en punto ella venía a buscarme para salir juntas. En los momentos de mayor malestar, llegué a pensar que ella venía para hacerme salir a mi hora y que no hiciera ni una hora de más para que luego pudieran decirme y acusarme de que no daba ni un minuto de más por la empresa. Mi nivel de exigencia, y de perfección era tal que no me bastaba con cumplir estrictamente con mi trabajo. Me exigía dar más. Por ello interpretaba hasta un gesto de acercamiento como una puñalada, una trampa. No me fiaba ni tan siquiera de mis amigas, de las que habían sido mis ami-gas y que yo entonces sentía que me traicionaban. De este modo, acabé perdiéndola porque cada día estaba más reservada con ella, cada día me distanciaba más, por el miedo y la desconfianza que sentía. Al final acabó cansándose y diciéndome que había cambia-do mucho y que no se sentía cómoda conmigo.

Así, iba perdiendo amigos por todas partes. Iba consiguiendo enemigos, quedándome más sola y aislada, lo cual todavía retroa-limentaba más mi enfermedad.

Recuerdo un día, de los peores, en que un compañero vino a mi mesa cantando una canción ya antigua que llevaba mi nombre. Yo la conocía, era una canción que hablaba de amor, de afecto, hacia la mujer nombrada. Él se acercó a decirme que había un error en uno de mis informes. Pero yo eso no podía aceptarlo. No podía aceptar una crítica, aunque de eso no era consciente. Así es que cuando él se acercaba afablemente pero para hacerme notar un error, no podía recibirlo como muestra de afecto, sino que lo interpretaba como que se estaba riendo de mí, que se mofaba de mí al cantarme una canción para que yo creyera que me quería cuando lo que me estaba haciendo me hacía daño. Él desde luego no se enteraba de

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nada, pero sí pudo ver que mi conducta era extraña, que puse un semblante extraño y que lo que me decía me molestaba.

No podía aceptar un error en mí misma. Mi imagen pública debía ser intachable. El mantenimiento de mi puesto de trabajo dependía de ello. En alguna ocasión, cuando no me enteraba de la fecha clave para entregar algún papel importante en el banco, como no podía aceptar haberme equivocado, creía que “ellos” lo habían hecho intencionadamente, que me habían dado las fechas equívocamente. Me enfadaba y lo proyectaba sobre los otros cre-yendo que eran ellos los que se estaban riendo de mí, los que me habían hecho equivocarme, los que lo hacían para fastidiarme. El mecanismo de proyección estaba actuando con fuerza.

No podía aceptar que se cuestionara mi quehacer. Otro de los síntomas que detecté es que yo, que había sido siempre experta en las tareas contables más rutinarias que requerían mucha atención por ejemplo, empecé a tener muchos fallos. Fallos que por supues-to no admitía. Me costaba mucho mantener la atención, tenía que hacer verdaderos esfuerzos. Para mí había sido siempre una tarea fácil, incluso agradable. Me servía para desconectar de las tareas más intelectuales que requería mi trabajo. Me parecía como hacer pasatiempos. Pero en aquella época resultó ser una verdadera tor-tura para mí, no lograba concentrarme ni mantener la atención. Este era un síntoma más de la enfermedad. Recuerdo un día en que estaba revisando una hoja de cálculo con el balance del mes para una empresa y cometí serios errores. Una compañera se dio cuenta y me llamó la atención. Yo, como estaba tan enferma no lo podía admitir, y lo interpreté una vez más como que “ellos” que-rían buscarme las faltas para poder justificar no ascenderme e incluso despedirme.

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No me permitía ni tan siquiera estar de baja. En algunas oca-siones lo estuve. Fue durante algunos días o semanas, y eso minó más todavía mi imagen púbica. Mi estado era al final ya muy dete-riorado y mi psiquiatra me aconsejó varias bajas médicas. Recuer-do que leí en el periódico una noticia acerca de un estudio que habían hecho sobre la falsedad de la mayor parte de las bajas labo-rales. Mi cabeza se disparó y me empezó a entrar un gran pánico por la posibilidad de que alguien intentara acusarme de que mi baja era falsa y así poder por fin despedirme de mi trabajo. Recuer-do haber pasaRecuer-do varias noches sin Recuer-dormir, dánRecuer-dole vueltas obsesi-vamente. En alguna de aquellas noches recuerdo elaborar una espiral de horrores y terminar pensando en el suicidio. La cadena era así: me imaginaba sin trabajo, sin relaciones, abandonada, sola, sin mis hijos, sin mi marido, denunciada, acusada, en la cárcel, y ante este panorama, la salida que se me presentaba era entonces el suicidio. No era una salida que llegara a articular como real, pero se me ocurría en muchas ocasiones. Era la única salida lógica al panorama que me imaginaba. La única vía para acabar con tanto sufrimiento.

He leído que en muchas ocasiones los enfermos relatan situa-ciones en las que sienten que son escuchados, vigilados, controla-dos. También sentí que en mi casa había micrófonos, que me espiaban. Un día en el despacho, alguien estaba pidiendo un día libre para hacer una gestión familiar, y yo había hablado en casa de que iba a pedir un día libre para pedir unos papeles de la segu-ridad social que necesitaba para mi madre. La coincidencia me hacía pensar en los micrófonos como explicación. De igual forma, en otra ocasión, alguien podía relatar que quería leer una novela que yo también estaba leyendo en casa casualmente. O bien hablaba sobre un programa de televisión que también había visto

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en mi casa el día anterior. Yo no decía nada sobre estas coinciden-cias que escuchaba, pero sentía que no eran producto del azar sino que lo explicaba con el hecho de que había cámaras en mi casa, micrófonos, que me escuchaban y vigilaban, que sabían cada movimiento que había hecho en mi casa y que luego en el trabajo todos querían hacerme sentir que lo sabían, todos “ellos”, los que se reían de mí, y estaban contra mí. Había descartado la casualidad de mi vida, solo valía la explicación del espionaje. Hoy en día puedo sentir cómo la casualidad y las coincidencias rigen nuestras vidas asombrosamente y muchas veces incluso caprichosa y divertidamente.

En este sentido, recuerdo algo de lo que hoy me hace sonreír y es que en una ocasión, ya que tenía la costumbre de pintarme los labios de rojo y sin ellos no me sentía “vestida”, no lograba encon-trar mi barra de labios preferida en el tocador ni en el cuarto de baño. Al día siguiente, alguien en el despacho empezó a buscar su barra de labios y decir que no la encontraba. Para mí aquello fue visto como el eco de lo que me había pasado el día anterior. No podía entenderlo como una casualidad, eliminaba los rasgos que hacían que el relato del otro fuera diferente y lo hacía parecer semejante, completamente igual al mío. Miraba por un pequeño agujerito lo que debía ver por la gran puerta.

De igual forma, en otra ocasión recuerdo que la casualidad hizo que un día fuésemos al trabajo vestidas del mismo color tres compañeras de mi misma área. Como eliminaba el azar de mi vida, como no podía soportar no ser única y llevar una ropa de un color exclusivo, interpretaba todo ello como que alguien tenía cámaras en mi casa y que podía ver lo que llevaba puesto y hacer que otros se vistieran de igual forma que yo para volverme loca.

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Incluso recuerdo que ese día pasé por delante del jefe y me sonrió. No pude evitar pensar que se estaba riendo por cómo iba vestida: a imagen y semejanza de mis compañeras. Me sentía ridiculizada. Definitivamente, volvía a eliminar el azar de mi vida, la casuali-dad. Todo me lo refería a mí misma, al complot.

La desconfianza en mis compañeros llegó a ser tal, que incluso llegué a creer que querían deshacerse de mí. Mi miedo y temor eran atroces. La sensación de que los demás quieren matarte y encima con una sonrisa, riéndose de ti, es de lo más cruel.

Por entonces, yo había vuelto a fumar. En las etapas críticas, muchísimo más de lo normal, lo cual agravaba mi presentación pública evidenciando mi ansiedad. Fumaba compulsivamente. Recuerdo una ocasión en que alguien del despacho me pidió un cigarrillo y accedí, y me cogió la cajetilla. Salió un momento de la habitación y volvió al cabo de un rato. No pude fumar un solo cigarrillo más de aquella cajetilla en toda la mañana porque creía que los habían manipulado. Tenía la certeza de que habían cam-biado los cigarrillos del paquete introduciendo otros para que poco a poco me fueran provocando mayores crisis. No sabía qué podría ser lo que habían introducido, pero tenía la seguridad de que si fumaba un solo cigarrillo de aquellos mi situación empeora-ría. Aquel día no fumé más y mis compañeros se sorprendieron por ello. Me lo hacían notar y mis respuestas, desde mi miedo atroz, eran extrañas para ellos. A la salida, compré otro paquete y el anterior lo tiré nada más salir del trabajo ocultándome para que nadie viera lo que hacía con él. Mis compañeros veían así en mí, conductas extrañas que les confirmaban que algo me pasaba. Des-de aquel día no Des-dejé más el paquete Des-de cigarrillos encima Des-de la

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mesa y si alguien me pedía uno, se lo daba yo misma. La sensación para los demás era que a mí me sucedía algo extraño.

Así mismo cuando iba hacia mi trabajo todos los días desde mi casa por la carretera, continuaba pensado que alguien de “ellos” incluso quería matarme y cualquier fallo mecánico, cualquier inci-dente (un adelantamiento brusco, un frenazo inesperado del de delante, etc.) sentía que era preparado, premeditado y que alguien había querido matarme. Un día una de las ruedas del coche, se pin-chó, pero yo iba tan absorta en mis pensamientos obsesivos que casi pierdo el control. En lugar de atribuirlo al azar, interpreté que alguien había colocado allí material punzante para que yo pasara y se reven-tara la rueda. Alguien que quería que tuviera un accidente obvia-mente. Probablemente fuera uno de esos días que no había dormido, que estaba muy ansiosa, enfadada, con malestar profundo.

Pero no solo desconfiaba de mis compañeros, incluso llegué a

desconfiar de mi psicóloga. Ella no solía llamarme al despacho, pero recuerdo una ocasión en que lo hizo. Yo no quería que nadie supiera que iba a un psicólogo. No solía llamarme al trabajo, pero una vez sí lo hizo para cambiar una cita y me preguntó que cómo estaba. Como en aquella ocasión tuve que hablar con ella delante de la gente, de mis compañeros. Sentía como que ella estaba tam-bién en el complot y que me preguntaba para hacerme hablar delante de todos y que se descubriera que yo iba a una psicóloga y que estaba enferma. Así es que llegué hasta a desconfiar de ella. Hoy en día sé que ella me preguntaba muchas veces cómo estaba por puro interés de cómo estaba realmente, sobre todo ante la necesidad de cambiar la cita y por si hubiera hecho falta adelantar la siguiente sesión si estaba peor.

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Mi necesidad de perfección y mi exigencia me presionaban cotidianamente. De ello dependía el que conservara el puesto de trabajo. A veces cuando llegaba al trabajo me obsesionaba con la idea de que no iba a encontrar aparcamiento. Nada más salir de casa ya comenzaba a pensarlo y por ello creía que llegaría tarde a trabajar, que iba a incumplir y que me iban a amonestar por ello. Mi pensamiento era obsesivo: “no va a haber sitio, tendré que aparcar lejos, llegaré tarde, me sancionarán...”. A pesar de que todos los días encontrara sitio para aparcar, al día siguiente volvía a repetir los mismos pensamientos. Llegaba a levantarme media hora antes para prevenir que si no encontraba sitio, pudiera tener margen para encontrarlo. Nunca pasó, y estuve llegando muy pronto durante mucho tiempo, lo cual todavía me enrare-cía más ante los demás. Yo manifestaba conductas externas raras y extrañas que nadie comprendía y no podía comentarlas porque desconfiaba, porque no lo entenderían, por qué me pesaban. Así se desencadenaban más reacciones extrañas y hos-tiles hacia mí. Me iba haciendo más rara cada vez, yo lo reali-mentaba. Más tarde, mi psicóloga me enseñó a controlar este pensamiento por la vía del asombro. “Fíjate qué cosa tan rara pienso, fíjate cómo este pensamiento me ayuda a conocerme más a mí misma, a saber que lo que me preocupa es llegar pronto para no incum-plir” y también a explicarlo y entenderlo por mi miedo al cam-bio. Para mí, encontrarme cada mañana con lo que cambiaba constantemente cada día, como era el lugar de aparcamiento, era vivido con angustia.

En otra ocasión, motivada también por mi afán perfeccionista y mi miedo a perder el trabajo, un día al bajar del coche, tras apar-car cerca del despacho, había una jovencita que me preguntó la

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hora. Hasta ahí no sentí nada raro, pero cuando llegué a la puerta del edificio, alguien me volvió a preguntar la hora. Probablemen-te, estuviera preocupada, enfadada, etc. y empezó el mecanismo: empecé a desconfiar y a pensar que alguien manipulaba mi reloj para que yo llegara tarde, pero estuviera convencida de que llega-ba a mi hora, porque me habían hecho mirar el reloj y podía estar convencida de que llegaba a mi hora. Fue entonces cuando recordé que días antes una compañera del despacho me había pedido prestado mi reloj para ir a desayunar y cumplir con el tiempo de desayuno. Me estremecí al pensar que algo habían hecho en mi reloj para que yo llegara tarde y así poder buscarme alguna falta. Mi desconfianza en la gente y mi miedo a llegar tarde eran tales que se unían para hacerme sospechar de todo el mundo y pensar que eran cómplices, que querían volverme loca. Lo peor de todo era que mi sensación de soledad era abismal.

Tenía de mí misma, una imagen omnipotente y

sobrevalora-da. Recuerdo un día que subía a mi despacho en el ascensor con el director del despacho vecino y me preguntó que a qué piso iba. Mi enfado fue considerable debido al hecho de que no me conociera, pero evidentemente no podía reconocerlo conscientemente. Pen-saba que cómo era posible que no supiera quién era yo, que tenía que saber que trabajaba en el despacho de sus amigos, que no era posible que no reconociera lo que yo valía en el despacho. Me molestó tanto, que interpreté que quería molestarme y hacerme daño, ignorándome, y que por eso me lo preguntaba. Hoy pienso que probablemente fuera un señor despistado, o que tal vez tuvie-ra un mal día e iba absorto en sus pensamientos o sencillamente que no me conocía.

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Pero no solo me pasaban cosas raras en el despacho. También en mi vida cotidiana fuera de él. Así cualquier película podía tener una doble lectura para mí. Por ejemplo cuando veía una película de espionaje me alteraba mucho. Mi imaginación era desbordante y así por ejemplo me sucedió con la película “Enemigo público”. Comprobé que en la película se daba un increíble despliegue de medios para controlar a una persona, y pensaba, relacionándolo conmigo, que si el FBI tenía esos medios para espiar: ¿cómo los iban a utilizar conmigo? Me daba cuenta de que lo que pensaba era una barbaridad y de que nadie me podía espiar, que solo el FBI podía, y que los que a mí me espiaban no eran el FBI. Pero eso lo pensaba en mis momentos lúcidos, en los momentos de crisis sen-tía que me espiaban como si del mismo FBI se tratara.

Así mismo recuerdo que cuando peor estaba, sentía que la conspiración de “ellos” iba contra mis amigos también. Tenía ami-gos trabajando en la seguridad social, otros en el juzgado, otros en el ayuntamiento, otros en otros despachos de abogados y empre-sas. Pensaba que acabarían echándolos a todos y así no tendría posibilidades de que nadie me ofreciera un trabajo en el futuro. Pensaba que querían hundirme junto a toda mi red. Cada vez que un amigo mío me contaba que hacía algo remotamente ilegal en su trabajo, yo imaginaba que le iban a involucrar en alguna estafa inducida, que le iban a acusar de un aprovechamiento en propio beneficio. Sentía como que alguien le estaba induciendo a que lo hiciera, alguien colocado por “ellos” y así poder ir contra él y echarle del trabajo. El panorama que yo imaginaba al final era: yo sin trabajo, mis amigos sin trabajo, mi familia pobre y atormenta-da, abandonada por ellos y mis amigos, en la cárcel, sola. El esce-nario me asustaba muchísimo.

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En la casa sentía también que habían “entrado”. Como he dicho, había eliminado completamente el azar de mi vida. Así, si por ejemplo un día me dejaba el teléfono descolgado y por tanto comunicando, yo no aceptaba haber hecho algo mal y lo interpre-taba nuevamente como agresión externa. Recuerdo un día en el que había quedado para ir al cine con mi hermano para distraerme y relajarme. Yo había estado hablando con alguien por teléfono y al terminar, lo debí de dejar mal colgado. Así que cuando él inten-taba llamarme, comunicaba. Al final, el teléfono, tras una llamada mía al exterior, fue colgado, y así él pudo por fin comunicar conmi-go. Cuando me dijo que cómo es que comunicaba tanto rato, en lugar de atribuirlo a un fallo humano, a un despiste, lo atribuí a que también me manipulaban la línea telefónica desde la central. Imaginaba que había amigos de “ellos” trabajando en la central de teléfonos y que manipulaban mi teléfono para aislarme de mis comunicaciones, para enfadarme y volverme loca. Como no podía admitir mi fallo humano ni la casualidad, lo atribuía al complot.

Por ese afán de perfección y por mi intransigencia y rigidez, no podía admitir los fallos humanos en mí. Recuerdo un día concreto en que no me sonó el contestador de casa en el que se me había dejado un mensaje de que se adelantaba la sesión de la psicóloga y que, por lo tanto, llegué tarde. Sentí que alguien intervenía mi telé-fono a distancia para que me enemistara con mi psicóloga y dejara el tratamiento. No podía admitir un fallo técnico, eléctrico, sino que mi enfado por haber incumplido, se proyectaba al exterior y me hacía ver enemigos imaginarios y conspiradores por doquier.

En otra ocasión, a mi marido le comunicaron que le prolonga-ban el horario de trabajo y empezó a salir más tarde de lo habitual. Yo pensaba que eso lo habían hecho “ellos” para hacer que yo

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pasara más tiempo sola, y sin ayuda, para que mi marido encon-trara incluso otra mujer en su despacho y así me abandonara y yo me quedara sola con los niños. Poco a poco, conseguirían que fue-ra perdiendo la cabeza y al final conseguirían quitarme incluso a los niños. Mis visiones de futuro eran macabras. Mi miedo era atroz. Son precisamente este tipo de sentimientos los que he podi-do vislumbrar en muchos de los relatos que hace la prensa sobre estos enfermos y sus actitudes.

También la calle estaba llena de elementos “malignos”. Un simple paseo por la calle podía inquietarme muchísimo. Cuando paseaba, sobre todo por el centro, solía ver indicios de complot en la gente que pasaba. Una mera sonrisa de un paseante podía ate-rrarme. Es algo que ahora constato que pasa muy a menudo, inclu-so muchas veces me encuentro que lo hago hasta yo misma. Entonces, yo creía que quien se cruzaba conmigo sabía lo que me pasaba y que se estaba riendo de mí. Creía que muchas personas de las que pasaban por la calle, estaban allí para controlarme, para hacerme sufrir, que se reían porque sabían lo que me pasaba, y que todas estaban aliadas contra mí, que eran amigas de “ellos”, gente que se cruzaba intencionadamente conmigo, que estaban puestos allí por “ellos” para controlarme y hacerme sentir cercada. Aun hoy, cuando veo a alguien que sonríe por la calle, me pasa por la cabeza este pensamiento, no obstante lo desecho enseguida pen-sando, “pues se acordará de algo que le gusta”, “acabará de ver algo que le ha hecho gracia”, o tal vez, “le recordaré a alguien”, no preocupán-dome por pensar esto en el mismo nivel de orden que los otros pensamientos. Otras veces ya ni lo veo. Mi pensamiento antes era unidireccional: solamente pensaba una sola cosa, que se reían de mí, y además no podía ver otras interpretaciones y sufría por ello.

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Recuerdo un día en una librería de derecho que para mí fue horrible. Fue durante el posparto, en la baja maternal. Como anda-ba preocupada obsesivamente por mi traanda-bajo, me dedicaanda-ba a reci-clarme y aprender más cosas. Así que necesitaba un libro y lo había encargado en una librería cercana a la oficina, pero no fui a recogerlo porque lo encontré más tarde en otra librería también cercana. El encargado de la librería donde lo compré al final, me enseñó otro libro y me dijo: “este no es ¿no? –señalando otro que había allí– “Es que algunos clientes encargan libros que luego no pasan a recoger”. Yo me sentí golpeada, como si todos los libreros estuvie-ran aliados y se contaestuvie-ran las cosas respecto a mí, porque eestuvie-ran ami-gos de “ellos”, los de mi despacho y todos iban contra mí. Yo había desobedecido, me sentía culpable por no haber ido a recoger el libro que había encargado en la otra librería, y ahora me parecía que me reñían por no haberlo hecho. Sentía que sabían lo que había hecho y ahora me lo recriminaban indirectamente. Me sentía centro del mundo, como que todo el mundo me estuviera contro-lando y encima quisieran hacerme daño, todo por el complejo de culpa que tenía. Es sencillamente poner en los otros, lo que inter-namente pasa en ti.

Mi vida cotidiana se veía afectada, mis aficiones de siempre ya no me atraían. Recuerdo en una ocasión en que mi marido, para animarme, me propuso hacer un viaje a París con los niños. Había-mos ido alguna otra vez a París en nuestra etapa de novios y tam-bién a Nueva York, a Praga, a Italia, etc. Siempre nos había gustado mucho viajar. Pero ahora ya no tenía ganas. Me encontraba apáti-ca. Recuerdo pasear por las calles de París, empujando el cochecito de la niña sintiendo que me pesaban los hombros, las piernas, y paseaba por sus tiendas de moda que siempre me habían atraído, sin ninguna inquietud ni emoción de ningún tipo. Eso me dio que

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pensar porque me encontré en lugares que antes me excitaban, con la más completa de las abulias. Me daba igual estar en París que en Pekín. No había interés alguno.

Nunca sabré si lo que tuve fueron alucinaciones o no. Pero recuerdo una época en que tenía todos los camisones iguales. Había encontrado el modelo ideal, y tal era mi obsesión por la seguridad y el control que había comprado cinco o seis iguales, al igual que mis calcetines. Mi miedo al cambio me hacía comprar el mismo modelo, para asegurar que no habría incertidumbre, también para controlar. Los tenía guardados en un cajón. Una noche, en pleno delirio, me levanté y se me ocurrió mirar el cajón de los camisones. Estaban todos ordenados por colores, perfectamente ordenados. Eso me asustó. Nunca supe si me había levantado y los había ordenado, si los había ordenado y no me acordaba, el hecho es que me asusté de mi misma, porque me veía francamente enferma. Me volví a acostar o eso supuse. A la mañana siguiente no me atrevía a mirar el cajón. Cuando finalmente lo hice, no recuerdo haberlo visto tan ordenado ni tan perfecto. Tampoco nunca supe si me levanté de verdad de la cama o fue un sueño, pero lo viví como real. Nunca sabré qué pasó. Si fue sueño, delirio, sonambulismo, o qué.

Podría relatar muchos otros episodios, pero son más varieda-des de lo mismo con distintos escenarios, distintos personajes, pero los miedos, la sensación de complot, de pánico, de inseguri-dad en un mundo donde te sientes solo, perdido y amenazado es la tónica común.

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DE LA MEDICACIÓN

Y LA PSICOTERAPIA

Alguien dijo que cuando tienes una enfermedad no puedes volver al estado anterior a la enfermedad porque no era funcional, es decir, que tuviste la enfermedad porque no estabas bien, por-que así no podías funcionar. Por eso no se puede volver al estado anterior, sino que tienes que cambiar, y se cambia, claro que se cambia. La enfermedad es el principio del cambio, el nacimiento a otro estadio de tu vida, a otra etapa. Para algunos es el final de la persona, para otros el principio de su nacimiento. Quiero pensar que yo renací a raíz de ella.

Desde pequeña me había atraído mucho la psicología, aunque nunca como terapia, sino meramente como curiosidad. Así que cuando estaba tan desquiciada y mi hermano me propuso ir a un psicólogo, a pesar de que las primeras veces lo rechazaba porque no era consciente de mi enfermedad y no me parecía oportuno desde mi delirio, al final accedí en aras de buscar una solución a mi situación ya insostenible. Mi desesperación y mi afición por la psicología abrían las puertas para que entrara en mi vida un

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fesional de este campo. Además mi hermano me transmitió su experiencia positiva con los psicólogos: su pareja era psicóloga y también amiga mía. Por tanto accedí a una primera consulta.

La primera psicóloga a la que acudí, en una primera sesión y después de escucharme atentamente, me remitió al psiquiatra que resultó ser un profesional sin corazón que me dejó sola al día siguiente, por una “indisposición nocturna” según me dijo su enfermera, con los efectos secundarios de la medicación tomada por primera vez y sin haberme prevenido de sus efectos. Yo salí de casa a hacer unas gestiones que tenían plazo. Al levantarme, me mareaba pero tal era mi sentido de la responsabilidad que fui a hacerlas sin plantearme la posibilidad de no ir. En el trayecto podría haber tenido un accidente porque realmente no estaba en condiciones de conducir coche alguno, pero lo hice.

¿Cómo se puede dejar y no tener previsto que un paciente llame en el primer día de su medicación sobre el que no has avi-sado de los efectos secundarios y le dejes a su libre albedrío?, ¿cómo se puede dejar solo a un paciente cuando ha puesto todas sus esperanzas en ti?, ¿máxime de un enfermo que precisamente uno de sus puntos débiles es la desconfianza en el resto? ¿Cómo puedes seguir alimentando su desconfianza en el primer día de medicación? Hay gente de todo tipo por este mundo de los psi-quiatras.

Afortunadamente para mí, di con “un ángel de la psiquiatría” gracias al azar. Fui a mi médico de cabecera que, de manera total-mente insensible, me decía que me daba unos días de baja y que era mejor que volviera a trabajar, que si no eso se enquistaba y no habría forma de que reanudara mi trabajo, y ante los ojos atónitos de mi hermano, nos remitió al especialista al que fuimos y que ya

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nos firmó la baja necesaria para poder aliviar la enfermedad. La psiquiatra resultó ser una gran profesional además de una exce-lente persona, de una calidad humana inigualable. Nuevamente hay gente de todo tipo y más valdría a quien no sabe, remitir al especialista para que evalúe según sus conocimientos, tomar unos cursos de sensibilización ante este tipo de enfermedades. De otro modo, se puede uno equivocar profundamente.

Aunque al principio mi psicóloga me parecía adecuada, pues-to que me sentía escuchada y cuidada en mis primeras fases del tratamiento, poco a poco fui descubriendo que no me ayudaba, que no progresaba nada. Me daba recetas prácticas sobre cómo hacer cosas, cómo moverme por la vida. Pero continuaba tenien-do mucho malestar, estaba cansada, quería resultatenien-dos rápitenien-dos. No podía esperar. Tuvo dos o tres detalles feos, que no me gusta-ron. Me enfadé con ella. Así que decidí cambiarme de psicólogo. Volví a tener alguna otra crisis y eso me desesperaba.

A través de un amigo, siempre ocultándolo y en secreto, fui a una nueva consulta de un psicólogo que me decían que era el mejor profesional de la ciudad. Como en las grandes ciudades, encontrar un buen profesional es difícil. Además hay que ocultar que vas a un psicólogo porque todo el mundo se acaba enterando de ello. De este modo aparecí en su consulta tras varios intentos de cita a los que fallaba por desconfianza, por imprevistos y otras causas, hasta que al final, mi psiquiatra me “ordenó” que fuera y me hizo darme cuenta de que yo no acudía a las citas por miedo, por falta de motivación, por pesimismo ante la sanación. Tam-bién abandoné a este psicólogo que no me gustó en absoluto y con quien no sintonizaba en nada. Algo me decía que no era un buen profesional. Yo continuaba desconfiando, impaciente y ansiosa. En este mundo de los psicólogos, igual que en otras

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fesiones, hay buenos y malos profesionales. Pero continué pro-bando.

Por último, acabé en la consulta de una psicóloga que resultó ser– esta vez sí– toda una profesional. Así es que empecé ya seria-mente mis sesiones de psiquiatra y psicóloga paralelaseria-mente. Una me servía para eliminar los síntomas al tiempo que de apoyo moral; y la otra dirigía un proceso de desestructuración-estructu-ración, por otra parte inevitable en una enfermedad como ésta.

Lo que yo seguía muy disciplinadamente era la toma de la medicación. En los foros hay muchos detractores de la medica-ción, hay gente que propone el Omega 3, la homeopatía, etc. pero todo lo que he leído y vivido al respecto me demuestra que la medicación ortodoxa es una pieza clave en el proceso de recupe-ración. Eso sí, hay gente a la que no le aciertan con el medicamen-to específico o bien con la dosis, pero el paciente debe comunicár-selo a su médico y que éste tome las medidas oportunas. También hay gente que adapta la medicación a su caso según su propio criterio, son los pseudo-médicos que se autorrecetan personal-mente. Cuando indagas en algunos casos ves que se trata de pro-cesos de automedicación que hacen que el tratamiento falle. En mi caso, creo que una base importante de la recuperación fue mi orden y seriedad ante las tomas de medicación.

Hay otro factor que incide y es que en mi caso era fácil puesto que yo no consumía ningún tipo de droga ni alcohol. Nunca me ha gustado ni el alcohol ni fumar un porro, ni tomar una pastilla de nada. Siempre he sido muy sana. Las drogas y el alcohol cau-san efectos perniciosos sobre esta enfermedad como muy bien saben los psiquiatras. De hecho actualmente puede ser uno de los desencadenantes de la enfermedad. En mi caso este origen estaba

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descartado. La única adicción que yo tenía era el tabaco, pero eso no afecta en nada.

Bien es cierto que en psiquiatría, no hay consenso, ni ciencia cierta, sino más bien tentativas o experimentos, pero el trata-miento psiquiátrico es un proceso interactivo en el cual el pacien-te dice cómo se sienpacien-te, y el médico prescribe. Hay reacciones esperadas, y otras inesperadas. Pero de todas se aprende para ajustar medicación y dosis. Al principio probaron con medica-ción clásica, de la de los años sesenta, luego, como no reaccionaba bien puesto que tenía muchos temblores y rigidez en el cuello, además de tener algunas nuevas crisis aunque más leves; me cambiaron a uno de los antipsicóticos de nueva generación. Lo tomaba en gotas y me adapté mejor a éste. No obstante, cada uno ha de probar su medicación. De cualquier forma, conseguimos acertar tras un proceso de en tendimiento y comunicación con mi psiquiatra en el que íbamos ajustando, cambiando, probando. La cuestión necesaria es paciencia y dosis de humildad por parte del psiquiatra, además de confianza en el médico por parte del paciente. La medicación, acertada, hace efecto a las semanas y hasta entonces, mucha gente desiste porque no cree que le haga ningún efecto y adapta la medicación según su criterio, de ahí muchas recaídas. He conocido casos de gente que decía “es que me siento mal” y luego descubrías que tomaba la medicación cuando le venía bien y en la dosis que él estimaba adecuada, no según la prescripción. O bien, en otras ocasiones, no tenía una relación fluida con el psiquiatra. En mi caso, mis recaídas acontecieron en momentos en que mi psiquiatra había decidido eliminarme la medicación por una supuesta mejoría y así también tras el pos-parto, en el que no tomaba medicación alguna, sobrevino una vez

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más. Fue algo totalmente inesperado. Tras el primer parto todo había ido bien, pero tras el segundo todo fue terrible. Creí recupe-rarme tras la baja maternal, a la que añadí dos meses más, una vez me empecé a sentir mejor y me obligué a ir al trabajo por mi miedo a perder mi puesto, pero fue todo peor.

De todas formas, como he dicho, era muy disciplinada y me tomaba todo lo que me prescribían y cuándo y cómo me lo decían. Tomaba mi dosificación puntualmente a las horas y en las dosis convenidas. Para evitar equivocarme, tenía mis pequeñas ruti-nas, después del desayuno, después de comer y después de cenar. Durante esta etapa desarrollé mucha paciencia y eso me ha servido para muchas otras cosas. Es una cosa que he aprendido de esta enfermedad: a tener paciencia y a esperar que las cosas lleguen, ayudándolas, eso sí.

De todas formas, también la relación con el psiquiatra está condicionada por los tiempos que les dejan pasar con sus pacien-tes, por la organización de la sanidad en cada zona, por la profe-sionalidad del médico, por su calidad humana que trasciende lo profesional. Un profesional que no se haga querer por los pacien-tes, y que no sea comprensivo, establecerá vínculos más débiles y menos efectivos con sus pacientes que otro que sí los establece. Al menos esa es mi experiencia. Tienes que confiar en tu médico y esta confianza a veces depende del tiempo de contacto, de la cali-dad del contacto, de la personalicali-dad del médico o del paciente, etc. pero hay temas que se pueden mejorar desde las institucio-nes. Hay muchos casos de psiquiatras que están con su paciente diez minutos. ¿Qué se puede contar en diez minutos? A pesar de que soy muy organizada, muy sintética y precisa, ni en diez minutos hubiera podido hacer nada. Así que, es preciso reclamar más tiempo de atención y mayor calidad en la atención. Se trata

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de un derecho como pacientes, sean reales o potenciales pues nadie está libre de caer mañana en una enfermedad como ésta o similar, y los que ya la tienen se merecen todo el respeto del resto de la comunidad.

Por otro lado, todo la parte que aportan los psiquiatras no es nada sin la otra pata: la psicoterapia. He leído también muchas cosas de la bonanza de ésta en la recuperación de la enfermedad y sobre todo, lo he experimentado en mi propia vida. Yo creo que es algo muy necesario. Como me contaba un enfermo que conocí por Internet, es como si fueses un carro que anda viciado hacia un lado. La medicación te provoca que ya no andes hacia ese lado, pone un remedio superficial; pero si no abordas el problema de raíz, si no vas a solucionar la causa de por qué el carro va viciado hacia un lado, cuando elimines el remedio, se volverá a ir hacia el mismo sitio o al menos tendrá un gran riesgo de que así suceda. Sin embargo, con la psicoterapia trabajas para intentar que el carro deje de ir viciado. Se puede cambiar la forma de andar del carro, sobre todo si se es joven y se tienen ganas de hacerlo. Por-que hay gente para todo. Pero en fin, siendo joven, Por-que es lo Por-que sucede en la mayoría de los casos diagnosticados de esquizofre-nia según las estadísticas, se tienen muchas posibilidades de cambiar. Eso sí. Si se encuentran las herramientas y medios ade-cuados.

La psicoterapia es un trabajo, un proceso lento, pero seguro. Una enferma que conocí solía llamarlo, “licenciatura en mí misma”. Mientras muchos han dedicado sus años a hacer masters, estu-dios superiores, posgrados, etc.; yo los dediqué a mí, a saber más sobre mí, para ayudarme a vivir mejor, es por eso que relativizo la importancia de los estudios especializados. A mí al menos no

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me ha dado tiempo, he tenido que trabajar sobre mí misma para poder sobrevivir, o bien, para vivir mejor.

En un principio, no me creía mucho la labor de la psicotera-pia, mi formación de jurista queda muy alejada de este mundo, a pesar de que siempre me ha atraído la psicología, aunque sólo como juego. Pero la verdad es que nunca había pensado que pudiera solucionar problemas tan graves como el mío, por ello desconfiaba un poco. Bueno, la verdad es que nunca me había planteado que pudiera servir para cosas como ésta, también es que, como pensarán muchos, nunca me había pasado una cosa como ésta. Pero es cierto, es un proceso lento, duro pero efectivo. Al principio, frente al psicoterapeuta te sientes como si estuvieras ante una esfinge, una señora, en mi caso, que mostraba cara de impasible y que de cuando en cuando te hacía unas preguntas que te hacían llorar. No entendía nada. Así que es un proceso muy duro, remueve todo tu interior, todo lo que creías, te toca en lo más profundo y te duele. Al principio de la psicoterapia sientes como que todo está “patas arriba”, que no hay orden, que empie-zas por algo que te pasaba y resulta que de lo que hablas es de otra cosa que además te duele. No entiendes nada. Todo va muy lento, te desesperas y crees que no vale para nada. Es con el tiem-po cuando todo comienza a ordenarse, cuando ves que tiene relación lo de fuera con lo que ocurre entre tu psicoterapeuta y tú. Como me dijo uno de los primeros psicólogos a los que fui, “al principio es como si tuvieras tu habitación a oscuras, y no supieras dón-de está puesto nada, y luego es como si fueras alumbrando cada parte dón-de la habitación y descubriendo dónde está cada cosa, localizando y orde-nando cada cosa”. Esta frase creo que define muy bien qué es la psicoterapia. Desgraciadamente, con él no pude ordenar nada.

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La psicoterapia es un proceso de autoconocimiento duro pero efectivo. El proceso de autoconocimiento es el único que puede llevar a la felicidad, a la satisfacción con la propia vida. Conocer-se es poder disfrutar del resto. Entender tus mecanismos es el primer paso para poder cambiarlos, para poder analizar por qué te hacían funcionar inadecuadamente. Saber diferenciar qué está en ti, y qué en los otros. Conocerse para saber qué necesitas, qué quieres. Y esto es un proceso particular, algo que nadie puede hacer por ti, algo que has de descubrir tú solo con ayuda profesio-nal o bien porque la vida te haya enseñado a aprenderlo, aunque este camino es más difícil si estás enfermo. Sólo tú sabes qué es lo que te da la felicidad. Nos pasamos la vida yendo detrás de sue-ños ajenos: un coche, una casa, una familia, un trabajo bueno, ser famoso en tu medio, etc. cuando para cada uno cada cosa tiene un sentido, cuando tal vez no esté en el tener, sino en el ser, como decía Fromm. Tal vez lo que a otro le da la felicidad para ti sea una tortura. Tal vez lo tuyo tenga un sentido particular y solo tú lo codicias. No puede ser que todos consigamos la felicidad con las mismas cosas. Somos muy distintos. Y es que al “ser” sólo se llega por la vía del vivir, del indagar, del trabajo personal. Por eso hay que vivir para saber qué es lo que cada uno necesita. El obje-tivo último de cada uno es que nos quieran, es sentirnos queri-dos, y creemos que por tener más nos van a querer, vamos a ser más deseados, más amados. Es ese el modelo que nos venden. Que nos quieran depende de cómo seamos y eso puede estar en cualquier sitio, teniendo o sin tener. Y así depende de que sepa-mos qué necesitasepa-mos para poder encontrarlo y saber apreciarlo cuando lo tenemos.

De igual forma se me quedó grabada otra frase que decía que “cada uno vemos la vida con unas gafas de un determinado color y

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aun-que alguien se empeñe en decirte aun-que es rosa, tú lo ves verde”. Con el tiempo empiezas a ver que las cosas tienen muchos colores y que no son solo verdes, como tú las ves. Empiezas a ver que hay muchos puntos de vista, que cada uno tenemos uno, que enrique-ce ver los de los demás, que hay que respetarlos y aenrique-ceptarlos aunque tú veas otras cosas, y que incluso a veces puedes llegar a verlo de otro color, como el de aquél que te lo indicaba.

Había comenzado mi paso hacia otra etapa de mi vida, hacia el cambio.

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DE MI FAMILIA

Este fue el primer tema que apareció en mi psicoterapia. Yo iba por un problema inmediato en principio profesional y en parte de pérdida familiar y de apoyos y me pasé mucho tiempo solamente reubicando a mi familia, llorando y llorando, sacando viejas heri-das y recolocando mis relaciones con ellos. De lo que yo pensaba de ellos, a lo que acabé pensando iba una gran distancia. Fui des-cubriendo cómo eran cada uno de ellos y la relación que tenía y había tenido con ellos. Con cada psicólogo que fui, empezaba hablando de mi familia.

Durante años, había pasado mucho tiempo enfadada con mi madre, por viejas heridas de cuando yo era pequeña. Sabía que ella no tenía la culpa pero yo vivía aquella relación con amargura. Aun-que no me atrevía a reconocerlo porAun-que había aprendido Aun-que a los padres se les venera, algo en mi interior no funcionaba. Sin embar-go, he ido aprendiendo a través de mis hijos y he ido descubriendo que los padres hacen las cosas con la mejor intención pero que no siempre tienen los efectos deseados, y que cada uno tenemos

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tras miserias que arrastramos por la vida y que a veces hacen daño a los demás, independientemente de nuestra intención. Es la rela-ción con el otro lo que nos pone en contacto con el daño involunta-rio, lo que nos permite corregirnos. Los padres hacemos lo que podemos, con nuestra mochila de errores y cosas buenas a la espal-da, con la mejor intención. Pero evidentemente a veces las cosas salen bien, a veces mal. Como fui sobreprotegida y muy egocéntri-ca, y tenía la tendencia a responsabilizar a mis padres de muchas cosas que me pasaban, cuando era yo quien había elegido hacer las cosas como las había hecho. Ellos sencillamente vivían su vida. Yo la mía. Hoy repito además algunos de esos esquemas. Tal vez mis hijos reaccionen de similar forma a la mía el día de mañana. Es algo que voy intentando corregir, pero me cuesta.

Mi madre, en su vida activa, fue enfermera y ha tenido siempre una gran capacidad de entrega para con los demás, con un gran sentido del deber. Es una mujer fuerte, enérgica, muy activa, aun-que ahora con la edad es más vulnerable. Eso sí, un poco fría y rígida, y sobre todo, muy exigente. Sin embargo su interior es más bien frágil, ella no se permite sentir. Le gusta poco manifestar sus sentimientos, de hecho incluso los anestesia, pero en muchas oca-siones he visto que, como todos, los tenía y que era vulnerable. También es muy desconfiada y me ha transmitido la forma de ver el mundo como su madre se lo transmitió a ella. Al igual que mi padre, ha sido siempre muy sobreprotectora. Eso sí, siempre con la mejor intención, con el deseo de cuidarnos y que no sufriésemos.

Soy la tercera de cinco hermanos y, al igual que mi hermana anterior, tenía un fuerte carácter desde pequeña. El caso es que en mi infancia mi madre debía sentirse fatal con mi mal genio. A pesar de ser una niña muy agraciada de lo cual mi madre debía

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estar orgullosa puesto que físicamente le recordaba a ella misma; tenía muy mal genio. Ese era mi gran defecto. Cuando quería algo me debía enfadar mucho y conseguía muchas veces lo que quería (dentro de unos límites por supuesto), probablemente porque pro-testaba mucho y porque por no oírme, me daban lo que quería. Tenía una voz muy aguda y aun la sigo teniendo, y debía ser muy molesta. Así desarrollé una baja tolerancia a la frustración. Todo lo que quería, lo solía conseguir con sólo enfadarme. Pero esto no debía ocurrir siempre. En otras ocasiones en lugar de darme lo que quería, me reprimían el mal genio. Con esto no estaban reconduci-dos mis enfareconduci-dos, no se me ayudó a llevar una línea coherente, ni a canalizar la agresividad, a reconocerla y a reconducirla. Por tanto, como mi madre no debía soportar mis enfados y creía que eso debía de reprimirse, así lo hizo.

También en el colegio supongo que debía enfadarme mucho, me debía frustrar mucho, pero aprendí que eso había que repri-mirlo. Que con la autoridad uno no puede enfadarse. Decía Gole-man que “el primer paso para crear un paranoico consiste en adiestrarle a negar sus sentimientos de rabia y dolor hacia su padre” esto es, hacia la autoridad. A la larga, aprendí a reprimir mis enfados, mis des-acuerdos con la autoridad, fuera mi padre o mi madre o mis profe-sores; en general, y a no saber qué hacer con mi agresividad. “Niña, ese genio”, “que no te enfades”, “¿sabes lo fea que te pones?”, “mira, tus hermanos, tus compañeros, no se enfadan tanto” y con frases así me imagino que iría aprendiendo que con los demás no había que enfadarse y menos con la autoridad. Esto me ha reportado muchos problemas posteriores porque yo no podía decir lo que sentía cuando no estaba de acuerdo con alguien y no sabía qué hacer con tanta rabia. Así que aprendí a utilizar un mecanismo muy simple: la proyección. Proyectaba esa rabia incontenible en el exterior y me

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la dirigía a mí misma en forma de amenaza. Sentía que todo el mundo estaba contra mí, que no me querían, que hablaban de mí. Y eso era una espiral que se autoalimentaba sola. Así me quedaba como “la buena” y el otro como “el malo”. No podía enfadarme, tenía que sacar el enfado de mí, no podía tolerarlo en mi interior y así lo atribuía al otro, no a mí. Yo, el centro del mundo para todo, me enfadaba, lo proyectaba, me sentía amenazada, con lo cual provocaba conductas hostiles hacia mí en los otros basadas en mi hostilidad hacia ellos, y así sucesivamente. Con estas conductas, lo iba retroalimentando. En mi caso, este es uno, aunque no el único, de los mecanismos básicos de la enfermedad.

Además sentía una vieja herida con mi madre. Después de nacer mi hermano pequeño me debí sentir desplazada en el afecto de mi madre y como venganza debí empezar a mirar hacia mi padre. Por eso, después de haber intentado ser amada por mi madre, empecé a adorar a mi padre, por eso me identificaba más con él. Debí sentir tal dolor de ver que mi madre adorada dejaba de atenderme por atender a mi hermano pequeño, que giré hacia mi padre. Esa fue mi venganza con mi madre, mi pataleta de niña.

Mi hermano con los años llegó a ser mi mejor amigo. Pero la herida estaba ahí, no la entendí ni la procesé. Posteriormente y en mi vida adulta, volvía a revivir el desplazamiento o rechazo cada vez que dejaba de ser centro de las reuniones familiares, de los éxitos laborales en el despacho, etc.

Por otro lado, también alimentaba mi enfermedad el hecho de sentirme centro desde pequeña, el hecho de estar acostumbrada a ser una niña-centro, una niña-estrella. En el colegio, solía destacar en escritura y lectura, en deportes–sobre todo en baloncesto–, en ballet debido a mi porte y flexibilidad, etc.; incluso llegué a ganar

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algún concurso en el colegio. Recuerdo que a veces, en el recreo, una profesora me hacía dar algunos pasos de ballet delante de otras profesoras para que lo vieran. Me había acostumbrado a ser una niña-centro. Esto, unido a mi poca capacidad de frustración y a la represión de mis enfados, me provocaba el sentimiento de querer ser la protagonista de cada cosa que pasaba a mi alrededor y la proyección de la agresividad en el afuera.

Un factor añadido a todo esto era mi fuerte introversión y mi extremada sensibilidad. A pesar de ser una niña que se sentía objeto de las miradas de todos y de tener múltiples sentimientos contradictorios al respecto, no expresaba mi satisfacción, mi des-concierto, mis afectos, ...no expresaba nada, lo reprimía, no sabía cómo hacerlo. A la vez que reprimía mi agresividad, había apren-dido también a ocultar mis sentimientos. Es más, incluso entraba en conflicto conmigo misma porque me sentía avergonzada de tanto éxito, no sabía cómo manejarlo, me hacía sentirme incómo-da, apenas hablaba de ello, simplemente lo vivía, pero al mismo tiempo estaba acostumbrada a que me trataran de forma espe-cial.

Así mismo tenía un mundo interior muy rico, era muy sensi-ble, le daba muchas vueltas a las cosas, no hablaba mucho por lo general, aunque tampoco tenía graves problemas de socialización. Tenía un gran sentido del deber y sabía que debía hacer lo propio para integrarme a pesar de que me costaba y no era muy hábil. Para los demás, era “callada, muy seria, responsable, muy disciplinada y complaciente y lloraba en algunas ocasiones”, según decían mis padres y profesores. Sé que es difícil de entender, pero era un amalgama de sentimientos contradictorios y confusos. Los huma-nos solemos ser muy complejos, es lo que huma-nos caracteriza.

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