M e gusta filosofar con niños. Nadie como ellos para hacer pre guntas; nadie se asombra ni desmenuza las cosas como ellos. No es ya que les guste hacer preguntas, es que las viven.
La primera vez que visité un grupo de alumnos de quinto cur so (1 0 - I I años) de una escuela situada cerca de Seattle, W a shington, empecé diciendo: «L a filosofía comienza por una sen sación de curiosidad», frase extraída de la Ética a N icómaco de Aristóteles y que resulta m uy similar a lo que dice Sócrates en el
Teeteto de Platón; a saber, que la curiosidad es «el distintivo del filó sofo».
— ¿Qué es la curiosidad? — quiso saber de inmediato uno de los niños, sin darme oportunidad para continuar. Antes ya había hecho esta misma afirmación ante muchos grupos de adultos, pero era la primera vez que alguien me hacía esa pregunta.
•— No estoy seguro — contestó. Se retiró el flequillo de la fren te, me miró directamente a los ojos con expresión alegre y aña dió— : Puedo decirte p o r qué siento curiosidad, pero no estoy segu ro de que eso sea igual que lo que significa curiosidad.
— M e parece que sería una buena idea saber más cosas sobre la curiosidad — dije.
— Siento curiosidad por saber lo que piensan de mí los demás chicos. M e pregunto qué verán en mí, si les parezco buena per sona. — Parecía que había terminado, pero de pronto añadió— : A veces tengo un poco de envidia de los otros chicos porque pue den verme la cara y yo no, excepto en el espejo; y los espejos siempre deforman.
Su profesora se quedó atónita ante esta revelación. M e dijo más tarde que este chico intervenía muy poco en clase y que has ta ahora nunca había contado nada de sí mismo. Y entonces le dije: — Pero así es la filosofía. La filosofía hace maravillas con los chavales y ellos hacen maravillas con la filosofía.
En Tiempos difíciles, de Charles Dickens, el famoso Thomas Grad- grind, un enamorado de los hechos fríos y desnudos, y de nada más, exhorta a su hija con un «¡N unca te dejes llevar por la curio sidad!», en la creencia de que la capacidad de raciocinio debe desa rrollarse «sin rebajarse a cultivar los sentimientos y afectos». Sócra tes, por el contrario, creía que la capacidad de razonamiento no se podía desarrollar ni afinar sin curiosidad.
Los chicos sienten curiosidad por todo. En The Making o f the M odern M ind (L a construcción de la mente moderna), John H er mán Randall Jr. señaló que los individuos «cuya infancia se pro longa» son «capaces de seguir aprendiendo cuando otros ya han llegado al límite de sus facultades y recursos naturales». En mi caso, no hay duda de que mi «infancia» ha sido «prolongada» — de que no he dejado de cultivar mi naturaleza inquisitiva y m i pasión por aprender— en gran medida porque filosofo con niños habi tualmente.
Los niños me informan de más cosas que ninguna otra per sona con quien haya emprendido mi búsqueda filosófica. M e ayu dan a ver. Además, a mi entender, en su mayor parte los crios no saben cómo no ser honestos. Sus preguntas y sus intentos de encon trar respuestas tienen una integridad de la que carecen muchos adultos. Poseen también una disposición y una voluntad ejempla res para «corregir» su filosofía cada vez que queda en claro que el punto de vista que han estado defendiendo es inaceptable.
Jean Piaget, un biólogo reconvertido en psicólogo que, a partir de los años veinte, consagró su vida a observar y explicar el desa rrollo de la mente infantil, argüía que el pensamiento de los niños recordaba al de los-filósofos presocráticos, pues también ellos care cían de un sistema de creencias cohesivo. Antes que él, el filósofo pragmatista americano W illiam James había escrito acerca de la «flo reciente y ruidosa confusión» imperante en el mundo del adoles cente. Pero Jerome Bruner, un profesor de Psicología de la U ni versidad de Nueva York notable por su innovador trabajo en el nuevo campo de la psicología cultural, sostiene que semejante pun to de vista se contradice con un gran cuerpo de pruebas contun dentes. En su exhaustiva investigación sobre el desarrollo mental del niño y sobre sus relaciones experimentales con su entorno cul tural, Bruner ha descubierto que incluso los niños más pequeños y en edad preescolar son inquisidores incansables que «no actúan directamente sobre “e l mundo”», sino más bien «sobre las creen cias» que tienen «acerca del mundo». En una fase temprana de este desarrollo, asegura, los niños intentan ya encontrar sentido al mun do y a su cultura. Son «mucho más inteligentes, más proactivos que reactivos desde el punto de vista cognoscitivo, [ . . . ] de lo que previamente se creía» y, lejos de ver el mundo como una flore ciente y ruidosa confusión, están muy «atentos al mundo social que les rodea» y han formulado sistemas de creencias mucho más sofisticados de lo que previamente se les creía capaces.
John H olt — uno de los principales críticos sociales y pedagogos de este país, que dedicó su vida a investigar cómo piensan y apren den los niños— asegura que «los niños pequeños tienden a apren der mejor que los mayores» porque «tienen un estilo de aprendi zaje adecuado a su condición y que usan bien y con naturalidad hasta que les enseñamos a prescindir de él». H olt se lamenta de que los adultos, con demasiada frecuencia, reemplazan la curiosi dad innata e insaciable del niño — que, según él, es el origen de «una forma de pensar natural y poderosa»— por técnicas de aprendizaje rígidas y secas que inevitablemente destruyen su pasión por aprender. «Mecanismos, ramitas, hojas; a los niños pequeños les encanta el mundo — escribió H olt— . Esa es la razón de que se les dé tan bien aprender, porque es el amor, no los trucos ni las técnicas, lo que está en el núcleo del verdadero aprendizaje. ¿Podemos conseguir que los niños aprendan y se eduquen por medio de ese amor?».