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SILENCIO EN EL PUEBLO

In document SUEÑOS Y REALIDADES (página 39-47)

“El dolor me sangraba el pensamiento, y en los labios tenía, como una rosa negra, mi silencio.”

José Gorostiza

Tucita llega a su casa de noche, como siempre. Los perros de doña Juana ladran estruendosamente anunciando su llegada, hasta que ésta les grita que se callen. Temerosos de las pedradas que su dueña pudiera aventarles, bajan la cabeza y guardan silencio para ir a meterse debajo de la lámina que hace de casa. Así, solo los grillos cantan dándole la bienvenida a su pequeña morada.

La negra Tucita vive en una pequeña construcción en la parte trasera de la casa de doña Juana, desde que ésta caritativamente se decidió a rentarle el espacio por solo cincuenta pesos al mes. Ambas en un mismo predio, separadas por un patio en el que andan los perros y las gallinas, propiedad de doña Juana. En casa de doña Juana viven algunas muchachas que no tienen nada que ver con Tucita.

Lo que Tucita considera hogar es un cuarto a medio construir, con paredes de tabique mal cocido y techo de lámina, de dos metros por uno y con una sola ventana. En ése su espacio, tiene una hamaca donde se recuesta cuando el calor es más que insoportable; debajo, un colchón sucio de yeso y polvo que utiliza en días de frío; a la derecha de la puerta y debajo de la pequeña ventana, a un metro

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de distancia del suelo, una tabla medio rota hace las veces de armario del par de mudas de ropa que posee y, cuando logra ahorrar un poco, alguna barra de jabón.

El baño y la regadera están en un cuartucho cruzando el patio, del lado de casa de doña Juana. Por las noches, solo en caso de extrema necesidad cruza el patio, brincando entre los sapos y cagarrutas de gallina, que se encuentran por el descuidado y lodoso jardín, siempre ensuciando sus únicas chanclas.

La “negrita”, como le dicen de cariño todos los del pueblo, es una jovencita de apenas dieciséis años que no pronuncia una sola palabra, oriunda del pueblo vecino de donde escapó para que su padrastro dejara de abusar de ella. No es precisamente una joven a la que se le pudiera denominar como atractiva, más bien es flacucha, sin embargo tiene cierto encanto en la inocencia con que mira a los demás, una expresión llena de ternura, de melancolía y generosidad. Solamente doña Juana, gracias a dimes y diretes que llegó a escuchar en el pueblo natal de Tucita, sabe su pasado y el sufrimiento que su padrastro le causó. Doña Juana, es una de las madamas del pueblo. La vieja regentea una docena de prostitutas y eso le permite vivir sin ninguna preocupación. No hay mucha gente que la quiera en el pueblo, salvo su hermana Conchita. Por otro lado y, a pesar de ser una vieja enojona, doña Juana le ha tomado cierto cariño a la negrita desde que la vio llegar al pueblo sin nada de dinero, ni nada que ofrecer. Al principio, doña Juana tenía la idea de “rentar”, como ella le dice al negocio, a Tucita, pero la historia de la chica le conmovió tanto que no tuvo el corazón y decidió darle una oportunidad. Por lo mismo, no solo le permitió vivir en el cuartucho que tenía detrás de su propiedad, sino que también le enseñó a trabajar, limpiando su casa y preparando la comida para ella y las otras muchachas que sí están en renta.

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Aquí en el pueblo, Tucita es muy querida y a pesar de su relación tan cercana con doña Juana, se la considera como una muchacha trabajadora porque, poco a poco, se fue quitando los chismes de encima y demostró que ella no está en el negocio de doña Juana. Todos los días se despierta a las cinco de la mañana para ir a hacer el aseo en casa de doña Juana, prepara la comida desde el mediodía y come con la vieja. Por las tardes se dedica a coser y remendar los vestidos de las demás chicas y cuando el calor disminuye, plancha la ropa de todas. Los fines de semana sigue haciendo la limpieza en casa de doña Juana y entonces se gana un trozo de barra de jabón para lavarse el cuerpo una vez a la semana y, si sabe cuidarlo, a veces le alcanza para dos.

Desde su llegada a Macuspana, la hermana de doña Juana solía pedirle ayuda a Tucita para ciertas actividades de su casa. Doña Conchita, que en paz descanse, era una señora muy delgada de apenas sesenta años que había estado enferma los últimos años, casada con don Pedro por órdenes de sus padres. Nunca le pudo dar un hijo a su marido y por esto se odiaron uno al otro. Pasados los años, vivieron en la misma casa como desconocidos, durmiendo en habitaciones separadas. A pesar de todo, don Pedro siempre llegó con las ganancias de la carnicería y doña Conchita le atendió. La relación fue tortuosa para ambos, la indiferencia y el desdén eran el pan de cada día. Así vieron pasar los días y las noches durante cuarenta años.

Cuando doña Conchita murió, don Pedro quedó solo en la casa. Unos decían que en la mirada de perro solitario se notaba que extrañaba a su viejita, otros pensaban que sus ojos eran el reflejo de las borracheras que se ponía cada noche celebrando su libertad. Los rumores corrían por las calles entre las vecinas chismosas y los maridos celosos. Don Pedro era un viejo medio acabado, feo, gordo y malhumorado pero era uno de los hombres que más dinero tenían en la

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localidad, por lo tanto se convertía en un excelente partido para algunas viudas y solteronas que andaban por ahí buscando la forma de solucionar su vida. Así, llegó el punto en que nadie se acordaba de la difunta, sólo veían en don Pedro un costal de dinero, excepto doña Juana, quien a distancia se hacía cargo de él.

A pesar de la muerte de doña Conchita, la negra iba todos los días a casa de don Pedro para llevar la comida que doña Juana le mandaba a cambio de unos kilos de carne, además de ir para lavar la ropa y limpiar la casa. Así ganó un par de pesos más y algunos vestidos de la difunta que le regaló don Pedro en agradecimiento al apoyo que le daba. Prefería que los tuviera la negrita a que estuvieran colgados en un armario, estorbando y apestando a humedad.

Así las cosas y, conforme el tiempo pasaba, los chismes y las habladurías empezaron a correr. Las viejas envidiosas se mantenían como aves de rapiña andando fuera del rancho de don Pedro, intentando ver hacia adentro del predio y esperando el momento en que Tucita llegara a ayudar a don Pedro, con reloj en mano, tomando el tiempo que a ésta le tomaba su actividad en el interior y mirándola con sospecha cuando salía de casa. Era fácil pensar que don Pedro le pagaba a su cuñada para que le mandara todos los días a la Tucita y entretener su soledad.

Esta situación le divertía a don Pedro y no le pesaba contárselo a sus amigos. Aquellos, influidos por las habladurías de sus mujeres, le hacían burla y comentarios sobre la muchacha y la relación que seguramente mantenía con ella. El hombre se mofaba cada jueves frente a ellos, con grandes carcajadas, pero entrada la noche y pasadas las copas, no faltaban los insultos y golpes. Todos los viernes, Tucita recogía vidrios rotos, sin sospechar que ella era la razón de la violenta juerga de la noche anterior.

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Sin embargo, en su soledad, don Pedro admitía que sentía una gran tristeza ante la ausencia de su vieja. Tenía la necesidad de sentir de nuevo la compañía de doña Conchita. Aunque casi no se hablaron por años, el hombre sabía que su mujer estaba siempre en casa viendo las telenovelas, chismeando con las vecinas o tejiendo y siempre esperándolo con un plato de comida caliente.

Un lunes, la pobre Tucita, dejó de ir a casa de don Pedro a dejar la comida. La muchacha, más delgada que de costumbre, se encontraba con fiebre, tirada en su colchón. Don Pedro, preocupado y hambriento, fue a visitar a doña Juana, con el pretexto de la ausencia de comida, pero en realidad extrañaba a la Tucita. Doña Juana, lo sabía. No había forma de engañar a la vieja.

Mientras don Pedro se comía ansioso el plato de arroz con frijoles que doña Juana le preparó, preguntó disimuladamente por la negrita. Doña Juana, que sabía las intenciones del viejo, con cierta maldad le autorizó para ir a verla, pidiéndole entre líneas que se hiciera cargo de ella y sus medicinas. Don Pedro ignoró las palabras de la madama hasta que vio a la negra tirada en el colchón. En ese momento, le dio dinero a doña Juana para que mandara a comprar los medicamentos necesarios.

Aunque la condición de la muchacha era deplorable y sus huesos se asomaban entre la poca ropa que traía puesta, don Pedro no pudo evitar sentir cierto deseo por ella. Verla ahí tirada, sudorosa y con la respiración pesada, le causaba excitación, sentirse el héroe que causaba la diferencia entre la vida y la muerte de Tucita, también.

Al notar la reacción de don Pedro, doña Juana se dio la vuelta y entró a su casa, dejando solos al viejo y a la negrita. Era sencillo para la vieja suponer que

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después de tantos meses en que Tucita le llevó la comida a don Pedro, ya debía de haber algo entre ellos. Por algo él le pagó los medicamentos sin chistar.

Don Pedro se acercó sigilosamente al colchón y con mucho esfuerzo por su gordura se posó hincado a un lado del cuerpo de la negrita. Volteó a la puerta que había quedado cerrada; solo se filtraba una tenue luz por la roída cortina que tapaba la ventana a su derecha. Miró a la negrita que tenía los ojos cerrados. Tomó el paliacate que cargaba siempre en el bolsillo derecho de su pantalón y comenzó a secar el sudor que se acumulaba en la cara de la negrita. Dobló el pañuelo y continuó su labor bajando por su cuello hacia los pequeños pechos de la muchacha. Un olor agrio, a sudor, le atrajo aún más. El hombre, lleno de deseo, acercó su cara a la de ella para lamer su mejilla. Tucita ni siquiera abrió los ojos, solo movía la cabeza como si estuviera dentro de una pesadilla.

Al ver que Tucita no era capaz de oponer resistencia, don Pedro siguió lamiendo su cuerpo, bajando por su cuello, mientras sus manos apretujaban los senos de la inconsciente muchacha, obedeciendo su instinto de posesión. Fue hasta que don Pedro se colocó encima de ella, que Tucita finalmente abrió los ojos y que las lágrimas comenzaron a correr por su mejilla al sentir el abuso del hombre al que por tantos meses había ayudado en su hogar.

Una vez que don Pedro terminó con la miserable negrita, se levantó del sucio colchón y salió apresurado del lugar, dejando a Tucita con la mirada perdida en los vestidos viejos de la difunta, con la misma fiebre de una horas antes, a medio vestir y adolorida, sin poder decir palabra y con la cara húmeda de sudor y lágrimas.

Cuando doña Juana vio salir a su cuñado, le pidió a “la Chata”, una de las muchachas del negocio, que le llevara a Tucita el medicamento y un plato de

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comida. Ésta, muy obediente, se lo llevó y dejó todo en el piso a un lado de la negrita, que ni se inmutó. La Chata, por su parte, tampoco se sorprendió de ver así a la negrita, estaba acostumbrada a ver escenas similares, así que salió tranquila del lugar y se fue a trabajar sin decir nada a nadie. No era su problema.

Los días siguientes, Tucita recibió la visita puntual de don Pedro. Doña Juana llegó a pensar que el viejo se encariñaba con la negrita y le enternecía su devoción por ella. Después de su plato de arroz con frijoles, el viejo caminaba hasta el cuartucho de Tucita y hacía con ella lo mismo que el primer día. Después, el hombre salía tranquilo del lugar para continuar con su jornada laboral en la carnicería.

Fue hasta el tercer día que doña Juana, extrañada de que Tucita no saliera del cuarto ni para ir al baño, entró al cuarto y vio que el desmejorado cuerpo de Tucita yacía en el suelo, completamente desnudo y lleno de moretones en los brazos y muslos. Se acercó a la negrita y comprobó que seguía respirando aunque con dificultad.La mirada llorosa y agonizante de la muchacha le rogaba que hiciera algo por ella. Al ver el error tan grande que había cometido al dejarla sola con su cuñado, comenzó a llorar de impotencia y desesperación. Miró alrededor y encontró las cajas de medicinas llenas, los platos de comida apestosos y llenos de insectos y los vasos de agua que le había mandado, intactos.

Entre las violaciones diarias que Tucita había sufrido, la enfermedad, la falta de medicamentos y alimento, la pobre joven se estaba muriendo. No había nada que doña Juana pudiese hacer. Metió los medicamentos que correspondían a su boca, pero no fue suficiente, intentó darle agua, pero la chica no fue capaz de pasarla por la garganta. No tenía fuerzas para nada. El tiempo para atacar la fiebre había pasado y Tucita ya sufría un daño cerebral. La vieja madama la

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tomó de la mano y le hablaba para hacerle saber que ella estaba ahí, para reconfortarla. Tampoco fue suficiente. Tucita miraba, agonizante, la ropa de doña Conchita, deseando que doña Juana le ayudara a morir y que su agonía terminara.

Doña Juana lloraba amargamente y con gritos maldecía a su cuñado. Las chicas que estaban en la casa llegaron corriendo asustadas. La vieja las echó de ahí, no deseaba romper la intimidad de la negrita.Se levantó para cerrar la puerta del cuarto y cuando regresó, le tomó la mano a Tucita. Había muerto.

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