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SUEÑOS Y REALIDADES

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P R E S E N T A

LIBRO DE CREACIÓN

MARÍA FERNANDA VILLASANTE GUTIÉRREZ

MÉXICO, D.F. 2015

CENTRO DE CULTURA CASA LAMM

MAESTRA EN LITERATURA Y CREACIÓN LITERARIA CON RECONOCIMIENTO DE VALIDEZ OFICIAL DE ESTUDIOS DE LA

SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA, SEGÚN ACUERDO

No.20110634 DE FECHA 6 DE JULIO DE 2011

SUEÑOS Y REALIDADES

DIRECTORA:

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1 INDICE

AL FINAL ... 2

EL SONIDO DE LA ETERNIDAD ... 15

ME VOY ... 27

SILENCIO EN EL PUEBLO ... 38

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2 AL FINAL

“Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar, dime mujer, cuando el amor se olvida,

¿sabes a dónde va?”

Gustavo Adolfo Bécquer

Así pasaron las cosas. Todos sabían que sucedería de esa manera, todos se lo habían dicho pero nunca quiso escuchar, ni siquiera les daba la oportunidad de entrar en su cabeza. Porque sí, se lo dijeron hasta el cansancio, incluso más veces de lo que él hubiera juzgado como suficiente. Pero no. El único héroe o villano de la historia sería él, aguantando las cosas que sabía que no estaba dispuesto a soportar, callando la voz que estaba en su cabeza, desechando los razonamientos que sus conocidos le manifestaban y que tenían tanta lógica, despreciando los argumentos que le gritaba su conciencia.

―¡Ya basta! –le repelaba de vuelta a su mente. ―¡Déjame en paz! Si no

sale de mi pensamiento, es porque lo he decidido de esta manera. El estúpido soy yo. El que cedió y el que siempre quería algo más de la misma historia era yo. ¡Así que yo decidiré cuándo olvidar!

Era de suponerse esta clase de comportamiento en Gabriel, era tan testarudo que hacerlo pensar de otra forma, era inconcebible. Siempre reaccionando a su tiempo y a su manera hasta que el destino le daba una fuerte bofetada en la cara, gritando “te lo dije”.

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pasada que el bar duraría dos meses y medio en remodelación, que ni se parara por ahí. Era una lástima porque, por su constancia, ya había conseguido un cuarenta por ciento de descuento y su economía últimamente no estaba tan desahogada como para ir a cualquier bar y regalar el dinero a desconocidos.

―¿Y qué? Ni que fuera el único bar sobre la tierra. –pensó, mientras tomaba sus cosas que se encontraban como siempre desparramadas sobre una vieja mesa de plástico que hacía de sala y comedor, todo en un mismo espacio.

Decidió salir de ese cuchitril que tenía por hogar, y donde desarrollaba su vida desde que se había ido de aquel espacio que compartieron para comenzar una nueva vida con un novedoso amor. Sin avisar a nadie, tomó la cartera, las llaves del coche y salió de la casa para subir al coche. Ignorando el aguacero, condujo hasta encontrar un bar que promocionaba dos por uno en cervezas, sin hora feliz, sin límite de tiempo. Perfecto.

No fue tan difícil encontrarlo, el letrero verde fluorescente sobre la avenida principal resaltaba a través de las gotas de lluvia. Para suerte suya, encontró lugar para estacionarse, exactamente en la puerta. Era como si el destino le gritara que ese era el lugar ideal.

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Como de costumbre, decidir entre una mesa o la barra era un proceso engorroso. Él era así, ese tipo de decisiones tan burdas siempre le complicaban todo. Eso era algo que a Lorena le exasperaba. Desde lo más simple, como escoger el sabor del refresco en el restaurante o la película a la cual verían los miércoles, la música que escuchaban por las mañanas o los lugares a los cuales podrían ir los fines de semana. Por eso, ella había adoptado la función de decidir. Al principio eso le agradaba porque siempre hacían lo que ella quería pero a la larga se cansó. Le reclamaba su falta de iniciativa y de interés. Por supuesto, esto se sumó a la serie de problemas que ya venían cargando en la espalda. Ella nunca entendió que no era falta de interés sino un miedo absurdo de tomar decisiones, incluso las más irrelevantes.

Finalmente, una reflexión desinteresada lo hizo sentarse en la barra. <<Así me llegarán más rápido las copas>>. Caminó hacia la barra donde el barman ya lo esperaba con las manos apoyadas en la mesa. Gabriel se sentó. –Una cerveza obscura, la marca no me importa ―se apresuró a decir. El hombre le sirvió un par

y se alejó de ahí, suponiendo, que aquel personaje solitario necesitaba espacio.

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para toda la vida es solo una mentira, una falsa expectativa de las parejas que sienten la necesidad de tener un papel que ampare su unión y una ceremonia llena de lujos que les costaría meses pagar, que incluso muchos de ellos se separarían antes de terminar de pagar la fiesta. Le argumentaba que para estar toda la vida con alguien, nada de eso era necesario, que solo las ganas de estar eran suficientes. Como decía mi padre: “la palabra es la palabra, no hay nada más grande que eso”. Ahora supongo que ella tenía razón, debía existir un papel con nuestras firmas para pensarlo dos veces antes de separarnos. No lo sé. No estoy convencido, pero es probable que esto no se hubiera terminado si yo me hubiera atrevido. Y la verdad es que sí lo pensé, hubo un tiempo en que por semanas la idea excitaba mi pensamiento y yo no me atreví porque iba en contra de mis estúpidos argumentos, entonces apareció ella. Ahora que ya no hay vuelta atrás, me arrepiento. Tal vez… si nosotros… si yo hubiera…>>

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Solo quiero que me dejen en paz, lo único que hacen es traerla de vuelta a mi pensamiento, de donde no logro sacarla hasta quedarme dormido mientras mi ebriedad la desplaza. Si yo no la hubiera alejado poco a poco de mí, no me hubiera visto en la necesidad de…>>

Para entonces, Gabriel ya había terminado la segunda cerveza y le gritaba al barman que le trajera el siguiente par. El hombre se acercó a servirle, analizándolo. Los solitarios que beben callados a esa velocidad, siempre van por dos cuestiones, trabajo o amor, pero por la vestimenta de aquél, lo más lógico era la segunda opción. <<¿Qué mujer tendrá así a este pobre hombre?>>,pensó mientras se alejaba.

Por supuesto que la mujer que lo tenía así, ni siquiera imaginaba la serie de demonios que atacaban a Gabriel. Ella había comenzado a rehacer su vida, lejos de los problemas, dejando atrás todo y empezando de nuevo. O al menos, eso era lo que ella deseaba, esa era su intención: olvidar y aunque no siempre lo lograra, no dejaría de intentar.

―¿Por qué? Si lo único que siento por él es odio y rencor por haberme

robado tantos años de mi vida.―se repetía constantemente.

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<<Debo mudarme de aquí. Ya no puedo seguir así. ¿Por qué me cuesta tanto abandonar este lugar al que evidentemente ya no pertenezco? Debería ponerlo en renta, o incluso en venta. No sé, hacer algo para huir de aquí. Este espacio me sofoca, me traiciona y me ha hecho dependiente a él, de los recuerdos, de su ausencia permanente.>>

Desde antes ya sabía que iba a ser de esa manera, lo supo todo el tiempo, pero también se aferró a la idea de que todo mejoraría, de que alguno de los dos cambiaría o que tal vez podrían disfrazar un infierno en dulces y falsas primaveras aunque, al fin y al cabo, falsas. Continuó engañándose a sí misma, hasta que Gabriel hizo de las suyas y toda la situación terminó por explotar.

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los ojos cerrados, no éramos capaces de reaccionar y nos dejábamos vencer. Así sin más, sin esperanza, cansados de participar en el mismo estúpido juego al que le veníamos dando vueltas durante más de seis años, hasta que ni un roce de manos, un abrazo o un beso podrían salvarnos del daño que ya habíamos provocado. Nada de eso tenía significado y todo se había roto dentro de nosotros. Dicen que lo que mal comienza, mal termina. Y nosotros… Nosotros llegamos rotos y rotos nos fuimos.>>. Concluyó sus pensamientos con una lágrima que cayó por su rostro, se sintió llena de coraje y melancolía, y el sentimiento ayudó a aliviar un poco el nudo tan apretado en su garganta.

Lorena se sentó, vencida, en el viejo sofá azul, volteó la mirada a la mesa de la derecha y encontró su cajetilla de cigarros. Encendió uno y con la primera bocanada, se levantó a servirse una copa de vino blanco de la botella que mantenía en el refrigerador para ocasiones especiales, es decir, para las veces en que Gabriel inundaba sus pensamientos. Así le acontecía cada una de las noches en las que decidía permanecer en casa, sola. Se sirvió una copa de vino y se dejó caer en el mismo sillón, se quitó los zapatos y aún con la copa jugando entre sus labios, comenzó a pensar.

<<Han pasado más de dos años desde que Gabriel me engañó y se mudó… parece que las cosas no mejoran, ni siquiera ahora que he comenzado a salir un poco más. Ya he pasado de salir con amigos a atreverme a tener una cita un poco más formal, aún con el miedo de que me engañe y me lastime como Gabriel lo hizo.

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10 Tomó su teléfono y llamó a Dante.

―¿Dónde estás? ¿Podemos vernos hoy?―preguntó ella, tratando de imitar

una voz serena.

―Sigo en el trabajo. –contestó la voz del otro lado de la línea.

―Pero es lunes.

―Lo sé, hubo un imprevisto.

―Odio tus imprevistos ―le dijo ella, de forma risueña.

―Pero, ¿qué te parece si vienes por mí y te invito una copa? ―le propuso

Dante, conciliador.

Lorena lo pensó unos segundos. Realmente no tenía ganas de salir, pero tampoco quería quedarse en casa, atrayendo y ahuyentando fantasmas.

―Vale, llego en 30 minutos.

―Excelente. Aquí te veo.

―Ok. Espero que para entonces ya no tengas imprevistos.

Dante rió. –Yo también lo espero ―iba a colgar el teléfono pero un último

comentario lo detuvo. ―¿Sabes? Me fascina tu espontaneidad. Bye. –colgó.

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Se levantó con nuevos bríos del sofá, como si un par de resortes la empujaran. Calzó sus zapatos, tomó muy animada su bolso, las llaves del auto y salió emocionada. Con prisa ante la lluvia que no se detenía desde las seis de la tarde, subió al auto sintiendo entre sus manos un par de mechones de pelo mojados. Encendió el coche, se miró en el espejo, compuso un poco el cabello y condujo hasta el trabajo de Dante, sin que la sonrisa se cayera y sin que los fantasmas pudieran alcanzarla. Se habían quedado encerrados en aquél viejo departamento.

Llegó al lugar y por fortuna pudo encontrar un espacio delante de un auto viejo aparcado en la puerta. La lluvia cedía un poco. Miró por la ventana que reflejaba una luz verde parpadeante que se traslucía a través de las gotas que resbalaban por los cristales. Respiró profundamente y descendió apresurada, casi corriendo. Las gotas de lluvia eran menos pesadas, a pesar de que una nube negra y densa cubría el lugar.

Antes de entrar al edificio limpió los zapatos y arregló el cabello. Un dolor súbito le atacó en el estómago. La sonrisa desapareció y en su lugar se dibujó el desconcierto.

<<Podría reconocer esa silueta y esa melena rizada en cualquier lugar: Gabriel>> pensó. Caminó sigilosa hacia el sujeto sentado a la barra del bar y no pudo más que confirmarlo. Gabriel se emborrachaba en el bar de Dante.

Se detuvo a un lado del joven y lo miró fijamente a los ojos, muda, en shock. <<¿Será que de tanto pensarlo, lo invoqué?>>. Se miró las manos, le temblaban.

―¡Güera! ―dijo Gabriel, con un tono de emoción y alegría, con lágrimas

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―¡No! ¡No te atrevas a decirme de nuevo así! –le gritó con coraje ella. ―¡Nunca!- sentenció alzando el dedo tembloroso.

Gabriel la miró tan diferente, irreconocible. ¿Quién era esa mujer que en ese momento le gritaba?

―Escúchame bien, Gabriel: ¡Yo no soy la “güera” y tú no eres el

“borrego”, nunca más! Para mí tú eres el de las falsas promesas, el egoísta que me robó el tiempo y me desplazó, el hombre con que compartí años de más, el sujeto que me mintió hasta el cansancio, el que me engañó mostrándome una vida llena de futuro y esperanza que no significaban nada en realidad, el que después de tantos años se le hizo tan fácil irse con el primer par de ojos coquetos y abandonar todo y la última persona a la que desearía ver en este momento o en cualquier otro. ¿Entiendes? Tú, ahora no eres nadie para mí. No sé qué haces aquí y no me interesa. Solamente te voy a pedir una cosa: “No importa cuándo o dónde me veas, para mí tú estás muerto y los muertos no hablan”. –se dio la vuelta y entró a la parte trasera del bar. Escuchaba su corazón latir tan fuerte que sentía que los oídos le iban a explotar. Intentó caminar con paso firme pero en realidad necesitaba sentarse y calmar los nervios que le estaban torturando las rodillas. La sangre se le había subido a la cabeza y se sabía mareada, pero no era momento para mostrar debilidad. Tan pronto cruzó el arco de la puerta, se vio frente a un Dante perplejo.

―¿Estás bien, Lorelei, ¿qué fue lo que pasó afuera? –le preguntó con

curiosidad.

―Ese borracho de allá afuera, el que supongo era tu imprevisto, es Gabriel,

aquel del que te conté hace tiempo.

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―Sí, creo que por fin pude cerrar el círculo, gritándole las cosas que nunca

pude decirle.- Sonrió aún con cierto temblor en su gesto.

Dante la abrazó con fuerza. ―¿Quieres llorar? ―le preguntó.

―¿Para qué? –le preguntó de vuelta ella, recargada en su pecho. –Ahora

todo está bien. Solo dime, ¿no te molesta nada de esto? Entendería si ya no quieres estar conmigo.

―¿Qué dices? Sería un idiota si me molestara. No me importa de dónde

vienes, solo adónde vas y me gustaría saber que ese lugar al que te diriges es conmigo. Y por favor, no vuelvas a decir que no quiero estar contigo. No sé cómo pero siempre encontraré una razón para estar contigo. Dante sonrió y la abrazó aún más fuerte. –Bueno, ¿qué quieres tomar?

―Tu mano y que nos vayamos de aquí.

Dante permaneció abrazado de ella durante varios minutos.

Mientras, a solo unos cuantos metros, Gabriel, inmóvil, intentaba comprender todo lo que Lorena le había dicho. Ordenaba las palabras en su cabeza y las repetía una a una. Pensó en ir a buscarla y hablar con ella, pero una llamada en su teléfono móvil le recordó que ya era suficiente de la misma historia.

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EL SONIDO DE LA ETERNIDAD

“La cuestión suprema sobre una obra de arte es saber desde qué profundidad de vida surge.”

James Joyce

Muchas tardes, había observado ese cuadro viejo que le perteneció a mi abuela. No sé exactamente cuál es su origen, solo sé que por alguna razón, cada una de mis tías tiene uno parecido en su sala. No son todos iguales, pero no se necesita ser un experto en arte para darse cuenta que son del mismo autor. ¿Quién? No lo sé. La firma no es legible. Tampoco es un Monet o un Renoir, aunque bien que tiene ciertos tonos impresionistas. Es evidente que no valía una fortuna, pero mi abuela lo trataba como el objeto más preciado de la casa. Es un viejo óleo que recrea una escena en una calle parisina, de principios del siglo XX.

Cuando era pequeña lo descubrí entre el cúmulo de obras de arte que mi abuela tenía en la sala y sentí cierta fascinación por él, en especial por uno de los inmuebles que recrea. Desde entonces me senté frente a él a observarlo.

Supongo que mi abuela me lo regaló unos meses antes de morir porque sabía, de forma acertada, que nadie lo apreciaría más que yo. Era como si alguien le hubiera avisado del vínculo que tenía con él. Al verme siempre tan embelesada, llegó a decirme una vez: “Nunca te aferres a las cosas ni te obsesiones con nada material. Solo los buenos recuerdos valen realmente la pena. Eso es lo extraordinario de la vida”.

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auténticas Magdalenas, yo me senté frente al lienzo y recordé todos los buenos momentos que habíamos pasados juntas: las tardes en la cocina pelando las nueces para preparar los chiles en nogada mientras escuchábamos Little White

Lies de Mel Tormé y otras melodías de jazz que a ella le encantaba escuchar, las

noches lluviosas que pasábamos sentadas en la sala tomadas de la mano, tomando té, platicando y riendo de vanidades y modas que ni una ni otra comprendíamos. Sus manos de papel, delicadas y arrugadas, que apreté al final de su camino y la sonrisa que dibujaba en su rostro al verme cuando ya no podía hablar. Todos esos pensamientos llegaban para provocar una sincera sonrisa, cargada de recuerdos valiosos que estaba dispuesta a guardar para siempre.

Respecto a la pintura, la atesoré en mi sala y me hice al buen hábito de escuchar melodías de jazz al menor anuncio de lluvia, a sentarme frente a ella con una taza de té, tal como mi abuela lo preparaba, y recordar.

En ciertos períodos soñaba con mi abuela y con el cuadro a la vez, esto sucedía normalmente las primeras semanas de diciembre y duraban un par de semanas para cesar la semana siguiente a su cumpleaños. Otras veces, más aleatorias, el cuadro aparecía independiente en muchos de mis sueños.

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tanto la atención, pero este es, para mí, el centro de toda la pintura, como si en él se encontraran los secretos de la vida.

No sé explicar con precisión todo lo que ese primer edificio engloba, lo que sí sé es que lo rodea una especie de magia. ¿Cómo lo puedo asegurar? No lo sé. Bueno, no lo supe hasta aquel día.

Una tarde lluviosa de diciembre, mi esposo y los niños habían salido a comprar algunos regalos de Navidad. Recién había preparado mi acostumbrada taza de té y permanecía parada a un lado de la ventana, con la mirada perdida en las gotas de lluvia que golpeaban con delicadeza el árbol de enfrente. De pronto, un trueno provocó que retrocediera un par de pasos, alejándome de la ventana. Cerré los ojos y di la media vuelta. Los abrí de nuevo para buscar mis antiguos discos compactos, que siempre me hacen sentir como si las tardes lluviosas fueran mías, como si las gotas de lluvia dibujaran mi nombre en el vidrio. Saqué la colección de jazz que mi padre me regaló y comencé a escuchar a un volumen relativamente alto que ocultara los sonidos de los truenos. Acerqué la vieja mecedora que también heredé de mi abuela y en la que ella se recostaba a dormitar después de las comidas, puntualmente siempre a las tres. Me senté en ella con mi taza de té, apreciando las melodías que una a una pasaban, mientras miraba hacia la ventana cómo los relámpagos iluminaban el cielo multicolor, en colores rosado y naranja oscuros, que amenazaban con fenecer y dar lugar, por fin, a la noche. Los mismos colores que dominan el cielo de mi cuadro. En ese momento, cuando más serena estaba, un nuevo trueno, más estruendoso que el anterior, me obligó a subir el volumen del aparato y cerrar los ojos, para evitar una de las cosas que más me atemorizan: verme sola en casa.

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ya no estaba sentada en mi vieja mecedora, sino en la banca de madera de un parque. Al abrir los ojos, se levantó frente a mí esa elegante calle que muestra mi cuadro, me costó un poco más reconocerla puesto que había más de las siete personas a las que estaba acostumbrada a ver. Unas decenas paseaban por ahí con compras entre las manos, platicando con voz sobria en un perfecto francés. Tal como lo había sospechado, era una calle comercial de París.

Curiosamente no podía levantarme de la banca en la que me encontraba, era tal mi emoción que no podía dejar de contemplar boquiabierta el nuevo paisaje. Durante muchos años, había imaginado que caminaba por esa calle, entrando en los locales, tomada del brazo de alguno de aquellos caballeros con sombrero de copa que deambulaban por la ciudad, impecablemente vestido, cargando en la mano derecha un bastón, mientras que con la mano izquierda abría la puerta y me invitaba a pasar.

Decidí levantarme de la banca y explorar los edificios que de forma majestuosa se erguían frente a mí. Miré de nuevo mi entorno y di el primer paso. Por supuesto, fui directo al edificio de lado izquierdo, aquél que tan encantada me ha tenido durante años y cuál no sería mi sorpresa al verificar a través del gran ventanal que, en efecto, se trataba de una chocolatería. Conforme me iba acercando a la puerta principal, sentía el olor del cacao apoderarse de mis sentidos, un olor penetrante que provocaba en los curiosos el deseo de adquirir una caja de aquellos manjares.

Entusiasmada, iba practicando mi francés para pedir al encargado una pequeña prueba y colmar el antojo que, de súbito, había entrado en mí.

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siente atormentada por las multitudes, soporté tranquila el bullicio mientras la gente pasaba a mi lado sin siquiera tocarme o notar mi presencia. Fue al acercarme al joven que se encontraba al otro lado del aparador y realizar mi solicitud, que percibí que yo no existía en aquel mundo. Mi voz no se escuchaba y mi tacto era transparente para todos. Era un fantasma en una maravillosa realidad de la cual estaba enamorada. El desconsuelo recorrió mi piel causándome un escalofrío. ¡Yo no existía!

Me quedé pensando, inmóvil dentro del local, rodeada de un mar de personas que no percibían mi presencia. Fue muy difícil para mí comprender que era una especie de ilusión en un mundo de fantasía, la nada dentro de lo inexistente. Un caudal de pensamientos filosóficos me inundaba, ideas de Descartes y Schopenhauer bailaban en mi mente, a la que ya no estaba segura de poseer. <<”Yo soy y fuera de mí no hay nada, el mundo es una representación mía”>>

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Así que tomé un chocolate de envoltura turquesa que se encontraba en el aparador y lo metí a mi boca. Evidentemente las personas a mi alrededor ni se inmutaron. Eso sosegó mis ansias, ser invisible en un mundo tan anhelado me daba la sensación de seguridad y podía disfrutarlo aún más. Era como vivir mis más grandes deseos, visitar el cuadro y ser invisible, en un solo momento. La sensación del chocolate con caramelo me extasió, fue como si un trozo de mantequilla se deshiciera en mi boca, cerré los ojos y, ante mí, se manifestó toda la felicidad del mundo, percibí sonrisas, juegos de niños, inocencia, despreocupación.

Abrí los ojos, anonadada, ávida por tomar otro chocolate, esta vez uno de envoltura roja, con cereza y avellanas. El efecto fue distinto, sentí una calidez en todo mi cuerpo como si el sol me rodeara con sus brazos, cerré los ojos y parecía estar flotando en un universo lleno de estrellas, no percibía el frío de la inmensidad del espacio, al contrario, estaba embriagada con la infinitud y el bienestar.

Decidí tomar un último chocolate antes de perderme dentro de tantas sensaciones. Esta ocasión fue de envoltura verde, uno con licor de naranja. Al cerrar los ojos me vi a mí misma saltando de tecla en tecla sobre un piano tocado por Arthur Rubinstein, una melodía ligera e intensa a la vez, suave y llena de armoniosos altibajos, así como la vida. Todo dentro de una pieza de menos de diez minutos.

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sueños, pero antes regresé por un ejemplar de cada uno de los chocolates: uno turquesa, uno rojo y uno verde, los guardé en mi bolsillo y salí.

En la puerta de tan mágica chocolatería, había una niña de seis o siete años con los ojos cerrados, estaba sola. Me quedé parada a un lado de ella, observándola y apreciando su largo vestido naranja. Miré a todos lados, la multitud se había reducido a la mitad. Busqué entre la gente a los posibles padres de la pequeña y nada me daba una pista que pudiera indicar que se encontraban cerca. Era probable que se encontraran dentro de la chocolatería, pero ¿por qué habrían dejado a la niña fuera? Me rompió el corazón verla ahí y en la cornisa de la ventana, justo a media pulgada de su manita, coloqué el chocolate turquesa que había tomado minutos antes. No estaba segura de que en ella tuviera el mismo efecto que había tenido en mí, pero deseaba de todo corazón que la pequeña experimentara la misma felicidad del mundo que viví minutos antes, aunque fuera por solo un instante. Continué al siguiente establecimiento.

―Merci, mademoiselle ―escuché a mis espaldas.

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En ese momento, una pareja de mediana edad salía de la chocolatería y el caballero cargó a la niña en brazos, ella recostó su cabecita en el hombro del que supongo era su padre. Ellos se alejaron cruzando la calle hacia el puesto de flores y yo seguía sintiendo la mirada de la niña. Nació de mí despedirme de ella con la mano y me sorprendió que ella respondiera la despedida. Sonreí y le indiqué con el dedo índice que no dijera una palabra sobre mí. Ella me guiñó el ojo y se alejó en brazos de su padre.

Una vez que perdí de vista a la niña, decidí reanudar tan novedosa aventura. Caminé al siguiente establecimiento. A diferencia de la chocolatería, nunca estuve segura de lo que vendían ahí dentro. No me causaba fascinación como el primer edificio, apenas curiosidad. Comencé a sentir cansancio en el cuerpo, pero no podía irme de ahí sin antes saber lo que vendían en los otros lugares.

Me detuve ante un escaparate a colmar mi curiosidad, y pude ver pequeños frascos de diferentes colores colocados en un estricto orden de tamaños en las repisas. No tenía muy claro lo que contenían esos frascos. Entré al local.

No había tanta gente como en el anterior, el ambiente rebosaba una mezcla de olores deliciosos y una media docena de mujeres caminaban calladas entre los frascos, arregladas con largos vestidos y hermosos sombreros. Se veían como damas distinguidas de la alta sociedad francesa. Observé atenta a cada uno de los vestuarios y accesorios. Casi sonrojada por haber dirigido una mirada tan meticulosa a esas mujeres. Hasta que recordé mi gran secreto. Nadie podía percibir mi presencia. Sonreí.

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<<rose>>, <<santal>>, <<lavande>>, <<thym>>, <<bergamote>>, <<vanille>>, entre otros tantos.

―¡Perfumes, qué delicia! ―dije emocionada, sin importarme que no

tuviera interlocutor.

―J’ ai écouté ça! –dijo una mujer que se encontraba frente a mí, atendida por un hombre muy acicalado.

Las demás mujeres que paseaban como pavo reales por la tiendan fijaron su mirada en aquella joven mujer, cuyo oscuro vestido contrastaba con los colores encendidos de las demás.

―Qu' est-ce que vous avez dit? –le preguntó un hombre mayor que se

encontraba detrás de ella.

Al parecer, la mujer no escuchó la pregunta. Parecía atenta a volver a escuchar un comentario mío. Permanecí callada e inmóvil, confundida y a la expectativa de no ser reconocida, puesto que era imposible que notara mi presencia. Yo no existía en ese mundo.

―Pourriez-vous répéter? –dijo nuevamente la joven dama después de un

breve momento, al ver que no había respuesta de mi parte, mientras se acomodaba el cabello detrás de su oreja.

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―J'ai écouté une femme. Elle ne parlait pas français –le dijo ella

convencida de haber escuchado, ahora lo sabía, mi voz.

Los comentarios indiscretos no se hicieron esperar. Todos susurraban desconcertados. Al parecer, era bien conocido que esa mujer había tenido un accidente algunos años antes y desde entonces, no era capaz de oír absolutamente nada.

La mujer se sintió incómoda en medio de los cuchicheos. Le pidió al hombre que terminara la compra él mismo, para encontrarlo luego en el parque. La vi salir del lugar, caminando a paso lento con un bastón, supongo que para tener un poco de equilibrio. Extrañada y curiosa decidí seguirla. La observé sentarse en la misma banca en la que yo desperté. Me senté junto a ella.

―¿Eres tú, la voz en la perfumería? –preguntó, en un perfecto español, sin

levantar la mirada.

―Sí soy yo, no sabía que podías escucharme. –le contesté mirándola a los

ojos y aún incrédula de que fuera a contestar.

―Yo tampoco sabía. Hace unos años, cuando aún era una niña, tuve un

accidente y dejé de oír, desde entonces he sentido como si viviera en una caja vacía. Te escucho, pero no puedo verte ¿Eres un ángel? –me dijo con lágrimas en los ojos.

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―Te lo regalo, saboréalo despacio cuando estés sola ―le dije amable, con

la voz temblorosa de la emoción. Observé que el hombre que la acompañaba en la tienda se acercaba con algunas bolsas entre las manos.

Ella lo vio acercarse, guardó el chocolate en su bolso, me dio las gracias, se levantó y se fue. Yo permanecí en la banca del parque, la vi alejarse tranquilamente del brazo de su acompañante.

Entonces, un sopor muy grande comenzó a apropiarse de mí, sentía que mis párpados pesaban y que debía descansar. No hice siquiera el intento de levantarme, mi cuerpo había adquirido un peso que era incapaz de cargar. Solo me quedé sentada, observando los pocos transeúntes que cruzaban la calle y escuchando algunos niños que quedaban a mis espaldas. Mientras mis ojos se cerraban despacio, alcancé a escuchar Little White Lies de Mel Tormé. Mi

despedida.

Al abrir nuevamente los ojos, un poco aletargada y confundida, comprobé que esa melodía sonaba en el reproductor y que continuaba sentada en la mecedora de la sala. La lluvia no había cesado. Respiré profundo, como si quisiera recuperar el aire de mi hogar. Miré otra vez el cuadro en la pared y una enorme felicidad se apoderó de mí. Me levanté de la mecedora y caminé hacia el cuadro, toqué con ansias el marco que lo protegía, la tela del óleo, la textura del mismo. La sensación que tenía sobre él era distinta, como si fuera otro cuadro, esta vez vivo.

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comprendía la posibilidad de tenerlo conmigo. ¿Sería aquello algo más que solo un sueño?

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27 ME VOY

“Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres porque el amor cuando no muere mata porque amores que matan nunca mueren...”

Joaquín Sabina

“Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.”

Pablo Neruda

Rodeada por el sonido de las aves, por primera vez no sintió necesidad de un cigarro, ni siquiera entre sus manos como acostumbraba para distraer la ansiedad y más aún los últimos meses, que habían sido tan difíciles. Solo se encontraba ahí, sin saber a ciencia cierta cómo había llegado. En algún momento del camino, decidió desviarse y tomar el estrecho sendero que encontró a su derecha. Algo le decía que caminara hacia allá, sin saber bien lo que encontraría. Así se internó en el bosque, andando entre los árboles, sin saber lo que quería pero segura de lo que no esperaba encontrar: ruido, contaminación, problemas, recuerdos. Siguió caminando despacio pero con paso seguro, decidida finalmente a encontrar algo del sosiego tan anhelado.

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un mundo exterior, como si las aves a su alrededor le dieran la bienvenida y la invitaran a quedarse para siempre, llenándola de cantos desconocidos, de cantos cuya entonación fueran dedicados solamente a ella.

Decidió sentarse. Embelesada por aquella sintonía, se dejó caer en el pasto húmedo. Posó sus manos sobre la hierba, entreabrió los dedos. Alzó la frente, y cerró los ojos por el sol que la cegaba. Notó un escalofrío que le recorría el cuerpo. La sensación era difícil de describir, una mezcla de temperaturas. Sentía hielo en el torso y fuego en la cara, podría ser el sol que la acosaba o la fiebre que le había comenzado la noche anterior.

Permaneció inmóvil, restando importancia a la combinación de temperaturas que se habían instalado en su cuerpo y percibiendo con cada uno de sus sentidos el bienestar que le provocaba estar ahí. ¿Cómo es posible que nadie más se encuentre aquí disfrutando este sentimiento?, se preguntó sin darse cuenta que si alguien compartiera ese espacio, dejaría de disfrutar el placer que sentía en ese momento.

A pesar de la belleza que la rodeaba, no pudo dejar de pensar, de recordar, de sentir aflicción. Abrió los ojos, llenos de lágrimas, desesperada de que las dudas y los contratiempos la persiguieran hasta ese lugar. No importaba cuánto viajara o cuánto deseara pertenecer a otro mundo, siempre tendría a su esposo en el pensamiento.

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Tras algunos minutos y a pesar de aquel sol, algunas gotas comenzaron a caer, volteó de nuevo la cara hacia el cielo y se dejó bañar por aquel rocío que poco a poco se hacía más denso y se confundía con las lágrimas que corrían por sus mejillas. Se recostó entre la hierba y cerró los ojos, sin importarle nada más que sus recuerdos y las canciones que se dedicaba a sí misma en silencio, hasta quedarse dormida. La humedad y la frialdad se adueñaron del ambiente a pesar de que la lluvia solo había durado unos minutos. La lluvia cesaba, la conciencia también.

―¡Viaja conmigo, Paola! ―escuchó.

Paola se sentó alterada, no imaginaba que alguien más pudiera estar ahí. Lo miró extrañada. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué hacía él ahí? No se suponía que él pudiera estar presente. Era imposible.

―Dame la mano, viaja conmigo ―le repitió.

Ésta le miró anonadada, inmóvil. Palpó su frente con la mano y a pesar de sentirla húmeda y caliente, se sintió extremadamente ligera como si de pronto flotara. No comprendía nada de lo que le estaba sucediendo. Él le ofrecía su mano para que se levantara. Ella no podía responder.

Paola tenía ganas de pararse, apoyarse en él y correr a su lado, pero no estaba segura de lo que su mano significaba, ni la fuerza con que contaba para corresponderle.

―¡Vámonos, Paola! No sé cuánto pueda durar esto pero, mientras suceda,

viajemos.

―Pero no entiendo nada, es imposible que tú estés aquí. –contestó ella con

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Ángel le sonrió, con la mano extendida. –No necesitas entender nada, solo ven conmigo. Le guiñó el ojo, ese signo que ambos acostumbraban y esperó a que reaccionara a su invitación.

Paola, todavía en el suelo, cerró los ojos, sintió un ligero dolor de cabeza y se presionó la sien, tratando de encontrar un sentido lógico. Percibía un sonido sordo, como si su audición se viera difuminada en un largo y oscuro túnel. Ya no escuchaba las aves. Abrió los ojos y miró a su alrededor, parecía que los árboles que antes se encontraban cerca se hubieran alejado, como si respetaran este encuentro para dar espacio al momento prodigioso en que dos enamorados se reconocen. Lo miró fijamente, recorriéndolo con la mirada, reconociéndolo en cada centímetro de su cuerpo. Aquel guiño que él le había dedicado segundos antes significaba todo dentro de su relación. Le dio la mano y se levantó estremecida por el contacto, esa impresión que siempre sintió al tocarlo, una especie de corto circuito que le comenzaba en el pecho y le recorría el cuerpo hasta llegar a sus extremidades. Así sentía el amor por él.

―Y ¿a dónde vamos a ir?, ¿A dónde quieres viajar? –le preguntó ella con

la voz temblorosa. Percibía cierto temor, una duda que le costaba admitir. Sus piernas le fallaban a pesar de la sensación de estar flotando. Volteó al espacio donde se encontraba acostada y encontró su cuerpo inmóvil, en un borroso blanco y negro como si estuviera soñando profundamente sin colores, sin vida.

―No te preocupes. Cuando regresemos seguirá ahí. ¡Mientras, viajemos

entre recuerdos! le comentó él muy seguro, atrayéndola y abrazándola.

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su lado, y no pudo más que sonreír. Le sentía en cada poro de su ser. Era un hecho, por imposible que pareciera.

―Cierra los ojos. Quiero que recuerdes el día anterior a mi entrada al

hospital. ―le pidió Ángel.

Paola obedeció. Lo recordaba como si él se la fuera dictando entre susurros silenciosos. Era muy sencillo invocarlo; después de todo, Paola se había aferrado a esa mañana como su más grande tesoro. Cada palabra, cada movimiento, cada sensación habían sido su único refugio durante casi dos años de agonías y esperanzas, malas noticias y tanto tiempo perdido en un hospital.

Aquella mañana, Paola se vestía apurada para ir al trabajo. Su jefa le había llamado ya dos veces para recordarle la junta que tenía con aquel cliente tan molesto; ese asunto que nadie más en la oficina se atrevió a tomar porque ya sabían que el viejo cascarrabias no terminaba de ponerse de acuerdo para la división de su patrimonio y la entrega de la herencia. Las juntas eran cada jueves a primera hora, sólo para leerle a don Manuel el nuevo proyecto de testamento y que éste lo arreglara una vez más. Ya llevaban casi seis meses en esa tesitura y parecía más probable y cercana la muerte del hombre que el final del trámite.

―Paola, necesito que termines lo antes posible el testamento de don

Manuel. le dijo su jefa al teléfono.

―Lo sé, Melisa, créeme que yo soy la principal interesada pero

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―No lo sé. Ese problema es tuyo, solo te pido que acabes con él para

poder asignarte otros asuntos. Sabes que estos meses hay mucho trabajo en la notaría y no puedo tenerte con don Manuel más tiempo. Te necesito en otras áreas y urge que supervises a los nuevos abogados. No sé qué mierda están haciendo pero son errores tras errores. ¿Entiendes, Pao? Te ne-ce-si-to. En fin, ve pensando en algo. Te veo al rato. Saludos a Ángel.

―Vale, gracias. –colgó Paola, ya con varias ideas para cumplir la petición

de su demandante y activa jefa.

Dejó el teléfono móvil sobre el tocador para amarrarse el cabello. La mirada perdida en su dorado y largo cabello. Don Manuel era un problema que debía solucionar.

―¿Ya notaste que se te hace muy tarde, verdad? –escuchó la voz de su

esposo detrás de ella.

―Sí, mi vida. Ya, en diez minutos salgo. El maquillaje y el desayuno serán

cosas para hacer en el auto. Además, ¿qué puede pasar si llego diez minutos tarde? Yo lo he esperado durante medio año para que tome una decisión, él podrá esperarme algunos minutos. ¿No crees? le dijo Paola guiñándole el ojo con la dulce sonrisa que siempre tenía para él.

―No te confíes, Paola. Esa clase de señores son muy difíciles, creen que el

mundo espera a sus pies y que se merecen el tiempo de los demás. Ya ves a mi papá, pide algo y hay que correr para tenerlo contento. Mejor apresúrate, te prepararé algo para que te lo lleves en el camino. le dijo Ángel al dirigirse a la cocina.

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Un par de minutos después, salió de la habitación ya perfectamente arreglada, faltándole apenas el maquillaje.

―¿Qué me preparaste, mi vida? –preguntó, curiosa como siempre de los

manjares que su marido preparaba.

―¡Ya lo verás en el camino! Ahora, corre. Te amo. –le dio un tierno beso como todas las mañanas y le entregó una pequeña mochila azul marino que usaban para esos casos.

―Gracias, amor. No sé qué haría sin ti. Eres mi ángel de la guarda. Te

amo.

Paola había salido apurada hacia el estacionamiento con bolsa y comida en mano haciendo malabares con todo lo que traía encima, empezó a buscar entre su bolso desesperada. No encontraba las llaves del auto. Por más que revolvía sus cosas en la bolsa, no había nada. Miró nuevamente y recordó que su teléfono móvil también faltaba, se había quedado en el tocador. Regresó al departamento por ambas cosas, y encontró a su marido inmóvil, en el piso. El desayuno que Ángel se estaba preparando, yacía tirado a su derecha. Paola llamó de inmediato a una ambulancia para que los asistiera y esperó ansiosa una respuesta sobre el súbito desmayo de su esposo. Por supuesto, esa mañana no vio a don Manuel y no fue al trabajo.

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En un instante, cuando veía su vida tan perfectamente armada, se dio cuenta que no importaban los sueños de vivir al lado de su marido, ni el próximo viaje que venían armando durante tres meses.

Su vida había cambiado por completo. El asunto de don Manuel lo llevaba otro abogado, tomó una licencia en la oficina que Melisa le otorgó sin pensarlo dos veces. Prácticamente se había mudado al hospital y solo visitaba su casa un par de días a la semana para cambiar ropa y verificar que todo estuviera bien. Noche y día la pasaba al lado de Ángel, tomada de su mano, hablándole, moviéndole sus piernas y brazos para evitar que sus músculos se atrofiaran, describiéndole todo lo que se encontraba a su alrededor, contándole historias que escuchaba en los pasillos del hospital, besándole la frente casi siempre fría, leyéndole el periódico para que cuando despertara estuviera actualizado, como a él le gustaba.

Paola fue adelgazando hasta quedar casi en los huesos, era evidente que las lágrimas visitaban su cara todos los días y, aunque intentaba tener esperanzas, éstas se disipaban ante cada día que pasaba sin recuperación.

Ángel simplemente dejó de dar señales de vida, eso lo hacían los aparatos a los que se encontraba conectado de forma permanente. Su pérdida de peso había sido también notable. Familiares y amigos llegaban a visitarlos. Visitas que con el tiempo escasearon hasta desaparecer. La única que estaba ahí casi como parte del mobiliario del hospital era Paola, siempre atendiendo la masa corporal del cuerpo de su marido que se veía tan deteriorado como ella.

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pendiendo de un hilo y la ausencia de un dios al que ella le llamaba todos los días, sin obtener más respuesta dentro de la habitación que el sonido que emitían las máquinas ofreciendo una prórroga mediocre e incierta a su esposo.

Nuevamente se ubicaban en el bosque, a un lado del cuerpo durmiente de Paola. El viaje había sido corto pero intenso y sobre todo, muy revelador. Las respuestas a las preguntas que Paola se había hecho durante dos años, estaban en éste último recuerdo. Ahora que las tenía en las manos, las acariciaba, agradeciendo el fin de tantas interrogantes.

―Paola, abre los ojos. ¿Recuerdas lo que le dijiste a mi madre cuando

cumplí el primer año en el hospital? Ella ya no quería verte sufrir, viéndome morir y te pidió que me dejaras ir. le dijo Ángel mientras la sostenía aún fuerte contra su pecho.

―Sí, pero era imposible. Cuando tú y yo nos casamos sellé una promesa

que te hice cuando me enamoré de ti y, mientras yo viva, esa promesa queda latente en mi corazón. No importa lo que suceda, siempre estaré a tu lado. le dijo ella con los ojos llenos de lágrimas, ahogada por el recuerdo de su marido tirado en la cocina, después inconsciente en el hospital, su piel fría, el cuerpo magullado y la impotencia que por años ha sentido por no poder traerlo de vuelta.

―¿Por qué decidiste dejarme en el hospital? –preguntó él con cierta

tristeza.

―No te dejé. Tu madre me obligó a venir. ¿Tú crees que yo quería dejarte?

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hospital. Si hubiera dependido de mí, seguiría en aquella silla junto a tu cama, observándote y esperando un milagro.

―Pero sabes que era necesario. ¡Ya no tenías ni media vida! Te estabas

muriendo conmigo.

―No. Me estoy muriendo sin ti.

Un breve e intenso silencio les inundó. Las palabras de Paola habían sido determinantes en cuanto al dolor que sentía y Ángel no quería verla sufrir. Él le sonrió una vez más y con sus manos le tocó suavemente la cara.

―Paola, he estado enfermo sin poder verte, ni oírte, ni acariciarte, ni

sentirte, ni ser capaz de hacerte feliz. Así ha sido la historia durante casi dos años. Esto no es justo para ti, me niego a continuar viendo tu sufrimiento. He sido una piedra y una carga para ti y para mi familia, pero quien me duele más eres tú. Eres la persona que más amo en este mundo y no deseo seguir haciéndote daño. Desearía decirte que aún hay esperanzas, pero no es así. ¡Dejemos esta terquedad, yo no voy a regresar!

Paola se quedó pensativa unos minutos, mirando al suelo. ―¿Recuerdas

cuando nos conocimos? Ambos estábamos seguros que nos habíamos conocido en alguna vida anterior. La atracción emocional entre nosotros es tan fuerte que el vínculo ha permanecido por miles de años. No sé qué pienses tú, pero yo lo sigo creyendo. ¡Así que vámonos! Tú ya no vas a regresar y yo tampoco quiero. Veo mi cuerpo ahí tirado y no quiero volver a él. Sólo quiero permanecer contigo, tomada de tu mano, siento un bienestar y una plenitud que hace años no encontraba.

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―Cuando tú caíste enfermo no lo pude evitar. Nadie me preguntó en el

hospital sobre lo que yo quería. Todo pasó muy rápido y de forma arbitraria. Y esto… ―Paola hizo una pausa para reflexionar―… esto sí lo puedo decidir yo.

Yo te escojo a ti.

―No, Paola. No puedo hacerte esto. Tú tienes que regresar y dejarme ir. Tienes muchas cosas por hacer y tanto por vivir. El único que debe irse soy yo.

―¿No eres capaz de verlo? –dijo Paola con una ligera sonrisa entre los labios, llena de certidumbre. Observa mi cuerpo, ¿qué ves? Solo huesos protegidos por una fina piel que amenaza con romperse al menor contacto, solo un cuerpo enfermo. La fiebre lo está arrastrando a la eternidad. Una eternidad donde te volveré a encontrar y de donde partiremos a un nuevo destino, a una nueva vida en la cual nos encontraremos y seguiremos juntos, conscientes de la presencia del otro, de nuestra vitalidad y de nuestro amor. En este momento ya no tenemos nada de eso, solo recuerdos gastados. Ahora estamos perdidos en el espacio. Por eso, te pido: ¡Acompáñame ahora tú! Dame la mano y ven conmigo.

Ángel la miró extrañado, el cambio en Paola había sido tan espontáneo que le costaba creer que era la misma. La conocía a la perfección y era claro que había tomado una decisión. Nada podía hacer al respecto.

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SILENCIO EN EL PUEBLO

“El dolor me sangraba el pensamiento, y en los labios tenía, como una rosa negra, mi silencio.”

José Gorostiza

Tucita llega a su casa de noche, como siempre. Los perros de doña Juana ladran estruendosamente anunciando su llegada, hasta que ésta les grita que se callen. Temerosos de las pedradas que su dueña pudiera aventarles, bajan la cabeza y guardan silencio para ir a meterse debajo de la lámina que hace de casa. Así, solo los grillos cantan dándole la bienvenida a su pequeña morada.

La negra Tucita vive en una pequeña construcción en la parte trasera de la casa de doña Juana, desde que ésta caritativamente se decidió a rentarle el espacio por solo cincuenta pesos al mes. Ambas en un mismo predio, separadas por un patio en el que andan los perros y las gallinas, propiedad de doña Juana. En casa de doña Juana viven algunas muchachas que no tienen nada que ver con Tucita.

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de distancia del suelo, una tabla medio rota hace las veces de armario del par de mudas de ropa que posee y, cuando logra ahorrar un poco, alguna barra de jabón.

El baño y la regadera están en un cuartucho cruzando el patio, del lado de casa de doña Juana. Por las noches, solo en caso de extrema necesidad cruza el patio, brincando entre los sapos y cagarrutas de gallina, que se encuentran por el descuidado y lodoso jardín, siempre ensuciando sus únicas chanclas.

La “negrita”, como le dicen de cariño todos los del pueblo, es una jovencita de apenas dieciséis años que no pronuncia una sola palabra, oriunda del pueblo vecino de donde escapó para que su padrastro dejara de abusar de ella. No es precisamente una joven a la que se le pudiera denominar como atractiva, más bien es flacucha, sin embargo tiene cierto encanto en la inocencia con que mira a los demás, una expresión llena de ternura, de melancolía y generosidad. Solamente doña Juana, gracias a dimes y diretes que llegó a escuchar en el pueblo natal de Tucita, sabe su pasado y el sufrimiento que su padrastro le causó.

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Aquí en el pueblo, Tucita es muy querida y a pesar de su relación tan cercana con doña Juana, se la considera como una muchacha trabajadora porque, poco a poco, se fue quitando los chismes de encima y demostró que ella no está en el negocio de doña Juana. Todos los días se despierta a las cinco de la mañana para ir a hacer el aseo en casa de doña Juana, prepara la comida desde el mediodía y come con la vieja. Por las tardes se dedica a coser y remendar los vestidos de las demás chicas y cuando el calor disminuye, plancha la ropa de todas. Los fines de semana sigue haciendo la limpieza en casa de doña Juana y entonces se gana un trozo de barra de jabón para lavarse el cuerpo una vez a la semana y, si sabe cuidarlo, a veces le alcanza para dos.

Desde su llegada a Macuspana, la hermana de doña Juana solía pedirle ayuda a Tucita para ciertas actividades de su casa. Doña Conchita, que en paz descanse, era una señora muy delgada de apenas sesenta años que había estado enferma los últimos años, casada con don Pedro por órdenes de sus padres. Nunca le pudo dar un hijo a su marido y por esto se odiaron uno al otro. Pasados los años, vivieron en la misma casa como desconocidos, durmiendo en habitaciones separadas. A pesar de todo, don Pedro siempre llegó con las ganancias de la carnicería y doña Conchita le atendió. La relación fue tortuosa para ambos, la indiferencia y el desdén eran el pan de cada día. Así vieron pasar los días y las noches durante cuarenta años.

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localidad, por lo tanto se convertía en un excelente partido para algunas viudas y solteronas que andaban por ahí buscando la forma de solucionar su vida. Así, llegó el punto en que nadie se acordaba de la difunta, sólo veían en don Pedro un costal de dinero, excepto doña Juana, quien a distancia se hacía cargo de él.

A pesar de la muerte de doña Conchita, la negra iba todos los días a casa de don Pedro para llevar la comida que doña Juana le mandaba a cambio de unos kilos de carne, además de ir para lavar la ropa y limpiar la casa. Así ganó un par de pesos más y algunos vestidos de la difunta que le regaló don Pedro en agradecimiento al apoyo que le daba. Prefería que los tuviera la negrita a que estuvieran colgados en un armario, estorbando y apestando a humedad.

Así las cosas y, conforme el tiempo pasaba, los chismes y las habladurías empezaron a correr. Las viejas envidiosas se mantenían como aves de rapiña andando fuera del rancho de don Pedro, intentando ver hacia adentro del predio y esperando el momento en que Tucita llegara a ayudar a don Pedro, con reloj en mano, tomando el tiempo que a ésta le tomaba su actividad en el interior y mirándola con sospecha cuando salía de casa. Era fácil pensar que don Pedro le pagaba a su cuñada para que le mandara todos los días a la Tucita y entretener su soledad.

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Sin embargo, en su soledad, don Pedro admitía que sentía una gran tristeza ante la ausencia de su vieja. Tenía la necesidad de sentir de nuevo la compañía de doña Conchita. Aunque casi no se hablaron por años, el hombre sabía que su mujer estaba siempre en casa viendo las telenovelas, chismeando con las vecinas o tejiendo y siempre esperándolo con un plato de comida caliente.

Un lunes, la pobre Tucita, dejó de ir a casa de don Pedro a dejar la comida. La muchacha, más delgada que de costumbre, se encontraba con fiebre, tirada en su colchón. Don Pedro, preocupado y hambriento, fue a visitar a doña Juana, con el pretexto de la ausencia de comida, pero en realidad extrañaba a la Tucita. Doña Juana, lo sabía. No había forma de engañar a la vieja.

Mientras don Pedro se comía ansioso el plato de arroz con frijoles que doña Juana le preparó, preguntó disimuladamente por la negrita. Doña Juana, que sabía las intenciones del viejo, con cierta maldad le autorizó para ir a verla, pidiéndole entre líneas que se hiciera cargo de ella y sus medicinas. Don Pedro ignoró las palabras de la madama hasta que vio a la negra tirada en el colchón. En ese momento, le dio dinero a doña Juana para que mandara a comprar los medicamentos necesarios.

Aunque la condición de la muchacha era deplorable y sus huesos se asomaban entre la poca ropa que traía puesta, don Pedro no pudo evitar sentir cierto deseo por ella. Verla ahí tirada, sudorosa y con la respiración pesada, le causaba excitación, sentirse el héroe que causaba la diferencia entre la vida y la muerte de Tucita, también.

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después de tantos meses en que Tucita le llevó la comida a don Pedro, ya debía de haber algo entre ellos. Por algo él le pagó los medicamentos sin chistar.

Don Pedro se acercó sigilosamente al colchón y con mucho esfuerzo por su gordura se posó hincado a un lado del cuerpo de la negrita. Volteó a la puerta que había quedado cerrada; solo se filtraba una tenue luz por la roída cortina que tapaba la ventana a su derecha. Miró a la negrita que tenía los ojos cerrados. Tomó el paliacate que cargaba siempre en el bolsillo derecho de su pantalón y comenzó a secar el sudor que se acumulaba en la cara de la negrita. Dobló el pañuelo y continuó su labor bajando por su cuello hacia los pequeños pechos de la muchacha. Un olor agrio, a sudor, le atrajo aún más. El hombre, lleno de deseo, acercó su cara a la de ella para lamer su mejilla. Tucita ni siquiera abrió los ojos, solo movía la cabeza como si estuviera dentro de una pesadilla.

Al ver que Tucita no era capaz de oponer resistencia, don Pedro siguió lamiendo su cuerpo, bajando por su cuello, mientras sus manos apretujaban los senos de la inconsciente muchacha, obedeciendo su instinto de posesión. Fue hasta que don Pedro se colocó encima de ella, que Tucita finalmente abrió los ojos y que las lágrimas comenzaron a correr por su mejilla al sentir el abuso del hombre al que por tantos meses había ayudado en su hogar.

Una vez que don Pedro terminó con la miserable negrita, se levantó del sucio colchón y salió apresurado del lugar, dejando a Tucita con la mirada perdida en los vestidos viejos de la difunta, con la misma fiebre de una horas antes, a medio vestir y adolorida, sin poder decir palabra y con la cara húmeda de sudor y lágrimas.

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comida. Ésta, muy obediente, se lo llevó y dejó todo en el piso a un lado de la negrita, que ni se inmutó. La Chata, por su parte, tampoco se sorprendió de ver así a la negrita, estaba acostumbrada a ver escenas similares, así que salió tranquila del lugar y se fue a trabajar sin decir nada a nadie. No era su problema.

Los días siguientes, Tucita recibió la visita puntual de don Pedro. Doña Juana llegó a pensar que el viejo se encariñaba con la negrita y le enternecía su devoción por ella. Después de su plato de arroz con frijoles, el viejo caminaba hasta el cuartucho de Tucita y hacía con ella lo mismo que el primer día. Después, el hombre salía tranquilo del lugar para continuar con su jornada laboral en la carnicería.

Fue hasta el tercer día que doña Juana, extrañada de que Tucita no saliera del cuarto ni para ir al baño, entró al cuarto y vio que el desmejorado cuerpo de Tucita yacía en el suelo, completamente desnudo y lleno de moretones en los brazos y muslos. Se acercó a la negrita y comprobó que seguía respirando aunque con dificultad.La mirada llorosa y agonizante de la muchacha le rogaba que hiciera algo por ella. Al ver el error tan grande que había cometido al dejarla sola con su cuñado, comenzó a llorar de impotencia y desesperación. Miró alrededor y encontró las cajas de medicinas llenas, los platos de comida apestosos y llenos de insectos y los vasos de agua que le había mandado, intactos.

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tomó de la mano y le hablaba para hacerle saber que ella estaba ahí, para reconfortarla. Tampoco fue suficiente. Tucita miraba, agonizante, la ropa de doña Conchita, deseando que doña Juana le ayudara a morir y que su agonía terminara.

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AMOR ETERNO

“Más… ¿Lo que fue? ¡Jamás se recupera! ¿Y toda primavera que se esboza es un cadáver más que adquiere vida y es un capullo más que se deshoja!”

Alfonsina Storni

Han pasado cincuenta largos años y aún me cuesta creer que la vida me haya puesto en tales circunstancias, todavía duele darme cuenta que teniendo todos y cada uno de los elementos presentes frente a mí, no fui capaz de ver la realidad. Me faltó malicia, me faltó furia, me faltó premeditación. ¿Qué le iba a hacer? Me sobraba amor.

Ya no le veo caso seguir buscando culpables. Hoy, en mi lecho de muerte, he decidido bajar el riguroso dedo acusador y perdonar a todos los que, de una manera u otra, me hicieron tanto daño. ¡Ya no más rencor! A ti, mujer, también te perdono y logro hacerlo evocando también aquellos momentos en que fuiste buena para mí.

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emoción que recorría mi persona sólo por estar contigo, por unirnos para no separarnos jamás.

Los primeros años de matrimonio fueron un sueño portentoso. Amaba la vida que compartíamos. Vivía solo para amarte. Deseaba que las horas en el trabajo volaran y así poder regresar a casa, nuestro hogar, estar a tu lado, admirar cada movimiento tuyo, reconocerme en la armonía de tu respiración, ahogarme en el sonido de tu risa. ¡Te veías tan contenta, mi amor! Y yo a tu lado no podía ser más feliz. Pero el universo me corrigió.

Entonces vino el primero de nuestros hijos, un varón al que le pusimos mi nombre. Él se parecía tanto a ti. Físicamente era tu reflejo y al igual que en ti, su cara se iluminaba ante cada una de sus sonrisas. Ustedes dos eran todo mi mundo. Me creía afortunado en todos los sentidos. Tenía un excelente trabajo, una esposa extraordinariamente bella y un hijo formidable. Me sentía pleno. No podía pedir nada más. Pero el universo me corrigió una vez más.

Un año después, en octubre llegué a casa para que me dieras otra sorpresa. Una niña se formaba dentro de ti, se llamaría igual que tú pero sería idéntica a mí. Al cargarla por primera vez entre mis brazos, no cabía de la felicidad. Aquella vez no podía equivocarme, era el hombre más dichoso del mundo. Así fuimos una familia de cuatro, el sueño de cualquier persona. Mis amigos envidiaban mi suerte.

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Pero, así como no hay mal que dure mil años, tampoco hay bien que dure para siempre. En especial, considero que las cosas buenas nunca prevalecen, son víctimas de un destino caprichoso e inestable. Nadie tiene nunca todo. Eso me lo enseñaste tú.

No sabría decir si el cambio fue súbito o se fue dando a través de los años. En verdad, no lo recuerdo o no me di cuenta. Probablemente estaba tan cautivado por las cosas buenas que no detecté a tiempo las malas. Mis dos hijos me mantenían absorto con su cariño y tal vez sea ese el motivo por el cual no me percaté que ya no eras feliz. Tu sola presencia era razón sobrada para mi ventura. ¡Pero nosotros no éramos suficientes para ti! ¿Trataste de advertirme sobre tu desdicha y no te puse atención? ¿Cómo no pude darme cuenta si eras todo para mí?, ¿Por qué no insististe? Sé que podría haber hecho milagros por mantener tu sonrisa toda una vida. Pero fui un ciego y no reparé. Tus lindas palabras se convirtieron en gritos, tus sonrisas en llantos y tu infelicidad se tradujo en amargura. Tus enfados eran tan constantes como absurdos. Ya no eras capaz de abrir los ojos y ver las cosas buenas, vivías constantemente en un mundo venenoso, ajeno al nuestro. Por un lado, yo con los niños y, en otro completamente diferente, tú peleando contra ti misma y tu desconsuelo. Para entonces, yo me esforzaba por salvarte a ti del desamor. No lo logré. Pensar que podías aún dormir en la misma cama conmigo era una tontería de mi parte. Eso también se había acabado.

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te hizo cambiar de opinión. Nunca te había visto tan firme, parecía que habías borrado de tu memoria lo bueno que vivimos y las razones para permanecer. A pesar del divorcio que me habías pedido no te fuiste de casa. Lejos de sospechar cualquier acción de tu parte, agradecí al cielo porque creí que en esos días podríamos arreglar nuestras diferencias y hacerte cambiar de opinión. En eso también me equivoqué. Desde aquel momento, dejaste por completo de hablar conmigo. Solamente conversabas con los niños y cuando yo estaba ausente. Me mantenía tranquilo la idea de que, aunque evidentemente habías dejado de amarme, por lo menos seguías queriendo a nuestros hijos.

Vinieron las vacaciones de los niños y con ellas la mayor de mis pesadillas. Hiciste realidad mis temores. Aquel día, como todas las mañanas me fui a trabajar, recuerdo que tuve un día normal, sin novedad alguna, corrió como todos los demás. Trabajo, juntas, llamadas telefónicas, solución de problemas. Por la noche, salí hacia la casa a la misma hora de siempre, apenas un día más dentro de la rutina. Llegué a casa y no había nadie, supuse que habías llevado a los niños a visitar a tu madre. Debido a nuestra falta de comunicación, no tuve interés en esperarlos, para entonces ya estaba cansado de tus burlas e ironías, o peor, de tu indiferencia. Tomé un vaso de leche y me fui a dormir. Sin embargo, dentro de mi somnolencia y en los primeros minutos, cuando el sueño es tan ligero que uno sigue pensando en las cosas que ha hecho en el día o los pendientes del día siguiente, mi cerebro comenzó a analizar los hechos relacionados con tu ausencia. Era demasiado tarde para que estuvieras en casa de tu madre y era raro que lo niños no me hubieran dejado ni una nota.

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aniquiló en cuestión de segundos, aullaba del terror de no saber dónde encontrar a mis hijos, le pedía a Dios que todo fuera una mentira, un sueño. Me golpeaba contra las paredes intentando despertar, pero solo logré quedar inconsciente por unas horas. Desperté pasada la media noche, miré a mí alrededor y confirmé la realidad: habías dejado la casa. Nadie. Entre llanto y desesperación, comencé a llamar a todos los teléfonos de familiares y amigos, averiguar si alguien sabía algo de ustedes. Ninguno de nuestros amigos podía darme información de tu paradero. Los teléfonos de tus familiares, madre y hermanas, permanecían con la línea muerta. Era como si el circo se hubiera levantado e ido de la noche a la mañana. El show había terminado.

Pasaron días antes de que yo saliera de casa, esperaba ansioso y frustrado cualquier señal que me dijera dónde encontrarlos. Sin importarme mi trabajo, me senté junto al teléfono día y noche, esperando una llamada de los niños, diciéndome que estaban bien, que regresarían pronto. La llamada nunca llegó. Estuve solo con mi alma y mi desgracia por varios días hasta que mis hermanas llegaron a poner en orden la casa y a darme consejos para que yo siguiera adelante. Pero ellas no entendían que mi vida eran tú y mis hijos. Ya no tenía vida. Me encontraba día tras día, acompañado solamente por mi soledad.

Mi segunda alternativa fue ir y hacer guardia afuera de las casas de tus familiares. Todos los días del siguiente año, pasé horas enteras, sentado en el auto, fuera de casa de tu madre, de tus hermanas, de tus amigas. Nada. Era como si se los hubiera tragado la tierra. ¿Dónde los habías escondido? ¿Qué hiciste con ellos? ¿Cómo fuiste capaz de algo tan atroz?

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corazón, de verlos nuevamente. Con todo lo de la demanda, me di cuenta que no había vuelta atrás, sin embargo, ésta no fue el mayor de mis problemas, sino el abogado que contrataste. Con alevosía me dio largas para ver a mis hijos, distrayéndome para que yo no prestara la atención suficiente a la demanda, así dejé pasar plazos, términos para contestación y el juicio se fue en rebeldía. Tu abogado movió el juicio a su antojo. La buena fe que siempre tuve en las personas me hizo ciego y no vi que me estaba impidiendo ver a mis hijos, que en realidad me estaba jodiendo para perderlo todo.

Durante ese tiempo le escribía cada semana una carta a mis hijos, sin podérselas entregar. No sabía a dónde. Por más que le rogué al abogado que me dijera dónde estaban mis niños, no tuvo el corazón para darme aunque sea una pista. En este tenor, pasaron poco más de dos años en los que mi única relación contigo o mis hijos era tu estúpido abogado.

Mientras tanto, yo seguí religiosamente haciendo mis guardias fuera de casa de tus familiares, hasta que un día finalmente vi a mi hijo saliendo con uno de tus hermanos. Mi euforia fue tal que mientras iba caminando rápidamente a su encuentro, grité extasiado su nombre, él me miró y me dio rápidamente la espalda. Me quedé perplejo. Durante años esperé verlos, abrazarlos, escuchar sus voces; y en ese momento, no fui capaz de avanzar más. Me quedó claro que no deseaba verme. Susurré por última vez su nombre y me alejé de ahí. Su desprecio fue una puñalada en el corazón, nunca había sentido tanto dolor en mi vida. Años de búsqueda desperdiciados, horas, sentado en el auto esperando, para nada. ¿Qué hiciste para que mis hijos me odiaran así?

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alguna señal que me indicara que los volvería a ver. Y en efecto, la llamada llegó, aunque no en la forma en que yo lo hubiera deseado. No era alguno de mis hijos, era una amiga tuya para advertirme la peor noticia que se le puede dar a un padre. Mi niña estaba muy grave en el hospital. Salí en ese mismo instante a buscarla.

Llegué lo más rápido que pude, ella tenía poco tiempo de salir del quirófano. Mi pequeña estaba dormida, le había sido extraído un tumor de la matriz. Mi hijo me miraba desde una esquina de la habitación con recelo. Nunca pude restablecer la relación con él. Tú solo te dignaste a dirigirme la palabra para decirme que agradeciera tu generosidad en avisarme antes de que nuestra niña muriera. La operación que había tenido lugar horas antes no había servido de nada, el cáncer estaba demasiado avanzado y no se había contenido en el tumor, la metástasis había comenzado.

Las semanas siguientes acudí a ver a mi hija todos los días, el escaso tiempo que me permitías estar con ella no era suficiente, después de tantos años de ausencia Yo solo quería llenarme de ella antes de que se fuera. Las quimioterapias, inútiles al fin y al cabo, habían hecho estragos en mi niña. Se veía extremadamente delgada, tenía la piel pegada a los huesos, una peluca y sus ojos hundidos transmitían tristeza. Ella sabía que no estaría mucho tiempo en este mundo. Los últimos días de mi hija fueron un drama para todos, pero en especial para mí. Por fin podía tocar sus pequeñas manos y Dios la arrebataba de mi lado una vez más, ésta vez para siempre.

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juntos para siempre.” Esa noche murió y una parte de mí se fue con ella. Todos estos años he sido un muerto en vida, desechando a diario la idea del suicidio.

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