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El Principe Que Ha de Venir

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(1)

EL PRINCIPE

QUE HA DE VENIR

LA MARAVILLOSA PROFECIA

DE LAS SETENTA SEMANAS

DE DANIEL, CON RESPECTO

AL ANTICRISTO.

Por

Sir Robert Anderson

Prologo

Evis L. Carballosa

(2)

Índice

Prólogo — Evis L. Carballosa ... 2

Prefacio a la décima edición inglesa ... 4

Prefacio a la quinta edición inglesa ... 8

1. INTRODUCCIÓN ... 23

2. DANIEL Y SU ÉPOCA ... 30

3. EL SUEÑO DEL REY Y LAS VISIONES DEL PRO- FETA ... 33

4. LA VISION JUNTO AL RIO ULAY ... 38

5. EL MENSAJE DEL ÁNGEL ... 41

6. EL AÑO PROFETICO ... 47

7. EL TIEMPO MÍSTICO DE LAS SEMANAS ... 50

8. «EL MESÍAS PRINCIPE» ... 54

9. LA CENA PASCUAL ... 60

10. EL CUMPLIMIENTO DE LA PROFECÍA ……… 64

11. PRINCIPIOS DE INTERPRETACIÓN ... 68

12. LA PLENITUD DE LOS GENTILES ... 75

13. EL SEGUNDO SERMÓN DEL MONTE ... 79

14. LAS VISIONES DE PATMOS... 84

15. EL PRINCIPE QUE HA DE VENIR ……….... 90

Prólogo

«CUANDO SE PUBLICA un libro nuevo, lee uno viejo.» Ese

pensamiento de la pluma de un literato que vivió hace más de un siglo es, en cierto sentido, apropiado para la obra El Príncipe que ha

de Venir. Dicha obra es vieja porque vio la luz por primera vez en el

idioma inglés en el año 1882, pero es nueva porque su contenido es tan pertinente en nuestros días como lo fue hace un siglo.

Sir Robert Anderson, autor de El Príncipe que ha de Venir, fue, sin duda, un hombre extraordinario. Nacido en Inglaterra en el año 1841, Anderson procede de un trasfondo presbiteriano. Su instrucción no fue en el campo de la teología, sino más bien en asuntos legales. Trabajó como abogado en Dublín y en Londres. Entre los años 1868-1888 fue consejero de la oficina británica de Asuntos Internos en el área de crímenes políticos. También trabajó como comisionado asistente de la policía metropolitana de Londres y como jefe del departamento de investigación criminal de Scotland Yard de 1888 a 1901.

Aunque Sir Robert Anderson no podría clasificarse como un teólogo profesional, no cabe duda que fue un estudiante ferio de la Palabra de Dios. En medio de sus ocupaciones fue un conferenciante muy solicitado y un escritor de pluma ágil.

Sus trabajos trataron principalmente temas de apologética y profecía bíblica, aunque dio atención también a otros temas. Las obras más conocidas de Anderson fueron El Evangelio y sus ministerios (1876),

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El Príncipe que ha de Venir (1882), El Silencio de Dios (1897), La Biblia y la Crítica Moderna (1902) y Racionalismo Cristianizado y la Alta Crítica,* escrito poco antes de su muerte, en 1918.

El lector de habla castellana, no importa su persuasión teológica, debe sentirse complacido con la publicación de El Príncipe que ha de

Venir. Esta obra consiste de un estudio esmerado y sobrio de la

profecía de Daniel 9:24-27, con particular énfasis en lo relacionado a la septuagésima semana y más concretamente las enseñanzas tocantes a la persona del Anticristo.

Varios son los méritos del trabajo de Sir Robert Anderson.

Primeramente, el hecho de que vivió y escribió en una época en que el mundo teológico estaba embriagado con el vino que llenaba el cáliz de la alta crítica y que era ávidamente ingerido por los racionalistas europeos. Es muy notable que Anderson no cayera víctima del desatino teológico de su tiempo sino que defendió con valentía la integridad las Sagradas Escrituras.

En segundo lugar, el autor de El Príncipe que ha de Venir aboga por un sistema congruente de interpretación 'bíblica. Un método que sea aplicable de manera consecuente a la totalidad de la Palabra de Dios sin exceptuar la profecía. O como él mismo afirma: «No hay una sola profecía cuyo cumplimiento se registre en las Escrituras, que no se haya cumplido con absoluta exactitud, y en cada detalle; y es totalmente injustificable asumir que un nuevo sistema de

cumplimiento haya sido inaugurado después de haberse cerrado el canon sagrado» (p. 147).

Además, Sir Robert Anderson estaba interesado en exponer el Texto Sagrado. De modo que su trabajo es eminentemente exegético. Es evidente que Anderson estaba interesado en descubrir qué enseña la Palabra de Dios. Su mente analítica e investigadora lo llevó también a trazar una cronología de las setenta semanas de Daniel, trabajo éste que ha servido de base para muchos estudiosos de temas proféticos

* Estos libros han sido editados en inglés por Kregel Publications, Grand Rapids, Michigan, EE.UU.

Puede observarse, además, que Sir Robert Anderson estaba compenetrado tanto con la historia bíblica como con la historia secular. Prueba de esto es el uso constante de fuentes bibliográficas apropiadas y los apéndices cronológicos al final de la obra. Sin embargo, su obra está saturada de un tinte pastoral y a veces hasta devocional.

Finalmente, debe recordarse que la obra El Príncipe que ha de Venir fue escrita originalmente en el año 1882. Es decir, hace casi un siglo. Su autor murió en 1918, o sea hace más de seis décadas. Muchas cosas han pasado desde entonces. Algunas como el establecimiento del estado moderno de Israel, la situación en él Oriente Medio y la formación de cuatro esferas de influencia mundial han fortalecido lo que Sir Robert Anderson escribió hace más de medio siglo. Seguramente si viviese, Anderson hubiese revisado y aclarado algunos de los detalles de su obra. Pero general-mente hablando hubiese podido decir lo mismo que escribió hace un siglo.

Recomendamos, pues, a todos los estudiosos de la Biblia en él mundo de habla castellana la obra El Príncipe que ha de Venir. No importa la persuasión teológica del lector, debe prestar atención cuidadosa a este trabajo. Nuestra felicitación sincera a Publicaciones Portavoz Evangélico por él esfuerzo realizado. Quiera Dios usar esta obra para estimular a muchos a un estudio más profundo del Texto Sagrado.

Evis L. CARBALLOSA Guatemala, C A., 14 de julio de 1980

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Prefacio a la décima edición inglesa

EL PRÍNCIPE QUE HA DE VENIR ha estado agotado por más de un año; no parecía adecuado reimprimirlo durante la guerra 1. Pero la guerra parece haber creado un mayor interés hacia las profecías de Daniel; y como este libro está en demanda, se ha decidido publicar una nueva edición sin más tardanza. No es debido a que estas páginas contengan ninguna teoría sensacional respecto a «Armagedón». Porque «el lugar que en hebreo se llama Armagedón» no está situado

Ni en Francia ni en Flandes, sino en Palestina; y el futuro de la tierra y del pueblo del pacto será el asunto principal en la gran batalla que todavía debe librarse en aquella histórica llanura.

Los estudiosos de la profecía son susceptibles de adherirse a una u otra de las escuelas rivales de interpretación.

La enseñanza de los «futuristas» sugiere que esta dispensación cristiana es un blanco completo en el esquema divino de la profecía. Y los «historicistas» desacreditan las Escrituras frivolizando con el significado de palabras llanas a fin de hallar el cumplimiento de las mismas en la historio. Evitando los errores de ambas escuelas, este volumen ha sido escrito siguiendo el aforismo de Lord Bacon, de que «las profecías divinas tienen cumplimiento inicial y germinal a lo largo de muchas épocas, aunque su cumbre o plenitud pueda pertenecer a una época determinada».

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Y esta guerra mundial pertenece, indudablemente, al esquema profético, aunque no constituya el cumplimiento de ningún pasaje especial de las Escrituras.

Hace ya muchos años que mi atención fue atraída hacia un volumen de sermones de un devoto rabí judío de la sinagoga de Londres, en el cual él intentaba desacreditar la interpretación cristiana de ciertas profecías mesiánicas. Y al tratar de Daniel 9, acusaba a los expositores cristianos de entremeterse no ya tan sólo con la cronología, sino con las mismas Escrituras, en sus esfuerzos de aplicar la profecía de las Setenta Semanas al Nazareno. Mi indignación ante tan grave acusación dio paso al dolor cuando el proceso de estudio al que me abocó me proveyó de pruebas de que no se trataba en absoluto de un libelo infundado. Mi fe en el libro de Daniel, ya perturbada por la incrédula cruzada alemana de la «Alta Crítica», fue así más socavada. Y decidí asumir el estudio de este asunto con la fija determinación de aceptar sin reserva alguna no solamente el lenguaje de las Escrituras, sino también las fechas normativas de la historia tal como han sido establecidas por nuestros mejores cronólogos.2

Lo que sigue a continuación es un breve resumen de los resultados de mi indagación por lo que respecta a la gran profecía de las «Setenta Semanas». Empecé con la asunción, basada en la lectura de muchas obras clásicas, de que la era en cuestión se refería a los setenta años de la cautividad de Judá, y que tenía que finalizar con la Venida del Mesías. Pero pronto hice el sorprendente descubrimiento de que esto era totalmente erróneo.

2. No obstante, por lo que se refiere a los años de reinado de los reyes judíos, las fechas de los meses de Fynes Clinton quedan aquí modificadas siguiendo la

Mishná hebrea, que era un libro cerrado, para los lectores ingleses cuando el Fasti Hellenici fue escrito. Por lo que respecta a una fecha de importancia fundamental

estoy especialmente en deuda con el difunto canónigo Rawlinson y con el difunto Sir George Airey.

Porque la Cautividad duró tan sólo sesenta y dos años; y las setenta semanas estaban relacionadas con el juicio totalmente distinto de las Desolaciones3 en Jerusalén. Y además de ello, el período «hasta el Mesías Príncipe», como Daniel 9:25 afirma de una manera tan llana, no era de setenta semanas, sino de 7 + 62 semanas.

El fallo de no distinguir entre los diversos juicios de la Servidumbre, de la Cautividad y de las Desolaciones, constituye una fructífera fuente de error en el estudio de Daniel y de los libros históricos de las Escrituras. Y es extraño que esta distinción sea ignorada, no tan sólo por parte de los críticos, sino también por parte de los cristianos. Debido a su pecado nacional, Judá fue sometido a servidumbre bajo Babilonia durante setenta años; esto sucedió en el tercer año del rey Joacim (606 a.C). Pero el pueblo continuó endurecido, y en el año 598 a.C. cayó sobre ellos el juicio mucho más severo de la

Cautividad. En la primera conquista de Jerusalén, Nabucodonosor dejó intocada la ciudad y sus habitantes, siendo sus únicos

prisioneros Daniel y otros jóvenes de familias principales. Pero en esta segunda ocasión deportó a la masa de los habitantes a Caldea. No obstante, los judíos permanecían impenitentes a pesar de las amonestaciones divinas por boca de Jeremías en Jerusalén y por medio de Ezequiel entre los cautivos; y después de un lapso de otros nueve años, Dios trajo sobre ellos el terrible juicio de «las

Desolaciones», que fueron decretadas para una duración de setenta años. Así, para el año 589 a.C. los ejércitos babilónicos invadieron Judea de nuevo, y la ciudad fue devastada e incendiada.

Ahora bien, tanto la «Servidumbre» como la «Cautividad»

finalizaron con el decreto de Ciro en 536 a.C, que permitía el retorno de los expatriados. Pero como bien claramente lo indica el lenguaje de Daniel 9:2, fueron los setenta años de «las Desolaciones» que sirvieron de base a la profecía de las setenta semanas.

3. A lo largo de este libro, y siempre que aparezca, se utilizará «el juicio de las Desolaciones» como un término técnico. Este término no aparece en la versión

Reina-Valera en Jeremías 25:11-12, pero sí en la Versión Moderna, y naturalmente

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Y la época de los setenta años se inició en el día en que Jerusalén fue sitiado —el décimo de Tabeth en el noveno año de Sedequías— día éste que se observa desde entonces como día de ayuno por los judíos en todos los países en que están (2° Reyes 25:1). Daniel y el

Apocalipsis indican definitivamente que el año profético es un año de 360 días. Así, además, era el año sagrado del calendario judío; y, como es bien sabido, así era el año antiguamente en las naciones del Oriente. (Ver el capítulo 6: El año profético). Pero setenta años de 360 días consisten exactamente de 25.200 días; y como el Año Nuevo judío dependía de la luna equinoccial, podemos asignar el 13 de diciembre como la «fecha Juliana» del décimo de Tabeth del 589 a.C. Y 25.200 días contados a partir de esta fecha finalizaron el 17 de diciembre del 520 a.C, que fue el día veinticuatro del mes noveno del segundo año del rey Darío de Persia —el mismo día en que se

echaron los cimientos del segundo Templo (Hag. 2:18-19. Ver pp. 94 y ss.).

Aquí hay algo que debería hacer pensar tanto a críticos como a cristianos. Un decreto de un rey persa era tenido como divino, y cualquier intento de obstaculizarlo era objeto generalmente de un castigo rápido y drástico; y, no obstante, el decreto que ordenaba la reconstrucción del Templo, emitido por el rey Ciro en el cénit de su poder, fue frustrado durante diecisiete años por insignificantes gobernadores locales. ¿Cómo piulo ser esto? La explicación es que hasta que no hubiera expirado el último día de «las Desolaciones», Dios no iba a permitir que se pusiera piedra sobre piedra en el monte Moriah.

Así, pues, apartando de nuestras mentes todas las meras teorías respecto a este asunto, llegamos a los siguientes hechos

definitivamente averiguados:

1. La época de las Setenta Semanas arranca de la emisión de un decreto para restaurar y edificar a Jerusalén. (Dn. 9:25.)

2. Nunca ha habido más de un decreto para la reconstrucción de Jerusalén. (Ver p. 94.)

3. El dicho decreto fue emitido por Artajerjes, rey de Persia, en el mes de Nisán en el año 20 de su remado, o sea, en el 445 a.C. (Ver pp. 95-97.)

4. La ciudad fue realmente construida en obediencia a la orden dada. 5. La fecha juliana del 1° de Nisán del 445 fue el 14 de marzo. (Ver p. 140.)

6. Sesenta y nueve semanas de años —o sea, 173.880 días— contados a partir del 14 de marzo del 445 a.C. finalizaron el 6 de abril del 32 d.C. (Ver p. 143.)

7. Aquel día, en el que tuvieron su fin las sesenta y nueve semanas, fue el día fatal en que el Señor Jesús cabalgó a Jerusalén en

cumplimiento de la profecía de Zacarías 9:9; cuando por primera y única vez en toda su peregrinación terrena lúe aclamado como «Mesías, Príncipe, el Rey, el Hijo de David». (Ver p. 142.)

Y aquí, de nuevo, debemos limitarnos a las Escrituras. Aunque Dios no ha registrado en ningún sitio la fecha del nacimiento de Cristo en Belén, ninguna fecha en la historia, sea ésta sagrada o profana, está fijada con mayor precisión que la del año en el que el Señor empezó Su ministerio público. Me refiero, naturalmente, a Lucas 3:1-2. (Ver pp. 117-118.) Afirmo esto enfáticamente, debido a que expositores cristianos han intentado de manera persistente establecer una fecha lie Licia para el reino de Tiberio. Por lo tanto, la primera Pascua del ministerio del Señor cayó en Nisán del 29 d.C; y podemos fijar la fecha de la Pasión como Nisán del 32 d.C. con certeza total. Que escritores incrédulos o judíos se dedicaran a confundir y corromper la cronología de estos períodos no sería de sorprender. Pero es a

expositores cristianos a quien debemos esta mala obra. Felizmente, empero, podemos apelar a las labores de historiadores y cronólogos seculares para la demostración de la divina exactitud de las Sagradas Escrituras.

El ataque general contra el libro de Daniel, brevemente considerado en el «Prefacio a la quinta edición», es tratado con más detalle en la reimpresión de 1902 de Daniel in the Critic's Den (Daniel en el foso de los críticos). El lector hallará allí una respuesta a los ataques de la Alta Crítica a Daniel, basada en la filología y la historia; y hallará también que los críticos quedan refutados por sus propias admisiones con respecto al Carón del Antiguo Testamento.

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La mayor parte de los «errores históricos» de Daniel, que el profesor Samuel R. Driver copió de la obra de Bertholdt del siglo pasado4 han sido mostrados no ser tales errores gracias a la erudición e

investigación de nuestros propios días. Pero, al escribir sobre este asunto, me di cuenta de que la identidad de Darío el Meda era todavía una dificultad. Pero desde entonces he hallado una solución de esta dificultad en un versículo en Esdras, utilizado hasta ahora por Voltaire y otros para desacreditar las Escrituras.

Esdras 5 nos dice que en el reino de Darío Histaspes los judíos solicitaron al trono, apelando al decreto por el cual Ciro había autorizado la reconstrucción del Templo. La fraseología de la

petición indica claramente que, por lo que los líderes judíos sabían, el decreto había sido archivado en la casa de los archivos en Babilonia. Pero la búsqueda que se hizo allí no dio frutos, y al final se encontró en Ecbatana (o Acmeta: Esdras 6:2). ¿Cómo fue posible que un documento de estado fuera transferido a la capital de Media?

La única explicación razonable de este extraordinario hecho completa el conjunto de pruebas de que el rey vasallo a quien Daniel denomina Darío de Media fue Gobryas (o Gubaru), que llevó al ejército de Ciro a Babilonia. Como varios autores han señalado, el testimonio de las inscripciones señala hacia esta conclusión. Por ejemplo, la tablilla de los Anales de Ciro registra que, después de tomar la ciudad, fue Gobryas quien designó a los gobernadores o sátrapas; designaciones que Daniel afirma haber sido hechas por Darío. El hecho de que era un príncipe de la casa real de Media, y presumiblemente bien conocido por Ciro, que había residido en la corte de Media, explicaría el que se le tuviera en tan alta consideración. Fue el que gobernó Media como Virrey cuando aquel país fue reducido a la posición de provincia; y para cualquier persona acostumbrada a tratar con evidencias, parecería natural inferir que, por una u otra razón, fue enviado de nuevo a su trono provincial y que, al volver a Ecbatana, se llevó consigo los archivos de su breve reinado en Babilonia.

4. O sea, el siglo XVIII, pues la obra está escrita a fines del siglo XIX. (N del T.)

En el intervalo entre la ascensión de Ciro y la de Darío Histaspes, el decreto referente al Templo pudo haber quedado olvidado por todos menos para los mismos judíos. Y a pesar de que era algo muy grave impedir la ejecución de una orden dada por el rey de Persia (Esdras 6:11), no obstante n esta ocasión, como ya se ha señalado, un decreto divino se sobre impuso al decreto de Ciro, y vetó su toma de acción referente a él.

La elucidación de la visión de las Setenta Semanas, tal como se desarrolla en las siguientes páginas, es mi personal contribución a la controversia sobre Daniel. Y ya que la investigación crítica a la que ha sido sujeto ha sido incapaz de detectar en él un solo error o defecto5 se puede aceptar en la actualidad sin dudas ni reservas.

5. Un punto puede ser digno de una nota de pie de página. La traducción de la R. V. de Hechos 13:20 parece eliminar mi solución del perturbador problema de los 480 años de 1." Reyes 6:1 (ver pp. 111-112). Pero aquí, siguiendo (los revisores de la versión inglesa) sus prácticas acostumbradas, y negligiendo los principios por los cuales los expertos se guían en caso de evidencias en conflicto, los Revisores han seguido servilmente a ciertos de los MSS (manuscritos) más antiguos. Y el efecto ■obre este pasaje es desastroso. Porque lo cierto es que ni el apóstol dijo, ni el evangelista escribió, que el disfrute de la tierra por parte de Israel estuviera limitado a 450 años, ni que transcurrieran 450 años antes de la época de los Jueces. El texto adoptado por los Revisores es, por ello, claramente erróneo.

(Desafortunadamente, esta lectura errónea se halla también en nuestra excelente Versión Moderna y en la encomiable Versión 1977 de Reina-Valera, que siguen este punto la misma línea que los Revisores de la versión inglesa. (N. del T.) Dean Alford lo considera como «un intento de corregir la difícil cronología del versí-culo»; y, añade, «si se toman las palabras tal como son, no se puede dar otro

sentido que el que el tiempo de los Jueces duró 450 años». Esta es, como sigue

explicando, la era dentro de la cual tuvo lugar el gobierno de los Jueces. No significa que los Jueces gobernaran durante 450 años —en cuyo caso se utilizaría el acusativo, como en el versículo 18— sino, como implica la utilización del dativo, que el período hasta Saúl, caracterizado por el gobierno de los Jueces, duró 450 años.

Apenas necesito señalar la objeción de que en la página dejo de tener en cuenta la servidumbre mencionada en Jueces 10:7-8. Esta servidumbre afectó solamente a las tribus más allá del Jordán.

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El único comentario despreciativo que el profesor Driver ha podido ofrecer acerca de el en su Book of Daniel es que es «un

reavivamiento en una forma ligeramente modificada» del esquema de Julio Africano, y que deja la septuagésima semana sin explicar. Pero lo cierto es que el hecho de que mi esquema esté en la misma línea que la del «padre de los cronólogos cristianos» crea una muy fuerte presunción en su favor. Y bien en contra de dejar la Septuagésima semana sin explicación, la he tratado según la creencia de los padres primitivos. Porque ellos contemplaban la semana ésta como futura, siendo así que esperaban al Anticristo de las Escrituras —«una persona individual, la en carnación y concentración del pecado».6

R. ANDERSON

6. Alford's Greek Testament, prólogo a 2 Tesalonicenses, n.° 5

Prefacio a la quinta edición inglesa

Una defensa del libro de Daniel contra la «Alta Crítica»

ESTE LIBRO ha sido menospreciado en algunos círculos debido a que, según se afirma, ignora la crítica destructiva que supuestamente ha conducido a «todas las personas con discernimiento» a abandonar la creencia en las visiones de Daniel.

La acusación no es completamente justa. No tan solamente se da respuesta a algunas de las principales objeciones de los críticos desde estas páginas, sino que al demostrar la genuinidad de la gran profecía central de este libro, se establece la autenticidad del todo. Y puede explicarse la ausencia de un capítulo especial sobre este asunto. La práctica, demasiado Común en controversia religiosa, de dar una representación ex parte de los puntos de vista de los oponentes, en lugar de Aceptar la propia afirmación de ellos, nunca es satisfactoria, y pocas veces honesta. Y no había ningún tratado disponible de parte de los críticos que fuera lo suficientemente conciso como para permitir una consideración detallada, aunque breve, y lo

suficientemente plena y autorizada como para permitir su aceptación como adecuada.

No obstante, esta falta ha sido suplida desde entonces por la

Introduction to the Literatura of the Old Testament,1 del profesor

Driver, obra ésta que incorpora los resultados de la denominada «Alta Crítica» tal como son aceptados por el sobrio juicio del autor. Evitando siempre la maliciosa extravagancia de los racionalistas alemanes y de sus imitadores ingleses, no omite nada que la erudición pueda presentar como honestidad en contra de la

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autenticidad del Libro de Daniel. Y si se puede demostrar que los argumentos hostiles que el aduce son erróneos y no convincentes, el lector puede aceptar el resultado, sin ningún tipo de temores, como un «punto final a la controversia» sobre este asunto.2

Aquí tenemos la tesis que el autor intenta establecer:

En vista de los hechos presentados por el libro de Da niel, la

opinión de que éste sea obra del mismo Daniel m puede sustentarse. La evidencia interna muestra, con una fuerza irresistible, que no puede haber sido escrito antes dj c. 300 a.C., y eso en Palestina y es como mínimo probable que fuera compuesto bajo la persecución de Antíoco Epífanes, el 168 ó 167 a.C.

El profesor Dríver ordena sus pruebas bajo tres títulos:

1) hechos de naturaleza histórica; 2) la evidencia lingüística de Daniel; y 3) la teología del Libro.

1. An Introduction to the Lilerature of the Old Testament, por S. R. Driver, D.

D., Profesor Regius de Hebreo, y Canónigo de Christ Church, Oxford. 3a edición (T. & T. Clark, 1892). Deseo, desde aquí re conocer la cortesía del profesor Driver al darme respuesta a varias preguntas que rne aventuré a dirigirle.

2. De acuerdo con el plan de la obra, el capítulo 11 empieza con un examen del contenido de Daniel, juntamente con unas nota* exegéticas. Estas notas no son de mi incumbencia, aunque parecen pensadas para preparar al lector para la secuela. Las dejaré de lado con solamente un par de comentarios. Primero, en su crítica de Dn. 9:24-271 él ignora el esquema de interpretación que yo he seguido, aunque es adoptado por algunos escritores de mayor eminencia que algunos de, los que él cita; y los cuatro puntos que enumera en contra de la interpretación mesiánica «comúnmente comprendida» son ampliamente, considerados en estas páginas. Y en segundo lugar, su comentario acerca del cap. 9, de que «difícilmente puede ser legítimo, en una descripción continua, sin cambio aparente de sujeto, referir una parte al tipo y otra parte al antitipo»; deja de lado con una extraordinaria superficia-lidad ¡un canon de interpretación profética aceptado casi universalmente desde los días de los Padres post-Apostólicos hasta nuestros días!

Bajo (1) él enumera los siguientes puntos:

(a) «La posición del Libro en el canon judío, no entre los profetas

sino en la colección miscelánea de escritos llamados Hagiografa, y entre los últimos de éstos, cerca de Ester. Aunque es poca cosa definida lo que se sabe con respecto a la formación del canon, la división conocida como de «los Profetas» fue indudablemente formada antes que la de la Hagiografa; y si el libro de Daniel hubiera existido en aquel tiempo, es razonable suponer que hubiera tenido el rango de la obra de un profeta, y que hubiera sido incluido en la dicha clasificación.»

(b) «Jesús, el hijo de Sirac (escribiendo alrededor del 200 a.C), en

su enumeración de dignidades israelitas, capítulos 44-50, en la que menciona a Isaías, Jeremías, Ezequiel y (colectivamente) a los doce profetas menores, no obstante, guarda silencio con respecto a Daniel.»

(c) «Que Nabucodonosor cercara Jerusalén y se llevara parte de los utensilios sagrados en "el año tercero del reinado de Joacim" (Dn. 1:1 ss) es —aunque no pueda, hablando estrictamente, demostrarse falso— altamente improbable: no solamente guarda silencio sobre ello el libro de los Reyes, sino que Jeremías, al año siguiente (cap. 25, etc.), habla de los caldeos en una manera que parece implicar de una manera clara que sus armas no habían sido todavía vistas por Judá.»

(d) «Los "caldeos" son sinónimos en Daniel con la casta de

magos. Este sentido "es desconocido en el lenguaje asirio-babilónico, y, allí donde aparece, ha surgido después del fin del imperio

babilónico, y es por ello una indicación de la redacción post-exílica del Libro" (Schrader).»

(e) «Se presenta a Belsasar como rey de Babilonia; y se menciona

a Nabucodonosor por el capítulo 5 como su padre (vv. 2, 11, 13, 18, 22).»

(f) «Darío, hijo de Asuero, un Medo, es —después de la muerte

de Balsasar— "hecho rey sobre el reino de los caldeos". No parece haber sitio para este gobernante. Según todas las otras autoridades, Ciro es el inmediato sucesor de Nabunahid, y gobernante de todo el imperio persa.»

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(g) «En 9:2 se afirma que Daniel "miró atentamente en los libros"

el número de años que, según Jeremías, Jerusalén debía estar arruinada. La expresión utilizada implica que las profecías de

Jeremías formaban parte de una colección de libros sagrados que, no obstante, se puede afirmar con seguridad que no se formó con anterioridad a; 536 a.C.»

(h) «Otras indicaciones aducidas para mostrar que el libro no es

obra de un contemporáneo son como las que siguen»: los puntos son la improbabilidad, primero, de que un judío estricto hubiera entrado en la clase de los «magos», o de que él hubiera sido admitido por los mismos magos; segundo, la locura de Nabucodonosor y su edicto; tercero, los términos absolutos en los que él y Darío reconocen a Dios, todo y manteniéndose en su idolatría.

Desecho (f) y (h) dé inmediato, pues el mismo autor con su acostumbrada honestidad, renuncia a imponerlas. «Deberían — admite— ser utilizadas con reserva.» La mención de Darío el Medo es quizá la mayor dificultad a que se enfrenta el estudiante de Daniel, y el problema que ella implica espera todavía su solución.3

El rechazo incondicional de la narración por parte de muchos autores eminentes demuestra tan sólo la incapacidad, incluso por parte de resultados eruditos de suspender el juicio ante cuestiones de este tipo. La historia de aquella época es demasiado incierta y confusa para justificar dogmatismos, y, como muy justamente remarca el profesor Driver, «una crítica cauta no edificará demasiado sobre el silencio de las inscripciones, campo éste en la que ciertamente muchas esperan aún ver la luz» (p. 469). En la reciente obra del señor Sayce4 se descuida esta precaución. Aún más, el señor Sayce acepta, con una fe indebidamente simple, todo lo que Ciro dijo acerca de sí mismo. Evidentemente, le interesaba a Ciro representar la adquisición de Babilonia como una revolución pacífica, y no como una conquista militar.

3. Esta solución ya ha llegado. Ver Prefacio a la décima edición en esta misma obra, y el amplio estudio de J. C. Whitcomb: Darius the Mede (Reformed and Presbyterian Pub. Co., Nutley, N. J., 1977). (N. del T.)

4. The Higher Criticism and the Verdict of the Monuments, A. H. Sayce.

Pero es que el libro de Daniel no entra en conflicto con ninguna de estas hipótesis. Aquí el señor Sayce «introduce sus preconcepciones en la lectura», como tan constantemente se hace, leyendo ahí lo que de ninguna manera se afirma, ni tan siquiera se implica. No se dice ni una palabra con respecto a un cerco ni una captura. Belsasar «fue muerto», y Darío «tomó el reino»; pero la forma en que estos eventos toman lugar tenemos que aprenderlas de otras fuentes. El profesor Driver admite aquí de una manera expresa «que Darío el Medo" puede mostrarse, después de todo, como personaje histórico»5 y esto es ya suficiente para nuestro propósito presente.

Y paso a considerar los puntos que quedan, por orden:

(a) Este punto está correctamente colocado en primer lugar, al ser

el más importante. Pero su aparente importancia disminuye más y más cuando se examina más de cerca. Nuestra Biblia inglesa (y la castellana), siguiendo a la Vulgata, divide al Antiguo Testamento en treinta y nueve libros. El canon judío reconocía solamente

veinticuatro. Estos estaban clasificados bajo tres encabezamientos — la Torah, los Neveeim, v los Kethuvim (La Ley, los Profetas y los Otros Escritos). El primero contenía el Pentateuco.

5. Página 479, nota. Pero la apelación del autor bajo (f) a «todas las otras autoridades» es difícilmente honesta, ya que Daniel es el único historiador

contemporáneo, y ya que la exploración de las ruinas de Babilonia ha de efectuarse aún.

Por lo que respecta a (h), es poco lo que precisa decirse. El profesor Driver admite cándidamente que «existen buenas razones para suponer que la licantropía descansa sobre una base de hecho». Ningún estudiante de la naturaleza humana hallará nada extraño en la acción registrada de estos reyes paganos cuando se enfrentaban con pruebas de la presencia y del poder de Dios. Vemos la contrapartida actual, cada día, en la conducta de los hombres impíos cuando les acontecen sucesos que ellos consideran como juicios divinos. Y nadie que esté acostumbrado a tratar con evidencias entretendrá la sugerencia de que la historia de Daniel viniendo a ser un «Caldeo» sería inventada por un judío educado bajo el estricto ritual de los días del post-exilio. Y la sugerencia de que habría rehusado la admisión en el círculo a Daniel frente a la orden del gran rey de que se le admitiese no merece ninguna respuesta.

(11)

El segundo contenía ocho libros, que de nuevo se clasificaban en dos grupos. Los primeros cuatro —esto es, Josué, Jueces, Samuel y Reyes— recibían el nombre de los «Profetas Primeros»; y los otros cuatro —esto es, Isaías, Jeremías, Ezequiel y «los Doce» (o sea los profetas menores, que se contaban como un solo libro) — recibían el nombre de los «Profetas Postreros». La tercera división contenía once libros —esto es, Salmos, Proverbios, Job, el Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras y Nehemías (que se contaban como uno solo), y Crónicas. Ahora bien, el examen de la lista hace que sea imposible dejar de aceptar una de las

siguientes dos posiciones. O el canon fue confeccionado bajo

dirección divina, o la clasificación de los libros entre la segunda y la tercera división fue arbitraria. Si alguien adopta la primera

alternativa, la inclusión de Daniel en el canon decide la cuestión. Si, por otra parte, se asume que el arreglo fue humano y arbitrario, el hecho de que Daniel esté en el tercer grupo demuestra —no que el libro fuera mirado como de dudosa reputación, pues en tal caso habría quedado excluido del canon, sino— que el gran expatriado de la Cautividad no era considerado un «profeta».

A personas superficiales esto podrá parecerles un completo abandono del caso. Pero si se utiliza la palabra «profeta» en su sentido aceptado ordinario, Daniel no pretende en absoluto a este título, y si no fuera por Mateo 24:15 es probable que nunca se le hubiera aplicado. Sus visiones tienen su contra partida en el Nuevo Testamento, pero a pesar de ello nadie habla del «profeta Juan». Según 2.a de Pedro 1:21 loa profetas «hablaron siendo inspirados (griego: movidos) por el Espíritu Santo». Esto caracterizó las declaraciones de Isaías,

Jeremías, Ezequiel y «los Doce». Fueron las palabras de Jehová por boca de los hombres que las proclamaron. Los profetas se mantenían aparte del pueblo como testigos da parte de Dios; pero la posición y el ministerio de Daniel eran totalmente diferentes. «No hemos obedecido a tus siervos loa profetas, que en Tu Nombre hablaron»: tal era su humilde actitud. La alta crítica puede desdeñar la distinción en qua aquí insistimos; pero la cuestión es, cómo era él considerado por los hombres que establecieron el canon; y en el juicio de ellos era de inmensa importancia. Daniel contiene el registro, no de palabras

inspiradas por Dios proclamadas por el vidente, sino de palabras dichas a él, y de sueños y visiones que le fueron concedidos. Y las visiones de la última mitad del libro le fueron concedidas después de más de sesenta años empleados en asuntos de estado-años que hubieran registrado en la mente popular su fama como estadista y go-bernante.

El lector reconocerá así que la posición de Daniel en el canon es precisamente la que sería de esperar. El crítico habla de su posición «en la colección miscelánea de escritos llamada la Hagiografa, y entre los últimos de éstos, cerca de Ester». Pero, al adoptar este punto de otros autores anteriores el autor citado es culpable de lo que se podría denominar como deshonestidad inintencionada. Daniel está situado antes que Esdras, Nehemías, y Crónicas, en un grupo de libros que incluye a los Salmos —aquellos Salmos que los judíos apreciaban más que ninguna otra parte de su canon— aquellos Salmos, muchos de los cuales, muy correctamente, consideraban como proféticos en el sentido más elevado y estricto.6

Pero Daniel, se nos dice, fue colocado «próximo a Ester». ¿Qué quiere decir el crítico con esto? No puede querer sugerir con esto que Ester esté teñido en baja reputación por los judíos, pues él mismo declara que llegó a ser «considerado por ellos como superior tanto a los escritos de los profetas como a las otras partes de la Hagiografa» (p. 452). Por lo que respecta al libro de Ester estando situado antes que el de Daniel, no puede habérsele pasado por alto que está incluido en el canon con los cuatro libros que le preceden —el

Megilloth. No puede significar la implicación de que los libros de los Kethuvim estén dispuestos de manera cronológica; y ciertamente no

puede querer crear un ignorante prejuicio. Por lo tanto su afirmación constituye un enigma, y la consideración bajo este título puede

cerrarse con la siguiente consideración general de que (a) implica que los judíos estimaban los libros en la tercera división de su canon como menos sagrada que «los profetas».

6. Como los Salmos eran el primer libro en los Kethuvim, dieron su nombre a toda la sección; como, por ejemplo, cuando nuestro Señor hablaba de «la ley de Moisés, los Profetas, y los Salmos» (Lc. 24:44), se refería a todas, las escrituras.

(12)

Pero esto no tiene base alguna. Juntamente con el resto, se aceptaban, como nos dice Josefo, «justamente creídos ser divinos, por lo que, antes que hablar en contra de ellos, estaban prontos a sufrir tortura, o incluso la muerte».7

(b) Poco es lo que tiene que decirse con respecto a esto. El canónigo

Driver admite que este argumento es tal «que, si estuviera solo, sería arriesgado adelantarlo», y esto es precisamente lo que sucede si la posición (a) queda refutada. Si el asunto consistiera en la omisión de Daniel de una lista formal de los profetas, todo lo que se ha dicho antes se podría aplicar aquí con la misma fuerza; pero el lector no debe suponer que el hijo de Sirac da ninguna lista de este tipo. Los hechos son los siguientes: El libro apócrifo del Eclesiástico que es el que aquí se cita, finaliza con una rapsodia en alabanza a «varones gloriosos». Este panegírico, esto es cierto omite el nombre de Daniel. Pero, ¿en relación a qué se incluiría aquí su nombre? Daniel era un expatriado en Babilonia desde su temprana juventud, y nunca pasó un solo día de su larga vida entre su pueblo, nunca se asoció

abiertamente en sus luchas ni en sus tristezas. Además, el crítico deja de mencionar que el hijo de Sirac deja también de mencionar no sólo a dignidades como Abel, y Melquisedec, y Job, y Gedeón y Sansón, sino también a Esdras, que, a diferencia de Daniel, jugó un papel de capital importancia en la vida nacional, y que también dio su nombre a uno de los libros del canon.

Que el mismo lector decida después de leer por sí mismo el pasaje en que deberían aparecer los nombres de Daniel y de Esdras.8 Si alguien está constituido mentalmente de tal manera que la omisión le guía a decidirse en contra la autenticidad de estos dos libros, ninguna palabra mía será capaz de influenciarle.

(c) Se declara improbable la afirmación histórica con que se inicia

el libro de Daniel, sobre dos bases: primero, a causa de que «el libro de los Reyes guarda silencio» sobre ello; y segundo, porque Jeremías 25 parece inconsistente con ella.

7. Contra Apión, i. 8.

8. Esta sección de Eclesiástico empieza con el capítulo 44, pero el pasaje en cuestión es 49:6-16.

El primer punto parece que está señalado de manera equivocada, puesto que 2° Reyes 24:1 afirma, de manera explícita, en los días de Joacím, Nabucodonosor vino contra Jerusalén, y que el rey judío pasó a ser vasallo suyo.9

Y el segundo punto está exagerado. Jeremías 25 guarda silencio sobre el asunto, y esto es todo lo que se puede decir. Ahora bien, el peso que se le dé al silencio de un testigo o documento dado con respecto a cualquier asunto es un problema familiar al tratar con evidencias. Depende totalmente de circunstancias el que cuente mucho, o poco, o nada. Siendo el libro de los Reyes un registro histórico, su silencio aquí significaría algo. Pero ¿por qué una admonición y una profecía como el capítulo 25 de Jeremías, debería contener el relato de un suceso anterior en unos meses, suceso que nadie en Jerusalén podría nunca olvidar?10

Pero es innecesario discutir más en esta línea, pues la exactitud de la afirmación de Daniel puede establecerse sobre bases que el crítico ignora completamente. Me refiero a la cronología de las épocas de la «servidumbre» y de las «desolaciones». Ambas son comúnmente confundidas con «la cautividad», que solamente en parte se solapaba con ellas. Estas varias épocas representaron tres juicios sucesivos de Judá (ver p. 92). La cronología de éstas queda completamente explicada en la secuela, y el examen de la detallada consideración de las pp. 216-224, o incluso un solo vistazo a las tablas que siguen (pp. 225-230),

9. Posiblemente el crítico quiere poner en duda el que Jerusalén hubiera sido realmente tomada, esto es, asaltada, en esta ocasión. Yo, lo admito, lo he asumido en estas páginas. Pero las Escrituras no lo dicen en ningún lugar. Reuniendo todos los relatos, podemos solamente afirmar que Nabucodonosor vino contra Jerusalén, y que la sitió, que, de alguna manera, Joacim cayó en sus manos y fue encadenado para llevarlo a Babilonia, y que Nabucodonosor cambió su propósito y lo dejó como rey vasallo en Judea. Puede ser que saliese a encontrarse con el rey caldeo, como su hijo y sucesor hizo más tarde (2° R. 24:12); y es muy probable que la acción de Joaquín a este respecto hubiera sido sugerida por la leniencia mostrada hacia su padre.

10. las palabras «como hasta hoy», en el versículo 18, parecen ser una alusión a la subyugación acabada de Judea. Según el versículo 19, Egipto era el siguiente a caer bajo Nabucodonosor; y el capítulo 46:2 registra la victoria sobre el ejército egipcio en aquel mismo año.

(13)

suministrará prueba absoluta y completa de que la servidumbre empezó en el año tercero de Joacím, precisamente como lo certifica el libro de Daniel.

(d) Me referiré a este tema de la cuestión filológica aquí involucrada

en el segundo capítulo del cuerpo de la obra. No es en ningún sentido, una dificultad histórica.

(e) El lector hallará este punto tratado a partir de la página 211 y ss.

El canónigo Driver remarca: «Se puede admitir como probable que Bel-sar-usur mantuviera el mando de su padre en Babilonia;... pero es difícil pensar que esto podría darle derecho a ser mencionado como rey por un contemporáneo», Si Belsasar era regente, como indica la narración, es difícil que un cortesano hablara de él de otra manera que como rey. Si hubiera dejado de darle el título ¡ello hubiera podido costarle la cabeza! Daniel 5:7, 16, 29 lo corrobora de una manera más notable de lo que pueda parecer debido a que no está preparado intencionadamente. Nabucodonosor había hecho a Daniel el segundo hombre en el reino: ¿por qué Belsasar le hace el tercero? Presumiblemente, porque el mismo sólo poseía el segundo lugar. Para evitar esto, los críticos, manejando una posible traducción alternativa del arameo (como la que se da en el margen de la Revised

Versión), conjeturan un «Buró de tres». Pero asumiendo que las

palabras puedan significar un triunvirato en el sentido del capítulo 6:2, la cuestión de si éste es su verdadero significado debe ser apelando a la historia. Y la historia no da una sola indicación de que un tal sistema de gobierno prevaleciera en el Imperio Babilónico. Una verdadera exégesis, por tanto, debe decidirse en favor de la alternativa más natural, de que Daniel debía gobernar como tercero, siendo el primero el rey ausente, y el rey regente el segundo.

Pero Belsasar es llamado el hijo de Nabucodonosor. El lector hallará esta objeción plenamente contestada por el Dr. Pusey (Daniel, pp. 406-4Ü8). El remarca con mucha justicia que «el enlace matrimonial con la familia de un monarca conquistado, o con una línea lateral, es evidentemente una manera de fortalecer el trono recientemente adquirido y es probable a priori que Nabunahit reforzara así su pre tensión», y el profesor Driver mismo admite (p. 468) que

posiblemente el rey se hubiera casado con una hija de

Nabucodonosor, «en cuyo caso este último podría ser mencionado como padre de Belsasar (= abuelo, por costumbre hebrea)». Añadiré tan sólo dos observaciones: primera, los críticos olvidan que incluso desde el propio punto de vista de Daniel la existencia de una

tradición es prueba prima facie de su verdad; y la segunda, si el usurpador hubiera elegido ser llamado hijo de Nabucodonosor, aun sin ninguna base para el título, nadie en Babilonia hubiera osado impedírselo.

(g) Aquí están las palabras de Daniel 9:2: «Yo Daniel llegué a entender por medio de los libros, la cuenta de los años de que había revelado Jehová al profeta Jeremías, que hubiesen de cumplirse setenta años de las desolaciones de Jerusalén». Reconocidamente, la profecía que aquí se menciona es Jeremías 25:11-12. Ahora bien, la palabra sepher, traducida «libros» en Daniel 9:2, significa

simplemente un rollo. Puede denotar un libro, como es tan a menudo el caso en las Escrituras, o meramente una carta. Ver, a guisa de ejemplo, en Jeremías 29:1 (la carta que Jeremías escribió a los expatriados en Babilonia), o Isaías 37:14 (la carta de Senaquerib al rey Ezequías). De nuevo, Jeremías 36:1-2 registra que en el cuarto año del rey Joacím, el mismo año en que se proclamó la profecía de Jeremías 25, se registraron todas las profecías dadas hasta aquel tiempo en «un libro». Y en Jeremías 51:60-61 hallamos que unos diez años más tarde se escribió otro libro, y fue enviado a Babilonia. ¿Dónde, pues, se halla la dificultad? Además, el profesor Driver mismo da una completa respuesta a su propia crítica al adoptar «la suposición de que en algunos casos los escritos de Jeremías

estuvieron en circulación durante un tiempo como profecías aisladas, o como pequeños grupos de profecías» (p. 254). Estos pueden haber sido los rollos o «libros» de Daniel 9. Pero supongamos, por amor del argumento, que admitamos que «los libros» tiene que significar los escritos sagrados hasta aquel período, ¿qué justificación existe para poder afirmar que no existía una «colección» tal en el año 536 a.C.? Nunca se ha hecho una afirmación más arbitraria, ni dentro del campo de la controversia. ¿No es absolutamente increíble que los rollos de la Ley no se guardaran juntos? Y considerando la intensa piedad de Daniel, y los extraordinarios medios y recursos que tenía a

(14)

su disposición bajo Nabucodonosor, ¿no se puede «afirmar con seguridad» que no había hombre sobre la tierra con más posibilidades que el de tener copias de todos los escritos sagrados?11

Paso ahora al segundo argumento del crítico, que está basado en el

lenguaje del libro de Daniel. El apela, primero, al número de palabras persas que contiene; segundo, a la presencia de palabras griegas;

tercero, al carácter del árame en que está escrito parte del libro; y, por último, al carácter del hebreo.

Sosteniendo el argumento basado en la presencia de palabras extranjeras está en realidad la asunción implícita de que los judíos eran una tribu inculta que había vivido hasta entonces en rústico aislamiento. Y ello, no obstante, cuatro siglos antes de Daniel se hablaba de la sabiduría y de las riquezas de Salomón por todo el mundo entonces conocido Era un naturalista, botánico, filósofo y poeta. ¿Y por qué no también un lingüista? ¿O es que todas sus comunicaciones con sus esposas extranjeras fueron efectuadas por medio de intérpretes? Comerció con naciones cercanas y distantes, y cada uno de nosotros sabe cómo el lenguaje es influenciado por el comercio. ¿Y podemos dudar que la fama de Nabucodonosor atrajera extranjeros a Babilonia? Lo que sus relaciones con las cortes

extranjeras fueran, no lo sabemos. ¿Por qué no pudo Daniel haber sido un erudito persa? La posición que se le asignó bajo el gobierno persa muestra que ello es extremadamente probable. Según el profesor Driver, el número de palabras persas en el libro es de «probablemente de quince por lo menos»; y aquí tenemos su comentario acerca de ellas:

Que tales palabras se tengan que hallar en libros escritos

después de la organización del Imperio Persa, y cuando la influencia Persa prevalecía, no es más de lo que sería de esperar (p. 470).

Pero fue precisamente en estas circunstancias que se escribió el libro

11. La sugerencia del profesor Bevan en este punto es, en mi opinión, Insostenible. Pero me refiero a ella para mostrar cómo un avanzado exponente de la Alta Crítica puede desechar (g). Commentary on Daniel, p. 146, No tengo ninguna duda de que si Daniel tuvo ante sí el libro de Levítico, como, bien pudiera haber sido, era la ley de los años sabáticos lo que tenía en mente, y no 26:18, etc.

de Daniel. La visión del capítulo 10 fue dada cinco años después del establecimiento de la dominación Persa, y estas visiones fueron la base del libro. Indudablemente, el autor tenía registros y notas de las porciones anteriores e históricas; pero constituye una razonable asunción que el todo fuera redactado después que le fueran concedidas las visiones.

Por lo que respecta al arameo y al hebreo de Daniel, naturalmente no puedo expresar ninguna opinión mía propia. Pero mi posición no quedará en absoluto prejuzgada por mi incompetencia a este respecto. En primer lugar, no tenemos aquí nada nuevo. El crítico nos sirve simplemente de una manera condensada lo que los alemanes han instado ya; todo este terreno ha sido ya cubierto por el Dr. Pusey y otros que, habiéndolo examinado con igual erudición y cuidado han llegado a conclusiones totalmente diferentes. Pero, en segundo lugar, es innecesario; porque la notable honestidad con que el profesor Driver afirma los resultados de su argumento me posibilita aceptar todo lo que él dice a este respecto, y dejar la discusión de ello a la secuela. Aquí están sus palabras:

Así, el veredicto del lenguaje de Daniel es claro. Las palabras persas presuponen un período después del establecimiento del

Imperio Persa de una manera firme; las palabras griegas demandan, el hebreo apoya, y el arameo permite, una fecha posterior a la conquista de Palestina por Alejandro el Grande (332 a.C). Con nuestro conocimiento actual esto es todo lo que el lenguaje nos autoriza a afirmar de manera definitiva (p. 476).

¿Puedo afirmarlo en otras palabras? Los términos persas suscitan una presunción de que Daniel estaba escribiendo después de una cierta época. El hebreo fortalece esta presunción, el arameo es consistente con ella, y se utilizan las palabras griegas para establecerla con certeza. Precisamente problemas similares a éste exigen decisión cada día en nuestros tribunales.12

12. Será interesante hacer notar en este punto que el autor, Sir Robert Anderson, caballero comandante de la Orden del Baño (K. C. B.) era doctor en Leyes, y fue durante muchos años director de Scotland Yard, (N. del T.)

(15)

Toda la fuerza del caso depende del último punto afirmado. Cualquier número de presunciones argumentables pueden ser rechazadas; pero aquí se alega que tenemos una prueba irrefutable: Las palabras griegas demandan una fecha que destruye la

autenticidad de Daniel.

¿Podrá el lector creer que la única base sobre la que descansa esta superestructura es la afirmación de que se hallan dos palabras griegas en la lista de instrumentos musicales que se halla en el tercer

capítulo? En un bazar que se celebró hace un cierto tiempo en una de nuestras ciudades diocesanas, bajo el patrocinio del obispo de la diócesis, se dio la alarma de que un ladrón estaba operando entre los presentes, y que dos damas presentes habían perdido sus bolsos. En la confusión consiguiente se hallaron los bolsos robados, vaciados de sus contenidos, ¡en el bolsillo del obispo! ¡La «Alta Crítica» le habría entregado a la policía! Quizá debería pedir perdón por esta

divagación; pero, con sobria seriedad, lo cierto es que es oportuno investigar si es que estos críticos comprenden las mismas bases del arte de ponderar evidencias. La presencia de los dos bolsos robados no «demandaban» la culpabilidad del obispo. Ni tampoco la

presencia de dos palabras griegas debería decidir la suerte de

Daniel.13 La cuestión todavía permanecería: ¿Cómo llegaron a estar allí? Según el profesor Sayce, quien era una autoridad hostil, la evidencia proveniente de monumentos ha refutado enteramente este argumento de los críticos.14

13. Hablo solamente de dos palabras griegas, porque kitharos está prácticamente abandonada. El doctor Pusey niega que estas palabras sean de origen griego. (Daniel, pp. 27-30.) El doctor Driver argumenta que en el siglo V a.C. «las artes y los inventos de la vida civilizada fluyeron así hacia Grecia desde Oriente, y no desde Grecia hacia Oriente) Pero lo cierto es que la figura que él utiliza aquí distorsiona su juicio. Las influencias de la civilización no «fluyen» en el sentido en que el agua «fluye». Hay, y siempre debe haber, un intercambio; y las arte y los inventos que pasan de un país a otro llevan consigo sus nombres Estoy obligado a repasar de manera rápida estas cuestiones filológicas pero el lector las hallará plenamente discutidas por Pusey y otros. E doctor Pusey señala: «Tanto las palabras arameas como las asirías son apropiadas a su verdadera edad», y, «su hebreo es, precisamente, el que sería de esperar en la época en la que él vivió» (p. 578).

Ahora parece ser que había colonias griegas en Palestina en tiempos tan tempranos como los de Ezequías, y que había relaciones entre Grecia y Canaán en períodos aún más tempranos.

Pero admitamos, por amor del argumento, que las palabras son realmente griegas, y que no se conociesen tales palabras en Babilonia en los días del exilio. ¿Es legítima la inferencia hecha basada en su presencia en el libro? Mientras que algunos apologistas de Daniel han insistido indebidamente en la hipótesis de una revisión, tal hipótesis provee una explicación muy razonable de las dificultades de este tipo particular. ¿Por qué deberíamos dudar de la veracidad de la tradición judía de que «los hombres de la gran sinagoga escribieron» (esto es:

editaron) el libro de Daniel? Y si ello es cierto, estas palabras griegas

pueden ser fácilmente explicadas. Si en la lista de instrumentos musicales, y en el título de «magos», los editores hallaron términos que les eran extraños, cuan natural les sería sustituirlos por palabras que les fueran familiares a los judíos de Palestina.15 Cuan natural, también, escribir los nombres de Nabucodosor y de Abed-nego de la manera que ha venido a ser normal. Este es precisamente el tipo de cambio que ellos adoptarían; cambios de ninguna importancia vital, pero adecuados para hacer que el libro fuera más apropiado para aquellos para quienes estaban revisando el libro.

La última base de ataque del crítico es la teología del libro de Daniel. Esta, señala el Dr. Driver, «apunta a una época más tardía que la del exilio». No se sugiere ninguna acusación de error, pues el profesor Driver tiene cuidado desde el principio de repudiar lo que él

denomina las «exageraciones» de los racionalistas alemanes y de sus imitadores ingleses. Pero su alianza con hombres así, distorsiona su juicio y le obliga a adoptar afirmaciones engendradas de su mescla de ignorancia y malicia. Un solo ejemplo será suficiente «Es asimismo notable —dice él—, que Daniel —tan distinto de la generalidad de los profetas— no exhiba ningún interés en el bienestar o esperanzas de sus contemporáneos».

14. Higher Criticism and the Monuments, pp. 424 y 494.

15. Sobre este asunto, ver el artículo del Obispo de Durham en el Smith Bible

(16)

Ahora la cuestión aquí es, no si la doctrina del libro es verdadera, porque esto no está bajo discusión, sino si una verdad de un carácter tan avanzado y definido podría haber sido revelada en un período tan temprano en el esquema de la revelación. No es fácil fijar los

principios sobre los que deba ser considerada esta cuestión. Y la discusión puede ser evitada suscitando otra, la respuesta de la cual decidirá todo el asunto en discusión. Conocemos la «posición ortodoxa» del libro de Daniel. ¿Cuál es la alternativa que propone el crítico a nuestra aceptación? Aquí él hablará por sí mismo, y las dos citas siguientes serán suficientes:

Daniel, esto es indudable, fue una persona histórica, uno de los judíos expatriados a Babilonia que, juntamente con sus tres compañeros, sobresalió de su fiel adhesión a los principios de su religión, que consiguió una posición de influencia en la corte de Babilonia, que interpretó los sueños de Nabucodonosor, y que predijo como vidente algo de la suerte futura de los imperios caldeo y persa (p; 479).

Por otra parte, si el autor hubiera sido un profeta viviendo en la época misma de los infortunios, se pueden explicar de manera consistente todas las características de libro. Él vive en la época por la que manifiesta su interés y que necesita los consuelos que tiene que proveerle. No escribe después del final de las persecuciones (en cuyo caso las profecías no tendrían objeto), sino al principio, cuando su mensaje de aliento tendría valor para los judíos piadosos en el tiempo de su aflicción. Así, él proclama: predicciones genuinas; y la llegada de la era mesiánica sigue de cerca al final de Antíoco, así como en Isaías o Miqueas sigue de cerca a la caída del Asirio: en ambos casos el futuro es abreviado (p. 478).

La primera de estas citas se refiere a Daniel mismo, el doble del supuesto autor del libro que lleva su nombre. En esta primera cita pasamos por un momento afuera de la niebla de meras teorías y argumentos a la clara y transparente luz del hecho. «Esto es

indudable», o, en otras palabras, es absolutamente cierto, que no tan sólo Daniel fue «una persona histórica» sino además «un vidente» — esto es, un profeta—. Pero volviendo de nuevo a las oscuridades,

vamos a conjeturar la existencia de otro profeta en los días de Antíoco —un profeta real—, porque «proclama predicciones genuinas» para alentar a «los judíos piadosos en el tiempo de su aflicción».

Ahora, la posición del escéptico es, en cierto sentido, inacatable. Es como el individuo del jurado que arrima su espalda contra la pared y rehúsa aceptar la evidencia. Pero obsérvese lo que este compromiso aquí sugerido involucra. Como ya se ha señalado, Daniel no tenía pretensiones al manto del profeta en el sentido en que Jeremías y Ezequiel lo llevaron. El mismo no hizo ninguna pretensión de serlo (ver Dn. 9:10). Además, su vida transcurrió en el espléndido

aislamiento de la corte de Babilonia, mientras que ellos eran figuras centrales entre su pueblo —uno de ellos en medio de aflicciones de Jerusalén, el otro entre los expatriados. No sería extraño, por ello, si el nombre y la fama de Daniel no tenían el mismo lugar que el de ellos en la memoria popular. Pero aquí se nos pide que creamos que otro profeta, surgido en tiempos históricos, cuyo «mensaje de aliento» puede haber estado en boca de todos a través de la noble lucha macabea, quedó limpiamente olvidado de la memoria de la nación. El historiador de esta lucha no puede haber vivido más que una generación después, y a pesar de ello ignora su existencia, aunque se refiere en los términos más concretos al Daniel de la Cautividad.16 La voz del profeta había estado callada durante siglos. ¡Con qué desenfrenado y apasionado entusiasmo la nación no habría saludado el surgimiento de un nuevo vidente en un momento tal! Y cuando el resultado de aquella fiera lucha colocó el sello de la verdad sobre sus palabras, su fama hubiera eclipsado la de los viejos profetas de la antigüedad. Pero el hecho es que no sobrevivió ni un vestigio de su fama ni de su nombre. Ningún escritor, sagrado o secular, parece haber oído hablar de él. No quedó ninguna tradición referente a él. ¿Se ha visto una invención más insostenible que ésta?

No es posible un compromiso tal entre fe e incredulidad. No hay escape posible a aceptar una de las dos alternativas.

16. 1° Mac. 2:60; ver también 1:51. El primer libro de los Macabeos es una historia de la mejor reputación, y su exactitud es universalmente admitida.

(17)

O el libro de Daniel es lo que proclama ser, o es totalmente inválido. «Tiene que ser o todo verdad o todo impostura.»

Es en vano hablar de él como constituyendo la obra de algún profeta de una época posterior. Data de Babilonia en los días de la

Deportación, o es un fraude literario, forjado después de la época de Antíoco Epífanes. Pero entonces, ¿Cómo llegó a ser citado en el libro de los Macabeos —y ello no de una manera incidental, sino en uno de los pasajes más solemnes y notables de todo el libro— las últimas palabras del viejo Matatías antes de su muerte? ¿Y cómo llegó a quedar incluido en el canon? Los críticos hablan mucho de su

posición en el canon: ¿cómo explican ante todo el que tenga su lugar

allí?

Es razonablemente cierto que las primeras dos divisiones del canon fueron establecidas por la Gran Sinagoga mucho antes de los macabeos, y que su finalización fue la obra del Gran Sanedrín, no más tarde que el segundo siglo antes de Cristo. Y se nos pide que supongamos que esta gran institución, compuesta de los más eruditos varones de la nación habría aceptado un fraude literario de reciente factura, o que podría haber sido engañada por él. Esta es una de las hipótesis más desenfrenada y arbitrarias que se pueda imaginar. Y tampoco queda este argumento debilitado si los críticos insistieran que el canon podría haber quedado abierto todavía durante unos cien años después de la muerte Antíoco.17 Si hubiera quedado así abierto, el hecho hubiese constituido otra prenda y prueba de que hubieran estado ejerciendo el cuidado más vigilante y celoso de manera incesante. La presencia del libro de Daniel en el canon es un hecho de más peso que todas las críticas de los críticos. Son miles los que se adhieren al libro de Daniel, y que a pesar de ello sienten espanto de tener que enfrentarse a esta crítica destructiva, por temor de que la fe sucumbiera ante su influencia. Y a pesar de ello, esto es todo lo que los críticos pueden exponer, tal y como lo formula

17. El Sanedrín, aunque dispersado durante la revuelta macabea fue reconstituido a su finalización. Ver los artículos del doctor Ginsburg «Sanedrín» y «Sinagoga» en la Cyclopedia de Kitto.

uno de sus mejores portavoces. De todos estos argumentos no hay ni siquiera uno que no pueda quedar refutado en cualquier momento por el descubrimiento de más inscripciones. En presencia de algún cilindro que pueda descubrirse pronto de las aún inexploradas ruinas de Babilonia18 todas estas teorizaciones acerca de improbabilidades y frivolidades acerca de palabras pudieran ser acalladas en un solo día. Y siendo así, es evidente, en cualquiera que no le falte la facultad de juzgar, que los críticos exageran la importancia de su crítica. Incluso si todo lo que ellos alegan fuera verdadero y tuviera entidad, sólo debería guiarnos a suspender el veredicto. Pero los críticos son especialistas, y es cosa proverbial que los especialistas son malos jueces. Y aquí es posible que alguien que no pueda alardear de ser teólogo o erudito pueda enfrentarse con ellos sobre mejores bases que la de la igualdad. Para ellos es suficiente con que la evidencia de un cierto tipo señale en una dirección. Pero en aquellos en quienes se ha desarrollado la facultad judicial se detendrán y pedirán, «y ¿qué es lo que se puede decir desde el otro lado?» y « ¿la decisión propuesta armoniza con todos los hechos?» No obstante, las cuestiones de este tipo no existen para los críticos. Y si jamás se han presentado en la mente del profesor Driver, es de lamentar que dejara de tenerlas en cuenta al afirmar los resultados generales de sus investigaciones. Y si fueron ignoradas por un autor tan dispuesto a llegar a la verdad, es inútil tratar de verlas mencionadas en los escritos de los escépticos y de los apóstatas.

Hasta aquí he estado tratando con presunciones, inferencias y argumentos. Negar que tengan entidad sería a la vez deshonesto e inútil. Se podría conceder que si el libro de Daniel hubiera salido a luz dentro de la era cristiana, podrían ser suficientes para impedir su admisión al canon. Pero para el cristiano el libro de Daniel está acreditado por el mismo Señor Jesús; y ante este hecho toda la fuerza de estas críticas se desvanece como la niebla ante el sol.

18. Las ruinas de Borsippa están prácticamente inexploradas; y considerando el carácter de las inscripciones halladas en otras localidades caldeas, podemos esperar hallar en el futuro registros estatales muy completos de la capital.

(18)

La misma predicción ante la cual los racionalistas presentan tantos reparos, la adopta El en aquel discurso que es la clave a toda la profecía pendiente de cumplimiento;19 y si se puede demostrar que Daniel es un fraude, Aquel a quien reconocemos Señor queda también desacreditado por lo mismo.

Los racionalistas de la escuela alemana desprecian este tipo de razonamiento. Y para ellos no cuenta para nada el lecho de que Daniel esté mencionado en el libro de Ezequiel, aunque según sus propios cánones debería contrapesar en mucho la evidencia negativa que ellos aducen. Daniel no es mencionado por otros profetas; por lo tanto, argumentan, Daniel es un mito. En tres ocasiones hablan de él las profecías de Ezequiel; por lo tanto, se está tratando de algún otro Daniel. Su argumento está basado en el silencio de los libros

sagrados, y otros, de los judíos. Un hombre tan eminente como el Daniel del exilio no habría sido ignorado de esta manera, adelantan ellos. Y a pesar de ello ¡conjeturan la carrera de otro Daniel de igual, o mayor, eminencia, cuya mismísima existencia ha quedado

olvidada! No es fácil tratar con casuistas como ellos. Pero hay un argumento, por lo menos que no nos pueden arrebatar.

Ellos se han librado del segundo capítulo y del séptimo y de la visión que cierra el libro, pero la gran profecía de las Setenta Semanas permanece; y ésta da prueba de la autoridad divina de Daniel, que no puede ser destruida. Que fijen la fecha del libro cuando quieran, no pueden dar cuenta de ella, no pueden explicarla. Porque a partir de un suceso histórico definitivamente registrado —el edicto de reconstruir Jerusalén, hasta otro suceso histórico definitivamente registrado— la manifestación pública del Mesías, hay un intervalo de tiempo que fue predicho de antemano; y es con total exactitud y día por día se

cumplió la predicción. Este volumen se ha escrito con el fin de dilucidar esta profecía, y como el resultado constituye mi

contribución personal a la controversia, se me podrá perdonar que explique los pasos por medio de los cuales he llegado a él. La visión se refiere a 70 hebdómadas de años, pero trataré aquí solamente de las 69 «semanas» del versículo veinticinco. Aquí están las palabras:

19. Mateo 24.

Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro, pero esto en tiempo angustiosos.

Ahora bien, es un hecho indiscutido que Jerusalén fue reconstruida por Nehemías, bajo un edicto emitido por Artajerjes (Longimano), en el año vigésimo de su reinado. Por lo tanto, a pesar de las dudas que la controversia arroja sobre todo, la conclusión es obvia e irresistible que ésta era la época del período profético. Pero el mes era el de Nisán y el año sagrado de los judíos empezaba con la fase de la luna pascual. Solicité entonces al Astrónomo Real, el difunto George Airy, que me calculase la posición de la luna en marzo del año en cuestión, y conseguí así la fecha que precisaba, 14 de marzo del 445 a.C.

Teniendo esto establecido, tan sólo quedaba una cuestión pendiente: ¿de qué tipo de años consiste la era? Y la respuesta a ello es

definitiva y clara. Es el antiguo año de 360 dias,20 lo que puede quedar llanamente probado de dos maneras. Primero, porque según Daniel y el Apocalipsis, 3 años y medio proféticos equivalen a 1.260 días; y segundo, porque se puede demostrar que los 70 años de las «Desolaciones» tienen este carácter; y la conexión entre el período de las «Desolaciones» y la era de las «semanas» es uno de los pocos hechos universalmente admitidos en esta controversia.

Las «Desolaciones» tuvieron su comienzo en 10 de Tebeth de 589 a.C. (un día que ha sido conmemorado por los judíos durante

veinticuatro siglos con ayunos), y finalizaron el 24 de Quisleu de 520 a.C.21

Habiendo así establecido el terminas a quo de las «semanas», y el tipo de año de que están compuestas, tan sólo queda calcular la duración de la era. Así, se puede calcular con certeza su terminus ad

quem. Ahora bien, 483 años de 360 días contienen 173.880 días.

20. Ver p. 102. .

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