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Los jóvenes y las nuevas tecnologías

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Los jóvenes y las nuevas

tecnologías

Por Oscar Sotolano - Publicado en Octubre 2010

El siguiente texto es producto de la reconstrucción hecha por el autor de su intervención – infelizmente

no grabada – en el Congreso de Madres, en noviembre de 2006. Si bien ha intentado mantener su

formato original y su estilo oral, ha hecho algunas precisiones, sobre todo bibliográficas, evitando

introducir cuestiones nuevas al cuerpo original de la exposición que podrían convertir a este texto en

algo demasiado diferente de aquella intervención

 

Es imposible, al menos para mí, sino abarcar, por lo menos esbozar los principales ejes de un tema tan complejo, novedoso y carente de experiencia acumulada comprobable, como el que nos convoca, en 20 minutos. Intentaré entonces, al menos, situar algunos de los que llamaré mitos centrales que circulan en torno de la cuestión de las nuevas tecnologías. Mitos que organizan distintos discursos, en especial en el mundo autodefinido psicoanalítico, aunque también en prácticas sociales más amplias. En esta dirección, el término mito será entendido como conjunto de creencias más o menos falsas sostenidas en planos de verosimilitud compartidos que organizan un territorio de ideas y prácticas a las que les brindan consistencia social. Es una definición que está más cerca de su tradición semántica en tanto mentira o engaño.

Primer mito: Las nuevas tecnologías han transformado la subjetividad contemporánea. Ellas son las productoras de cambios decisivos entre los niños y los jóvenes.

Cualquiera podría objetar, ¿qué tiene esto de mito?, ¿no es esto acaso comprobable día a día?, ¿los jóvenes escribiendo mensajes de textos en las escuelas y conectados durante horas a Internet no son diferentes a aquellos que leíamos Salgari o Verne y jugábamos a la pelota en la calle? Por supuesto que sí. Lo que me interesa poner en discusión es que las transformaciones que comprobamos entre nuestros jóvenes sean atribuibles a propiedades intrínsecas a las nuevas tecnologías, como si éstas pudieran ser pensadas por fuera de las condiciones sociales en las que se han desarrollado y ganado posición en nuestra vida cotidiana.

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Esta perspectiva tecnocrática hoy tan en boga nos hace olvidar que las nuevas tecnologías (como cualquier cambio tecnológico) son fuerzas productivas o medios de producción inseparables de las relaciones sociales de producción vigentes. La ecuación nuevas tecnologías y capitalismo, o nuevas tecnologías y algo que podamos llamar socialismo darán resultados diferentes.

Es que aquello que con discutible consistencia se suele llamar progreso humano ha sido balizado permanentemente por diversos cambios tecnológicos: el grabado en piedra, los códices de la

antigüedad tardía o el medioevo temprano, la invención de la imprenta (los chinos lo habían logrado 6 siglos antes) o la tinta de doble faz consumada por Gutenberg en la Europa occidental en el siglo xv, son todas conquistas tecnológicas que han tenido una influencia decisiva en los modos específicos en que se han ido plasmando las diversas organizaciones sociales y así también las subjetividades epocales predominantes. Pero, por tomar un ejemplo cualquiera, atribuirle a la imprenta en sí misma la capacidad de producir la democratización de la lectura de la que el mundo podría gozar hoy en día si el capitalismo no hubiera hecho explícita su dimensión más criminal, resulta una falacia. La imprenta pudo servir tanto para la difusión del ideario revolucionario de la Ilustración como para la

estabilización de las ideas monárquicas antes que la revolución francesa marcara con su sello contradictorio los tiempos por venir. Pero la búsqueda de la democratización de los saberes y la creación de un concepto tan importante como el de educación pública y obligatoria, si bien se pudo sostener en las posibilidades técnicas de la imprenta y su transformación industrial como herramienta capaz de producir millones de ejemplares de diversos textos, sería incomprensible sin los ideales democráticos que la revolución francesa impuso, incluso a regañadientes de sus sectores más conservadores. Porque la revolución burguesa, de la que la francesa fue parte, introdujo el

enormemente fértil ideal de la educación popular pero también (al ritmo del desarrollo de los grandes medios) su vertiente más nefasta, la llamada “opinión pública”, expresión homogeneizada y acrítica de los discursos sociales que ejercen el poder haciendo de los supuestos ciudadanos una masa compuesta por una millonaria legión de partenaires de ventrílocuo.

Los usos que hoy las nuevas tecnologías han privilegiado en la sociedad capitalista ultraconcentrada y concentracionaria, pero también ultraexcluyente y ultrafragmentaria actual, no son una propiedad inherente a las condiciones de eficacia de ninguna técnica. Son una relación social.

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El discurso llamado postmoderno ha pretendido construir una realidad sin historia, y un universo de acontecimientos donde la categoría de determinación desaparece opacada por el fetichizado brillo de lo nuevo, surgido siempre de la nada (ex nihilo, se insiste, recuperando la antigua concepción religiosa que supone toda creación como patrimonio de un Dios eterno, ajeno a cualquier orden de

determinación). Lo nuevo, la novedad radical, se convierte en el icono de lo instituido que exige que lo adoremos sin preguntarnos su procedencia. Así, basta que lo nuevo surja para que se autolegitime en su propia existencia. Las nuevas tecnologías plantean problemas por completo inéditos, se dice; en este sentido, cualquier intento de aproximación que busque antecedentes y consecuencias, será criticado como una resistencia al cambio. Aún así, un texto ineludible como el titulado El futuro del libro, compilado por Geoffrey Nunberg, con un epílogo de Umberto Eco, nos recuerda lo cerca que puede estar la discusión actual sobre el futuro del libro en la era electrónica, de los debates entre los filósofos de la Ilustración del siglo xviii y sus revolucionarios discípulos. Allí se hace referencia, por ejemplo, al escepticismo de un John Locke acerca del valor de los libros como fuente de conocimiento. En tanto para él la única fuente auténtica de conocimiento es la que brindan directamente los

sentidos, los libros debían ser vistos como un depósito sospechoso, tanto de verdades como de supersticiones y mentiras. Al mismo tiempo, en Francia, Condorcet, uno de los referentes de la Revolución de 1789, criticaba la noción de autoría como una creación arcaica de la monarquía absoluta, proclamaba que nadie puede reclamar derechos sobre los conocimientos y propiciaba una manera abierta de circulación de textos anónimos muy equiparable a la que hoy en Internet es factible.

Esta referencia hecha a las apuradas sólo pretende cuestionar la atribución permanente a lo inédito de propiedades autoexplicativas. Como es nuevo, se dice, ninguna categoría anterior nos sirve para comprenderlo, ergo lo nuevo trae consigo su propia lógica de reflexión y legitimación. Lo que así se escamotea es que tanto entonces como ahora la discusión obliga a definirse sobre el alcance de lo democrático y su puesta en relación con el problema de la propiedad, cuestión sin la cual el tema de la democracia carece de sustento. Definición hoy dramática en lo que se refiere, por ejemplo, a la propiedad sobre la información genética. Habiendo hecho referencia a problemas del libro, introduzcamos el tercer mito que vale la pena poner entre paréntesis:

Los niños y los jóvenes leen menos.

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(leyésemos, los adultos no estamos exentos del problema) más o menos libros, lo que es evidente es que los niños y los jóvenes leen más… otras cosas. Si algo ha tenido como efecto Internet es que en un muy breve lapso de tiempo ha puesto en entredicho la primacía casi exclusiva de la imagen que el desarrollo de la televisión parecía haber acaparado hacia fines del siglo pasado. Por supuesto, sería tema de otra exposición el nivel de incidencia que la cultura de la imagen que la televisión representa sigue teniendo en la constitución de los imaginarios (trazados de discurso) colectivos, pero si algo resulta evidente es que en esa sociedad postelevisiva a la que Piscitelli busca aproximarnos, las imágenes han quedado entreveradas y redefinidas por un mundo de hipertextos que aunque no cumplan con los cánones ordenados de relato de la novela tradicional, ofrecen a aquellos que los usan un mundo donde la lectura es su inevitable referencia. En definitiva el uso de lo que hoy llamamos hipertextos tiene en nuestra literatura y en la literatura universal más de un ejemplo. Los chicos que leen algo (no incluyo las mayorías de analfabetos absolutos y funcionales que pueblan esta tierra más pródiga en males que en bienes) no leen novelas pero leen; incluso cuando conversan en el chat leen, al mismo tiempo que producen una grafía diferente que, sin embargo, se sostiene en las modalidades tradicionales, y que, nos recuerda Eco, se parece a la manera en que la mejor literatura manierista inglesa fue listada en algún lenguaje de programación: por ejemplo, a “2B OR/ NOT 2B” fue ¿reducida? la interrogación hamletiana. Respetando el estilo vale preguntarse ¿”Alg uL ml en dinmrc”?

La discusión acerca del Homo videns que Sartori impuso hace unos años en los medios de difusión pública, las perspectivas que Regis Debray estudió según los mejores cánones de la Ilustración francesa, se reordenan a la luz de Internet.

Nadie puede negar que el mundo de la imagen con su especial vértigo caotizante, en las condiciones despiadadas de competencia del mundo del mercado, reformatea hasta las publicaciones

tradicionales. Hoy “Más allá del principio del placer” encontraría dificultades para publicarse en una revista psicoanalítica, tal vez una versión abreviada de 18.000 caracteres y luego la versión completa en la web.

Hago referencia a este mito porque es uno más que se agrega a una perspectiva antitecnológica de tinte ludista (recordemos: los ludistas fueron un movimiento liderado por el obrero inglés Ned Lud hacia principios del siglo xix que propuso oponerse a la explotación industrial rompiendo las máquinas) que suele encontrar en una esencial malicia de las nuevas tecnologías lo que sólo podrá ser entendido si no perdemos de vista la dinámica autodestructiva y suicida del capitalismo, de modo desembozado en su forma actual.

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Cuarto mito: Los jóvenes se aíslan, se transforman en adictos a Internet, empobrecen su mundo social; peor aún, desde que la obesidad tuvo que ser reconocida como enfermedad por los sistemas de medicina gerenciada, empieza a surgir en los medios la preocupación de cuánto engordan los niños y los jóvenes, sentados en sus sedentarias y autísticas poltronas

Si hace quince años me hubieran preguntado sobre esta cuestión muy probablemente hubiera estado más próximo a la perspectiva escéptica de los ludistas, pero hoy la experiencia clínica y social me indican lo limitado de aquella perspectiva. Hace unos años atendí a un joven que producto de sus temores fóbicos a acercarse a las chicas había armado dos páginas simultáneas con las que chateaba con sus amigas. En una era el tímido, tierno y apocado que él se sentía y que en verdad era en su vida social, en la otra era un guarro, desaforado, capaz de decir cualquier barbaridad, que inquiría a las jóvenes acerca de sus opiniones acerca del “imbécil”, como se autocalificaba calificando al “otro”. Movimiento disociativo que sin embargo funcionó como estrategia elaborativa, espacio “lúdico” de elaboración de experiencias, una suerte de espacio transicional en el que ligar ansiedades

supuestamente atribuibles al espacio “real” que le fueron sirviendo para enfrentar los conflictos del cuerpo a cuerpo. En otra época tecnológica el joven hubiera resuelto de otra manera sus angustias, tal vez buscando un aliado aparentemente menos virtual, o tal vez tan virtual como el contemporáneo, aunque de carne y hueso, pero ésta fue la herramienta que la época le puso a mano. El movimiento disociativo sostenido en la posibilidad tecnológica no produjo ninguna escisión psíquica mayor, en todo caso se ofreció como instrumento apto para que el joven transitase su experiencia por un espacio que le permitió localizar la escisión que la pulsión siempre introduce. ¿No nos recuerda este modelo de “hacerse representar” el relatado por Rostand en su Cyrano de Bergerac?

Se suele decir que por las nuevas tecnologías los jóvenes viven en un universo virtual de ficción. Pero ¿qué sino ficciones construyen nuestros juegos desde tiempos inmemoriales? ¿Qué sino ficciones eran nuestras identificaciones con Sandokan y nuestras espadas hechas con reglas de madera? El carácter ficcional de la experiencia no es un atributo de la época. No en vano Lacan introdujo su aforismo “La verdad tiene estructura de ficción”. ¿Qué ha sido la novela clásica sino un extraordinario espacio para vivir ficciones reales, no para leerlas?

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que solemos desconocer. Hace años ya muchos Sherry Turkle exploraba los efectos del ordenador entre los niños. Que el capitalismo quiera tornar a los niños y a los jóvenes (al igual que a todo el mundo) consumidores u objetos de consumo es inherente a la dinámica del capitalismo no a las propiedades de las tecnologías. En mi opinión tenerlo en cuenta es decisivo al momento de tratar de pensar modos para tratar de evitar que este mundo colapse tras la lógica acumulativa que el capital impone. En una, por el momento hipotética, revolución hoy difícil de pensar con los cánones clásicos, los obreros ferroviarios que en 1917 estaban en el centro de las estrategias insurreccionales de los bolcheviques, cederían paso, inevitablemente, a aquellos que hoy son capaces de operar en las vías de comunicación e intercambio que las nuevas tecnologías van trazando. El mundo no puede seguir siendo pensado con la lógica de barricadas en las laberínticas callejuelas de París.

Tras este, apenas punteado, panorama, y antes de entrar en el último mito que quiero enunciar, vale una pregunta: ¿acaso idealizo las nuevas tecnologías o las considero una herramienta pasiva sin ninguna incidencia social propia?

Concluyentemente no. Toda herramienta participa en el ser social imponiéndole su propia dinámica. En este sentido hay tres cuestiones a las que simplemente querría hacer mención, sin que con ellas pretenda agotar el problema.

La primera tiene que ver con la fragmentación a la que se viste con la supuestamente democrática perspectiva de “lo diverso”. En efecto, la masa informativa, caótica e inabordable que transita por Internet se presenta como un clima de supuesta igualdad, aunque igualdad donde tiene el mismo valor la carne podrida que los servicios de inteligencia del mundo entero hacen circular que las denuncias sobre la desaparición de Julio López, supuesta igualdad donde la circulación de trabajos que critican las perspectivas de un Blumberg sobre la cuestión de la seguridad son rodeados por publicidades de empresas de vigilancia y ventas de sistemas antirrobos; el mundo de la mayor información puede ser también el de la desinformación construida sobre la pantalla caótica de un bosque de datos inasibles y supuestamente iguales. La desigualdad se oculta tras la masa “igualitaria” de información no

discriminable que “el mercado” (en verdad el capital) de hecho regula.

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Por otro lado, si las nuevas tecnologías e Internet transforman de modo radical alguna categoría, ésta es la de tiempo. Porque aunque el capitalismo ya lo hubiera puesto blanco sobre negro en aquella frase siempre presente en el mundo actual: Time is money ( El tiempo es dinero), las nuevas

tecnologías introducen cambios en las localizaciones del espacio y el tiempo que será imprescindible seguir en sus efectos subjetivos.

Por último, y teniendo en cuenta estos reparos, terminaré refiriéndome al último mito que desde un principio me propuse mencionar: La relación supuestamente benéfica entre Internet y libertad. Así es, los ideólogos de las nuevas tecnologías tendieron y tienden a presentarlas como una garantía contra las sociedades de control, como la panacea de una democracia definitiva, pero día a día comprobamos cómo, muy por el contrario, el poder concentracionario del capitalismo actual tiende a transformarlos en instrumento de control en una sociedad mucho peor que las peores pesadillas de Orwell en su 1984. Todas sus posibilidades técnicas tienden a ser puestas al servicio del control absoluto de las mentes y los cuerpos de todos los ciudadanos del planeta. En verdad, su olvidado origen retorna en un mundo para el que originariamente no fue creado. En efecto, el desarrollo de sistemas de inteligencia artificial autónomos fue concebido en las condiciones de la guerra fría para que en caso de un ataque atómico que destruyera a los E.E.U.U. éste pudiera responder posmortem aniquilando al enemigo soviético desde la tumba. Fue concebido como un sistema de exterminio en un mundo donde los muertos pudieran vengarse aniquilando a su vez al agresor desde el “más allá”. Un mundo donde máquinas hicieran el trabajo de los hombres exterminados, estaba en la mira de los diseños originales. La experiencia (decisiva y dramática en el campo del trabajo) parece exigir una pregunta insoslayable: ¿Podrá una tecnología diseñada para un mundo sin sobrevivientes humanos hallar un lugar que no implique ese exterminio? No creo que la respuesta sea tecnológica sino política. Pero de cualquier modo, y eso es algo en lo que deberemos ir construyendo respuestas, éstas no podrán encontrarse demonizando y/o marginándose de dichas tecnologías. Hacerlo implicará que la exclusión que hoy facilitan se coagule en una marginación fatal de quienes son sus principales víctimas al quedar definitivamente afuera de sus inmensas posibilidades.

Es con estas preocupaciones que he apelado para esta exposición a ubicar para el debate algunos de los mitos más repetidos y eficaces que, en mi opinión, el problema de las nuevas tecnologías y su incidencia subjetiva, encierran.

Sotolano, O (Octubre 2010)

Los jóvenes y las nuevas tecnologías.

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