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Performatividad, género e identidad en la obra de Judith Butler

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DEPARTAMENTO DE HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA,

LA EDUCACIÓN Y EL LENGUAJE

·TESIS DOCTORAL·

Performatividad, género e identidad

en la obra de Judith Butler

Pablo Pérez Navarro

2008

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DEPARTAMENTO DE HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA,

LA EDUCACIÓN Y EL LENGUAJE

Performatividad, género e identidad

en la obra de Judith Butler

TESIS DOCTORAL DE: PABLO PÉREZ NAVARRO DIRIGIDA POR: GABRIEL BELLO REGUERA

Firma del director Firma del doctorando

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AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer especialmente a Gabriel Bello su paciencia, sus acertadas orientaciones y su gran receptividad a lo largo de todo el proceso de investigación y escritura de esta tesis.

A Mª José Guerra, Domingo Fernández, Gabriel Rodríguez y Aránzazu Hernández, por su lectura atenta, sus comentarios y apreciaciones sobre la primera parte de este trabajo, que me orientaron y ayudaron a continuar el proceso de investigación.

A Yolimar Mendoza, Mercedes López y Lucía Acosta, mis compañeras becarias en el grupo investigador, por su apoyo, por sus sugerencias, y por el buen ambiente que crean allí a donde van.

A Elvira Burgos, por su amabilidad y su estímulo continuo, y por su invitación a participar en el monográfico de Riff Raff sobre Butler.

A Paisley Currah, por brindarme la oportunidad de disfrutar la intensa vida académica del Center of Lesbian and Gay Studies de Nueva York.

A Javier Sáez, por su amistosa acogida en los cursos de teoría queer de la UNED. A David Córdoba, por su hospitalidad durante el seminario de Butler en Barcelona. A ambos, por incluirme en Teoría Queer, Políticas Maricas, Bolleras y Mestizas.

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A Paco Vidarte

por su amistad por abrir nuevos caminos y por su radiante generosidad vital e intelectual.

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ÍNDICE

Introducción 1

Capítulo 1. Aproximación histórica: Sujetos del feminismo 15

A modo de introducción 16

Feminismos premodernos 18

Feminismos modernos 21

Segunda ola en Estados Unidos 26

Feminismos lesbianos y otros feminismos 35

Butler y la performatividad genérica 44

Capítulo 2. Genealogías de la performatividad 53

2.1. Performatividad y filosofía del lenguaje 54

Los performativos y el valor de fuerza 54

La crítica derridiana: de la intención a la sedimentación 58

2.2. Versiones del performativo: de J. Culler a S. Felman 69

Actos de habla, intencionalidad y metafísica de la presencia 70

Seriedad, parasitismo y privacidad 76

El cuerpo de los actos de habla 88

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Capítulo 3. Cuerpo, discurso e identidad 101

3.1 Biopolítica y performatividad 107

Vigilar y castigar: el cuerpo dócil 108

El modelo disciplinario del género 113

Cuerpos, espacios y relaciones de poder 117

Exclusión de la feminidad y feminización de lo excluido 123

Resistencias 129

3.2 Cuerpo, discurso, performatividad 134

El lugar de lo abyecto 134

Materialidad y performatividad 140

Sexo, lenguaje, normatividad 143

Sobre significación y materialidad 145

Cuerpos y construcción de la feminidad 148

La identidad y el referente material 151

3.3. Conclusiones 155

Capítulo 4. Políticas (post)identitarias 159

4.1 Discusiones en torno a la agencia 160

Un constructivismo no determinista 160

Performatividad, magia y transformación social 165 Restricciones: sobre una nota al pie de Pierre Bourdieu 168

Excesos: el discurso ingobernable 173

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4.2 Capital, género, sexualidad 188 Fragmentos del debate entre Nancy Fraser y Judith Butler 188

Producción, reproducción y subordinación. 194

4.3 Conclusiones 208

Capítulo 5. Interpelación: éticas (post)identitarias 213

5.1 Límites de la teoría althusseriana de la interpelación. 220

La interpelación desde “el punto de vista de la reproducción”. 222 La erótica de la ley: de lo irrecuperable a lo inanticipable. 238

5.2 Crítica, covulnerabilidad e interpelación 250

El deseo de narrar(se). 250

La construcción del sujeto ético 255

La norma, la alteridad y la representación 263

Dejarse leer: sujetos covulnerables. 272

5.3. Conclusiones 280

Capítulo 6. Emergencia, humanización y universalidad. 285

6.1 De la parodia a la ontología 286

Nussbaum, el mal y la parodia. 290

El retorno de las sex wars. 296

Entre la parodia y la ontología 302

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6.2 Universalidad: seres humanos y otros sujetos. 317 Reconocimiento 319 Rostro y deshumanización 325 Traducción y universalidad 342 6.3. Conclusiones 352 7. Conclusiones generales. 357 Bibliografía 371 Bibliografía citada 372 Bibliografía complementaria

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Introducción.

Conviene aclarar que este trabajo no consiste en una exposición sistemática de la obra de Judith Butler. No se ofrece un tratamiento diferenciado de las posibles partes de la misma, ni un seguimiento temático que se corresponda fácilmente con su evolución cronológica: esta no es una tesis de Historia de la Filosofía. La sucesión temática obedece, aquí, a exigencias teóricas bastante más localizadas. Estas se han gestado, concretamente, en relación directa con los principales intereses e inquietudes –de carácter ético y político- desarrollados en el transcurso de dos proyectos de investigación del Área de Filosofía Moral de la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Laguna1. La

preocupación por la antropología normativa que orquesta la producción de las identidades individuales y colectivas, la distribución jerarquizante del reconocimiento en los cruces entre las diferencias genéricas, económicas, étnicas y raciales, la crítica feminista de discursos universalistas como la ética del discurso habermasiana, o el impacto del postestructuralismo y del neopragmatismo sobre la filosofía del lenguaje, los estudios de género y las políticas identitarias, han sido algunas de las preocupaciones habituales del grupo investigador y, como tales, constituyen el contexto teórico –y humano- más inmediato de la presente investigación.

En el transcurso de la misma he pretendido mantener la perspectiva de la filosofía pragmática del lenguaje como principal hilo conductor. El seguimiento

1 “Multiculturalismo, feminismo y neorracismo. Problemas de antropología normativa”, CEC

2002-02906/FISO, MEC y “Diferencias genérico-culturales y desigualdades económicas”, HUM 2007-65099/FISO, MEC.

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del concepto de performatividad contribuye, simultánea y contradictoriamente, por una parte, a la consecución de dicho objetivo, tanto como, por otra, al fracaso de cualquier intento de mantener exclusivamente ese marco de referencia. Tanto en su genealogía como en sus desarrollos, la performatividad butleriana subvierte las posibilidades de contención en el registro exclusivo de la filosofía del lenguaje. Sí podemos afirmar, en cualquier caso, que esta investigación versa sobre el concepto de performatividad y, más específicamente, sobre la recepción y reelaboración butleriana de dicho concepto: nos interesa tanto comprender la herencia filosófica de la que este es portador, como algunas de las múltiples direcciones en que sus usos sucesivos desplazan, cuestionan y reformulan dicha herencia.

Algunos de dichos desplazamientos impiden, a su vez, la propia contención del discurso de Butler en los límites teóricos o académicos habituales de las diferentes disciplinas con las que se relaciona. Como veremos, no cabe limitar su obra al ámbito de la filosofía del lenguaje, pero tampoco al del postestructuralismo, ni a los estudios de género, ni al feminismo teórico o filosófico, ni a los estudios culturales, ni a los estudios gays y lesbianos. En realidad, estas no son sino algunas de las fronteras discursivas que atraviesa el discurso de Butler, en general, y su tratamiento de la performatividad, en particular. La contaminación entre estos y otros núcleos teóricos y temáticos ha dado lugar a formas de tratar con las dimensiones performativas del lenguaje, del género, de la sujeción y de la identidad que han conducido a entender su obra como parte del proceso de emergencia de una nueva forma de enfrentar las

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exclusiones constitutivas de ciertos discursos, dentro y fuera de la academia: la teoría queer. Y además, por otro lado, a cuestionar la adecuación de considerar su obra -o bien, a una parte fundamental de esta- como “propiamente” filosófica.

No pretendemos, en cualquier caso, resolver en este trabajo debate alguno acerca de si lo que hace Butler es, o no es, o hasta dónde y en qué sentido, filosofía. En primer lugar, porque, más allá del problema de la mera clasificación académica o disciplinaria de los discursos, el impacto de la obra de Butler en el ámbito “propiamente” filosófico justifica de sobra su importancia para la filosofía, de un modo –dado el omnívoro devenir de su obra y la continua expansión de su espectro de recepción crítica- crecientemente amplio. Pero además porque, en segundo lugar, consideramos que parte de su importancia para la propia filosofía consiste precisamente en esta puesta en riesgo de sus límites: en esa forma de extrañamiento por la que el discurso duda ya en reconocerse a sí mismo a partir de la cartografía teórica que le sirviera de punto de partida2. Así las cosas, el discurso de Butler nos enfrenta con la apertura de un

espacio filosóficamente anómalo, en un sentido próximo al que Kuhn reservaba para la ciencia revolucionaria o, más contextualizadamente, a ese doble gesto de la deconstrucción por el que Derrida defendía la necesidad de trabajar, a un tiempo, dentro y fuera de lo márgenes del discurso filosófico.

La obra de Butler debe tanto, genealógicamente hablando, a los estudios de género y, a través de estos, a la historia del feminismo político, teórico y

2 Aunque la propia Butler se muestra reticente a utilizar este tipo de “puesta en riesgo” como una nueva

forma de identificar, o delimitar, el interés filosófico de un discurso dado: “¿Podría ser que la inseguridad acerca de lo que debería y no debería ser reconocido como filosofía tenga en sí misma un cierto valor filosófico? Y entonces, ¿es éste un valor que podamos nombrar y debatir sin convertirlo en un nuevo

criterio mediante el cual se dibuje rigurosamente la demarcación entre lo filosófico y lo no filosófico?”,

Butler, J., “¿Puede hablar el “otro” de la filosofía?”, Deshacer el género, trad. Patricia Soley-Beltran, Paidós, Barcelona, 2006, p. 332, cursivas mías (Undoing Gender, Routledge, Nueva York, 2004).

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filosófico, como a algunos de los autores más representativos del llamado postestructuralismo. Para comprender mejor el modo en que el discurso de Butler se relaciona con conflictos teórico-políticos específicos, vinculados en general al problema de la constitución de los sujetos de las políticas identitarias, hemos optado por abrir este trabajo con un capítulo de aproximación histórica a algunos momentos clave en el desarrollo de los sujetos del discurso feminista.

Se trata de una exposición introductoria que no pretende, en ningún caso, pasar por una reconstrucción –ni siquiera en un sentido muy moderado o esquemático- de “la” historia del feminismo. Constituye, más bien, una introducción teleológicamente orientada a los intereses particulares de este trabajo: su fin no es otro que destacar la utilidad y el potencial crítico de los desarrollos butlerianos para enfrentar algunas de las tensiones recurrentes de su(s) contexto(s) de emergencia.

En el segundo capítulo abordaremos la genealogía del concepto de performatividad. Como veremos, pese a su procedencia de la austiniana teoría de los actos de habla, la cuestión de la performatividad sufre un importante desplazamiento crítico por parte de Derrida, quien abriría el camino para nuevos usos del concepto en términos más próximos al análisis textual y a las relaciones entre escritura, diferencia e iterabilidad. Comenzaría así la diseminación de su significado a través de formas cada vez menos normalizadas de lo que se suele entender por texto, por habla o por lenguaje.

Al emanciparse de la teoría de actos de habla, que privilegiaba el análisis de las proferencias del lenguaje cotidiano, la performatividad se convierte en una

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potente herramienta con la que tratar muy diversas formas de escritura. Lo suficientemente compleja, y versátil, como veremos, para que Butler pueda permitirse abordar críticamente la circulación pública de muy diferentes discursos involucrados en los procesos normativos de construcción de identidades, desde los insultos del patio del colegio hasta la mutilación institucionalizada de los cuerpos intersexuales.

Pretendemos mostrar, en dicho capítulo, en qué sentido la expansión derridiana del concepto de performatividad se convierte en la pieza clave del análisis butleriano de la cuestión del género y de la corporalidad -que se desarrollará desde el punto de vista de la constitución histórico-discursiva de la materialidad-. Debemos tener muy en cuenta, sin embargo, que sus desarrollos de esta cuestión no serían lo que son sin la continuada labor de recepción de la obra de Michel Foucault. Esta permite, desde el punto de vista de las prácticas disciplinarias y, también, de la política de los espacios, otorgar al cuerpo un protagonismo explícito que consideramos, al menos por contraste, sólo latente en la deconstrucción derridiana. La performatividad opera así como nexo, en la obra de Butler, entre el análisis de la materialidad textual (expresión con la que pretendemos, con más o menos éxito, referirnos al nudo gordiano entre la materialidad del discurso y la producción discursiva de la materialidad) y la perspectiva genealógica y biopolítica foucaultiana.

Por razones de coherencia expositiva, la discusión de algunas de estas relaciones entre biopolítica y performatividad han quedado desplazadas de su lugar original en el segundo capítulo, dedicado a las genealogías del concepto de

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performatividad, hasta el tercero, centrado en la discusión performativa de la construcción corporal. La razón para ello es que la corporalidad, como temática, ocupa un lugar clave a la hora de valorar las relaciones entre la performatividad butleriana y la obra de Foucault. Por otra parte, reservamos así para el capítulo de las genealogías las discusiones explícitas en torno a la performatividad y a la crítica derridiana de la obra de Austin, complementada con la discusión de algunos trabajos de Jonathan Culler y Shoshana Felman (que presentamos, en un contraste bastante violento, con ciertas intervenciones de John Searle y Richard Rorty).

En el tercer capítulo procederemos a una contaminación más profunda entre filosofía del lenguaje y biopolítica. Nos interesa, en especial, exponer la performatividad como un concepto cuyo doble filo aúna una buena dosis del peso normativo asociado al cuerpo dócil foucaultiano (aquel cuerpo producido y contenido en los límites de la matriz disciplinaria), como la vertiente menos determinista –en cuanto a la apertura de posibilidades de recepción y reelaboración crítica de la norma- del Foucault de la Historia de la sexualidad. Pretendemos con ello aprender a tratar con las complejas tensiones e imbricaciones entre poder y resistencia. Es este un camino quizá más difícil de transitar en el interior de la obra foucaultiana, pero que resulta muy practicable desde el punto de vista de una performatividad sostenida tanto sobre el poder de sedimentación normativa de la repetición como sobre la inevitable producción de la diferencia; es decir, sin perder de vista el recorrido teórico que nos conduce

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desde la citacionalidad derridiana hasta el concepto butleriano de repetición subversiva.

En cualquier caso, y pese a las -quizá no tan obvias- carencias de los textos foucaultianos respecto al análisis específico de la normatividad genérica, nos interesará exponer y argumentar, en general, la continuidad entre el modelo disciplinario y la crítica butleriana del binarismo heteronormativo, esto es, del modelo disciplinario del género. A lo largo del capítulo insistiremos, además, en las relaciones entre materialidad, normatividad y performatividad. Entenderemos esta última, dada la doble vertiente del complejo normativo/resistivo, como un modo de abordar la tensión entre la imposibilidad de no repetir, como condición previa de la inteligibilidad, y la imposibilidad de producir una mera repetición mimética de cualquier norma, como posibilidad de su subversión. Esta tensión está sin duda presente a lo largo de toda la obra de Butler, y constituye, en buena medida, el principal motivo de nuestro interés en la descripción performativa de las construcciones identitarias.

Tal tensión adquiere formas muy concretas cuando se trata con según qué formas del discurso “emancipatorio”. Y cristaliza, frecuentemente, en formas excluyentes, aun en el seno de aquellos que más han contribuido a ampliar los espacios de resistencia frente las múltiples formas de la exclusión social, tanto desde la izquierda tradicional como desde la feminista en particular. Son estos unos discursos enormemente heterogéneos que han participado en el desarrollo – en ocasiones, en la forma de sucesivas reacciones críticas-, de algo así como unas políticas performativas de la identidad o, en cierto sentido, unas políticas

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postidentitarias. Como momento inaugural de las mismas, podemos destacar la desnaturalización de las políticas genéricas. El construccionismo del género, que con Simone de Beauvoir representara la apertura de nuevos espacios tanto para el activismo como para las filosofías feministas, quedó finalmente subsumido por un construccionismo del sexo que continúa hoy perturbando el centro común de los más dispares discursos feministas.

Lo que así se cuestiona es el establecimiento mismo de la naturalización, no ya de lo femenino, en tanto que género, sino de la mujer, en tanto que sexo y en tanto que fundamento simbólico o biológico del feminismo3. Por supuesto,

esta línea de pensamiento ha sido ocupada desde posiciones teóricas muy variadas. Desde el lesbianismo radical de Monique Wittig (“las lesbianas no son mujeres”), las políticas postransexuales de Sandy Stone (la construcción del propio sexo como proceso de mutación sostenida, de historicidad a la vez presente y en devenir), o la crítica del dimorfismo sexual desde el punto de vista biológico, por parte de Anne Fausto-Sterling, hasta la propia apertura crítica de la materialidad del sexo planteada por Butler, las compatibilidades no siempre predominan sobre la diversidad de los planteamientos.

Estos y otros procesos críticos forman parte de la desestabilización teórica y política de aquellas estructuras (médicas o biológicas, psicoanalíticas o metafísicas) que sostienen el modelo binario y heteronormativo de sexo y género. Ofrecen una politización extrema de la construcción de la materialidad del

3 Y, por supuesto, de la masculinidad o simplemente del binarismo de los sexos. Si las transformaciones

teóricas a las que nos referimos se han operado por lo general dentro o simplemente en relación con el discurso feminista no es por algún tipo de necesidad lógica, sino por el imperativo histórico –el patriarcado como sistema de dominación- que ha posibilitado el desarrollo de un discurso político y filosófico en torno a la opresión de las mujeres.

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cuerpo, mediante la ocupación, en ocasiones, de los espacios teóricos abiertos por el postestructuralismo. Nos hemos referido ya a parte de esta ocupación como “políticas performativas de la identidad”: unas políticas que desde luego exceden, en muchas direcciones, la cuestión genérica y sexual, aunque aquí privilegiemos esta perspectiva sobre tantas otras, como se ve en general privilegiada en la obra de Butler, a pesar de los cruces, intersecciones y desvíos, explorados y por explorar, entre estas y otras identidades étnicas, raciales, nacionales y/o postcoloniales.

Hablábamos, pues, de una tensión, de una tensión y de una fractura entre repetición y subversión, entre la actualización de la norma y su desplazamiento. El análisis performativo de la identidad relaciona la repetición con la inteligibilidad social, con la obtención del reconocimiento intersubjetivo como parte del proceso de emergencia del sujeto. Y la subversión de la norma, a veces en los términos de una proliferación de identidades, con la igualmente urgente temática de la resistencia a la norma, con la multiplicación de las condiciones de habitabilidad y viabilidad de los posicionamientos subjetivos y, en último término, con la supervivencia. Butler emplea, como expondremos a partir de

Lenguaje, poder e identidad, la teoría althusseriana del reconocimiento en

combinación con la teoría de actos de habla. Esto le permite entender la construcción del sujeto como efecto performativo de procesos sostenidos de interpelación; procesos tales que vehiculan, simultáneamente, la posibilidad de obtención del reconocimiento con el cuestionamiento de las condiciones en que este se ofrece.

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El cuarto capítulo está dedicado a las discusiones en torno a estos y algunos otros problemas (de carácter, si cabe, más explícitamente político), y a la crítica de algunas críticas (valga la redundancia) comunes a ciertos registros temáticos de la obra de Butler. En estas discusiones permaneceré, en ocasiones, en el ámbito de las propias respuestas de Butler, mientras que en otras me alejaré de ellas. No con el ánimo de ofrecer nuevas críticas de los argumentos butlerianos sino, por el contrario, por seguir su impulso allí donde resulte necesario. Las preocupaciones de Seyla Benhabib respecto del problema de la agencia, y algunos argumentos del Pierre Bourdieu menos historicista (cuando se trata de abordar la cuestión de la “dominación masculina”), las comento en este apartado.

Para finalizar dicho capítulo, y escapando un poco más, aún, de los límites de la filosofía del lenguaje, planteamos algunos puntos centrales del intercambio entre Butler y Nancy Fraser respecto al reconocimiento y las lógicas del capitalismo. Fundamentalmente, para concluir con lo que considero un buen ejemplo de las posibilidades de lectura abiertas por el registro conceptual de la performatividad, y de su proximidad con ciertas estrategias típicamente deconstructivas: la identificación de las operaciones conceptuales que posibilitan la construcción de un texto incluso cuando sus objetivos manifiestos son, aparentemente, opuestos.

La oposición entre este capítulo, más explícitamente político, y el quinto, donde el énfasis recae sobre las variables éticas propias de la teoría de la interpelación, no procede, en cualquier caso, de una compartimentación teórica

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de los problemas éticos y políticos, ni en la obra de Butler, ni en relación con el concepto de performatividad. Sí podemos notar, sin embargo, un claro acento ético de los principales temas aquí tratados.

El análisis de la categoría de la interpelación, como elemento clave del tratamiento teórico de los procesos performativos de normalización y emergencia de los sujetos, y como forma de señalar la inscripción de la alteridad en el núcleo de esa emergencia, ayuda aquí a poner de relieve una comprensión de la ética que no es independiente, en última instancia, de las motivaciones políticas que impulsan el conjunto de la obra de Butler. Lo que esta nos ofrece es una intensa imbricación de los registros éticos y políticos. La expresión “éticas (post)identitarias”, que da título al capítulo, pretende ser un reflejo de esa relación.

El capítulo está estructurado, fundamentalmente, en torno al concepto de interpelación. Valoramos aquí el distanciamiento crítico de Butler respecto al modelo interpelativo de la sujeción provisto por Althusser. Deberemos comprender, para ello, el enfoque ético que Foucault planteara, especialmente, en la Historia de la sexualidad, y al que Butler recurre en su distanciamiento de Althusser. Principalmente, porque facilita la teorización de ciertas prácticas de estilización de sí a partir de la recepción crítica de la normatividad, de un modo que permite abordar, en un registro fundamentalmente ético, diversas formas de la emergencia crítica, no determinista y, en este sentido, proliferante, del sujeto político. Nos interesa explorar, además, la forma en que la construcción del sujeto depende de una relación constituyente entre sujeto y alteridad (un

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descentramiento del sujeto) que, introduciendo una cierta opacidad del sujeto frente a sí mismo, lo implica en formas de exposición recíproca y de co-vulnerabilidad que obligan a replantear la cuestión del reconocimiento intersubjetivo y la formación del sujeto ético.

La cuestión de la alteridad estará también especialmente presente en el sexto y último capítulo. Por una parte, trataremos de comprender la importancia de la categoría en relación con los intereses generales del feminismo, de la teoría queer y las políticas identitarias. Con este fin, recuperamos en la discusión algunas críticas (la de Nussbaum, que lo aborda más específicamente, y la de Amorós, en que aparece como un subtexto que trataremos de llevar, aquí, al primer plano de la discusión) a los conceptos butlerianos de parodia y proliferación: aquellos que de una forma más polémica han traído a colación la importancia de un pensamiento y de una praxis política capaz de lidiar con diferentes formas de la alteridad y de la novedad radical en el ámbito de los posicionamientos subjetivos e identitarios.

La exposición finaliza con un apartado en el que abordamos la temática de las prácticas de representación que, mediante diferentes estrategias de abyección, identificación y desidentificación, imponen determinados modelos de universalidad y de humanidad normativa. El encuentro con la alteridad a través de la interpelación ética y, más concretamente, la forma de interpelación que Levinas vinculara al encuentro con el rostro del otro, se expone aquí en el análisis de la regulación normativa de los esquemas de inteligibilidad de lo humano en cuanto tal.

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Nos introduciremos así en la crítica de diferentes modalidades de representación pública, especialmente de aquellas que regulan la posibilidad del duelo –por las víctimas de la violencia-, del encuentro intersubjetivo y, en general, del reconocimiento del sujeto humano. En este punto, la emergencia proliferante de los sujetos, su covulnerabilidad y, en especial, su constitución como actualización o recitación de los ideales normativos de género, sexo, deseo, raza, etnia, clase social, etc., lo convierten en el necesario punto de partida para un replanteamiento profundo de las relaciones entre universalidad, (des)humanización y reconocimiento.

Como apuntamos en el último capítulo, la cuestión de la universalidad, en particular, se verá significativamente afectada por el punto de vista de la performatividad. Sin embargo, la crítica de diferentes modelos y corrientes contemporáneas en torno al propio concepto de universalidad, al encuentro transcultural, así como a la radicalización del proyecto democrático, conforman el límite externo de este trabajo, y cierran el mismo para apuntar direcciones posibles de posteriores investigaciones.

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A modo de introducción

A lo largo del siglo XX, la teoría feminista ha sido escenario de una serie debates y tensiones internas que han derivado en procesos de complejización creciente4. Frecuentemente en diálogo y, en ocasiones, confrontación abierta con

otros movimientos teóricos (más allá de los límites presupuestos para cualquier temática “propia” del feminismo), se ha generado un vasto espacio de reflexión en torno a las políticas vinculadas, de uno u otro modo, a la cuestión del género y sus jerarquías. Parecería, pues, más útil o necesario que nunca, el desarrollo de una cierta labor cartográfica, que distinga entre sí las diferentes corrientes de pensamiento feminista, a partir de diferencias que nos resulten lo suficientemente claras y distintas como para identificar cada grupo de autores, textos o argumentos mediante esta o aquella práctica etiqueta.

Por supuesto, cualquier empresa de ese tipo obliga a ejercer una cierta violencia hermenéutica, a destacar un determinado conjunto de parecidos o diferencias entre textos o autores, en detrimento de otras. Tarea en la que veríamos inevitablemente involucrados nuestros prejuicios e intereses estratégicos a la hora de optar por uno y no otro modo de lectura y catalogación, socavando así cualquier pretensión de neutralidad u objetividad de un proyecto que, en resumen, sólo resultaría viable al precio de una importante pérdida de la riqueza y complejidad propias de cada posicionamiento teórico.

4 Una interesante complicación de artículos en torno a algunas de las figuras más representativas del

feminismo en el pasado siglo puede consultarse en Guerra, M.J., Hardisson, A. (eds.), 20 pensadoras del

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Podríamos, en consecuencia, proponernos recorrer el camino opuesto, y presentar detalladas lecturas de cada uno de nuestros objetos de estudio, teniendo muy presente el objetivo de dar cuenta de cuanto en él lo identifica en su singularidad, de cada detalle que lo convierte en irreductible a cualquier otro conjunto dado de discursos. Pero sospechamos ya que (además de la imposibilidad de desarrollar, aquí y ahora, un proyecto tal), si abordáramos desde ese punto de vista los diferentes posicionamientos de las teorías feministas, no podríamos aspirar a la elaboración de un discurso que tuviera un mayor grado de articulación y coherencia interna que el que pueda existir entre las distintas entradas de una enciclopedia. Para terminar, además, dándonos cuenta de que el resultado está tan impregnado de nuestras propias perspectivas y matrices epistemológicas como el más esquemático de los mapas.

Si comenzamos exponiendo esta aparente alternativa entre dos posibles extremos metodológicos, no es porque pretendamos realmente optar o defender la necesidad (ni tan siquiera la posibilidad) de escoger entre ambas opciones. En realidad, proponemos este dilema porque nos parece paralelo y, en cierto sentido que trataremos de explicar, coincidente con el que ha marcado el devenir de las últimas décadas de pensamiento en torno al género y a las políticas de la identidad. Estas han acusado la tensión generada entre la necesidad de disponer de un sujeto colectivo en nombre del cual desarrollar la acción política (paradigmáticamente, “las mujeres”) y la imposibilidad de encontrar cualquier conjunto de criterios que no convierta la delimitación de dicho sujeto en un ­ ejercicio de exclusión, más o menos violenta, de todos aquellos sujetos

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“fronterizos” con respecto a los criterios elegidos (en nuestro ejemplo, aquellas

otras mujeres en conflicto con cada modelo concreto de feminidad normativa).

Señalamos este conflicto como coincidente con el de los criterios metodológicos de aproximación a las teorías feministas, precisamente porque opinamos que la diversidad de posturas teóricas y políticas, muy frecuentemente enfrentadas entre sí, representa la concreción o el desarrollo o el inevitable correlato teórico de la multitud de posicionamientos subjetivos que componen el mosaico cultural del sistema sexogenérico: tan problemática resulta la asociación de autoras por corrientes, tradiciones o escuelas de pensamiento como pueda serlo la delimitación del sujeto colectivo de las políticas feministas.

Como puede intuirse, nos interesa especialmente el proceso de cuestionamiento explícito de la unidad del sujeto “mujeres” del feminismo, pero presentaremos antes una esquemática (quizá incluso aleatoria o interesada, en el sentido metodológico al que nos referíamos) introducción histórica para situarnos mejor en los procesos de crítica a los que aquí nos referimos.

Feminismos premodernos

Se suele citar El segundo sexo5, de Simone de Beauvoir, como texto

inaugural de la filosofía feminista contemporánea. Ciertamente representa un cambio radical en la percepción de las relaciones entre feminismo y filosofía, y la apertura de nuevas formas de reflexión teórica y política en torno a la cuestión de la opresión de las mujeres. Por supuesto, las raíces históricas del feminismo,

5 Beauvoir, S., El segundo sexo, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1977 (Le Deuxième sexe, Gallimard, París,

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como teoría y, más claramente aún, como práctica política, se remontan bastante más en el tiempo. Conviene señalar de antemano que, en cualquier caso, toda práctica política presupone un conjunto de presupuestos teóricos, articulados en mayor o menor medida. En el caso del feminismo, estos deberían permitir, en primer lugar, la identificación como tal de la subordinación patriarcal de las mujeres y, en consecuencia, obtener de su crítica, práctica y/o teórica, el impulso para su transformación.

Debemos remontarnos hasta los tiempos de la primera ilustración sofística para encontrar los primeros cuestionamientos del origen natural de la diferencia sexual, en tanto que fundamento o explicación de una división fundamental en el orden social. En palabras de Amelia Valcárcel, ya la ilustración sofista “produce el pensamiento de la igualdad entre los sexos (...), o la absurdidad de la esclavitud como uvas del mismo racimo que se reclaman unas a otras. Sin embargo, conocemos mejor la reacción adversa que producen.”6

Desde luego, la relegación de la mujer al espacio doméstico, como sostén y complemento de las actividades públicas masculinas, seguiría siendo por largo tiempo un (quizá incluso “el”) aspecto crucial de la opresión de la mujer. Si bien podría ser discutible el peso de la reacción patriarcal al apenas emergente discurso igualitario, no lo es desde luego el mantenimiento general del status quo con respecto a las relaciones jerárquicas entre los géneros, así en la cultura clásica como en la Edad Media.

Para algunos, la idealización de la mujer y lo femenino en la literatura medieval constituye una de las fuentes arqueológicas del feminismo. En El

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origen de la mujer sujeto7 se insiste, por ejemplo, a partir del papel central de la

narratividad en la constitución de las posiciones sexuadas, en las ambigüedades propias del papel asignado a la mujer en el desarrollo del amor cortés. Pues si bien este le adjudica un papel claramente pasivo de “objeto del deseo”, por contra requiere de la libertad de la mujer en su uso público de la palabra a la hora de conceder o negar sus favores a sus pretendientes. De hecho, la reacción misógina frente a esta idealización de lo femenino fue notoria, especialmente, a lo largo de los siglos XIV y XV, tanto en la tradición clerical como en la incipiente cultura secular burguesa. Conviene tener en cuenta, como explica Joan Kelly, que, si bien la historiografía de la teoría feminista tiende a tomar las revoluciones francesa e inglesa como puntos de partida, hemos asistido recientemente a una reconsideración general del papel que pioneras como Christine de Pissan (1364-1430?), ocupan en la gestación de las reivindicaciones que más tarde irrumpirán en la cotidianeidad política de los procesos de formación de los estados modernos8.

Sin embargo, frente a la coherencia entre teoría y práctica propia de los grandes movimientos revolucionarios, Kelly observa que las obras de Pissan, Thomas More, Lucrezia Marinella, Mary Astell, entre otras, permanecían ajenas a los alzamientos y conflictos reales por el cambio social, que por supuesto eran, en general, muy rápidamente sofocados. En cualquier caso, la importante dimensión pública de la vida de mujeres como Pissan, supuso un desafío real a la privatización de los roles “adecuados” para las mujeres en la ciudad. Con obras

7 Miguel Cereceda, El origen de la mujer sujeto, Tecnos, Madrid, 1996.

8 En Kelly, J., “Early Feminist Theory and the Querelle des Femmes”, Woman, History and Theory,

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como La ciudad de las mujeres (1404), Pissan reforzaría teóricamente su propia transgresión de una “línea entre lo privado y lo público que se habría dibujado con creciente firmeza para las mujeres de clase media e, incluso, nobles”9.

Pero el masculinismo imperante en el Renacimiento aumentó, si cabe, la precariedad de las posiciones de poder habitables por las mujeres, como explica Celia Amorós a partir del ensayo de la propia Joan Kelly, “¿Hubo Renacimiento para las mujeres?”10. Tal precariedad, asociada a la ausencia de un género

propiamente “vindicativo” sobre la situación de las mujeres, sirve de soporte a la tesis de Amorós de que, “en un medio en el que no haya prendido la lógica generalizadora de la democracia”, no podía aparecer un feminismo que pudiera ser, con propiedad, considerado como tal11. Para ello habríamos de esperar a los

cambios que trajo consigo la Revolución Francesa, escenario de enérgicos y heterogéneos movimientos por la igualdad de derechos de las mujeres.

Feminismos modernos

Obras como Sobre la igualdad de los sexos (publicado en 1673), del filósofo cartesiano Poulain de la Barre, sintonizan bien con la interpretación del feminismo como un movimiento esencialmente moderno e ilustrado, consecuencia lógica del gesto universalizador de la Razón y de la voluntad emancipadora propia de los ideales humanistas. Sin embargo, la labor política de grupos como La societté republicaine révolucionnaire, o la publicación de obras

9 Ibíd., p. 71. 10 Ibíd., pp. 20-50.

11 Amorós, C., Tiempo de feminismo, Ediciones Cátedra, Madrid, 1997, pp. 50-83. La autora identifica el

feminismo, en exclusiva, con el feminismo “moderno”, desmarcándolo tanto de la tradición premoderna del feminismo como de las críticas feministas de la Ilustración que no puedan ser descritas como una vuelta crítica de la Ilustración sobre sí misma, o como una generalización del proyecto Ilustrado.

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“vindicativas” en el sentido de Amorós, como la Declaración de los derechos de

la mujer y de la ciudadanía (1791, Olympe de Gouges) o, más rotundamente, la Vindicación de los derechos de la mujer (1792, Mary Wollstonecraft) no

cambiaron de hecho el curso histórico de la Revolución Francesa ni, en un sentido más amplio, el del patriarcalismo propio de la Ilustración. El cierre de los

clubes de mujeres (1793), o la negación formal del derecho de las mujeres a la

participación política (1794), por parte de los jacobinos, frustraron violentamente las posibilidades de un cambio en las jerarquías genéricas de la Francia revolucionaria. La opresión de las mujeres siguió siendo un tema marginal dentro del pensamiento político y filosófico de la Ilustración, pese a que, de forma inequívoca, el feminismo había irrumpido en la vida pública del nuevo “estado moderno”.

La politización del movimiento feminista siguió su curso, para emerger en el siglo XIX de mano del movimiento sufragista. La adquisición del derecho al voto y el acceso al parlamento se presentaban como objetivos ineludibles. En Estados Unidos, el sufragismo convivió con las luchas abolicionistas, e incluso se inspiró en ellas, a partir de la comparación de la situación histórica de la mujer con la esclavitud12. Predominaban, en este contexto, los argumentos de

inspiración ilustrada, así como el recurso a la “ley natural” como origen y fundamento de los derechos en juego. Tales argumentos convivían en ocasiones con otros más afines al individualismo protestante, como ejemplifica La biblia de

12 Como argumenta Sheyla Rowbotham en La mujer ignorada por la historia (Debate, Madrid, 1980, p.

68). Citada por Ana de Miguel, Los feminismos a través de la historia, cap. II, “Feminismo Moderno”, disponible en www.creatividadfeminista.org.

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la mujer13 (1895), obra de una de las sufragistas más influyentes, Elizabeth Cady

Stanton.

También en Inglaterra se desarrolló un activo movimiento sufragista. John Stuart Mill, autor de La sujeción de la mujer14 (en 1869, influido por Harriet

Taylor Mill), protagonizó una de las peticiones parlamentarias del voto para las mujeres, en 1886. Sin embargo, estas peticiones hubieron de sucederse (junto con frecuentes y violentamente reprimidas protestas) hasta el fin de la Primera Guerra Mundial cuando, en 1928, se universalizó el derecho al voto en Inglaterra15.

Por otra parte, desde comienzos del siglo XIX, el avance de los nuevos modos capitalistas de producción, unido la falta de derechos civiles de la emergente clase obrera, se vio acompañado por una creciente organización internacional de movimientos como el socialismo o el anarquismo, entre los que el feminismo fue conquistando su propio espacio, tanto en un sentido político amplio como en el estrictamente teórico. Socialistas utópicos como Fourier llamaron la atención sobre las formas específicas de explotación de la mujer, y se convirtieron en importantes defensores de la independencia económica de las mujeres, así como de la idea de cooperación entre los sexos en condiciones de igualdad. Flora Tristán, importante representante del feminismo socialista, abogaba por la revalorización profunda del papel de la mujer en la sociedad, y en la importancia crucial de la educación de las mujeres –frente a su pronta

13 Cady, E., La biblia de la mujer, Cátedra, Instituto de la Mujer, Madrid, 1997 (The Women´s Bible,

Northeastern University Press, Boston, 1993.

14 Mill, S., "La sujeción de la mujer, en Alice Rossi (ed.), Ensayos sobre la igualdad sexual, Península,

Barcelona, 1973, pp. 155-288.

15 En otros países se instituyó bastante antes: Nueva Zelanda en 1883, Australia en 1901, Finlandia en

1906, Noruega en 1913, Dinamarca e Islandia en 1915, Holanda y Rusia en 1917, Alemania en 1918, Suecia en 1919, Estados Unidos en 1920, Irlanda en 1922, y Austria, Checoslovaquia y Polonia en 1923. Sin embargo, para otros el proceso fue aún más lento: España en 1931, Francia e Italia en 1945. En 1971 se concedió el derecho al voto a la mujer en Suiza, el más tardío de los países europeos.

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incorporación al trabajo doméstico- para el progreso de la clase obrera. Se percibe, sin embargo, en ambos autores del feminismo socialista, la ausencia de una crítica enérgica de la división social del trabajo, como se refleja en el carácter fundamental pero aun subsidiario y de apoyo al varón obrero que imprimen roles como la madre-educadora o la esposa-compañera en la obra de Flora Tristán (Unión obrera, 1843)16.

En relación con el marxismo, el feminismo fue desarrollando una retórica que planteaba la situación de opresión de las mujeres en términos estrictamente sociales, a distancia creciente de las explicaciones de corte biológico o naturalizante de las divisiones del orden social. Engels había formulado en El

origen de la familia, la propiedad privada y el estado17, la cuestión de la

dependencia de los modos de producción capitalistas de la reproducción de la mano de obra y, con ella, identificó la dedicación de la mujer al ámbito doméstico y reproductivo (estos es, su exclusión de los medios de producción propiamente dichos), como una pieza clave para el sostenimiento del orden capitalista. Este seguiría siendo, sin embargo, un tema controvertido dentro del propio marxismo, por la consideración generalizada de la subordinación de mujer como una pieza secundaria en el conjunto de la explotación del proletariado. Pese a ello, se habían sentado ya las bases de futuros análisis de la conjunción entre capitalismo y patriarcado (como los del feminismo liberal de los años sesenta).

En cualquier caso, el feminismo marxista representaba una alternativa opuesta al movimiento sufragista, al que las marxistas consideraban como un

16 Como explica Ana de Miguel en “Feminismo moderno”, o.c., y también en “El conflicto

clase-sexo-género en la tradición socialista”, en Celia Amorós (coord.), Historia de la teoría feminista, Dirección General de la Mujer, Madrid, 1994.

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movimiento burgués incapaz de representar los intereses de las mujeres obreras, pese a su propugnada vocación interclasista. Militantes y teóricas como Alexandra Kollontai (quien fuera por seis meses ministra del gobierno de Lenin) o la alemana Clara Zetkin, contribuyeron a aumentar el nivel de organización del feminismo marxista, mediante la celebración de acontecimientos clave como la

Conferencia Internacional de Mujeres en 1907. Zetkin replanteó la lucha por la

igualdad de los sexos como una prioridad dentro de los objetivos generales del socialismo, consolidando los vínculos teóricos entre los órdenes económicos y sexuales de la opresión capitalista y patriarcal.

Aunque Kollontai renegaría del gobierno de Lenin y de su falta de medidas suficientes para la consecución de la igualdad, fue el feminismo anarquista quien más directamente enfrentó las pretensiones comunistas de control estatal sobre cualquier asunto concerniente a la familia y al cuidado de los hijos. De este modo, autoras como Emma Goldman representaban, a comienzos del pasado siglo, una doble alternativa, tanto al reformismo institucional y al domesticismo burgués de las sufragistas, como a las crecientes pretensiones de control del espacio doméstico que, cada vez más claramente, regían la sociedad comunista.

Se pusieron así de manifiesto, a partir del conflicto en el que diferentes perspectivas feministas, con agendas políticas muy dispares, competían por atribuirse el mayor grado de internacionalismo e interclasismo posible, algunas de las dificultades y resistencias inherentes al proyecto de desarrollar el feminismo a partir de un sujeto de partida único y unitario. Se anuncia, en estas

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distancias y discrepancias, una recurrente fractura en las políticas de

representación de “las mujeres” en su lucha por el cambio social, la conflictiva y

poliédrica dinámica futura del significante “mujeres” o, en otros términos, la inquietud ante la pregunta: ¿quiénes son las mujeres?

Segunda ola en Estados Unidos

La progresiva (aunque insatisfactoria) incorporación de la mujer al mercado laboral, junto con la sucesión de consumaciones de las reivindicaciones sufragistas, desembocaría en una poco productiva sensación de fin del viaje en la teoría y en las políticas feministas. El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949) funcionó como un potente revulsivo que redefinió la opresión de la mujer cuando el derecho al voto había dejado de ser la prioridad y las principal fuerza cohesiva para el movimiento feminista. En el contexto del existencialismo francés, la obra de Beauvoir describía con un inédito carácter procesual la identidad genérica de las mujeres, en afinidad con el asalto sartriano a la retórica esencialista habitual en la descripción de la subjetividad. La influencia del concepto del proyecto de Sartre se intuye aún en el acento voluntarista implícito –según ciertas interpretaciones- en la famosa máxima de El segundo sexo: “no se nace mujer, se llega a serlo”.

El nuevo relato del proceso de adquisición del género (femenino), a partir de la acción de muy diferentes fuerzas sociales (educativas, económicas, médicas, etc.), se convirtió en una pieza clave de los análisis de la violencia patriarcal, y abrió las puertas al desarrollo de una perspectiva construccionista

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sobre la identidad genérica. De hecho, se suele remitir a esta misma obra la distinción operativa entre sexo y género, que se convertiría en un potente instrumento analítico desde el que cuestionar la necesidad biológica de los atributos tradicionalmente asociados al sexo femenino, tanto como sus consecuencias sobre la división genérica de los roles sociales18 (familiares,

laborales, etc.).

El generalmente llamado “neofeminismo”, o “segunda ola” del feminismo, asociado a la década de los sesenta, puede ser descrito como una profundización en la comprensión de la opresión genérica una vez superadas las desigualdades más formales (el derecho al voto era el símbolo paradigmático de la lucha por la igualdad de derechos, pese a todas las demás discriminaciones jurídicas que la acompañaban) que habían ocupado, especialmente, el quehacer de las sufragistas. En la línea abierta por Beauvoir, la nueva tarea del feminismo consistirá en desarrollar una teoría y unas políticas feministas frente a desigualdades genéricas que carecían, frecuentemente, de una concreción jurídica o legal o, expresado mediante una fórmula que se volverá usual, en explicitar “el problema que no tiene nombre”.

18 El origen del concepto de género está directamente vinculado, pese a todo, al campo de la medicina y a

la manipulación quirúrgica y hormonal de los cuerpos intersexuales en la década de los cincuenta –en especial, a los trabajos de John Money sobre reasignación del “género”- lo que ha llevado a teóricas queer como Beatriz Preciado a reclamar la herencia biotecnológica del concepto. En “Género y sexo en la teoría feminista contemporánea”, Elvira Burgos explica, a partir de Haraway, que el concepto se articula “en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial en el seno de los movimientos de liberación de la mujer desarrollados a partir de unas condiciones sociales, el sistema mundial capitalista, que permitieron que las mujeres, cuyas vidas estaban siendo reformuladas, se concibieran como sujeto colectivo en un proceso histórico. En principio, la noción de género pretendía contestar críticamente la naturalización de la diferencia sexual desde diferentes perspectivas”, Burgos, E., en Llinares, J., Sánchez, N. (eds.), Filosofía

de la cultura. IV Congreso Internacional de Antropología Filosófica (SHAF), Sociedad Hispánica de

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La mística de la feminidad19, de Betty Friedan (1963), pretendía

precisamente esto, al cuestionar los rígidos roles que favorecían el confinamiento de la mujer al espacio doméstico y a los roles de madre y esposa. Fridan contribuyó, además, a la formación del grupo activista más emblemático del feminismo liberal, la National Organization for Women (NOW), preocupada principalmente por la incrementar la presencia femenina en el espacio público, tanto en el conjunto del mercado laboral como en puestos de poder estrictamente político.

Ya a lo largo de los años sesenta, y especialmente a finales de la década, el feminismo liberal se desarrolla en relación antagónica con el Movimiento de Liberación de la Mujer, principal vehículo de las reivindicaciones del incipiente feminismo radical. Este último se suele entender, por su parte, como reacción a la retórica del feminismo liberal. En lugar de hablar de “desigualdades”, las radicales se referirán explícitamente al patriarcado y a la opresión de la mujer, de la que considerarían cómplice, en tanto que beneficiario, a todo miembro del sexo masculino. En consecuencia, conciben la lucha feminista como la apertura de un espacio social exclusivamente femenino y son particularmente activas en la creación de todo tipo de redes y grupos de apoyo entre mujeres.

Con el patriarcado y el feminismo liberal como antagonistas, las radicales no dejan sin embargo de dividirse, a su vez, entre un grupo que se autoconcibe como una pieza más en el abanico de grupos y opciones de la izquierda (y, por tanto, de la lucha contra el capitalismo o, simplemente, contra “el sistema”) y

19 Friedan, B., La Mística de la feminidad, Júcar, Madrid, 1974 (The Feminine Mystique, W.W. Norton

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aquellas otras para las que el feminismo refiere a una feminidad silenciada con

anterioridad, lógica o histórica, a los efectos de las opresiones económicas y de

clase. Se plantea de este modo una importante fractura entre los feminismos de corte esencialista, también llamados de la diferencia –al modo del separatismo radical- y un feminismo de la igualdad que ve con desconfianza el ensalzamiento de la diferencia genérica como base u objetivo de la agenda política del feminismo20.

En cualquier caso, la influencia del feminismo radical siguió creciendo, especialmente en Estados Unidos, llegando incluso a influir en el feminismo liberal (que tomó ideas como la creación de grupos de mujeres, y adoptó el eslogan “lo personal es político”, que inicialmente rechazara por hacer de lo “privado” un centro de la lucha política), así como a prácticamente sustituirlo en la década de los setenta, precisamente en su forma más esencialista y separatista. La creación de las New York Radical Feminist y la publicación de las obras de Kate Millet (Política sexual21) y Shulamith Firestone (Dialéctica de la sexualidad22), ambas en 1970, marcaron el desarrollo de una conjunción de

marxismo, psicoanálisis (desde Freud hasta Reich) y postcolonialismo para el que el patriarcado representaba, en realidad, el sistema básico de dominación (por encima de la clase o de la raza).

20 Para una reconstrucción de los encuentros y desencuentros entre el feminismo de la igualdad y el

feminismo de la diferencia, ver Guerra Palmero, M.J., “El debate intrafeminista: igualdad vs. diferencia”,

Teoría feminista contemporánea. Una aproximación desde la ética, Instituto de Investigaciones

Feministas, Editorial Complutense, Madrid, 2001, pp. 101-114.

21 Millet, K., Política sexual, Aguilar México, 1975 (Sexual Politics, Doubleday and Co., Nueva York,

1970)

22 Firestone, Sh., Dialéctica de la sexualidad, Barcelona, Kairós, 1976 (The Dialectic of Sex, The

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Tal dominación se traduciría, en primer lugar, en la producción de la mujer como casta sexual marcada por la experiencia común de la opresión. Con esta convicción, cuestionaron todos los espacios sociales susceptibles de ser analizados desde la perspectiva de la opresión genérica, repolitizándose así, en profundidad, los aspectos más diversos de la “vida privada”. Kathy Rudy, activista implicada en el feminismo radical de los setenta, reflexiona del siguiente modo sobre el crisol de etiquetas que frecuentemente se emplean para referirse a este activo periodo del feminismo:

Llamar a estas comunidades esencialistas es imponer sobre aquel tiempo una teoría prácticamente configurada en los 90; llamarlas feministas lesbianas o separatistas lesbianas es centrarse en exceso en la preferencia sexual, cuando la mayoría pensábamos que el compromiso político subyacente era con el feminismo (y muchas se concebían a sí mismas como bisexuales o asexuales); llamarlas feministas culturales –un término empleado por Alice Echols para señalar lo que ella entiende como la despolitización del feminismo de los 60- parece clausurar la posibilidad de que, a su manera, estas comunidades participaran en alguna forma de compromiso político. Yo me decanto, por tanto, por el término “feminismo radical”.23

Rudy opta por subrayar la radicalidad política del movimiento, frente a su relación con la identidad lesbiana. Pero conviene resaltar que el lesbianismo era, para muchas, la única manera coherente de vivir el predominante proyecto separatista. Así, en lugar de crearse una fractura dentro del movimiento, entre mujeres heterosexuales y lesbianas, fue más bien el lesbianismo (o cierta concepción del mismo) el que operó como una fuerza cohesiva, en la medida en

23 Rudy, K., “Radical Feminism, Lesbian Separatism, and Queer Theory”, Feminist Studies, n. 27, vol.1,

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que era adoptado, frecuentemente, como opción política, expresión de la voluntad de mantener una vida sostenida por un compromiso de cuidado mutuo entre mujeres. Se fue desarrollando, así, una idea frecuentemente desexualizada del propio lesbianismo, marcada por el rechazo a cuanto en este pudiera recordar a la masculinidad o, implícitamente, a las relaciones heterosexuales.

Existían, sin embargo, claros antagonismos entre formas muy diferenciadas de entender y de vivir el lesbianismo y sus relaciones con los roles masculinos. Comprender este dilema supone desentrañar parte de la carga normativa del feminismo radical. Resulta útil, a este respecto, atender al modo en que esta antigua feminista radical recuerda los conflictos y tensiones entre “el movimiento” y cierto lesbianismo “prefeminista”, a veces también muy politizado, que no sólo no hacía causa común con el feminismo sino que lo miraba con una reservada desconfianza:

En el proceso de desarrollo de teorías feministas fundamentadas en una única y cuidadosa naturaleza de las mujeres, muchas teóricas sugirieron que el mejor modo de demostrar esa sensibilidad femenina era dedicarse al cuidado exclusivo de otras mujeres. Por tanto, emergieron otras formas de definir el lesbianismo que no estaban siempre sostenidas o definidas por la actividad sexual; (…) Desde la perspectiva de las lesbianas prefeministas o no-feministas (como las butches y femmes de clase obrera que se comunicaban principalmente a través de la cultura de bares), una identidad sexual fundada sólo en la política feminista era inherentemente sospechosa (desde la perspectiva feminista radical, las lesbianas prefeministas eran problemáticas porque reproducían la normatividad heterosexual en su feminidad y en su masculinidad lesbiana). Existían definidas tensiones entre aquellas que elegían la vida lesbiana por razones de deseo y

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aquellas que la elegían por las políticas feministas; cada grupo concebía al otro como inauténtico.24

La distancia entre el feminismo radical y esta cultura lesbiana de “clase obrera” no representaba, en principio, una tensión entre diferentes voces del discurso feminista, como pudo serlo la oposición entre el pretendido interclasismo del movimiento sufragista y las feministas socialistas y marxistas. Pero resulta representativa de los efectos normativos y excluyentes que operaban cotidianamente en un movimiento cuya vocación era, paradójicamente, la creación de una cultura y una identidad colectiva unificadas, desarrollada por y para “las mujeres”. Por supuesto, el feminismo radical cuestionó en profundidad muchos de los roles asociados a la feminidad, especialmente en el ámbito doméstico y familiar, y este constituye una valiosa desmitificación del carácter necesario y natural de esos mismos roles. Pese a ello, el rechazo a cuanto pudiera identificarse como roles genéricos masculinos y/o heterosexuales incorporados por las mujeres –e identificados como tales a través de una específica distancia

de clase-, anticipa las tensiones que, algo más tarde, desembocarían en la

proliferación de las críticas que se abrirán paso a lo largo de los años ochenta – muchas de ellas como voces específicamente feministas, y otras en relación más problemática con este, pero siempre cuestionando la pretensión de fundar el discurso feminista sobre una identidad o naturaleza común, o un ideal normativo para el conjunto de “las mujeres”.

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Frecuentemente, se distingue el “feminismo cultural”25 como

radicalización del separatismo propio del “feminismo radical”. Radicalización que habría ido de la mano, desde finales de los setenta, de la despolitización progresiva del movimiento, resultado del distanciamiento de los planteamientos freudomarxistas y socialistas. De este modo, el feminismo radical se habría ido desligando de la crítica directa al sistema capitalista, al que consideraría como elemento propio de una cultura patriarcal por superar: no se trata aquí de la transformación del sistema a partir de la confrontación política sino, más bien, de abandonarlo por completo mediante la construcción de todo un socius alternativo: una cultura de mujeres concebida como alteridad radical con respecto a la razón patriarcal.

Por supuesto, las relaciones entre patriarcado y capitalismo fueron, y siguen siendo, objeto de controversias múltiples. Frente al rechazo del feminismo radical a subordinar o incluso equipara la cuestión del género a la del capital, las feministas de la tradición socialista plantearon revisiones de los presupuestos del marxismo que extraían el máximo potencial del concepto de “lucha de clases” en el estudio de la opresión de las mujeres como clase. Buena parte de los intentos en este sentido corrieron de mano del feminismo socialista anglosajón, a lo largo de los años setenta.

25 Especialmente significativo para el feminismo cultural fue la obra de Carol Gilligan sobre las

diferencias características del desarrollo moral –en el ámbito de la psicología evolutiva- del género femenino, aunque su influencia no se agota en este. Como señala Teresa de la Vieja, “los conocidos análisis de C. Gilligan de los años setenta dieron entrada a la perspectiva de género –por fin, otra voz- en distintos campos argumentativos, la Epistemología (S. Harding, S. Hekman, , H. Longino), la Ética, entre la justicia y el cuidado, (I. Young, N., Fraser, H. Pauer Studer, S. Moller Okin), la Jurisprudencia (Z. Eisenstein, Ch. Littleton), una Teoría Política de orientación no contractualista (C. Pateman, V. Held, J. Mansbridge, S. Benhabib). Por eso resulta hoy más apropiado hablar de Feminismos.”, La mitad del

mundo (Ética y Crítica feminista), Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2004, p. 24, cursivas

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Estos coincidían, en general, en la necesidad de disponer de un “sistema dual” desde el que abordar la opresión. Este permitiría distinguir la opresión que sufren en el campo de los medios de producción, de la relativa al ámbito de la

reproducción y del trabajo doméstico, una vez identificado este último como un

espacio de opresión específicamente patriarcal. Capitalismo y patriarcado constituirían sistemas de opresión diferentes, que exigen, cada una de ellos, su propia metodología de análisis. En cualquier caso, la abolición de ambos se consideraba igualmente necesaria en el camino de lucha por la emancipación de “la mujer”. Para ello, autoras como Zillah Eisenstein afirmarán la necesidad de estudiar el “capitalismo patriarcal” en sus formas históricas concretas, superando las limitaciones analíticas tanto del marxismo como del feminismo26. Otras, como

Carol Pateman o Heidi Hartmann, harán revisión de las teorías del contrato social, al que redescriben como un “pacto entre hombres” que establece las bases de una alianza masculina interclasista con respecto a la cual las mujeres no ocuparían más que el papel de “moneda de intercambio”. Como veremos, algunas autoras contemporáneas (por ejemplo Nancy Fraser), replantean esta dicotomía en el intento por de ofrecer una teoría realmente “unificada” de ambas formas de opresión, al anteponer, a la distinción analítica, su indisoluble imbricación en cada uno de sus puntos de aplicación.

Feminismos lesbianos y otros feminismos.

26 Eisenstein, Z., “Hacia el desarrollo de una teoría del patriarcado feminista y el feminismo socialista”, en

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Pese a las diferencias, el feminismo radical y el más tardío feminismo cultural (para algunas, evolución progresiva de un único movimiento) compartirían el proyecto de fundar una cultura producida por y para las mujeres, y consideraban a estas como un sujeto político sin fracturas ni diferencias internas que requiriesen un tratamiento específico. Este lugar común del movimiento feminista comenzaría a cuestionarse, en profundidad, desde finales de los años setenta, con la aparición de un número creciente de críticas (mayoritariamente, críticas feministas) que cuestionan diversos aspectos de las políticas identitarias del feminismo.

Señalaremos, en primer lugar, la obra de las feministas lesbianas que más enérgicamente cuestionaron la posibilidad misma de la unidad de la acción política en torno al significante “mujeres”. Monique Wittig es, sin duda, una de las autoras que más radicalmente ha planteado su rechazo al carácter “natural” de la diferencia sexual, al que opone su tratamiento de las diferencias entre los sexos en los términos propios de la lucha de clases. Una lucha que, partiendo de “las mujeres”, en tanto que clase social constituida por relaciones históricas de explotación, habría de tener por desenlace “la desaparición de esta clase” (tanto como su antagonista “natural”, la clase de “los hombres”, definidos por el ejercicio de la opresión). El nombre que Wittig da a esa relación de explotación no será otro que el de “la heterosexualidad”, en tanto que institución política. Para Wittig, el carácter “natural” e incuestionado de la diferencia sexual, así como de las cualidades asociadas a uno u otro sexo (y la construcción de lo que Wittig refiere como “el mito de la mujer”) es el principal objetivo de su crítica

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general de las categorías sexuales, de la que resulta una fractura entre los conceptos de “lesbiana” y “mujer”:

Lesbiana es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), puesto que el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer, ni económica, ni política, ni ideológicamente. Lo que hace a la mujer es una relación social específica con el hombre, una relación a la que ya nos hemos referido como “servidumbre”, una relación que implica obligación personal y física, tanto como una obligación económica (residencia forzada, trabajo doméstico, deberes conyugales, producción ilimitada de niños, etc.) una relación de la que las lesbianas escapan al rechazar seguir siendo o convertirse en heterosexuales.27

De este modo, Wittig convierte la figura de “la lesbiana” en un enclave privilegiado de la disidencia del sistema heterocentrado, por un camino paradójicamente opuesto a los planteamientos dominantes en el feminismo radical (también en su vertiente separatista lesbiana). Frente a este último, “la lesbiana” de Wittig habita un espacio político desprovisto de las idealizaciones sobre las relaciones entre mujeres, y prescinde de cualquier reivindicación de diferencias asociadas a un modelo particular –biológico o cultural- de la feminidad. En su crítica a lo que bautiza como heterofeminismo, Wittig sustituye la preocupación por el patriarcado, en cuanto tal, por la crítica de la heterosexualidad como sistema de (re)producción jerárquica y normativa de sujetos. Aún para muchas de las teóricas que posteriormente criticarán el proyecto de Wittig, al entenderlo como una apuesta por una política lesbiana

27 Wittig, M., “No se nace mujer”, El pensamiento heterosexual y otros ensayos, Monique Wittig, trad.

Referencias

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