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Lecciones de Vida-Elizabeth Kubler

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Academic year: 2021

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LECCIONES DE VIDA.

Lecciones de amor, de coraje, de sinceridad... Ahora es el momento de aprenderlas

Elisabeth Kübler-Ross. (autora de La rueda de la vida) y David Kessler.

LECCIONES DE VIDA.

Elisabeth Kübler-Ross y David Kessler

Barcelona : Javier Vergara, 2002 ISBN 84-666-0969-5

¿Es así como quiero que sea mi vida?

Todos nos hacemos esta pregunta en algún momento. La tragedia no es que la vida sea corta, sino que a menudo comprendemos demasiado tarde lo que es realmente

importante. En Lecciones de vida, la autora que nos enseñó a ver la muerte de una forma más natural se une a David Kessler para conducirnos a través de las lecciones prácticas y espirituales que debemos aprender para vivir la vida en su máxima plenitud. Tras muchos años de trabajo con enfermos terminales, los autores han comprobado que ciertas lecciones se repiten una y otra vez. Algunas de ellas pueden ser difíciles de aprender, pero el simple intento de comprenderlas es profundamente gratificante. En este libro, desde la lección del amor hasta la lección de la felicidad, los autores nos revelan con sencillez y hondura la verdad acerca de nuestros temores, nuestras

ilusiones, nuestras relaciones y, sobre todo, nos invitan a apreciar todos y cada uno de los momentos de la vida.

I

«Todos tenemos lecciones que aprender durante este período que llamamos ”vida”, y esto se advierte sobre todo cuando uno trabaja con moribundos. Los que están a punto de morir aprenden mucho al final de su vida, en general cuando ya es demasiado tarde para aplicarlo. Después de irme a vivir a Arizona, el Día de la Madre de 1995 sufrí una apoplejía que me dejó paralizada. Pasé varios años al borde de la muerte. Algunas veces pensaba que me quedaban semanas de vida. Estaba preparada para morir y en ocasiones casi me sentía decepcionada al ver que la muerte no llegaba. Pero no he muerto, porque todavía sigo aprendiendo lecciones de vida, mis últimas lecciones: las verdades

fundamentales y los secretos de la existencia misma. Quería escribir un libro más, pero no sobre la muerte y los moribundos, sino sobre la vida y los vivos.»

Elisabeth Kübler-Ross.

AGRADECIMIENTOS.

A Joseph, que hizo posible que escribiera otro libro. A Ana, que se ocupa de mi casa para que pueda vivir en ella en lugar de ir a una residencia. Y a mis hijos, Bárbara y Kenneth, por ayudarme a continuar.

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Elisabeth.

Ante todo quiero expresar mi más profundo agradecimiento a Elisabeth por el privilegio de escribir este libro con ella. Tu sabiduría, autenticidad y amistad han convertido esta labor en una experiencia única. Gracias también a Al Lowman, de Authors and Artists, por creer en la importancia de esta obra. Tu guía, apoyo y amistad han constituido auténticos regalos en mi vida.

Asimismo, quiero expresar mi agradecimiento a Caroline Sutton, de Simon & Schuster, por su inspiración, su atención y su magistral revisión. Gracias también a Elaine

Chaisson, doctora en filosofía; a B. G. Dilworth, a Barry Fox, a Linda Hewitt, a

Christopher Landon, a Marianne Williamson, a Charlotte Patton, a Berry Perkins, a Teri Ritter, enfermera; a Jaye Taylor, aJamesThommes, medico, y a Steve Uribe, terapeuta matrimonial y familiar. Todos ellos han contribuido, de una manera especial, a la realización de esta obra.

David.

MENSAJE DE ELISABETH.

Todos tenemos lecciones que aprender durante esta época que llamamos vida. Esto resulta especialmente evidente cuando se trabaja con moribundos: ellos aprenden muchas cosas al final de su vida, en general cuando ya es demasiado tarde para ponerlas en práctica. Después de trasladarme al desierto de Arizona, en 1995, el día de la Madre sufrí un ataque de apoplejía que me provocó una parálisis. Durante los años siguientes estuve a las puertas de la muerte. En ocasiones tenía la sensación de que moriría al cabo de unas semanas. Y muchas veces me sentí decepcionada de que no fuera así, porque sentía que estaba preparada. Pero no he muerto porque todavía estoy aprendiendo las lecciones de la vida, mis últimas lecciones: las verdades fundamentales de nuestras vidas, los secretos de la vida misma. Quise escribir un libro más, pero no sobre la muerte y los moribundos, sino sobre la vida y el proceso de vivir.

Todos tenemos un Gandhi y un Hitler en nuestro interior. Digo esto de un modo simbólico. Con Gandhi me refiero a lo mejor que hay en nosotros, a nuestra parte más compasiva, mientras que Hitler representa lo peor que hay en nuestro interior, lo negativo y la mezquindad. Las lecciones de la vida suponen trabajar nuestros aspectos mezquinos y despojarnos de nuestra negatividad para encontrar lo mejor que hay en nosotros y en los demás. Estas lecciones son las pruebas de la vida, y nos convierten en lo que somos. Estamos aquí para sanarnos los unos a los otros y también a nosotros mismos. Y no me refiero a la sanación del cuerpo físico, sino a una sanación mucho más profunda, a la sanación de nuestro espíritu, de nuestra alma.

Cuando hablamos de aprender nuestras lecciones, nos referimos a resolver los asuntos pendientes. Y esto no tiene que ver con la muerte, sino con la vida. Nos remite a las cuestiones más importantes que tenemos que resolver. Por ejemplo, debemos plantearnos si, además de ganarnos bien la vida, hemos dedicado tiempo a vivir de

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verdad. Muchas personas han existido pero en realidad no han vivido, y han empleado enormes cantidades de energía en mantener ocultos sus asuntos pendientes.

Los asuntos pendientes son la cuestión más importante en la vida de cada uno y, por lo tanto, son el aspecto primordial al que nos enfrentamos cuando nos encontramos con la muerte. La mayoría de nosotros morimos con una gran cantidad de asuntos pendientes, y otros muchos al menos con unos cuantos. Hay tantas lecciones que aprender en la vida que resulta imposible hacerlo durante una sola existencia. Pero cuantas más

aprendamos, más cuestiones resolveremos, y podremos vivir la vida con más intensidad, una vida realmente plena. Entonces, muramos cuando muramos, podremos exclamar: «¡Dios mío, he vivido!»

MENSAJE DE DAVID.

He pasado mucho tiempo con personas que estaban al borde de la muerte. Esta labor ha sido para mí muy enriquecedora y plena. Gran parte de mi crecimiento psicológico, emocional y espiritual se debe a mi trabajo con los moribundos. Estoy profundamente agradecido a aquellos con quienes he trabajado y que tanto me han enseñado, pero mis lecciones no empezaron con ellos, sino hace muchos años, con la muerte de mi madre, y siguen en la actualidad, con cada persona amada que pierdo.

Durante los últimos años me he preparado para decir adiós a una maestra, consejera y una queridísima amiga, Elisabeth. He pasado mucho tiempo con ella recibiendo las lecciones finales. Ella, que me había enseñado tanto sobre mi trabajo con los moribundos, se enfrentaba ahora a su propia muerte. Me hizo partícipe de sus

sentimientos (enfado la mayor parte del tiempo) y su visión de la vida. Elisabeth estaba terminando su último libro, La rueda de la vida, y yo estaba escribiendo el primero, Las necesidades de los moribundos. Incluso durante esa época de prueba en su vida,

Elisabeth me ayudó muchísimo y me aconsejó sobre el proceso de edición, mis pacientes y sobre la vida misma.

En muchas ocasiones me resultó muy difícil abandonar su casa. Nos despedíamos convencidos de que sería la última vez que nos veríamos y yo me alejaba bañado en lágrimas. Es tan duro perder a alguien que ha significado tanto en tu vida...pero ella decía que estaba preparada. Sin embargo, Elisabeth no murió, sino que mejoró ligeramente. No había acabado con la vida y ésta no había acabado con ella.

En tiempos muy lejanos, las comunidades se reunían en ciertos lugares donde los niños y los adultos escuchaban a los ancianos y las ancianas relatar historias de la vida, de sus retos y de las lecciones que se aprenden a las puertas de la muerte. La gente sabía que, en ocasiones, las lecciones más relevantes se encuentran en las situaciones de mayor sufrimiento. Y también sabían que para los moribundos, y también para los vivos, era importante que esas lecciones se transmitieran. Eso es lo que yo deseo, transmitir algunas de las lecciones que he aprendido. Al hacerlo me aseguro de que lo mejor de aquellos que han fallecido les sobrevivirá.

Durante el largo, y a veces extraño, viaje que llamamos vida, encontramos muchas cosas, pero, sobre todo, nos encontramos a nosotros mismos. Descubrimos quiénes somos en realidad y qué es lo más importante para nosotros. De los momentos buenos y malos, aprendemos qué son realmente el amor y las relaciones, y en ellos hallamos el valor para superar los enfados, las lágrimas y los miedos. En el misterio que entraña

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todo esto, disponemos de todo lo que necesitamos para que la vida funcione, para

encontrar la felicidad y para conseguir no vidas perfectas ni cuentos de hadas, sino vidas auténticas que llenen nuestros corazones de significado.

Tuve el privilegio de pasar cierto tiempo con la madre Teresa unos meses antes de que falleciera. Me dijo que su labor más importante era la que realizaba con los moribundos, pues para ella la vida era algo muy valioso. «La vida es un logro

-me dijo-, y morir es el final de ese logró.» La mayoría de nosotros no sólo

consideramos que la muerte no es un logro, sino que tampoco creemos que nuestras vidas lo sean. Y, sin embargo, lo son.

Los moribundos siempre han sido maestros de grandes lecciones, porque cuando nos encontramos al borde de la muerte vemos la vida con más claridad. Al compartir sus lecciones con nosotros, los moribundos nos enseñan el valor de la vida misma. En ellos descubrimos al héroe, esa parte que trasciende todas nuestras experiencias y nos

transporta a todo lo que somos capaces de hacer y ser; a no estar sólo vivos, sino a sentirnos vivos. .

NOTA PARA EL LECTOR.

Este libro es el resultado de una estrecha colaboración entre Elisabeth Kübler-Ross y David Kessler. Los casos relatados y las experiencias personales proceden de sus conferencias, seminarios y conversaciones con los pacientes y sus familiares. Algunos casos corresponden a David; otros, a Elisabeth, y otros a ambos. Para mayor claridad utilizamos el pronombre «nosotros» a lo largo de todo el libro excepto en los casos y las experiencias personales, que van precedidos por sus iniciales respectivas: EKR y DK.

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LA LECCIÓN DE LA AUTENTICIDAD.

Stephanie, una mujer de cuarenta y pocos años, compartió esta historia durante una conferencia:

«Un viernes por la tarde, hace unos cuantos años, me dirigía de Los Angeles a Palm Springs. No era el mejor momento para circular por aquella autovía de Los Angeles, pero estaba ansiosa por llegar al desierto y pasar un fin de semana relajado con unos amigos.

»A las afueras de la ciudad, los coches que iban delante de mí se detuvieron. Yo también paré el mío detrás de una larga hilera de vehículos, miré por el retrovisor y vi que el coche que me seguía no aminoraba la marcha sino que se acercaba al mío a una

velocidad enorme. Comprendí que el conductor estaba distraído e iba a chocar conmigo con mucha fuerza. También me percaté de que, debido a su velocidad y a que , mi coche estaba parado a pocos centímetros del de delante, me encontraba en un grave peligro. En aquel momento fui consciente de que podía morir.

»Me miré las manos, que sujetaban con rigidez el volante. No las había agarrotado de una forma consciente: ése era mi estado natural y así era como vivía la vida. Decidí que no quería vivir, ni tampoco morir, de aquella manera. Cerré los ojos, inspiré y dejé caer los brazos a los lados. Me dejé ir. Me rendí a la vida y a la muerte. Entonces el otro coche chocó violentamente contra el mío.

»Cuando la sacudida y el ruido cesaron, abrí los ojos. Estaba ilesa. El coche que tenía delante estaba destrozado, el de detrás también, y el mío estaba comprimido como un acordeón.

»La policía me dijo que tuve suerte de estar relajada, porque la tensión muscular aumenta la probabilidad de sufrir lesiones graves. Al marcharme de allí sentí que había recibido un regalo, que no consistía sólo en salir ilesa del accidente, sino en algo mucho más valioso: había visto el modo en que vivía la vida y se me había concedido la

oportunidad de cambiar. Hasta entonces me aferraba a la vida con el puño apretado, pero me di cuenta de que podía sostenerla con la mano abierta, como a una pluma que reposara en la palma de mi mano. Comprendí que si podía relajarme hasta el punto de liberarme del miedo a la muerte, también podía, a partir de entonces, disfrutar de la vida con plenitud. En aquel instante me sentí más conectada conmigo misma de lo que lo había estado nunca.»

Como muchos otros que se encuentran al borde de la muerte, Stephanie aprendió una lección, no sobre la muerte, sino sobre la vida y cómo vivir.

Todos sabemos que en lo más hondo de nuestro interior hay alguien que es quien estamos destinados a ser. En general nos damos cuenta de cuándo nos estamos

convirtiendo en esa persona y también de lo contrario, pues todos sabemos cuándo las cosas no van bien y no somos la persona que deberíamos ser.

De un modo consciente o inconsciente, todos buscamos respuestas e intentamos aprender las lecciones de la vida. Luchamos contra el miedo y el sentimiento de culpabilidad y buscamos el sentido de la vida, el amor y el poder. Intentamos comprender el miedo, la pérdida y el tiempo y descubrir quiénes somos y cómo podemos ser realmente felices. A veces buscamos estas cosas en el rostro de nuestros seres queridos, la religión, Dios o en otros lugares. Sin embargo, con demasiada

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parecidas, y al final descubrimos que no sólo no hallamos el significado que

buscábamos, sino que encima nos hacen desgraciados. Si seguimos esos falsos caminos sin un conocimiento profundo de su significado, nos sentiremos inevitablemente vacíos y creeremos que la vida tiene poco o ningún sentido y que el amor y la felicidad no son más que ilusiones.

Algunas personas encuentran el sentido de la vida en el estudio, la cultura o la creatividad. Otras lo descubren cuando se encuentran cara a cara con la infelicidad o incluso con la muerte. Quizá los médicos les han dicho que padecen cáncer o que les quedan sólo seis meses de vida. Quizás han visto a un ser amado luchar por su vida o se han visto amenazadas por terremotos u otras catástrofes.

Esas personas se hallaban en una situación límite, pero también en el umbral de una nueva vida. Si miraron directamente a los ojos del monstruo y se enfrentaron con la muerte sin rodeos, de una forma completa y sincera; si se rindieron ante ella, su visión de la vida cambió para siempre porque aprendieron una lección de la vida. Esas personas tuvieron que decidir, en la oscuridad de su desesperación, qué querían hacer con el resto de su existencia. Muchas de estas lecciones no son agradables de aprender, pero todos los que las han recibido opinan que enriquecen la textura de la vida. De modo que ¿por qué esperar al final de nuestra existencia para aprender las lecciones que podemos asimilar ahora?

¿Cuáles son esas lecciones que la vida nos pide que aprendamos? Cuando se trabaja con los vivos y los moribundos, resulta evidente que la mayoría de nosotros nos

enfrentamos a las mismas lecciones: la lección del miedo, de la culpabilidad, del enfado, del perdón, de la rendición, del tiempo, de la paciencia, del amor, de las relaciones, del juego, de la pérdida, del poder, de la autenticidad y de la felicidad. Aprender lecciones se parece un poco a alcanzar la madurez. Uno no se siente de repente más feliz, rico o poderoso, pero comprende mejor el mundo que lo rodea y se siente en paz consigo mismo. Aprender las lecciones de la vida no consiste en hacer que nuestra vida sea perfecta, sino en ver la vida como es. Como dijo un hombre: «Ahora me maravillo de las imperfecciones de la vida.»

Venimos a este mundo para aprender nuestras propias lecciones. Nadie puede decirnos cuáles son, y descubrirlas forma parte de nuestro viaje personal. Durante este viaje se nos ofrecen muchas o sólo unas pocas de las cosas que tenemos que resolver, pero nunca más de las que podemos asumir. Alguien que necesite aprender sobre el amor quizá se case muchas veces o ninguna. Y alguien que tenga que superar la lección del dinero quizá no tenga nada o tanto que no pueda ni contarlo. En este libro hablaremos de la vida y de vivir y descubriremos cómo se ve la vida a las puertas de la muerte. Aprenderemos que no estamos solos, sino que todos estamos conectados;

descubriremos cómo crece el amor y cómo nos enriquecen las relaciones. Esperamos rectificar la percepción de que somos débiles, y nos daremos cuenta de que no sólo tenemos poder, sino que en nuestro interior está todo el poder del universo.

Aprenderemos la verdad sobre nuestras ilusiones, la felicidad y la grandeza de quiénes somos realmente. También aprenderemos que se nos ha dado todo lo que necesitamos para que nuestras vidas funcionen de maravilla.

Cuando las personas con las que hemos trabajado se enfrentaron a la pérdida de un ser querido, se dieron cuenta de que el amor era lo único que importaba. En realidad, el amor es la única cosa que podemos poseer, guardar y llevar siempre con nosotros.

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Aquellas personas dejaron de buscar la felicidad en el exterior, y aprendieron a

encontrar la riqueza y el sentido en lo que son y en las cosas que tienen; aprendieron a profundizar en las posibilidades que tienen a su alcance. En resumen, echaron abajo los muros que las protegían de la plenitud de la vida. Ahora esas personas ya no viven para el mañana, a la espera de un ascenso, las vacaciones o de buenas noticias del trabajo o la familia, sino que han encontrado la riqueza en el presente porque han aprendido a escuchar a su corazón.

La vida nos ofrece lecciones, verdades universales que nos enseñan los aspectos básicos del amor, el miedo, el tiempo, el poder, la pérdida, la felicidad, las relaciones y la autenticidad. Si hoy no somos felices no es debido a las complejidades de la vida, sino a que echamos de menos su sencillez fundamental. El verdadero reto consiste en

encontrar en esas lecciones su puro significado. Muchos de nosotros creemos que sabemos algo sobre el amor, pero en realidad no nos llena porque no es amor de verdad, sino una sombra oscurecida por el miedo, las inseguridades y las expectativas. Estamos todos juntos en el mundo, pero nos sentimos solos, desamparados y avergonzados. Cuando nos enfrentamos a lo peor que puede ocurrir en una situación, crecemos. Cuando las circunstancias están en su peor momento, sacamos lo mejor de nosotros mismos. Y cuando encontramos el significado verdadero de esas lecciones, descubrimos vidas felices y significativas. No perfectas, pero sí auténticas, porque viviremos la vida en profundidad. Quizá la lección primera y menos obvia sea ésta: ¿Quién aprende esas lecciones? ¿Quién soy yo?

A lo largo de la vida nos formulamos, una y otra vez, estas preguntas. Estamos seguros de que, entre el nacimiento y la muerte se produce una experiencia que llamamos vida. Pero ¿somos la experiencia o el experimentador? ¿Somos nuestro

cuerpo, nuestros defectos, la enfermedad que padecemos? ¿Somos una madre, un banquero, una oficinista o un hincha deportivo? ¿Somos un producto de nuestra educación? ¿Podemos cambiar y ser todavía nosotros mismos o estamos esculpidos en piedra?

Lo cierto es que no somos ninguna de estas cosas. Sin duda, tenemos defectos, pero no somos nuestros defectos. Puede que padezcamos una enfermedad, pero no somos ese diagnóstico. Quizá seamos ricos, pero no somos nuestra solvencia. Y tampoco somos nuestro curriculum vítae, nuestro barrio, nuestras calificaciones, nuestros errores, nuestro cuerpo, los papeles que desempeñamos ni nuestros títulos. Hay una parte de nosotros que es indefinible e invariable; una parte que no se pierde ni cambia con la edad, la enfermedad o las circunstancias. Existe una autenticidad con la que nacemos, vivimos y morimos. Somos sencilla, maravillosa y plenamente nosotros.

Cuando observamos a las personas que luchan y afrontan una enfermedad, nos damos cuenta de que para averiguar quiénes somos tenemos que despojarnos de todo lo que no somos realmente. Cuando observamos a los moribundos, ya no vemos esos defectos, errores o enfermedades a los que antes prestábamos atención. Los vemos sólo a ellos, porque al final de la vida son más auténticos, más sinceros y más ellos mismos, como los niños.

Pero ¿acaso sólo podemos ver quiénes somos en realidad al principio y al final de nuestra vida? ¿Acaso sólo las circunstancias extremas revelan las verdades comunes y,

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fuera de esos momentos, somos ciegos a nuestro ser genuino? Ésta es la lección clave de la vida: descubrir nuestro ser auténtico y hallar la autenticidad en los demás. En una ocasión, alguien preguntó a Miguel Ángel, el gran artista del Renacimiento, cómo creaba esculturas como, por ejemplo, la Pieta o el David. Él respondió que simplemente

imaginaba la estatua en el interior del bloque de mármol y eliminaba lo que sobraba hasta revelar lo que siempre había estado allí. Aquellas maravillosas estatuas, ya creadas y presentes desde siempre, sólo esperaban a ser reveladas. Lo mismo ocurre con la gran persona que aguarda en nuestro interior para salir a la luz. Todos tenemos la semilla de la grandeza. Las grandes personas no poseen algo de lo que los demás carezcamos; sencillamente, se han despojado de muchas de las cosas que se interponían en el camino de su mejor forma de ser.

Por desgracia, nuestros dones innatos se encuentran con frecuencia ocultos bajo las capas de las máscaras y los roles que hemos asumido. Roles como los de padre o madre, trabajadores, pilares de la comunidad, cínicos, entrenadores, inadaptados, animadores, buenas personas, rebeldes o hijos amorosos que cuidan a su padre enfermo, que pueden convertirse en rocas que cubren nuestro verdadero ser.

Algunas veces, los roles nos son impuestos: «Espero que estudies mucho y llegues a ser médico», «Compórtate como una dama», «Si espera usted progresar en esta empresa, tendrá que ser eficiente y diligente».

En otras ocasiones asumimos ciertos roles con entusiasmo porque son, o nos lo parecen, útiles, edificantes o lucrativos: «Mamá siempre lo hacía así, o sea que debe de ser una buena idea», «Todos los guías de los Boy Scouts son nobles y sacrificados, así que yo también lo seré», «En el colegio no tengo amigos, pero los chicos populares practican el surf, de modo que yo también lo practicaré».

A veces adoptamos roles nuevos de forma consciente o inconsciente, cuando las circunstancias cambian y nos vemos perjudicados por el resultado. Supongamos por ejemplo que una pareja dice: «Todo era maravilloso antes de casarnos. Cuando lo hicimos, nuestra relación dejó de funcionar.» Al principio, los miembros de esta pareja eran simplemente ellos mismos, pero cuando se casaron adoptaron los roles que les habían enseñado. Intentaron ser un esposo y una esposa. En algún lugar del

subconsciente tenían una idea de cómo debían ser un esposo y una esposa y actuaron conforme a esa idea en lugar de ser ellos mismos y descubrir qué clase de cónyuge querían ser. O, como un hombre explicó: «Yo era bueno en mi papel de tío, pero me siento decepcionado por mi actuación como padre.» Como tío, se relacionaba con sus sobrinos desde el corazón, pero cuando se convirtió en padre, creyó que tenía un rol específico que asumir. Sin embargo, ese rol se interpuso en su camino de ser él mismo de una forma auténtica.

EKR.

No siempre resulta fácil descubrir quiénes somos en realidad. Como muchas personas sabrán, mis hermanas y yo somos trillizas. Cuando era pequeña, a los trillizos se los vestía igual, se les compraban los mismos juguetes, realizaban las mismas actividades, etcétera. La gente incluso los trataba no como a individuos, sino como a un grupo. En el

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colegio no importaba lo buenas estudiantes que fuéramos. Pronto aprendí que, me esforzara o no, las tres siempre conseguíamos un simple aprobado. Quizás una de nosotras había obtenido un sobresaliente y otra un suspenso, pero los profesores siempre nos confundían, de modo que era más seguro aprobarnos a las tres. A veces, cuando me sentaba en las rodillas de mi padre, sabía que él no estaba seguro de cuál de las tres era yo. ¿Pueden imaginarse lo que eso significa para la propia identidad? Ahora sí sabemos lo importante que es reconocer al individuo y sus diferencias respecto a los demás. Hoy en día, los nacimientos múltiples se han convertido en una rutina, pero los padres ya saben que no se debe vestir y tratar a todos los hijos del mismo modo.

El hecho de ser trilliza influyó en mi búsqueda de la autenticidad. Siempre he intentado ser yo misma, incluso cuando serlo no era lo más popular. En mi opinión, nada justifica ser un farsante.

A lo largo de la vida, y a medida que he aprendido a ser yo misma, he desarrollado la facultad de reconocer a las personas que también lo son. A esta facultad la llamo «oler a los demás». Para saber si alguien es auténtico o no, tienes que olerlo con todos los sentidos. He aprendido a oler a las personas en cuanto las conozco, y si huelen a auténticas les hago una señal para que se acerquen a mí; si no, les envío una señal para que se alejen. Cuando se trabaja con moribundos, se desarrolla un agudo sentido del olfato de lo auténtico.

Ha habido épocas en que la falta de autenticidad no siempre me resultaba evidente; en otras ocasiones no he tenido ninguna duda. Por ejemplo, muchas personas quieren parecer agradables y me acompañan a las conferencias e incluso empujan mi silla de ruedas hasta la tarima, pero después muchas veces me cuesta encontrar ayuda para volver a casa. Me he dado cuenta de que estas personas me utilizan para inflar su ego. Si en realidad fueran agradables y no sólo interpretaran ese papel, se preocuparían de que regresara a casa sin problemas.

La mayoría de nosotros adoptamos muchos roles a lo largo de nuestra vida. Hemos aprendido a cambiar de rol, pero con frecuencia no sabemos cómo actuar sin ellos. Los roles que asumimos, como los de cónyuges, padres, jefes, buenas personas, rebeldes, etcétera, no son necesariamente malos y nos proporcionan modelos útiles que podemos seguir en situaciones que nos resultan desconocidas. Nuestra labor consiste en distinguir los roles que actúan a nuestro favor de los que no lo hacen. Es como ir quitándole las distintas capas a una cebolla. Y como ocurre cuando pelamos una cebolla, puede provocarnos alguna lágrima.

Por ejemplo, puede resultar doloroso reconocer la negatividad que hay en nosotros y encontrar las formas de exteriorizarla. Todos tenemos el potencial de ser desde un Gandhi a un Hitler. A la mayoría no nos gusta pensar que albergamos a un Hitler en nuestro interior, y no queremos ni oír hablar de ello. Sin embargo, todos tenemos un lado negativo o un potencial de negatividad y negarlo es lo más peligroso que podemos hacer. Resulta inquietante encontrarse con personas que niegan por completo el aspecto potencialmente oscuro de su ser. Algunas personas insisten en que no son capaces de tener pensamientos o realizar acciones negativos de verdad. Admitir que tenemos la capacidad de ser negativos resulta esencial. Una vez aceptado este hecho, podemos trabajarlo y liberarnos. Además, conforme aprendemos nuestras lecciones arrancamos capas de roles y vamos encontrando cosas de las que no nos sentimos orgullosos. Esto no significa que lo que somos, nuestra esencia, sea mala, sino que llevábamos una

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máscara que no reconocíamos. Si en algún momento descubrimos que no somos personas superagradables, es hora de desprendernos de esa imagen y de ser quien realmente somos, porque ser agradable en todos los momentos de la vida es de

farsantes. Muchas veces, el péndulo deberá oscilar hasta el otro extremo (y entonces nos convertimos en personas de mal genio) para que pueda volver al punto medio, donde descubrimos quiénes somos en realidad: alguien a quien la compasión convierte en agradable en lugar de una persona que da para obtener algo a cambio.

Resulta todavía más difícil liberarse de los mecanismos de defensa que nos ayudaron a sobrevivir durante la infancia y que pueden actuar en nuestra contra cuando ya no los necesitamos. Una mujer aprendió, cuando era niña, a aislarse de su padre alcohólico. Sabía que cuando la situación la superaba lo mejor era alejarse y salir de la habitación. Ése era el único medio del que aquella niña de seis años disponía cuando su padre estaba borracho y gritaba. Esa forma de actuar la ayudó a sobrevivir durante una infancia difícil, pero ahora que es madre ese aislamiento es perjudicial para sus hijos. Debemos liberarnos de los recursos que ya no nos sirven. Debemos darles las gracias y dejarlos ir. En algunos casos sentiremos pena por aquella parte de nosotros que nunca llegará a ser. Aquella madre tuvo que llorar la pérdida de aquella infancia normal que nunca experimentó.

A veces obtenemos muchas cosas con los roles que representamos, pero con frecuencia nos damos cuenta al llegar a la madurez de que tienen un coste. Además, a partir de cierto momento el coste resulta insoportablemente alto. Muchas personas no se dan cuenta, hasta bien entrada la edad adulta, de que han sido siempre los cuidadores y pacificadores de su familia. Cuando lo comprenden, se dan cuenta de que, en efecto, son buenas personas, pero que con su familia lo han sido de una forma exagerada. De una manera inconsciente asumieron la responsabilidad de que sus padres y hermanos fueran siempre felices: terminaban con todas las peleas, les prestaban dinero y les ayudaban a conseguir empleo. Llega un momento en que nos damos cuenta de que no somos el pesado rol que representamos, y dejamos de asumirlo. Seguimos siendo buenas personas, pero ya no nos sentimos obligados a procurar que todo el mundo sea feliz. Lo cierto es que algunas relaciones no funcionan. Los desacuerdos y las decepciones tienen que existir. Si nos sentimos responsables de la solución de todos los problemas, pagaremos un alto precio, porque esa labor es imposible de realizar.

¿De qué forma responderemos ante nuestro nuevo ser?

- Quizá nos demos cuenta de que el rol que representábamos constituía una ardua tarea y que es estupendo no sentirse responsable de la felicidad de todo el mundo.

- Quizá nos demos cuenta de que engañábamos a los demás y que los manipulábamos para que sintieran más aprecio por nosotros siendo agradables con ellos.

- Quizá nos demos cuenta de que somos estupendos simplemente siendo nosotros mismos.

- Quizá nos demos cuenta de que nuestras acciones pro, venían del miedo: miedo a no ser buenos, miedo a no ir al cielo, miedo a no gustar a los demás,

-Quizá nos demos cuenta de que utilizábamos el rol para ganar premios, para ser amados y admirados por todo el mundo, y veamos que sólo somos humanos, como los demás.

- Quizá nos demos cuenta de que es bueno para las otras personas tener problemas, pues ellas también están en el camino de descubrir quiénes son.

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- Quizá nos demos cuenta de que les hacíamos débiles para sentirnos más fuertes. - Quizá nos demos cuenta de que nos fijábamos en sus problemas para evitar pensar en los nuestros.

- La mayoría de nosotros no ha cometido actos delictivos; aun así todos tenemos que enfrentarnos a las partes más oscuras de nuestra personalidad. El blanco y el negro son evidentes, pero son las zonas grises, como los roles de buena persona, víctima, mártir o el aislamiento, las que, con frecuencia, escondemos y negamos. Estos roles son las zonas grises de nuestra parte oscura. No podemos enfrentarnos a la negatividad profunda si no admitimos que tenemos aspectos negativos. Si reconocemos todos nuestros sentimientos, podremos convertirnos en «yos» completos.

Quizá lamentemos la pérdida de esos roles, pero nos sentiremos mejor porque seremos nosotros mismos de un modo más genuino.

Nuestro ser es eterno, nunca ha cambiado ni lo hará.

Nuestro ser es mucho más que nuestras circunstancias, ya sean magníficas o mediocres; no obstante, solemos definirnos en función de las circunstancias. Si tenemos un día estupendo (hace buen tiempo, la bolsa ha subido, el coche está limpio, los niños han sacado buenas notas y la cena y el espectáculo han sido agradables) sentimos que somos personas maravillosas. Si no es así, sentimos que no valemos nada. Nos movemos con la marea de los acontecimientos: algunos podemos controlarlos y otros no, pero nuestro ser es mucho más invariable que todo eso. Nuestro ser no puede definirse por los hechos de este mundo o nuestros roles. Eso son ilusiones, mitos que no nos hacen bien. Detrás de todas nuestras circunstancias, de todas nuestras situaciones, hay una gran persona. Descubrimos nuestra verdadera grandeza y esencia cuando nos liberamos de ese remedo de identidad y encontramos nuestro verdadero ser.

A menudo nos definimos en función de los demás. Si los otros están de mal humor, nos deprimimos; si ven que nos equivocamos, nos ponemos a la defensiva. Pero nuestro verdadero ser está más allá del ataque y la defensa. Somos seres completos y valiosos, ya seamos ricos o pobres, viejos o jóvenes, merezcamos una medalla olímpica o estemos iniciando o terminando una relación. Tanto si estamos al principio de la vida como al final, en la cima de la fama o en las simas de la desesperación, siempre somos la persona que hay detrás de nuestras circunstancias. Somos lo que somos, no nuestras enfermedades ni lo que hacemos. La vida consiste en ser, no en hacer.

DK.

Le pregunté a una mujer que se estaba muriendo: -¿Quién eres ahora?

Ella me respondió:

-Siempre me he sentido tan normal desempeñando mis roles que tenía la sensación de que mucha gente podría haber vivido mi vida: nada hacía que fuera diferente a la de los demás.

»Gracias a mi enfermedad me he dado cuenta de algo muy revelador: sé que soy una persona única. Nadie ha visto o experimentado el mundo del mismo modo que yo, y nadie lo hará. Desde el principio de los tiempos hasta el final, no habrá nadie como yo.

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Esto era tan cierto para ella como para todos nosotros. Nadie experimenta el mundo del mismo modo. Todos vivimos historias distintas y nos ocurren cosas distintas. Nuestro ser es único más allá de lo comprensible. Pero hasta que no descubrimos quiénes somos en realidad, no podemos celebrar nuestra singularidad.

Muchas personas padecen graves crisis cuando se dan cuenta de que no saben quiénes son realmente.

Además, empezar a averiguarlo constituye una tarea sobrecogedora. Descubren que no saben reaccionar ante las circunstancias de un modo genuino en lugar de hacerlo como creen que deberían.

Algunas personas, cuando se enfrentan a diagnósticos que pueden significar la muerte, tienen que averiguar, por primera vez, quiénes son. Ante la pregunta de quién se está muriendo, surge la respuesta de que una parte de nosotros no muere, sino que continúa, como siempre lo ha hecho. Cuando caemos enfermos y ya no podemos ser la cajera, el viajante, la doctora o el entrenador deportivo, tenemos que formularnos una pregunta importante: «Si no soy estos roles, entonces ¿quién soy?» Si ya no somos la chica maja de la oficina, el tío egoísta o el vecino voluntarioso, ¿quiénes somos?

Para descubrirnos, ser auténticos con nosotros mismos y averiguar lo que queremos y no queremos hacer, tenemos que confiar en nuestras propias experiencias. Debemos hacer las cosas porque nos proporcionan paz y alegría, desde el trabajo que

desempeñamos hasta las ropas que vestimos. Si hacemos algo para que los demás nos valoren, es que nosotros no nos valoramos. Resulta sorprendente lo mucho que nos regimos por lo que creemos que debemos hacer y no por lo que queremos hacer realmente.

De vez en cuando debemos concedernos un capricho que normalmente reprimimos o hacer algo raro o nuevo. Probablemente aprenderemos algo sobre quiénes somos. O podemos preguntarnos qué haríamos si nadie nos mirara, si pudiéramos hacer lo que quisiéramos sin consecuencias. ¿Qué haríamos? Nuestra respuesta nos revelará mucha información sobre quiénes somos o, al menos, sobre qué hay en nuestro camino. Es posible que nuestra respuesta apunte a una creencia negativa acerca de nosotros mismos, o a una lección que debemos aprender antes de descubrir nuestra esencia. Si nuestra respuesta es que robaríamos, es probable que tengamos miedo de no tener lo suficiente.

Si nuestra respuesta es que mentiríamos, es probable que no nos sintamos seguros diciendo la verdad.

Si nuestra respuesta es que amaríamos a alguien a quien no amamos en la actualidad, es posible que tengamos miedo a amar.

Durante las vacaciones yo siempre corría de un lado para otro. Me levantaba temprano y, durante el día, visitaba tantos lugares y hacía tantas cosas como me era posible y regresaba al hotel avanzada la noche, agotado. Cuando me di cuenta de que aquello no me divertía, de que siempre estaba en tensión, me pregunté qué es lo que haría si nadie me viera. La respuesta fue que dormiría hasta tarde, visitaría algunos lugares de interés a ritmo pausado y me sentaría en una playa o una terraza al menos una hora al día, para leer un buen libro o, simplemente, no hacer nada. El rol de turista entusiasta que lo visita absolutamente todo, no era yo. Lo hacía porque creía que debía hacerlo, pero me

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sentí mucho más feliz cuando me di cuenta de que me divertía y aprendía más si combinaba el turismo con el descanso.

¿Qué haríamos si nuestros padres, la sociedad, el jefe o el profesor no estuvieran cerca? ¿Cómo nos definiríamos a nosotros mismos? ¿Quién hay detrás de todas esas

circunstancias? Ése es nuestro verdadero yo.

Cuando tenía sesenta años, Tim, padre de tres hijas, sufrió un ataque al corazón. Había sido un buen padre para sus hijas, ya mayores, a las que había educado él solo. Tras sufrir el infarto, examinó su vida:

«Me he dado cuenta de que no sólo mis arterias se han endurecido -me explicó-, sino que yo también lo he hecho. Me endurecí años atrás, cuando mi mujer murió. Tenía que ser fuerte y quería que mis hijas también lo fueran, así que fui duro con ellas. Pero ahora mi tarea ha terminado. Tengo sesenta años, mi vida pronto llegará a su fin y ya no quiero ser duro nunca más. Quiero que mis hijas sepan que tienen un padre que las quiere muchísimo.»

En la habitación del hospital, Tim habló a sus hijas del amor que sentía por ellas. Ellas siempre habían sabido que las quería, pero la ternura que mostró su padre hizo que se les saltaran las lágrimas. Tim sentía que ya no tenía que ser el padre que creía que debía ser o que tuvo que ser en el pasado, sino que podía ser la persona que era en su interior. No todos somos genios como Einstein o grandes atletas como Michael Jordan, pero «si eliminamos lo que sobra» todos podremos ser brillantes de un modo u otro, según los dones que tengamos.

Nuestro verdadero ser es el amor más puro, la perfección más auténtica. Estamos aquí para sanarnos a nosotros mismos y para recordar quiénes hemos sido siempre: la luz que nos guía en la oscuridad.

La búsqueda de quiénes somos nos lleva a la tarea que debemos realizar, a las lecciones que tenemos que aprender. Cuando nuestro ser interior y exterior son uno, ya no

necesitamos escondernos, temer o protegernos a nosotros mismos. Nos vemos como algo que va más allá de nuestras circunstancias.

Una noche, ya tarde, hablaba con un hombre en un centro para enfermos desahuciados. Padecía una esclerosis lateral amiotrófica (o enfermedad de Lou Gehrig).

-¿Qué parte de esta experiencia le resulta más dura? -le pregunté-. ¿La hospitalización? ¿La enfermedad?

-No -me respondió-. La parte más dura es que todo el mundo piensa en mí en tiempo pasado. Como alguien que una vez existió. Pero no importa lo que le ocurra a mi cuerpo; siempre seré una persona completa. Hay una parte de mí que es indefinible e invariable; una parte que no perderé y que no desaparecerá ni con la edad ni con la enfermedad. Hay una parte de mí a la que me aferró, que es quien realmente soy y siempre seré.

Aquel hombre había descubierto que la esencia de su ser era mucho más que lo que le sucedía a su cuerpo, el dinero que había atesorado o los hijos que había criado. Somos lo que queda tras quitar todos nuestros roles. Dentro de nosotros hay un potencial de bondad que supera nuestra imaginación, de entrega que no espera compensación, de escucha que no emite juicios, de amor incondicional. Ese potencial es nuestro objetivo. Podemos alcanzarlo llevando a cabo grandes acciones y también pequeñas acciones diarias. Muchas personas que cambiaron debido a una enfermedad y querían ayudar a

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otros a cambiar, han trabajado en su crecimiento personal, y ahora, camino de completar sus asuntos pendientes, están en situación de ser una luz para los demás.

Ser quienes somos significa honrar la integridad de nuestra identidad humana. Y eso puede incluir aquellas partes oscuras que con frecuencia tratamos de ocultar. En ocasiones creemos que sólo nos atrae lo bueno, pero de hecho nos atrae lo auténtico. Nos gustan más las personas que son auténticas que las que ocultan su verdadero ser tras capas de bondad artificial.

EKR.

Hace unos años, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chicago, tuve la suerte de ser elegida profesora favorita. Se trata de uno de los mayores honores que los profesores pueden recibir, pues a todos nos gusta que los alumnos nos valoren. Cuando anunciaron que yo había ganado el premio, todo el mundo fue muy amable conmigo, como era habitual. Pero nadie me comentó nada del premio y percibí que había algo detrás de sus sonrisas, algo que no explicaban. Al final del día recibí en mi despacho un espléndido ramo de flores de parte de uno de mis colegas, un psiquiatra infantil. La tarjeta decía: «Me muero de envidia, pero aun así, te felicito.» A partir de aquel momento supe que podía confiar en aquel hombre. Lo quise por ser tan real, tan auténtico. Siempre sabría a qué atenerme con él y me sentiría segura a su lado, pues mostraba su verdadero ser.

Ser quienes somos de un modo perfecto incluye ser sinceros sobre nuestros aspectos oscuros, sobre nuestras imperfecciones. Nos sentimos cómodos cuando sabemos quién es la persona con la que estamos, y resulta igualmente importante aprender la verdad sobre nosotros mismos, sobre quiénes somos.

Un hombre me explicó la historia de su abuela, que enfermó a punto de cumplir los ochenta años.

«Me costaba mucho dejarla marchar--me contó-. Al final, reuní el valor suficiente para decirle que no quería perderla. Sé que parece egoísta pero es así como me

sentía.”Querido nieto -me dijo-, me siento completa y mi vida ha sido plena. Sé que ahora no me ves llena de vida, pero te aseguro que he vivido mi viaje con mucha intensidad. Somos como tartas: damos un pedazo a nuestros padres, otro a nuestra pareja, otro a nuestros hijos y otro a nuestra profesión. Al final de la vida, algunas personas no han guardado un trozo para ellas mismas y ni siquiera saben qué clase de tarta son. Yo sí lo sé. Es algo que todos descubrimos por nosotros mismos. Y puedo abandonar esta vida sabiendo quién soy.”

»Cuando oí las palabras ”Sé quién soy”, pude separarme de ella. Gracias a aquellas palabras lo conseguí. ¡Sonaba tan completo! Le dije que cuando me llegara el momento de morir esperaba ser como ella y saber quién era yo. Ella se inclinó hacia delante, como si fuera a contarme un secreto, y me dijo: ”No tienes que esperar a morirte para descubrir qué clase de tarta eres.”»

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LA LECCIÓN DEL AMOR.

El amor, ese sentimiento que nos cuesta tanto definir, es la única experiencia

verdaderamente real y duradera de la vida. Es lo contrario del miedo, es la esencia de las relaciones, el núcleo de la creatividad, la gracia del poder, una parte compleja de quienes somos. El amor es el origen de la felicidad; es la energía que nos conecta y vive en nuestro interior.

El amor no tiene nada que ver con el conocimiento, la educación o el poder, pues está más allá del comportamiento. También es el único don de la vida que no perdemos nunca. Y, por último, es la única cosa que podemos dar de verdad. En este mundo de ilusiones y sueños, en este mundo vacío, el amor es la fuente de la verdad.

Sin embargo, a pesar de su poder y grandeza, es difícil de alcanzar. Algunas personas dedican su vida a buscar el amor. Tenemos miedo de no conseguirlo nunca, de encontrarlo para después perderlo o no hacerle caso; tememos que no sea duradero. Creemos saber cómo es el amor porque nos hicimos una idea de él cuando éramos niños. La representación más común es el ideal romántico, la creencia de que, algún día, encontraremos a ese ser especial y entonces nos sentiremos completos, todo será

maravilloso y viviremos felices para siempre. Pero, como es lógico, cuando en la vida real tenemos que añadir detalles que no son tan románticos, cuando descubrimos que la mayor parte del amor que damos y recibimos es condicional, se nos rompe el corazón. Incluso el amor que sentimos por nuestras familias y amigos y el que recibimos de ellos se basa en expectativas y condiciones. De forma inevitable, esas expectativas y

condiciones no se cumplen, y los detalles de la vida real se convierten en la trama donde se tejen nuestras pesadillas. Descubrimos entonces que tenemos amistades y relaciones sin amor, y despertamos de nuestras ilusiones románticas en un mundo que carece del amor que esperábamos cuando éramos niños. Más tarde, adoptamos la visión adulta del amor y lo vemos todo de una forma realista y amarga.

Afortunadamente, el amor verdadero sí es posible. Podemos sentir aquel amor que soñábamos. Ese amor existe, pero no la manera como nos hemos acercado a él. El amor verdadero no se encuentra en nuestro sueño de encontrar a nuestra media naranja o al amigo del alma. La plenitud que buscamos está aquí y ahora, con nosotros y en nuestro interior, en la realidad. Sólo tenemos que recordar.

La mayor parte de nosotros deseamos un amor incondicional, un amor que surja por ser quienes somos más que por lo que hacemos o dejamos de hacer. Si tenemos suerte, mucha suerte, quizás hayamos sentido unos minutos de ese amor en nuestra vida. Por desgraciaba mayor parte del amor que experimentamos está sometido a muchos condicionantes. Somos amados por lo que hacemos por los demás, por el dinero que ganamos, por lo divertidos que somos, por nuestra forma de tratar a nuestros hijos y de cuidar de nuestra casa, etcétera. Nos resulta difícil amar a las personas simplemente por ellas mismas. Es como si buscáramos excusas para no amar a los demás.

EKR.

Una mujer muy correcta se acercó a mí al terminar una conferencia. Ya sabrán ustedes lo que quiero decir con «correcta»: su peinado era impecable, su ropa combinaba a la perfección, etcétera.

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«El año pasado asistí a uno de sus seminarios -me dijo-. De regreso a mi casa, no podía dejar de pensar en mi hijo de dieciocho años. Todas las noches, cuando volvía a casa, lo encontraba sentado en la cocina con una camiseta gastada y horrible, regalo de una de sus amigas. Siempre temía que, si los vecinos lo veían, pensarían que no podíamos vestir a nuestros hijos de forma adecuada.

»Él simplemente se quedaba allí, sentado con sus amigos. -Cuando aquella mujer dijo ”amigos”, su rostro reflejó su desagrado-.Todas las noches lo reñía, sobre todo por aquella camiseta. Una cosa lleva a la otra y... Bien, ésa era nuestra relación.

»Pensé en el ejercicio sobre el final de la vida que realizamos en el seminario. Me di cuenta de que la vida es un regalo, un regalo del que no dispondremos para siempre. También comprendí que mis seres queridos no estarían junto a mí eternamente. Y me puse a pensar en los supuestos:”¿Y si me moría al día siguiente? ¿Qué sentiría respecto a mi vida?” Me di cuenta de que estaba contenta con mi vida a pesar de que la relación con mi hijo no fuera perfecta. Entonces pensé:”¿Y si mi hijo moría al día siguiente? ¿Qué sentiría yo respecto a la vida que le había proporcionado?”

»Comprendí que, en este caso, experimentaría una pérdida enorme y un gran conflicto interior debido a nuestra relación. Mientras representaba en mi mente la horrible escena, pensé en su funeral. No querría enterrarlo vestido con un traje, pues no era de llevar trajes: querría enterrarlo con la maldita camiseta que a él tanto le gustaba. Así es como lo honraría a él y a su vida.

»Entonces me di cuenta de que muerto lo amaría por lo que era y lo que le gustaba, pero que no le estaba dando ese regalo en vida.

«Comprendí que aquella camiseta tenía un gran significado para mi hijo. Fuera por la razón que fuera, era su favorita. Cuando llegué a casa aquella noche le dije que me parecía bien que llevara la camiseta siempre que quisiera. Le dije que le quería tal como era. Y me sentí tan bien por haberme despojado de las expectativas, por dejar de intentar cambiarlo y por amarlo sólo por lo que era... Y ahora que ya no intento que sea perfecto me parece adorable tal como es.»

Sólo encontramos paz y felicidad en el amor cuando nos olvidamos de imponer condiciones al amor que sentimos por los demás. Además, por lo general imponemos las condiciones más duras a aquellos a quienes más amamos. Nos han enseñado muy bien el amor condicional, de hecho, hemos sido literalmente condicionados, lo cual hace que el proceso de desaprendizaje resulte muy difícil. Como seres humanos, no podemos amarnos los unos a los otros de un modo completamente incondicional pero sí que podemos experimentarlo durante algo más que unos minutos en toda una vida, que es lo que hacemos normalmente.

Una de las pocas ocasiones en las que disfrutamos de un amor incondicional es cuando nuestros hijos son pequeños. A ellos no les importa si tenemos un día bueno o malo, cuánto dinero poseemos o cuáles son nuestros logros. Simplemente nos quieren. Con el tiempo, cuando los premiamos por sonreír, obtener buenas calificaciones y ser lo que queremos que sean, les enseñamos a poner condiciones al amor. Pero todavía podemos aprender mucho del modo en que los niños nos quieren. Si quisiéramos a nuestros hijos incondicionalmente durante un poco más de tiempo, crearíamos un mundo muy distinto. Las condiciones que imponemos al amor son pesos con los que lastramos nuestras relaciones. Cuando nos desprendemos de las condiciones, encontramos muchas formas de amor que antes no creíamos posibles.

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Uno de los mayores obstáculos a los que nos enfrentamos cuando queremos dar amor incondicional es el miedo a no ser correspondidos. No nos damos cuenta de que el sentimiento que buscamos consiste en dar, no en recibir.

Si medimos el amor que recibimos, nunca nos sentiremos amados, sino estafados, porque el acto de medir no es un acto de amor. Cuando no nos sentimos amados, no es porque no recibamos amor, sino porque reprimimos el nuestro.

Cuando discutimos con nuestros seres queridos, creemos que estamos enfadados por algo que han hecho o han dejado de hacer, pero en realidad lo estamos porque hemos cerrado nuestro corazón, porque hemos dejado de dar amor. La reacción ante una discusión nunca debería ser retener nuestro amor hasta que respondan a nuestras

expectativas. ¿Y si no lo hicieran? ¿Nunca volveríamos a amar a nuestra madre, nuestro amigo o nuestro hermano? Si los amamos a pesar de lo que hicieron, percibiremos cambios, veremos desatarse todo el poder del universo. Y veremos cómo los demás nos abren su corazón con ternura.

DK.

Una mujer, azafata de la TWA, compartió con nosotros esta historia:

«Yo era amiga de una azafata del vuelo 800. Un día la telefoneé porque me acordé de ella; hacía tiempo que no habíamos hablado y la encontraba a faltar. Le dejé un mensaje en el buzón de voz pidiéndole que me llamara. Pasaron unos días y yo me enojé más y más porque no respondía a mi llamada. Mi marido me dijo que simplemente la

telefoneara de nuevo o que grabara lo que quería decirle en el contestador. Yo sabía que, con toda probabilidad, ella debía de estar ocupada y que cuando tuviera un momento libre me llamaría. A pesar de todo, cada vez me sentía más y más enfadada. Retuve mi amor y le cerré mi corazón. Al día siguiente su avión se estrelló. Lamento

profundamente no haberle dado mi amor sin reservas. Estaba jugando con el amor.» Le dije a aquella mujer que no fuera tan dura con ella misma, que su amiga sabía, gracias a sus años de amistad, que ella la quería. Aquella mujer necesitaba perdonarse y darse cuenta de que actuaba con ella misma como había actuado respecto a su amiga cuando no respondió a su llamada. Estaba midiendo el amor por un solo momento, por una acción, y había decidido cerrar su corazón. Debemos ver el amor de un modo global, no en sus detalles. Los detalles, como el de la llamada telefónica, pueden distraernos del amor verdadero. La historia de aquella mujer es un ejemplo de cómo las reglas, los juegos y las mediciones interfieren en la expresión del amor que sentimos los unos por los otros. Es una lección dura de aprender.

Para volver a abrir nuestros corazones, debemos estar dispuestos a ver las cosas de un modo distinto. Con frecuencia cerramos nuestros corazones y somos intolerantes porque no sabemos lo que le ocurre a la otra persona: no la comprendemos, no sabemos por qué no responde a nuestras llamadas o por qué nos grita, de modo que dejamos de amarla. Nos cuesta muy poco hablar de nuestras heridas, de nuestro dolor y de lo injustos que los demás han sido con nosotros. Lo cierto es que cuando no nos ofrecemos nuestras sonrisas, nuestra comprensión y nuestro amor, nos traicionamos los unos a los otros. Retenemos los dones más valiosos que Dios nos ha otorgado. Esta falta de entrega es mucho más grave que lo que la otra persona haya hecho o dejado de hacer.

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«Mi madre, con quien crecí, desconfiaba de los hombres. Según ella, su única utilidad era proporcionarnos seguridad económica. Yo seguí sus pasos y no permití que el amor entrara en mi vida. ¿Por qué había de desear semejante problema? El único hombre al que quise y en quien confié fue mi hermano. Él lo era todo para mí: mi hermano mayor, mi amigo y mi protector. Se casó con una mujer maravillosa. Cuando yo tenía cerca de treinta años, mi hermano se puso muy enfermo. Los médicos no sabían con seguridad qué le pasaba. Yo estaba con él en el hospital y, de algún modo, sabíamos que iba a morir. Le dije que no quería vivir en un mundo en el que él no estuviera y me respondió que la vida había significado mucho para él y que, aunque se acercara su fin, no

cambiaría nada de lo que había vivido... excepto a mí. Me dijo: ”Me temo que te vas a perder la vida, tu vida, y te perderás el amor. No lo hagas. En este viaje que llamamos vida, todos deberíamos sentir el amor. En el fondo, no importa a quién, cuándo o durante cuánto tiempo ames, sólo importa que lo hagas. No te lo pierdas. No realices este viaje sin amor.”

»Yo tuve una mejor vida gracias al mensaje de mi hermano. Podía haber seguido desconfiando de los hombres, podía haberme convertido en algo inferior a una mujer, inferior a una persona. Pero superé mi desconfianza y mis miedos e intenté vivir la vida que mi hermano quería para mí. Tenía mucha razón. Disponer de este período de tiempo, de esta vida, y no amar sería no experimentar la vida con plenitud.»

Muchos de nosotros aprendemos cosas del amor o, mejor dicho, de la protección, como lo hizo aquella mujer. Aprendemos pronto a no confiar en los hombres, las mujeres, el matrimonio, los padres, la familia política, los compañeros de trabajo, los jefes e incluso la vida misma. Personas bien intencionadas que creían actuar en nuestro propio interés nos enseñaron a desconfiar. No se daban cuenta de que nos predisponían a perdernos el amor.

Sin embargo, en el fondo de nuestro corazón sabemos que estamos destinados a vivir y amar plenamente y a experimentar aventuras emocionantes en la vida. Es posible que este sentimiento esté enterrado en lo más hondo de nuestro ser, pero allí está, esperando que un acto, un suceso o quizás una palabra de alguien lo haga salir a la luz.

Nuestras lecciones pueden provenir de fuentes inesperadas, como los niños.

EKR.

Hace unos años, conocí a un niño que estaba ansioso por dar amor y encontrar la vida a pesar de hallarse al final de la suya. Tenía nueve años, y hacía seis que padecía un cáncer. Un día, en el hospital, lo miré y me di cuenta de que había dejado de luchar. Eso era todo. Había aceptado la realidad de su muerte. El día que se iba a su casa me detuve en su habitación para despedirme. Me sorprendió que me preguntara si quería

acompañarlo a su domicilio y, cuando eché una ojeada a mi reloj , me aseguró que no tardaríamos mucho. Llegamos a su calle y aparcamos. El niño le pidió a su padre que le bajara la bicicleta, que había estado colgada en el garaje tres años sin que nadie la utilizara. Su gran ilusión era dar una vuelta a la manzana montado en ella, pues nunca había podido hacerlo. Le pidió a su padre que colocara las ruedecillas auxiliares. Se necesita mucho valor para formular una petición como aquélla, porque resulta

humillante que los otros niños te vean circular con las ruedecillas puestas mientras ellos realizan saltos y piruetas con sus bicicletas. Su padre lo hizo con los ojos llenos de lágrimas.

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A continuación, el niño me miró y dijo: «Tu labor es frenar a mi madre.»

Ya sabemos cómo son las madres. Quieren protegernos en todo momento. Su madre quería sujetarlo durante toda la vuelta alrededor de la manzana, pero aquello lo privaría de su gran victoria. Ella lo comprendió. Sabía que una de las últimas cosas que podía hacer por su hijo era contener, por amor, sus ansias de protegerlo mientras se enfrentaba a su último y gran reto.

Lo observamos mientras se alejaba, y aquel tiempo nos pareció una eternidad. Más tarde, lo vimos aparecer por la otra esquina. Apenas mantenía el equilibrio y estaba terriblemente cansado y pálido. Nadie había creído que pudiera montar en bicicleta, pero lo hizo, y llegó, radiante, hasta nosotros. A continuación le pidió a su padre que desmontara las ruedecillas auxiliares y los subimos, a él y a la bicicleta, al piso de arriba. «Cuando mi hermano regrese de la escuela, ¿le diréis que venga?», preguntó. Dos semanas más tarde, su hermano pequeño, que iba a primero, nos contó que su hermano le había regalado la bicicleta por su cumpleaños porque sabía que aquel día ya no estaría allí. Sin disponer de mucho tiempo ni energía, aquel valeroso niño había realizado sus últimos sueños, que consistían en dar la vuelta a la manzana en bicicleta y regalársela a su hermano pequeño.

Todos tenemos, en nuestro interior, sueños de amor, de vida y de aventura. Pero, por desgracia, también tenemos muchas razones para no intentar realizarlos. Estas razones parecen protegernos, pero en realidad nos aprisionan. Mantienen a la vida alejada de nosotros. La vida pasará antes de lo que creemos, y si tenemos bicicletas que queremos montar y personas a las que queremos amar, éste es el momento de hacerlo.

Mientras pensaba en las lecciones del amor, también lo hacía en mí misma y en mi propia vida. Como es natural, si estoy viva es porque aún tengo lecciones que aprender. Yo, como todas las personas con las que he trabajado, necesito aprender a quererme más. Todavía me considero una montañesa suiza y siempre que oigo la expresión «amarse a uno mismo», debo admitir que me imagino a una mujer masturbándose en un rincón. Está claro que a causa de esto nunca he conectado muy bien con esa expresión. En mi vida personal, y también a través de mi trabajo, he recibido mucho amor. Se podría concluir que, si uno es amado por tantas personas, también se ama a sí mismo, pero no siempre es así. De hecho, no es así en la mayoría de los casos. Lo he

comprobado en cientos de personas vivas y moribundas y ahora lo veo en mí misma. El amor tiene que surgir de nuestro interior, si es que ha de surgir y yo todavía no lo he logrado.

¿Cómo podemos aprender a amarnos a nosotros mismos? Éste es uno de los desafíos más difíciles de superar. La mayoría de nosotros no aprendimos a querernos cuando éramos niños. En general, nos enseñaron que querernos era algo negativo, porque este sentimiento se confunde con mirarse el ombligo y con el egoísmo. Por consiguiente, creemos que el amor consiste en encontrar a una persona maravillosa o a alguien que, simplemente, nos trate bien. Pero esto no tiene nada que ver con el amor.

La mayor parte de nosotros no ha experimentado el amor, sino una recompensa. De niños aprendimos que seríamos amados si éramos educados, sacábamos buenas notas, sonreíamos a nuestra abuela o nos lavábamos las manos cuando debíamos.

Escondíamos nuestro mal humor para que nos amaran sin darnos cuenta de que aquél era un amor condicional y, por lo tanto, falso. ¿Cómo se puede amar de verdad cuando

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se precisa tanta aprobación de los demás? Podemos empezar por nutrir nuestras almas y sintiendo compasión por nosotros mismos.

Debemos preguntarnos si nutrimos, si alimentamos nuestra alma y si realizamos actividades que nos hagan sentir mejor con nosotros mismos y nos aporten felicidad. Cuando nos amamos llenamos nuestra vida de actividades que nos hacen sonreír. Ésas son las cosas que hacen que nuestro corazón y nuestra alma rebosen de alegría, y que no siempre coinciden con las buenas acciones que nos enseñaron; son cosas que hacemos sólo para nosotros mismos. Cuidarnos a nosotros mismos puede consistir en dormir hasta tarde los sábados en vez de levantarnos temprano y hacer algo «útil». Y es permitir que el amor que nos rodea entre en nuestro corazón.

Además de cuidarnos, debemos ser compasivos con nosotros mismos y darnos un respiro. Muchas personas dicen que no pueden creer lo que hicieron en determinada ocasión y se llaman a sí mismas tontas o estúpidas. Si otra persona comete un error, le decimos: «No te preocupes, le sucede a todo el mundo, no pasa nada.» Pero cuando somos nosotros quienes lo hacemos, creemos que somos un auténtico desastre. La mayoría de las personas somos más indulgentes con los demás que con nosotros mismos. Practiquemos el ser amables con nosotros mismos y el perdonarnos como lo hacemos con los demás.

DK.

Caroline es una mujer alta y atractiva de cuarenta y tantos años que aprendió a nutrir su alma. Tiene un cabello negro precioso y la sonrisa más sincera que he visto nunca. Nos conocimos mientras trabajábamos en un proyecto, y me gustó porque es la persona más feliz que he conocido jamás. Hacía dos años que mantenía una maravillosa relación con un dentista amable, inteligente e ingenioso. Estaban planificando los últimos detalles de su boda, que se celebraría al cabo de unos meses, y consideraban la posibilidad de adoptar a un niño.

Moverse por el mundo con Caroline es una experiencia enriquecedora. Para ella nadie es un extraño. Es amigable y cariñosa con todo el mundo: con los recepcionistas, los camareros, la persona que tiene delante en la cola del cine, etcétera. Una noche, durante la cena, le comenté que tenía suerte en el amor. Ella rió con suavidad, dijo que no era cuestión de suerte y me contó su historia.

Seis años atrás, se había encontrado un bulto en el pecho. Cuando le hicieron la biopsia, el médico le dijo que el tejido tenía un aspecto extraño, pero que hasta después de tres días no podrían decirle si era canceroso o si se había extendido.

«Creí que había llegado mi hora -me contó-. Aquello podía ser el fin. Toda mi

infelicidad salió a la superficie. Aquellos tres días fueron los más largos de mi vida. Me sentí realmente afortunada cuando me dijeron que no era un cáncer, pero decidí que, aunque las noticias eran maravillosas, no iba a permitir que aquellos tres días pasaran sin ningún significado. No iba a vivir la vida igual que hasta entonces.

»Las vacaciones de Navidad se acercaban y recibí las habituales invitaciones a fiestas. Las Navidades anteriores me había sentido desesperada y muy sola. Había asistido a tantas fiestas como había podido en busca de amor. Quería encontrar a alguien que me quisiera, que me diera todo el amor que yo no me daba a mí misma. Así que acudí a una fiesta, recorrí el lugar con la vista en busca del hombre perfecto y, como no estaba allí,

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me fui corriendo a otra. Después de ir de fiesta en fiesta, regresé a mi casa sintiéndome más desesperada y más sola que al principio.

»Decidí que aquel año no haría lo mismo. Tenía que haber otra manera de hacer las cosas. Resolví dar amor y ser amada. Y tomé la determinación de dejar de buscar. Saldría, pero aunque no encontrara al hombre perfecto, seguro que conocería a otras personas, personas maravillosas con las que podría charlar. Simplemente, hablaría con ellas y me divertiría. Iría con la intención de que me gustaran y quererlas por ser quienes eran.

»Es probable que pienses que el final de la historia es que aquel año encontré al hombre perfecto, pero no fue así. Sin embargo, al terminar la noche no me sentí sola ni

desesperada porque hablé desde el corazón a las personas que conocí. Todas las sonrisas que esbocé y todas las veces que reí aquella noche fueron sinceras. Todo el amor que sentí fue auténtico y pasé una noche fantástica. Recibí amor de los demás y, para mi sorpresa, me gusté a mí misma mucho más.

»Seguí actuando de esta manera durante todo el año y no sólo en las fiestas, sino también en el trabajo, en las tiendas y en todas las situaciones posibles. Cuanto más amor daba, más amor sentía. Y cuanto más amor sentía, más fácil me resultaba

quererme a mí misma. Ahora soy más amiga de mis amigas que nunca y he conocido a gente maravillosa. Me he convertido en una persona más feliz, en alguien con quien los demás desean estar, y ya no me siento desesperada, ya no busco. Ahora siento el amor todos los días.»

Amarnos a nosotros mismos es recibir el amor que siempre está a nuestro alrededor. Amarnos a nosotros mismos es eliminar barreras. Resulta difícil ver las barreras que erigimos a nuestro alrededor, pero ahí están, e influyen en todas nuestras relaciones. Cuando encontremos a Dios, nos preguntará: «¿Te has dado amor a ti mismo y a los demás y lo has recibido?» Si permitimos que los demás nos amen y los amamos, aprenderemos a amarnos a nosotros mismos. Dios nos proporciona infinitas

oportunidades para amar y ser amados. Esas oportunidades están por todas partes, y están ahí para que las aprovechemos.

EKR.

A un hombre de treinta y ocho años le diagnosticaron un cáncer de próstata. Me contó que durante el tratamiento, que estaba pasando solo, había empezado a revisar su vida. Mientras hablábamos, en su rostro se reflejaba la gran tristeza que sentía debido a su soledad. Le hice la pregunta obvia:

-Pareces una persona brillante, atractiva y amable, y creo que te gustaría que hubiera alguien aquí, a tu lado. ¿Por qué no tienes esposa o compañera?

-No tengo suerte en el amor -me respondió-. He intentado amar a las mujeres y hacerlas felices. En mis relaciones he empleado toda mi energía en conseguir que se sintieran bien, pero a la larga las decepciono, y cuando empiezo a vislumbrar que no puedo hacerlas felices, la relación se termina. Hasta ahora no me importaba, porque podía volver a empezar de nuevo con otra persona. Pero ahora, ya ha transcurrido la mitad de mi vida y podría terminar antes de lo que esperaba. Estoy empezando a darme cuenta de que quizá no he amado en absoluto. Sin embargo, sigo creyendo que si no hago feliz a una mujer es que no le estoy dando lo que quiere, y entonces es más fácil dejarlo correr. Le formulé entonces una pregunta que, por lo visto, nunca se había planteado:

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-¿Y si el amor no consistiera en hacer feliz a una mujer? ¿Y si, en vez de esto,

definiéramos el amor como «estar ahí»? Sabemos que, en realidad, no podemos hacer feliz a alguien todo el tiempo. ¿Y si tu teoría fuera errónea y, a la larga, lo que las hiciera felices fuera simplemente que estuvieras a su lado?

La vida tiene altibajos. No podemos solucionar todos los problemas de nuestros seres queridos, pero podemos estar ahí para apoyarles. ¿Acaso no es ésta, a la larga, la manifestación más profunda de amor?

-Mientras permaneces en el hospital y sigues el tratamiento para el cáncer de próstata, no es probable que ninguna mujer, ni nadie, pueda hacerte feliz -le dije-. Pero ¿acaso no significaría mucho para ti que alguien especial estuviera aquí, a tu lado, mientras pasas por todo esto?

DK.

A menudo termino mis conferencias con la historia de una joven madre y su hija, Bonnie, que vivían a las afueras de Seattle. Esta historia ilustra cómo incluso un

desconocido tiene el poder de consolar a otras personas. Un día, la madre dejó a su hija de seis años con los vecinos de la casa de al lado para ir a trabajar. Avanzada la mañana, mientras Bonnie jugaba en el jardín, un coche fuera de control apareció por la esquina a toda velocidad. Se abalanzó sobre la niña tras invadir el jardín y la atropelló.

La policía acudió casi de inmediato. El primer agente que llegó corrió hacia la niña y vio que estaba gravemente herida. Como no podía hacer nada para salvarla,

simplemente la tomó en sus brazos y la abrazó. Nada más.

Cuando los enfermeros llegaron, la niña había dejado de respirar. Le administraron los primeros auxilios y se la llevaron a toda prisa al hospital, donde el equipo médico de urgencias intentó reanimarla durante una hora sin éxito.

Una de las enfermeras, que había estado buscando a la madre de Bonnie

desesperadamente, tuvo que informar a la pobre mujer de que aquella niña a quien había besado con cariño por la mañana, había fallecido. La enfermera le transmitió la terrible noticia con tanta dulzura como le fue posible. Los gerentes del hospital se ofrecieron a mandar a alguien a buscarla, pero la madre insistió en acudir por sus propios medios. La madre entró en el hospital con entereza hasta que vio a su hija, que yacía sin vida sobre la camilla. Entonces se derrumbó.

Los médicos se sentaron junto a ella y le refirieron las heridas que había sufrido su hija y lo que habían hecho para intentar salvarla. Pero eso no la ayudó. Las enfermeras también se sentaron con ella y le explicaron que habían hecho todo lo posible por salvar la vida de su hija. La madre lloraba tan desconsoladamente y se la veía tan afectada por el dolor, que los médicos creyeron que tendrían que ingresarla. La desolada mujer se dirigió al teléfono para avisar a sus familiares. Al verla, un policía que llevaba allí casi cuatro horas se puso de pie.

Era el primero que había llegado al lugar del accidente, el que había sostenido a Bonnie en sus brazos. Se dirigió a la madre de la niña y le contó lo que había ocurrido. Y añadió: «Sólo quiero que sepa que no estuvo sola.»

La madre se sintió sumamente agradecida cuando supo que su hija había pasado los últimos momentos de su vida en los brazos de alguien y que había sentido amor. Saber

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