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Wittgenstein - La Modernidad, El Progreso y La Decadencia - Jacques Bouveresse

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W ittgenstein

La modernidad,

el progreso

la decadencia

Jacques

Bouveresse

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INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS

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WITTGENSTEIN:

LA MODERNIDAD, EL PROGRESO

Y LA DECADENCIA

Juan C. González y Margarita M. Valdés

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS

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B3376.W564 B6518

Bouveresse, Jacques

Wittgenstein: la modernidad, el progreso y la decadencia / por Jacques Bouveresse; traducción Juan C. González y Margarita M. Valdés. — México, D.F.: UNAM, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 2006.

304 p.

Traducción de: Essais. I, Wittgenstein, la modernité, le progrès 8c le déclin

ISBN: 970-32-3434-8

1.Wittgenstein, Ludwig, 1889-1951 2. Filosofía — Si­ glo XX I. González, Juan C., tr. II. Valdés, Margarita M., tr. III. Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Filosóficas IV. t.

Edición original:

Essais I. Wittgenstein, la modernité; le progrès et le déclin Textos reunidos y organizados por Jean-Jacques Rosat

© Éditions Agone, Marseille, France, 2000 Cuidado de la edición: Laura E. Manríquez

Composición y formación tipográfica: Claudia Chávez Aguilar DR © 2006, Universidad Nacional Autónoma de México

Instituto de Investigaciones Filosóficas Circuito Mtro. Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D.F.

Tels.: 5622 74 37 y 5622 75 04; fax: 56 65 49 91 Correo electrónico: libros@filosofícas.unam.mx

Página web: http://www.filosoficas.unam.mx Impreso y hecho en México

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El presente libro tiene dos enormes atractivos: versa sobre el más grande pensador del siglo XX, Ludwig Wittgenstein, y está magistralmente escrito por Jacques Bouveresse, un gran filó­ sofo contemporáneo y profundo conocedor del filósofo vienés.

Un filósofo tan rico y complejo como Wittgenstein necesita un presentador y comentarista que conozca a fondo el intrin­ cado mundo cultural de donde provino y que comparta con él algunos de sus gustos y virtudes, algunas de sus fobias y sus ma­ nías y muchos de sus intereses. Wittgenstein tiene en Jacques Bouveresse al comentarista ideal. Gran conocedor de la cultu­ ra vienesa de fines del siglo XIX, Bouveresse es ese hermano- cómplice, ese discutidor inteligente, riguroso, honesto, exigen­ te, que nos brinda en los ensayos recogidos en este volumen un retrato fidedigno e iluminador del autor del Tractatus y las Investigaciones filosóficas. La imagen que nos ofrece aquí Bou­ veresse abarca no sólo al Wittgenstein filósofo, sino también al intelectual de su tiempo, al Wittgenstein artista, al hombre desencantado por el progreso y la modernidad, al enemigo de la grandilocuencia y de las “explicaciones” en filosofía, al pen­ sador irónico y feroz que revolucionó la filosofía anglosajona en la primera mitad del siglo XX y le imprimió un sello in­ deleble. Como señala el propio Bouveresse en el prefacio, no descubrimos a este personaje excepcional y complicado en las obras estrictamente filosóficas que Wittgenstein escribió con ánimos de publicar algún día, sino en sus escritos marginales, en sus observaciones variadas sobre la cultura de su tiempo, diseminadas en todos sus textos, y en las conversaciones y re­ cuerdos recogidos por muchos de quienes tuvieron el

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gio de conocerlo personalmente y de tratarlo. El trabajo de investigación y de organización de datos sobre la persona y el pensamiento filosófico de Wittgenstein realizado por Bou- veresse en los textos aquí reunidos es enorme, y la calidad de cada uno de sus esos textos está a la altura de la empresa que su autor se propuso realizar.

Jacques Bouveresse es uno de esos extraños filósofos con­ temporáneos difíciles de ubicar de acuerdo con la distinción simplificadora que se hace en los ámbitos académicos entre fi­ losofía “analítica” y “continental”, pues aunque de hecho fue uno de los introductores de la filosofía analítica en Francia y tiene una obra impresionante dentro de esa tradición, lo ve­ mos moverse como pez en el agua cuando discute y examina a filósofos y temas situados a ambos lados de la frontera que marca aquella distinción. Bouveresse es un pensador original, erudito y penetrante, gran conocedor de los temas analíticos, pero siempre abierto al diálogo y la discusión con otras tradi­ ciones filosóficas, así como con otros campos del conocimien­ to. Amigo del lenguaje sencillo y desmistificador, rechaza con vehemencia los discursos pretenciosos y las fanfarronadas filo­ sóficas. Prefiere la discreción y el pudor, a la arrogancia y la estridencia, pero toma posición sin titubeos ni disimulos sobre asuntos polémicos; puede parecer a primera vista conservador, prudente y reservado, pero es, sin duda, uno de los más decidi­ dos defensores de los valores de la Ilustración. Con tales carac­ terísticas no es sorprendente que Bouveresse y su obra resulten difíciles de clasificar y que, por lo menos fuera de Francia, se lo considere un autor “raro”.

Algunas de sus obras han sido traducidas a diferentes idio­ mas, pero pocas al castellano. La idea de verter el presente libro en esta lengua no sólo tiene por objeto subsanar esa de­ ficiencia; también obedece al deseo de dar a conocer el pensa­ miento de uno de los más importantes intelectuales europeos a un público amplio del mundo de habla hispana. Si bien la presente obra está escrita por una de las mayores autoridades sobre Wittgenstein, no sólo está dirigida a los especialistas en la materia, sino al público culto en general que quiera cono­ cer algunos aspectos centrales del pensamiento y la personali­ dad de Wittgenstein: su actitud hacia el progreso y la moderni­

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dad, hacia la ciencia y el arte, y la manera como repercute en él el hundimiento de la cultura vienesa que le tocó presenciar.

Jacques Bouveresse ha escrito más de diez libros y cien ar­ tículos que le han valido una sólida reputación entre los intér­ pretes de la filosofía de Wittgenstein. Durante más de veinte años fue profesor en la Universidad de la Sorbona y actual­ mente es titular de la Cátedra en Filosofía del Lenguaje y del Conocimiento en el Collège de France, prestigiosa y tradicio­ nal institución académica francesa.

Para finalizar sólo deseamos hacer una aclaración. Para esta versión en castellano, en general nos hemos atenido a las tra­ ducciones existentes de los textos de Wittgenstein en este idio­ ma. Sin embargo, en algunos pasajes nos hemos permitido mo­ dificar ligeramente las traducciones con el fin de mantener la fidelidad al original.

Juan C. González

y

Margarita M. Valdés México, D.F., febrero de 2005

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Los ensayos recogidos en este volumen tratan sobre aspectos del pensamiento de Wittgenstein que prácticamente no apa­ recen en los textos filosóficos que él destinó a la publicación y que durante mucho tiempo han sido considerados relati­ vamente marginales. El lector de sus escritos filosóficos a me­ nudo se pregunta, con una curiosidad que esos escritos no ayu­ dan mucho a satisfacer, cuál podría haber sido su actitud hacia el mundo contemporáneo, cuál habría sido su reacción a los dramáticos acontecimientos que sacudieron Europa y el mun­ do durante la época en que vivió, y cuáles pudieron haber sido sus opiniones acerca de cuestiones que versan sobre la moder­ nidad y el progreso, el arte y la literatura de ayer y de hoy, la moral, la política, la religión o la filosofía de la historia. Es de esta suerte de cuestiones de las que se ocupa principalmente este libro.

A decir verdad, en la actualidad los aspectos sobre los que escribo aquí cada vez son menos ignorados y tienden, por el contrario, a adquirir una importancia creciente para cierta ca­ tegoría de lectores. Incluso llegan a ser tratados como si re­ presentaran al “verdadero” Wittgenstein —o en todo caso al más interesante—, el cual, según esto, se nos habría ocultado o habría sido ignorado por la mayoría de los comentaristas auto­ rizados y estaría en vías de sernos revelado. Hasta el momento presente había dos Wittgenstein: el primero, el del Tractatus (1921), el segundo, el de las Investigaciones filosóficas (1953), una distinción cuya pertinencia, cabe decir, ha sido cuestionada por algunos. Pero tal parece que en adelante habría un tercero —que no corresponde a una distinción entre diferentes

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fías, sino a una oposición entre la filosofía en general y un uni­ verso de preguntas y de respuestas que la trascienden—, cuya obra está esencialmente hecha de cosas que no escribió, ya sea porque, según la distinción que introdujo en el Tractatus, no las consideró decibles, o porque no creía tener que hablar de ellas en el contexto de la investigación filosófica, en el sentido en el que él la entendía, y no deseaba expresarse públicamen­ te sobre ellas a título personal. Wittgenstein declaró en alguna ocasión que no tenía opiniones en filosofía. Pero hoy, a los ojos de muchos, parece más importante conocer las opiniones que de cuando en cuando pudo formular sobre las más diversas cuestiones, que comprender lo que consideraba realmente un problema filosófico y lo que trataba de hacer en filosofía.

A primera vista parece razonable suponer que el mensaje que quería dejar a la posteridad reside en primer lugar en su obra filosófica y, con más exactitud, en los textos que fueron concebidos explícitamente con el propósito de ser publicados. Pero también podemos sentirnos tentados a considerar, y ésta es una tentación a la que cedemos cada vez más fácilmente, que lo más importante e incluso tal vez lo más filosófico se encuen­ tra en otras partes, en los sitios en los que el hombre aparece tanto o más que el pensador, en los que se libera de la reser­ va y la disciplina severa que se impone el filósofo al trabajar, tanto en lo concerniente a la elección de los temas que aborda, como a la manera de tratarlos, y se expresa de una forma a la vez más libre y más personal sobre una multitud de temas que se hallan aparentemente ausentes de su filosofía y que, al parecer, también podrían estar ausentes de sus intereses. ¿Qué hacer, para alguien que sólo conoce su obra filosófica, de lo que a primera vista parece ser ese “otro” Wittgenstein, que no es accesible más que en los márgenes, a través de observaciones dispersas en los manuscritos, las notas personales, los diarios (más o menos) íntimos, los testimonios de quienes lo trataron personalmente y los trabajos de los biógrafos?

Si la idea de un “tercer Wittgenstein”, puesta en circulación recientemente, no me pareciera muy cuestionable por múlti­ ples razones, podría decir que es ése el Wittgenstein que me interesa en estos ensayos. Como se verá, su descubrimiento es, en realidad, todo menos reciente, y sólo es tal para aquellos

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que no sabían, por ejemplo, que Wittgenstein daba a la ética una importancia por encima de todo lo demás, que en su filo­ sofía no sólo se ocupó de cosas como la lógica y el lenguaje, que de ninguna manera era un defensor de “la concepción científica del mundo”, al estilo del Círculo de Viena o de algún otro pensador, y que de ningún modo desdeñaba los proble­ mas más importantes que la situación mundial contemporánea le plantea por principio a un filósofo. En relación con ese tipo de temas, todos los buenos comentaristas han sabido qué espe­ rar y lo han expresado con bastante claridad desde hace mucho tiempo. Lo nuevo es simplemente que hoy día disponemos de un número mucho mayor de documentos que nos permiten conocer más el tipo de hombre que era Wittgenstein y lo que podría haber dicho sobre ciertos temas, si en general no hu­ biera elegido abstenerse de hablar de ellos en sus trabajos de filosofía. También podríamos decir que hoy en día se ha vuel­ to posible formarse una idea mucho más exacta de lo que él mismo llamó “el espíritu” con el que escribía y la distancia con­ siderable que separa ese espíritu del de la corriente dominante de la civilización de su tiempo (lo cual probablemente también significa del espíritu de nuestro tiempo) y, por desgracia hay que reconocerlo también, de la manera como su obra ha sido entendida por muchos de sus intérpretes que no por ello se han equivocado necesariamente sobre su contenido explícito.

Wittgenstein consideraba como un error categorial y tam­ bién como una falta de naturaleza ética el hecho de intentar hacer explícito el espíritu mismo. Y, sin duda, no es una casua­ lidad que no haya intentado hacer explícito el de su filosofía. Ésta no está hecha de dos cosas, lo que dijo y algo más que que­ de por explicar y cuya explicación hubiere de ser, si creemos lo que algunos dicen, una tarea que, en lo sucesivo, compe­ te principalmente a los moralistas, a los críticos literarios y a los artistas, más que a los comentaristas que han cometido el error de concentrar su atención esencialmente en el contenido de su filosofía. Desde luego, no es reemplazando el estilo del comentario filosófico erudito por el del ensayo literario como podemos escapar del riesgo de equivocarnos tan gravemente como lo han hecho otros respecto del espíritu con el que Witt­ genstein quería que se le leyera. Durante mucho tiempo, la con­

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cepción típicamente deflacionista que tenía de la naturaleza de la filosofía y la ironía con la que solía tratar sus pretensiones tradicionales jugaron en su contra (entre la mayoría del públi­ co filosófico, en todo caso). Pero, como era de esperar, hoy son aprobadas con entusiasmo por los que no creen en la filosofía, los que comparten la ironía de Wittgenstein, aunque desgracia­ damente no su pasión por los problemas filosóficos ni tampoco su convicción de que son importantes, y que toman sus deseos por la realidad cuando imaginan que si, como se suele suponer, Wittgenstein quería suprimir la filosofía, eso no podría ser más que para la máxima gloria de la literatura, única dueña, a fin de cuentas, de las “respuestas” interesantes. A mi entender, ésta es justamente una manera de equivocarse sobre el espíritu de su filosofía, tan burda como la que consiste en tratarlo como un adorador de la ciencia o como un positivista simplemente un poco más sutil que otros.

Existe cierta ironía en el hecho de que la primera obra que consagré por completo a Wittgenstein, La rime et la raison. Science, éthique et esthétique chez Wittgenstein (1973), trataba pre­ cisamente sobre el tipo de cuestiones cuya importancia se re­ procha hoy día a los comentaristas “oficiales” haber ignorado. Pero muchas cosas han cambiado desde entonces. El material en el que uno se puede apoyar para hablar de esta dimensión de su obra se ha enriquecido considerablemente, como dije antes, y hay una diferencia enorme entre lo que se sabe hoy y lo que se podía saber o sólo sospechar en la década de 1970. A eso hay que agregar el hecho de que los estudios wittgenstei- nianos en general se han desarrollado en los últimos decenios de forma sumamente notoria y lo han hecho en un sentido que, a mi parecer, es el de un progreso indiscutible e, incluso, en ciertos casos, espectacular. Así, no sin titubeos, tomo hoy el riesgo de reeditar textos de los cuales el más antiguo data ya de hace veinticinco años. Mi única razón para hacerlo es el sentimiento de que, aun teniendo en cuenta su relativa anti­ güedad y todas las imperfecciones que contienen, hoy todavía pueden resultar de alguna utilidad para la comprensión de la personalidad intelectual y de la obra de Wittgenstein.

Por desgracia, era prácticamente imposible limitarse a re­ editar los ensayos en su forma inicial. Tanto en razón de su

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extensión, como en razón de evitar las interferencias y las repe­ ticiones, hubo que suprimir y modificar de manera importante varias partes. Algunos de los capítulos que aparecen a conti­ nuación tuvieron que rehacerse a partir de materiales tomados a la vez de varios artículos originales. Este trabajo de revisión y edición, a la vez ingrato y difícil, fue llevado a cabo ente­ ramente, con notable buen sentido, habilidad y cuidado, por Jean-Jacques Rosat; por ello, es evidente que le debo agrade­

cimientos especiales. Sin él, esta obra muy probablemente no habría visto nunca la luz y sus méritos, si, como lo espero, tiene algunos, serían seguramente mucho menores. Mi contribución personal se limitó a hacer la corrección de algunas inexactitu­ des, a escribir de nuevo ciertos pasajes que me parecieron poco satisfactorios en la actualidad y a añadir algunas precisiones y referencias que no aparecían en los textos originales.

Quiero expresar también un agradecimiento particular a Éditions Agone y a Thierry Discepolo, que concibió el proyecto ambicioso y valiente de reeditar en varios volúmenes la mayor parte de los artículos, algunos de ellos difícilmente accesibles y otros imposibles de encontrar hoy día, que escribí durante un lapso que abarca alrededor de treinta años. Si he queri­ do empezar con este conjunto de trabajos sobre Wittgenstein, ciertamente no es con el mero propósito de recordar que los comentaristas más antiguos no siempre ignoraron lo esencial; es también porque algunas de las cosas que se pueden leer desde hace algún tiempo sobre Wittgenstein me hacen pensar, justamente, que quizá sea tiempo de tratar de volver a ellos.

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LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA HUMANIDAD*

Sí, a pesar de codas las pruebas en contra, Kakania fue quizás, después de todo, nn país para genios; y sin duda esa también fue su mina.

Robert Musu.

L

Los hombres normales son para mí una bendición y una tortura al mismo tiempo.

Lunwío Wi ttgensiein Hablar de la vida de Wittgenstein es, en cierto sentido, casi tan difícil y problemático como hablar de su filosofía, pues Win genstein pertenece a la generación de desarraigados a quienes —escribe Stefan Zweig— no les fue permitido gozar de eso que podemos convenir en llamar “una vida“:

Frecuentemente me sucede que, cuando menciono aturdidamen­ te “Mi vida”, me pregunto a pesar mío:M¿Cuál vida?“ ¿La de antes de la guerra mundial, la de antes de la primera o la de antes de la segunda, o bien la vida actual? Y de nuevo me sorprendo dicien­ do: “Mi casa4', sin saber inmediatamente a cuál de todas las del *E1 título de este texto —idéntico al de la gran tragedia de Karl Kraus sobre la Primera guerra Mundial (Dtí Letzten Tage der Menschett)— me lia parecido especialmente apropiado para lo que sucedió en Viena entre 1900 y 1920. La, versión para el teatro, establecida por Kraus, se volvió a publicar cu francés en 2000: Rarl Kraus, Lis Oemiers j&urs d¿ l'hvmanitó, con una introducción de Jacques Bouveresse y una nota final de Gerald Stieg.

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pasado me refiero; ¿acaso se trata de la de Bath, de la de Salzbur- go o de la casa de mis padres €ti Viena? O también diciendo "mi lien a” y sintiéndome obligado a recordar con pavor que* para la gente de mi patria, desde hace mucho tiempo yo pertenezco tan poco a ella, como para los ingleses o para los estadounidenses, ya que no tengo ligas orgánicas allá> ni tampoco me he integrado jamás completamente aquí; el mundo en el que crecí y el mun­ do de hoy, junto con el mundo entre esos dos, se disocian cada vez más dentro de mi manera de sentir en mundos totalmente diferentes.j

Tal como lo hizo Zweig en la época de la Segunda Guerra Mundial, Wiltgensteiri podría haber escrito:

Pero nosotros [...], ¿qué no hemos visto, qué no hemos sufri­ do, qué no hemos vivido, nosotros? Hemos recorrido, de prin­ cipio a fin, el catálogo de todas las catástrofes que no se pue­ den sino imaginar (y todavía no se ha escrito la úlLima pági­ na). Solo yo he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad y hasta viví cada una de ellas en un frente diferente: una en el frente alemán y la otra en el fren­ te antialeniáii; Conocí, en el periodo precedente a la guerra, el grado y la forma más elevados de la libertad individual y, des­ pués, su nivel más bajo desde hace cientos de años; he sido ce­ lebrado y proscrito, libre y privado de la libertad, rico y pobre.2 Pero el caso WiUgenstein presenta, desde esta perspectiva, al menos dos peculiaridades sorprendentes. Por un lado, su obra filosófica parece, de entrada, completamente desprendida de sus orígenes austríacos, de los sucesos de su vida privada, de sus problemas personales y de todos los grandes temas de la actualidad. Por otro lado, su obra filosófica ha sido anexada e “integrada" casi completamente al mundo anglosajón, don­ de ha encontrado a la mayor parte de sus intérpretes autoriza­ dos y de continuadores oficiales y donde ha ejercido, hasta el día de hoy, lo esencial de su influencia. Para una buena parte del público, WiUgenstein continúa siendo el inspirador de dos

1 S. Zweig, Le Monde d'hier. Souvenirs dun Européen, p. 11. 2 Ibid., pp. 12-13.

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movimientos que no tienen prácticamente nada que ver con la “gran” tradición filosófica alemana y que casi no tuvieron continuidad en Europa: el neopositivisrno lógico y la filosofía del lenguaje ordinario.

Ahora bien, sobre estos dos punios, la idea que habitual­ mente tenemos de WitCgenstein y de su filosofía requiere ser revisada seriamente. Hay que observar, en primer lugar, que el autor del Traclatus fue ciertamente lodo lo contrario a un hombre que rehuye sus compromisos. Uno de los rasgos más sobresalientes de su personalidad fue, al contrario, su preocu­ pación constante por no aprovecharse de su posición de hom­ bre rico (él fue rico durante algún tiempo) o de intelectual para eludir las obligaciones y el sometimiento que las vicisitudes de una época turbulenta impusieron a los hombres de su genera­ ción. En ninguna circunstancia fue de los que piensan poder estar por encima de la refriega. Su actitud durante la Prime­ ra Guerra Mundial, a la que se enlistó como voluntario en el ejército austriaco, es muy reveladora en este sentido: Wittgen- stein fue un austriaco patriota, cuyas convicciones y reacciones estaban lo más alejadas posible de las de su maestro y ami­ go Bertrand Russell.3 No hay ninguna duda de que, al igual que la mayoría de los intelectuales de su mismo medio social de origen, Witlgenstein quedó profundamente marcado por el derrumbe político, económico y cultural del imperio austro- húngaro. En 1921 escribió a Russell desde Tratlenbach, donde acababa de comenzar una experiencia bastante penosa como maestro rural, la cual duraría hasta 1926 en diferentes pueblos del noreste de Austria: “Tiene usted razón: la genle de Tralten- bach no es peor que el resto de la especie humana; pero lo que sí es verdad es que, en Austria, Trattenbach es un lugar parti­ cularmente insignificante, y que, desde la guerra, los auslriacos

3 Sin embargo,'l\ay que observar que si bien se oponía firmemente a que Inglaterra entrara en guerra contra Alemania, Russell no estaba por principio ni en general contra la guerra, y tampoco era incapaz de dejarse sugestionar por la propaganda nacionalista —en sus juicios sobre Rusia, por ejemplo-. Pensaba que una guerra puede estar justificada si logra contribuir al avance de la civilización, pero que una guerra entre dos naciones al lamente civilizadas como Inglaterra y Alemania sólo podía ser un absurdo.

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han caído tan increíblemente bajo, que da pena siquiera hablar de ello"4 (RICM, p. 97 [99]).*

El ánimo con el que Wittgenstein participó en el movimien­ to de reforma pedagógica de los años veinte fue, es cierto, bas­ tante especial y corresponde a una actitud que encontramos en él de manera muy constante: se trata tanto de un deseo de mortificación y de ascetismo personal como de una volun­ tad de participar en una tarea social de reconstrucción en un país devastado por la guerra y profundamente marcado por la derrota. Wittgenstein escribía a Keynes en 1925:

* Me decidido seguir siendo maestro mientras sienta que los in­

convenientes que esto me acarrea puedan hacerme algún bien. Si te duele una muela, es bueno aplicarte en la cara una bolsa de agua caliente, pero esto sólo funcionará mientras el calor de la bolsa te cause un poco de dolor. Haré a un lado dicha bolsa en cuanto descubra que ya no me proporciona esa especie particular de dolor que puede hacerle algún bien a mi carácter. Siempre y cuando la gente de aquí no me eche a la calle antes de que llegue ese momento. (RKM, p. 122 [112])

Al igual que en 1914, Wittgenstein no contempló pasar los años de la Segunda Guerra Mundial en una especie de torre de marfil filosófica. Trabajó primeramente, desde noviembre de 194 J hasta abril de 1943, como porLero de hospital, y en­ seguida como ayudante de laboratorio, hasta la primavera de 1944. Por cierto, sería instructivo hacer una lista completa de oficios que desempeñó a lo largo de su existencia, sin mencio­ nar aquellos que contempló asumir más o menos seriamente en diferentes momentos, pues, en particular, pensó convertir­ se en monje, médico y director de orquesta. Es bien conoci­ do que Wittgenstein no consideraba como trabajos totalmen­ te "decentes" la profesión de filósofo ni la de universitario en general; en cierto sentido, hubiera preferido identificarse con cualquier otra profesión en lugar de ésa. Bartley observa que, en Lodas las ediciones del Wiener Adressbuch de 1933 a 1938,

1 Véase Russell, Autobxographie, vol. II, pp. 138-1 39.

*En general, los números entre corchetes corresponden a tas ediciones de las obras en castellano. | N. del t ]

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él figura así: “Dr. Ludwig Wittgenstein, profesión; arquitecto'’ (BAR, p. 23 [29]). En 1939, año en que sucedió a Moore en la cátedra de filosofía (que abandonaría en 1947), le escribió a Eccles: “Haber obtenido el puesto de catedrático es muy hala­ gador y todo lo que uno quiera, salvo que quizas me hubiera convenido bastante más obtener un trabajo que consistiera en abrir y cerrar barreras para controlar el tráfico vehicular. Mi posición no me procura ningún entusiasmo (excepto el que mi vanidad y mi estupidez encuentran en ella de vez en cuan- do)".5

Sin embargo, quizás sea exagerado decir que, a diferencia de los filósofos anglosajones, Wittgenstein debería ser consi­ derado como “un genio integral y auténticamente vienes que ejercía sus talentos y su personalidad en la filosofía, entre otras cosas, y que simplemente se encontró viviendo y trabajando en Inglaterra“ (JT, p. 22 [24]). Por un lado, esto nos lleva a

minimizar excesivamente la aportación del medio inglés, sin la cual resulta patente que \í filosofía de Wittgenstein no se puede concebir. Por otro lado, dadas la importancia de su obra filosófica y la manera en que él se entregó a ella, es desde luego imposible admitir que Wittgenstein simplemente haya practicado la filosofía “entre otras cosas“: parece inne­ gable que en la época del Tmctatus y, de nuevo, a partir de 1929, se entregó a esLa disciplina con una pasión casi exclusi­ va. Escribió a Russell en 1912: “No hay nada más maravillo­ so en el mundo que los verdaderos problemas de la filosofía“ (RKM, p. 14 [20]), y en 1942 le comunicaba a Malcolm su pe­ sar “por no poder, por razones internas y externas, hacer filo­ sofía, pues es el único trabajo que me ha dado una satisfacción real. Ninguna otra ocupación me levanta realmente el ánimo." (M, p. 349).

Se ha dicho que Wittgenstein fue “un símbolo de una'épo- ca turbulenta“, que “describió esa ‘edad de la ansiedad', esa 'edad de la sed' mejor que nadie más; mejor que los poetas, mejor que los novelistas“.6 Sin embargo, aparentemente no se encuentra ningún rastro de una '-descripción“ de este tipo en

5 W Eccles, ‘ Some Lecters of Ludwig Wiitgenstein, i 912— 1939'*, p. 65. B Véase J. Ferraier Mora, “Wugensíein, a Symbol of Tvouhled Times", p. 115.

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vSus obras; sus obras no contienen prácticamente nipguna alu­ sión a Jas "cuestiones de circunstancia cuyo desarrollo, en nues: Iros días, Jiacé ocasionalmente las veces de filosofía"*7 No hay nada en el Tráctatus ni —lo cual es todavía más sorprendente— en su Diario filosófico 1914-1916. que refleje de manera direc­ ta o indirecta las muy particulares circunstancias en las que Wittgenstein redactó el manuscrito definitivo de su primera obra (terminada en agosto de 1918). Y quizás sólo Ja alusión a la "oscuridad de este tiempo", que aparece en el prefacio de las Investigaciones filosóficas> podría llevarnos a recordar que Witlgenslein escribió esa obra en 1945. Esto no impide que su obra sea, con su apariencia de impasibilidad e intemporali­ dad, probablemente más actual y más representativa de nuestra época que aquella de los autores que Ferrater Mora llama "los pesimistas profesionales”, y que también sea, en ciertos aspec­ tos, incomparablemente inás radical y destructora que la de la mayoría de los filósofos que se han especializado de manera explícita en la radicalidad y la destrucción.

A fines de los años 1920 Wittgenstein comenzó una escul­ tura en el taller del escultor Drobil, de quien se había hecho amigo durante su cautiverio en Monte Cassino.

Se trata —escribe von Wriglil— de la cabeza de una jovencita. Los rasgos tienen la misma belleza terminada y apacible que encon­ tramos en las esculturas griegas del periodo clásico y que parece haber sido el ideal de Wittgenstein. Hay, en términos generales, un fuerte contraste entre la inquietud, la búsqueda y el cambio continuo en la vida y la personalidad de Wittgenstein, y la perfec­ ción y la elegancia de su obra terminada. (VW, p. 11)

Éste es probablemente uno de los elementos que hacen tan di­ fícil la comprensión correcta de la obra de Wittgenstein: pro­ viniendo de un hombre tan poco clásico en Lodos aspectos, el clasicismo aparente de esa obra tiene algo de extremadamente desconcertante. La claridad y el rigor en sus escritos son re­ sultado de un esfuerzo y una ascesis despiadada, que la forma final (a la que Wittgenstein raramente llegaba) no siempre nos permite adivinar. Y es, por supuesto, una de las razones por

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las que Wittgenstein puede parecer a primera vista tan poco vienes y tan típicamente anglosajón.

En lo que toca a sus relaciones con el mundo anglosajón, sabemos que Wittgenstein nunca estuvo naturalizado por com­ pleto y que tampoco estaba muy satisfecho al constatar que, por el contrario, su filosofía lo estaba casi completamente. Aun­ que haya tenido buenas relaciones con filósofos tan típicamen­ te anglosajones como Rüsseil y Moore, Wiltgenslein manifies­ tamente nunca esperó poder ser del todo comprendido por ellos y él mismo protestó, por lo menos implícitamente con su silencio, contra las malas interpretaciones de su obra que eran resultado de su apresurada e injusta integración a una tradi­ ción filosófica extranjera, de la que —apenas nos comenzamos a dar cuenta hoy— estuvo hasta el final muy alejada.

En 1924, Ramsey escribió a Keynes, respecto de Wiltgen- stein:

Prefiere Viena a Cambridge, a menos que tenga una razón espe­ cial para ir a Cambridge, lo cual sólo podría ser para ver gente. Son pocas las personas a las que desea ver en Inglaterra; con Rus- sell ya no puede hablar, entre él y Moore hay un malentendido, y de verdad no le quedan más que tú y Hardy, y quizás Johnson, a quienes quisiera ver especialmente. (RKM, p. 117 [107])

Como lo advierte Bartley, el caso de WittgensLein es un tanto diferente del de los emigrados austríacos y alemanes que lucie­ ron realmente su vida en otro lado:

Wiltgenslein no era [... J uno de esos intelectuales de lengua ale mana que emigraron de Alemania o de Austria siendo relativa­ mente jóvenes y que se establecieron en un país anglófono. Dado el gran número de personas que abandonaron Alemania durante los trastornos políticos y económicos de los anos 1920 y 1980, los estudiosos se inclinan a clasificar a Wittgenstein junto a emigran­ tes de este tipo, emigrados como Rudolf Carnap y Herbcrt Feigl en Estados Unidos o Friedrich Waismann en Inglaterra. Wil.fgen- stein pertenecía a una generación anterior y a una dase diferente, era miembro de la alta burguesía internacional de antes de la Pri­ mera Guerra Mundial, y el inglés no fue una lengua que LuvO'que adquirir en la edad adulta; por su educación tenía, como muchos

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otros miembros de su dase y de su familia, un dominio det inglés y del francés tan bueno como el del alemán.8 (BAR, pp. 21-22

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De nuevo, según Bartley, quien se dio a la tarea de hacer la cuenta exacta, entre 1908 —el año en que estuvo por primera vez en Inglaterra— y 1951 —el año de su muerte—, Wittgenstein pasó en su país de adopción un total de menos de 19 años. Muchos testimonios indican que él rio apreciaba especialmente el modo de vida británico y menos aún, en particular, las cos­ tumbres universitarias de ese país; y Bartley seguramente tiene rázón al subrayar que, propiamente dicho Wittgenstein nunca se “instaló'1 en Inglaterra. Independientemente de lo que se haya podido decir o escribir sobre este asunto, es evidente que las dificultades de adaptación que Wittgenstein experimentó no se debieron únicamente a las singularidades y excentrici­ dades que le conocemos bien al personaje, sino también a ra­ zones culturales extremadamente profundas. No obstante, de lo anterior no se debería concluir que Wittgenstein se sentía completamente en casa cuando estaba en su ciudad y su país de origen, cualesquiera que hayan sido las razones, familiares y de otros Lipos, que tuvo para volver ahí regularmente; y es muy probable que de todas maneras nunca hubiese logrado instalarse realmente en ningún lado.

H Notemos, sin embargo, que aunque Carnap en efecto pertenecía a otro

nedio y a otra clase social que Wittgenstein —lo cual es, efectivamente, un demento determinante— es difícil decir que fuera una generación posterior pues solamente tenía dos años menos que Wittgenstein y además emigró a diarios Unidos en 1936, es decir, a la edad de 45 anos). Carnap adquiriría la lacionalidad estadounidense apenas en 1941, mientras que Wittgenstein se labia hecho ya ciudadano británico al momento de) Anschluss. La compara- ión interesante sería, más bien, entre Wittgensurin y Popper, que tenía trece ños menos que el autor del Tractatus, que era un emigrado político judío ple- lamente típico, que se adaptó incomparablemente mejor que Wittgenstein al nodo de vida inglés y realmente hizo de Inglaterra su nueva patria: “Antes de [lie nos fuéramos a Nueva Zelanda, me había quedado en Inglaterra durante nos nueve meses en total, lo cual fue una revelación y una inspiración. La onestidad y la decencia de la gente, así como su alio sentido de responsabili- ad polÍLica me impresionaron muy fuertemente" (K. Popper, La búsqueda sin rmme, p. 154 [la paginación es de la versión en francés]).

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Al igual que la mayoría de los intelectuales que conocieron las últimas décadas de la monarquía imperial, la actitud de Wittgenstein frente a lo que Stefan Zweig llama "el mundo de ayer’1 debió contener simultáneamente'el sentimiento nostálgi­ co de haber vivido en un periodo excepcional, definitivamente caduco, y la convicción de que esa época brillante, artificial y contradictoria de todas maneras estaba inevitablemente con­ denada. Es evidente que el pesimismo, el fatalismo, por no decir el catastrofismo, el voluntarismo, el individualismo ético y el apolitismo, no constituyen, en Wittgenstein, característi­ cas estrictamente individuales. Éstas también deben explicarse en función del medio social e intelectual tan particular en el que pasó su juventud. Claro está, la idealización retrospectiva y el arrepentimiento no son, para nada, actitudes wittgensleinia ñas. Todos los testimonios apuntan a que su juventud fue, en su conjunto, profundamente infeliz; y Viena ciertamente nun­ ca fue para él la ciudad “donde daba gusto vivir“. Parece haber considerado la Primera Guerra Mundial como una oportuni­ dad que el destino o la historia le ofrecían para poner fin a su vida, y recibió la Segunda como la sanción inevitable, y hasta cierto punto deseable, al egoísmo y la inmoralidad del hombre y de la sociedad contemporánea.

Para quien acepta leer entre líneas y leer algo más que los textos canónicos, la obra de Wittgenstein aparece impregnada de una atmósfera de fin del mundo o, al menos, de fin de un mundo, !a cual se manifiesta sobre todo en la selección de epí­ grafes y en los prefacios (véase, por ejemplo, Observaciones filo­ sóficas)i.9 El autor del Tracíatus se comportó toda su vida como si un demonio personal lo hubiera condenado a realizar una tarea que ya no es posible en el mundo actual. Tenía, nos dice von Wright, la sensación de escribir para hombres que pensa­ rían de manera muy diferente que los hombres de hoy y que respirarían un aire distinto del de éstos (VW, pp. 1-2). Sin em­ bargo, debemos hacer notar que en su obra no se encuentra ni la menor huella de la nostalgia del pasado o del mesianismo profético^que caracterizan ciertas filosofías típicas de hoy. La razón esencial que explica esa actitud se halla probablemente

a Éstos aparecen citados en <*Ludwig Wittgenstein: ¿un 'modernista resig­ nado?”, infra, pp. 113-151.

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24 WITTGENSTEIN

en un pasaje de las Observaciones sobre los fundamentos de la ma• temática, en el cual WiltgensLein expresa su convicción de que una Filosofía nueva puede encontrar su lugar en un mundo nuevo, pero no puede preverlo ni hacerlo nacer:

La enfermedad de una época se cura mediante una transforma­ ción del modo de vida de las personas, y la enfermedad de los problemas filosóficos sólo podría curarse mediante un modo de vida y de pensar transformados, no por una medicina que inven­ tara algún particular.

Piensa que el uso del coche produce y fomenta ciertas enfer­ medades y que la humanidad será acosada por esta enfermedad hasta que, por una causa u otra, como resultado de algún ade­ lanto, abandone otra vez ei hábito de conducir, (OSFM, p. 106)

i

Desde este punto de vista, la problemática y el diagnóstico fi­ losóficos que se presentan habitualmente son parte de la enfer­ medad misma y no parle de los medios de curación. En otras palabras, la famosa observación de las Investigaciones filosóficas según la cual la filosofía "deja lodo como esLá” (IF, § 124), aun­ que puede ser interpretada indirectamente como una condena radical de ciertas formas de miJitanLisrno y de activismo teóri­ cos con los que los filósofos se atribuyen un papel y una impor­ tancia que no tienen y no pueden tener, no tiene nada que ver con el conformismo y la aceptación pasiva de lo que es el caso.

Como lo observa Zweig:

Para Lodos los intelectuales Rusia se había convertido, a partir de la revolución bolchevique, en ei país más fascinante después de la guerra, un país que, sin tener conocimiento exacto de los hechos, "era el objeto tanto de la admiración entusiasta como de la hostili­ dad fanática. Nadie sabía con certeza —gracias a la propaganda y a la contrapropaganda igualmente agresiva— lo que sucedía allá; pero se sabía que ahí se estaba intentando algo realmente nuevo que podía ser determinante, para bien o para mal, para la forma futura de nuestro mundo, Shaw, Wells, Barbusse, Istrati, Gide y muchos más fueron allá y volvieron, unos entusiasmados, otros decepcionados, y yo no habría sido un hombre intelectualmente comprometido, interesado en cosas nuevas, si no me hubiera sen­

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tido igualmente tentado a hacerme una idea al respecto con mis propios ojos.10

Wittgenstein mismo no escapó a ja atracción ejercida por la Rusia soviética sobre los intelectuales conscientes de las reali­ dades de su época, ya que, en cierto momento, él pensó muy seriamente en ir a establecerse a ese país. En una carta del 30 de junio de 1935, en la que le solicita a Keynes que interven­ ga ante el embajador de Rusia, Wiltgenslein explica sus pro­ yectos:

Ahora tengo casi decidido ir a Rusia en septiembre, como turis­ ta, y ver si me es posible encontrar ahí un empleo apropiado. Si descubro (lo cual, me temo, es lo más probable) que no pue­ do encontrar tal empleo, o que no puedo obtener permiso para trabajar en Rusia, entonces quisiera volver a Inglaterra y, de ser posible, estudiar medicina. Ahora bien, cuando me dijiste que me darías el dinero necesario durante mis estudios de medicina no sabías, creo yo, que quería ¡r a Rusia y que trataría de obtener permiso para practicar la medicina en ese país. Sé que no estás de acuerdo en que vaya allá (y creo comprenderle). Por ello es que debo preguntarte si, en estas circunstancias, todavía estarías dis­ puesto a ayudarme. No me gusta tener que preguntártelo, y no es porque puedas decirme que no, sino porque detesto preguntar al respecto. Si me contestas, te ruego que escribas simplemente en una tarjeta postal: (a) No o (a) Sí, etc. [si se trata de mi solicitud de presentarme ante el embajador], (b) No, etc. [si se trata dé mi solicitud de ayuda financiera], según sea el caso. Por nada en el mundo consideraré como signo de enemistad de tu parte el que me contestes negativamente a a y a b. (RKM, p. 132 [122]) En otra carta, fechada el 6 de julio de 1935, Wittgenstein indica que ie gustaría entrar en contacto con los organismos que "se ocupan de las personas que quieren ir a las 'colonias1, las re­ giones recién colonizadas que se encuentran en la periferia de la URSS” (RKM, p. 134 [124]). Efectivamente, Wittgenstein fue a visitar Rusia en el otoño de 1935; y después de su regreso a Cambridge, al cabo de un año de estancia en Noruega (1936- 1937), le comunicó a Engelmann su intención de retornar (PE,

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WITTGENSTEIN

p. 58). Como siempre, las razones que motivaron el proyecto de irse a vivir a Rusia, que finalmente Wittgenstein no realizó, son mucho más de naturaleza personal y esencialmente ética que de naturaleza política; y él admite en una carta a Keynes que “ésas son razones hasta cierto punto malas y hasta pueri­ les", sin dejar de subrayar que “detrás de todo ello hay razones profundas y hasta buenas" (RKM, p. 135 [125]).

La historia de las relaciones que Wittgenstein mantuvo con gente como Russell, Keynes, Moore o Malcolm dice mucho sobre lo estimulante y a la vez exasperante que podía ser el tra­ to frecuente con un hombre como él. Estas relaciones fueron interrumpidas varias veces por malentendidos, incidentes di­ versos y semirrupturas.11 Ramsey expresó un sentimiento bas­ tante general cuando confesaba que: “Aunque verdaderamente le tenga un enorme afecto, si no fuera por el gran interés que tengo por su obra, la cual nos proporciona el soporte principal de nuestra conversación, no estoy seguro de poder disfrutar de su compañía más de uno o dos días" (RKM, p. 118 [108]).

Wittgenstein sólo aceptaba amistades que le parecían cimen­ tadas en afinidades intelectuales y morales profundas, y sentía una repugnancia extrema ante la idea de mantener una rela­ ción puramente formal o en la cual él pudiera dar la impre­ sión de estar buscando alguna ventaja personal. A principios Je 1914, le anunció a Russell, en los siguientes términos, su decisión de romper definitivamente con él:

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Nuestros di lerendos no provienen solamente de razones externas

(nerviosismo, exceso de fatiga y otras cosas por el estilo), sino que están —por lo menos en lo que a mí concierne— muy profun­

damente fundadas. Usted puede tener razón en que quizás en lo personal ni siquiera somos tan completamente diferentes: pero nues­ tros ideales sí lo son totalmente. Y por ello es que nunca pudimos,

ni podemos, conversar uno con el otro sobre cosas en las que intervienen nuestros juicios de valor sin caer en la hipocresía o en la disputa. Me parece que esto es innegable, lo cual ya me había

saltado a la vista desde hace mucho tiempo; y era algo que me horrorizaba, ya que ese hecho convertía nuestras relaciones en 11 Véase RJCM, pp. 49-54, 128-129, 150, y el incidente relatado por Mal- ulm que se evoca más adelante.

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algo equivalente a es car atrapados jimios en un pantano. Ambos tenemos debilidades, pero sobre todo yo, y mi vida está llena de pensamientos y acciones sumamente feas y mezquinas (esto no es una exageración). Pero si las relaciones no deben rebajar a ninguna de las dos partes, entonces es imperativo que no sean las

debilidades de los dos las que mantengan la relación. Dos personas

sólo deben mantener relaciones en el campo donde las dos son puras; es decir, donde las dos pueden ser plenamente francas y sin que se hieran entre sf. Y esto podemos hacerlo únicamente en la medida en que limitemos nuestras relaciones a la comunica­ ción de hechos objetivamente verificables y, quizás también, a la comunicación de nuestros sentimientos amistosos. Pero todos los demás temas nos conducen a la hipocresía o a la disputa. (KKM, p. 52 [54-55])

En principio, a Wittgenstein le era más fácil entenderse con in­ telectuales austríacos que no eran filósofos, como Loos, Ficker o Engelmann, que con filósofos profesionales al estilo anglosa­ jón o con lógicos puros. Consideraba de manera patente que las intenciones profundas del Tractatus eran más susceptibles de ser entendidas por artistas profundamente motivados por un punto de vista ético y filosófico, que por “técnicos” corno Frege, Russell o Carnap. Respecto a esta obra, le escribió a Ficker:

A lodo aquello sobre lo que hoy día muchos parlotean en el vacio, en mi libro le di una posición firme, pues guardé silencio al res­ pecto. Por eso es que el libro, si no me equivoco completamente, dirá muchas cosas que tú mismo quieres decir, sin que quizás te des cuenta de que ahí están dichas. En estas condiciones, te recomendaría leer el prefacio y la conclusión, pues ahí se expresa su scniido de la manera inás inmediata. (LF, p. 35)

Wittgenstein estaba consciente del hecho de que la verdadera significación del Tractatus corría el riesgo de no ser percibida por nadie, ni por los lógicos, que verían probablemente en las últimas proposiciones una especie de apéndice más o menos opcional, ni siquiera por gente como Ficker, que tendrían bue­ nas razones para considerarla una obra relativamente técnica y especializada sobre la teoría de la lógica. La dificultad peculiar

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28 WITTGENSTEIN

Uel Tractatus se debe precisamente a la síntesis que Witlgen- slein trató de efectuar entre dos problemáticas que al parecer no ‘estaban relacionadas entre sí: una, la de Frege y Russell, y otra, típicamente vienesa, que de manera más o menos infor­ mal e implícita es la de Kraus, Loos y Ficker. En esta empresa, la lógica y la filosofía de ia lógica funcionan como un medio y no como un fin: se necesita una teoría de la lógica que poda­ rnos considerar correcta y definitiva para resolver el problema principal según el Tractatus —la delimitación rigurosa del do­ minio de lo indecible—. Y justo es éste, según Wittgenstein, el problema de ia poesía y, más generalmente, el de todo simbolis­ mo artístico. En efecto, el artista tiene como tarea el mostrar o exhibir, por medio de un lenguaje (o cuasilenguaje), algo que él no puede y no debe querer expresar y que, por lo mismo, no es lo que el lenguaje dice cuando dice algo, Como le de­ cía Wiltgenslein a Engelmann respecto a un poema de Uhland: "Cuando uno no se esfuerza poeexpresar lo inexpresable, nada se pierde. ¡Lo inexpresable está contenido —inexpresablemente— en lo que es expresado!" (PE, p. 6).

Desde este punto de vista, las "proposiciones" del Tractatus —como lo escribió el mismo Wiltgenslein— estaban a fin de cuentas desprovistas de sentido, y no pueden calificarse corno más Tácticas o más descriptivas que lo que convenimos en lla­ mar "el lenguaje del arte”. El que haya pasado por ellas acce­ derá, dice Wittgenstein, a la visión correcta del mundo (TLP, 6.54). Peto "ver el mundo correctamente” es también el obje­ tivo que buscamos a través de la ética y la estética. Y en ese sentido, el Tractatus mismo es un ejemplo de eso cuya teoría nos proporciona.

A pesar de las afinidades profundas que acabamos de evocar, las relaciones que Witlgenslein mantuvo con las personas que podemos considerar, intelectualmente hablando, como "de su mundo", tampoco fueron fáciles o naturales; esto se debió a su carácter excepcionalrnente atormentado y pasional, así como a su intransigencia extrema. Así se expresaba sobre Ficker en

1922:

También lie visitado aquí a Ficker, quien —para utilizar una de sus expresiones favoritas— es un hombre de muy dudosa

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repu-lación \frngu/ürdig\. O sea, verdaderamente no sé qué hay en él de auténtico y qué hay de charlatanesco. IPero qué diantres ine importa esol (PE, pp. 48-49)

Si le creemos a Wittgenslein cuando nos dice que “un hombre que despierta muchas dudas” era una de las expresiones favo­ ritas de Ficker, parece que “charlatán“ era una palabra que el autor del Traciatus utilizaba bastante pródigamente (él la uti­ lizó en especial para calificar a Ostwald y a Bühler). Me pare­ ce que este término es muy revelador. Desde luego, no sería exacto atribuir la imposibilidad que Wittgenslein tuvo la ma­ yor parte del tiempo para mantener relaciones "normales”, aun con aquellos de los que él se creía más cercano, únicamente a factores psicológicos como su inestabilidad, su nerviosismo, su susceptibilidad y su irritabilidad más o menos legendarios, o a su temperamento a la vez extrañamente tímido y reservado y extrañamente dominador y agresivo. Lo que sabemos acerca de sus amistades es un ejemplo muy elocuente de lo que Malcolm llamó “su necesidad de afecto aunada a una severidad que inhi­ bía el afecto” (M, p. 61), Pero el elemento determinante en su actitud fue, sin lugar a duda, esta necesidad de “autenticidad” que le prohibía respetar ¡deas, principios o teorías que no com­ prometen realmente la existencia y la conducta de quienes las profesan. Indudablemente no hay muchos filósofos para quie­ nes la filosofía haya sido una cosa tan poco especulativa como lo fue para él. Como lo escribe von Wright:

Su temperamento era muy diferente del del erudito típico; 'Tría objetividad” y “reflexión distante” no son etiquetas que le corres­ pondan en lo absoluto. Él ponía toda su alma en lo que hacía; su vida era un viaje constante, y Ja duda era Ja fuerza que lo mo­ vía desde el interior. Rara vez volteaba la cabeza para ver sus po­ siciones anteriores y, cuando Jo hacía, solía ser para repudiarlas. (VW, p. 20)

En 1944 Je escribía a Malcolm:

Cada vez que pensaba en ti, no podía dejar de recordar un in­ cidente particular que me parece muy importante. Tú y yo íba­ mos caminando junto al río en dirección del puente ferroviario,

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enfrascados en una discusión muy animada durante la cual hicis­ te una observación sobre el “carácter nacional” que me pareció chocante por su carácter primitivo. Entonces me dije: para qué estudiar filosofía, sí todo lo que hace por ti es capacitarte para expresarte de manera relativamente clara sobre ciertas cuestiones absirusas de lógica, etc., sin mejorar tu forma de pensar sobre las cuestiones importantes de la vida diaria, sin hacerte más cons­ ciente que a cualquier periodista respecto a la utilización de ex­ presiones peligrosas que gente de esa dase utiliza para sus pro­ pios fines. Mira, sé que es difícil pensar bien sobre la “certeza”, la “probabilidad”, la “percepción”, etc. Pero es todavía más difícil —si acaso esto es posible— pensar, o tratar de pensar, con genui-

•; na honestidad, sobre la propia vida y la de las otras personas.

(M, p. 39)

Wittgenstein, que prácticamente no publicó nada en vida, que desanimaba sistemáticamente la curiosidad de! público sobre sus trabajos y su persona, que decidió vivir en la oscuridad y frecuentemente en un aislamiento total, consideraba abierta­ mente el periodismo, en particular las publicaciones periódi­ cas filosóficas, como la forma moderna por excelencia de la irresponsabilidad intelectual. En cierto sentido se podría decir que la palabra “periodismo” resume bastante bien todo aque­ llo contra lo cual siempre luchó encarnizadamente y que, a su parecer, volvía imposible o anacrónico su proyecto personal: el r elajamiento del lenguaje (por lo tanto, del pensamiento), la jerga pretenciosa y el abuso de los lugares comunes, el gusto por lo inédito y lo sensacional en cuestiones científicas y filosó­ ficas, la vulgarización y la rrivialización de ideas y teorías que se pretenden explicar al público sin exigir de su parte un esfuerzo proporcional a su importancia y dificultad, la incitación a no pensar sino a través de intermediarios, es decir, a ya no pensar, la promoción de la pasividad intelectual, de la pereza mental, del conformismo y de los prejuicios, la costumbre de satisfa­ cerse con una información apresurada e incompleta y con una comprensión aproximada y superficial, el debilitamiento o la simple y llana aniquilación de lo que consideraba mucho más importante en filosofía que cualquier dase de teoría u opinión: el sentido de la dificultad y de la complejidad de los problemas.

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Sobre este punto hay una analogía evidente entre la actitud de Wittgenstein y la de Kxaus, cuya polémica contra la prensa y el periodismo estuvo inspirada en consideraciones que son en buena medida idénticas a las que acabamos de mencionar. Los malos filósofos se comportan en cierto sentido, según Wittgeiv stein, exactamente como periodistas: su actividad se sitúa com­ pletamente en el nivel de la información y de la difusión de opiniones, o sea, únicamente se preocupan por hacerle saber o hacerle creer ciertas cosas a su público (de ahí el concepto tan periodístico de “actualidad” filosófica); mientras que, como dice Wittgenstein, en realidad lo que hacen es que el público haga ciertas cosas y, más precisamente, cosas que el público no desea hacer.

AI igual que Kraus, Wittgenstein consideraba que no cual­ quier idea puede ser defendida por cualquier clase de hombre en cualquier momento. Sin duda, por esto escribió él en el pre­ facio a las Observaciones filosóficas:

Yo quisiera decir “Este libro está estrilo a la gloria de Dios", pero en nuestros días ello sería torpemente deshonesto, es decir, no sería debidamente comprendido. Lo que ello significa es que d libro está escrito con buena voluntad [in gutem Willen\ y en la medida en que no esté así escrito, sino por vanidad, etc., su autor quisiera que se le condenar a. Él no puede liberarlo de esas impu­ rezas más allá de lo que él mismo está libre de ellas. (OF, p. xix) Probablemente también esto explica la extrema severidad del juicio emitido en 1921 sobre el Brenner, la revista de Fio ker en la que Wittgenstein había esperado poder publicar su Tractaíus en un momento dado:

Iúcker me envía siempre el Brenner y he pensado escribirle [rara decirle que deje de hacerlo, porque me parece que el Brenner es un sinsentido (una revista cristiana es una schvwchería feme Schmockerei]),13 pero jamás me resuelvo a escribirle a Fickei la

c

IV Véase R. Rhecs, Díscussions of Wictgensíein, p 43.

18 Palabra formada sobre el modelo de "Schmock", que designa al personaje del periodista lisio para todo y capaz de (odo en la pieza de Gusiav Freytag,

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32 WITTGENSTEJN

carta üe rechazo requerida* porque no he encontrado la tranqui­ lidad mental necesaria para redactar una explicación larga. (PE, pp. 43-44)

Resulta verosímil que la muy notable evolución del Brenner en una dirección cada vez más mística (en un sentido que no tiene nada que ver con lo que se suele llamar el “misticismo” del Tractaíus) y teológica haya motivado en buena medida esta ac­ titud. En un artículo del Brenner de noviembre de 1920 llama­ do “Revolución”, Theodor Haecker comienza anunciando que "debe de haber actualmente una decisión metafísica por parte de los pueblos europeos de no dejarse gobernar más por reyes sino por parlamentos, ministros y presidentes, de rechazar la monarquía, de reconocer que la democracia es de ahora en adelante la salvación”. Hay entonces que adherirse, como lo había hecho Kraus ya al final de la guerra, a la forma republi­ cana de gobierno. Pero Haecker concluye el artículo haciendo la siguiente observación:

la revolución actual debe lomarse en serio únicamente porque no proviene de Dios y porque Él la permitió solamente para casti­ gar a los que la han hecho; no podemos tornarla en serio como ' revolución”; ya que nosotros solamente reconocemos una y no esperarnos más que una y única, la revolución decisiva que des­ truirá los mundos y construirá los cielos, nosotros que esperamos con inquieta preocupación estar ese día entre los que puedan exclamar con un corazón inocente y libre de toda falla y con toda franqueza: iBendilo el que viene en el nombre del Señor! (pp. 48J y 503)

Al leer este tipo de cosas comprendemos mejor que, cuales­ quiera que hayan sido las simpatías de Wittgenstein antes de la guerra, su actitud hacia el Brenner y hacia Ficker se haya modificado posteriormente de manera radical.

La reacción de Wittgenstein me recuerda un comentario de Kraus: “Cuando una cultura siente que llegó su fin, entonces i enuncio a traducirla realmente. [He seguido la misma estrategia que Jacques Rouvei esse, de modo que aquí simplemente castellanizo el término alemán. (N. del Lj)

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llama al cura.”14 También podríamos decir; cuando Jos intelec­ tuales sienten que ya no pueden hacer nada, entoncesS invocan a Dios, al Espíritu o la grandeza del Hombre. Hay que recordar que en la época en que escribía esas líneas, Wittgenstein estaba tratando de precisar cuáles eran las consecuencias prácticas de las conclusiones aparentemente muy especulativas del Tractaíus y que probablemente experimentaba una fuerte repugnancia ante cualquier forma de compromiso puramente teórico o sim­ plemente un poco demasiado literario. Si pensamos en el esta­ do de duda y desagrado en el que Ficker mismo se encontraba al volver de la guerra es apenas sorprendente que el proyec­ to del Brenner, por el que Wittgenstein había sentido durante algún tiempo mucho más que simpada, le haya parecido final- mente carente de sentido. Por otro lado, Wittgenstein debió considerar que ciertas cosas que antes le parecían todavía po­ sibles decididamente ya no lo eran y, con su aversión por la tibieza y su ausencia de mesura, que fue un rasgo dominante de su carácter, quiso llegar hasta las últimas consecuencias de lo que le parecía seguirse necesariamente tanto de la filosofía del Tractaíus como de la experiencia traumática de los años 1914-1918 (incluyendo en esto la esfera de sus amistades inte­ lectuales).

Hasta hace relativamente poco, la cuestión de los orí­

genes propiamente austríacos, o más generalmente, alemanes, de la obra de Wittgenstein, había recibido poca atención, tanto del lado austríaco y alemán como del lado anglosajón. Esta si­ tuación no es, desde luego tan sorprendente ni tan escanda­ losa como podríamos creer a primera vista, pues Wittgenstein nunca recibió durante sus estudios ni, hablando propiamente, adquirió nunca lo que solemos llamar una formación filosófica. Llegó a la filosofía a través de las matemáticas y. de la lógica, en la época en que ya había dejado Austria; indiscutiblemente, sus primeros verdaderos maestros en la materia fueron Fregc y Russell. Según Malcolm, fue en 1912 cuando Wittgenstein empezó a hacer sus primeras lecturas sistemáticas en filosofía.

Si las cosas efectivamente sucedieron así, esLo tiene, como veremos, cierta importancia para apreciar la tesis defendida

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WITTGENSTEIN

por Janik y Toulmin en su libro. Hablar de “la Viena de Witi genstein” presenta de por si un problema, pues Wittgensteif nunca estudió en Viena y pasó la mayor parte de su juventuc fuera de ahí. E1 itinerario que siguió durante sus años de apren dizaje (después de haber recibido una educación “a domicilio1 hasta los catorce años) pasà por Linz, la Technische Hochschu le de Berlin, Manchester (donde, de 1008 a 1911, trabajó en in vesligaciones aeronáuticas), Jena (donde conoció a Frege, prò bablemente en el otoño de 1911), y finalmente por Cambridge en 1912. Hay que señalar, sin embargo, que durame el periodo 1908-1914, Wittgenstein pasó buena parte de su tiempo en el continente y vivió desde el otoño de 1913 hasta mediados de JO 14 en Noruega (volvió a Viena a principios del mes de julio). Otra cuestión importante, como lo observa von Wright, es que “el hecho de que haya decidido estudiar ingeniería fue con­ secuencia de sus primeros intereses y talento, más que de la influencia de su padre” (VW, p. 3). Por otra parte, Wittgen­ stein toda la vida siguió apasionado por los problemas de la mecánica. Por lo tanto, es de entrada difícil considerarlo como si hubiera tenido una vocación filosófica tardía o contrariada. En ese sentido, su caso es muy diferente del de su hermano Hans, cuyos talentos musicales aparentemente excepcionales fueron sacrificados por voluntad del padre en aras de la prepa­ ración de una carrera financiera e industrial, una historia que tenía que acabar trágicamente con su fuga hacia América y su suicidio en 1902. (Otros dos hermanos de Wittgenstein iban a suicidarse después, Rudolf en 1904, en Viena, y Kurt en 1918, en el frente de batalla, cuando fue capturado por las tropas rusas.)

Y no es menos evidente el que la filosofía de Wittgenstein —sobre todo la del Tractatus, pero sin duda también la de las investigaciones filosóficas— no puede ser plenamente entendida si no tenemos en cuenta el contexto intelectual y cultural aus­ triaco, el cual indiscutiblemente lo marcó de manera profunda y contribuyó de un modo parcial, aunque esencial, a confe­ rirle ese estilo tan particular que no se parece en nada al de la tradición anglosajona, como tampoco al de un movimiento empirista y anglòfilo como el del Círculo de Viena. (Está claro, por ejemplo, que a diferencia de la mayoría de los filósofos que

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se identificaron con él, Wittgensteín es en verdad un escritor, y un escritor de lengua alemana,) El “Esbozo biográfico" de von Wright tenía ya sobre este punto varias indicaciones que debe­ rían haber alertado a los comentaristas. Pero es sobre iodo a gente como Erich Heller, Warner Kraft y especialmente Paul Engelmann, que no fueron filósofos, a quienes debemos las primeras tentativas serias en esta dirección por lanío tiempo desatendida.

Aunque haya adoptado desde muy temprano un modo de vida que se desmarcaba completamente de sus orígenes socia­ les y familiares, Wittgenslein es, a la vez, uno de los represen­ tantes más típicos y menos típicos de la gran burguesía judía vienesa de antes de la Primera Guerra Mundial.15 Su padre, Karl Wittgenstein, fue uno de los empresarios pioneros de la industria siderúrgica austro-húngara y probablemente uno de ios hombres más ricos de Europa. Era, al parecer, uri ejemplo típico át\self made man, enérgico, voluntarioso y emprendedor; su anticonformismo en ciertas áreas se aliaba a un autoritaris­ mo y a un puritanismo que complicarían singularmente las re­ laciones con sus hijos, aunque, según Engelmann (PE, p. 121), Ludwig aceptaba esos rasgos paternos relativamente bien. En él, el sentido del deber y el respeto a la autoridad contrasta­ ban curiosamente con un horror instintivo a las convenciones arbitrarias y los valores falsos, así como con una aptitud ex­ cepcional para denunciarlos. Es un hecho que ni en el caso de Wittgenstein, como tampoco en el de Kraus, la crítica de la cultura y de la sociedad contemporánea se tradujo en una convicción que pudiéramos calificar de revolucionaria.

Los orígenes parcialmente judíos de la familia, que solían ser ignorados en el exterior y puestos en duda por ciertos miem­ bros de la misma, desde luego no desempeñaron en W ingerí- stein un papel comparable al que podemos reconocer en el caso de otros, como Weininger, Freud o Kraus. La familia era de tradición protestante por parte del padre y católica por par­ te de la madre, y en el seno de esta última religión Wittgenslein fue bautizado y enterrado. De hecho, fue sobre lodo en e! mo­ mento en que los nazis llegaron al poder y se dio la Anschluss

15 Sobre la ascendencia judía de la tamil ia Wictgensiein, véanse las pre< isio nes que Bartley presenta en el apéndice (BAR, pp, 198-20Ü [191-19b}).

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WITTGENSTEIN

cuando la cuestión de su judaismo adquirió, por la fuerza de las circunstancias, cierta importancia para la familia Wittgenstein, Es igualmente verdad que Karl Wittgenstein asumió, de la ma­ nera más clara y espectacular posible, un papel de protector y de promotor de las artes que, como señala Stefan Zweig, lo convirtió en gran medida en patrimonio y orgullo de la gran burguesía judía.lr>

El ‘'fanatismo por el arte”, como lo llama Zweig, y la pasión por la novedad estética bajo todas sus formas fueron ciertamen­ te uno de los componentes esenciales de la atmósfera familiar de los Wittgenstein. La expresión más típica de ese estado de ánimo, tan extendido en ese tipo de medio, la proporciona pro­ bablemente el comportamiento del miembro de la familia más aiiticonfonnista y vanguardista, la más joven de las hermanas, Margarele Stonborough, de quien existe un retrato célebre he­ cho por Klirnl y para quien Wittgenstein construyó, en 1926, la casa de la Kundmarmgasse; (Margarete Stonborough, que murió en 1958, fue una personalidad importante en los me­ dios intelectuales y artísticos vieneses; mantuvo, en particular, relaciones bastante íntimas con Freud.)

Un artículo de la Neue Freie Presse de 1913 (el año de su muer­ te), consagrado a lo que Karl WiUgenstein hacía en favor de Jas bellas arles, le atribuye en ese aspecto "una ausencia innata de respeto hacia las autoridades y las convenciones”. Esfo le había permitido, entre otras cosas, defender sin titubeos la causa de los jóvenes artistas del movimiento de la Secesión y tener un papel decisivo en la famosa querella suscitada por Ja tres gran­ des pinturas, la "Filosofía”, la "Medicina” y la “Jurisprudencia”, hechas por KJiint para decoraría Universidad. Pero sobre todo en^el área musical, la familia de Karl WitLgenslein ocupaba en esa época un lugar aparte: su casa (el "Palacio Wittgenstein”) era indiscutiblemente uno de los salones musicales más im­ portantes de Viena y —considerando lo que la ciudad de los M absburgo representaba entonces desde el punto de vista de la música— lo era incluso de toda Enropa; los frecuentaban perso­ nas como Brahms y Joachim, Mahler, Bruno Walter y muchos otros músicos o intérpretes célebres y otros menos célebres.

Zweig, Le Monde d'hier, op. cit., pp. 39-41.

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