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EL FIN DE LA MEMORIA

Hubo un tiempo en que no había nada que hacer con los pensamientos salvo recordarlos. No había alfabeto con el que transcribirlos ni papel en el que ponerlos por escrito. Lo que había que preservar debía preservarse en la memoria. Cualquier historia que se contara de nuevo, cualquier idea que se transmitiera, cualquier dato que se facilitara, primero tenía que ser recordado.

En la actualidad a menudo da la impresión de que recordamos muy pocas cosas. Cuando me despierto, lo primero que hago es echar un vistazo al almanaque, que me recuerda lo que tengo que hacer, evitando que deba hacerlo yo. Cuando me subo al coche, introduzco el destino en un GPS, cuya memoria espacial suple la mía. Cuando me siento a trabajar, pulso el botón de una grabadora digital o abro un ordenador portátil que guarda el contenido de mis entrevistas. Tengo fotografías para almacenar las imágenes que quiero recordar, libros para almacenar el conocimiento y ahora, gracias a Google, rara vez tengo que recordar mucho más que los términos de búsqueda adecuados para acceder a la memoria colectiva de la humanidad. De pequeño, cuando aún había que pulsar seis botones o hacer girar un aparatoso dial para efectuar una llamada de teléfono, me sabía el número de todos mis amigos cercanos y de mi familia. Hoy no estoy seguro de si recuerdo más de cuatro números. Y probablemente supere a la mayoría. Según una encuesta realizada en 2007 por un neuropsicólogo en la Universidad Trinity College de Dublín, una tercera parte de los británicos menores de treinta años ni siquiera recuerda el número de teléfono de su propia casa sin mirarlo en el móvil. La misma encuesta demostró que el 30 % de adultos no se acuerda del cumpleaños de más de tres miembros de la familia más cercanos. Los aparatos han eliminado la necesidad de recordar tales cosas.

Números de teléfono y cumpleaños olvidados constituyen deterioros menores de nuestra memoria cotidiana, pero forman parte de una historia mucho mayor de cómo hemos sustituido nuestra memoria natural por una vasta superestructura de muletas tecnológicas: del alfabeto a la BlackBerry. Esas tecnologías de almacenamiento de la información externas a nosotros han

contribuido a crear nuestro mundo moderno, pero también han cambiado nuestra forma de pensar y de utilizar el cerebro.

En el Fedro de Platón, Sócrates describe cómo el dios egipcio Thot, inventor de la escritura, acudió a Thamos, rey de Egipto, y se ofreció para obsequiar su magnífica invención al pueblo egipcio. «He aquí una rama del aprendizaje que... mejorará su memoria —dijo Thot al rey egipcio—. Mi descubrimiento es una fórmula para la memoria y la sabiduría.» Sin embargo, Thamos se mostraba reacio a aceptar el presente. «Si los hombres aprenden esto, el olvido anidará en su alma —le dijo al dios—. Dejarán de ejercitar la memoria y se tornarán olvidadizos; confiarán en lo escrito y dejarán de buscar el recuerdo en su interior para hacerlo mediante marcas externas. Lo que has descubierto es una fórmula no para la memoria, sino para el recuerdo. Y no es verdadera sabiduría lo que ofreces a tus seguidores, sino tan sólo su apariencia, pues diciéndoles muchas cosas sin enseñarles nada, harás que parezca que saben mucho, mientras que en su mayor parte no sabrán nada. Y siendo hombres no con sabiduría, sino con la presunción de sabiduría, supondrán una carga para sus semejantes.»

A continuación Sócrates menosprecia la idea de transmitir sus propios conocimientos mediante la escritura, afirmando que sería «extraordinariamente ingenuo creer que las palabras escritas pueden hacer algo más que recordarle a uno lo que ya sabe». La escritura, para Sócrates, nunca podría ser más que una pista para la memoria: un modo de recordar información que uno ya tiene en la cabeza. Sócrates temía que la escritura fuera a llevar la cultura por un sendero peligroso hacia la decadencia intelectual y moral, ya que aun cuando tal vez aumentara la cantidad de conocimientos a disposición de la gente, ésta acabaría pareciendo una vasija vacía. Me pregunto si Sócrates habría valorado la flagrante ironía: gracias a que sus discípulos Platón y Jenofonte reflejaron por escrito su desdén por la palabra escrita tenemos hoy en día conocimiento de ello.1

Sócrates vivió en el siglo V a. C., en una época en que la escritura ganaba terreno en Grecia,2 y su punto de vista empezaba a resultar obsoleto. ¿Por qué

rechazaba de tal modo la idea de ponerse a escribir? Salvaguardar recuerdos en el papel sería una manera mucho mejor de retener conocimientos que intentar almacenarlos en el cerebro. El cerebro siempre comete errores, olvida, recuerda mal. Con la escritura salvamos esas restricciones biológicas esenciales. La escritura permite que nuestros recuerdos salgan del falible cerebro y se afiancen en la menos falible página, donde se les puede dotar de permanencia y (uno a veces abriga la esperanza) pueden llegar lejos en el espacio y en el tiempo. La escritura permite que las ideas se transmitan entre generaciones, sin que haya que temer a la suerte

de mutación natural que por fuerza forma parte de las tradiciones orales.

Para entender por qué la memoria era tan importante en el mundo de Sócrates, hemos de entender algo sobre la evolución de la escritura y sobre lo distintos que eran los primeros libros tanto en forma como en función. Debemos retrotraernos a una época anterior a la imprenta, anterior a los índices de materias y contenidos, anterior a que el códice dividiera los textos en páginas y las encuadernara por el borde, anterior a los signos de puntuación, anterior a las minúsculas, anterior incluso a la existencia de espacios entre palabras.

En la actualidad escribimos las cosas precisamente para no tener que retenerlas en la memoria, pero hasta al menos el final de la Edad Media los libros servían no de sustitutos de la memoria, sino más bien de ayudas a la memoria. En palabras de Tomás de Aquino: «Las cosas se escriben en libros físicos para ayudar a la memoria.»3 Se leía para recordar, y los libros eran las mejores herramientas

disponibles para grabar información en el cerebro. De hecho, los manuscritos con frecuencia se copiaban sencillamente para ayudar al copista a memorizarlos.

En tiempos de Sócrates, los textos griegos estaban escritos en rollos alargados y continuos —algunos podían medir hasta casi veinte metros—4

confeccionados a partir de tiras de papiro prensadas que se importaban del delta del Nilo.5 Esos textos resultaban incómodos de leer y más incómodos aún de

escribir. Costaría inventar una manera menos engorrosa de acceder a la información. A decir verdad, los signos de puntuación más básicos no fueron inventados hasta alrededor del año 200 a. C. por Aristófanes de Bizancio, el director de la Biblioteca de Alejandría, y consistían únicamente en un único punto en las partes baja, media o superior de la línea que permitía saber a los lectores qué pausa hacer entre dos frases.6 Antes las palabras se sucedían en una serie

interminable de mayúsculas conocida como scriptio continua, que no estaban separadas ni por espacios ni por puntuación. Palabras que empezaban en una línea seguían en la siguiente sin tan siquiera un guión.

COMOPUEDEVERNORESULTAMUYFACILLEERUN TEXTOESCRITOSINESPACIOSNIPUNTUACION DENINGUNACLASENIESTRATEGICASSEPARAC IONESENTRELINEASYSINEMBARGOASIERACO MOSEESCRIBIAENLAANTIGUAGRECIA7

A diferencia de las letras de este libro, que forman palabras que poseen significado semántico, las letras escritas en scriptio continua funcionaban más como

notas musicales. Representaban los sonidos que se suponía habían de salir de la boca de uno. Reorganizar dichos sonidos en grupos de palabras diferenciados que resultaran comprensibles requería escucharlos primero. E igual que es difícil que cualquiera salvo los músicos con más talento lea notas musicales sin cantarlas, también era difícil leer textos consignados en scriptio continua sin pronunciarlos en voz alta. En efecto, sabemos que hasta bien avanzada la Edad Media leer era una actividad que casi siempre se llevaba a cabo de viva voz, una especie de actuación que se realizaba ante una audiencia. «Prestar oídos» es una locución que suele repetirse en textos medievales.8 Cuando, en el siglo IV d. C., san Agustín observó

que san Ambrosio, su profesor, leía para sí sin mover la lengua ni murmurar, estimó que el inusitado comportamiento era tan digno de mención que lo hizo constar en sus Confesiones. Probablemente hasta el siglo IX aproximadamente, más o menos cuando el espaciado se hizo habitual y el catálogo de signos de puntuación se vio enriquecido, la página no facilitara suficiente información para que la lectura en silencio fuese una práctica común.

Las dificultades asociadas a la lectura de dichos textos implicaban que la relación entre lectura y memoria era muy distinta de la que conocemos hoy. Dado que leer en voz baja en scriptio continua era complicado, recitar un texto de viva voz con fluidez exigía que el lector estuviese un tanto familiarizado con él. Dicho lector —y solía ser lector, no lectora— se tenía que preparar con él, puntuarlo mentalmente, memorizarlo —en parte, si no en su totalidad—, ya que dotar de significado una serie de sonidos no era algo que se pudiera hacer fácil y rápidamente. El texto había de ser memorizado antes para poder interpretarlo. Después de todo, la forma de puntuar un texto escrito en scriptio continua podía suponer la mayor de las diferencias. Como señaló la historiadora Jocelyn Penny Small, GODISNOWHERE puede significar algo muy diferente dependiendo de si lo interpretamos como GOD IS NOW HERE (Dios está ahora aquí) o como GOD IS

NOWHERE (Dios no está en ninguna parte).

Es más, un rollo escrito en scriptio continua tenía que leerse de arriba abajo si se quería sacar algo en claro. Un rollo tiene un único punto de entrada: la primera palabra. Dado que hay que desenrollarlo para leerlo y dado que carece de signos de puntuación o de párrafos que segmenten el texto —por no hablar de números de página, índice de contenidos, división por capítulos e índice de materias—, resulta imposible encontrar un dato concreto sin escudriñar el rollo entero, por completo. No es un texto que se pueda consultar con facilidad... hasta que se memoriza. Éste es un punto clave. Los textos antiguos no se podían leer rápidamente. No se podía sacar un rollo del estante y dar deprisa con un pasaje concreto a menos que uno estuviese familiarizado con el texto entero. El rollo existía no para almacenar externamente el contenido, sino más bien para ayudar al

lector a recorrer su contenido internamente.

Uno de los últimos sitios donde pervive esta tradición del recitado es en la lectura de la Torá, un antiguo pergamino manuscrito cuya escritura puede llevar más de un año. La Torá está consignada sin vocales ni puntuación (aunque sí tiene espacios, una innovación que llegó al hebreo antes que al griego), lo que significa que resulta extremadamente complicado leerla en voz baja.9 Aunque a los judíos se

les conmina específicamente a que no reciten la Torá de memoria, no hay manera de leer una sección del texto sin haber invertido mucho tiempo en familiarizarse con él, como podría decirle cualquier muchacho que haya celebrado su Bar Mitzvah. Puedo dar fe de ello personalmente: el día en que alcancé la mayoría de edad, no era más que un loro con una kipá.

Aunque años de uso del lenguaje nos condicionan a que no nos demos cuenta, la scriptio continua tiene más en común con nuestra forma de hablar que con las divisiones de palabras artificiales de esta página. Las frases habladas fluyen de manera continua, como un único sonido larguísimo y desdibujado. No hablamos con espacios. Dónde termina una palabra y empieza otra es una convención lingüística relativamente arbitraria. Si se observa una sonografía que muestre las ondas sonoras de alguien que hable en inglés, resulta prácticamente imposible decir dónde están los espacios, lo que constituye uno de los motivos por los que es tan difícil preparar a los ordenadores para que reconozcan el habla. Sin una inteligencia artificial puntera capaz de suplir un contexto, un ordenador no tiene forma de distinguir la diferencia entre «The stuffy nose may dim liquor» («La nariz taponada puede percibir mal el alcohol») y «The stuff he knows made him lick her» («Eso que él sabe lo hizo lamerla»).10

Durante un tiempo, los escribas latinos intentaron separar las palabras con puntos, pero en el siglo II d. C. se dio una reversión —un paso atrás gigantesco y sumamente curioso—11 a la antigua escritura continua que utilizaban los griegos.

Los espacios no volvieron a verse en la escritura occidental durante otros novecientos años. Desde la perspectiva actual, separar palabras parece una bagatela, pero el hecho de que se probara a hacerlo y se descartara dice mucho de la forma en que solía leer la gente, al igual que lo hace el hecho de que la palabra del griego antiguo más utilizada para indicar leer era ánagignósko,12 que significa

volver a saber o rememorar. Leer como acto de recordar: desde la perspectiva actual, ¿podría existir una relación más extraña entre lector y texto?

Hoy en día, viviendo como vivimos en medio de un aluvión de palabras impresas —¿y si le digo que el año pasado se imprimieron diez mil millones de libros?—,13 cuesta imaginar lo que debía de ser leer con anterioridad a Gutenberg,

podía suponerle meses de trabajo a un escriba. Incluso a finales del siglo XV es posible que no existieran más de varias docenas de ejemplares de cualquier texto, y esos ejemplares probablemente estuvieran afianzados con cadenas a una mesa o atril de una biblioteca universitaria, que, si contenía un centenar de libros, se habría considerado especialmente bien surtida.14 Si fuera usted un erudito

medieval y estuviera leyendo un libro, sabría que sería bastante posible que no volviera a ver dicho texto concreto, de manera que recordar lo que uno leía revestía mucha importancia. No se podía sacar sin más un libro del estante para buscar una cita o una idea. En primer lugar, las estanterías modernas con sus hileras de lomos mirando hacia fuera no se habían inventado aún.15 Ello no sucedió hasta el siglo

XVI. En segundo lugar, los libros tendían a ser objetos pesados, no precisamente portátiles. Sólo en el siglo XIII la tecnología de la manufactura de libros avanzó hasta el punto de que la Biblia se pudo compilar en un único volumen en lugar de ser una colección de libros independientes, y así y todo pesaba unos cuatro kilos y medio.16 Y aunque uno tuviera a mano por casualidad el texto que necesitaba, la

probabilidad de dar con lo que se buscaba sin leer el libro de cabo a rabo era escasa. Los índices de materias no eran habituales, como tampoco lo eran los números de página ni los índices de contenidos.

Sin embargo, estos vacíos se fueron llenando poco a poco. Y cuando el libro en sí cambió, también cambió el crucial papel que desempeñaba la memoria en la lectura. Para el año 400 aproximadamente, el códice en pergamino, con sus hojas unidas por el lomo como un cartoné moderno, ya había reemplazado casi por completo a los rollos como forma preferida de leer. El lector ya no tenía que desplegar un largo documento para encontrar un pasaje y podía consultar la página deseada.

Las primeras concordancias de la Biblia, un ambicioso índice de materias al que dedicaron su trabajo quinientos monjes parisinos, fueron compiladas en el siglo XIII, más o menos cuando se introdujo la división por capítulos.17 Por primera

vez un lector podía consultar la Biblia sin haberla memorizado previamente. Podía encontrar un pasaje sin sabérselo de memoria o tener que leerse el texto entero.18

Poco después de las concordancias empezaron a surgir otros libros con índices alfabéticos, números de página e índices de contenidos, y dicho proceso contribuyó a modificar de nuevo la esencia de lo que era un libro.

El problema que presenta el libro antes de la aparición de los índices de materias y de contenidos es que, pese a todo el material contenido en un rollo o entre las tapas de un libro, era imposible de manejar. Lo que convierte al cerebro en una herramienta tan increíble no es sólo el volumen de información que encierra, sino la facilidad y la eficacia con las que puede dar con dicha información. Emplea el mayor sistema de indexación de acceso aleatorio jamás inventado: uno

que los informáticos no han sido capaces de reproducir. Mientras que un índice al final de un libro proporciona una única dirección —un número de página— para cada materia importante, cada materia del cerebro posee cientos, si no miles, de direcciones. Nuestra memoria interna es asociativa, no lineal. No es preciso saber dónde está almacenado un recuerdo concreto para localizarlo; simplemente aparece —o no— cuando se necesita. Debido a la densa red que interconecta nuestros recuerdos, podemos pasar de recuerdo en recuerdo y de idea en idea muy deprisa. De Barry White* al color blanco y de ahí a la leche y a la vía láctea hay un

largo viaje conceptual, pero una breve excursión neurológica.

Los índices constituyeron un gran avance, ya que permitieron acceder a los libros de la manera no lineal con la que accedemos a nuestra memoria interna. Contribuyeron a que el libro se convirtiera en una especie de moderno CD, donde se puede ir directamente a la pista que uno quiere, en comparación con los libros no indexados, que, al igual que las casetes, obligan a recorrer laboriosamente extensos tramos de material para encontrar lo que uno busca. Junto con los números de página y los índices de contenidos, el índice de materias cambió el libro y lo que éste podía hacer por los estudiosos. El historiador Iván Illich sostiene que ello supuso una invención de tal magnitud que «parece razonable hablar de la Edad Media anterior al índice y posterior a él».19 A medida que los libros fueron

más y más fáciles de consultar, el imperativo de retener su contenido en la memoria se tornó cada vez menos relevante, y la mera noción de lo que significaba ser erudito comenzó a evolucionar: de poseer información internamente a saber dónde encontrar información en el laberíntico mundo de la memoria externa.20

Para nuestros predecesores condicionados a la memoria, el objetivo de ejercitarla no era convertirse en un «libro viviente», sino más bien en unas «concordancias vivientes»,21 un índice andante de todo cuanto había leído uno y de

toda la información que había adquirido uno. Se trataba de algo más que de la mera posesión de una biblioteca interna de datos, citas e ideas; se trataba de construir un esquema organizativo para acceder a éstos. Tomemos, por ejemplo, a Pedro de Rávena, un eminente jurista italiano del siglo XV (además de, uno tiene la impresión, uno de los principales promotores de su propia persona) que escribió uno de los libros sobre el ejercicio de la memoria de más éxito de la época. Titulado

Phoenix, fue traducido a varios idiomas y reeditado en toda Europa. Fue el más

famoso de un puñado de tratados sobre la memoria que nacieron a partir del siglo