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EL PEQUEÑO RAIN MAN QUE HAY EN NOSOTROS

En febrero, un mes antes de que se celebrara el Campeonato de Memoria de Estados Unidos, mis sospechas de que tal vez pudiera irme bien en la competición empezaron a verse confirmadas por la puntuación que obtenía en las prácticas. En todas las pruebas, salvo en el poema y los números rápidos, mi mejor puntuación se acercaba a las mejores marcas de campeones norteamericanos anteriores. Ed me dijo que no concediera excesiva importancia al dato. «Siempre se da por lo menos un veinte por ciento peor bajo los focos», dijo, repitiendo el consejo que tantas otras veces me había dado. Así y todo, yo estaba bastante atónito con lo que había progresado. En mis prácticas había conseguido incluso memorizar una baraja en un minuto cincuenta y cinco segundos, superando en un segundo el récord de Estados Unidos. En la entrada del diario correspondiente a ese día hay esta nota: «¡¿Tal vez pueda ganar?!» (Además de esta otra, inescrutable: «¡¡Fíjate en el pelo que le queda a DeVito!!»)

Lo que había comenzado como un ejercicio de periodismo participativo pasó a ser una obsesión. En un principio sólo quería saber de qué iba el extraño mundo del circuito de las competiciones de memoria y averiguar si de verdad podía mejorar la mía. Que pudiera tener posibilidades de ganar el campeonato norteamericano parecía tan poco probable como que el aclamado periodista George Plimpton subiera al ring con el boxeador Archie Moore y lo dejara fuera de combate.

Todo cuanto me habían dicho —Ed, Tony Buzan, Anders Ericsson— indicaba que el tedioso entrenamiento al que me estaba sometiendo era el único modo de lograr una memoria más perfecta. Nadie llega al mundo con una capacidad innata para recordar montones de dígitos aleatorios o poesía de un vistazo o tomar fotografías mentalmente.

Y sin embargo, si se repasa la literatura, uno se topa con un puñado de extraños casos aquí y allá —tal vez menos de un centenar en el último siglo— de sabios con una memoria extraordinaria que parecen incumplir la norma. Lo que

resulta más sorprendente de estos individuos es que su memoria excepcional — «memoria inconsciente», se ha llamado— casi siempre coexiste con una grave minusvalía. Algunos son prodigios musicales, como Leslie Lemke, que es ciego y presenta lesiones cerebrales y no pudo caminar hasta que tenía quince años, y así y todo puede tocar complicadas piezas musicales al piano después de oírlas una sola vez. Otros son artistas geniales, como Alonzo Clemons, que tiene un CI de 40, pero es capaz de esculpir realistas animales de memoria tras echarles un vistazo. Otros poseen destrezas mecánicas extravagantes, como James Henry Pullen, el «genio del asilo de Earlswood» del siglo XIX, que era sordo y prácticamente mudo, pero construía maquetas de barcos increíblemente intrincadas.

Un día, tras memorizar 138 dígitos en una de mis sesiones de práctica de cinco minutos, estaba sentado enfrente de la televisión, echando una ojeada a una baraja, como solía hacer para pasar el tiempo. Estaba mirando la dama de tréboles, pensando en Roseanne Barr y a punto de visualizar una imagen repugnante, cuando pasaron el tráiler de un nuevo documental titulado Brainman —cerebrito—, sobre uno de esos extraños prodigios. El documental, que emitía el canal especializado en ciencias Science Channel, se centraba en la figura de un sabio británico de veintiséis años llamado Daniel Tammet, cuyo cerebro se había visto dañado por un ataque epiléptico que sufrió cuando era pequeño. Daniel podía resolver complejas multiplicaciones y divisiones mentalmente, al parecer con toda facilidad. Podía decir si un número cualquiera hasta diez mil era primo. La mayoría de los sabios destaca por un único rasgo, una «isla de genialidad» solitaria, pero Daniel poseía un auténtico archipiélago. Además de poder calcular a la velocidad del rayo, era hiperpolíglota, término utilizado para describir al reducido número de personas que habla más de seis idiomas. Daniel afirmaba hablar diez, y decía que aprendió español en un fin de semana. Incluso había inventado un idioma propio denominado mänti. Con el objeto de poner a prueba sus destrezas lingüísticas, los productores de Brainman llevaron a Daniel a Islandia y le dieron una semana para hablar islandés, uno de los idiomas que tiene fama de contarse entre los más difíciles del mundo. El presentador del programa de entrevistas que puso a prueba sus conocimientos en la televisión nacional cuando finalizó la semana afirmó estar «asombrado». El tutor que Daniel tuvo a lo largo de la semana dijo de él que era «un genio» y «no humano».

Los productores del documental Brainman asimismo invitaron a dos de los neurocientíficos más importantes del mundo, V. S. Ramachandran, de la Universidad de California, San Diego, y Simon Baron-Cohen, de Cambridge, para que pasaran un día evaluando a Daniel. Ambos llegaron a la conclusión de que era literalmente un fenómeno único. A diferencia de casi todos los demás sabios que han sido objeto de estudio, él era capaz de explicar lo que sucedía en su cabeza,

con frecuencia en gran detalle. Shai Azoulai, un estudiante de posgrado que trabaja en el laboratorio de Ramachandran, declaró que Daniel «podría ser el eje de un nuevo campo de investigación». El doctor Darold Treffert, experto en el síndrome del sabio, manifestó que Daniel era una de las tan sólo cincuenta personas del mundo a las que se podía calificar de «sabio prodigioso».

Aunque se describe como síndrome, el del sabio en realidad no es una enfermedad reconocida, y no posee una serie de criterios diagnósticos estándar. Sin embargo, Treffert divide a los sabios en tres categorías informales. Existen sabios con «destrezas escindidas» que han memorizado un único cuerpo esotérico de trivialidades, como el joven paciente de Treffert que puede nombrar el año y el modelo de un aspirador sólo por su sonido. Un segundo grupo, al que él llama «sabios con talento», ha desarrollado un área de pericia más general, como el dibujo o la música, que es extraordinaria tan sólo porque contrasta poderosamente con su discapacidad. El tercer grupo, el de los sabios prodigiosos, posee habilidades que serían espectaculares se mire por donde se mire, aunque no se vieran acompañadas de disfunciones en otras áreas. Es una escala subjetiva, pero importante, en opinión de Treffert, ya que los sabios prodigiosos forman parte de una de las clases más extrañas de seres humanos del planeta. El descubrimiento de un nuevo sabio prodigioso como Daniel constituye un gran acontecimiento.

Los medios de comunicación mostraron un profundo interés por la historia de Daniel. Periódicos de Inglaterra y Norteamérica escribieron entusiastas reseñas del muy digno de mención «muchacho del cerebro increíble». Daniel apareció en el famoso programa televisivo nocturno The Late Show with David Letterman, donde calculó el día de la semana que nació Dave (sábado), y en el programa Richard &

Judy, lo más cercano a Oprah Winfrey en el Reino Unido. Su biografía, Nacido en un día azul, fue un éxito de ventas del New York Times en Norteamérica y no tardó en

ocupar la primera posición en la clasificación de Amazon del Reino Unido. Daniel probablemente se convirtiera en el sabio vivo más famoso del mundo.

Lo que más me interesaba de Daniel era su extraordinaria memoria. En 2003 estableció un nuevo récord europeo al recitar de memoria los primeros 22.514 dígitos de pi. Le llevó cinco horas y nueve minutos, sentado en el sótano del Museo de Ciencias de la Universidad de Oxford, y dice que lo hizo sin recurrir a ningún sistema mnemotécnico, tan sólo con su poderosa memoria bruta. Por lo visto, había alguien con las mismas capacidades pasmosas de los atletas mentales, pero éstas le venían dadas sin realizar esfuerzo alguno. Casi era increíble. Entretanto yo dedicaba horas de suplicio a dar paseos mentales por todas las casas en las que había estado, por todos los colegios a los que había asistido y por todas las bibliotecas en las que había trabajado con el objeto de convertirlas en palacios de la memoria. Me pregunté por qué un sabio como Daniel no competía en certámenes

de memoria. Me figuraba que les daría una paliza a los memoriosos entrenados. Cuanto más investigaba la historia de Daniel, más fascinantes me resultaban las diferencias entre él y los atletas mentales a los que yo había conocido... y el atleta mental en que me estaba convirtiendo deprisa. Sabía cómo lo hacían los memoriosos: mejoraban la memoria mediante un ejercicio riguroso, sirviéndose de antiguas técnicas. Yo mismo lo había hecho. Pero no entendía de dónde salía la memoria de Daniel. Éste, al igual que antes el periodista S, parecía poseer una capacidad innata para recordar. ¿En qué se diferenciaba su cerebro del mío? Y ¿guardaba algún as en la manga que pudiera darme a mí alguna ventaja en el campeonato norteamericano?

Decidí que intentaría conocer a Daniel.1 El genio me invitó a la casa que

compartía con su compañero, Neil, al final de un frondoso callejón sin salida en la pintoresca ciudad costera de Kent, Inglaterra. Acabamos pasando dos tardes enteras juntos en su salón, charlando mientras tomábamos té y pescado con patatas fritas. Daniel era delgado, con el cabello rubio y corto, gafas, y rasgos como de pájaro. Era afable, de voz suave, encantador y sabía expresarse muy bien: se sentía igual de cómodo hablando de su peculiar memoria que opinando sobre por qué El

ala oeste de la Casa Blanca era la serie más sesuda de la televisión norteamericana.

Supongo que me esperaba a un bicho raro, de manera que me resultó desconcertante lo normal que parecía Daniel, más normal incluso que algunos de los atletas mentales a los que había conocido. A decir verdad, de no habérmelo dicho, no sé si habría adivinado que había algo fuera de lo corriente en él. Sin embargo Daniel me aseguró que a pesar de las apariencias, él no era normal. «Tendrías que haberme conocido hace quince años. Habrías dicho: madre mía, este tío es autista.»

Daniel es el mayor de nueve hijos. Creció en una casa de protección oficial en East London y tuvo lo que él llama una infancia «muy difícil, como salida de una historia de Dickens». En Nacido en un día azul describe el grave ataque epiléptico que sufrió cuando tenía cuatro años: fue «una experiencia como ninguna otra, como si la habitación en la que estaba se apartase bruscamente de mí por los cuatro lados y la luz se fuera y el tiempo se detuviese y se extendiera hasta convertirse en un único momento persistente». Si su padre no lo hubiera llevado a urgencias a toda prisa en un taxi, el ataque probablemente hubiese matado a Daniel. En vez de eso, él cree que ahí fue cuando se hizo sabio.

Según Baron-Cohen, dos afecciones poco comunes podrían haber conspirado para generar las destrezas de Daniel. La primera es la sinestesia, el mismo trastorno de la percepción que padecía el periodista S, en la que los sentidos

se hallan entrelazados. Según un cálculo existe más de un centenar de variedades distintas del trastorno. En el caso de S los sonidos evocaban imágenes visuales. En el de Daniel, los números cobran una forma, un color, una textura y un «tono» emocional característicos. El número 9, por ejemplo, es alto, moreno, azul e inquietante, mientras que el 37 es «grumoso como las gachas» y el 89 se parece a la nieve que cae. Daniel dice que tiene una reacción de sinestesia única similar para cada número hasta el 10.000, y que sentir los números de esa forma le permite realizar cálculos matemáticos rápidos sin necesidad de lápiz ni papel. Para multiplicar dos números, ve la forma de cada uno de ellos flotando en su mente. De forma intuitiva, y sin esfuerzo, asegura, una tercera forma, la respuesta, se crea en el espacio negativo que hay entre ellos. «Es como una cristalización. Como revelar una foto —me contó Daniel—. La división es justo lo contrario de la multiplicación. Veo el número y lo separo en la cabeza. Como hojas cayendo de un árbol.» Daniel cree que esas formas sinestésicas de alguna manera implícita codifican información importante sobre las propiedades de los números. Los números primos, por ejemplo, «se asemejan a un guijarro». Son lisos y redondeados, sin los bordes dentados de números que se pueden descomponer en factores.

El otro trastorno poco común de Daniel es el síndrome de Asperger, una especie de autismo de alto rendimiento. El autismo fue identificado en 1943 por el psiquiatra infantil Leo Kanner, que lo describió como un trastorno social, una alteración en la que, en palabras de Kanner, los pacientes «tratan a las personas como si fueran cosas». Además de su incapacidad de mostrar empatía, los autistas presentan otros muchos problemas, incluidos dificultades con el lenguaje, una marcada restricción de intereses y «un deseo obsesivo compulsivo de preservar su identidad». Un año después de que Kanner escribiera sobre el autismo, un pediatra austriaco llamado Hans Asperger reparó en otro trastorno que parecía idéntico salvo porque los pacientes de Asperger presentaban importantes aptitudes lingüísticas y menos discapacidades intelectuales. Asperger llamaba a sus precoces jóvenes pacientes con su inagotable fuente de trivialidades crípticas «pequeños profesores». Este síndrome no tuvo entidad propia hasta 1981.2

Fue Baron-Cohen, director del Centro de Investigación del Autismo de Cambridge y una de las máximas autoridades mundiales en la sinestesia, quien diagnosticó el Asperger de Daniel. «Si lo viera hoy, no pensaría forzosamente que el muchacho tiene una especie de autismo —me dijo Baron-Cohen mientras tomábamos una taza de té una tarde en su despacho de la Universidad Trinity College—. Sólo se sabe si se atiende la evolución de su desarrollo. Le dije: “Su desarrollo indica que de pequeño sufrió el síndrome de Asperger, aunque hoy se ve que su adaptación ha sido buena y que se desenvuelve usted tan bien que no

necesita un diagnóstico. A usted le toca decidir si lo quiere o no.” Me respondió: “Sí, prefiero que me dé un diagnóstico.” Hizo que se viese de otra manera. Es normal, encaja con su perfil.»

En su biografía, Daniel se extiende hablando de las consecuencias de crecer con un Asperger no diagnosticado. «¿Qué pensarían los demás niños de mí? No lo sé, porque no los recuerdo. Para mí eran el telón de fondo de mis experiencias visuales y táctiles.» Durante su infancia, Daniel sentía pasión por las trivialidades. Coleccionaba folletos y lo contaba todo, y desarrolló unos conocimientos enciclopédicos obsesivos del popular dúo de rock melódico de la década de 1970 Carpenters. Solía tener problemas por tomarse las cosas demasiado literalmente. Tras enseñarle el dedo corazón a un compañero de clase, le sorprendió recibir una reprimenda. «¿Cómo puede insultar un dedo?», se preguntó. La empatía no le resultaba sencilla: «Desconocía la noción de engaño —afirma—. He trabajado mucho para llegar a este punto de normalidad, en el que puedo mantener una conversación y saber cuándo empezar a hablar y cuándo parar y acordarme de establecer contacto visual.» A pesar de haber vencido aparentemente sus problemas sociales más debilitantes, a día de hoy Daniel dice que sigue sin saber afeitarse o conducir. El sonido del cepillo raspando sus dientes lo saca de quicio. Asegura que evita los lugares públicos y está obsesionado con menudencias. Para desayunar pesa con exactitud cuarenta y cinco gramos de gachas en una balanza electrónica.

Le mencioné Brainman a Ben Pridmore. Sentía curiosidad por saber si había visto el documental y si tenía miedo de que Daniel, alguien con unas dotes innatas que parecía estar a la altura —si no por encima— de las destrezas adquiridas de Ben, pudiera presentarse algún día en el circuito de las competiciones de memoria. «Estoy casi seguro de que se presentó a los campeonatos hace unos años — repuso Ben como si tal cosa—. Pero creo que se apellidaba de otra manera, por aquel entonces se llamaba Daniel Corney. Le fue muy bien un año, creo recordar.»

Les pregunté a otros atletas mentales qué les parecía Daniel. Casi todos habían visto Brainman y casi todos tenían una opinión. Unos cuantos recelaban de su condición de sabio y pensaban que se servía de sistemas mnemotécnicos básicos para memorizar información. «Cualquiera de nosotros podría hacer lo que ha hecho él —aseveró el ocho veces campeón del mundo de memoria Dominic O’Brien—. En mi opinión, sencillamente se dio cuenta de que nunca sería el número uno de los atletas mentales.» O’Brien dijo eso mismo a cámara en

Es evidente que los atletas mentales tienen muchos motivos para envidiar a Daniel. Su memoria era casi igual que la de ellos, y sin embargo sus respectivos lugares en el firmamento cultural no podían ser más distintos. Mientras que los memoriosos entrenados se movían en la oscuridad del freakismo, el trastorno médico de Daniel había suscitado un gran interés popular.

La siguiente vez que me senté delante de un ordenador accedí al servidor de estadísticas del circuito de las competiciones de memoria. En efecto, di con un Daniel Corney que compitió en dos ocasiones en el Campeonato Mundial de Memoria y terminó nada menos que en cuarta posición en 2000. Era el mismo Daniel, con distinto apellido: se lo cambió legalmente en 2001.3 Se me hizo extraño

que en una biografía en la que abordaba su impresionante memoria Daniel no mencionase ese cuarto puesto en el Campeonato Mundial de Memoria.

Busqué a Daniel en el Worldwide Brain Club, el foro en línea donde se reúnen los atletas mentales. No sólo había participado en el Campeonato Mundial de Memoria, sino que además Daniel había criticado abiertamente el certamen; incluso había expuesto un programa de ocho puntos para dotar de mayor validez y mayor popularidad las competiciones de memoria y conseguir que captaran más atención por parte de los medios. Me sorprendió en particular una de las publicaciones de Daniel en el foro. Se trataba de un anuncio del año 2001 en que se ofrecía para desvelar los «secretos» de su «fórmula para fortalecer las capacidades mentales» en su «curso por correo electrónico de capacidad mental y destrezas mnemotécnicas avanzadas». ¿De qué secretos se trataba?, me pregunté. Y ¿por qué no los compartió conmigo cuando nos conocimos?

Lo que nos fascina y entusiasma de los sabios —el motivo de que Daniel haya sido objeto de tanta atención por parte tanto de los científicos como de la opinión pública— es el hecho de que sean distintos y su capacidad de hacer lo que parece imposible con aparente facilidad. Son, en efecto, alienígenas entre nosotros, excepciones andantes del orden natural del universo. Por muy boquiabiertos que nos dejen las triquiñuelas memorísticas que realizan los atletas mentales, no son más que triquiñuelas. Y al igual que sucede con cualquier truco de magia, cuando se sabe cómo se hace —y que uno también podría hacerlo—, el efecto pierde gran