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Hacia la figura de un narrador blanco

2.3 LA UNIDAD VERSUS EL FRAGMENTO

2.3.2 La unidad

2.3.2.3 Hacia la figura de un narrador blanco

Hay un tercer punto, final, no menos importante que los anteriores, que me gustaría destacar antes de iniciar el análisis más puntillista en relación a 2666: esta es la figura del narrador mismo. Pues, si bien expuse que el tono y las normas genéricas en la novela que aquí nos convocan son esencialmente heterogéneas, hay ciertas características en el narrador de 2666 que permiten calificarlo como una entidad relativamente uniforme, como otro elemento que le otorga cierta cohesión a 2666, sobre todo en lo que refiere a su representación de realidad. Pues, se preguntará mi lector, en relación a mi propuesta de que 2666 consiste en la representación de un

contemporaneidad? ¿Es dicha operatoria, en primer lugar, algo factible? ¿En qué se diferencia el narrador de 2666, por ejemplo, con el gran proyecto de Balzac en su Comedia humana o las ambiciones de Stendhal en Rojo y negro?

Hagamos (permitiéndome muchas licencias) un breve repaso de la figura del narrador novelesco moderno. Primero, como se sabe, el narrador del siglo XIX buscó, en palabras de Kayser, adquirir un estatus “omnisciente . . . olímpico” (461), uno que tuviese una visión panorámica sobre lo descrito y funcionase como un vaso comunicante transparente con la realidad concreta (actitud que fue aumentando en un pretendido “cientificismo” con el paso del Realismo al Naturalismo). Ahora bien, a principios del S. XX, el estatus del narrador cambia debido a la crisis epistemológica del discurso moderno. Felix Martínez Bonati describe este cambio con las siguientes palabras: “llega a fragmentarse el sujeto narrativo, repartiéndose en las consciencias de los personajes… se prescinde del instrumento de certificación de los hechos ficticios que constituye el discurso de un narrador primordial… [Es una] retracción cognoscitiva a la subjetividad causal y limitada…” (8). El narrador, por tanto, deviene uno que desconfía en los discursos maestros: aquella seguridad de palabra que caracterizaba a los narradores del siglo XIX desaparece para, en cambio, dar paso al privilegio de una perspectiva subjetiva (las miradas singulares, individuales) como el último punto de contacto con lo real concreto que aún posee algo de legitimidad. Por supuesto, aquel paso al subjetivismo moderno implicó una ambigüedad en la percepción (y consecuentemente, narración) que iban de la mano, consecuentemente, con lo que implicaba pasar de una visión panorámica a una singular: la fe de poder retratar lo real concreto de forma fidedigna dentro de los parámetros de un marco (espacial, ideológico) estable, por tanto, es algo que se encuentra en plena crisis.

Junto con la llegada de la posmodernidad (fechada, de acuerdo a Jameson, a mediados del siglo XX), la crisis de representación se radicaliza: pues la misma capacidad de representación

del lenguaje es ahora lo que se encuentra en tela de juicio. El narrador de la época del

posfordismo, despojado de centro (ideológico, estético, valórico, cultural), se abandona a una exploración estética que busca desnudar, valga la redundancia, dicha falta de centro (la mayoría de las veces con una actitud cercana al júbilo, la travesura o al juego).

Y llegamos, finalmente, a Bolaño. Si la caracterización que pretendo esbozar aquí es sintomática de un cambio de episteme (asociada, tal vez, con un cambio generacional) es algo que aún está por verse; no obstante, me parece particularmente útil caracterizar al narrador de

2666 tomando en cuenta la (en excesiva) sintética evolución del narrador (pos)moderno que aquí

he esbozado. Pues, como punto de partida (postura bastante deducible con respecto a lo que he postulado en el presente capítulo), el tema de la representación de lo real concreto es algo que vuelve estar encima de la mesa en Bolaño –siendo, consecuentemente, La Parte de los Crímenes el estandarte de dicha preocupación sobre lo propiamente “real”. La trascendencia de dicha Parte es fundamental: pues es la frontera de 2666 con nuestra propia realidad histórica, el momento de la obra en que las divisiones entre literatura, ficción, testimonio y archivo se empiezan a resquebrajar. La Parte de los Crímenes, en este sentido, no sólo funciona como un elemento central de la estructura quiasmática (interna) de la novela, sino como el principal puente vinculante entre la realidad ficticia y alegórica proyectada en 2666 con las condiciones concretas de nuestra contemporaneidad cultural, política, social, etc.24 ¿Pero cómo volver a la figura de un narrador tradicional, sobre todo tomando en cuenta la somera evolución de dicho narrador que acabo de esbozar? ¿Es el gesto realista de Bolaño uno esencialmente anacrónico? Y si no lo es,

¿cómo es posible volver a una especie de realismo que no se encuentre deslegitimizado desde un principio por la propia evolución de los discursos literarios?

Por supuesto, aquella ambición de totalidad (en relación a un “narrador-dios” que controla su mundo representado a la perfección) propia del siglo XIX es algo que ya irremediablemente se encuentra perdido. Tal como he ejemplificado en el presente capítulo, el narrador de 2666 es uno que, en primer lugar, se guarda de hacer cualquier juicio valórico explícito en relación a lo representado; y en segundo, se cuida de poner lo representado bajo un marco conceptual que en cierto modo racionalice todo lo presentado de forma estable (siendo quizá el ejemplo más chocante La Parte de los Crímenes, en el cual el narrador simplemente describe los hallazgos de cadáveres sin ponerlos –bajo su voz autorial- en un contexto que los ponga en una lógica de causa-efecto concreta). Asimismo, aquella subjetivización presente en los narradores de principios del siglo XX (coincidentemente con aquella actitud “psicologista” vilipendiada por Lukács) es algo que, si bien se encuentra presente en la novela, no es el discurso dominante (como sí lo es, a modo de comparación, en Los detectives salvajes): pese a que hay fragmentos de relatos dominados esencialmente por una voz homodiegética narrada en primera persona, la voz narrativa primordial es esencialmente una de tercera, la cual engloba todas las voces que se presentan a lo largo de la novela.

¿Cuáles serían, entonces, las características del narrador de 2666? Pues, para ponerlo en términos simples, el uso de una tercera persona (heterodiegética) con un uno reiterado del estilo indirecto libre. El uso (magistral, debemos acotar) de este último, asimismo, pone en constante duda cómo deberíamos aproximarnos a lo reproducido, especialmente cuando nos aproximamos a los pensamientos de un personaje en cuestión –pues, como se ha estudiado, el uso del estilo indirecto libre estimula la posibilidad de que todo lo reproducido pueda ser interpretado con un

doble sentido, teniéndose la ironía, consecuentemente, como una figura omnipresente en toda la novela. Perdida la seguridad del narrador del siglo XIX, alejado de una perspectiva subjetivista del siglo XX, el narrador de 2666 es uno que vuelve a la figura de un narrador externo, comúnmente asociado al relator clásico realista, pero es una voz omnisciente que, en primer lugar, se guarda de valorizar y jerarquizar lo representado, y cuya mayor fuerza de crítica se encuentra en la constante posibilidad de leerse con un doble sentido. Es esta una operatoria, que, debemos acotar, no carece de antecedentes, pues lo mismo ya se ha dicho y estudiado largamente en relación, por ejemplo, a Madame Bovary de Flaubert.25 Aún así, si nos viésemos en la necesaria obligación de distinguir al narrador de esta última novela con 2666, quizá la diferencia fundamental sería la carencia de afecto: pues si bien el narrador de la primera se caracteriza, por ejemplo, por un uso de un lenguaje y simbolismo romántico (en el sentido genérico) que puede ser leído perfectamente como parodia, en Bolaño el silencio y la indeterminación juegan un papel primordial: silencio, en primer lugar, en el sentido que el texto reproduce mecánicamente lo que retrata, por medio de una mirada blanca, neutral, minimalista, que cita y cita pero no comenta nada26 (discurso que alcanza su clímax en La Parte de los Crímenes); y en segundo lugar, indeterminado, en el sentido que ni siquiera cuando nos adentramos en “el mundo interior de los personajes” hay una conceptualidad, visión de mundo o afectividad clara: los mismos individuos devienen cajas fuertes cerradas, cuya misma subjetividad (muchas veces, como analizaré en los siguientes capítulos, expresada ya sea por medio de un minimalismo extremo o bien un lenguaje lírico más bien hermético) deviene un terreno sombrío, inexpugnable. En

25 Ver el trabajo de Jonathan Culler con respecto a dicha novela a modo de ejemplo.

26 Parafraseando a Benjamin, a veces, para criticar, no se necesita nada más que la cita misma que se intenta

consecuencia, no hay nada que pueda ser leído como parodia. Nos acercamos, consecuentemente, a la figura del narrador “blanco” que Jameson le atañe al relator posmoderno.

No obstante, debo hacer una última acotación al respecto. Pues cabe preguntarse uno efectivamente cuál es el rol de dicho narrador blanco a la hora de acercarse a lo más cruento y tortuoso de lo real concreto –como es, en el caso que nos convoca, las muertas de Santa Teresa. ¿Cómo debería entenderse dicho abandono de la afectividad en un caso extremo como el que nos presenta 2666?

Para empezar a responder esta pregunta, quisiera empezar a concluir este apartado citando una reflexión de Jameson en torno a Alexander Kluge, artista (como se sabe) netamente contemporáneo. Jameson, en su estudio The Antonomies of Realism (2013), reflexiona justamente sobre la posibilidad de una vuelta al realismo en nuestros tiempos posmodernos (o incluso, post-posmodernos). Para ello, cita un fragmento del escritor alemán mentado que narra la insurrección de un asilo en Venecia, episodio que terminará con la represión sangrienta del ejército de dicha sublevación (Antinomies 188). Si bien Jameson considera que el estilo de Kluge no tiene “paralelismo alguno en el mundo”, si uno lee el fragmento en cuestión puede uno inmediatamente ver una similitud con Bolaño, en cuanto la descripción de la tragedia está narrada por una voz discursiva carente de emoción, puramente anecdótica, con una frialdad que la hace, en palabras de Jameson, acercarse a un cierto discurso periodístico del fait divers, en el sentido que uno pudiese leer el fragmento en cuestión como uno lee, de forma distraída, una nota informativa en un diario cualquiera.27 No obstante, como el mismo Jameson reconoce, dicha abstracción de lo afectivo para un volcamiento puro hacia la carga anecdótica bien puede

27 En palabras de Jameson: “Pity and terror? If so, then only in the form they might take in the mind of some glacial intelligence observing these events from over a great distance, as a researcher might examine a battle to the death of

ocasionar, para nosotros lectores, justamente el efecto contrario: pues ahí donde la afectividad en la voz autorial se encuentra ausente –el enjuiciamiento ético, la empatía valórica, o bien la repugnancia, el horror frente a los hechos presentados- el lector, de forma casi instintiva, se encarga de rellenar el vacío, teniendo en este sentido el texto un efecto de shock igual o aún más potente que el discurso que intenta “dramatizar” lo narrado. En palabras de Jameson: “the withholding of emotion or affect . . . is meant on them to make such feeling and inner turmoil emerge all the more powerfully for the reader. The absence is as profoundly expressive as its overt externalization in other writers, particularly those of a ‘maximalist’ persuasion” (Antinomies 191). Esta es, consecuentemente, la misma estrategia narrativa de Bolaño en todo

2666. La actitud blanca del narrador frente al horror está destinada, justamente, a causar en el

lector todo lo contrario frente al sopor narrativo que 2666 induce: pues mediante el sobreestímulo de lo trivial, lo violento y lo cotidiano, narradas mecánicamente y sin aparente orden jerárquico entre dichos elementos, hacen que justamente la ausencia de un marco valórico y humano se necesite de forma más desesperada.

Es ahí donde 2666, justamente, empieza a convertirse en un gesto político (y una protesta ética) frente a nuestro presente.