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LA HIPÓTESIS DE LA ORQUÍDEA

In document El poder de los introvertidos.pdf (página 81-95)

Hay quien está más seguro de todo de lo que yo lo estoy de nada. ROBERT RUBIN, In an Uncertain World Hace casi diez años.

Son las dos de la mañana; no logro conciliar el sueño, y lo único que quiero es morirme. Normalmente no soy dada a las tendencias suicidas, pero es la víspera de un discurso importante, y no hago más que pensar en las innumerables cosas que pueden ocurrir mañana. ¿Y si me quedo sin saliva y no me salen las palabras? ¿Y si aburro al auditorio? ¿Y si vomito en escena?

Mi novio, Ken —todavía no nos hemos casado—, me observa dar vueltas y más vueltas, desconcertado ante mi angustia. Cuando estuvo en Somalia con las tropas de la ONU encargadas de mantener la paz en aquella nación, sufrió en cierta ocasión una emboscada, y sin embargo, dudo mucho que se sintiera tan aterrado como lo estoy yo ahora.

—Intenta pensar en algo agradable —me aconseja mientras me acaricia la frente.

Clavo en el techo la mirada con los ojos anegados en lágrimas. ¿En qué? ¿Qué puede tener de agradable un mundo de estrados y micrófonos?

—Piensa que en China hay mil millones de personas a las que les importa un pimiento tu discurso —añade en tono compasivo.

Semejante información logra consolarme al menos cinco segundos. Me vuelvo a mirar el despertador: al final, han dado las seis y media. Por lo menos he superado la peor parte: la de la noche de antes. Mañana a esta hora seré libre; pero antes tengo un día entero por superar. Me visto con gesto serio y me pongo el abrigo. Ken me tiende una botella de plástico con crema irlandesa Baileys. No es que sea una gran bebedora, pero es un licor que me gusta por el sabor a batido de chocolate.

—Tómatelo un cuarto de hora antes de empezar —me recomienda mientras se despide con un beso.

Bajo por el ascensor y me instalo en el automóvil que aguarda para llevarme a mi destino, la sede de una gran compañía situada en las afueras de Nueva Jersey. Por el camino me sobra tiempo para preguntarme cómo me he dejado arrastrar a semejante enredo. No hace mucho que he dejado el puesto de abogada en Wall Street para crear mi propia consultora. Casi siempre he trabajado con clientes individuales o en grupos pequeños, lo cual resulta muy cómodo; pero cuando cierto conocido, asesor jurídico de una colosal empresa de medios de comunicación, me pidió que impartiese un curso para todo su equipo ejecutivo, acepté —¡y hasta me entusiasmé!— por razones que no logro desentrañar. Ahora estoy rezando por que se desate un desastre —una inundación o un temblor de tierra, quizás — que me libre de este trance, y a continuación, me siento culpable por hacer partícipe al resto de la ciudad de mi drama personal.

El coche llega a las instalaciones del cliente, y mientras me apeo, hago lo posible por hacer patente el dinamismo y la seguridad que se suponen a un consultor de éxito. El organizador me acompaña al auditorio. Entonces, pregunto dónde están los aseos y, en la intimidad de uno de sus compartimentos, le doy un trago a la botella de plástico. Espero unos segundos a que obre su magia el alcohol… y compruebo que no ocurre nada: sigo petrificada por el miedo. ¿Qué hago? ¿Vuelvo a beber?

No: apenas son las nueve de la mañana. ¡Solo me falta oler a alcohol! Vuelvo a pintarme los labios y regreso a la sala de conferencias, en donde dispongo mis anotaciones sobre la tribuna mientras se va llenando la sala de gentes de negocios de aspecto importante. «Hagas lo que hagas, intenta no vomitar», me digo.

Aunque algunos de los ejecutivos alzan la vista para mirarme, la mayoría la tiene clavada en sus teléfonos BlackBerry. Está claro que para venir a verme están dejando a un lado asuntos muy apremiantes. ¿Cómo voy a acaparar su atención el tiempo suficiente para que dejen de teclear comunicados urgentes en esas máquinas de escribir diminutas? A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pronunciar un discurso.

En realidad, desde aquel día he ofrecido ya un buen número de ellos, y aunque todavía no he vencido del todo la angustia que me provocan, con los años he descubierto estrategias que pueden ayudar a todo aquel que desee superar el miedo escénico para hablar en público. Habrá ocasión de tratarlas en el capítulo 5.

Entre tanto, si he referido esta verdadera historia de terror es porque encierra algunas de las cuestiones sobre la introversión que con más insistencia me planteo. En el fondo, mi miedo a hablar en público parece estar conectado a otros aspectos de mi personalidad que estimo, y en particular a mi amor por todo lo delicado y cerebral. Y he podido comprobar, no sin cierta sorpresa, que se trata de un conjunto de rasgos muy frecuente. Pero ¿están de veras vinculados? Y de ser así, ¿cuál es la relación que existe entre ellos? ¿Son resultado de la educación que he recibido? Mis padres son personas reflexivas nada dadas a alzar la voz, y mi madre odia, como yo, hablar ante un número nutrido de personas. ¿O se trata más bien de mi naturaleza, de algo arraigado en lo más profundo de mi constitución genética?

Llevo toda mi vida adulta considerando la respuesta a estas cuestiones, y por suerte no soy la única: los científicos de Harvard están investigando el cerebro humano con la intención de descubrir los orígenes biológicos del temperamento de nuestra especie. Uno de ellos es un hombre de ochenta y dos años llamado Jerome Kagan. Se cuenta entre los más grandes psicólogos del desarrollo del siglo XX y ha dedicado su vida profesional a estudiar la evolución emocional y cognitiva de los niños. En una serie de estudios longitudinales muy innovadores, siguió a cierto número de niños desde la infancia hasta la adolescencia y documentó su psicología y su personalidad. Este género de investigaciones exige mucho tiempo y dinero y es, por lo tanto, poco frecuente pero cuando da fruto, como ocurrió en el caso de Kagan, lo da con prodigalidad.

Para uno de estos estudios, que emprendió en 1989 y aún no ha concluido, su equipo y él estudiaron a quinientos niños de cuatro meses en el Laboratorio de Desarrollo Infantil que

dirigen en Harvard, con el convencimiento de que, sin más herramienta que una evaluación de tres cuartos de hora, serían capaces de determinar cuáles de ellos tenían más probabilidades de volverse introvertidos o extrovertidos[1].

Semejante certeza puede resultar audaz a quien haya tenido ocasión de ver a un niño de tal edad no hace mucho, y sin embargo, Kagan llevaba mucho tiempo estudiando el temperamento humano y había desarrollado una teoría al respecto.

Él y su equipo expusieron a los pequeños a una serie de experiencias nuevas que habían elegido con sumo cuidado, y así, oyeron voces grabadas en cintas magnetofónicas y globos explotar, vieron móviles de techo coloridos bailando ante sus ojos y olieron algodones impregnados en alcohol. Las reacciones que tuvieron ante aquellos estímulos nuevos variaban sobremodo. Un 20 por 100 aproximado se echó a llorar a pleno pulmón y a agitar convulsivamente brazos y piernas. Kagan calificó a los de este grupo de hiperreactivos. Un 40 por 100 más o menos permaneció callado y sosegado, moviendo de cuando en cuando brazos y piernas, aunque sin aspavientos. A los de este conjunto los consideró hiporreactivos. El 40 por 100 restante se hallaba en un punto intermedio entre estos dos extremos. Kagan asombró a muchos al predecir, contra toda intuición, que los niños del primer grupo, los de las patadas y los manotazos, eran quienes más probabilidades tenían de tornarse en personas calladas en la adolescencia.

A los dos, cuatro, siete y once años de edad, muchos de ellos regresaron al laboratorio de Kagan a fin de someterse al seguimiento de sus reacciones ante personas y acontecimientos desconocidos. Así, cuando tenían veinticuatro meses conocieron a una señora que llevaba puesta una máscara de gas y una bata blanca, a un hombre vestido de payaso y a un robot teledirigido; tras cumplir siete años se les pidió que jugasen con niños a los que no habían visto nunca, y a los once los entrevistó un adulto extraño acerca de detalles personales de su vida. Kagan y los suyos observaron las respuestas que daban a estas situaciones, y dejaron constancia del lenguaje corporal que empleaban y la frecuencia y espontaneidad con que reían, hablaban y sonreían. Asimismo, conversaron con los críos y con sus padres a fin de saber cómo se conducían fuera del laboratorio: si preferían uno o dos amigos íntimos a un grupo bullicioso; si les gustaba conocer lugares nuevos; si asumían riesgos o se mostraban cautos; si se consideraban tímidos o resueltos…

Muchos de ellos evolucionaron tal como había esperado Kagan. Los hiperreactivos, los del 20 por 100 que había gritado al ver los móviles menearse sobre su cabeza, habían propendido a desarrollar una personalidad seria y preocupada, en tanto que los hiporreactivos —los más callados— se habían transformado en personas más relajadas y seguras. Dicho de otro modo: las dos posturas tendían a traducirse, respectivamente, en personalidades introvertidas y extrovertidas.

Tal como reflexiona aquel en su libro de 1998 Galen’s Prophecy: «Las descripciones [de ambas] que escribió Cari Jung hace más de setenta y cinco años son aplicables, con una precisión extraña, a una proporción nada desdeñable de nuestros adolescentes hiperreactivos e hiporreactivos[2]».

Kagan describe a dos de ellos: Tom, el reservado, y Ralph, el sociable; y las diferencias entre los dos resultan más que notables. El primero, tímido en exceso de pequeño, saca

buenas notas, es atento y callado, profesa una gran dedicación a su novia y a sus padres, tiende a preocuparse y adora aprender solo y tratar de resolver problemas intelectuales. Planea ser científico.

«Igual que […] otros retraídos célebres que fueron tímidos de niños», escribe Kagan, comparándolo con T. S. Eliot y con el matemático y filósofo Alfred North Whitehead, Tom ha «elegido una vida cerebral[3]». Ralph, por el contrario, es una persona distendida y segura de sí misma. Habla con el entrevistador del equipo de Kagan como si fuese su igual, y no como a una figura de autoridad veinticinco años mayor que él. Pese a su inteligencia notable, ha suspendido inglés y ciencias por haber estado haciendo el indio. Con todo, lejos de sentirse molesto, admite de buena gana su error.

Los psicólogos debaten a menudo sobre la diferencia entre temperamento y personalidad.

El primero se refiere a las pautas emocionales y de conducta innatas y de base biológica que pueden observarse durante los primeros años de vida, y el segundo, al complejo estofado que resulta después de añadir a la receta la influencia cultural y la experiencia personal del individuo. Hay quien dice que aquel constituye los cimientos, y este, el edificio[4]. La obra de Kagan ayudó a poner en relación determinados temperamentos infantiles con rasgos de personalidad como los que presentaban en la adolescencia Tom y Ralph. Pero ¿cómo sabía Kagan que los recién nacidos de los aspavientos iban a acabar trocándose, con casi toda seguridad, en jóvenes reflexivos como Tom, o que los que se mostraban más tranquilos estaban llamados a convertirse en púberes resueltos y presuntuosos como Ralph? La respuesta radica en su fisiología.

Amén de observar el comportamiento de los bebés en situaciones desconocidas, su equipo midió el ritmo cardíaco, la presión sanguínea, la temperatura de los dedos y otras propiedades del sistema nervioso que se tiene por cierto que están gobernadas por un poderoso órgano doble del interior del cerebro llamado amígdala[5].

Esta está situada en lo más interno del sistema límbico, una red cerebral de gran antigüedad presente hasta en mamíferos primitivos como los ratones o las ratas. Esta estructura, que en ocasiones recibe el nombre de «cerebro emocional», se halla tras muchos de los instintos que compartimos con tales especies, como el apetito, el deseo sexual o el miedo.

La amígdala ejerce de centralita emocional del cerebro al recibir información de los sentidos y enviar al resto del sistema nervioso la señal necesaria para responder de un modo determinado. Una de sus funciones es la de detectar de forma instantánea la aparición de realidades nuevas o amenazadoras en el entorno, desde un disco volador hasta una serpiente que sisea, y hacer saltar a través del cuerpo la alarma instantánea que pondrá en marcha la reacción de ataque o huida.

Cuando nos agachamos al ver que el disco viene directo hacia nuestra nariz es porque lo ha ordenado nuestra amígdala, y cuando la culebra se dispone a asestar un mordisco, también es la amígdala la que se asegura de que echamos a correr[6].

Kagan supuso que las criaturas nacidas con este órgano particularmente excitable tenderían a retorcerse y gritar ante la visión de objetos nuevos…, y al crecer, mostrarían

cierta propensión a recelar ante desconocidos. Y lo cierto es que los hechos confirmaron su hipótesis.

Dicho de otro modo: los bebés de cuatro meses que agitaban los brazos como punkis se condujeron de este modo no por ser extrovertidos en cierne, sino porque sus cuerpecitos ofrecieron una reacción muy marcada —se mostraron «hiperreactivos»— ante visiones, sonidos y olores nuevos, en tanto que los que presentaron una actitud tranquila no lo hicieron por ser introvertidos futuros, sino por todo lo contrario, ya que su sistema nervioso permanecía indiferente a la novedad.

Cuanto más reactiva es la amígdala de un niño, mayores serán las probabilidades de que presente un ritmo cardíaco acelerado, pupilas dilatadas, cuerdas vocales tensas y una proporción mayor de cortisol —hormona del estrés de la que ya hemos hablado— en la saliva, y de que se sienta más angustiado al topar con algo nuevo y estimulador.

Al crecer, los críos hiperreactivos seguirán enfrentándose a lo desconocido en contextos muy diferentes que irán desde la primera visita a un parque de atracciones al hecho de conocer compañeros nuevos al entrar en la guardería. Por lo común, percibimos con más facilidad la respuesta que ofrece un niño ante personas que no conoce: cómo se comporta el primer día de colegio, si da la impresión de sentirse seguro en las fiestas de cumpleaños llenas de pequeños que no ha visto nunca…; cuando lo que estamos observando es, en realidad, la sensibilidad que demuestra ante lo nuevo en general.

Lo más seguro es que la hiperreacción y la hiporreacción no sean las únicas vías biológicas que desembocan en la introversión y la extroversión, pues son muchos los sujetos retraídos que no poseen la sensibilidad de los hiperreactivos, y un porcentaje discreto de estos últimos adoptan una conducta extrovertida al crecer.

Aun así, los descubrimientos que ha ido haciendo Kagan a lo largo de varias décadas suponen un avance espectacular a la hora de entender estos estilos de personalidad, y también a la de hacer juicios de valor al respecto. A los extrovertidos se les supone en ocasiones una conducta altruista, en tanto que menospreciamos a los introvertidos por considerarlos misántropos.

Sin embargo, las reacciones de los niños que participaron en las investigaciones de Kagan no tenían nada que ver con las personas: aquellos recién nacidos chillaban —o no— ante la visión de un bastoncillo de algodón o agitaban piernas y brazos —o permanecían inmóviles— cuando estallaba un globo. Los hiperreactivos no iban camino de abominar la especie humana, sino simplemente más sensibles que los otros respecto de su entorno.

De hecho, todo apunta a que la susceptibilidad de sus sistemas nerviosos no está ligada solamente a la percepción de estímulos que provocan miedo, sino a la percepción en general.

Los niños hiperreactivos prestan a personas y cosas lo que cierto psicólogo ha llamado «atención alarmada[7]». Efectúan un número mayor de movimientos oculares que otros a fin de comparar las opciones que se les presentan antes de tomar una determinación[8].

Se diría que interiorizan de un modo más profundo —consciente o inconscientemente— la información que reciben del mundo. En otra serie de estudios tempranos, Kagan puso a un grupo de alumnos de primer curso de educación primaria a participar en un juego de agudeza visual. Presentó a cada uno de ellos la imagen de un oso de peluche sentado en una silla junto con otras seis similares, de las cuales solo una coincidía con ella por entero. Los hiperreactivos pasaron más tiempo que el resto considerando todas las opciones posibles, y eligieron la correcta en más ocasiones. Cuando el investigador les propuso jugar con las palabras, pudo comprobar que también hacían una lectura más precisa que los niños impulsivos.

Los críos hiperreactivos también tienden a mostrarse más profundos a la hora de pensar sobre lo que perciben y de sentirlo, así como a añadir matices adicionales a cuanto experimentan a diario[9].

Esto puede expresarse de modos muy diversos: si el sujeto en cuestión tiene inclinaciones sociales, puede ser que dedique mucho tiempo a meditar las observaciones que hace de otros —por qué no ha querido Jason compartir hoy sus juguetes; por qué se ha enfadado tanto Mary con Nicholas cuando la ha empujado sin querer…—, y si posee un interés particular — resolver acertijos,dibujar, hacer castillos de arena…—, se concentrará en él con una intensidad inusual.

En caso de que una criatura en edad de aprender a andar rompa de forma inadvertida el juguete de otra, experimentará en muchos casos, al decir de las investigaciones al respecto, una combinación más intensa de culpa y pesar que una hiporreactiva[10]. Huelga decir que todos los niños perciben su entorno y experimentan emociones; pero da la impresión de que los hiperreactivos vean y sientan más. Tal como refiere el periodista científico Winifred Gallagher, si preguntamos a uno de ellos cómo debería compartirse el juguete que desean varios pequeños, buscará una estrategia refinada como la de «ordenarlos alfabéticamente por apellido y dejar que lo disfrute primero el más cercano a la A»[11].

«Para ellos no es fácil llevar a la práctica la teoría —añade Gallagher—, ya que su naturaleza sensible y sus ideas sutiles no encajan en los heterogéneos rigores del patio de recreo». Con todo, tal como tendremos ocasión de ver en los capítulos siguientes, estos rasgos — lucidez, sensibilidad ante los matices, afectividad compleja…— resultan ser dones por demás menospreciados.

Kagan nos ha documentado de manera concienzuda la hiperreacción como una de las bases biológicas de la introversión —aunque en el capítulo 7 exploraremos otra vía posible—; pero el poder de sus hallazgos radica, en gran medida, en que confirman lo que siempre hemos sospechado. Algunos de sus estudios llegan incluso a aventurarse en el ámbito de los mitos culturales. Los datos por él obtenidos, por ejemplo, lo llevan a pensar que la hiperreacción se

relaciona con rasgos físicos como los ojos azules o con la propensión a sufrir alergias o fiebre del heno, y que los varones hiperreactivos suelen ser delgados de cuerpo y de rostro[12]. Estas conclusiones no dejan de ser conjeturales, y lo cierto es que recuerdan a la práctica decimonónica de deducir la condición del alma de un hombre por la forma que presentaba su cráneo. Sin embargo, sean o no exactas, resulta interesante que sean precisamente las características físicas que atribuimos a los personajes de ficción cuando

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