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POR QUÉ SE SOBRESTIMA A LOS DESENVUELTOS

In document El poder de los introvertidos.pdf (página 106-125)

A una persona tímida le incomoda, sin lugar a dudas, la presencia de extraños, aunque no podrá decirse que los tema: podrá ser tan animosa como un héroe en la batalla y, sin embargo, carecer de confianza en sí misma ante extraños por cualquier fruslería.

CHARLES DARWIN[1]

Domingo de Resurrección de 1939. Marian Anderson, una de las cantantes más extraordinarias de su generación, sale a escena en el Monumento a Lincoln, delante de donde se yergue la estatua del décimo sexto presidente de Estados Unidos[2]. Esa mujer de planta imponente y piel de color del caramelo observa al auditorio de setenta y cinco mil personas que se ha congregado ante ella: hombres tocados con sombrero y damas con traje de domingo que conformaban un mar grandioso de rostros blancos y negros. «Vuestro es mi país —se eleva su interpretación del canto patriótico—, tierra de libertad…». La multitud la escucha embelesada y con lágrimas en los ojos. Parece mentira que haya llegado este día.

Y lo cierto es que no habría sido posible sin Eleanor Roosevelt[3]. Aquel mismo año, Anderson había albergado planes de cantar en la Constitution Hall de Washington, pero las Hijas de la Revolución Estadounidense, propietarias de la sala de conciertos, se lo impidieron por ser negra. Eleanor Roosevelt, cuya familia había participado en la sublevación que conmemoraba la sociedad, dimitió de esta, ayudó a hacer las gestiones pertinentes para que la contralto actuase en el Monumento a Lincoln… y provocó con ello una verdadera tormenta en toda la nación. Aunque no fue la única que protestó, la primera dama hizo pesar su influencia política sobre aquel asunto, y puso en peligro su propia reputación.

Si bien para ella, a quien se diría que impedía la Constitución hacer caso omiso de los problemas de los demás, no eran infrecuentes actos así de conciencia social, lo cierto es que hubo muchos que agradecieron su carácter singular. «Fue algo extraordinario de veras —recordaría James Farmer, paladín afroamericano de los derechos civiles, al hablar de la valentía de la señora Roosevelt—. Franklin era político, y tenía que sopesar las consecuencias de cada paso que daba. De hecho, era buen político. Pero a Eleanor la impulsaba a hablar su conciencia. Ella actuaba como una persona concienzuda, y eso marcaba la diferencia[4]».

Durante todo su matrimonio desempeñó la misma función de consejera y conciencia de Roosevelt. Hasta podría ser que él la eligiera por este motivo, siendo así que en otros aspectos conformaban una pareja inverosímil. El tenía veinte años cuando se conocieron[5]. Franklin era primo lejano suyo, un jovencito protegido de Harvard procedente de una familia de buen tono. Ella tenía un año menos y provenía también de un entorno adinerado, aunque había optado por hacer suyos los sufrimientos de los pobres, a despecho de la desaprobación de los suyos. En la época en que prestó sus servicios en una residencia de voluntarios del barrio pobre del Lower East Side de Manhattan, tuvo ocasión de conocer a niños a los que obligaban a coser flores artificiales en fábricas sin una sola ventana hasta que caían rendidos. Un día llevó consigo a

Franklin, a quien pareció increíble que hubiera seres humanos viviendo en condiciones tan miserables… y que hubiese tenido que ser una joven de su propia clase social quien le abriese los ojos ante aquella faceta de la vida estadounidense. Se enamoró de ella de inmediato.

Aun así, Eleanor no era la mujer superficial e ingeniosa con la que todos esperaban que se desposara, sino todo lo contrario: era una mujer poco inclinada a la risa, seria y tímida a la que aburrían las charlas triviales. Su madre, aristócrata vivaz de constitución delgada, gustaba de llamarla abuelita por ello. Su padre, hermano menor tan encantador como popular de Theodore Roosevelt, la adoraba, aunque solo cuando estaba en condiciones, porque pasaba borracho la mayor parte del tiempo. Y de todos modos, murió, de hecho, cuando ella tenía nueve años. Cuando conoció a Franklin, le costó imaginar que un hombre como él pudiera interesarse en ella. Él era el extremo opuesto a ella en todo: una persona audaz y optimista de sonrisa amplia e incontenible, que desplegaba ante los demás una espontaneidad solo comparable a la cautela que la atenazaba a ella. «Era joven, alegre y bien parecido —recordaría más tarde—, y yo, apocada y desgarbada. Me eché a temblar cuando me pidió que bailara con él».

Tampoco faltaron, por otra parte, quienes le asegurasen que ella merecía mucho más. Algunos lo consideraban un personaje de poco peso, una medianía en lo académico y un vividor frívolo; y lo cierto es que, pese al concepto mediocre que tenía de sí misma, a Eleanor no le faltaban admiradores que apreciasen su gravedad. Algunos de sus pretendientes escribieron renuentes cartas de felicitación a Franklin cuando obtuvo su mano. «Jamás he conocido otra muchacha que merezca más mi respeto y mi admiración», decía una de ellas. «Puedes considerarte muy afortunado —aseveraba otra—, pues pocos hombres tienen el privilegio de tener a su lado una mujer como tu futura esposa».

Sea como fuere, a ninguno de los dos le importaba lo que pudiesen opinar los demás. Cada uno poseía dones que anhelaba el otro: ella, empatia; él, descaro. «E. es un ángel», escribió en su diario Franklin, quien, en 1903, al aceptar ella su proposición de matrimonio, se declaró el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra. Eleanor respondió con un aluvión de cartas de amor. Se casaron dos años después y tuvieron seis hijos. Sin embargo, pese a lo efervescente de su cortejo, las diferencias que existían entre los dos fueron causa de problemas desde el principio. Eleanor reclamaba intimidad y conversaciones sesudas, mientras que a Franklin lo entusiasmaban las fiestas, los coqueteos y los chismes. El hombre que declararía que solo tenía miedo al miedo mismo no alcanzó a entender la lucha que libraba su esposa con la timidez. Cuando le nombraron secretario adjunto de la Marina en 1913, el ritmo de su vida social se hizo aún más frenético, y los lugares en que se desarrollaba, más cargados de oropel: selectos clubes privados, las mansiones de sus compañeros de Harvard… Sus francachelas se extendían cada vez más a altas horas de la noche, y Eleanor, en cambio, volvía a casa cada vez más temprano.

Entre tanto, sus deberes sociales no habían dejado de aumentar. Se esperaba de ella que fuese a ver a las esposas de otras eminencias de Washington, dejase tarjetas de visita allí donde estuviera y tuviese abierta su casa para todo el mundo. Y dado que semejantes ocupaciones no le hacían la menor gracia, optó por contratar a una secretaria, llamada Lucy Mercer, para que la ayudara con sus compromisos sociales. Aquello pareció una

buena idea… hasta el verano de 1917, cuando se llevó a los niños a pasar las vacaciones en Maine y dejó en Washington a Franklin con Mercer. Los dos dieron comienzo a una aventura que duraría hasta la muerte de él: Lucy sí se ajustaba al modelo de mujer hermosa de genio alegre con que había supuesto todo el mundo que contraería

matrimonio.

Eleanor supo de la traición de su esposo cuando topó con un atado de cartas de amor en la cartera de él. No obstante, pese a la desolación que le provocó la noticia, optó por no poner fin a su matrimonio. Y aunque ninguno llegó nunca a reavivar lo que había tenido de romántico su relación, los dos lo sustituyeron por algo formidable: la unión de la seguridad de él y la conciencia de ella.

Viajemos ahora hasta nuestros días para encontrarnos con otra mujer de temperamento comparable que actúa movida por su propio sentido de la conciencia. Se trata de la doctora Elaine Aron, psicóloga de investigación que, desde la publicación de su primer trabajo científico en 1997, ha reformulado sin ayuda lo que denominan Jerome Kagan y otros hiperreacción —y también, de cuando en cuando, negatividad o inhibición[6]—. Ella prefiere hablar de sensibilidad, y no solo ha cambiado el nombre de este rasgo, sino que ha ampliado y transformado el concepto que de él poseemos.

Cuando supe que iba a pronunciar la disertación inaugural del encuentro de «personas hipersensibles» que se celebra cada año, durante un fin de semana, en la hacienda del condado californiano de Marin County conocida como Walker Creek Ranch, corrí a comprar un billete de avión sin pensármelo dos veces. Jacquelyn Strickland, psicoterapeuta, fundadora y anfitriona del acontecimiento, dice haber creado estos congresos con la intención de brindar a quienes pertenecen al citado colectivo la ocasión de pasar unos días en presencia de sus semejantes. Me envía un programa y me hace saber que vamos a dormir en habitaciones en las que poder «echar una siesta, escribir en nuestro diario, pasar el rato, meditar, organizamos, escribir y reflexionar».

«Por favor, trata de entablar relaciones sociales con calma en tu habitación (con el consentimiento de la persona con quien la compartas) o, a ser posible, en los puntos de encuentro que hay en los paseos o en el comedor», leo en la documentación. El encuentro está destinado a personas que gustan de participar en debates trascendentes y, en ocasiones, «llevan la conversación a cotas más profundas para darse cuenta de que se han quedado solas». Se nos garantiza que vamos a tener tiempo de sobra de mantener coloquios sesudos, aunque gozaremos también de la libertad de entrar y salir de ellos cuando nos plazca. Strickland sabe que la mayor parte de nosotros lleva soportando toda una vida de actividades de grupo obligatorias y quiere mostrarnos un modelo diferente, aunque no sea más que por unos días.

El Walker Creek Ranch se encuentra en un territorio de setecientas hectáreas de California del Norte que aún no ha echado a perder el turismo, y además de pistas de senderismo, fauna silvestre y cielos límpidos, ofrece en el centro un salón de congresos acogedor que guarda

cierta semejanza con un granero y en el que nos reunimos unas treinta personas una tarde de jueves de mediados de junio. El Buckeye Lodge está equipado con alfombras industriales de color gris, pizarras blancas de gran tamaño y ventanas panorámicas que dan a bosques de secuoyas bañados por la luz del sol. Junto a los montones habituales

de formularios de inscripción hay un panel apoyado en un caballete para que escribamos en él nuestro nombre y la personalidad que poseemos conforme a la clasificación del test de Myers-Briggs. Recorro la relación con la mirada y compruebo que todos somos introvertidos menos Strekcland, que es un ser afable, cordial y expresivo (según las investigaciones de Aron, la mayor parte —aunque no la totalidad— de las

personas sensibles está conformada por introvertidos).

Las mesas y las sillas de la sala están dispuestas de tal modo que forman un cuadrado de grandes dimensiones que permite que nos sentemos sin darnos la espalda. Strickland nos invita —la participación no es obligatoria— a compartir con los demás los motivos que nos han traído aquí. Rompe el hielo un ingeniero de programación informática llamado Tom que describe con gran pasión el alivio que sintió al saber que había «un fundamento psicológico para el rasgo de la sensibilidad. Ahora puedo decir: “Aquí está la investigación y así es como soy yo”, sin necesidad de tratar de cumplir con las expectativas de nadie ni de pedir disculpas o ponerme a la defensiva». Su rostro alargado y enjuto, su cabello castaño y su barba le dan cierto parecido a Abraham Lincoln. A continuación presenta a su esposa, que habla de la extrema compatibilidad que la une a Tom y recuerda cómo conocieron juntos, por casualidad, la obra de Aron. Cuando me toca a mí, reconozco que nunca he estado en una reunión de grupo en la que no me haya sentido obligada a mostrar una imagen exaltada de mí misma muy poco natural.

Al hablar de mi interés en la conexión que existe entre la introversión y la sensibilidad, veo a muchos inclinar la cabeza en señal de aprobación.

El sábado por la mañana acude al Buckeye Lodge la doctora Aron. Espera con gesto divertido tras un caballete que sostiene hojas de gran tamaño a modo de pizarra mientras Strickland hace las presentaciones, y a continuación aparece sonriente —¡tachán!— de su escondite, vestida con un conjunto discreto de chaqueta informal, jersey de cuello vuelto y falda de pana. Tiene el cabello castaño, corto y con cierto volumen, y unos ojos azules contorneados de arrugas que parecen no pasar por alto un solo detalle. En su rostro se columbra de inmediato no solo la honorable académica que es hoy, sino la colegiala desmañada que debió de ser en otro tiempo. También se hace evidente el respeto que profesa a su auditorio. Sin preámbulo alguno, nos informa de que ha traído cinco posibles asuntos de los que tratar, y nos pide que alcemos la mano a fin de votar los tres que más nos interesan. A continuación, a una velocidad pasmosa, se sumerge en una complicada operación matemática que le permite determinar cuáles son los temas que hemos elegido. Todos nos ponemos cómodos con gesto amable. En realidad, el resultado es lo de menos: sabemos que está aquí para hablar de sensibilidad y que nuestras preferencias no le son indiferentes.

Si algunos psicólogos se distinguen por hacer experimentos de investigación que se salen de lo común, la contribución de Aron consiste, más bien, en aplicar un enfoque radicalmente distinto a los estudios de otros. De pequeña era normal que le dijesen que era «demasiado sensible para su propio bien». Tenía dos hermanos mayores muy robustos, y era la única niña de la familia a la que gustaba soñar despierta y perderse en sus propios pensamientos, y la única cuyos sentimientos eran fáciles de herir[7]. A medida que fue creciendo y se aventuró a conocer el mundo que se extendía más allá de su familia, siguió percibiendo cosas de su persona que parecían divergir de la norma. Podía pasar horas conduciendo sin compañía y sin encender la radio; por la noche, tenía sueños

de los que dejan huella, y no eran pocos los que la inquietaban. Lo vivía todo con una «intensidad extraña», acosada muchas veces por emociones poderosas, tanto positivas como negativas. No le resultaba fácil hallar trascendencia en lo cotidiano: solo parecía estar a su disposición cuando se apartaba del mundo.

Alcanzó la edad adulta, se hizo psicóloga y contrajo matrimonio con un hombre vigoroso que amaba cuanto ella tenía que ofrecer. Su marido, Art, la consideraba una mujer creativa, intuitiva y sesuda, rasgos que ella también apreciaba en su propia persona, aunque como «manifestaciones superficiales aceptables de un defecto terrible y oculto del que había sido consciente toda [su] vida». Tenía por un verdadero milagro que él la quisiera pese a semejante imperfección. Sin embargo, cuando uno de sus colegas de profesión la calificó, sin más intención, de «altamente sensible», se le encendió una bombilla en el cerebro. Fue como si aquellas dos palabras expresasen a la perfección su deficiencia, aunque el otro psicólogo no parecía considerar que fuera tal: la suya había sido una descripción neutra.

Aron reflexionó sobre este punto de vista nuevo, y se resolvió, a continuación, a investigar ese rasgo llamado sensibilidad. Al ver, sin embargo, que su búsqueda resultaba infructuosa, acabó por centrar su atención en la nutrida bibliografía relativa a la introversión por juzgar que ambas cualidades debían de estar íntimamente ligadas. Al menos, era eso lo que parecían indicar la obra de Kagan acerca de los niños hiperreactivos y una larga serie de experimentos sobre la tendencia de los introvertidos a mostrarse más afectados ante la estimulación social y sensorial. Así y todo, si bien estas investigaciones le ofrecieron ciertas vislumbres de lo que estaba buscando, tenía la impresión de que en el retrato de las gentes introvertidas que iba emergiendo de tales trabajos faltaba una pieza. «El problema que tenemos los científicos es que tratamos de observar el comportamiento cuando este no es una realidad observable», expone. No es difícil dar cuenta de la conducta de los extrovertidos, dado que es frecuente verlos reír, hablar o gesticular; pero «si vemos a una persona de pie en un rincón, podremos atribuir quince motivos distintos a su actitud sin saber, en realidad, qué estará ocurriendo en su interior».

A su ver, no obstante, la conducta interna seguía siendo conducta, aun cuando fuese difícil de catalogar. Y ¿cuál es la de una persona que tiene por rasgo más visible el de no sentirse muy cómoda cuando la llevamos a una fiesta? Aron estaba decidida a averiguarlo.

Para ello, entrevistó a 39 sujetos que bien se describían como introvertidos, bien consideraban sentirse abrumados con facilidad por los estímulos del exterior[8]. Les preguntó por las películas que les gustaban, los recuerdos más tempranos que guardaban de su vida, la relación que mantenían con sus padres, sus amistades, sus vidas amorosas, las actividades creativas que les resultaban atractivas, sus opiniones filosóficas y creencias religiosas…

Basándose en la información que obtuvo, creó un voluminoso cuestionario que presentó a varios grupos de personas. A continuación, redujo las respuestas a un conjunto de 27 atributos y calificó de hipersensibles a quienes los encarnaban.

Algunas de estas características se hallaban también presentes en la obra de Kagan y de otros especialistas. Así, por ejemplo, las personas altamente sensibles tienden a ser grandes observadores y a mirar bien antes de saltar; organizan sus vidas de tal modo que apenas haya lugar para las sorpresas; suelen ser sensibles a imágenes, sonidos, olores y elementos como el dolor o el café; experimentan dificultades cuando los observan —en el trabajo, cuando ofrecen un recital de música…— o cuando juzgan su valía general —en una cita, una entrevista laboral…—, etc.

No obstante, también había elementos nuevos, y así, suelen tener una orientación más filosófica o espiritual que materialista o hedonista; no sienten una gran atracción por los diálogos insustanciales; se describen a menudo como creativas o intuitivas — que era precisamente lo que decía de Elaine Aron su marido—; tienen sueños muy reales, y a menudo los recuerdan después de despertar; profesan una gran afición a la música, la naturaleza, el arte y la belleza física; sienten emociones excepcionalmente intensas, como arrebatos de gozo y también de pena, melancolía o terror…[9]

Además, las personas hipersensibles asimilan de un modo mucho más profundo la información relativa a su entorno físico y emocional; tienden a percibir sutilezas que otros pasan por alto, como el cambio de humor de un interlocutor o el fulgor de una bombilla un tanto más intensa de lo común.

Hace poco, un grupo de científicos de la Universidad de Stony Brook comprobaron este hallazgo mostrando dos pares de fotografías —en las que se veía una valla y algunas balas de heno— a 18 personas y estudiando su reacción mediante un aparato de resonancia magnética[10]. El primer par presentaba diferencias notables, en tanto que las del segundo par eran mucho más sutiles. En los dos casos, los voluntarios debían determinar si la segunda fotografía era igual que la primera. Los investigadores pudieron comprobar que las personas sensibles destinaban más tiempo a observar las que se

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