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MODELO DE EXAMEN DE SELECTIVIDAD RESUELTO: KANT

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MODELO DE EXAMEN DE SELECTIVIDAD RESUELTO: KANT

Texto: “El imperativo categórico es, pues , único, y es como sigue: obra sólo según

una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.

Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de un principio, todos los imperativos del deber, podremos – aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío – al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir.

La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”.

Kant, I.; Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, capítulo II.

Cuestiones:

1ª/ Expón el contexto histórico, cultural y filosófico del texto. (2 puntos)

2ª/ Comentario del texto (5 puntos):

2. a. Explica el significado de los términos subrayados en el texto. (1 punto)

2. b. Expón la temática planteada en el texto. (2 puntos)

2. c. Justifica la temática planteada en el texto desde la posición filosófica del autor del texto.

(2 puntos)

3ª/ Relaciona la temática expuesta en el texto con la otra posición filosófica y haz una valoración razonada sobre su posible vigencia o actualidad.

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RESPUESTAS

1ª/ Contexto histórico, cultural y filosófico del texto.

El texto que comentamos pertenece a la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, obra que Kant publicó en 1785. Puede decirse que la obra supuso el primer acercamiento de Kant a los problemas éticos y donde se encuentran ya las líneas maestras de su propuesta moral, que desarrollará posteriormente y con más profundidad, en la Crítica de la Razón práctica (1788) y en la Metafísica de las costumbres (1797).

Escrita con más claridad que el resto de las obras kantianas, en ella pretende hallar Kant el principio fundamental o supremo de la moralidad. Publicada cuatro años después que la Crítica de la razón pura (1781), esto no significa que, para Kant, los problemas morales fueran un asunto secundario, que debieran ser tratados después de los problemas teóricos o de la “razón pura”, sino que, una vez que Kant ha llegado a su madurez filosófica en el denominado “período crítico”, está en mejores condiciones de abordar el estudio de los problemas morales desde una metodología rigurosa y sistemática, complementaria de la utilizada en su análisis de los problemas epistemológicos.

En cuanto al contexto histórico en el que cabe situar el texto que comentamos, es necesario decir que la vida de Kant llena buena parte del siglo XVIII y que, por ello, sus preocupaciones son las propias de la cultura europea de su tiempo. Desde el punto de vista político, se agudizan los conflictos que ya se habían planteado en el siglo anterior y se incuba la Revolución Francesa de 1789: la sociedad sigue siendo aristocrática y la nobleza se aferra a sus privilegios. Pero la burguesía va acumulando cada vez más poder real ante la tendencia absolutista de muchas monarquías europeas. La situación es cada vez más explosiva, porque la estructura política cada vez se corresponde menos con la distribución real del poder. En Prusia, donde nació y vivió Kant, así como en Austria y Rusia, por ejemplo, se desarrollan los llamados “despotismos ilustrados” cuyo lema, “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, choca frontalmente con las pretensiones de una nueva clase social en pujante ascenso.

Desde el punto de vista económico también hay novedades. Si bien la economía sigue siendo básicamente agraria, se empieza a desarrollar (sobre todo en Inglaterra) la revolución industrial, que cambiaría radicalmente el modo de producción en el siglo siguiente. La población, después del estancamiento del siglo XVII, experimenta un considerable crecimiento, hasta el punto de que también se habla en este sentido de “revolución demográfica”. El mundo europeo se amplía a finales del siglo con la aparición en escena de los Estados Unidos, cuya Constitución es la primera de la historia y que en poco tiempo se convertiría en la primera potencia industrial.

Como se ve, el siglo XVIII es un siglo de revoluciones, sobre todo a partir de su segunda mitad, período que coincide con la vida activa de Kant. Especialmente significativa fue la Revolución Francesa (1789) que, en un primer momento, expandió desde Francia los deseos de cambio y, posteriormente, presa de sus propias contradicciones, acabó polarizando a Europa entre los partidarios

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de los cambios y los que, aferrados a la tradición, veían en la sangre derramada por el espíritu revolucionario una prueba más de su carácter cruel e innecesario.

Culturalmente hablando, la razón es la gran protagonista de las profundas

transformaciones que se van produciendo a lo largo del siglo XVIII. Pero se trata de un modelo de razón distinto al de los griegos o al racionalismo de Descartes. Entre otros motivos, porque se ha forjado teniendo en cuenta el influjo de la revolución científica iniciada en el siglo anterior (sobre todo, por obra de Newton). Entre los intelectuales de la época existe la convicción de que no existen límites para transformar el mundo guiados por la fuerza crítica de la razón. Aparece con fuerza la idea de progreso: la Humanidad ha abandonado definitivamente la oscuridad de una Edad Media cargada de supersticiones y se prepara para resolver todos sus problemas a la luz de la razón.

De hecho, suele llamarse a este siglo como el “siglo de las luces” o de “la ilustración”: en palabras de Kant, se ha llegado a “la mayoría de edad de la razón” y se trata ahora de aplicar un nuevo programa: “sapere aude!”. Pocas veces la filosofía ha estado tan “de moda”: hasta los monarcas absolutistas se rodean de filósofos como educadores. Si bien es verdad, por otro lado, que también hay autores, como Rousseau, que se desmarcan de este clima de optimismo generalizado.

Desde el punto de vista ideológico, se abre paso el liberalismo, tanto en la economía como en la política, manteniendo un largo conflicto con las posturas absolutistas y proteccionistas. La religión sigue presente (el ateísmo es aún una actitud minoritaria) pero se transforma profundamente, al menos entre los intelectuales de la época. Se propone un modelo de “religión natural”, desprovista de dogmas y abierta a la tolerancia y al respeto a las opiniones ajenas. Kant, en este sentido, realiza agudos análisis del hecho religioso y comparte con el resto de los ilustrados su oposición crítica a la nefasta influencia del modelo de religión tradicional, que fomenta todo tipo de supersticiones y ancla a los hombres en la minoría de edad. Se asiste, pues, a un proceso general de “secularización”: el mundo ya no es considerado como un producto misterioso de lo divino sino como el campo de acción idóneo para la razón humana, que se basta a sí misma para comprenderlo y transformarlo.

Filosóficamente hablando, la postura de Kant representa, en este contexto,

la síntesis más madura del siglo de la Ilustración. Así, el pensamiento kantiano está fuertemente influenciado por los planteamientos racionalista y empirista, así como por la física newtoniana; pero Kant no se decanta unilateralmente a favor de ninguno de ellos. A través de la obra de Newton llega a la conclusión de que la filosofía, al igual que la ciencia, debe dirigir su mirada a la experiencia. Indudablemente, Kant no toma a la experiencia en el sentido en el que se la planteó Hume, sino que, con Locke, admitirá que la razón no puede ir más allá de los límites de la experiencia. Es decir, Kant no concluirá, como Hume, que del análisis de la experiencia sensible debamos llegar a la conclusión de que no puede haber leyes de carácter general que rijan o expliquen esa misma experiencia.

Además, en la propuesta ética de Kant hallamos dos grandes influencias. Por un lado, Kant fue educado en el pietismo, una corriente religiosa centrada en

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el rigor como pauta de conducta para el ser humano, lo cual va a marcar la importancia que le concedió Kant al concepto de deber en su teoría ética. De hecho, la exigente ética kantiana nada tiene de hedonista ni concede margen alguno para el concepto de felicidad, sino que gira en torno a la pureza de una conducta moral basada sola y exclusivamente en la armonía prescriptiva entre razón y voluntad.

Por otro lado, los ideales ilustrados también dejaron una honda huella en Kant. Así, su propósito de someter a la religión dentro de los límites de la razón humana y su énfasis en la dignidad humana como un valor en sí mismo reflejan tal influencia. Pero, si en el campo del conocimiento teórico, Hume fue uno de los autores ilustrados que más en serio se tomó Kant, en el campo de la ética va a ser Rousseau, un ilustrado peculiar, el que le va a influir mucho más. Kant, según él mismo confesó, leyó con avidez las obras de Rousseau y encuentra en ellas un meritorio análisis de los entresijos de la “conciencia humana”. Para Kant, la existencia de una conciencia moral ordinaria es un hecho y, siguiendo a Rousseau, se trata de determinar con claridad cómo se derivan de ella las leyes que rigen nuestra conducta moral, o lo que es lo mismo, cómo los seres humanos pueden armonizar su libertad y el respeto a unas leyes que se derivan de su propia condición racional.

En conclusión, tan dispares influencias otorgan a la obra ética de Kant un atractivo peculiar, derivado de las propias limitaciones y contradicciones de su propuesta, seducida, por un lado, por los ideales ilustrados, que la arrastran hacia los conceptos de libertad y dignidad, y limitada, al propio tiempo, por el fervor pietista que la hace presa de un rigorismo acentuado.

2ª/ Comentario del texto.

2. a. Explicación de los términos subrayados en el texto.

Imperativo categórico: Según se nos explica en el texto, el imperativo categórico

es único y persigue que cualquier máxima (principio de la acción subjetivo) se pueda convertir en un principio de la acción objetivo, universalizable. Supone pues un mandato con carácter universal y necesario y, al prescribir una acción como buena de forma incondicionada, manda algo por la propia bondad de la acción, independientemente de lo que con ella se pretenda conseguir. Declara., pues, la acción como objetivamente necesaria en sí, sin referencia a ningún propósito extrínseco a la propia acción. Para Kant, sólo este tipo de imperativo es el que funda una moral autónoma y plenamente racional.

Imperativo universal del deber: Por otro lado, con este término, quiere destacar

Kant que éste posee un ámbito de aplicación más general que el del imperativo categórico, es decir, el imperativo universal del deber eleva la particularidad de la acción a un nivel más general y convierte a la máxima de la acción en “ley universal”, que encuentra aplicación más allá de cualquier situación determinada. Esto significa que el imperativo universal del deber es una norma general de la acción humana, que sólo tiene su fundamento en la estructura de la acción humana, sin precisar más justificación que ella misma. De ahí que, de modo análogo a lo que ocurre en el caso de las leyes universales que rigen el

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funcionamiento de la naturaleza, también nuestra “naturaleza” racional tiene unos principios universales, o dicho de otro modo, que se hacen universalizables mediante nuestra acción autónoma y legisladora.

2. b. Exposición de la temática planteada en el texto.

En el texto, Kant plantea los fundamentos de una acción ética que sea válida por sí misma. Para ello busca en la misma estructura de la razón práctica su propio fundamento, de modo que no sea necesario buscar tal fundamento fuera de la misma actividad práctica. La base de esta fundamentación se encuentra en el “imperativo categórico”, que Kant se esfuerza en presentar adecuadamente en el texto. Con esta argumentación, Kant presenta como autónomo al fundamento de la actividad práctica humana, inaugurando una línea de influencia muy notable en la historia de la ética posterior.

El texto puede ser analizado de acuerdo con la siguiente estructura argumentativa: a) el imperativo categórico, que debe regular la conducta humana, posee una formulación clara: “actuar según una máxima subjetiva que pueda convertirse en una ley universal de comportamiento”.

b) una vez planteado este fundamento de la acción moral, será posible pensar en lo que constituye el deber, que es uno de los rasgos fundamentales de la acción práctica.

c) es importante considerar que el imperativo categórico apunta a que la máxima de actuación personal pueda convertirse en ley. Y aquí se entiende por “ley” lo mismo que se entiende por “ley de la naturaleza”; es decir, de la forma de esta ley se derivan todos los efectos posibles, o dicho de otro modo, una ley universal determina los efectos que caen bajo su dominio.

d) por ello, el imperativo categórico puede admitir este carácter universal de la ley y enunciarse de un modo más preciso: “actuar como si la propia máxima de actuación pudiera convertirse en ley universal de la naturaleza”.

Es necesario también hacer hincapié en la diferencia que establece Kant entre “máxima” y “ley”. La máxima no es sino una norma particular que orienta, en cada caso, la acción humana. La ley, por el contrario, posee un alcance más universal y no se encuentra sometida a las condiciones particulares de la subjetividad. Por ello, en la deducción del imperativo categórico, Kant unifica los dos niveles representados, respectivamente, por la máxima y por la ley, haciendo que el sujeto individual se comporte de un modo tal que su acción concreta pueda tener una validez universal, como si de una acción ejemplar se tratase.

Pero, asimismo, hay una importante operación lógica en esta doble formulación del imperativo categórico. La primera formulación hace hincapié en el nivel del comportamiento a nivel particular; la segunda formulación tiene un alcance más general, al hacer de la ley que regula el comportamiento individual una ley cuya universalidad es semejante a una ley de la naturaleza. Mediante esta doble operación, Kant no hace sino buscar para la conducta humana, para la razón

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práctica, el mismo nivel de universalidad y necesidad que buscaba para la razón teórica: es decir, pretende construir una ética fundamentada en principios a priori, y no en principios particulares y contingentes.

2. c. Justificación de la temática planteada en el texto desde la posición filosófica del autor del texto.

El análisis del comportamiento humano lleva a Kant a observar que la conciencia moral se expresa en principios a los que los hombres ajustan su modo de actuar y, en función de los cuales, emiten juicios morales sobre su conducta y sobre la conducta de los demás. A esto le llama Kant el hecho moral (o “factum de la moralidad”) porque es tan evidente para él su existencia efectiva como lo era el hecho del conocimiento.

El análisis empírico le lleva a afirmar que los términos bueno o malo, en su sentido moral, no pueden ser aplicados a las cosas, ni siquiera a aquellas que constituyen objeto de las acciones humanas, sino a la propia acción humana. Así, el hecho de matar a un hombre no puede ser juzgado en función del propio contenido del acto de matar porque puede proceder de una voluntad que no ha advertido tal acción (matar sin pretenderlo). En tal caso, la acción sería moralmente indiferente. Interesa averiguar, pues, cuál es el móvil, o aquello que determina la voluntad, en la acción.

Kant rechaza las llamadas éticas materiales o heterónomas, aquellas éticas que justifican la acción en función de lo que sea el bien, de lo mandado en determinadas circunstancias, o para alcanzar un determinado fin. Estas éticas, por consiguiente, no pueden dar lugar nunca a leyes generales para la conducta humana. El fundamento de la moral, al igual que el del conocimiento, por basarse en la misma razón, tiene que ser a priori, pura forma, algo vacío de contenido y, por lo tanto, independiente de lo empírico. En esto consiste el carácter de universalidad que Kant reclama al fundamento de la moral.

La obligatoriedad que imponen los juicios morales sólo debe depender de la voluntad autónoma, que actúa independientemente de todo elemento empírico o de toda determinación exterior a ella misma. De ahí que la propuesta de Kant sea la de una ética autónoma y formal. Sólo desde la autonomía de la razón, que descubre la ley moral en su interior, tiene sentido hablar de una moral humana. Sólo si encontramos aquello que es capaz de determinar a la voluntad a obrar a partir de sí misma y en virtud de sus propios principios, habremos dado con la raíz de un auténtico principio moral a priori. Solamente así se habrá encontrado el fundamento de una moral universal que afecte a todos los hombres por igual, en virtud de la estructura misma de la facultad que lleva al hombre a la acción: la voluntad.

En la moral kantiana, el origen de la determinación de la voluntad se encuentra en la capacidad legisladora de la razón en su uso práctico, es decir, en su capacidad para establecer leyes prácticas, leyes morales, por las que se determina una voluntad por la mera forma de la ley. Este motivo de determinación es considerado como la suprema condición de todas las máximas. Debe ser, pues, la propia ley emanada de la razón la que determine por completo a la voluntad.

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La moral kantiana supone, pues, una inversión de los planteamientos éticos tradicionales, pues no es el concepto de bien como objeto el que determina y hace posible la ley moral, sino al revés, la ley moral es la que determina y hace posible el concepto de bien, en cuanto que éste merece absolutamente tal nombre. Según Kant, la voluntad sólo debe obrar por respeto al deber. Esto significa que cualquiera que sea la ley, no basta con que el acto esté de acuerdo con lo mandado por la ley, o que el deseo coincida con lo que manda la ley. La actuación ha de regirse por el estricto respeto a la ley, por “reverencia racional” a la ley. Esto es lo que hace que la voluntad sea realmente una buena voluntad, es decir, algo bueno en sí mismo. Sólo así se supera el cumplimiento de un mandato como mera legalidad para adentrarse en el terreno de la moralidad propiamente dicha.

La presencia de la ley y el deber en la voluntad se manifiestan a través de la experiencia de obligación que se plasma en los imperativos o mandatos que expresan el deber ser. Estos imperativos son constrictivos, es decir, tienen un carácter de necesidad para la voluntad, de forma que hay que obrar ateniéndose a ellos. El imperativo, por lo tanto, representa el mandato objetivo que recibe la voluntad. En este sentido, los imperativos son leyes que afectan a toda voluntad, al igual que los principios de la razón pura afectaban a todo el entendimiento. Frente a ellos se sitúan las máximas, es decir, los principios subjetivos a los que se ajusta la conducta de esta o aquella voluntad en determinadas circunstancias particulares.

Los imperativos se presentan de dos formas distintas: hipotéticos y categóricos. Los primeros ordenan lo que se debe hacer para alcanzar una determinada meta concreta, son, por lo tanto, condicionados, expresan la acción a realizar como condición o medio a utilizar si se quiere lograr tal meta. Los segundos, al contrario, mandan la acción en sí misma, sin referencia alguna a ningún fin o meta, son, por ello, incondicionados, expresan la acción a realizar como fin en sí misma, como acción valiosa por su forma de ser realizada, con independencia de sus posibles repercusiones.

Así pues, en el imperativo categórico, del cual Kant llegó a ofrecer cinco formulaciones complementarias y apoyadas en el carácter meramente racional de la naturaleza humana, se halla la universalidad que requiere la moralidad, en tanto que es válido para cualquier voluntad. Y esto es así porque el imperativo emana de la razón, igual para todos. Al carecer de contenido, el imperativo categórico expresa sólo la forma de la ley y es único porque la ley se enuncia únicamente como mandato.

En conclusión, del análisis de la conducta moral realizado por Kant, se desprende que también este ámbito de la vida humana está “sometido” a principios de fundamentación, a leyes precisas y universales, pues no otra es la preocupación de Kant que la de reafirmar que la dignidad humana no es en absoluto incompatible con este marco de actuación derivado del funcionamiento de la propia razón.

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3ª/ Relación de la temática expuesta en el texto con otra posición filosófica y valoración razonada sobre su posible vigencia o actualidad.

(** En este caso, nosotros hemos elegido relacionar a Kant con la posición filosófica de Hume; pero recuerda que puedes relacionar la temática del texto con la posición filosófica de cualquier otro autor que también haya intentando dar otra explicación al tema planteado en el texto).

Frente a la ética kantiana, marcada, como ya hemos comentado, por el deber y la exigencia de una universalidad plasmada en leyes que rigen la conducta moral, la propuesta de Hume es bien diferente. Ya en su primera obra, el Tratado de la naturaleza humana (1738), se propuso Hume introducir el método experimental de su admirado Newton en el campo de la moralidad, con lo cual esperaba establecer las bases de una ciencia de la moral. Este interés le llevará a buscar una justificación de la existencia de la moralidad en la propia naturaleza humana. Cuando se trata de cuestiones éticas, el empirismo de Hume no se traduce en ninguna forma de escepticismo o relativismo morales. De este modo, Hume trata de probar que en la naturaleza humana hay una base objetiva de la que deriva la moralidad.

A este claro propósito dedicó la Investigación de los principios de la moral (1752), obra en la que se distancia claramente de autores que, como Locke, veían en los principios morales tan sólo unas reglas artificiales o convencionales para frenar el impulso natural del ser humano hacia el egoísmo y regular así la vida en sociedad, o de los que, como Bernard de Mandeville, consideraban la moral como una “fachada hipócrita”, levantada por la sociedad para permitir que, en el fondo, cada uno busque su propio beneficio a costa de los demás.

Tomando como punto de partida las distinciones que había hecho en el campo del conocimiento, Hume llega a la conclusión de que los juicios morales, en los que se expresa nuestra moralidad, no constituyen ni un conocimiento de “relaciones de ideas” ni son un ejemplo válido de “cuestiones de hecho”. ¿Cuál es, entonces, el origen o fundamento de nuestros juicios morales? Hume comienza respondiendo que son ciertos afectos, emociones o sentimientos, y no la mera razón, los que nos llevan a realizar determinados juicios morales sobre los actos humanos. Ante determinadas acciones experimentamos un “sentimiento placentero de agrado”, que nos lleva a aprobarlas como meritorias, mientras que, frente a otras, surge en nuestro interior un “sentimiento doloroso de desagrado”, que nos hace mostrar nuestra desaprobación y considerarlas negativas. A todo ser humano le parecen reprobables, en principio, actos de asesinato, violación o tortura, mientras que considera dignos de elogio actos de heroísmo, ayuda humanitaria o compasión. Es un hecho, dice Hume, que la virtud nos parece amable y el vicio, odioso.

Así pues, descubrimos la moralidad de nuestras acciones por medio de ciertos “afectos” que se originan en nosotros y no por medio de razonamientos. Es por este motivo por el que se ha denominado al planteamiento ético de Hume con el nombre de “emotivismo moral”, porque toda la moral se fundamenta en emociones de aprobación o desaprobación, de agrado o desagrado, de aprecio por la felicidad de la humanidad o de indignación por su sufrimiento. Considerada, pues, la moral como una cuestión experimental, llamaremos “virtuosa” toda cualidad o acción que vaya acompañada de la aprobación general de la

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humanidad, y “viciosa” a toda otra cualidad o acción que sea objeto de una censura o reproche universal. Si procedemos recopilando y ordenando racionalmente las diversas circunstancias en las que se ejercen por parte de hombres y pueblos esos afectos, es de esperar, piensa Hume, que pueda alcanzarse un sólido fundamento de la ética, y con él, de los principios universales de los que derivan, en última instancia, toda censura o aprobación moral: “la moral, por lo tanto, más que juzgarse, se siente”.

Ahora bien, ¿no supone hacer derivar la moral de los juicios subjetivos de aprobación o desaprobación una contradicción con respecto a sus pretensiones de universalidad, o lo que es lo mismo, cómo fundar una moral común sobre principios subjetivos? Para Hume, el hecho de que la moralidad de nuestras acciones dependa de los sentimientos no significa, de ninguna manera, que nuestros juicios morales sean expresiones de actitudes meramente individuales frente a ciertos hechos, puesto que los sentimientos que están en la base de los juicios morales son, según Hume, afectos que se encuentran por naturaleza en toda la especie humana. Todos los seres humanos estamos, por así decirlo, “hechos de la misma manera”, y, por lo tanto, “sentimos” de la misma manera. Además, los sentimientos morales son una clase especial de sentimientos: de modo análogo a lo que ocurre en los juicios estéticos, son afectos que tienden a ser desinteresados.

Es cierto, constata Hume, que nuestro sentimiento de agrado por una acción que aprobamos, se debe a la satisfacción que nos produce la utilidad que se derivará de esa acción para algunos seres humanos. Pero, sin embargo, tal utilidad no significa que implique un beneficio directo para nosotros. Prueba de ellos es que admiramos acciones alejadas de nosotros en el tiempo (hechos históricos) u otras que suceden en otros lugares (países lejanos). Por ello, el sentimiento moral no puede basarse en el posible beneficio que podamos esperar que nos producirá a nosotros, personalmente, dicha acción. Se trata, por lo tanto, de un sentimiento que no nace de un interés egoísta, sino de una cierta simpatía que está presente en todo ser humano y que le hace capaz de sentirse afectado por lo que pueda pasarle a los demás. Hume cree que tal simpatía, origen, a su vez, de los sentimientos de compasión o solidaridad, funciona en el ámbito moral de modo análogo a cómo lo hacían las leyes de asociación de ideas en el ámbito teórico, es decir, sirve como “lazo de unión” entre los hombres, los vincula en el ámbito social a través de ese “sentir común”.

De todos modos, la afirmación de Hume de que la última palabra en los asuntos morales la tenga el sentimiento no debe ser entendida de modo literal, como si estuviéramos ante una propuesta “irracionalista”. También la razón, aunque no sea determinante en el ámbito moral, juega un importante papel: es ella la encargada de mostrar al sentimiento las acciones y la relación de estas acciones con otras, de modo que el sentimiento pueda juzgar con ese “material” elaborado por la razón. Hay que tener en cuenta este hecho para matizar la calificación de la teoría moral de Hume como simple “emotivismo”. Apelar al sentimiento moral, tal y como hace Hume, no significa basar la conducta moral en una “efusión indiscriminada de emociones y pasiones”, sino recurrir a una base empírica y constatable: la experiencia de un sentir común de la humanidad en el campo moral.

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Valoración:

A partir de lo expuesto en el texto, hemos constatado el esfuerzo que hicieron pensadores ilustrados como Kant y Hume para hallar unos sólidos cimientos de la conducta moral. Aunque dieran respuestas distintas, el fondo del problema es común para ambos autores. La Ilustración quería sentar las bases de la convivencia humana lejos de cualquier tipo de fanatismo y despotismo, haciendo también de la razón la guía imprescindible en este campo tan importante de la vida humana. Por ello, era posible establecer una “ciencia” de la conducta humana; ya fuera al modo kantiano, derivando sus principios de la propia razón, ya al modo de Hume, basándose en la experiencia generalizable de la propia conducta humana.

También hoy en día es un asunto no poco importante, ya que vivimos en una época en la que conviven diversas concepciones morales que, no pocas veces, entran en conflicto. Aunque la secularización se haya instalado ya como una seña de identidad de las sociedades contemporáneas (al menos en Europa y parte del mundo occidental) perviven también, en ocasiones con inusitada fuerza, códigos morales de fundamentación religiosa: piénsese, por ejemplo, en el Islam o en la propia religión católica, que siguen reclamando legitimidad para sus propuestas morales y que pretenden seguir extendiendo su influencia a gran parte de los ámbitos de la vida pública.

En el campo de la ética, encontramos hoy una cierta confusión, parece que el “todo vale” es la consigna a seguir, que un relativismo mal entendido ha creado un abismo entre los ámbitos público y privado, que un insistente hedonismo superficial nos obliga a consumir compulsivamente pues “hay que disfrutar” por “imperativo legal”. Al mismo tiempo, la ética está de moda, se habla de ella con frecuencia en los medios de comunicación, a veces se la identifica con cierta claridad e independencia de criterios a la hora de actuar, otras, se la relaciona con cuestiones deontológicas y profesionales.

¿Qué nos pueden seguir diciendo en este complicado paisaje las propuestas de Kant y Hume? Con respecto al primero, hemos de reconocer su insistencia en liberar a la ética de todo tipo de dogmas, incluidos los religiosos, y haber advertido, con gran sutileza, que es posible “vivir feliz e inmoralmente al mismo tiempo” ya que parece que sólo es capaz de estar descontento con su vida moral “el virtuoso o en el que está en camino de serlo”. Hoy podemos encontrar múltiples ejemplos de cómo el triunfo, el poder, etc. se constituyen precisamente sobre una base inmoral.

Con respecto a Hume, que rompió con la tradición intelectualista en la ética, es destacable su énfasis en que el deber de todo ser humano es aliviar, en la medida de lo posible, el sufrimiento ajeno o contribuir a su mayor felicidad. Que los sentimientos morales nos unan mediante esas corrientes de simpatía o antipatía, hace de nuestra vida un espacio mucho más habitable, más digno de ser mejorado con nuestra conducta. Hume rehuyó de las grandes palabras para buscar el fundamento de la moral en la vida cotidiana, tal vez por eso mismo lo reconozcamos tan cercano, tan actual.

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Sea como sea, ni la vida puede fundarse sola y exclusivamente en el amor a un deber que puede llegar incluso a hacernos inhumanos, al modo kantiano, ni la felicidad y el bienestar común se pueden fundar en buenas y simples intenciones, pues, en contra de Hume, también la naturaleza humana alberga afectos poco o nada sociables.

Referencias

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