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Los Primeros Cristianos

Marcel Simon

Índice

Prólogo de la edición digital ...3

Introducción ...6

Capítulo I: El marco histórico ...13

Capítulo II: La comunidad de Jerusalén ...28

Capítulo III: Esteban y los griegos...43

Capítulo IV: San Pablo ...55

Capítulo V: El conflicto de las observancias...69

Capítulo VI: La vida de la Iglesia ...82

Capítulo VII: La Iglesia y el mundo romano...104

Conclusión ...121

Bibliografía sumaria ...125

-Título de la obra original: Les premiers chrétiens. Presses Universitaires de France, Paris, 1952

-Edición castellana original: EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES (EUDEBA), Bs. As., 1961. Traducción de Manuel Lamana

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Prólogo de la edición digital

Conocí "Los primeros cristianos" de Simon cuando estaba en la facultad, a comienzos de los '80. Sin embargo no formaba parte de ninguna bibliografía, sino que me llegó por casualidad, revisando catálogos de libros. Ocurría en aquel entonces lo que, lamentablemente, sigue un poco ocurriendo: la teología se nutre de bibliografía propia; los "sabios del mundo" no leen obras de editoriales teológicas (Sígueme, Verbo Divino, Herder, etc), ni los teólogos leen obras teológicas de editoriales "del mundo". Y esta obra se tradujo y editó en una editorial "del mundo", en EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos Aires.

En la colección Cuadernos, de EUDEBA, se publicaban en aquel tiempo obras divulgativas de primerísimo nivel, no sólo por el contenido sino, en muchos casos -como el presente-, por la autoridad de la pluma. Efectivamente, Marcel Simon (Francia, 1907-1986) fue un historiador de las religiones, con especial referencia a los orígenes del Cristianismo y al Judaísmo de época testamentaria, de reconocido prestigio en su medio en la primera mitad del siglo XX, catedrático en la Universidad de Estrasburgo, y hombre cercano al clima espiritual que rodeó la renovación de la Iglesia en el Concilio Vaticano II.

La obra que presento no es nueva de ninguna manera, su edición original francesa es de 1951, y la castellana de EUDEBA de 1961, sin embargo, no puedo dejar de admirarme de lo actual que resulta su lectura, signo de que el autor ha conseguido rescatar en este texto de intención divulgativa lo mejor y más

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permanente de la amplia elaboración histórica sobre el tema en la primera mitad del siglo XX. Piénsese que cuando el autor escribía esta obra, los descubrimientos del Mar Muerto, que tanto enriquecieron el conocimiento de la religión de época intertestamentaria -y que son apenas mencionados en este escrito- eran recentísimos. Sin embargo nada de lo que he podido leer escrito con mucha posterioridad sobre los mismos temas desluce las tesis fundamentales del libro. Se podrá estar un poco más o menos de acuerdo con una hipótesis u otra, acentuar más éste o aquel acontecimiento del primitivo cristianismo, pero el conjunto tiene valor de síntesis.

El conflicto de las observancias está justamente calibrado y expuesto con claridad, la figura de Pablo, en escasas páginas, resplandece en su exacta (enorme) medida, la sutileza en la comprensión del "antitemplarismo" de Esteban es digna de destacarse. Y como estos tres ejemplos, los demás temas que trata la obra con no menos rigor que brevedad. Está el lector ante una reconstrucción de los 40 años que van desde la Pascua de Jesús hasta la caída del templo (la "época apostólica" en su sentido más estrecho, pero usual en la literatura especializada), que se desenvuelve con gran credibilidad.

Aunque no debe en ningún momento olvidarse que estamos ante una de las posibles reconstrucciones de un período tan importante como oscuro de la historia de nuestra fe; no se trata de una videograbación, sino de una reconstrucción basada en la interpretación de fuentes muchas veces extremadamente ambiguas. El valor de una reconstrucción así, creo yo, es sobre todo poner en movimiento al lector para que se anime a preguntar por el

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fundamento de nuestra propia historia, y para maravillarnos de la acción de las fuerzas muchas veces contrarias que nos llevaron a ser la comunidad de fe que somos. Tras todos esos procesos casi podemos tocar al Señor de la historia, actuando de una manera muy viva y directa.

La edición castellana original, la de EUDEBA, está completamente agotada hace muchos años, y no figura ya en los catálogos, ni siquiera como agotada, señal de que no hay ya impulso de volverla a publicar. Con lo meritorio que fue ponerla en circulación en los años 60, tenía sin embargo un grave defecto: estaba llena de gruesos errores tipográficos, que a veces llegaban al desatino ("esquema" por "Shemá" -la oración judía-, "cultural" por "cultual", etc) al que ahora nos acostumbran los correctores electrónicos, pero que en esa época se debió seguramente a algún corrector humano muy principiante. No recuerdo yo que las ediciones de EUDEBA de la época fueran tan especialmente malas desde ese punto de vista, pero ésta lo fue. He aprovechado la circunstancia de reeditarlo digitalmente para corregir, restituyendo el sentido del texto cuanto me fue posible, a lo que agregué el cambio de las citas bíblicas, que estaban tomadas de una traducción Reina-Valera 1909, de sabor muy anticuado y a veces casi ininteligible, por traducciones de los mismos pasajes tomadas de una segunda edición Biblia de Jerusalén. No he actualizado la Bibliografía porque en el original es sumaria y sólo indicativa.

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Introducción

Es posible dudar acerca de los límites cronológicos de un estudio sobre los primeros cristianos. Etimológicamente, los cristianos son los discípulos de Cristo. Entendido así, los primeros cristianos son, pues, aquellos que Jesús agrupó en torno de sí. Pero, históricamente, los cristianos son también los miembros de una sociedad religiosa original que es la Iglesia. Con este sentido, no hubo cristianos hasta después de la muerte de Cristo. Ni Jesús ni —con mayor razón— el pequeño grupo de sus seguidores tuvieron el sentimiento o el deseo de romper con el judaísmo. Tanto es así que la tradición cristiana ha fijado el de Pentecostés como el día del nacimiento de la Iglesia. En cuanto a la palabra "cristiano", sabemos que fue empleada por primera vez en Antioquia, probablemente varios años después de la Crucifixión (Hechos 11,26).

¿Quiere decir que éste es el punto de partida que buscamos? Yo no lo creo. La denominación de cristianos, creada por los gentiles, simplemente prueba que tanto los fieles como el mundo pagano habían tomado conciencia de su originalidad en relación con el judaísmo. Lo que significa que, por lo menos en ciertos medios, la separación era ya entonces un hecho advertible hasta desde fuera. Donde no se había realizado aún, existía por lo menos un sentimiento de diferencia que, en el interior del judaísmo, distinguía, y oponía cada vez más, a los llamados judeocristianos y a los judíos no cristianos.

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Los que seguían a Jesús en vida de éste, no se distinguían fundamentalmente de la masa de los judíos más de lo que se distinguían los seguidores de los otros movimientos mesiánicos, que tanto abundaban en aquel entonces. Seguir a un Mesías era cosa común. Menos común era seguir reconociéndole como tal después del suplicio infamante, deseado y provocado por las autoridades religiosas de la nación, y proclamar que la muerte del crucificado no era definitiva, que había resucitado y después subido al cielo, donde se había sentado a la diestra del Padre, antes de volver gloriosamente para juzgar al mundo e instaurar el Reino. Como veremos más adelante, estas afirmaciones no supusieron la ruptura inmediata con el judaísmo. Pero por lo menos bastaron para conferir al grupo cristiano de Israel una originalidad indudable que más adelante había de provocar el cisma.

En definitiva, el acta de nacimiento de la Iglesia cristiana no. lo constituye, pues, ni la aparición del nombre de cristianos, ni la prédica de Jesús. El cristianismo nace con lo que M. Goguel llama "la creación de un nuevo objeto religioso": Jesús resucitado y glorificado. Nació de la fe de Pascuas. Nuestra exposición encuentra, pues, su punto de partida más normal en los acontecimientos que tuvieron lugar al día siguiente del drama del Calvario.

En cuanto a su conclusión, he preferido emplear el término 'primeros' en el más preciso de sus sentidos; me limitaré, en consecuencia, a la generación cristiana inicial y a lo que suele llamarse época apostólica. Puede considerarse que ésta termina en el año 70, con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano. La

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muerte de Jesús se sitúa hacia el año 30 (tal vez el 28 o el 29). Esta exposición abarcará, pues, solamente unos cuarenta años.

Es un período corto, pero decisivo, porque es entonces cuando se fija el sino del cristianismo. Lo que al principio no era más que una oscura secta palestina, se convierte en ese intervalo en una religión original, universalista tanto por su espíritu como por la gente que recoge en su seno; a partir de ese momento Se lanza a la conquista del mundo civilizado. ¿Cómo se operó esta transición? ¿Cuáles son las etapas de esta emancipación? Tal es el problema que no hemos planteado.

Para dilucidarlo, disponemos de una documentación muy reducida y de un manejo singularmente delicado. Por el lado pagano, está reducida o dos o tres breves indicaciones de Suetonio y de Tácito. En las pocas líneas que el historiador judío Flavio Josefo, contemporáneo de los sucesos, dedica a los primeros cristianos en varios pasajes de sus Antigüedades judías, los retoques y las interpolaciones cristianos son tan evidentes que no nos sirven de mucho. Así es que, prácticamente, quedamos reducidos a las fuentes cristianas, es decir, a los escritos del Nuevo Testamento.

Dado nuestro punto de vista actual, esas fuentes tienen un interés muy desigual. Los cuatro Evangelios relatan lo que puede llamarse la prehistoria de la Iglesia y nos ofrecen la imagen que los primeros fieles se formaban de la persona, de la vida y del mensaje de su Maestro. Su cronología ha sido muy discutida. Parece ser que, en su forma actual, los cuatro fueron redactados después del año 70. Así es que ni por la fecha ni por el tema interesan directamente al período que nos ocupa. Pero los

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elementos de la tradición, inicialmente oral, que ellos aportan son sin duda muy anteriores al año 70. Interpretados con prudencia, pueden darnos, de manera indirecta, ciertos datos acerca de las comunidades de donde surgieron y cuyos pensamientos, preocupaciones e instituciones reflejan.

Esta misma observación es válida para el Apocalipsis, representante cristiano o cristianizado de un género literario particularmente favorecido por el judaísmo de aquellos tiempos. Según lo conocemos actualmente, es también posterior al año 70. En la brillante descripción que hace del fin del mundo, no podemos menos que descubrir algunas características tomadas de la realidad política y religiosa del momento actual.

La autenticidad de las epístolas llamadas católicas, atribuidas a Santiago, Pedro, Juan y Judas, todos ellos discípulos de los primeros momentos, no está, ni mucho menos, confirmada y admitida unánimemente por los críticos. Y resulta evidente que si su interés es considerable en el caso de provenir de plumas apostólicas, lo es mucho menos en el caso contrario. Pero de una manera o de la otra, para la historia de la primera generación cristiana no son más que fuentes secundarias.

Lo esencial de nuestra documentación lo constituyen, por una parte, los Hechos de los Apóstoles y, por, la otra, las Epístolas paulinas. Los Hechos de los Apóstoles ofrecen una relato continuo —o que como tal se presenta— de los orígenes del cristianismo, desde la ascensión de Cristo hasta la llegada de san Pablo a Roma en una fecha que resulta imposible establecer con entera precisión, pero que debe situarse hacia el año 60. Esta obra es de la misma persona que escribió el tercer Evangelio, el de

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Lucas, del que es una continuación. Pero es posible que el texto inicial haya sido retocado por uno o por varios redactores; la composición, la integridad y, como consecuencia, el valor histórico del libro plantean una serie de problemas extremadamente delicados que sólo puedo señalar. En su forma actual, que indudablemente no es anterior al final del siglo I, parece que ha utilizado, no sólo la tradición oral sino, también, algunas fuentes escritas, contemporáneas de los hechos que relata; así ocurre en varios pasajes en que la narración pasa bruscamente de la tercera persona a la primera del plural. Además, es probable que el redactor no sea un testigo ocular. Tenemos buenas razones para creer que su relato no es de los más fieles. Pueden haberlo deformado, en particular, dos factores: en distintas partes el autor ha proyectado, inconscientemente, en los orígenes de la Iglesia la situación eclesiástica en que él vivía; o, en función de esta situación, ha interpretado erróneamente algunos hechos que ya no comprendía. Además, el relato, armonioso a simple vista, da una imagen ideal de la cristiandad primitiva que no corresponde en todos sus puntos con la realidad. Exige, pues, una lectura prudente y crítica.

Y particularmente exige una confrontación minuciosa con las Epístolas de San Pablo, los únicos escritos del Nuevo Testamento que, sin duda alguna, pertenecen al período en cuestión. Pero en lo que se llama Corpus paulinum también deben establecerse ciertas distinciones.

Ya nadie atribuye seriamente a Pablo (como lo ha hecho la tradición eclesiástica, aun con muchas dudas) la Epístola a los hebreos, que en el Nuevo Testamento figura como escrito

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anónimo. De las trece Epístolas que explícitamente se atribuyen a Pablo podemos eliminar, por inauténticas, seguramente, las tres Pastorales (I y II a Timoteo, y a Tito) que, sin duda, están en la línea paulina, pero que no han sido escritas por la mano del apóstol. Junto con ellas, algunos críticos incluyen en la categoría de los escritos deuteropaulinos la Epístola a los efesios. Pero, por el contrario, exceptuando a algunos 'radicales', casi todos admiten de manera unánime como sustancialmente auténticas, ya que no en los detalles menores, las otras nueve, de las cuales, A los romanos, I y II a los corintios, A los gálatas, A los tesalonicenses, A los filipenses y A Filemón, con seguridad; y con algunas dudas: A los colosenses y II a los tesalonicenses. En definitiva, es poco; pero, si tomamos en cuenta la pobreza de nuestra información, es mucho; sobre todo si consideramos que se trata de documentos de primera mano, redactados por uno de los personajes mayores de la historia cristiana primitiva que ha vivido lo que relata.

Pero esta situación no ofrece sólo ventajas. En las epístolas paulinas no tenemos un relato histórico continuo de los acontecimientos. Dan por conocidos muchos hechos que desconocemos casi totalmente. A menudo provienen de alusiones que nosotros desentrañamos con dificultad. Pero esencialmente tienen la huella de una personalidad excepcional. El enfoque del apóstol no es el de un historiador para quien el testimonio — espontáneo sin duda, pero también apasionado, parcial, tal vez tendencioso, sin la objetiva serenidad de una crónica— plantea aún más problemas de los que le resuelve.

Entre las Epístolas de Pablo y el libro de los Hechos hay, en más de un punto, contradicciones evidentes. En general,

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nos inclinamos a seguir a Pablo, que fue un testigo directo. Pero no es seguro que toda la verdad esté siempre del mismo lado. A veces puede no estar ni de uno ni del otro. Hecho con tales elementos, el cuadro que podemos esbozar de los orígenes del cristianismo va a ser en muchos aspectos aproximado y conjetural. Tiene muchas lagunas. El trabajo del historiador moderno, complicado muchas veces por preconceptos confesionales o filosóficos más o menos conscientes, en uno u otro sentido, nunca es tan delicado como en este caso. A veces no podremos obrar con certidumbre. En muchos casos deberemos contentarnos con la verosimilitud. Además, dados los límites de este trabajo, no podemos hacer más que mostrar lo esencial de la cuestión o, al menos, lo que al autor le ha parecido como tal.

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Capítulo I: El marco histórico

Nacido en Palestina, de la predicación de un judío cuyos primeros discípulos fueron también judíos que, a su vez, se dirigieron a otros contemporáneos de igual procedencia, el cristianismo proviene en línea directa del judaísmo. Pero trasciende rápidamente del ámbito israelita en que se mantuvo al principio. Después de la primera generación, el mensaje cristiano es predicado a los gentiles y éstos lo acogen, de entrada, con mayor entusiasmo que Israel. Bien pronto, y de más en más son los paganos quienes lo adoptan: en el mundo grecorromano es donde la nueva religión avanza y se concreta realmente. En la Iglesia naciente, a este doble aporte corresponde una dualidad de tendencias que a veces llega hasta el conflicto abierto. El cristianismo es, sin duda, mucho más que la simple suma o la mezcla de las influencias y de los elementos judíos y griegos; es una creación original. Pero si no nos ocupáramos del substrato del cual nació y del contexto cultural y religioso en el cual se desarrolló y del cual, aunque lo repudiase, se alimentó, estaríamos totalmente incapacitados para comprenderlo.

Cuando aparece el cristianismo, Palestina está sometida desde hace varios siglos, salvo algunos breves intervalos, al dominio extranjero, iniciado con el cautiverio de Babilonia. Sucesivamente conquistada y ocupada por los caldeos, los persas, las dinastías helenistas de los Lágidas de Egipto y de los Seléucidas de Siria, conoce después de la insurrección nacional de los Macabeos algunos períodos sucesivos de autonomía relativa, bajo el dominio de los reyes de Antioquía, y de independencia casi

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total. En el año 63 a. C., Pompeyo la convierte en estado vasallo bajo la tutela romana. Gracias a la energía y a la habilidad política de Herodes el Grande (37-4 a. C.), rey por la gracia de Roma con el título de aliado y amigo del pueblo romano, Palestina brilla con un último resplandor. El reparto del reino entre los tres hijos de Herodes inaugura el último período del Estado de Palestina. Reunidos brevemente los territorios que lo componían, bajo el cetro de su nieto, Herodes Agripa (41-44 d. C.), quedaron después sometidos definitivamente a la autoridad directa de Roma. Judea lo estaba desde el año 6 d. C.; el resto —Galilea, Samaría y los países transjordanios de Perea— fueron dominados por Roma después de la muerte de Herodes Agripa. Con la única excepción de la Decápolis (región más griega que judía, situada al Este del lago Tiberíades y que después formó una monarquía vasalla) formaron la provincia de Judea.

La gobernaba un procurador cuya residencia habitual no estaba en Jerusalén —para no herir las susceptibilidades religiosas de los judíos—, sino en Cesárea, ciudad creada por Herodes en la costa del Mediterráneo. Dirigía la administración financiera y la justicia, en nombre de Roma, y mandaba las tropas estacionadas en la provincia. Pero a su lado subsistía la autoridad judía del Sanedrín, corte suprema de justicia para todos los casos atinentes a la ley mosaica, que regía la vida individual y colectiva de los judíos. Desempeñaba la presidencia un gran sacerdote en ejercicio. Aunque en determinadas situaciones aparecía como jefe de Estado y como jefe religioso al mismo tiempo, no tenía el prestigio ni la autoridad de la monarquía difunta. Y la influencia del sacerdocio, cuyos miembros pertenecían tradicionalmente a las grandes familias, chocaba en el Sanedrín y más frecuentemente en

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el resto del país, con la de los doctores de la Ley, los rabinos, que asumían y asumirían cada vez más la dirección espiritual del pueblo. La rivalidad de los dos elementos tendía a confundirse con la de dos partidos religiosos: los saduceos y los fariseos.

Más que un partido o, con mayor razón, más que una escuela, los saduceos eran una casta. Sus miembros pertenecían a las grandes familias de la aristocracia sacerdotal. Su vida religiosa gravitaba en los alrededores del Templo en el cual servían. Su piedad no estaba exenta del conformismo de las gentes vinculadas con el elemento oficial. Se les reprochaba la tibieza que mostraban, el espíritu de compromiso respecto de la autoridad romana. Eran conservadores por temperamento y desconfiaban de toda forma de mesianismo, porque siempre puede engendrar un brote revolucionario y trastornar el orden establecido. Según parece, desempeñaron un papel decisivo en la condena de Jesús. En cuanto a la doctrina y a la práctica religiosas, seguían al pie de la letra las Escrituras y la Torá, y rechazaban todas las nuevas creencias que habían implantado en Israel las influencias extranjeras, particularmente persas, después del exilio; no creían en la inmortalidad personal, ni en los ángeles, ni en el demonio; en todos estos aspectos y en muchos otros estaban en pugna con los fariseos.

No debemos apresurarnos a juzgar a éstos según la imagen que de ellos nos da el Evangelio. Lo más seguro es que no sea falsa, pero sólo mantiene un aspecto de la realidad: aísla los defectos, tan aparentes, de la religiosidad farisea y olvida las cualidades positivas. La noción farisea de la tradición oral, que completa y precisa a la Ley escrita, es un principio indiscutiblemente

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fecundo. Enriquece la especulación y la vida religiosa y las adapta a circunstancias no previstas por el legislador. En su conjunto, el esfuerzo de los fariseos tendía hacia una religión más viva y personal que fuera a la vez conocimiento profundo y práctica escrupulosa de la Ley y de todos los ritos tradicionales. Ocupaban un lugar preponderante el estudio del texto sagrado y de los comentarios hechos por los rabinos que más adelante serían codificados en el Talmud. Los yerros que el Evangelio reprocha a los fariseos son la pedantería, un formalismo menudo, una casuística estéril, el desprecio que el doctor, orgulloso de su saber, mostraba por la masa ignorante y pecadora. Confundían muchas veces, sin duda, lo esencial y lo que no lo es, poniendo en un mismo plano los imperativos de la ley moral y las prescripciones de la pureza ritual llevada hasta la manía. Sin embargo, con respecto a la religión estancada de los saduceos, los fariseos representaban un elemento de vida y de progreso. El judaísmo les debe el haber sobrevivido al desastre del 70, porque, junto con las solemnes liturgias del Templo, habían creado y difundido una forma original de vida religiosa centrada en la sinagoga, lugar, al mismo tiempo, de estudio y de oración. Gracias a ella el judaísmo pudo superar la catástrofe; en lo sucesivo se confundiría con el fariseísmo. En la época de Cristo, los fariseos ejercían ya una influencia preponderante porque no estaban unidos a una clase social, como los saduceos, ni a la Ciudad Santa únicamente. Jesús los encontraba en su camino constantemente. La misión cristiana habría de chocar en Israel con la resistencia del fariseísmo.

Pero la vida religiosa del judaísmo no se reduce a la rivalidad entre los dos grupos. Nuestro principal informador en la materia, Josefo, describe una tercera 'escuela', la de los esenios.

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Éstos viven al margen, lejos de Jerusalén y de las controversias oficiales. Su centro principal está en el Mar Muerto, pero tienen filiales en todo el país. Se trata de una secta, o más bien de una orden religiosa, con novicios y monjes sujetos al celibato y dedicados al estudio y al cultivo de la tierra. Los esenios tienen sus ceremonias de iniciación, prohibidas para el vulgo, y prácticas propias, en las que las abluciones ocupan un lugar considerable, relacionadas con su preocupación fundamental de pureza ritual y moral. Repudian los sacrificios sangrientos y profesan unas doctrinas muy particulares sobre los ángeles y sobre el destino del alma después de la muerte, doctrinas que están inspiradas en una amplia literatura secreta; contribuyen a explicar estas particularidades las influencias extranjeras, especialmente las pitagóricas y las iranias. El espíritu de los esenios, llevado al máximo, es el del judaísmo fariseo, al cual posiblemente le une un origen común. La influencia del esenismo, menos aparente que la del fariseísmo, parece, sin embargo, haber sido mucho más considerable de lo que podría suponerse por la modestia de sus efectivos. A pesar de su carácter esotérico, parece que sus escritos y sus doctrinas influyeron en toda la vida judía de la época y particularmente en las creencias escatológicas.

Por lo demás, el esenismo no es más que una secta entre tantas. Otra es el cristianismo naciente, como también el grupo fiel a San Juan Bautista y los diversos grupos bautistas que abundan por los alrededores del Jordán. La clasificación tripartita que nos propone Josefo es demasiado esquemática. A medida que progresa nuestro conocimiento del judaísmo, vemos cada vez más claramente su extrema complejidad. Si los saduceos parecen casi no tener matices, el fariseísmo, por el contrario, es multiforme y el

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esenismo se ramifica; pero la mayoría de los israelitas, y particularmente los campesinos, no se unen a ninguno de esos grupos, aun cuando sufran, en distinto grado, la influencia de uno u otro. Son judíos, simplemente, con mayor o menor fervor y sin una calificación especial. Además, más allá de los rótulos oficiales, podemos entrever una multitud de conventículos acerca de los cuales da una luz difusa, a veces, alguna alusión del Talmud, algún Padre de la Iglesia o un fragmento de un nuevo manuscrito. Los aspectos fundamentales del judaísmo, afirmación monoteísta y práctica de la Ley mosaica, podían enriquecerse y agilizarse de una manera tan múltiple que ninguna autoridad doctrinal de las reconocidas universalmente habría podido reglamentar. Se desarrolla de esta manera toda una vida sectaria que escapa más o menos del control del sacerdocio y de los doctores. Alcanza y a veces supera los límites entre los cuales se sitúa el judaísmo oficial y que puede llamarse ortodoxo. La observancia aumenta a veces y a veces se reduce; y el rigor monoteísta también se ablanda de vez en cuando. El judaísmo, considerado en sus formas clásicas, aparece, ante el paganismo que lo rodea, como un bloque impenetrable y sin ninguna grieta; pero, sin embargo, sufre su influencia a través de los grupos disidentes, más o menos heterodoxos, y también a través de la Dispersión.

Porque en aquellos tiempos Palestina está lejos de poseer toda la población judía. En el curso de los siglos que preceden a la era cristiana, las vicisitudes de una historia llena de acontecimientos determinaron la formación de una amplia emigración, unas veces forzada y otras espontánea, que se dirigió hacia Mesopotamia y, sobre todo, hacia las regiones mediterráneas unificadas bajo el Imperio romano. Así queda constituida la

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Diáspora, o Dispersión, cuya población es ampliamente superior a la de la pequeña Palestina. Existen colonias judías en todo el derredor del Mediterráneo y especialmente en los grandes centros. Son, en particular, importantes en Antioquía, Roma y Cartago, y en Alejandría que, si sólo consideramos los números, es más metrópoli de Israel que Jerusalén. El judaísmo está oficialmente reconocido y protegido por Roma tanto dentro como fuera de Palestina: es una

religio licita, de la misma manera que los cultos paganos. Lo que no

impide el estallido, a veces violento, del antisemitismo.

Esta situación de Palestina y del judaísmo, al principio de la era cristiana, tiene dos consecuencias mayores que debemos destacar. Por una parte, las torpezas políticas y la ocupación exasperan el sentimiento nacional judío. En el Estado teocrático que es Israel, este sentimiento tiende a confundirse con el religioso, o, por lo menos, a nutrirse de él. En contacto cotidiano con los goyim impuros, los judíos piadosos se encierran en una práctica escrupulosa de la Ley y multiplican las barreras rituales que los aíslan del exterior. Soportan con disgusto el dominio de la tierra santa por los paganos—con frecuencia tan chismosos e hirientes— y desean su caída. Esperan ansiosamente el restablecimiento de la independencia nacional y con ella la instauración del reino de Dios por el Mesías, hijo de David. Florece la literatura apocalíptica y deja entrever, en un día que parece próximo, el Día del Juicio, terrible para los impíos y radiante para el pueblo elegido, para el que supondrá una gloriosa recompensa.

Indudablemente esas disposiciones no se manifiestan con la misma acuidad en toda la población. Los saduceos desconfían. Los esenios condenan el oficio de las armas y sólo

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confían en Dios para ver instaurado su Reino. Por el contrario, los fanáticos zelotes, extremistas del fariseísmo, consideran un deber apresurar su llegada por medio de la violencia. En cuanto al fariseísmo medio, aun detestando el dominio extranjero, en los hechos, lo tolera con tal de que la libre práctica de la Ley quede salvaguardada. Entregado a la idea mesiánica, desconfía, sin embargo, de los agitadores y de los mesías que aparecen periódicamente y cuya influencia sobre las masas en general se ejerce en perjuicio de la suya propia. El núcleo de sus preocupaciones es la Ley y no el Mesías.

Pero ocurre que, de manera más o menos aguda, existe el problema que supone para todo judío la presencia de los romanos. Y la fiebre mesiánica adquiere carácter crónico en Palestina. Se manifiesta a veces en violentos estallidos, algunos de los cuales llegan hasta la Diáspora. Su resultado final fue el gran levantamiento de 66-70. El cristianismo nace y se desarrolla en esta atmósfera de crisis, en este fondo de remolinos mesiánicos. Como también él es un movimiento mesiánico, no deja de sentir las contradicciones de semejante situación.

Pero por otra parte, por mucho que el judaísmo quiera aislarse del mundo exterior, no logra impedir el contacto. En Palestina, y aún más en la Diáspora, se establecen relaciones no siempre hostiles. Las influencias se ejercen en ambos sentidos: el judaísmo, al recordar el mensaje universalista de los profetas, trata de convertir a los gentiles a la idea de un Dios único. Alrededor de cada sinagoga, una propaganda misionera activa hace que se reúna un grupo de paganos simpatizantes, los 'temerosos de Dios' que, junto con la fe monoteísta y la ley moral, acepta un rudimento

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de obligaciones rituales. Algunos llegan a la conversión integral consagrada por la circuncisión: son los prosélitos. Por lo contrario, el judaísmo se muestra sensible a su vez a los valores y a las bellezas de la cultura helénica. El griego es la lengua usual y hasta litúrgica de las comunidades dispersas. Los judíos más cultos de la Diáspora leen a los filósofos griegos. Y no hay duda de que les gusta encontrar en sus escritos el eco de la revelación bíblica haciendo de ellos los discípulos, más o menos conscientes, de Moisés. Pero al mismo tiempo, esas doctrinas penetran en ellos, que vuelven a pensar en su judaísmo en función de los nuevos datos adquiridos. Se elabora así una cultura judeo-helénica, cuyo foco principal está en Alejandría y cuyo más notable representante es Filón, contemporáneo de Cristo y de San Pablo. Se traduce la Biblia al griego. La versión llamada de los Setenta, que data del siglo II a. C., refleja fielmente el estado de espíritu de los judíos helenizados. Estaba destinada al mismo tiempo para uso litúrgico de las comunidades judías de lengua griega y para propaganda entre los paganos. Cuando empiece a extenderse el cristianismo por el Imperio, seguirá de una manera natural la senda abierta por el judaísmo helenizado y misionero. Recogerá su espíritu y, en buena parte, su clientela. La versión de los Setenta se convertirá en la Biblia oficial de la Iglesia. Sin la labor de preparación realizada por las sinagogas de la Diáspora, los rápidos progresos del cristianismo serían inconcebibles.

A través de ellas llega también el cristianismo a los medios paganos, y de ellos recibe, en buena parte y por ese conducto, su influjo. El Imperio Romano es un ámbito que se ofrece para su expansión: es en sus límites donde se ejerce la primera acción misionera de la nueva Iglesia. En Europa, en África y en

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Asia, todos los países ribereños del Mediterráneo, sin excepción, están sometidos a la autoridad romana que se extiende, además, hasta La Mancha y Gran Bretaña, hasta el Rin, el Danubio y el Eufrates. En aquellos tiempos, las fronteras disfrutan en toda su extensión de una tranquilidad relativa. En ninguna parte está seriamente amenazada todavía la integridad del Imperio. Al terminar las guerras civiles, Augusto le dio una estabilidad política que se mantuvo sin muchas dificultades durante el medio siglo que siguió a su muerte (año 14 d. C.). La vejez recelosa y cruel de Tiberio (14-37) y las rarezas de Claudio (41-54) no bastaron para clasificarlos entre los malos emperadores. Aparte del breve reinado de Calígula (37-41), asesinado —víctima de su locura—, y del de Nerón, que empezó de una manera eufórica y terminó, tras una serie de sangrientas tragedias, con el asesinato del emperador y abrió en la historia del Principado la primera crisis grave de sucesión, la dinastía julio-claudina aseguró en los inmensos territorios que estaban a su cargo una calma y una prosperidad notables. Es cierto que la paz romana sirvió mucho al cristianismo durante los Antoninos en el siglo I y más aún en el II. Sus primeros pasos se dirigieron naturalmente a lo largo de las grandes rutas comerciales, terrestres o marítimas, y hacia los principales centros del Imperio. Facilitó su propagación una unificación lingüística bastante avanzada por medio del latín en Occidente y del griego en Oriente, que se superponían a los idiomas locales como lenguas empleadas en las transacciones comerciales, la administración y la cultura. Esa propagación se produjo desde el principio en griego, lengua familiar a los judíos de la Diáspora.

Esta unificación política y cultural se acompañaría de la unificación religiosa, cuya primera etapa se había producido con

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las conquistas de Alejandro. No es que se hubiesen suprimido los cultos de los países que integraban el Imperio. Por el contrario, subsistían con toda su fuerza y daban a la vida de las provincias una complejidad y una variedad realmente notables. Pero, yuxtapuestos o identificados con las divinidades del paganismo oficial, los dioses indígenas fueron romanizados. El panteón grecorromano sigue nutriéndose a medida que se extienden las conquistas, y la fisonomía de las divinidades tradicionales se enriquece con nuevos rasgos que varían según las provincias. Hay tantos Júpiter como mitologías locales, y la similitud del nombre disimula mal la diversidad de dioses que supone. Esta interpenetración de las figuras divinas, de sus mitos y de los ritos celebrados en su honor, representa el hecho más importante de la historia del paganismo declinante: es el sincretismo. Sólo queda al margen el judaísmo, gracias a un privilegio que se le ha reconocido oficialmente, negándose a todo compromiso. Lo mismo hará el cristianismo, y ésa será la causa principal de las persecuciones.

En este movimiento de intercambios, el papel de Roma es, ante todo, receptivo. Las debilidades de su religión tradicional son todavía más visibles cuando está en contacto con otros cultos. Es una religión esencialmente cívica, cuyos sacerdotes son magistrados, que no tiene más que ritos, sin doctrina y sin ética, cuidadosa del formalismo pero que ofrece muy poco alimento a la vida espiritual. Ahora bien, si en algunos medios triunfan el escepticismo y la indiferencia, combinados con la práctica escrupulosa de los ritos que figura entre los deberes del buen ciudadano, y de todo hombre bien educado, muchas almas sienten claramente la necesidad religiosa. Quieren tener la certeza de la salvación y la seguridad de una segunda vida bienaventurada.

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Algunos buscan esto en la filosofía. Pero los grandes sistemas filosóficos responden de una manera muy imperfecta a esta búsqueda. El epicureismo es arreligioso, inclusive irreligioso. El estoicismo que practican los romanos tiende antes que nada a convertirse —como el cinismo— en una moral, separándose de todo el aparato cosmológico del que, en sus orígenes, estaba acompañada. Se abandona la especulación ontológica. Solo sigue preocupándose por ella la tradición platónica, a veces mezclada con el pitagorismo, aunque se desvía cada vez más en un sentido religioso. Pero, por lo demás, estos sistemas apenas si se dirigen a una élite de gentes cultivadas que, en general, desprecian a las gentes del vulgo y se preocupan muy poco por conseguir adeptos entre éstas. Pero la necesidad religiosa está en todos los sitios. Para satisfacerse plenamente, busca por otras partes y recurre a Oriente, gran proveedor de religiones.

El culto a Roma y a Augusto, que se rinde al genio de la ciudad imperial y a la persona del príncipe reinante, proviene de Oriente. Procede en línea recta del culto a los soberanos tal y como lo practicaban las monarquías helenas surgidas del Imperio de Alejandro y, antes que ellas, de los grandes Estados del Cercano Oriente. Fomentado y utilizado por Augusto y sus sucesores, supera a la persistente variedad de cultos locales, más o menos coordinados y fundidos, y sirve de base para cimentar la unidad moral del Imperio. El éxito logrado da la medida de la lealtad de los súbditos. El emperador, imagen y encarnación de los dioses celestes, en la terminología oriental que poco a poco se extiende por Occidente, es Señor y Salvador, Kyrios y Soter. En el culto que se le rinde hay algo más que servilismo cortesano.

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Pero muchos, sobre todo entre la gente humilde, tienen para este hombre divino que vuelve próxima y tangible a la benefactora Providencia de los Inmortales, un fervor auténticamente religioso. Valdrá la pena tenerlo en cuenta cuando se quiera comprender la difusión del cristianismo. Pero, claro, esta Providencia sólo se ejerce aquí abajo, en lo inmediato. Y lo que preocupa a estas almas es el más allá. En los cultos orientales, y en particular en los cultos de los misterios, encuentran la respuesta que necesitan para las preguntas que se plantean.

En la época romana los cultos con misterios han perdido el carácter estrictamente nacional que tenían las religiones de las cuales surgieron en Egipto, Siria, Asia Menor y Persia. En lo sucesivo se dirigirán cada vez más a todos, sin distinción de origen geográfico o social: son individualistas y universalistas a la vez. Tienen otros rasgos en común. A lo largo de una iniciación progresiva y secreta, y tras unas pruebas más o menos largas, comunican a sus fieles una doctrina del destino humano que profesan todos. A los iniciados, el conocimiento de esta doctrina, y sobre todo el cumplimiento de ciertos ritos que en su conjunto constituyen el misterio, les procura la seguridad de una inmortalidad feliz. El ambiente general en que se desenvuelven estas liturgias místicas es bastante confuso, sensual y a veces francamente inmoral: sin embargo, algunos de esos cultos, y particularmente el del dios persa Mitra, se preocupan por el esfuerzo moral y exigen de sus fieles una disciplina que linda con el ascetismo.

En el centro de la enseñanza esotérica se encuentra el mito del dios. Con la única excepción de Mitra, son dioses sufrientes; en sus comienzos son una imagen de la vegetación, que

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muere en otoño y vuelve a renacer en primavera. Osiris el egipcio, Atis el frigio, Adonis el sirio, mueren y resucitan luego para entrar en la inmortalidad. La iniciación consiste en reproducir simbólicamente la pasión, la muerte y la resurrección de su dios, en el creyente, convirtiéndole así en participante de su destino y dándole a su vez acceso a la inmortalidad. Divinidades dolientes, estos dioses son, asimismo —y Mitra, el único que no tiene asociada una compañera divina, también lo es, pero en otro sentido—, dioses salvadores, después de haber sido salvados ellos mismos y por haberlo sido. Estamos lejos del frío paganismo romano y se comprende fácilmente el. éxito que encontraron estos cultos en todos los sitios en que se instalaron. El período de su mayor difusión en el Imperio se sitúa en los siglos II y III. Pero ya al principio de la era cristiana están en pleno auge, no sólo en sus países de origen, sino también en los principales centros de Oriente y, la mayor parte de ellos, en Occidente, por lo menos en los sitios más importantes.

Es decir que su difusión es contemporánea de la del cristianismo, con el cual su doctrina y algunos de los ritos tienen una semejanza que llamó la atención aun de los primeros escritores cristianos. Para el historiador moderno plantean la cuestión de una posible influencia acerca de la que hablaremos más adelante. Algunos historiadores, impresionados justamente por esas semejanzas, pero desconociendo diferencias no menos notables, han considerado que el cristianismo no pasaba de ser un culto con misterios, con una estructura y un espíritu idénticos a los de los demás, y que Cristo, dios salvador, no era, como en los otros, más que una figura mítica nacida de la imaginación mística de un grupo de judíos iluminados. M. Couchoud, entre otros historiadores, ha sostenido en Francia esta tesis mitológica.

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M. Couchoud y sus discípulos parten del hecho siguiente: las Epístolas de Pablo, en las que el 'misterio cristiano' centrado en el Cristo divino se expresa con toda claridad, son los escritos más antiguos del cristianismo y, en particular, bastante más antiguos que los Evangelios —que, por lo demás, los sostenedores de esta tesis sitúan en un siglo II muy avanzado—; M. Couchoud y sus discípulos consideran que esta cronología neotestamentaria muestra fielmente dos etapas sucesivas en la elaboración de la fe cristiana: la figura del Cristo-dios habría precedido, en efecto, a "la leyenda del hombre Jesús".

No entro a discutir aquí, de manera detallada, esta tesis en la que, junto a datos de lo más pertinentes hay razonamientos de lo más engañosos y construcciones totalmente paradójicas. Plumas autorizadas la han refutado en varias ocasiones, a mi parecer de manera definitiva. Sin hablar de algunas inverosimilitudes enormes, descuida toda la elaboración oral de la tradición evangélica, que precedió y condicionó la redacción de los Evangelios. Pero por lo menos nos permite entrever el desarrollo de una manera suficientemente clara como para que no nos quede la menor duda. Nos permite también remontarnos, de hecho en hecho, hasta una fecha anterior a las Epístolas paulinas y hasta 'el hombre Jesús' mismo. Puede, pues, tenerse como hecho debidamente establecido que Jesús, personaje histórico, murió en Jerusalén hacia el año 30, durante el reinado de Tiberio y siendo Poncio Pilatos procurador de Judea.

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Capítulo II: La comunidad de

Jerusalén

El trágico fin de Jesús desconcertó, al principio, a sus discípulos que le habían acompañado a Jerusalén con la esperanza de ver instaurada allí su mesiánica realeza. Alguna razón hay al pensar que en su mayor parte ni siquiera esperaron a conocer el fin del proceso para dispersarse y volver, desesperados, a su Galilea natal. Los términos de desengaño que pone Lucas en boca de los discípulos de Emaús nos muestran de manera bastante exacta el estado de ánimo de la pequeña comunidad inmediatamente después del drama: “Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo;... nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó."Jesús Nazareno, el cual fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo ... Le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros príncipes a condenación de muerte, y lo crucificaron. Mas nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel: y ahora sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido" (Lucas 24,19-21).

En eso habrían terminado las cosas, y no habría tenido consecuencias el 'movimiento' de Jesús, fracasando, como tantos otros, en la historia del mesianismo judío, si no hubiese ocurrido un acontecimiento conmovedor: la resurrección. No vamos

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a intentar aquí una explicación de este hecho; el historiador no puede establecer ni invalidar la realidad; tanto la afirmación como la negación están más allá del plano de la historia; y el testimonio de los textos sobre la tumba vacía sólo puede convencer a los que admiten por adelantado la posibilidad del milagro. Todo lo que puede y debe notar y afirmar el historiador es que ocurrió algo sin lo cual no tendría razón de ser todo el desarrollo ulterior del cristianismo. Que ese algo tenga una realidad objetiva o que, por el contrario, sea de orden puramente subjetivo, no es cosa que para él tenga una importancia capital. Lo que la tiene, más que el hecho de la resurrección corporal, es la fe de los discípulos, la fe de Pascuas: "que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo." (I Cor 15,4-8). En este testimonio, el más antiguo que conocemos, la fe de Pascuas se expresa en su forma más simple. No se menciona en ella, en efecto, la Ascensión que, en los Hechos, está incluida entre las visiones de los primeros discípulos y la de Pablo, estableciendo entre ellas una diferencia bien clara, ni la tumba vacía, que es un elemento secundario de la tradición, y sí solamente las apariciones que disipan la desesperación, reaniman los corazones y fundan verdaderamente el cristianismo.

Observan nuestros textos una discreta reserva sobre los desfallecimientos de los discípulos, y no resulta fácil restablecer la realidad de los hechos a través de los profundos arreglos que la tradición evangélica les impuso. Pero se puede, por lo menos, tener

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por seguro que las primeras apariciones ocurrieron en Galilea (Marcos 16,7). Su efecto fue que los discípulos volviesen a Jerusalén para esperar allí el segundo advenimiento del Maestro — la Parusía—, la instauración del Reino de Dios. El jubiloso mensaje que en adelante proclaman es la resurrección de Jesús y su próxima vuelta. Así queda expresado en los discursos que los Hechos atribuyen a Pedro y que seguramente reflejan con fidelidad el pensamiento de la Iglesia de Jerusalén: "A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, ... que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó... Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.” (Hechos 2,22-24a.36) “Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal... " (3,19-21).

Pero el infamante suplicio sufrido por Jesús planteaba un doble y grave problema a los judíos, empezando por los discípulos. ¿Cómo habían podido hacerse culpables de semejante crimen en la persona del Mesías las autoridades de Israel? Y si Jesús era el Mesías, ¿cómo había muerto en la cruz sin que Dios hiciese nada? A través de los escritos del Nuevo Testamento, asistimos a las indagaciones del pensamiento cristiano en busca de una solución. Sobre el primer punto, nuestros Evangelios, en los que se expresa el punto de vista de la

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generación posapostólica —poniendo tal vez aparte a Mateo— y de la Iglesia de los gentiles, disminuyen la responsabilidad de Pilatos e insisten en la de Israel. Puede sin embargo admitirse con legítimas razones que los discípulos de Palestina no veían las cosas exactamente de la misma manera; pero el papel desempeñado por el Sanedrín en el proceso de Jesús fue tan evidente y decisivo que no puede negarse pura y simplemente. No obstante se le podían, al menos, conceder algunas circunstancias atenuantes. Es lo que Pedro hace en uno de sus discursos: "Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes". Y da a la vez la respuesta de la Iglesia primitiva al segundo de los puntos: "Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería” (Hechos 3,17-18). Para llegar a ser el Mesías glorioso, Jesús tenía que ser primero el Mesías del dolor.

Nos estamos alejando mucho de los puntos de vista ordinarios de la escatología judía, para los cuales la elección mesiánica se manifiesta de repente por el poder victorioso que, en una Palestina desembarazada por fin de paganos impíos, indica el comienzo simultáneo del dominio de Israel sobre las naciones y del reino de Dios en la tierra. Para arrancar a los discípulos de esos marcos tradicionales, fue necesaria la brutal realidad del Calvario. Pero seguramente recordaron las palabras que el Maestro mismo les había dirigido.

No puede dudarse de que Jesús tenía conciencia de ser el Mesías. Al nombrarse habitualmente como el Hijo del Hombre, reivindica, muy aparentemente, la prerrogativa mesiánica. Pero su función de Mesías parece que la concibió conforme a otra

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figura bíblica: la de Siervo sufriente (Isaías 40-55), todo humildad y sumisión total a la voluntad divina, en una vida de sacrificio y de abnegación. Y si al principio creyó que la inminente instauración del Reino sería también su propia glorificación no permaneció firme en esta idea optimista. No veo ninguna razón decisiva para que pueda sospecharse de la autenticidad sustancial de los pasajes en que habla de las pruebas que le esperan e imputárselas íntegramente a la pluma de los autores evangélicos, empeñados en mostrar que el Maestro había previsto todo, inclusive la crucifixión; lo que no excluye que los evangelistas hayan exagerado al transcribir lo dicho por Jesús. Tampoco es necesario que hagamos intervenir a priori teológicos. Estamos en el plano de la historia. Su ministerio se vuelve inexplicable si nos negamos a admitir que Jesús contempló y aceptó la eventualidad de sus sufrimientos, de la humillación y seguramente hasta de la muerte; me parece evidente que, al ascender a Jerusalén, asumió los riesgos que implicaba su decisión, aunque posiblemente no descartase de manera absoluta la posibilidad de una intervención victoriosa de Dios. Si, para resolver el enigma de su muerte, los cristianos han buscado después en la Biblia las imágenes del Maestro, ¿por qué no habría de haber hecho él lo mismo, sobre todo al ver cómo crecía en su derredor la hostilidad de los medios dirigentes? Es en su espíritu donde se formó la imagen del Mesías sufriente, y no simplemente en el pensamiento de las generaciones posteriores.

Ahora bien, esta concepción tal vez estuviese por entonces menos ausente del judaísmo de lo que se ha admitido durante mucho tiempo. Estaba ausente del judaísmo oficial. Seguros de ello, muchos críticos han considerado que en el pensamiento judío representaba una aparición tardía, seguramente

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debida a las influencias cristianas y que nunca había arraigado. Actualmente somos menos categóricos. Con la figura del Siervo, ofrecía la Escritura un punto de apoyo para formar la idea de un Mesías que fuese doloroso primero y glorioso después, hasta glorificado a causa de sus sufrimientos. No parecía, hasta ahora, que esta figura hubiese logrado mucho éxito fuera del cristianismo y antes que él. Pero se han encontrado nuevos documentos, escritos al margen de la ortodoxia de Jerusalén, que revelan perspectivas insospechadas.

Los manuscritos descubiertos hace poco cerca del Mar Muerto, casi seguramente anteriores a la era cristiana, nos proporcionan la biblioteca de una secta judía, llamada de la Nueva Alianza, que todo induce a considerar como una rama de la cofradía esenia descrita por Filón, Josefo y Plinio el Viejo. Junto con los más antiguos manuscritos de que pueda disponerse hoy, de diversos libros canónicos o apócrifos, figura un comentario del libro de Habacuc, interpretado con tanto saber como sagacidad por M. Dupont-Sommer, profesor de la Sorbona. Revela que el jefe de la secta, el misterioso "Maestro de Justicia", estuvo sujeto a la sevicia de los sacerdotes de Jerusalén, muy probablemente hacia la mitad del siglo I de nuestra era. Muerto en circunstancias poco claras, ascendió al cielo, según creían sus discípulos. Contaban éstos firmemente con su regreso para obtener una gloriosa victoria al final de los tiempos y, al parecer, la fe en el Maestro era la condición para la salvación y el ingreso al Reino.

Falta mucho para elucidar enteramente todos los problemas que este descubrimiento plantea. Pero sabemos lo bastante como para advertir que esta secta ofrece analogías

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exactas con ciertos puntos del cristianismo primitivo. Como Jesús, el Maestro de Justicia es, primero, heraldo, y después artesano del Reino, y al mismo tiempo es objeto de devoción y de especulación teológica. Para él también las vicisitudes de su vida terrestre suponen la seguridad de su exaltación y de su glorioso retorno. Quedan por precisar la naturaleza exacta y las influencias posibles. Si parece dudoso que entre la secta y la Iglesia naciente haya una filiación directa, no podemos dejar de advertir que reina en ambas una atmósfera muy semejante. No está dicha la última palabra con la desaparición del Maestro, ni para los fieles de la Nueva Alianza ni para los cristianos. Unos y otros se vuelven hacia el porvenir: la esperanza cristiana prolonga en cierta forma a la de la secta.

Además, la idea del Mesías sufriente fue aceptada por los primeros cristianos, pero no sin esfuerzo. Mesías, lo fue para todos en seguida. Por mucho que nos remontemos, el título de Cristo —Christos, el Ungido, equivalente griego del Maschiah hebreo— se une a su nombre como un segundo nombre propio; y la confesión de Pedro, "Tú eres el Cristo" (Marcos 8,29), parece reflejar claramente el pensamiento de sus discípulos cuando aún vivía. Pero les cuesta resignarse a que en su tránsito haya un lugar para el sufrimiento, y la idea, afirmada por San Pablo, del valor redentor de la cruz, es posible que no los haya iluminado, tan fuerte era la influencia de las concepciones tradicionales del judaísmo oficial. Esa influencia se ejerce también sobre otros puntos; los primeros discípulos no tuvieron ni el sentimiento ni la voluntad de salir del judaísmo.

Tenemos poca información sobre los progresos de la comunidad de Jerusalén, y nos ha costado bastante separar en los

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primeros capítulos de los Hechos, lo que es verdaderamente histórico, como, por ejemplo, lo que encubre exactamente el episodio de Pentecostés. Pero por lo menos se puede deducir lo siguiente: el mensaje cristiano primitivo se dirige con prioridad, y al principio de manera exclusiva, a los judíos, israelitas de nacimiento o prosélitos provenientes del paganismo. Las grandes fiestas judías, que llevaban a Jerusalén una cantidad considerable de peregrinos, dieron a los apóstoles la feliz ocasión de transmitirlo ante amplios auditorios. Es dudoso que tres mil hombres se convirtieran en un solo día por obra de su palabra (Hechos 2,41): puede sospecharse que el autor ha reunido en un episodio único y espectacular el resultado progresivo de esfuerzos mantenidos durante algún tiempo.

El núcleo de la comunidad está constituido por los discípulos de Galilea: los Doce que, según los Evangelios, fueron los más antiguos compañeros del Maestro; algunas mujeres que le siguieron cuando vivía y, finalmente, sus parientes más próximos, como su madre y sus hermanos. Estos últimos, que al parecer se mantuvieron hostiles durante el tránsito terrenal de Jesús, no se convirtieron seguramente hasta después de su muerte, en circunstancias que desconocemos. Este pequeño grupo, desprovisto de nexos firmes con Jerusalén, cuyas reuniones se celebraban en "la estancia superior" (Hechos 1,13), que la tradición ha identificado con el lugar en que se celebró la última Cena, parece que llevó una vida de comunidad. El régimen colectivista descrito en los Hechos (2, 44-45), probablemente es el de este grupo, y no el de la Iglesia ampliada. Si a esta pequeña colonia de galileos añadimos los discípulos atraídos por Jesús en Jerusalén, el número

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de ciento veinte personas que se nos da como grupo inicial (Hechos 1,15) está dentro de los límites de lo verosímil.

En cabeza del grupo está el equipo apostólico y, más especialmente, un triunvirato compuesto por Pedro, Juan y Santiago, hermano del Señor, a quienes Pablo llama "las columnas" (Gálatas 2,9). También los Hechos atribuyen a estos tres hombres un lugar particularmente importante. Pedro y Juan forman parte de los que comúnmente llamamos, imitando a los Evangelios (Mateo 10,2), los Apóstoles. Al principio, según nos dice San Pablo, el título de apóstoles, aunque englobaba a los Doce, tenía un sentido más amplio: Pablo lo reivindica con insistencia para sí mismo y lo aplica, además, en sus comunidades, a una categoría especial de fieles y, en la comunidad primitiva, a Santiago, hermano del Señor, que no forma parte de los Doce como su homónimo, el hermano de Juan (Gálatas 1,19, cf. I Corintios 15,5-7). Para Pablo, apóstoles son, de la misma manera que él, todos los que partieron a difundir el Evangelio, ya en Israel, ya en el exterior. Es decir, que entiende este término en su sentido etimológico de enviado —de Cristo—. Si los Evangelios especializaron después el título y lo restringieron a los Doce, es para designar a éstos como los apóstoles por excelencia, iniciadores de la predicación a los gentiles y jefes de la Iglesia universal, según el solemne mandato que Cristo resucitado les confirió en el momento de abandonarlos, definitivamente (Marcos 16,15 y sigs.; Mateo 28,16 y sigs.). Semejante transposición no responde fielmente a la realidad porque, como veremos, cabe pensar que si algunos de los Doce efectivamente participaron de manera muy activa en la misión en tierras paganas, no lo hicieron en seguida, y además la iniciativa no fue de ellos.

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Esencialmente, son los jefes espirituales — sedentarios al principio— de la Iglesia de Jerusalén y de las filiales que se fundaron inmediatamente en Palestina (Gálatas 1,22; Hechos 9,31). Su autoridad, y a través de ellos la de la Iglesia-madre, se ejerce no solamente sobre los judíos conversos, sino, además como dicen las Epístolas de Pablo, sobre los cristianos de la gentilidad. El que habla en nombre de los Doce y de la comunidad es unas veces Pedro y otras Santiago. Juan, al parecer, tiene una posición subalterna en cuanto a ellos dos. Al lado de los Doce, los Hechos mencionan a los Ancianos (14,4 y sigs). Cómo se repartían las tareas entre los dos grupos, es cosa que no sabemos exactamente. Pero por lo menos es evidente que el segundo estaba subordinado al primero; su autoridad seguramente era nada más que local y administrativa. En aquella época existían el nombre y la función en la organización de las sinagogas, de la cual lo tomó sin duda el cristianismo naciente. El mismo origen tiene el término de apóstol: según la costumbre judía, apóstoles eran los enviados por el Sanedrín a las comunidades de la Diáspora. Por sus componentes, su organización y su espíritu, la Iglesia primitiva aparece, pues, como una secta judía entre tantas otras. La mayor diferencia que hay entre ella y la ortodoxia oficial es el hecho de que los cristianos dan un nombre al Mesías anónimo que espera Israel. Pero no basta para crear un cisma.

La fe en Cristo Jesús y la esperanza de su próximo retorno no es seguramente la única originalidad de estos judíos cristianos. Tienen también ritos que les son propios y por medio de los cuales se afirman como grupo; un rito preliminar de admisión, el bautismo, y, a veces, la oración colectiva y la comida fraternal, el rito eucarístico de la partición del pan. En la costumbre cristiana uno

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y otro adquieren un significado particular, que se definirá poco a poco y a lo que volveremos a referirnos. Pero ambos preexisten en los oficios judíos. Desde el punto de vista judío, la organización cristiana no parece anormal y excepcional si tenemos en cuenta la flexibilidad y la complejidad que tenía el judaísmo en aquellos tiempos. Comparados con los esenios —que eran verdaderamente una orden monástica que ofrecía un carácter netamente esotérico con sus doctrinas y sus ritos secretos y que se abstenía de participar en el culto de los sacrificios de Jerusalén—, por ejemplo, los primeros cristianos, en muchos sentidos, están mucho más cerca del judaísmo común. Su cristología no se opone todavía al estricto monoteísmo israelita, porque si tienen por su Maestro una veneración que lo sitúa por encima de la condición humana, están lejos aún de identificarlo con Dios. Además, según la Ley, se comportan como judíos ejemplares. Sus reuniones cultuales y sus ritos no hacen sino sumarse a las manifestaciones normales de la religión judía: "Acudían al Templo todos los días ... y gozaban de la simpatía de todo el pueblo" (Hechos 2,46-47).

Se comprende que en tales condiciones la predicación cristiana captase inclusive a algunos fariseos y que los demás la vieran con relativa complacencia. Los Evangelios los muestran como irreductibles adversarios de Jesús. Esta manera de presentar las cosas refleja, por un lado, el antagonismo que opone a la segunda generación de la iglesia formada, cada vez más, exclusivamente por conversos paganos, y al judaísmo, confundido prácticamente, con el fariseísmo una vez desaparecido el Templo y el partido saduceo. Los trabajos recientes de investigadores judíos y cristianos han revelado más de una semejanza entre la enseñanza de Cristo y la de los fariseos. Los escritos rabínicos ofrecen más de

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un paralelo con las sentencias del Sermón de la Montaña. La moral de Jesús procede en línea recta de la gran tradición profética, que proclama la primacía del espíritu sobre la letra, de la pureza de corazón sobre la pureza ritual, de la piedad interior y de las obras de justicia sobre los holocaustos. Aunque por vías diferentes y menos perceptibles, también el fariseísmo está unido a la tradición profética. La idea de la paternidad divina y la ley del amor, que en la predicación de Jesús logran un relieve y una fuerza inigualados aún, se encuentran también entre los rabinos. La diferencia consiste en que mientras éstos llevan los grandes imperativos proféticos a un lenguaje de legistas y de casuistas, Jesús restituye al mensaje de los profetas toda la vigorosa espontaneidad que tenía. El espíritu es fundamentalmente distinto en ambos lados, y el conflicto que pintan los Evangelios es algo más que una simple anticipación.

A pesar de algunas afinidades muy evidentes, Jesús y los fariseos chocaron particularmente porque tenían concepciones totalmente irreductibles sobre la Ley. Para los fariseos, esa Ley, oral o escrita, ritual o moral, es igualmente santa e intangible en todas sus prescripciones, y su práctica escrupulosa es la condición de toda verdadera religión. Por el contrario, Jesús, por muy respetuoso que fuera en tantas ocasiones del mandamiento y de la observancia, no dudaba a veces en hacer lo contrario. Para él, las disposiciones del corazón son determinantes. Si mantiene la autoridad imperativa de la Ley moral y, en algunos casos, inclusive insiste en su rigor, en materia de observancia ritual, en cambio, critica libremente las costumbres consagradas por siglos de tradición religiosa y, de ser necesario, se exime y exime de ellas a sus discípulos. Para los fariseos, aparece, pues, como un

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escandaloso revolucionario que opone su autoridad personal a la de generaciones de doctores, llegando a corregir hasta la Torá.

Sobre este punto, los primeros discípulos tampoco comprendieron perfectamente ni siguieron con fidelidad el mensaje y el ejemplo del Maestro. La disciplina de estricta observancia, personificada por Santiago, cuya importancia no dejó de crecer en la comunidad, planteará un tremendo problema cuando, el cristianismo se dirija a los paganos. Por de pronto, sirve para que la Iglesia goce de una paz casi total como secta del judaísmo.

Es característico que las primeras dificultades —sin ninguna gravedad— que tuvieron que vencer los Doce fuesen causadas por los saduceos, y, como nos dicen los Hechos (4,1 y 5,17 y sigs.) porque "anunciaban en la persona de Jesús la resurrección de los muertos" y porque hacían milagros en nombre de Cristo. El temor a un despertar del mesianismo político explicaría, junto con la oposición doctrinal, la reacción del partido sacerdotal. La intervención de Gamaliel, ilustre doctor fariseo, en favor de los cristianos (5,34 y sigs.) sin duda no tuvo realidad histórica. Pero no deja de ser verosímil, porque la religión de los fariseos está más cerca de la de los judeo-cristianos, en muchos aspectos, que de la de los saduceos.

De hecho, el cristianismo naciente no encontró la unánime oposición de las autoridades y de la opinión judía hasta que empezó a poner en tela de juicio algunos puntos fundamentales e intocables de la Ley. El sermón de Esteban contra el Templo significó su lapidación. Pero la persecución consiguiente se limita al grupo de los griegos, sus discípulos. Cuando los Hechos nos dicen que dispersaron entonces a toda la Iglesia de Jerusalén, excepto a

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