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Apogeo de la Escolástica

L A CULTURA EN LA C RISTIANDAD

V. L A ESCOLÁSTICA

2. Apogeo de la Escolástica

El siglo XIII, siglo de oro de la Edad Media, como lo señalamos anteriormente, lo fue también en el orden intelectual, reuniendo una constelación de gigantes de la Escolástica, como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y también, aunque sus nombres no tengan el mismo timbre de gloria, ya que introdujeron serias desviaciones, Duns Scoto y Roger Bacon. Fue la época del apogeo de las Universidades y del ingreso en sus cátedras de numerosos frailes franciscanos y dominicos. Esto último no se llevó a cabo sin que se produjesen algunos remezones, en buena parte fruto de envidias.

Y se ligó con un hecho de capital importancia, que influiría decisivamente en el curso del pensamiento escolástico, la llamada «invasión aristotélica». Podríase afirmar que hasta entonces, en líneas generales, por cierto, el pensamiento cristiano, desde los Santos Padres, había sido preferentemente platónico. El aristotelismo, con su realismo y sus métodos tan racionales, era por lo común poco conocido. Es verdad que, como dijimos más arriba, el Estagirita había reaparecido en Occidente merced al influjo de la cultura musulmana y judía. A partir del siglo XII, comenzaron a multiplicarse sus traducciones gracias a árabes como Avicena y Averroes, o a judíos como Maimónides. La irrupción de este pensamiento, al parecer tan poco integrable con la tradición cristiana, no dejó de preocupar a los hombres de Iglesia, máxime que las ideas de Aristóteles se presentaban escoltadas por los dudosos comentarios del árabe Averroes. Pero fue precisamente entonces, y esto no deja de ser providencial, cuando un hombre genial, Sto. Tomás, descubrió que el pensamiento de Aristóteles no era incompatible con el

Evangelio, más aún, podía resultar muy apto para esclarecer algunos aspectos de la filosofía e, indirectamente, de la misma teología, sin que ello implicase ruptura alguna con la tradición.

Antes de decir algunas palabras sobre los «grandes» del glorioso siglo XIII, aludamos, aunque sea de paso, a algunos de sus precursores, como Alejandro de Hales, perteneciente a la Orden de los Hermanos Menores, y S. Alberto Magno, de la Orden de Predicadores. Tales «precursores» fueron eximios, por cierto, pero en alguna forma quedarían eclipsados por los dos gigantes de la siguiente generación, el franciscano S. Buenaventura y el dominico Sto. Tomás.

La figura de S. Buenaventura (1221-1274) es realmente luminosa. Nos hubiera gustado extendernos en la exposición de la vida y el pensamiento de este gran Doctor de la Iglesia pero el tiempo es tiránico… Tras entrar en la Orden de San Francisco y ser discípulo de Alejandro de Hales en París, pasó luego a ocupar una cátedra en dicha Universidad, donde enseñó con gran aceptación de los estudiantes. Ulteriormente fue nombrado Ministro General de su Orden. Su actividad resultó incansable, predicando por doquier, asesorando sínodos y concilios, frecuentando a varios Papas y aconsejando a numerosos nobles, lo que no obstó a su recogimiento, ya que fue un hombre de intensa vida interior. Su personalidad se revela verdaderamente polifacética: sin dejar de meditar y escribir incesantemente, fue exégeta, organizador de su Orden, gran orador, pero sobre todo eximio teólogo y místico profundo.

La otra gran figura, la figura cumbre, es Sto. Tomás (1225- 1274). Oriundo de Roccasecca, en las cercanías de Monte Cassino, fue vástago de una de las más nobles familias de Italia; el emperador Barbarroja era tío suyo, y Federico II su primo. Tras estudiar con S. Alberto Magno en el Estudio dominicano de Colonia, fue nombrado profesor en la Universidad de París, donde a la sazón enseñaba Buenaventura. Como éste, asesoró también a diversos Papas, asistió a Concilios, enseñó en las Universidades, al tiempo que escribía y escribía, sin cansarse jamás.

Este esgrimidor de ideas, afirma con admiración Daniel- Rops, era el mismo que cuando tenía que resolver una cuestión ardua, apoyaba su frente contra la puerta del sagrario; el mismo que, con la sencillez de un estudiante, ponía su trabajo bajo la protección de la Santísima Virgen; el mismo que confesaba haber «conocido, en visiones místicas, cosas junto a las cuales todos sus escritos no eran más que paja», como lo explicitó al final de su vida; el mismo que escribió ese gran homenaje al Santísimo Sacramento que es el Oficio de Corpus Christi y los versos del Lauda Sion o el Pange lingua; el mismo, en fin, que en su lecho de muerte, en la abadía de Fossanova, se hizo leer por un monje el más místico de los libros de la Escritura, el Cantar de los Cantares...

El número de las obras que escribió durante su relativamente breve existencia es abrumador y el contenido de las mismas variadísimo. Casi ningún tema de trascendencia quedó sin ser tratado por su pluma, y siempre de manera genial. Nadie ha concebido más atrevidamente que él el sueño de una catedral de la inteligencia donde los conocimientos particulares se ordenaran tan jerárquicamente a lo universal. Comentó diversos libros de la Sagrada Escritura con una penetración exegética que pasma, pronunció espléndidos sermones, redactó obras apologéticas de gran nivel, libros sobre Lógica, Física, Ciencias Naturales, Política y Metafísica, precisando verdades de orden teológico y filosófico, de derecho privado y público, de índole especulativa y práctica. Pero por sobre todo tuvo la idea –tan típicamente medieval– de abocarse a la confección de una Summa, con el propósito de ofrecer a sus estudiantes una enseñanza precisa y sistemática. Y así llevó a cabo una obra que trascendería su época, proyectándose a todos los tiempos por venir: la Summa Theologica, que es la Summa de su genio, lo más sublime que en el orden intelectual nos legara la Edad Media. Redactada en forma de preguntas y respuestas, según la costumbre vigente en la Escolástica, es a la vez una obra maestra de análisis y de síntesis. De análisis, porque allí va tomando una por una las cuestiones que interesan, y examinándolas con un asombroso arte de disección

intelectual. De síntesis, pues los elementos así analizados se integran en aquella catedral de la inteligencia, a la que aludimos poco hace. Y no sólo llevó adelante este trabajo de índole arquitectónica, sino que se autopropuso un sinnúmero de objeciones –más de diez mil– contra las tesis sostenidas en el cuerpo de cada artículo, dándoles sus consiguientes respuestas. Fue tal su mirada de águila que no sólo impugnó los errores propuestos hasta entonces sino que se adelantó a errores futuros refutándolos por adelantado. Un profesor que tuve en filosofía, me decía que en una de esas objeciones había resumido en pocas palabras lo que en el siglo XX sería la sustancia del existencialismo, con la réplica adecuada.

Dijimos hace un momento que fue también gloria de Sto. Tomás el haberse animado a asumir el pensamiento de Aristóteles en todo lo que era valedero, integrándolo al patrimonio de la tradición. En la inteligencia de que el Estagirita era el filósofo antiguo de mayor valor especulativo, el Doctor Angélico se propuso poner su doctrina al servicio de Cristo. Quizás lo más enriquecedor que tomó de Aristóteles tiene que ver con aquella discusión a que aludimos al comenzar a tratar de la Escolástica, es a saber, la conexión entre la fe y la razón. Aristóteles mostró hasta dónde puede llegar la razón del hombre. Para Sto. Tomás, la razón y la fe tienen cada una su ámbito propio, su campo específico de acción, con lo cual comenzaba a resolverse el famoso problema de sus mutuas relaciones. Jamás la razón podía oponerse a la fe, dado que la verdad es una, por ser Dios la fuente de todos los órdenes de verdad. La verdad según la razón y la verdad según la fe debían, pues, coincidir en sus apreciaciones y en sus resultados, más aún, debían ayudarse mutuamente en colaboración jerárquica.

Justamente señala Daniel-Rops que al afirmar de manera tan categórica la distinción entre la fe y la razón, Sto. Tomás abrió las compuertas para un desarrollo vigoroso de la filosofía, con su método peculiar, distinto del de la teología, si bien a ella subordinada. Semejante actitud presupone una clara distinción entre la naturaleza y la gracia. La naturaleza es el soporte de la gracia, y la gracia, al tiempo que supone la

naturaleza, la eleva de manera inconmensurable. Dicha distinción corresponde a la distinción entre razón y fe, así como entre natural y sobrenatural. Tales distinciones, aplicadas al orden temporal, están también en la base de aquello a que aludimos en la conferencia anterior, y que desarrollaremos en la próxima, es a saber, las relaciones entre el poder político y la autoridad espiritual, así como la subordinación de lo temporal a lo sobrenatural. Distinguir para unir. Porque lo que más se destaca en el pensamiento de Sto. Tomás es su capacidad de integración y de armonía: armonía del objeto con el sujeto en el ámbito del conocimiento; armonía del alma con el cuerpo en el hombre individual; armonía de los seres inorgánicos y orgánicos en el mundo físico; armonía de los trascendentales metafísicos del ser en el interior del ente; armonía de la creación con el Creador; armonía de la Iglesia y del Estado en la polis; armonía de las naciones en el orden internacional.

Dicha unión armónica brota, sin duda, de una consideración sintética del universo, entendido como obra sublime de un Dios perfectísimo, así como de un concepto elevado del hombre, considerado como criatura privilegiada salida de las manos de Dios para retornar a Dios. Bien dice Daniel-Rops que «el Tomismo es a la vez una Filosofía y una Teología separadas en su orden y unidas en sus propósitos. Es como una pirámide del espíritu; las bases descansan fuertemente sobre el suelo de lo real, de lo concreto, de lo sensible, pero la cumbre se hunde en lo infinito y lo invisible» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 410-411). Algo así como las catedrales góticas, podríamos agregar por nuestra parte, bien hundidas en la tierra pero flechadas hacia las alturas.

De Sto. Tomás ha escrito C. Dawson: «La naturaleza le había preparado bien para tal tarea. Hijo, no del Norte gótico, como Alberto o Abelardo, sino de la extraña frontera de la civilización occidental –en donde se mezclaban la Europa feudal y los mundos griego y sarraceno–, descendía de una familia de cortesanos y trovadores, cuya suerte estaba íntimamente ligada a la de aquella brillante corte medio

oriental, medio humanista, del gran emperador Hohenstaufen, ya la de sus malogrados sucesores, cuna de la literatura italiana y, al propio tiempo, una de los principales canales a través de los que la ciencia árabe llegó al mundo cristiano... La mente occidental se emancipa con él de sus maestros árabes, para retornar a su origen. En verdad, hay en Sto. Tomás una real afinidad intelectual con el genio griego. Más que ningún otro pensador occidental, medieval o moderno, poseyó la única tranquilidad y el don de la inteligencia abstracta que caracteriza a la mente helénica» (Ensayos acerca de la Edad Media, 180-181).

El vigor incomparable de su sistema reside en esa solidez con que todo se ordena, se articula y se equilibra en él, desde lo más humilde a lo más sublime. Tal es, en síntesis, el pensamiento tomista, una de las cúspides a que ha llegado la inteligencia del hombre, y la expresión más pura de la idea medieval.