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adj Dicho de una persona: Que procede por principios, y con rigidez en su tenor de vida o en sus escritos, opiniones, etc.

In document Abuso Sexual y Malos Tratos Contra Niños (página 105-111)

Lic Jorge Garaventa

2. adj Dicho de una persona: Que procede por principios, y con rigidez en su tenor de vida o en sus escritos, opiniones, etc.

No es posible imaginar que prácticas tan frecuentes y generalizadas puedan pensarse independientemente de la organización social.

Tampoco es correcto pretender que quienes incurren en tales prácticas son prisioneros de la cultura, ya que hay un momento de definición subje- tiva donde, con dolor o sin él, se escoje un camino.

Parto de la base, entonces, que los individuos no son barriletes al viento sino que van diseñando un itinerario para sus vidas. Esto no im- plica desdeñar el efecto de las situaciones de exclusión social y priva- ción que puedan afectar a cada uno. Implica en todo caso destronarlas del lugar de justificación.

Una concepción errónea, casi cómplice, hace decir a Freud que hay un sujeto descentrado que actúa más allá de su voluntad; reforzada con una lectura caprichosa de Lacan que disculparía actitudes y conductas porque en realidad el o la sujeto estarían sujetados por la palabra de otro alojado en su inconsciente y que por ende sería el verdadero res- ponsable de su accionar.

Hemos criticado, y lo seguiremos haciendo cada vez que sea necesario, tanto al psicoanálisis como a sus teóricos, pero no en este aspecto. Ni

Freud ni Lacan han escrito una sola linea para desresponsabilizar al sujeto por sus actos. Es más, conocidas son algunas anécdotas donde el maestro vienés reprendía severamente a sus pacientes por algunas descortesías o desprecios de origen inconsciente pero que a su entender no los libraba de tener que asumir la autoría en los hechos e intelectual.

Entonces, para ir mostrando el horizonte ideológico del que parto, el maltrato y abuso sexual hacia la niñez son eso, maltrato y abuso. Esta- mos hablando del efecto de una situación desigual donde el poderoso utiliza su superioridad para el placer que le proporciona su víctima ani- quilada y sometida.

Hay cosas en las que ya no podemos plantearnos ninguna ambigüedad. No se puede seguir pensando el maltrato como una herramienta correctiva equivocada pero bien intencionada, ni el abuso sexual infantil como una compulsión sin freno.

Ni el maltrato tiene por objeto una niñez sana, ni el abuso responde a una necesidad sexual.

Cuando hace unas semanas veíamos los restos de lo que alguna vez fue Diego Maradona, era difícil sustraerse a su discurso: “Mi padre me pegaba, mucho, pero tenía razón, claro que tenía razón, quería lo mejor para mí, só- lo que yo no lo entendía”, para agregar minutos después: “Jamás le podría pegar a mis hijas, no me lo perdonaría jamás con todo lo que las amo. Una vez la empujé a Dalma, no le pegué, me saqué y de impotencia la empujé apenas. Me quería cortar las manos. Le pedí perdón de rodillas. Nunca po- dría pegarles. Sería monstruoso... imperdonable”.

La disociación entre lo vivido en su niñez y este presente es el ingredien- te necesario para no contactarse con la soledad y el desasosiego que el mal- trato ocasiona. La culpa cierra el círculo de sumisión. Diego es la rama tor- cida. El padre le pega porque es mal hijo. Él empuja a su hija porque es mal padre. Se droga porque es mala persona. Sólo un nuevo castigo, la in- ternación compulsiva por su interés superior, lo redimirá de su naturaleza maligna. Pero será un mal paciente...

Carmen Frías, actual Directora de Niñez del Gobierno de la Ciudad, nos decía el año pasado en este mismo curso:

“Yo creo que si no se hubiera empezado a trabajar la temática de gé- nero profundamente y no se hubieran, valga la redundancia, profundi- zado los estudios sobre mujer, no se habría podido dar cuenta de las desigualdades existentes que impone la cultura del patriarcado, moti- vo por el cual no habrían salido a la luz ni se habrían develado las si- tuaciones que quedaban encerradas dentro del ámbito doméstico, ám-

bito que por esta misma cultura patriarcal era imposible que se abrie- ra a otras miradas; con lo cual las peores de las situaciones podían continuar sucediendo, encerradas tras los muros de una casa y disi- mulados en lo que supuestamente son los modelos ideales de familia. La familia es una organización, y es una organización que por la mis- ma interacción de sus miembros tiende a ser generadora de conflictos; no siempre los conflictos que se desarrollan en el ámbito familiar de- vienen situaciones de maltrato infantil o situaciones de abuso sexual infantil pero algunas veces sí, y me parece que esto, partir de que mu- chas de estas situaciones se dan dentro de las familias, implica el pri- mer reconocimiento para hacer un abordaje adecuado.

La impronta del patriarcado hace que las familias se organicen de acuerdo a las jerarquías de poder, que son absolutamente desiguales y a partir de las cuales en muchas ocasiones se naturalizan las situa- ciones de violencia, dominación, la creencia de que los hijos son pro- piedad privada de los padres, lo cual implica que cada uno hace con esa propiedad privada lo que cree que puede y tiene ganas de hacer.” En estos tiempos se han agudizado algunas contradicciones que han traído como consecuencia que algunas cuestiones que pertenecían al ám- bito de lo privado, por ende de lo individual, de lo solitario, hoy sean ma- teria de interés y derecho público.

El final del siglo trajo aparejado la caída de algunos estandartes propios, permitiendo ver, al correr el cortinado, las más diversas vejaciones a la niñez que se alojaban y aún se alojan en la familia, la cultura y la sociedad toda.

Agudizadas hoy hasta extremos indecibles, la pobreza, la niñez abando- nada y golpeada, la prostitución infantil-juvenil, eran invariantes obligadas. Cada una era difícilmente posible sin las otras. Era suficiente entonces, en- carar a fondo una solución a la injusticia social para que los males cesaran y la infancia volviera a ser la isla de la fantasía.

Por supuesto que dicha solución nunca fue encarada, pero algunos ve- los empiezan a correrse, de la mano de los estudios sobre sistema familiar violento, estilo de familia, de maltrato, de sometimiento a la niñez, que, sa- bemos hoy, no es patrimonio de los pobres.

El noble y el villano comenzaron a asomar al mundo como sujetos del exe- crable delito de convertir en un infierno la vida de las niñas.

Como bien lo describe Eduardo Fernández, en el libro antes citado, la prác- tica del maltrato infantil es tan antigua como la humanidad misma. Agrega que la violencia estuvo siempre encubierta de fines altruistas. En la antigüe- dad el sacrificio propiciatorio buscaba mejorar el bienestar de la progenie.

Otro ejemplo aberrante es el de los niños con síndrome de Down, a quie- nes, con el fin de ahorrarles el sufrimiento de una vida discapacitada se los sometía a una horrible muerte al ser arrojados desde lo alto de la monta- ña. Queda a la vista que estos hechos no incluían realmente al niño/a sino a los adultos que luego deberían “cargar” con la vida de ese niño/a.

Y por supuesto, la educación no ha sido ajena a este tipo de excesos. ¿Quién no recuerda los golpes del puntero sobre la cabeza o los dedos, el tirón de orejas, mantenerse parado durante horas o arrodillarse sobre maíz?

Y si de humillaciones se trata, los gritos desaforados ante una travesu- ra, o las orejas de burro ante un fracaso escolar, no son precisamente fan- tasías de bruja mala sino precisamente realidades cotidianas en nuestros colegios de hace algunos años.

Bueno es recordar también que este tipo de prácticas contaba con el bene- plácito de la comunidad educativa y de los padres en general, o al menos con su mansedumbre cómplice. Felizmente, no sólo desde quienes luchamos por los derechos de la infancia sino desde el sistema educativo mismo surgieron los anticuerpos que permitieron erradicar estas prácticas en general, pese a que no se puede negar la persistencia de bolsones autoritarios.

Y ¿qué decir del “ya vas a ver cuando venga papá”.

“Voy a hablar con mi mujer”, decía un padre en una entrevista hace un tiempo. “No me gusta mucho esto de llegar y tener que empezar a repartir palos por lo que hicieron los chicos cuando yo no estaba. Me resulta muy frío. Le voy a decir que empiece a pegarles ella un poco también, si no el malo soy siempre yo.”

Más allá de lo que produzca este relato, creo que coincidiremos en que no se trata de una situación atípica.

Sobre la reversión de estas prácticas en las escuelas, el especialis- ta en educación Jaime Barilko reivindicaba hace un tiempo la violen- cia física y psicológica hacia la niñez como uno de los pilares de la educación: “hoy los maestros no hacen nada”, decía, “en mis épocas, cuando un chico se mandaba una macana se llamaba a los padres, y ahí nomás, delante del maestro le encajaban un coscorrón” (humilla- ción y violencia).

Dar un coscorrón es uno de los legados de la cultura cotidiana al mal- trato infantil, sinónimo de “un cachetazo dado a tiempo, o de ese golpe que madres y padres dicen jamás dar, sólo un chirlo, sólo eso” (reporta- je en diario La Nación).

Las estadísticas en los hospitales, sobre todo de niños, muestran el ho- rror en donde suele finalizar aquello que empieza como un chirlo... Los hos- pitales psiquiátricos también.

En un programa de Magdalena Ruiz Guiñazú, decía hace unos años el columnista Carlos Burone: “Siempre recuerdo como un ejemplo de lo que debe ser la educación cuando había que formar fila en silencio para salir de la escuela. A veces se escuchaba una risita y enseguida el ruido seco de un cachetazo. Cuando salíamos, los dedos marcados en la cara señalaban al indisciplinado. Era duro, pero no hay dudas de que no lo volvía a hacer, no como hoy que se le ríen en la cara a los maestros”.

“La letra con sangre entra” es finalmente otro de los símbolos de esta violencia consensuada socialmente.

Locos, locas y niños-problema a su vez eran la expresión del grupo minoritario de adultos y niños que se rebelaban y rebelan frente a este “natural” trato.

Mucho de esto ha cambiado sólo en las formas y constituye prácticas secretas, no dichas, vergonzantes, de la cultura educativa y social.

Pero si hay algo que está más en relación con el sufrimiento y la niñez del siglo XXI es el develamiento del abuso sexual y el incesto contra la hija niña.

No hay instituciones que no estén alcanzadas por la evidencia o la sos- pecha (hablo de instituciones en sentido general, no particularizando en nombres propios); públicas y privadas, laicas y religiosas, jardines de in- fantes, escuelas, hospicios, hospitales, institutos, a diario recrean este tipo de episodios, mayoritariamente perpetrado contra niñas. Hay entonces una necesaria perspectiva de género para abordar el tema. Viene en nuestro au- xilio Isabel Monzón:

“En mi experiencia clínica se confirma lo ya conocido: habitualmente el abuso se comete dentro del ámbito familiar: tíos, abuelos, padres, her- manos, un amigo de la familia. Tal vez sea por este hecho que, aunque es un delito, por temor o por desmentido con demasiada frecuencia no se denuncia. Las estadísticas del abuso nos hablan de altos porcenta- jes, mayores en el caso de las niñas. Los abusadores, en general, son varones. Provienen de cualquier clase social, religión, raza, profesión, y muchos de ellos son casados.

Se vuelve imprescindible entonces descifrar qué sucede en el psi- quismo de las criaturas que son abusadas en la infancia, qué con- secuencias psíquicas se producen en la adultez, qué sucede en el aparato psíquico de los testigos del abuso y qué pasa en la men- te de los abusadores. Descifrar estas incógnitas nos lleva directa- mente al tema de la violencia de la desmentida en el abuso se- xual contra menores. Cuando digo desmentida me refiero a un mecanismo psíquico a través del cual desconocemos algún aspec-

to de la realidad con el que no queremos o no podemos enfrentar- nos. En su Diccionario de Psicoanálisis, Laplanche y Pontalis de- finen a la renegación o desmentida como un mecanismo de defen- sa consistente en que el sujeto rehúsa reconocer la realidad de una percepción traumatizante. Se trata de un mecanismo psíqui- co útil en algunos casos. Todas las defensas lo son, según el gra- do, el momento y la frecuencia con que las usemos en las diferen- tes etapas de nuestras vidas, en tanto nos ayudan a enfrentar an- siedades y conflictos cotidianos. Pero, si alguno de esos mecanis- mos se utiliza en demasía, el psiquismo se daña.”

Cuando un delito-abuso es perpetrado hay toda una maquinaria de com- plicidades y silencios que se pone en marcha para evitar que la víctima ha- ble o sea escuchada.

Un ejemplo fresquito lo tenemos hoy con el caso Grassi, donde cuatro estudios de abogados, de los más poderosos del país, enfrentan y denostan impiadosamente en los medios y en los tribunales a dos menores casi indi- gentes, o al menos pauperizados, y sin asistencia legal.

Detengámonos aquí: el abuso sexual en cualquier grado, produce daño psicológico severo. Cuando digo cualquier grado, me refiero también a la tentativa. De cómo el niño haya reaccionado depende también la reestruc- turación psíquica.

Estos acontecimientos producen siempre desestructuración psíquica. Si el niño cree haber experimentado placer, o haber sido partícipe activo del abuso, la sensación de culpa potenciará infinitamente el sufrimiento.

He dejado para el final el más oculto y negado de los delitos contra la niñez, cuya frecuencia y extensión es bastante mayor que los bien intencio- nados pueden suponer.

Me refiero al incesto ocurrido entre un padre y su hija niña, que como bien dice Eva Giberti, que ha dedicado un estudio muy meticuloso al tema, “cons- tituye la violación de una menor a la que su progenitor victimiza y a la que una calificación técnica nomina abuso sexual incestuoso”.

Agrega la autora:

“al haberlo incluido en el rubro abuso sexual, se omite el reconocimien- to de lo incestuoso como categoría autónoma en la cual existe un victi- mario cuyo perfil se define por haber concebido a la víctima, y de he- cho, por tener la obligación social, civil y psicológica de tutelarlo. Datos que abren un espacio con significación propia...”; “...el incesto que des- cribimos se caracteriza porque el padre que viola a su hija instala un

vínculo sexual genital con ella que persiste en el tiempo y porque le exi- ge a la niña guardar silencio acerca de dicha relación, circunstancias que tipifican el hecho con características propias.”

In document Abuso Sexual y Malos Tratos Contra Niños (página 105-111)