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El puente entre la primera y la segunda infancia

El período comprendido entre el segundo y tercer año es muy importante en el desarrollo emocional. El desarrollo del yo permite la conciencia de los es­ tados emocionales, es también el momento en el que emergen las emociones sociomorales —culpa, vergüenza, orgullo, etc.—, con su importante papel regulador del comportamiento y, finalmente, el len­ guaje y el juego simbólico aportan nuevas formas de expresión del afecto y contribuyen de manera importante a la comprensión de las emociones pro­ pias y ajenas.

3.1. el yo y la toma de conciencia

Según Lewis (1994), el desarrollo del concepto de «sí mismo» genera uno de los más interesantes progresos en el desarrollo emocional: la experien­ cia emocional subjetiva. Si en la primera infancia el niño experimentaba y expresaba estados emociona­ les, ahora comienza a tomar conciencia, a interpre­ tar y evaluar sus propios estados y expresiones emocionales. La experiencia emocional como pro­ ceso interno toma forma lingüística: «estoy triste», «estoy contento», «estoy asustado». Esta toma de conciencia requiere que el niño sea capaz de un co­ nocimiento objetivo de sí mismo, de evaluarse a sí mismo. La afirmación «yo estoy triste» implica «que el niño sabe que tiene un estado interno lla­ mado tristeza, que percibe en sí mismo este estado interno. Lewis (1994) considera que son, funda­ mentalmente, los cambios cognitivos en el desarro­ llo del yo los que permiten este progreso en la vida emocional, aunque admite la influencia de la socia­ lización. Efectivamente, la conciencia de sí mismo como una persona distinta de las demás es un pre­ rrequisito para la aparición de la experiencia emo­ cional subjetiva. Sin embargo, el papel del contexto familiar es un elemento determinante, ya que son los padres o los cuidadores los que ponen la eti­ queta a la emoción, los que le dan significado. La conciencia subjetiva se origina como un producto de la socialización estrechamente ligado al len­ guaje. Los estados afectivos infantiles, reflejados

en su conducta expresiva, son percibidos, interpre­ tados y comentados por los padres, a través de una imitación contingente de la expresión facial del niño y de un comentario verbal sobre la emoción, del tipo: «hoy estás enfadado, ¿verdad?», «¿tienes miedo, cariño?». Los padres con el reconocimiento del estado emocional, la imitación contingente de su expresión emocional y la etiqueta verbal sensibi­ lizan al niño a las señales emocionales y le propor­ cionan los nexos necesarios en la conciencia entre respuestas emocionales y estados subjetivos.

El hecho de que los niños comiencen a tomar conciencia de sus estados emocionales no significa que siempre sean conscientes de los mismos —ni siquiera los adultos llevamos a cabo siempre esta toma de conciencia emocional—; sin embargo, se trata de un proceso fundamental. Permite que el niño no se sienta abrumado y dominado por los es­ tados emocionales; no es lo mismo estar encoleri­ zado que saber que uno está encolerizado.

3.2. Lenguaje y experiencia emocional

La adquisición del lenguaje transforma las rela­ ciones interpersonales y la experiencia emocional. En esta época decrece la expresión abierta de có­ lera, aumentando la agresión verbal y la habilidad para hablar de lo que le frustra o encoleriza. Este nuevo instrumento de expresión se traduce también en un descenso del llanto. Recordando lo comen­ tado en el apartado anterior, el lenguaje facilita la conciencia de las emociones, ya que al ser nombra­ das son más accesibles, pero, además, el lenguaje transforma las experiencias emocionales inicial­ mente globales y difusas en experiencias focaliza­ das, lo cual clarifica y guía la experiencia emocio­ nal. Por otra parte, la capacidad para expresar verbalmente las emociones permite reflejar estados afectivos pasados y comprenderlos.

Las discusiones sobre las causas de las emociones entre niños y madres en el segundo año son ejem­ plos de la función de la interacción verbal en la comprensión de los estados emocionales. Los niños preguntan mucho sobre los estados afectivos de los demás y las madres discuten las causas de los mis­

mos. Desde los 18 meses, hablan sobre las emocio­ nes de otras personas, y sobre los estados emociona­ les del niño, sobre todo, para controlar su conducta. El lenguaje interviene también en la capacidad de modificar los estados de los otros, expande la capa­ cidad de consuelo, de divertir a los demás, de com­ partir el humor y permite una mayor intimidad en las relaciones sociales. Existen grandes diferencias entre familias en la frecuencia con que las madres hablan con sus hijos pequeños sobre las emociones. Los trabajos de Judy Dunn y colaboradores (1987; 1988), a través de la observación natural en el marco familiar, han permitido comprobar que la experien­ cia infantil en este tipo de conversaciones con sus madres se relaciona posteriormente con la capacidad de hablar sobre sus propios sentimientos y con la ca­ pacidad para comprender las emociones. Las dife­ rencias encontradas en la frecuencia con que las ma­ dres hablan sobre estados afectivos con los niños y con las niñas puede explicar la superioridad de éstas en las pruebas de comprensión emocional.

3.3.  La emergencia de las emociones sociomorales

Tradicionalmente, se ha pensado que el desarro­ llo moral deriva de capacidades propias de etapas posteriores del desarrollo. Sin embargo, en niños muy pequeños encontramos reacciones de culpa, vergüenza y orgullo, y en ello hay algo más que proyección adulta. A los dos años se observan ex­ presiones de orgullo (elevación de ojos, mirada triunfante, sonrisa, incorporación corporal y eleva­ ción de brazos) y vergüenza (cuerpo encogido, ca­ beza baja, ojos y manos sin movimiento) ante el éxito y el fracaso, respectivamente, en la resolución de una tarea. Lewis, Alessandri y Sullivan (1992) encontraron que el orgullo ante el éxito era más pa­ tente si la tarea era difícil, y la vergüenza ante el fra­ caso era mayor en la tarea fácil, lo que indica que a esta edad los niños son capaces de una autoevalua­ ción y que orgullo y vergüenza no se identifican con alegría y tristeza, pues éstas acompañan al éxito y al fracaso al margen de la dificultad y del esfuerzo. También se detectan patrones diferenciales de res­

puesta para vergüenza y culpa, esta última con inten­ tos de reparación, entre el segundo y tercer año.

Como en otros aspectos del desarrollo emocio­ nal, en la génesis de las emociones sociomorales subyacen diferentes mecanismos. Parece probada la relación entre el desarrollo del yo y la emergencia de emociones como la vergüenza, la culpa y el or­ gullo, que implican una autoevaluación. En el es­ tudio llevado acabo por Lewis y colaboradores (1989) con niños de 15 a 24 meses, se pudo com­ probar que sólo los niños que se reconocieron en el espejo se avergonzaron cuando un adulto les adu­ laba de manera muy efusiva. Sin embargo, aunque el desarrollo de la autoconciencia es un prerrequi­ sito de las emociones morales, en la base de las mismas se encuentran otro tipo de factores de ca­ rácter socioafectivo. Por una parte, estas reacciones ante su propia conducta se han explicado como el comienzo de la internalización de la aprobación­ desaprobación del cuidador. Otra base para las emociones morales es la referencia social. Las se­ ñales emocionales de los cuidadores, al comunicar su sistema de valores, promueven la generación precoz de emociones como la vergüenza y la culpa. Cuando el niño se porta mal, las madres, por el proceso de la identidad extendida, muestran ver­ güenza o tristeza, y, teniendo en cuenta el fenómeno de la referencia social, se produce una inducción mimética en el niño de una activación emocional acorde a la expresión de la cuidadora. Instaurada la activación en el niño, la madre expresa la actitud correctora dirigida a inducir un auténtico, no sólo mimético, sentimiento de culpa o de vergüenza. Fi­ nalmente, la empatía puede considerarse una base decisiva en la génesis de la culpa y fuente de moti­ vación para la conducta moral. La culpa empática surge cuando el niño siente dolor empático por el sufrimiento de la víctima y se atribuye la responsa­ bilidad del mismo. Como víctimas, los niños expre­ san de forma verbal o no verbal el dolor o la pér­ dida, y los que agreden o intentan apropiarse de un juguete frecuentemente cesan y desisten ante las señales de tristeza de la víctima. A los dos años la cólera muestra un pico y declina en los años prees­ colares. Es probable que la culpa empática module la reacción de cólera y agresión. Según Hoffman, la

reacción empática a la aflicción de la víctima se encuentra en la base de la comprensión moral y de las emociones morales.

No queremos terminar este tema sin hacer refe­ rencia a las diferencias de género. Diferentes estu­ dios han comprobado que entre los dos y los tres años las niñas puntúan más que los niños en dife­ rentes medidas de empatía, que manifiestan más comportamientos prosociales hacia sus madres cuando éstas muestran tristeza y que en ellas la cul pa es más frecuente. Ante un acto de agresión an ticipan experimentar más culpa y realizan una autoevaluación más negativa. La relación entre agresión y reparación se encuentra en niñas de dos años, pero no en niños (Cummings, Hollenbeck, Iannotti, Radke­Yarrov y Zahn­Waxler, 1986).

Como hipótesis explicativas se barajan el mode­ lado y las técnicas disciplinarias. La combinación de inducción y retirada de amor es un potente elici­ tador de empatía, conducta prosocial, culpa y repa­ ración. Los padres utilizan más frecuentemente la inducción y la retirada de amor con las niñas, y la afirmación de poder con los niños. A los dos años niños y niñas no difieren en transgresiones morales, pero las madres con las niñas focalizan en las con­ secuencias de sus actos en los demás, sensibilizán­ dolas con los estados internos, mientras que con los niños usan más las órdenes, las amenazas y la fuerza física.

Otra evidencia del papel de la socialización tiene que ver con las diferencias en orgullo y vergüenza en niños y niñas. Las niñas muestran más ver­ güenza en el fracaso ante una tarea que los niños. Se ha comprobado que las madres ofrecen un fee­ dback más positivo al éxito de los niños y tienden a infravalorar el éxito de las niñas, reaccionando más negativamente a sus fracasos. Ello puede explicar que las niñas tengan menos tendencia a atribuir el éxito a sus habilidades y, por tanto, menor motiva­ ción de logro (Alessandri y Lewis, 1996).

3.4. el juego simbólico

Gran parte del juego simbólico en esta edad in­ cluye jugar con los sentimientos de sí mismo y de

los otros. De hecho, en el juego simbólico los niños hablan mucho más de estados afectivos que en otros contextos. Dunn, Bretherton y Munn (1987) comprobaron que el 94% de las conversaciones so­ bre estados emocionales se daba en el juego de fic­ ción con los hermanos, versando sobre la pena, el dolor, el hambre, el sueño y la tristeza. Esto mues­ tra lo interesante que resulta para los niños el tema de las emociones y que son capaces de adoptar un estado emocional diferente al suyo propio, de asig­ nar un rol ficticio a un personaje ficticio y de com­ partir con otra persona esta asignación de estados emocionales ficticios. Según Harris (1989) el juego simbólico ejerce un papel fundamental en el desa­ rrollo de la comprensión de las emociones. Los ni­ ños se toman a sí mismos como punto de referen­ cia, y la capacidad de imaginación proyectiva les ayuda a ponerse en el lugar del otro. De acuerdo con los datos de Dunn (1995), los niños que más jugaron simbólicamente con sus hermanos a los dos años fueron los más capaces posteriormente de comprender las emociones de los demás, los que mostraron más capacidad de ponerse en el punto de vista del otro y quienes establecieron una comu­ nicación afectiva más fluida en la interacción con un amigo. Por otra parte, el juego simbólico facilita el desarrollo emocional ayudando a los niños a acceder a sentimientos suprimidos y a afrontar muchas de las ansiedades y miedos de la vida cotidiana.