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El Padre Maestro Ignacio

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EL PADRE MAESTRO

IGNACIO

Breve biografía ignaciana

por

CANDIDO DE DALMASES

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(Contraportada)

Cándido de Dalmases, quien ha dedicado lo mejor de su vida a la investigación y edición de las fuentes de la historiografía ignaciana, traza en este libro la silueta real, la íntegra y verdadera estampa de Ignacio de Loyola, proyectándola de manera exacta sobre el momento histórico que le tocó vivir. No hallaremos, por tanto, en estas páginas la fría y enigmática mascarilla de un personaje histórico cuya talla rebasa toda medida.

A través de una exposición diáfana y objetiva, alejada de excesos decorativos, recursos legendarios o injustas deformaciones, el autor nos conduce a la comprensión cálida y existencial de la semblanza humana del Santo y, sobre todo, nos hace revivir lo que constituye el nervio y fondo de su espíritu: la respuesta incondicional a la acción de Dios en el alma y la entrega enamorada y absoluta a la Iglesia de Cristo. De este modo, el lector llega a tocar la clave auténtica de la personalidad de Ignacio, aquello que radicalmente explica su proyección como fundador y organizador genial, incomparable maestro de espíritus y adalid de la Iglesia moderna.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN...8

CRONOLOGÍA...10

I. EL HIJO DEL SEÑOR DE LOYOLA...13

1. HISTORIA DE UNNOMBRE...13

2. LAFAMILIA OÑAZ-LOYOLA...14

3. LAFAMILIA MATERNA...18

4. LOS HERMANOS...19

5. AZPEITIA, UNA VILLA EN EL CORAZÓN DE GUIPÚZCOA...21

6. SITUACIÓN SOCIAL, ECONÓMICA Y RELIGIOSA DE LOS OÑAZ-LOYOLA...23

7. EL ÚLTIMO HIJODELSEÑORDE LOYOLA...28

II. AL SERVICIO DEL REY TEMPORAL...32

1. ENCASADEL CONTADORMAYOR, JUAN VELÁZQUEZDE CUÉLLAR...32

2. EL GENTILHOMBREDELVIRREY DE NAVARRA DE NAVARRA...37

3. LA HERIDA DE PAMPLONA...39

4. EL CONVERTIDO DE LOYOLA...42

III. PEREGRINO EN MONTSERRAT...47

1. EL CAMINOHACIA LA MONTAÑASANTA...47

2. VELANDOLAS NUEVASARMASAL PIE DELA MORENETA...49

IV. MANRESA, LA PRIMITIVA IGLESIA DE IGNACIO...50

1. POR QUÉ SE DETUVO EN MANRESA...50

2. VIDA EXTERIOR...51

3. LOSTRESPERIODOS DEUNAEVOLUCIÓN INTERIOR...52

4. LAILUSTRACIÓN DELCARDONER...55

5. LOS «EJERCICIOS ESPIRITUALES»...57

6. EL PRIMER EJERCITANTE...59

V. SIGUIENDO LAS HUELLAS DE JESÚS...63

1. PARADAEN BARCELONA...63

2. HACIA ROMA...65

3. EN VENECIA PARAEMBARCARSE...66

4. PEREGRINOEN TIERRA SANTA...67

5. EN LA TIERRA DE JESÚS...69

6. EL REGRESO A VENECIA Y BARCELONA...71

(5)

1. LAENSEÑANZAHUMANÍSTICA

EN BARCELONA...75

2. EL DISCÍPULO DE JERÓNIMO ARDÉVOL...76

3. LOS CONVENTOS DE MONJAS...77

4. ERASMISMO...79

VII. ESTUDIANTE EN ALCALA: 1526-27...80

1. LOSESTUDIOS...80

2. LOSPROCESOS...82

3. LA SENTENCIA...85

4. EN SALAMANCA: 1527...86

VIII. LOS ESTUDIOS EN PARÍS: 1528-35...90

1. HUMANIDADESEN ELCOLEGIO DE MONTAIGU...91

2. A FLANDES PARAPROCURARSE ELSUSTENTO...92

3. FILOSOFÍAEN SANTA BÁRBARA...94

4. LOS AMIGOS EN EL SEÑOR...98

5. EL VOTO DE MONTMARTRE: 15 DE AGOSTO DE 1534...100

6. ESTUDIANTE DETEOLOGÍA: 1533-35...102

7. EL INQUISIDOR LIÉVIN YLOS «EJERCICIOS»...104

IX. APOSTOL EN SU TIERRA...106

1. DE PARÍSA AZPEITIA...106

2. EN EL HOSPITAL DE LA MAGDALENA...107

3. OBRAS BENÉFICAS PROMOVIDAS POR IGNACIO...110

4. LACONCORDIA CONLAS ISABELITAS...111

5. VIAJE POR ESPAÑA...113

X. VIDA EVANGÉLICA EN ITALIA: 1535-38...115

1. CAMINO DE ITALIA...115

2. EN VENECIA: 1536...116

3. LOS COMPAÑEROS SE REÚNEN...118

4. LASSAGRADAS ÓRDENES: JUNIODE 1537...121

5. ESPERANDOLA NAVEPARA TIERRA SANTA...122

6. REUNIDOS TODOSEN VICENZA...123

7. LA COMPAÑÍA DE JESÚS...124

8. LA VISIÓN DE LA STORTA...125

9. DEFINITIVAMENTE EN ROMA...127

XI. NACE LA COMPAÑÍA DE JESÚS...130

1. EL PROCESOEN ROMA...130

2. LAPRIMERA MISADE IGNACIO...134

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4. LASDELIBERACIONESDE 1539...136

5. LA PRIMERA «FÓRMULA» DEL INSTITUTO...139

6. IGNACIO, PRIMER GENERAL DE LA COMPAÑÍA...142

XII. EL APÓSTOL DE ROMA...146

1. LAOBRA DELOS CATECÚMENOS...146

2. LACASADE SANTA MARTA...148

3. PORLAS JÓVENESENPELIGRO...149

4. LAASISTENCIA ESPIRITUALA LOSENFERMOS...149

5. POR LOS HUÉRFANOS...150

6. LA INQUISICIÓN ROMANA...151

7. EL COLEGIO ROMANO...152

8. LASCOFRADÍASROMANAS...153

XIII. POR LA DEFENSA DE LA FE...155

XIV. «ID POR TODO EL MUNDO»: EUROPA...166

1. ESPAÑA...166

2. PORTUGAL...168

3. ITALIA...170

4. FRANCIA...173

XV. «ID POR TODO EL MUNDO»: LAS MISIONES...176

1. INDIA Y EXTREMO ORIENTE...177

2. AMÉRICA...180

XVI. SAN IGANCIO Y LOS ORIENTALES...182

I. JERUSALÉN, CHIPRE, CONSTANTINOPLA...182

2. ETIOPÍA...183

XVII. LAS CONSTITUCIONES DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS...188

1. EL LIBRODEL «EXAMEN»...189

2. LAS CONSTITUCIONES: SU HISTORIA...191

3. LAS CONSTITUCIONES: SU CONTENIDO...193

4. LAS CONSTITUCIONES: SU ESPÍRITU...198

XVIII. GOBIERNO ESPIRITUAL Y PATERNO...201

1. ADMISIÓN YDIMISIÓN...202

2. PRINCIPIOS ESPIRITUALES...205

3. AMOR A SUS SÚBDITOS...206

4. CUIDADO CON LOS ENFERMOS...207

5. DOTESDE TRATO...208

6. EMPLEODE LOSSUJETOS...209

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XIX. VIDA COTIDIANA EN SANTA MARÍA

DE LA STRADA...212

1. LA CASA DE SANTA MARÍA DE LA STRADA...212

2. EL HORARIO...213

3. LAORACIÓNDE IGNACIO...215

4. LAMISA...216

5. CONTEMPLATIVO ENLA ACCIÓN...217

6. LOSCOLABORADORES: NADAL, RIBADENEIRA. POLANCO, CÁMARA...218

7. LA CORRESPONDENCIA...223

8. RELACIONES CON CUATRO PAPAS...225

9. LASALUD...228

10. ELVESTIDO...230

II. LACORONA...230

12. LA ALIMENTACIÓN...231

XX. «HA MUERTO EL SANTO»...232

ESTADO DE LA COMPAÑÍA A LA MUERTE DE SAN IGNACIO...238

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PRESENTACIÓN

El Padre Maestro Ignacio era el nombre que los primeros jesuitas daban, de ordinario, al fundador de la Compañía de Jesús. Por eso ha sido escogido como título de esta breve biografía ignaciana.

San Ignacio había conseguido el grado de maestro en artes en la Universidad de Paris el 14 de marzo de 1535. Al nombrarle con este título académico, es claro que sus contemporáneos se acomodaban a los usos de la época. El nombre de «Padre» o de «nuestro Padre» atribuido a Ignacio tenía para ellos más valor que el de una simple fórmula. No cabe duda de que todos lo consideraban como su padre en el espíritu. Esto se hizo patente en una ocasión solemne: cuando se trató de elegir al primer general de lá Compañía. El voto unánime de los primeros compañeros recayó en Ignacio. Y San Francisco Javier, haciéndose eco del sentimiento de todos ellos, especificó que daba el voto a «nuestro antiguo y verdadero padre don Ignacio, el cual, pues nos juntó a todos no con pocos trabajos, no sin ellos nos sabrá mejor conservar, gobernar y aumentar de bien en mejor».

El subtítulo de este libro indica que lo que en él se ofrece a los lectores es una breve biografía de San Ignacio. Biografía, porque no tiene otra pretensión más que la de narrar, lisa y llanamente, la vida de San Ignacio. Breve, con un número limitado de páginas y con exclusión de todo aparato erudito. No faltan vidas de San Ignacio, pero todos están de acuerdo en que la verdadera vida del Santo está todavía por escribir. Será empresa ardua, casi inalcanzable, a pesar de que hoy se puede decir que la documentación relativa al Santo conservada en los archivos está publicada en los 26 tomos que le han dedicado los Monumenta Historica Societatis

Iesu. La dificultad proviene, aparte de las enormes dimensiones

espirituales y humanas de San Ignacio, de la misma riqueza de materiales de que disponemos. La bibliografía ignaciana se va enriqueciendo, año tras año, con decenas de nuevos títulos. Para ir acercándonos a esta meta se ofrecen dos caminos: dedicar monografías especiales a las varias partes de la vida del Santo o a los aspectos de su personalidad y repetir los ensayos de una biografía total.

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Esto segundo es lo que se pretende con este libro.

Roma, ce la solemnidad de San Francisco Javier, 1979.

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CRONOLOGÍA

VIDA DE SAN IGNACIO. HECHOS CONTEMPORÁNEOS 1491 Año probable del nacimiento de Ignacio.

1492 Conquista de Granada (2l1). Descubrimiento de América (12l10). 1492 Alejandro VI, papa (11l8).

1496 Muere en Nápoles el hermano mayor de Ignacio, Juan Pérez. 1498 Muerte de Savonarola (23l5).

1503 Julia II, papa (31l10).—Primera edición del «Enchiridion» de Erasmo.

1504 Muerte de Isabel la Católica (26l11).

1506 Ignacio en Arévalo, paje de Juan Velázquez de Cuéllar. 1506 Bramante comienza la nueva basílica de San Pedro. 1507 Muere el padre de San Ignacio, Beltrán Ibáñez de Oñaz. 1509 Enrique VIII, rey de Inglaterra (23l4).—Nace Calvino (10l7). 1513 León X, papa (9l3).

1515 Ignacio acusado de «delitos enormes» en Azpeitia. 1515 Nacen Santa Teresa (28l3) y San Felipe Neri (21l7). 1516 Muere Fernando el Católico (23l0.—Carlos I, rey.

1517 Ignacio, gentilhombre del virrey de Navarra, Antonio Manrique. 1517 Latero publica sus 95 tesis (31l10).

1519 Carlos V, emperador (28l6).

1521 Ignacio herido en Pamplona (20l5).

1521 Excomunión de Lutero (3l1).—Dieta de Worms.

1522 Ignacio peregrino en Montserrat y Manresa. Ejercicios. 1522 Adriano VI, papa (9l1).

1523 Peregrinación a Tierra Santa. 1523 Clemente VII, papa (19l11).

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1524 Estudiante en Barcelona,

1525 Batalla de Pavía (24l2).—Francisco I prisionero. 1526 Estudiante en Alcalá.

1527 En Salamanca.

1527 Nace Felipe II (21l5).—Saqueo de Roma (6l5). 1528 Llega a París (2l2).—Estudios en Montaigu.

1530 Carlos V coronado en Bolonia (24l2).—«Confesión de Augsburgo» (25l6).

1531 Fernando I, rey de Romanos (5l1).

1531 Enrique VIII, jefe de la Iglesia anglicana (11l2). 1532 Bachiller en Artes.

1533 Licenciado en Artes (13l3).

1534 Maestro en Artes.—Diploma, 14.3.1535 1534 Voto de Montmartre (15l8).

1534 Paulo III, papa (13110).—.Affaire» de los pasquines, e Paris. 1535 En Azpeitia (mayo-julio).

1535 J11,1” Fisher (22l6) y Tomás More (617), mártires. 1536 Fundación del mayorazgo de Loyola (15l3).

1536 Cairino publica su «Institutio Religionis Christianae, l536 Erasmo muere en Basilea (11-1217).

1537 Ordenes sagradas (junio).—Visión de La Storta (noviembre). 1538 En Roma.—Proceso.—Primera misa (25l12).

1538 Nace San Carlos Borromeo (2l10).

1539 Deliberaciones sobre la fundación de la Compañía. 1539 Paulo III aprueba oralmente la Compañía (3l9).

1540 San Francisco Javier parte para Portugal y la India ((6l3).

1540 Confirmación de la Compañía por Paulo III (27l9). 1541 Ignacio, general de la Compañía (abril).—Profesión (22l4).

1541 Presentación del ...Juicio final», de Miguel Angel (31110). 1545 Apertura del concilio de Transo (13l12).

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1546 Muere el Beato Pedro Fabro (1l8).—Admitido San Francisco de Borja.

1546 Muere Latero (18l2).

1547 Muere Enrique VIII de Inglaterra (28l1).

1548 Paulo III aprueba el »Libro de los Ejercicios» (31l7). 1548 El 4nteran de Augsburgo» (15l5).

1550 Julio III, papa (7l2).

1550 Nueva bula de confirmación de la Compañia (2177). (2 In). 1550 Ignacio termina la redacción del texto A de las Constituciones. 1552 Muere San Francisco Javier (3l12).

1554 Matrimonio de Felipe II y María Tudor l25l7). 1555 Marcelo II (9l4) y Paulo IV (23l5), papas.

1556 Muerte de San Ignacio (31l7). l556 Abdicación de Carlos V (1611).

1609 Beatificación de Ignacio por Paulo V (3l12). 1622 Canonización por Gregorio XV (12l3).

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EL PADRE MAESTRO IGNACIO

I. EL HIJO DEL SEÑOR DE LOYOLA

1. HISTORIADE UN NOMBRE

El nombre del Santo fue Iñigo López de Loyola. Al bautizarlo en la pila que aún hoy se conserva en la iglesia parroquial de Azpeitia, el rector, Juan de Zabala, le impuso el nombre de Iñigo, dándole como patrono al santo abad del monasterio benedictino de Oña (Burgos), muerto en 1068. Iñigo es un nombre prerrománico, que en latín tomó la forma de Enneco y en el vascuence moderno se escribiría Eneko. Con el andar del tiempo, el Santo cambió su nombre por el de Ignacio, que nada tiene que ver con el de Iñigo. Nunca dio la razón de este cambio. Ribadeneira, su primer biógrafo, nos dice que «tomó el nombre de Ignacio por ser más universal» o «más común a las otras naciones». Es probable que le moviese la devoción que ciertamente profesó a San Ignacio, mártir de Antioquía. El hecho es que, en los registros de la Universidad de París por el año 1535, el nuevo maestro en Artes aparece como «Dominus Ignatius de Loyola, dioecesis Pampilonensis».

López era uno de los patronímicos usados en el País Vasco que, con el andar del tiempo, habían perdido el carácter de tales. En la familia Loyola abundan los Pérez, López e Ibáñez, sin que esto signifique que los que los llevaban fuesen hijos o descendientes de Pedro, Lope o Juan.

Loyola era el nombre de la «casa y solar» de sus mayores. Porque el apellido de los vascos derivaba de la casa a la que pertenecían. Echando una mirada al árbol genealógico de la familia, vemos que se alternan en ella los apellidos de Oñaz y de Loyola. La razón es que estas dos eran las casas solares de aquella familia guipuzcoana, unidas por el matrimonio de Lope García de Oñaz con Inés de Loyola hacia el año 1261. La casa más antigua, considerada como cuna de la familia, era la de Oñaz, situada sobre una colina a poca distancia del poblado de Azpeitia. Hoy día ya no existe; pero, en cambio, sigue en pie la ermita del barrio, dedicada a San Juan

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Bautista. En 1536, cuando el hermano mayor de San Ignacio, Martín García de Oñaz, instituyó el mayorazgo, mandó que «qualquier que este mi mayoradgo heredare sea tenudo de se llamar al mi apelido e abolengo de Oynaz». De hecho, su primogénito y sucesor, Beltrán, tomó el apellido de Oñaz, al que ordinariamente juntó el de Loyola.

2. LA FAMILIA OÑAZ-LOYOLA

«Lope de Oñaz, señor de la casa y solar de Oñaz, floreció era de 1218, que es año de Cristo de 1180». Con este dato, el P. Antonio Arana —un jesuita castellano que a mediados del siglo XVII exploró los archivos de la familia— da comienzo a su Relación de la ascendencia y

descendencia de la casa y solar de Loyola. No aduce ninguna fuente

documental; pero, dado que manejó documentos que ya no están a nuestro alcance, merece nuestra confianza. Por eso, todos los que han intentado reconstruir la genealogía de los Loyola le siguen, comenzando ésta con el nombre de Lope de Oñaz, y remontándose de este modo hasta el siglo XII. A Lope siguió García López de Oñaz, hacia el 1221. El tercer señor cono-cido de la casa de Oñaz fue Lope García de Oñaz. Casó con doña Inés de Loyola, señora de la casa de este nombre, y, según el mismo P. Arana, «por este casamiento se juntaron en uno las dos casas y solares de Oñaz, que era la más antigua, y de Loyola, que lo era poco menos, pero de maiores rentas y possessiones». La unión debió de realizarse hacia el año 1261, como ya se ha dicho.

Hija de aquel matrimonio fue Inés de Loyola, señora de la casa de este nombre, que casó con un pariente suyo, por nombre Juan Pérez. Vivieron hacia el año 1300. Tuvieron siete hijos, el mayor de los cuales fue jaun (señor) Juan Pérez de Loyola. Con un hermano suyo, llamado Gil de Oñaz, y otros cinco, cuyo nombre se ignora, participó el 19 de septiembre de 1321 en la batalla de Beotíbar, en la que unos pocos guipuzcoanos derrotaron a las tropas de los navarros y gascones, capitaneados por Ponce de Morentain, gobernador de Navarra. Se dice que, en recompensa, el rey Alfonso XI les concedió las siete bandas rojas en campo de oro que constituyeron las armas de los Oñaz. Hay tradición de que uno de estos hermanos fundó una casa Loyola en Placencia.

Si hasta aquí los datos que tenemos pueden saber a legendarios, la historia documentada de los Oñaz-Loyola comienza con Beltrán Ibéñez de

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Loyola, hijo de jaun Juan Pérez. Así lo hizo el viejo historiador vizcaíno Lope García de Salazar en su historia titulada Las bienandanzas y

fortunas. De él nos hablan dos documentos de 1377 y 1378, los más

antiguos que conocemos. Por un albalá fechado en 15 de marzo de 1377, Juan I de Castilla concedió a Beltrán de Loyola «dos mil maravedís de juro de heredad [...] situados en los derechos de las ferrerías que se pagan en el puerto de Zumaya». Se trataba de las ferrerías de Barrenola y Aranaz, situadas en el término de Azpeitia. En 1378, el merino mayor de Guipúzcoa, Ruy Díaz de Rojas, a instancia de algunas villas, convoca en Mondragón a los «caudiellos de los bandos de Gamboa e de Honás» para intimarles que le den una lista de sus asalariados «escuderos andariegos e malfechores» para procurar que cesen de causar daños y perjuicios a las villas. Entre los convocados se encontró Beltrán Ibáñez de Loyola, uno de los «escuderos del bando de Oñaz», y Juan López de Balda, «escudero del bando de Gamboa». Los convocados respondieron que obedecerían «por servicio del dicho señor rey e por pro e mejoramiento desta dicha tierra del dicho señor rey».

El primogénito de Beltrán Ibáñez, Juan Pérez de Loyola, «morió moço en Castilla, de yerbas que le dio una mala mujer en casa de Diego Lopes de Stúñiga», según el ya citado Lope García de Salazar. Le sucedió en la casa de Loyola su hermana mayor, doña Sancha Ibáñez, la cual, en 1413, contrajo matrimonio con Lope García de Lazcano, descendiente de Martín López de Murúa. Con este matrimonio juntábanse dos familias importantes del bando oñacino. Lope García de Lazcano actuó como señor de Loyola. En 1419 compró a los hermanos Iñigo y López de Berrasoeta, vecinos de Guetaria, todas las tierras, manzanales y nogales que poseían cerca de la casa de Loyola entre el río Urola y el torrente Sistiaga. Por el testamento de Lope, otorgado en 1441, y por el de su esposa, Sancha Ibáñez, que es de 1464, tenemos noticia de los bienes que constituían el patrimonio de la familia Loyola. Conocemos también el nombre de los dos hijos de aquel matrimonio, llamados Juan Pérez y Beltrán, y de las cinco hijas: Ochanda, María Beraiza, Inés, Teresa y María López.

El mayor y heredero, Juan Pérez, fue el abuelo de San Ignacio. Casó con Sancha Pérez de Iraeta, «casa antigua y de las del número» cerca de Cestona, perteneciente al bando de los gamboínos.

Al abuelo de San Ignacio le vemos implicado en las luchas que turbaron la paz entre los parientes mayores y las villas de Guipúzcoa. El hecho más clamoroso fue el papel de desafío que Juan Pérez y otros

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cabecillas de su bando clavaron en las puertas de Azcoitia el 31 de julio de 1456, dirigido contra ocho villas guipuzcoanas, entre las que se contaban Azpeitia y Azcoitia. Las causas eran «muchas y largas»; pero entre todas predominaba el «hever hecho hermandad e ligas e manipodios contra ellos, e haverles hecho derribar sus casas fuertes, e muértoles sus deudos e parientes, e tomádoles sus bienes, e puéstoles mal con el rey».

La hermandad a que se alude en este pasaje del desafío era una organización de carácter defensivo creada por las villas, todavía débiles en su organización e indefensas, para protegerse contra la prepotencia de los parientes mayores. La hermandad gozaba de la protección del rey. La afirmación de que la hermandad había hecho derribar las casas-fuertes de los señores, da pie a pensar que fue ella la causante de la destrucción, por lo menos parcial, de las casas-fuertes, de la cual vemos, aún hoy día, las huellas en la de Loyola. Por entonces debió de ser arrasada la casa de Oñaz, que, por estar fortificada y por su posición estratégica, dominando los valles de Loyola, Landeta y Aratzerreka, ofrecía mayor peligro.

No está claro si esta destrucción o desmantelamiento fue obra de la hermandad o de Enrique IV, en castigo por los desmanes de los señores. El hecho cierto es que el rey visitó personalmente las tierras de Guipúzcoa y el 21 de abril de 1457 dictó sentencia contra los desafiadores y sus aliados. La pena fue el destierro en las villas de Estepona y Jimena, situadas en Andalucía, en la zona fronteriza con las tierras dominadas aún por los moros. Juan Pérez de Loyola fue desterrado por cuatro años a la villa de Jimena de la Frontera, en la actual provincia de Cádiz. El rey abrevió el tiempo del destierro mediante una amnistía concedida el 26 de julio de 1460. Al mismo tiempo concedía a los señores el permiso para reedificar sus casas, pero no en los mismos lugares y con tal que «fueran llanas e sin torres ni fortaleza alguna». Por lo que se refiere a Loyola, vemos que se cumplió, por lo menos, esta segunda condición. El abuelo de San Ignacio reedificó la casa de Loyola, dejándola tal como hoy la visitamos, con sus dos últimos pisos de ladrillo y sin fortificaciones.

Del matrimonio de Juan Pérez de Loyola y Sancha Pérez de Iraeta, abuelos de San Ignacio, nació un hijo, Beltrán, y dos hijas: María López y Catalina. La primera casó con Pedro de Olózaga; la segunda, con Juan Pérez de Emparan, de la importante casa de este nombre, en Azpeitia. Hija de este matrimonio fue María López de Emparan, que fue serora de la ermita de San Pedro de Elormendi. En 1496, esta prima de San Ignacio, junto con otra joven azpeitiana, Ana de Uranga, abrazó la regla de la

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Tercera Orden de San Francisco, dando origen en Azpeitia al que había de ser el convento de la Purísima Concepción, que todavía subsiste. Nos consta que el abuelo de San Ignacio murió repentinamente en Tolosa, en fecha incierta y sin dejar testamento.

Beltrán Ibáñez de Oñaz (c.1439-1507), padre de San Ignacio, casó en 1467 con Marina Sánchez de Licona, hija de Martín García de Licona. Del padre de San Ignacio sabemos que luchó al lado de los Reyes Católicos. En la guerra de sucesión al trono de Castilla tras la muerte de Enrique IV, el rey de Portugal, Alfonso V, se puso de parte de Juana la Beltraneja y, penetrando en Castilla, ocupó la ciudad de Toro y asedió a la de Burgos. En la contraofensiva, que culminó con la reconquista de Toro y la liberación de Burgos en 1476, tomó parte Beltrán, el cual, poco después, estuvo también presente en la defensa de Fuenterrabía contra el asalto de los franceses. Estos hechos los recordaron los Reyes Católicos en una carta de privilegio fechada en Córdoba el 10 de junio de 1484, con la cual renovaban al señor de Loyola el patronato de la iglesia de Azpeitia, «acatando los muchos buenos e leales servicios que vos nos fecistes en el cerco que tovimos de la ciudad de Toro, al tiempo que el de Portugal la tenía ocupada, e asimismo, en el cerco del castillo de Burgos e en la defensa de Fuenterrabía, al tiempo que los franceses la tenían cercada, donde estovistes mucho tiempo con vuestra persona e vuestros parientes, cerrados a vuestra costa e minsión, poniendo muchas veces vuestra persona a peligro e aventura, e por otros servicios que nos avéys fecho e esperamos que nos faredes»...

Como patrono de la iglesia parroquial de Azpeitia, Beltrán reguló en 1490, de acuerdo con el rector y los siete beneficiados, el sistema que debía seguirse en la repartición de los diezmos percibidos por la parroquia. En 1499 mandó que se aplicasen a la iglesia de Azpeitia las constituciones del sínodo celebrado en Pamplona aquel mismo año. En 1506 le vemos elaborar, de acuerdo con los clérigos, una ordenación sobre las costumbres que se habían de seguir en la ordenación de los nuevos ministros del altar. La norma tal vez más importante era la que prescribía que ningún candidato fuese admitido a las órdenes sagradas si no hubiese cursado antes sus estudios por espacio de cuatro años continuos en algún estudio general o particular, «de tal manera que el que así oviere de ser clérigo sea buen gramático e cantor». Estas ordenaciones fueron sometidas al vicario general de Pamplona, el cual las tuvo por nulas, «por ser fechas [por] personas que carecían e carecen de poder e juridición para ello». A pesar de lo cual, las hizo suyas, y con pocas modificaciones las confirmó el 20

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de febrero de 1507.

Al padre de San Ignacio le hemos de agradecer la conservación de importantes documentos de su familia. El 10 de septiembre de 1472 se presentó ante el alcalde ordinario de Azpeitia, Juan Pérez de Eizaguirre, pidiéndole que mandase al notario Iñigo Sánchez de Goyaz sacar copia de siete documentos escritos entre el año 1431 al 1440, que ilustran aspectos interesantes sobre la familia Loyola. En particular, vemos al señor de Loyola admitir en sus «treguas» o alianzas a otros ciudadanos de Azpeitia, los cuales se obligaban «con todos sus bienes de fazer guerra e paz con los señor o señores de Loyola, e nunca de las dichas treguas sallir»... De este modo, el señor de Loyola se comportaba como un típico jefe de bando, que se asociaba con otros ciudadanos para que le apoyasen en sus empresas. Se excluían las que fuesen dirigidas contra el rey.

Nos consta que Beltrán otorgó testamento ante el notario Juan Martínez de Egurza el 23 de octubre de 1507. A lo que parece, aquel mismo día murió. Iñigo, su hijo menor, tenía por entonces dieciséis años.

3. LA FAMILIA MATERNA

Si por lo que se refiere a la familia paterna de San Ignacio tenemos datos claros y precisos, no pocas dudas ensombrecen su ascendencia materna. Su abuelo materno fue Martín García de Licona, llamado «el doctor Ondarroa» por el nombre de esta villa vizcaína, adonde en 1414 se trasladó su familia desde la oriunda Lequeitio. En Ondárroa sigue todavía en pie la casa-torre de los Licona. Era hijo de Juan García de Licona y de María Yáñez de Azterrica. Dedicado a los estudios jurídicos, llegó a ser «del consejo del rey nuestro señor e oidor de la su Abdiencia, señor de Valda», como leemos en el contrato matrimonial de su hija Marina, la madre de San Ignacio. Señor de Balda lo fue por compra de esta casa azcoitliana, efectuada en 1459, a Pedro, hijo ilegítimo de Ladrón de Balda. Este último había fallecido durante el destierro en Andalucía, decretado por Enrique IV en 1457. En 1460 este mismo rey concedió a Martín el patronato de la iglesia de Azcoitia. En 1462 consiguió Martín el cargo de oidor de la Real Chancillería de Valladolid, con un sueldo de 30.000 maravedís y ocho escudos. Es de suponer que, tras la compra de la casa de Balda, trasladó a Azcoitia su domicilio, aunque, por razón de sus cargos, seguramente debió de vivir largas temporadas en Valladolid. Los

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azcoitianos siguieron considerándole como un forastero, apodándole «el Vizcaíno». Murió alrededor de 1470, dejando como sucesor a su hijo Juan García de Balda, que se casó con María Ortiz de Gamboa.

No tenemos absoluta certeza de quién fue la esposa de Martín García de Licona y abuela materna de San Ignacio. Seguramente había muerto ya en 1467, cuando se casó su hija Marina con Beltrán de Oñaz, señor de Loyola. La opinión más corriente, fundada en autores tan competentes como Lope García de Salazar, Esteban de Garibay y Gabriel de Henao, es que Marina pertenecía a la familia de Balda y era hija de Fortuna de Balda. Su nombre fue, según unos, Marquesa (femenino de Marcos); según otros, Gracia. Pero esta opinión está en contraste con la declaración explícita de cuatro testigos que en 1561 declararon que la esposa de Martín García de Licona fue María de Zarauz. Según esto, la abuela materna de San Ignacio no sería una Balda, sino una Zarauz. Hay que reconocer que existen razones a favor de ambas soluciones, y que, por consiguiente, la cuestión no puede considerarse zanjada.

Pocos datos tenemos acerca de la madre de San Ignacio, si no es su casamiento en 1467. Podemos calcular que por entonces tendría unos veinte años; ciertamente, más de diez. Si, pues, el doctor Ondárroa, su padre, no compró la casa de Balda hasta 1459, habrá que convenir en que la madre de San Ignacio no nació en esta casa azcoitiana. He aquí otro dato que hay que dejar sin solución. Sobre sus cualidades morales nos hemos de contentar con los elogios, algo vagos, que le tributaron los testigos llamados a deponer en el proceso para la beatificación de su hijo en 1595. Ellos nos la presentan como firme en la fe y obediente a la santa Iglesia. En estos sentimientos podemos suponer que educó a su numerosa prole. No sabemos cuándo murió. Ciertamente, antes de 1508.

4. LOS HERMANOS

Sobre el número y el nombre de los hermanos de San Ignacio se ha discutido mucho, sin que, por desgracia, se pueda llegar a conclusiones ciertas. Nos falta el testamento de su padre, que seguramente hubiese disipado todas las dudas. En el proceso de beatificación antes mencionado, se dice que Ignacio «fue el último y menor de trece hijos que estos dos generosos caballeros [Beltrán y Marina] tuvieron». Este mismo número había dado con anterioridad el primer biógrafo de San Ignacio, P. Pedro de

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Ribadeneira, el cual precisó que los padres del Santo tuvieron ocho hijos y cinco hijas. De los documentos indubitables resultan los nombres siguientes: entre los varones, Juan Pérez, Martín García, Beltrán, Ochoa Pérez, Hernando, Pero López e Iñigo López. Entre las mujeres, Juana, Magdalena, Petronila y Sancha Ibáñez. De esta última no nos consta si fue o no legítima. Ciertamente fueron ilegítimos Juan Beltrán, llamado «el borte» por uno de sus hermanos, y María Beltrán. Se ha querido enumerar entre los hermanos de San Ignacio a un tal Francisco Alonso de Oñaz y Loyola; pero las razones aducidas no convencen plenamente. El orden del nacimiento no consta con respecto a todos, ni sabemos si Ignacio fue el último de todos o solamente de los varones.

En general, podemos afirmar que, siguiendo las huellas de sus mayores, se emplearon todos en el servicio de los reyes de Castilla, o empuñando las armas o participando en la conquista de América. Se exceptúa Pero López, que abrazó la carrera eclesiástica y fue rector de Az-peitia.

El primogénito, Juan Pérez, participó con una nave suya en la guerra de Nápoles y murió en esta ciudad, en 1496, después de la primera campaña llevada a término por el Gran Capitán con la batalla de Atella. Decimos que murió en Nápoles porque allí otorgó testamento, en casa del sastre español Juan de Segura, el 21 de junio de 1496, y después no vuelve a hablarse de él. Dejó dos hijos, Andrés y Beltrán, el primero de los cuales fue rector de Azpeitia, sucediendo a su tío Pero López.

Heredero de la casa de Loyola quedó el hijo segundo, Martín García de Oñaz. Este tomó parte en las guerras de Navarra. En 1512 combatió por la anexión de este reino a Castilla en la batalla de Belate. En 1521 acudió con 50 ó 60 hombres a la defensa de Pamplona, donde fue herido su hermano Iñigo; pero, ante la discordia de sus jefes acerca del modo de llevar la campaña, abandonó el campo. Reconquistada Pamplona, le vemos luchar en defensa de Fuenterrabía, siendo uno de los que más se opusieron a la rendición de la plaza a los franceses, decidida el 28 de octubre de 1521 por el capitán Diego de Vera.

En el inventario de los bienes de Martín García, redactado en 1539, poco después de su muerte, se enumeran sus armas y demás pertrechos militares. Pero la mayor parte de su vida fue dedicada no a la milicia, sino a la administración del patrimonio de Loyola y a su patronato de la iglesia de Azpeitia. En 1518 se había casado con Magdalena de Araoz, hija de Pedro de Araoz, «preboste» de San Sebastián, natural de Vergara. Con la

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intención de que los bienes familiares se mantuviesen íntegros e indivisos, en 1536 instituyó el mayorazgo en favor de su hijo primogénito, Beltrán. Como patrono de la iglesia de Azpeitia, defendió sus intereses y trabajó por la organización del culto. En 1526, junto con el clero de la parroquia, hizo unos estatutos para el buen funcionamiento de la misma, que fueron sometidos a la aprobación del rey y del obispo de Pamplona. Murió en su casa de Loyola el 29 de noviembre de 1539, tras haber otorgado, aquel mismo mes, su testamento, acompañado de cinco codicilos.

De los otros hermanos de San Ignacio, Beltrán fue bachiller, y, al parecer, lo mismo que el primogénito, Juan Pérez, peleó y murió en la guerra por la posesión del reino de Nápoles. Ochoa Pérez nos dice en su testamento, hecho en 1508, que tomó las armas, al servicio de la reina Juana, en Flandes y en España. Hernando, después de renunciar a los derechos que podían quedarle respecto a la herencia paterna, en 1510 se embarcó para América y murió en la tierra firme (Darién). De Pero. López ya hemos dicho que abrazó la carrera eclesiástica. A partir de 1518 fue rector de la parroquia de Azpeitia. Para defender los intereses de la familia viajó tres veces a Roma. Al regreso de su tercer viaje, en 1529, murió a su paso por Barcelona.

Las hermanas de San Ignacio hicieron buenos matrimonios. La mayor, Juaneiza, se casó con el notario de Azpeitia, Juan Martínez de Alzaga. Magdalena tomó por marido a Juan López de Gallaiztegui, notario de Anzuola, señor de las casas de Echeandía y Ozaeta. Petronila se unió con Pedro Ochoa de Arriola, natural de Elgóibar. La ilegítima María Beltrán fue serora o freila de la ermita de San Miguel; pero, rompiendo el compromiso que la obligaba a no casarse, contrajo matrimonio con Domingo de Arrayo. Aun perteneciendo a tan buena familia, algunas de estas señoras no sabían leer ni escribir, ni siquiera para estampar su firma en los documentos que otorgaban.

5. AZPEITIA, UNA VILLA EN EL CORAZÓN DE GUIPÚZCOA

Azpeitia es una villa asentada en el valle de Iraurgui, atravesado de sur a norte por el Urola, el río central de Guipúzcoa. Este río sigue su curso a través de un estrecho desfiladero formado por los montes Elosua y Pagotxeta. Hacia la mitad de su recorrido, su cuenca se abre rápidamente a la entrada de Azcoitia, desde donde el río continúa en dirección de

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Azpeitia. Entre estas dos villas se encuentra la casa de Loyola, dominada por la sierra del Izarraitz. A la salida de Azpeitia, la cuenca del río vuelve a estrecharse. Por ella va discurriendo el Urola, pasando por Cestona e Iraeta, hasta desembocar en el mar en Zumaya.

Al P. Pedro de Tablares, que visitó la casa de Loyola el año 1550, en vida de San Ignacio, lo que más le sorprendió en aquel valle fue la «frescura, que dudo puede aver otra de más recreación a la vista que ésta». Loyola se le presentó «toda cercada de una floresta y árboles de muchas maneras de fructas, tan espesos que casi no se ve la casa hasta que están a la puerta». No dice qué clase de árboles frutales la poblaban. Nosotros sabemos que se trataba, sobre todo, de manzanales y nogales.

Azpeitia recibió la carta-puebla de fundación de manos del rey Fernando IV, el 20 de febrero de 1310. Todos los que quisieran poblar Garmendia, «que es en Iraurgui», conservarían «su franqueza e libertad, según la han cada uno en aquellos lugares do agora moran». En otro docu-mento de 1311, la nueva villa es llamada Salvatierra de Iraurgui, nombre que conservó hasta el siglo XVI, en que fue sustituido poco a poco por el de Azpeitia. El rey concedía a los habitantes de Salvatierra el patronato de la iglesia de San Sebastián de Soreasu, con derecho de presentación del rector y beneficiados al obispo de Pamplona, del que dependía en lo eclesiástico. Tendremos ocasión de ver los pleitos con la casa de Loyola a que dio lugar la concesión del patronato.

En el País Vasco tiene una capital importancia el caserío. Junto con las tierras que lo circundan, constituye la «casa y solar» del señor. La casa es la que da el nombre al propietario y a sus hijos. En la familia de San Ignacio se alternan los nombres de Oñaz y de Loyola, porque los jefes de su linaje eran señores de estas dos casas.

Oñaz, situada sobre una colina, y Loyola, asentada sobre el valle, eran casas de «parientes mayores» o cabezas de linaje. La sociedad vasca se fundaba en los varios linajes que la componían. El linaje, a su vez, constituye una unidad derivada de los vínculos de consanguinidad. Los parientes mayores ejercían un verdadero poder en sus respectivos territorios, empleándolo muchas veces contra las villas, que, como de reciente fundación, carecían aún de una fuerte y coherente organización. Pero, además, los parientes mayores estaban divididos en dos bandos, llamados de oñacinos y gamboínos, por el nombre de las familias de Oñaz y Gamboa, de las que se originaban. La familia Oñaz pertenecía al bando de los oñacinos, como indica su nombre, y era la más potente del mismo,

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exceptuada la de Lazeano. Para aumentar su fuerza, los parientes mayores procuraban aliarse con otros del mismo bando por medio de uniones matrimoniales. Buscaban también la alianza con otros vecinos, que «entraban en treguas» con ellos, es decir, que se comprometían a ponerse a su lado en las luchas con sus rivales. A lo largo del siglo XV, varios ciudadanos de Azpeitia, y entre ellos el señor de la importante casa de Emparan, entraron en treguas con el señor de Loyola. Con ello se reforzaba la unión entre dos de las casas más importantes de Azpeitia, confirmada con el matrimonio de la tía de San Ignacio, Catalina, con Juan Martínez de Emparan, señor de la casa de este nombre. Rival de ambas fue la familia de Anchieta, radicada en Urrestilla. Los Loyola y los Emparan se comprometieron a no aliarse nunca con los Anchieta.

De las luchas de los banderizos y de los desastres producidos por sus rivalidades, nos informan ampliamente los historiadores locales, entre ellos Lope García de Salazar, que escribió sus Bienandanzas y fortunas entre 1471 y 1476, año de su muerte. Leyendo estas crónicas se tiene la impresión de que la vida del pueblo vasco estaba dominada por estas rivalidades. Tal vez la realidad no era tan trágica como se podría pensar. En el paso del siglo XV al XVI, las luchas se fueron atenuando. No vemos ni al padre ni al hermano mayor de San Ignacio implicados en ellas. Martín García, con todo, seguía considerándose y llamándose «pariente mayor». Un real distanciamiento entre los parientes mayores y las villas duró todavía bastante tiempo. De él es un indicio la disposición, emanada en 1518 por el corregidor de Guipúzcoa, Pedro de Nava, por la cual se excluía a los parientes mayores de la participación en las juntas y deliberaciones del concejo de Azpeitia. Lo mismo sucedió con los Balda en Azcoitia. Al aplicar esta disposición en 1519 al hermano de San Ignacio, la medida se suavizó, por lo menos en parte. Martín y sus sucesores podrían «estar presentes, si quisieren, en los tales concejos con tanto que el dicho Martín García ni sus descendientes, señores de la dicha casa e solar [de Loyola], no tengan ni puedan tener voz ni voto en los tales concejos generales más que otro vecino de la tierra». El señor de Loyola quedaba, con esto, equiparado a cualquier otro ciudadano de Azpeitia.

6. SITUACIÓN SOCIAL, ECONÓMICA Y RELIGIOSA DE LOS OÑAZ-LOYOLA

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familias llamadas de parientes mayores que, divididas en los bandos de oñacinos y gamboínos, dominaban la escena de Guipúzcoa. En el aspecto político, los Loyola fueron siempre fieles servidores de la corona de Castilla. Al ofrecer un rápido retrato de algunos principales miembros de la familia, hemos tenido ocasión de evocar los hechos que lo demuestran. Queda por ver cómo los reyes les correspondieron. Los reyes castellanos de la casa de Trastámara, desde Juan I a Isabel la Católica y su esposo Fernando, demostraron su gratitud a los Loyola por los servicios prestados. Dos fueron las concesiones principales que les hicieron, renovadas en repetidas confirmaciones. La primera fue la concesión de un censo por juro de heredad, es decir, hereditario y perpetuo, de 2.000 maravedís anuales, «situados en los derechos de los albalaes e diesmo viejo de los fierros que se labran en las ferrerías de Barrenola e Aranaz». Esta concesión fue hecha la primera vez por el rey Juan I a Beltrán Yáñez de Loyola el 15 de marzo de 1377. Aquellas dos ferrerías se encontraban en el término de Azpeitia. El caserío de Barrenola subsiste todavía al margen de la carretera que va de Régil a Azpeitia. En su subsuelo quedan restos de la antigua ferrería.

Más importancia tuvo la concesión del patronato sobre la iglesia de Azpeitia, llamada monasterio real de San Sebastián de Soreasu. Esta iglesia, considerada como patrimonio real, pasaba al señor de Loyola, que la consideraba como suya y la incluía entre sus bienes. Más que patrono, puede decirse que el señor de Loyola era también señor de la iglesia. El P. Pedro de Tablares escribió en 1550 que era «como obispo que provee los beneficios y todo lo que ay en ella». Aparte de ocupar un sitio preferente en la iglesia y de tener en ella su sepultura, poseía el derecho de presentación del rector y de los siete beneficiados y la proveía además de dos capellanes. Percibía tres cuartas partes de los diezmos ofrecidos por los fieles a la parroquia y un cuarto de las restantes ofertas, llamadas «de pie de altar».

La historia del patronato de Azpeitia es larga y complicada. Ya hemos visto que el rey Fernando IV lo había concedido a la villa en 1311. Pero sucedió que, al quedar vacante el cargo de rector por muerte de un tal Juan Pérez, el obispo de Pamplona designó para sucederle a Pelegrín Gómez, oficial foráneo de San Sebastián, miembro de la importante familia donostiarra de los Mans o Engómez. El pueblo en un principio se resistió a esta designación, que era contraria a sus derechos. El asunto llegó hasta el papa Clemente VII de Aviñón, a quien prestaba obediencia la diócesis de Pamplona y todo el reino de Navarra. El papa —que contaba entre sus más decididos defensores al obispo de Pamplona, Martín de

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Zalba— mandó que se hiciesen averiguaciones sobre el caso, y terminó aprobando la designación de Pelegrín Gómez. Sucedía esto en 1388. El pueblo no se sometió. El resultado fue el decreto de excomunión, decretada en 1394 contra los ciudadanos desobedientes, y el entredicho impuesto a la iglesia. Situación tan violenta duró veinte años. Pero sucedió que los azpeitianos acabaron por ceder. Esto molestó al rey Enrique III, que consideraba a aquella iglesia como un bien de la Corona, y decidió transferir el derecho de patronato a Beltrán Ibáñez de Loyola y a sus sucesores, los señores de Loyola. Ocurría esto el 28 de abril de 1394.

En 1414 se llegó a un arreglo entre el administrador de la diócesis de Pamplona, Laciloto de Navarra, y los señores de Loyola. Sancha Ibáñez de Loyola y su marido, Lope García de Lazcano, admitieron al rector nombrado por el obispo, Martín de Erquicia, y el administrador de la diócesis reconoció el derecho del patronato a los señores de Loyola. Este acuerdo fue sancionado por el papa Benedicto XIII (Luna) el 20 de septiembre de 1415.

La lucha se derivó entonces hacia el pueblo, que no reconoció la legitimidad del traspaso del patronato al señor de Loyola. Se suscitó un pleito. Pero los señores de Loyola continuaron disfrutando de sus derechos durante largo tiempo.

Entre las renovaciones de los dos privilegios de que hemos hablado, merecen señalarse las concedidas por los Reyes Católicos al padre de San Ignacio, Beltrán Ibáñez de Loyola, en el año 1484.

Las relaciones de los reyes con la casa de Loyola no se limitaron a estas dos concesiones. La reina doña Juana y su hijo don Carlos V concedieron al hermano mayor de San Ignacio, Martín García de Oñaz, la facultad para instituir el mayorazgo: «acatando los buenos e leales servi-cios que vos, el dicho Martín García de Oynaz, y el dicho Beltrán de Oynaz, vuestro hijo, nos abéys echo, y esperamos que nos aréys de aquí adelante, y teniendo respeto que de vuestras personas y servicios quede memoria...» La concesión fue otorgada el 18 de marzo de 1518.

El 16 de marzo de 1537, en carta dirigida al mismo Martín García, Carlos V le anunciaba el envío de su «contino» Juan de Acuña, «a lo que entenderéis y conviene a mi servicio y al bien y defensa desa provincia que aquello se ponga en execución con la brevedad que el caso requiere»... No nos consta de qué asunto se trataba. El 25 de septiembre de 1542, el mismo Carlos V dirigió una carta al sobrino de San Ignacio, Beltrán, encargándole que cumpliese lo que el condestable de Castilla, Pedro Fernández de

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Velasco, o Sancho de Leiva, capitán general de Guipúzcoa, le escribiesen u ordenasen. Tampoco aquí sabemos en concreto de qué se trataba. Pero lo que importa es saber que Carlos V contaba con el hermano y con el sobrino de San Ignacio y les confiaba empresas de una cierta importancia.

¿Fueron ricos los Loyola? Una respuesta autorizada nos la da, en la segunda mitad del siglo XV, el historiador Lope García de Salazar: «es este señor de Loyola el más poderoso del linaje de Oñes [Oñaz], de renta e dineros e parientes, salvo el de Lescano».

Para los tiempos más cercanos a San Ignacio, nos ofrecen datos más concretos principalmente tres documentos: el mayorazgo, instituido en 1536; el testamento del hermano mayor de San Ignacio, Martín García de Oñaz, hecho en 1538, y el inventario de sus bienes que poco después de su muerte realizaron sus albaceas. A través de estos documentos vemos que el señor de Loyola estaba en posesión de un patrimonio considerable, compuesto por las casas y solares de Oñaz y Loyola, cuatro casas en Azpeitia, comprendida la llamada «Insola», a la entrada de la villa; un cierto número de caseríos, dos ferrerías, abundantes «seles» o prados, bosques de árboles frutales y un molino. Francisco Pérez de Yarza, en su Memorial, redactado en 1569, dice que, al tiempo de la nieta de Martín García, Lorenza, los caseríos eran 21. Las fuentes comprenden en el patrimonio la iglesia de Azpeitia con sus posesiones.

Un dato concreto para calcular la entidad de los bienes patrimoniales de la casa de Loyola nos lo ofrece el P. Antonio de Araoz en carta dirigida a San Ignacio el 25 de diciembre de 1552. Queriendo Araoz desmentir los rumores que circulaban a propósito del matrimonio de Lorenza de Oñaz, sobrina-nieta de San Ignacio, con don Juan de Borja, hijo del santo duque de Gandía, dice que quien salió ganando con aquel matrimonio no fue el esposo, que no tenía más que la encomienda de la Orden de Santiago, sino la esposa, que era ya señora de Loyola por fallecimiento de su padre, Beltrán de Oñaz. Con esta ocasión dice Araoz que la hacienda de la casa de Loyola estaba valorada en más de 80.000 ducados:

«Porque, allende de la antigüedad de la casa [de Loyola] y la preeminencia del patronazgo perpetuo [de la iglesia de Azpeitia], está estimada la hacienda en más de ochenta mil ducados; y el duque [de Gandía don Carlos, hermano de Juan] y sus partes an echo tantas deligencias, que yo sé que se prefirió [ =adelantó] a dar trezientos ducados de albricias porque se concluyese» [el matrimonio].

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El duque de Nájera Juan Esteban Manrique de Lara, había querido que Lorenza se casase con un pariente suyo, y para conseguirlo se dirigió a San Ignacio. Como es sabido, Ignacio se excusó de intervenir en aquel asunto «de tanta calidad y tan ajeno de mi profesión mínima».

Cuanto a las rentas, el ya citado Pérez de Yarza nos informa de que el patronato de la iglesia de Azpeitia producía al patrón una renta anual de 1.000 ducados. Las otras propiedades le daban 700, y la mitad de una escribanía que había comprado, 200. En conjunto, según estos datos, podemos conjeturar que el señor de Loyola percibía anualmente unos 1.900 ducados. A ellos hay que añadir otras cantidades, en particular los 2.000 maravedís de juro de heredad concedidos por los reyes. De todos estos datos deducimos que las rentas del señor de Loyola, sin ser tan elevadas como las de otros, que llegaban a 10.000 y aun 20.000 ducados, podían considerarse satisfactorias para un señor de mediados del siglo XVI. Probablemente, no eran superiores las de otros «parientes mayores» guipuzcoanos. Más detalles nos lo ofrecen las dotes que los señores dan a sus hijas al casarse, lo calidad de sus vestidos y el ajuar de sus casas. De todo esto tenemos datos en los documentos citados, en particular en el inventario de Martín García. Todavía podemos hacer dos observaciones. Escribiendo San Ignacio a su hermano en 1532, le decía que, «pues en abundancia os dexó las cosas temporales», procurase ganarse con ellas las eternas.

Por lo que se refiere a la vida religiosa de los Loyola, podemos afirmar que fue, más o menos, la de la gente de su tiempo en España. Una fe profunda y sincera y una sustancial fidelidad a las prácticas religiosas se compaginaba con deslices morales, que ellos mismos no tuvieron inconveniente en manifestar. De todo esto nos ofrecen datos concretos los testamentos, todos los cuales comienzan invariablemente con una ferviente profesión de fe, la petición de abundantes sufragios por los «enormes pecados» cometidos y las mandas para causas pías. Tenemos indicios para pensar que en la familia Loyola no faltaron personas decididamente virtuosas, como la cuñada del Santo Magdalena de Araoz y su sobrino Bel-trán, alabados por Ignacio.

Las cosas de la religión jugaron un papel importante en la vida de los señores de Loyola, sobre todo porque su condición de patronos de la iglesia les daba el derecho y el deber de intervenir en los asuntos eclesiásticos de Azpeitia. Al hablar del padre y del hermano de Ignacio,

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hemos tenido ocasión de mencionar algunas de estas intervenciones. En líneas generales, cabe afirmar que la vida religiosa de la familia estuvo estrechamente relacionada con la de la parroquia.

Una enojosa controversia turbó los ánimos del patrono y de los clérigos durante largos años. Se trató del conflicto que los enfrentó con las «beatas» del convento de la Inmaculada Concepción. Hay muchos documentos que se hacen eco de esta lucha, entablada por motivos que hoy día pudieran parecernos fútiles pero que no lo eran en aquellos tiempos. La cercanía del convento, situado entonces en la calle de Emparan, a escasos metros de la parroquia, creaba problemas de competencia en lo referente a horarios de misas, ministros del culto, enterramientos, etc. El asunto llegó a Roma, de donde vinieron disposiciones que en definitiva favorecían al punto de vista del patrono y de los clérigos. Pero la situación no se arregló hasta que en 1535 se llegó a la firma de un acuerdo. El primero en firmarlo fue Iñigo, el cual tuvo, sin duda, una parte preponderante en su consecución. Fue éste uno de los asuntos de Azpeitia que quiso dejar arreglados a su paso por la villa, porque no podía sufrir que su hermano estuviese por más tiempo implicado en un asunto que turbaba la paz religiosa de la villa. El texto del «acordio» es sumamente interesante para conocer algunos de los aspectos más característicos de la práctica religiosa en la Azpeitia del siglo XVI. Como en otras ocasiones, Ignacio dio muestras de ser un hábil negociador. Como era natural, Ignacio, que tan desprendido se mostró respecto a los asuntos temporales de sus parientes y conciudadanos, hizo cuanto estuvo en su mano por promover el bien espiritual de los mismos. De ello dio muestra especialmente durante su estancia de tres meses en Azpeitia el año 1535. Pero aun desde Roma siguió ocupándose de lo que para él tenía la principal importancia.

7. ELÚLTIMO HIJO DELSEÑOR DE LOYOLA

Iñigo nació, con toda probabilidad, el año 1491. A falta de los registros bautismales de la parroquia de Azpeitia, que comienzan en 1537, es forzoso recurrir a conjeturas, toda vez que el mismo Santo no fue explícito ni coherente en este punto. No es menester resucitar aquí una cuestión sobre la que se ha dicho todo lo que se podía decir. A la muerte del Santo, los Padres de la Compañía reunidos en Roma se vieron precisados a tomar una decisión cuando se trató de fijar este dato en el

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epitafio que se había de colocar sobre su sepultura. Después de deliberar sobre el asunto, pusieron que el Santo murió a los sesenta y cinco años de edad, lo cual, dado que la muerte ocurrió el año 1556, equivalía a decir que nació el año 1491. Esta opinión coincidía con la de la nodriza del Santo, María de Garín, que le crió en el caserío de Eguíbar, cercano a Loyola, y se ve refrendada por otros válidos argumentos, que no hace al caso repetir.

Si Iñigo salió de la casa paterna poco antes o poco después de la muerte de su padre, es decir, hacia 1507, hemos de concluir que para entonces tenía unos dieciséis años de edad. ¿Qué es lo que a esta edad pudo dejarle impreso el ambiente local y familiar? Dado que la gracia no destruye la naturaleza, hay que concluir que Ignacio fue toda su vida un vasco y un Loyola. La psicología atribuye suma importancia a los factores hereditarios y a las condiciones ambientales de la primera edad en la conformación psicológica de un individuo. Dejo a los expertos el estudio de los caracteres somáticos, tal como nos lo presentan las mascarillas que se le sacaron a raíz de su muerte y algunos retratos fieles, como los de Jacopino del Conte y Sánchez Coello. Las fuentes biográficas nos suministran datos abundantes para constatar que el Santo conservó toda la vida los rasgos característicos de la gente de su tierra. Dos datos mínimos, pero significativos. Al final de su vida, parte por su mortificación, parte por su enfermedad, se demostró siempre indiferente a cualquier clase de manjares, como si hubiese perdido el sentido del gusto. Esto no obstante, si querían hacerle alguna fiesta, la presentaban cuatro castañas asadas, de las que gustaba, «por ser fruto de su tierra y con la que él se había criado». En otra ocasión, no logrando disipar la tristeza de uno que acudió a consolarse con él, le preguntó el Santo qué era lo que podía hacer para darle gusto. El tentado tuvo la ocurrencia de decir que lo que le gustaría sería que se pusiese a bailar delante de él al estilo de su tierra. El Santo no creyó que era rebajarse concediéndoselo, y lo hizo, pero añadiendo después que no se lo volviese a pedir más. El P. Letonia atribuye al origen vascongado de Ignacio la concentración individual, el espíritu reflexivo, la expansión lenta, pero audaz, tan segura de sí como pobre de expresión colorista, y, cual fruto de todo ello, aquella formidable firmeza de voluntad a que aludía el portugués Simón Rodrigues al decir en 1553 al P. Gonçalves da Cámara: «Vois habéis de saber que el P. Ignacio es buen hombre y muy virtuoso, mas es vizcaíno. que, como toma una cosa a pecho, etc.» Rodrigues no completó la frase, pero es fácil adivinar lo que en ella faltaba. Es lo mismo que notaba el cardenal Rodolfo Pío de Carpi, protector de la Compañía, que, hablando de algunas decisiones del Santo,

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decía: «Ya fijó el clavo», aludiendo a su firmeza en mantener sus deci-siones.

De la gente de su tierra derivó la pureza e integridad de su fe. En Alcalá, cuando el vicario Figueroa le preguntó si hacía observar el sábado respondió secamente: «En mi patria no suele haber judíos». Y el P. Nadal, defendiendo los Ejercicios, pudo escribir en 1554: «Es Ignacio español, y procede de la primera nobleza de Guipúzcoa, en Cantabria, en la que tan incontaminada se conserva la fe católica. Tal es el celo y constancia que desde tiempo inmemorial tienen por ella sus habitantes, que no permiten vivir allí a ningún cristiano nuevo, ni desde que hay memoria de cristianismo se sabe de uno sólo a quien se haya notado ni la más mínima sospecha de herejía, Bastaba esto para no haberla puesto en él».

Su origen vascongado se transparenta a través de su lenguaje, tan poco fluido. Es muy probable que en su casa hablase el vascuence, lengua común en la gente de su tierra. Cuando el P. Araoz en sus cartas quiso emplear alguna expresión reservada para él, se expresó más de una vez usando un término vasco. En todo caso, las continuas elipsis que emplea, el uso tan frecuente de infinitivos y gerundios, la omisión de los artículos, entre otros indicios, delatan la educación recibida en un ambiente no castellano. Huella que no borraron sus largos años de permanencia en tierras de Castilla y su familiaridad con obras escritas en su lengua.

Ignacio, a sus dieciséis años, tuvo conciencia de que pertenecía a una familia importante de Guipúzcoa, que se había distinguido en el servicio de los reyes de Castilla. Su padre y su hermano mayor no dejarían de relatarle las gestas de sus mayores y las recompensas que habían recibido de parte de los monarcas. Siendo ya general de la Compañía, no tuvo inconveniente en servirse de este «medio humano» para sus intentos apostólicos. Tratábase en 1551 de la fundación de un colegio de la Compa-ñía en Lovaina. Por medio de su secretario recomendó al P. Jayo que hablase del asunto con el rey de España: «diziendo del P. Ignacio y sus deudos lo que habían servido a la Corona». Y, escribiendo a su sobrino Beltrán, ya señor de Loyola, le decía: «... y como nuestros antepasados se han esforzado en otras cosas, y plega a Dios nuestro Señor que no hayan sido vanas, vos os queráis señalar en lo que para siempre jamás ha de durar». Notamos este verbo «señalarse», no menos característico que el

magis (= más) ignaciano. Lo emplea, entre otros pasajes, en la meditación

crucial del reino de Cristo, cuando exhorta a «los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su rey eterno y señor universal», a

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hacer oblaciones «de mayor estima y mayor momento». No podemos dudar de que ya en aquellos primeros años se fue fraguando aquel temperamento «recio y valiente, y más aún, animoso, para acometer grandes cosas», de que nos habla el P. Polanco.

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II. AL SERVICIO DEL REY TEMPORAL

1. EN CASA DEL CONTADOR MAYOR, JUAN VELÁZQUEZ DE CUÉLLAR

¿Qué rumbo iba a tomar la vida de Iñigo? Si fuese cierto que recibió la tonsura, podríamos pensar que la primera intención de sus padres, o la suya propia, habría sido la de seguir el estado eclesiástico. Pero los hechos demostraron que no era aquélla por entonces su verdadera vocación. Pronto vemos al adolescente encaminarse hacia la villa de Arévalo. Un distinguido hidalgo castellano, Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla, se había dirigido al señor de Loyola pidiéndole que mandase a Arévalo a uno de sus hijos para tenerle en su casa como propio. El escogido fue el último de los hijos de Beltrán de Oñaz, Iñigo.

Semejante invitación no se explica si no es porque entre Velázquez de Cuéllar o su esposa, María de Velasco, y los señores de Loyola existían, por lo menos, relaciones de estrecha amistad. En realidad se trataba de un cierto grado de parentesco. María de Velasco era hija de María de Guevara, la cual estaba emparentada con la familia de la madre de Iñigo, Marina Sánchez de Licona. Esto es lo que han venido repitiendo los biógrafos del Santo, siguiendo al ilustre genealogista P. Gabriel de Henao, el cual escribió que María de Guevara era tía de Iñigo. Según este mismo historiador, María de Guevara pronosticó el futuro de Iñigo, diciéndole a causa de sus travesuras de muchacho: «Iñigo, no asesarás ni escarmentarás hasta que te quiebren una pierna».

Puntualizando más, en cuanto cabe, este grado de parentesco entre las familias de Guevara y de Balda, encontramos que un Ladrón de Guevara fue el bisabuelo de Marquesa (o Gracia) de Balda, la abuela de Iñigo. Lo afirma el historiador vizcaíno Lope García de Salazar. Es probable que el parentesco fuese todavía más cercano, pues el mismo historiador refiere que «destos señores de Guevara obieron otros fijos e fijas, legítimos y bastardos, donde suceden otros muchos, pero aquí no se cuenta sino a los principales». Uno de estos descendientes fue María de Guevara, la madre de María de Velasco y suegra del contador mayor, Juan

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Velázquez.

Tenemos, pues, a Iñigo instalado en Arévalo, una villa situada en el corazón de Castilla, entre Valladolid y Avila, al margen del río Adaja. Para el hijo del señor de Loyola se abría un nuevo porvenir en el mundo. No sería el de la milicia en Nápoles o en Flandes, ni el de la conquista de América, como lo había sido para otros de sus hermanos; ni tampoco el estado eclesiástico, como lo fue para uno de ellos, Pero López. Sería la vida de la corte al servicio de altos funcionarios, que le encaminarían por la carrera de la administración, de la política y, eventualmente, de las armas.

No sabemos con certeza cuándo ocurrió el traslado de Iñigo a Arévalo. El P. Fita lo coloca en el año 1496, cuando Iñigo era un niño de cinco años. Parece una fecha demasiado temprana. Una fecha tope es el año 1507, en que murió Beltrán, el padre de Iñigo. La invitación de Velázquez debió de ocurrir en vida de aquél. Conjeturando, podemos tener como los más probables los años 1504-1507. Y como Iñigo permaneció en Arévalo hasta la muerte del contador en 1517, vemos que se trata de un largo período de más de diez años. Años transcendentales, que significaron su paso de la adolescencia a la juventud.

¿Quién era Juan Velázquez de Cuéllar? Nos lo dice el historiador de Carlos V fray Prudencio de Sandoval:

«Fue este caballero contador mayor de Castilla, hijo del licenciado Gutierre Velázquez, que tuvo cargo de la reina Juana [sic], madre de la reina doña Isabel, en Arévalo. Era natural de Cuéllar. Fue Juan Velázquez muy privado del príncipe don Juan y de la reina doña Isabel, tanto que quedó por testamentario de ellos. Fue hombre cuerdo, virtuoso, de generosa condición, muy cristiano, tenía buena presencia y de conciencia temerosa. Tenía Juan Velázquez las fortalezas de Arévalo y Madrigal con toda su tierra en gobierno y encomienda; y era tan señor de todo como si lo fuera en propiedad».

El cargo de contador mayor empezó a desempeñarlo en 1495 con el príncipe don Juan y lo retuvo hasta su muerte. Desde 1497 fue miembro del Consejo Real. Por razón de estos cargos estaba obligado a seguir a los reyes en su corte itinerante, aunque su domicilio estable era el palacio real de Arévalo.

Su mujer, María de Velasco, fue íntima amiga de la segunda esposa de Fernando el Católico Germana de Foix, «aún más de lo que era justo», como dice el contemporáneo Carvajal. La reina no podía estar sin ella, y doña María no se ocupaba sino en servir y banquetear costosamente a la que Pedro Mártir de Anglería, en sus Epístolas, calificó de «pinguis et

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bene pota»: gruesa y bebedora. Cuando Juan Velázquez cayó en desgracia, María se retiró al convento de la Encarnación de Arévalo, fundado por su marido, y siete años más tarde, en 1524, acompañó a Catalina, la hermana de Carlos V, cuando ésta fue a Portugal para casarse con el rey Juan III. Allí permaneció como camarera mayor de la reina y allí murió en 1540.

Nada nos descubre tanto la posición de Juan Velázquez en la corte de los Reyes Católicos como el hecho de que Isabel y Fernando le escogieron entre sus testamentarios y ejecutores de su testamento. Era uno de los que «me sirvieron mucho y muy lealmente», dice Isabel en el suyo. Lo que ocurrió después de la muerte de la reina (26.11.1504), demuestra que, como ha escrito el marqués de Lozoya, Juan Velázquez «debió de ser el hombre de máxima confianza de Fernando». Por orden de éste, los camareros de la reina Sancho de Paredes y Violante d’Alvión, entre otros, fueron llevando a la casa del contador cajas y más cajas que contenían los objetos que habían pertenecido a la soberana. Joyas, relicarios, trajes, retablos, tapices, cubiertos, libros, fueron pasando por las manos del contador para ser inventariados. Muchos de estos objetos fueron vendidos en almoneda, y no fueron pocos los comprados por Juan Velázquez y por su mujer. Nos lo revela la testamentaría de Isabel la Católica, índice impresionante de los objetos que le pertenecieron.

Para nosotros son de particular interés los libros, entre los que predominaban los de carácter religioso, sin que faltasen los de autores clásicos y las crónicas de los varios reinados. Allí estaba el tratado de gramática que Antonio de Nebrija había ofrecido a la reina y el Arte, del mismo, en latín. Hojeando la testamentaría de la reina, vemos que María de Velasco compró, entre otros, «un librillo de molde del horden de rezar el salterio»; «otro libro chequito de mano en latín, que comiença en la ora-ción de Sant Augustín»; «otro libro de cuarto de pliego, que es San Grisóstomo»; «unas horas escriptas de mano en pergamino, que tiene El comienço al martiloxo e luego una estoria del rey David»; «otras horas pequeñas escriptas en papel de molde que comiença De Ymitatione Christi».

Todos estos libros fueron a engrosar la biblioteca que Juan Velázquez poseía en Arévalo. Iñigo sacó, sin duda, no pocos libros de sus anaqueles para saciar su curiosidad y para formarse una cierta cultura. Es evidente que si durante su convalecencia de Loyola pidió que le trajesen «libros mundanos y falsos que llaman de caballerías», es porque había sido muy aficionado a leerlos en Arévalo. Y si una vez convertido, pensó entrar

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en la cartuja sevillana de Santa María de las Cuevas, es, probablemente, porque en Arévalo había tenido ocasión de leer las obras clásicas del «cartujano» Juan de Padilla: Retablo de la vida de Cristo y Los doce

triunfos de los doce apóstoles.

En Arévalo se forjó la personalidad de Iñigo, al que su primer biógrafo, Ribadeneira, nos pinta como «mozo lozano y pulido y muy amigo de galas y de traerse bien». Por confesión propia, sabemos que «hasta los veintiséis años de edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra». El P. Polanco nos dice que «la institución suya fue más conforme al espíritu del mundo que al de Dios; porque desde muchacho, sin entrar en otro ejercicio que de leer y escribir, comenzó a seguir corte como paje; después sirvió de gentilhombre al duque de Nájera, y de soldado hasta los veintiséis años, cuando hizo mutación en su vida». Las vanidades del mundo y, sobre todo, el deseo de ganar honra llenaban sus aspiraciones en todo este período. En Arévalo perfeccionó su «muy escogida letra (que era muy buen escribano)», como dice Ribadeneira. El poema que, según el P. Polanco, compuso en honor de San Pedro, santo de su devoción —recordemos que a él estaban dedicadas la ermita de San Pedro de Eguimendía, a pocos metros de la casa de Loyola, y la parroquia de Arévalo—, hay que colocarlo en este tiempo. En Arévalo formó su gusto por la música, que le acompañó toda su vida y que tuvo que sacrificar en aras del apostolado. Recordemos que residía en la corte, desde que fue nombrado maestro de capilla del príncipe don Juan, el célebre músico de Urrestilla Juan de Anchieta, que desde 1504 era rector de la iglesia de Azpeitia, y, dicho sea de paso, siempre muy poco amigo de los Loyola. Allí adquirió Iñigo los rasgos de una fina distinción, que en los años de Roma le valieron el calificativo de «el más cortés y comedido hombre», y de la que dio muestras incluso en su mesa frugal, en la que se notaba un no sé qué de áulico, como escribió el P. Palmio. Allí aprendió a tratar con los grandes de la tierra, experiencia que después le sirvió para tratar con príncipes, cardenales y papas. Allí también y en el período posterior, cuando sirvió al duque de Nájera, tuvo sus deslices morales de juventud, a los que aludió en las palabras que hemos citado de su

Autobiografía, y que pinta con frases más concretas el P. Polanco: «Hasta

este tiempo [el de su conversión!, aunque era aficionado a la fe, no vivía nada conforme a ella ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y en cosas de mujeres, y en revueltas y en cosas de armas; pero esto era por vicio de costumbre. Con todo ello dejaba conocer

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