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10 PAN DEL ESPIRITU

In document El Hombre Es Su Palabra (página 136-146)

Dijo el Rabí de Galilea, lo dijo al Diablo empeñado en tentarlo cuando los 40 días en el desierto.

–No sólo de pan vive el hombre... y, efectivamente, por encima del imperativo biológico está el clamor del alma.

Pero ahora decimos, glosando el célebre versículo: No sólo de pan vive el hombre; también vive de poesía y, como la poesía son palabras, podríamos concluir: No sólo de pan vive el hombre, tambien vive de palabras. La historia nos dará razón si abrimos el libro maravilloso y seguimos al individuo en su largo peregrinar por los siglos. Habitualmente, el éxodo se generaba en busca del agua. Las enormes masas de seres humanos abandonaban las tierras estériles e íbanse, soportando penas y miserias, en pos de los ríos para asentarse ahí, no sólo para dar de beber al ganado sino para cultivar la agricultura.

El paso revolucionario del nomadismo a la existencia sedentaria lo realizó el agua.

Herodoto pudo exclamar convencido de su verdad: Egipto es el Nilo. Los ríos mecieron en sus márgenes la civilización y la cultura.

Pero, tambien es exacto afirmar que el elemento económico no es el único que determina la historia; hay otras circunstancias ayunas de economía que han dispuesto los escenarios dela biografía de la humanidad: son los llamados del espíritu. Un día el celo religioso sintió el ansia de rescatar el Santo Sepulcro y así nació la primera cruzada, el influjo de Pedro el Ermitaño; otro día, cualquier día, los poetas vivieron al margen del llamado de los intereses prácticos, fue la época de la bohemia de Murger y otro día, cualquiera, un sabio enflaqueció despreciando los apetitos de la miseria y del abandono, entregado exclusivamente a sus ideales de investigador...

Hoy mismo, tenemos que gritar a los cuatro vientos este evangelio: No sólo de pan vive el hombre, también vive de poesía.

También vivimos, tangentes de las computadoras, de ensueño y de ilusiones.

Hemos llegado a mitad de la vida, de tal modo que frente a una humanidad en crisis de valores materiales, estamos convencidos de que la economía no es absolutamente la única razón para vivir y que necesitamos iniciar, a la sombra de la oratoria en flor, una cruzada en favor de la poesía.

Urge que los hombres lleguemos a esta conclusión apremiante: la poesía no es un don superfluo; la poesía es equivalente al pan, con la ventaja de que es pan para el alma; pasto del alma.

¡Que retornen los oradores y nos prediquen un evangelio de poesía, de amor y de belleza!

¡Salgamos a las calles, a la plaza pública, al ágora, para detener el viandante y rogarle que nos oiga decirle un poema!

La humanidad requiere, para su redención la redención del robot, discursos nuevos impregnados de verdad, de bondad y de hermosura!

Hay un enorme cantidad de libros que ya no se leen; que vegetan su horfandad en los libreros. Quizá los eruditos los procuren, pero la mayoría de los estudiantes los ignoran. Uno de éstos son las Obras completas de Lord Chesterfield. El noble Lord acostumbraba escribir a su hijo, con afán de aumentar su cultura y redondear su curiosidad, de tal modo que estas epístolas son, fragmentariamente, un tratado teórico sobre los temas más importantes de su época. Pues bien, la carta correspondiente al 1° de noviembre de 1739, dice a su hijo: “Volvamos a la elocuencia o arte de hablar bien, que jamás debes perder de vista porque en muchas circunstancias es de absoluta necesidad y utilísimo en todas. Sin este arte nadie puede figurar en la tribuna, ni en el púlpito, ni con el foro; y aún en la conversación ordinaria, el hombre hubiera adquirido el hábito de expresarse con exactitud y facilidad, tendrá gran ventaja sobre los que hablaron sin corrección ni

elegancia. EL objeto de la oratoria es persuadir; y bien debes conocer que agradar a los otros es dar un gran paso en el camino de la persuasión. Por consiguiente, no es posible que se te oculte cuán ventajoso es, para el que habla en público, agradar a sus oyentes hasta el punto de cautivar su atención, cosa que jamás conseguirá sin el auxilio de la elocuencia. No basta que hable con la mayor pureza el lenguaje de que se sirve, ni tampoco que se arregle a los preceptos de la gramática; elija las palabras más expresivas y convenientes y que las coloque en el mejor orden posible. Debería igualmente adornar su discurso con metáforas, símiles y otras figuras de retórica y animarlo, si es posible, con dichos prontos, vivos e ingeniosos”.

Esta larga cita llega a reforzar nuestro concepto acerca de la oratoria. Pero hay algo en lo que debemos detenernos: y es el debate acerca de si es pertinente, o no, adornar el discurso con los elementos retóricos que ha señalado Lord Chesterfield.

Aún a riesgo de volver reiterativo este ensayo, copiaremos otra cita de Horacio Zúñiga, dada la trascendencia del tema en cuestión: “La idea es un rayo de luz que penetra en el mundo, lo ilumina y lo vuelve consciente. La idea es creación no recreación, ni espejo del universo. Es el universo mismo como microcosmos; como síntesis anímica; como cristalización de los exterior en el interior; o, si se prefiere, como immanencia; como una suerte de adivinación o de anticipación ideal de lo real. Idear es estructurar, coordinar o arquitecturar lo existente para producir lo inexistente; es funcionalizar nociones o conceptos como la función biofisiológica que vitaliza y dinamiza la anatómica y estática agrupación celular. La idea es el hombre como conciencia, como entendimiento, como intuición”.

Y, refiriéndose a las imágenes, nos enseña: “La imagen es transfiguración, sublimación de un mundo que se hace más bello a través de la imaginación, como el rayo de sol que se descompone, o mejor aún, se magnifica en paraíso

de colores a través de las facetas milagrosas del prisma. Si la idea es o puede ser verdad, la imagen es o debe ser belleza. La idea es atributo del pensador, la imagen es don del artista. Idear es penetrar, imaginar es crear, recrear; volver a crear lo creado; en tance de mejoramiento y dilección. Sin la idea no entenderíamos ni explicaríamos el mundo. Sin la imaginación no le animaríamos, ni lo vestiríamos con las más ricas galas, ni lo dotaríamos de nuevas y más sugestivas excelencias. Si la idea es luz, la imagen es luz y color. Si la idea es palabra, la imagen es música. Si la una representa, la otra insinúa; si una explica, la otra sugiere. Si la idea convence, la imagen arrebata, conmueve, embelesa, seduce, encanta, apasiona”.

Sin embargo, no necesariamente ha de haber discordancia, sino antes ha de predominar la armonía entre la idea y la imagen. Se buscan, se requieren, se complementan, sobre todo en el discurso.

Esto lo resumió Horacio Zuñiga al dictaminar: “La palabra es el cauce de la idea y de la imagen. Es la que lleva el agua azul del cielo y la linfa iridiscente de la imaginación. Río luminoso que conduce, en las ondas elásticas, el tulipán del sol, la magnolia de la luna y las azucenas de luz de las estrellas. Sin ella, ni la idea ni la imagen existirían por más que existiesen en potencia, como la larva o como el germen, puesto que hablar es vivir o patentizar que se vive; es decir, hablar es ser presencia, como existir es ser esencia y morir es ser ausencia. ¡Halar es proyectarse al mundo, desde el Ego hasta el infinito. Hablar es flotar en el mundo; mejor aún, es salir a flote o sacar a flote la conciencia y la existencia sumergidas, la voz y la palabra, es voz con conciencia (idea) y voz con belleza (imagen); es la suprema expresión de la vida y de la potencia vital, pues Dios hizo el mundo con ella, en el soberbio imperativo del HAGASE, del Fiat creador!”

Diremos mil y una vez que los oradores tienen la prosapia de Prometeo. Son los repartidores del fuego entre los hombres; equivale a decir, la libertad.

También podríamos traducir: en el principio era el verbo; el verbo es el fuego; el fuego es la libertad. En el principio era la libertad.

Afirma Gastón Bachelard en su bello libro

Psicoanálisis del fuego: “Ha hablado muy bien quien ha

definido al hombre como una mano y un lenguaje. Pero los gestos útiles no deben ocultar los gestos agradables. La mano es, precisamente, el órgano de las caricias, al igual que la voz es el órgano de los cantos. Primitivamente, caricia y trabajo debían estar asociados”.

El amor cumple sus destino al calor de las palabras. Amor es una teoría de bellas, sonoras, armónicas palabras. No negamos la posibilidad del lenguaje del silencio. Amor silencioso. Amor en las miradas. Pero, lo cierto es que el amor se realiza mediante la voz, cuando el ser amado lo descubre en el tono del que ama. De ahí en delante el amor nace, crece y muere con palabras.

“Repite el juramente de eterno amor que romperás mañana”. Este verso de Paul Verlaine sintetiza la necesidad vital de oír palabras de amor a sabiendas que los juramentos de eternidad van a ser rotos mañana. Pero lo que importa son las palabras. La emoción, antes de ser expresada, es como si no existiera.

¡Que no se nos diga que algunos genios no hablan por que piensan mucho! Eça de Queiroz, en su regocijado libro,

El epistolario de Fradique Mendes, nos legó la caricatura de

aquel enorme talento de Pacheco a quien nunca se le conoció un rasgo de ingenio, pero cuya fama sobrepasaba las fronteras. El enorme talento de Pacheco, en la Cámara, al fin, toma parte en un debate. Hay expectación dramática: –“Mientras ustedes hablan mucho, yo aquí, en silencio, hago luz”... La luz se hace cuando habla la oscuridad; la oscuridad reina cuando la luz enmudece. Los griegos, abuelos de la

cultura, concedieron, por eso, una gigantesca importancia al discurso.

Atenea, la de los glaucos ojos aconseja a Ulises, fecundo en recursos, frente a la incertidumbre de los aqueos, frente a la cólera de Aquiles: “Ve enseguida al ejército de los aqueos y no cejes, detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que boten al mar los curvos bajeles”. Con suaves palabras. Es que los griegos confirieron a la palabra una extensión mágica. Todo lo discuten. Antes de que brillen las espadas salen a relucir los verbos persuasivos. Los discursos son como danza sagrada, danza de guerra, que cumple su rito antes de que sobrevenga la acción deslumbrante.

La palabra, como el fuego de Prometeo, odia la oscuridad, aborrece las tinieblas; se escandaliza con la mentira; se avergüenza con la hipocresía y se desvive por salir en contra de las injusticias.

Un discurso tiene la trayectoria de un largo viaje. Es posible que dure, como el regreso de Odiseo, varios años. Y en el transcurso, luche con astucia contra Polifemo –también el discurso tiene sus argucias–; que se rinda a Circe y se enamore de Calypso; pero el discurso, al fin, llegará a Itaca a esgrimir el arco de Ulises y a vencer a los Pretendiente.

Los enemigos de la luz –enemigos por naturaleza de la oratoria– son los espíritus autoritarios. Si ya se decretó la verdad única, la que no tolera objeciones ni dudas, ni el derecho a disentir, si ya todo está expuesto, ¿que objeto tiene la oratoria?

Aquellos que abominan de la oratoria esconden, en la subconciencia, el miedo a que los oradores señalen las lacras y promuevan las revoluciones.

Las sombras discutieron vehementemente cuando corrió la noticia de la llegada del fuego que Prometeo había robado a Zeus. Pensaron que la luz era rebelde, mitotera, subversiva, desquiciadora del orden y de la tranquilidad, violadora de la paz nocturna y de la quietud reconfortante de

los silencios... Pero llegó la luz a caballo, motinera, primitiva, redentora, y las sombras fueron cayendo, una a una, acribilladas por la luz. La luz es una protesta contra la ignorancia, contra la conformidad, contra la servidumbre y el miedo, contra la paciencia y la esclavitud, la luz es destructora de prejuicios, cuando todo se hace a la luz del día, cuando no hay pretexto para esconder las manos, cuando, con la sombra, “no se tasa con rútilas monedas, el bien y el mal”.

El evangelio de los oradores está en la historia de Prometeo, la que nos legó el esforzado Equilo.

Grita Prometeo, sereno porque es fuerte: “–Ni encantamientos, ni palabras de miel, ni violencias me doblegarán. Nada le revelaré hasta que me haya librado de estos crueles lazos, hasta que haya expiado su ofensa. Sé que ha supeditado la justicia a su voluntad; pero un día vendrá en que ha de humillarse, al sentirse amenazado”.

Esta es la suerte de los tiranos. Prometeo la sabe de memoria. Los dioses, en el Olimpo, ha sucumbido víctimas de golpes revolucionarios; también Zeus caerá a su tiempo. “–Yo sufriré –dice a la hija de Inaco– hasta que Zeus sea derribado de la tiranía.

“–¿Qué me dices? ¿Dejará de reinar Zeus?”

“–Imagino que te alegra contemplar semejante caída”. “–¿Y por quién será desposeído del cetro de la omnipotencia?

“–Por su propia locura”.

Que es, habitualmente, lo que adviene a los poderosos, a los individuos enloquecidos por el poder. Esto lo presiente, lo intuye, lo sabe el orador.

Cada vez que un tirano ha opacado la transparencia del escenario histórico, ha llegado, justamente a tiempo, un orador para convocar a a rebeldía.

El varón más puro de la Revolución Social en México, el único varón a la altura del pueblo, Ricardo Flores Magón, dejó en sus discursos de fuego estos conceptos: “Tierra y Libertad no son más que palabras, es cierto; pero

estas palabras llegan a lo sublime cuando la mano del trabajador rompe la ley, quema los títulos de propiedad, incendia las iglesias, da muerte al burgués, al fraile y al representante de la autoridad y con gesto heroico toma posesión de la madre Tierra para hacerla libre con el trabajo de hombre libre”.

El poeta David ensalzó el poder de la palabra: “Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino” y, en cambio, lanza su anatema contra los malos oradores –mal orador es quien dice palabras de mentira–: “A Jehová clamé estando en angustia. Y él me respondió: Libra mi alma, oh Jehová, del labio mentiroso y de la lengua fraudulenta”.

El mal orador es aquel que usa de lengua fraudulenta; y por sus discursos los conoceréis.

Digamos, finalmente, ya para rendir cuentas al silencio, después de esta jornada de palabras, que la oratoria puede ser empleada, como es obvio, como ya lo hemos asentado previamente, para bien o para mal del hombre. No es una profesión en sí. No se estudia para orador. Se es orador en cuanto se realzan las cualidades implícitas a la hombría de bien. Todavía nos enfrentaremos con hermanos equivocados que reniegan de la palabra porque no han sabido aquilatarla justamente; que creen que los hombres no deben dedicar sus esfuerzos a la elocuencia puesto que la hora de la elocuencia ha periclitado en la historia. Que más valdría, en suma, una historia de silencios y no de bellos discursos. De la misma manera que José Bergamín, jugando con las ideas, en su Disparadero español, llega a concluir que al hombre más le valiera el analfabetismo, dado lo pobre, lo ruin, lo mediocre de las lecturas; hay quien resuelve que más nos convendría suprimir la elocuencia y el discurso, si tomamos en cuenta el valor moral o estético de la antología de los discursos. Shakespeare, en su obra, La tempestad, coloca en labios de Calibán una requisitoria feroz: “–Próspero: Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen sentimiento siendo inclinado a todo mal! Tengo compasión de ti. Me tomé la

molestia de que supiéseis hablar. A cada instante te he enseñado una cosa u otra. Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer. Pero, aunque aprendieses, la bajeza de tu origen te impedía tratarte con las naturalezas puras. ¡Por eso has sido justamente confinado en esta roca, aún mereciendo más que una prisión!

“–¡Calibán!: ¡Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! ¡Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje!”

Los oradores están a mitad del laberinto. Un terrible dilema los sacude. Palabras de dolor o palabras de alegría; de muerte o de esperanza. Calibán sólo encuentra motivos de angustia y de maldad. Otros, como Ariel, encontrán palabras de fe, de amor, de caridad y de belleza.

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