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E l Amor Que Nos Devuelve La Identidad

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Era una noche más como cualquier otra, sin embargo no podía dormirme dando vueltas en mi cama. Todavía me sonaban en mi corazón las palabras de aquella canción que había escuchado hacía unas escasas horas: “Cuánto he esperado este momento…fue por ti fue porque te amo…”. Sabía que no se trataba de un insomnio normal. Me levanté para mirarme en el espejo del baño, y al contemplar mi rostro, supe que acababa de nacer de nuevo. Era la primera vez en mi vida que entendía mi verdadera identidad. No pude resistir las lágrimas…tenía quince años…mi vida acababa de cambiar para siempre.

Identidad oculta

Tenemos una identidad que muchas veces desconocemos, somos amados desde antes de existir, y desde que nacemos somos campeones; basta con observar que es un solo espermatozoide, entre millones y millones que compiten por llegar a fecundar un óvulo, el que logra la victoria. En

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ocasiones pueden llegar a ser hasta 900 millones de espermatozoides los que luchan por llegar primeros, pero sin embargo es uno sólo el que lo logra. Esto hace que seamos únicos desde el mismo instante de la concepción, y además, campeones desde los mismos genes.

Los cristianos podemos experimentar un plus sobre ese valor, pues desde el bautismo entramos a formar parte de la familia divina, el Padre nos ve y ama como a su mismo Hijo. Jesús por su parte nos demuestra cada día su inmenso Amor en su sacrificio de la cruz; el Espíritu Santo es el encargado de revelarle este Amor del Padre y del Hijo a nuestro corazón (Rom 5, 5). Además de eso, los cristianos católicos podemos comulgar diariamente con el mismo Jesús que se nos ofrece como alimento en cada Eucaristía; y como si fuera poco la Santísima Mamá María nos hace saber que nos ama tiernamente. Junto a estas realidades espirituales, también contamos con el amor que nos brindan nuestros seres queridos, algunos de los cuales, sin dudarlo, entregarían su vida por nosotros. En definitiva, ¡SOMOS AMADOS!

Sin embargo, son miles de millones en el mundo entero los que por distintos factores viven como si no fueran amados, mendigando cariño, compitiendo para demostrar cuánto valen, suplicando una oportunidad para sentirse alguien…ignorantes de quiénes son verdaderamente. Han perdido su identidad en el duro camino de la vida. Se han convertido progresivamente en hijos pródigos de un Padre que está esperando para devolvernos toda la

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felicidad, la alegría, la paz, el amor, el cariño , la autoestima…la identidad que el diablo nos robó.

Yo he sido un hijo pródigo en muchas ocasiones, y hasta el día de hoy sigo sintiéndome perdido en distintas circunstancias personales. Pero quisiera comenzar este libro testimoniándote acerca de lo que yo considero como el encuentro decisivo de mi vida. He contado este testimonio a miles y miles de personas a lo largo de trece años predicando la Palabra de Dios, recorriendo centenares de kilómetros en distintos escenarios: en las montañas perdidas de algún poblado, en grandes escenarios, en los colegios donde doy clases, en capillas, en parroquias, en salones pequeños e inmensos, en radio emisoras pequeñas y en radios que salen para todo el país, en la televisión, etc. Lo he contado con la misma pasión siempre, aunque mi prédica sea para una sola persona o para cientos; y cada vez que lo hago siento la misma emoción, como si lo contara por primera y única vez. Hoy tengo la magnífica posibilidad de dejarlo por escrito en este segundo libro que el Señor me permite escribir. Cuando

terminé de escribir ENFRENTANDO LA

TORMENTA supe que de lo siguiente que tenía que

escribir era acerca del Amor de Dios...y que tenía que dejar por escrito para las próximas generaciones este

encuentro decisivo.

Encuentro decisivo

Crecí toda mi infancia soportando los maltratos de mi padre, de mis compañeros de colegio, de mis vecinos, que cada día de mi vida de algún modo u

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otro me hacían sentir que estaba por error en este mundo, que no debía existir, que era lo mismo que estuviera o que no estuviera en esta vida; al menos así lo sentía yo.

Cuando tenía nueve años mi padre falleció por un tercer infarto que no pudo resistir.

Unos meses después yo dejaba el colegio a causa de las burlas que me hacían mis compañeritos de colegio por hacerme pis encima mientras daba una lección oral.

Para ese entonces yo me consideraba a mí mismo como un monstruo horrible; tenía una montaña de complejos que me hacían sentirme una criatura discriminada. No recuerdo una sola persona que me llamara por mi nombre de pila, todos tenían un apodo para nombrarme: para la gran mayoría era

“el huesadas” (por mi flaqueza extrema), y el resto de

los apodos fueron cambiando con los años de acuerdo a la acentuación de algunos de mis defectos:

“oreja”, “naso”, “perudo”, “peraca”, “alfajor mal pegado”, “oscuro”, “rulito”, “ratita”, etc.etc. Entre los

numerosos traumas que padecía, uno de los que más sufría era al hablar en público, pues comenzaba a tartamudear a causa del miedo que me provocaba la exposición pública. No podía mirar a nadie a los ojos.

Como consecuencia de todo esto, más otras situaciones personales, en menos de un año intenté suicidarme tres veces. Tomé veneno para ratas y cucarachas, e intenté cortarme las venas, pero era tan fracasado que ni siquiera pude quitarme la vida. Mi mamá decidió ponerme bajo tratamiento psicológico de dos mujeres especialistas que me hacían hacer

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dibujos. Yo dibujaba todo el tiempo monstruos aplastando a pequeñas criaturitas.

A los once años mi madre se sentó a conversar conmigo; uno de los motivos de la cita era para explicarme que debía salir a trabajar con mi hermano para poder subsistir; la idea era acompañar a mi hermano a repartir sobres por toda la ciudad. Pero el principal motivo, que marcaría rotundamente mi vida, era otro. No te podría repetir una a una las palabras de aquella charla con mi mamá, pero recuerdo que salí corriendo a tirarme debajo de mi cama (mi refugio preferido) a llorar amargamente; dentro mío se me cruzaban imágenes de mis padres intentando abortarme cuando era un inocente feto, de una especialista diagnosticando un tratamiento especial para un niño que probablemente no tendría una inserción intelectual y social adecuada en el futuro, de un individuo rotulado inevitablemente para el fracaso.

Y como ya había intentado quitarme la vida inútilmente, y convencido de que mi mañana estaba determinado, me entregué a una vida oscura y perdida. Satanás estaba muy atento para ofrecerme todas las medicinas para mi alma herida, y yo acepté trabajar para él aceptando todas sus condiciones. Comencé a juntarme con los peores del barrio, con gente mayor que formaba parte de una barra brava de fútbol de mi ciudad, con los drogadictos, borrachos, ladrones y depravados sexuales. Y allí aprendí a hacer cosas que jamás debería haber hecho.

Cuatro años después de llevar esta vida tan vacía, parecía una persona de treinta años por todas

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las experiencias horribles vividas con gente más grande que yo; pero apenas era un muchachito de 15 años.

No obstante, lo peor que me sucedía estaba dentro de mi corazón; tenía un odio que me hacía agarrarme a pelear con cualquiera que se riera de mí. Y detrás de esas mil máscaras que usaba se escondía un niño terriblemente herido, con una montaña de complejos, necesitado de amor, que sólo buscaba lo que buscan todos los adolescentes a esa edad: ser feliz. Solo que yo buscaba en lugares equivocados.

Una de esas noches, más precisamente el jueves 5 de octubre del año 1995, a diez días de cumplir mis dieciséis años de vida, accedí a una invitación que una mujer me había hecho de ir a una reunión de oración. Mi imagen de Dios estaba muy distorsionada; yo creía que Dios era como mi papá, violento, castigador, que me odiaba y por eso permitía todo lo que me sucedió en la vida. A los cinco minutos de entrar en aquella capilla quise salir corriendo. Eran cerca de 40 mujeres carismáticas bailando, cantando, aplaudiendo, tocándote mientras cantaban una canción que decía: “Al hermano que

toque bendito será”. Yo tenía el pelo largo, usaba

arito y tatuajes; me vestía con pantalones desflecados y usaba una enorme cantidad de pulseras y cadenas que me convertían en un ridículo. Sin embargo, esas mujeres me trataban con un cariño que yo desconocía. Y al tomar asiento estaba la trampa del Espíritu Santo esperándome. Me gusta suponer que esos minutos fueron de temblor en el infierno y de suspenso gozoso en el Cielo. Estaba al borde del momento más decisivo de toda mi vida.

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Un señor con guitarra en mano comenzó a cantar canciones del Amor de Dios. Una de ellas decía “Dios te ama a ti…mucho más de lo que puedas

imaginar…mucho más que a la tierra…mucho más que al mar…mucho más que a la estrella…te ama a ti”. Las mujeres me señalaban con el dedo

cantándome la canción, mientras yo planeaba la manera de escapar desapercibidamente de ese lugar. Me sugirieron cerrar los ojos. Me convencí que al fin y al cabo ya no tenía nada que perder, así que decidí cerrar los ojos, qué más da, eran solo cinco minutos más en mi búsqueda desesperada por hallar la paz que los placeres no me brindaban.

El hombre de la guitarra comenzó a cantar una canción de Martín Valverde llamada Nadie te ama

como yo que dice:

Cuánto he esperado este momento Cuánto he esperado que estuvieras aquí

Cuánto he esperado que me hablaras Cuánto he esperado que vinieras a mí.

Yo sé bien lo que has vivido Yo sé bien cuánto has llorado

Yo sé bien lo que has sufrido Pues de tu lado no me he ido PUES NADIE TE AMA COMO YO

MIRA LA CRUZ

ESA ES MI MÁS GRANDE PRUEBA NADIE TE AMA COMO YO… FUE POR TI FUE PORQUE TE AMO

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Yo comencé a llorar como un niño al escuchar esta canción. No entendía lo que estaba sucediendo, pero era la primera vez en mi vida que me sentía amado de esa manera. Sentí una especie de abrazo que jamás pude explicar bien, pero era tan real, tan especial. Era el abrazo de mi Papá, era el toque de mi Jesús, era la Presencia sanadora del dulce Espíritu Santo…era Dios que entraba en mi vida para plantar una bandera para siempre.

Si bien la conversión no fue de la noche a la mañana, aquella noche mi vida cambió radicalmente. Me supe necesitado por Dios para ayudar a miles de personas a tener esta experiencia que alumbró mi oscuridad. Y acepté. Y me enamoré perdidamente del Dios que me había salvado la vida revelándome mi

verdadera identidad. Descubrí mi vocación

misionera. Fui sanado por el Señor de mis miles de complejos y empecé a cumplir uno a uno todos mis sueños, en contra de cualquier diagnóstico del pasado o maldición recibida desde niño. Empecé a predicar, en contra de mis crisis de tartamudez; a cantar para el Señor; a estudiar la Biblia, recibiéndome en mi carrera de Teología con la medalla de oro al mejor promedio de todas las carreras del Instituto; a escribir; a ser feliz y disfrutar de la vida en abundancia que el Señor me tenía preparada. Se quién soy y cuánto valgo.

Hace un tiempo este Dios hermoso al que me consagré me pidió que pusiera por escrito todo lo que había aprendido acerca de este Amor que conocí, no en teorías, sino en la experiencia personal, y que lo puedo experimentar cada día de mi vida. Así nació

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este libro, que no dudo que será de mucha bendición para tu vida. Mi oración es que al leer cada párrafo de esta obra, seas alcanzado por ese Amor que transforma la vida de las personas…

El amor que nos devuelve la identidad

Sebastián Escudero

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En el año 2000, a causa de una crisis que tuve, de la cual hablaré más adelante, y que me llevó a alejarme de Dios, una religiosa amiga me prestó el libro del brillante Henri Nouwen

titulado “El regreso del hijo pródigo”1. No creo

que un libro, después de la Biblia haya influenciado tanto mi vida como este libro. Desde que lo leí, quedé prendado con esta preciosa parábola que narró Jesús y que se encuentra en el Evangelio de San Lucas, capítulo 15, de los versículos 11 al 32. Una parábola que es mal llamada “La parábola del hijo pródigo”, pues el personaje central es, como veremos, el padre de los dos hijos pródigos que se alejan de su amor; por lo cual sería más correcto llamarla

“La parábola del padre misericordioso”.

Al meterme en el texto, entiendo que yo formo parte de esa especie de novela romántica. Nouwen me enseñó a descubrirme como el hijo menor que se pierde en un país lejano, pero que al regresar a su hogar descubre quién era verdaderamente. No obstante, también me

1

NOUWEN, Henri J.M. The Return of the Pródigal Son. Ed. Bantam Doubleday Dell Publishing Group,

Inc. Traducción en castellano, Madrid, 1999. 24a edición.

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enseñó a verme como el hijo mayor, tan cerca de su padre, pero a la misma vez tan perdido en el celo, en el rechazo, en el puritanismo, en la soberbia. Y sin embargo, la gran conclusión de Nouwen es que debemos anhelar convertirnos en

el Padre, imitar su compasión, su

desprendimiento, su misericordia…su

perfección.

Desde el año 2000, en que el Señor me motivó a dedicarme a tiempo completo a la predicación del Evangelio, esta cita bíblica se ha convertido en la principal a la hora de dar el anuncio evangélico. De más de 100 mensajes que el Señor me ha inspirado en todos estos años para compartir con mis hermanos, la parábola

del padre misericordioso es la que ocupa el

primer lugar. Predicándola prácticamente cada semana de mi vida en un lugar distinto durante cerca de siete años, he ido adquiriendo un conocimiento cada vez más enriquecedor del texto bíblico. Y eso, sumado a las revelaciones que he ido teniendo en estos años, ya sea en mi meditación o estudio bíblico, o en mi oración personal, o en la escucha de la predicación de la Palabra de una gran gama de predicadores de todo el mundo, o de la lectura de libros de numerosos maestros de espiritualidad, han ido aumentando mi conocimiento y profundidad acerca del Amor misericordioso de Dios. Razón por la cual decidí volcar lo que he aprendido y dejarlo por escrito para las próximas generaciones.

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Soy consciente de que me falta demasiado por experimentar y saber acerca de Dios; San Agustín dice que moriríamos en el acto si sintiéramos todo el Amor que Dios nos tiene, porque no estamos preparados para recibir tanto amor. También soy consciente de que cada uno de los errores de los hijos de la parábola, son mis propios errores, que he cometido, cometo a diario y estoy por comenzar a cometer seguramente. Por eso la narración de casi todo el libro está hecha en tercera persona del singular.

Este segundo libro mantiene el estilo del anterior, ENFRENTANDO LA TORMENTA, con enseñanzas que tienen un fuerte contenido bíblico, matizadas con testimonios personales y elementos psicológicos y espirituales. No es un libro de teología, sino de espiritualidad; pero dicha espiritualidad está enmarcada por la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Son las prédicas que he realizado oralmente en cientos de eventos, pero ahora puestas por escrito. Trato de utilizar un lenguaje sencillo que haga fácil la lectura del mismo a nivel universal.

Y al igual que el anterior libro, está dividido en dos partes: Perdiendo Identidad y

Recuperando Identidad. En la primera parte

reflexiono acerca del hijo menor (Lc 15, 11-16) en su alejamiento progresivo de la presencia de su padre que lo hace llegar a la locura de mendigar la comida de los cerdos. Para ello utilizo la figura de una pelea de boxeo con el diablo, el cual nos va golpeando progresivamente hasta hacernos perder la identidad; desde los golpes

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del odio hasta los golpes de andar arrastrados pidiendo que nos quieran. La segunda parte es sin dudas la más emocionante e impactante; es la reflexión del retorno del hijo menor a la casa de su padre, donde es recibido sorpresiva y amorosamente por un padre cuyo amor desconocía. Pero también es la reflexión del recibimiento del hijo mayor, con el que tantos se sentirán identificados. Y finalizo, al igual que mi maestro Nouwen, invitando a imitar la manera de bendecir del Padre.

Te pido que me acompañes a recorrer esta apasionante historia de amor que jamás ha podido ni podrá ser superada ni por los mejores cineastas o novelistas de todos los tiempos. Y si eres de los que necesitan de rezar una oración antes de leer un libro, te dejo el estribillo de una canción franciscana llamada “El Trovador”, que está compuesta como si la cantara el mismo Francisco de Asís, y que da a entender lo que sugiere la imagen de la tapa del libro:

Yo quiero ser Evangelio viviente, abandonarme en tus brazos Señor, ser como un niño que juega o se duerme, mientras su padre lo envuelve en su amor.

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“Había un hombre que tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: “Dame la parte de la herencia que me corresponde.” Y el padre repartió sus bienes entre los dos.

El hijo menor juntó todos sus bienes, y unos días después se marchó a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada. Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Fue a buscar trabajo y se puso al servicio de un habitante del lugar que lo envió a su campo a cuidar cerdos. Hubiera deseado llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero nadie le daba algo”

Lc 15, 11-16

Primera Parte

“Perdiendo

identidad”

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En boxeo se entrena uno para impactar al

contrincante de modo tal que este no pueda levantarse del piso, al menos por más de diez segundos. Pasados estos diez segundos, la corona, el título o simplemente el triunfo de la pelea es de uno. Por lo tanto, el gran desafío, la meta final de este deporte es conseguir el knockout, término que en inglés significa fuera de combate.

De dejar fuera de combate al contrincante se trata el boxeo. Para ello es imprescindible dar golpes fuertes y en lugares estratégicos de la cara. Ningún boxeador se entrena para dar golpecillos a su adversario. Se entrena para golpear duro. Y no es lo mismo dar un golpe en la mejilla que en la sien, en un pómulo que en el mentón.

Los golpes fuertes y bien ubicados pueden desvanecer al contrincante por unos segundos de modo tal que no se pueda levantar del ring antes de que el árbitro haya contado los diez segundos convencionales. En ocasiones, los boxeadores que permanecen en el suelo, sufren un lapso de amnesia temporal, en el cual pierden conciencia de quienes son.

De la misma manera, en la vida espiritual, estamos sometidos involuntariamente a una pelea similar al boxeo. Y nuestro adversario, el diablo, está entrenado en el infierno para golpearnos con duros golpes en lugares estratégicos que él sabe bien que nos pueden dejar sin conocimiento. De esa manera, nuestro más radical enemigo, puede lograr uno de sus principales objetivos: hacernos olvidar

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Algo similar es lo que sucede en esta parábola del padre misericordioso, más conocida como la parábola del hijo pródigo: comienza a recibir duros golpes que de a poco le van haciendo olvidar quién era y de dónde venía. Poco a poco, los golpes van provocando en él una amnesia temporal que le hacen vivir como un NN, un desconocido…olvidándose que es el hijo de un padre amoroso al cual le sobran las bendiciones.

Acompáñame en esta fabulosa historia de amor.

1.

El cementerio del corazón

El primer tipo de golpes lo vislumbramos en la frase del hijo menor: “Padre, dame la parte de la

herencia que me corresponde”.

¿No te llama la atención semejante pedido? ¿No

te suena algo raro, algo extraño el reclamo? No se trata de un reclamo de alimento, de cuidado, de afecto; se trata de un reclamo absurdo, se está reclamando nada más y nada menos que una

herencia. Pero lo absurdo es que el reclamo es a

alguien que aún vive. ¿No se supone que la herencia es algo que se obtiene una vez fallecido el que deja la herencia? De hecho, heredar implica justamente esto, obtener bienes de alguien que ha fallecido.

Lo que la parábola nos está dando a entender es algo verdaderamente trágico y que no podemos dejar pasar desapercibido: el hijo menor está considerando

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al padre como si estuviese muerto.2 En algún lugar de

su corazón su padre ha fallecido; en algún momento “X” de la historia personal de este muchacho, y por alguna curiosa y desconocida razón, su papá ha muerto en su corazón.

El primer golpe del hijo pródigo tiene que ver precisamente con esto: tener un cementerio en el

corazón.

Golpe al corazón

Recuerda que el gran objetivo del diablo en esta pelea decisiva que tiene en nuestra contra es hacernos perder la identidad. Y qué mejor que empezar con golpes pectorales, golpes claves que nos descoloquen en el cuadrilátero de nuestras vidas. Uno de estos primeros y horribles golpes se llama:

odio.

Como profesor de Nivel Medio3 que soy, me toca

semanalmente estar frente a frente con cientos de adolescentes, cada uno de los cuales tienen a su vez cientos de historias personales, crisis, angustias, depresiones, etc. Y he descubierto que uno de las causas más recurrentes de sus crisis es la relación con sus padres.

La adolescencia es una etapa muy especial en la escalada hacia la madurez. En la búsqueda de su

propia identidad, el adolescente necesita

desprenderse necesariamente de esa dependencia

2

Cf. Kenneth E. Bailey, Poet and peasant and Through Peasant Eyes: A Literary-cultural Approach to

the parables, Grand Rapids, Minch., William B. Eerdmans, 1983, pág. 161-162. Citado en NOUWEN,

Henry J.M. “The Return of de Pródigal Son”, Op. Cit. 3

También conocida como enseñanza Secundaria, que abarca las edades promedios de doce a dieciocho años.

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que como niño tenía de sus progenitores. Esa es la razón por la cual la gran mayoría de los adolescentes toma una distancia de sus padres, que en muchos casos no es comprendida por estos.

Tengo la posibilidad de conversar con tantos padres de alumnos míos que están desesperados porque su hijito ya no es el de antes, “ha cambiado

mucho profesor, ¿Qué es lo que le puede estar sucediendo?”- me suelen decir preocupados. Y yo

tengo para ellos siempre la misma respuesta: “Es un

adolescente”. Tan simple y a la vez tan complejo

como eso.

Los papás no deben inquietarse tanto por estos cambios en sus hijos adolescentes, es un tránsito el que están viviendo, un paso de la niñez a la juventud. Niñez de la cual necesitan sí o sí desprenderse para demostrar que ya son “maduros”. Por lo tanto, actitudes como la indiferencia, la distancia, el rechazo, aunque duelan, muchas veces son necesarias para su crecimiento.

El problema es cuando surge el odio en las relaciones filiales; y entonces esto se convierte en algo patológico; y es precisamente esto lo que cada vez más a menudo se constata en la realidad, que en muchos casos el adolescente odia a su/s padre/s. Y entonces, el gesto permanente de rechazo, o el reclamo de querer vivir solo ya no es algo natural, sino que es la evidencia de algo que ha sucedido hace ya un tiempo: hay un cementerio en el corazón.

Son numerosos los casos de personas que odian a sus padres, al punto de no querer saber más nada de ellos. Cada tanto uno escucha frases como:

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“Para mí mi papá está muerto”, “Mi papá ya no existe para mí”, “Yo no tengo madre/padre”.

La raíz de semejante odio se puede deber a demasiados factores: desilusión, abandono del hogar, descuido del primer hogar por dedicarse a formar otro, maltrato, agresión verbal y física, etc. etc. El tener que soportar estas situaciones durante un prolongado tiempo hace que empecemos a odiar a quien quizás en un momento de nuestras vidas fue nuestro súper héroe.

Ahora bien, el odio no llega aún a ser lo peor, pues el odio lleva aparejado en sí mismo el pensar permanentemente en la otra persona; hay un cierto vínculo que mantiene a la persona viva en el corazón de uno. Y a veces, como dice el dicho: “Del odio al

amor hay un solo paso”. La tragedia en realidad

comienza cuando se pasa del odio a la indiferencia. Hay un momento en que se hace un quiebre en el corazón. Y entonces comienza el duelo, y uno deja de considerar al otro como un ser vivo.

Digo que es una tragedia porque el rencor es como un veneno que nos vamos tomando nosotros pensando que le va a matar al otro, pero lentamente nos va matando a nosotros la alegría, la paz, la felicidad. El rencor es la raíz de tanta amargura que solemos arrastrar por años en nuestras vidas.

Y uno reconoce el rencor y la muerte en el corazón del otro por el olor. Te estarás preguntando qué significará esto, ¿no? Déjame colocar un breve ejemplo: si uno tuviese un muerto en el baúl de su auto, durante los dos primeros días no se notaría por

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fuera, pues aún el cadáver no se ha descompuesto. Pero a partir del tercer día ya podría uno percibir algo raro por el olor feo que comenzaría a emanar desde el baúl. El mal olor sería una evidencia concreta de que hay un cadáver. Algo similar sucede (y discúlpame si estoy suscitando en ti el deseo de vomitar) con esos perritos que son atropellados en la ruta, cuyos cadáveres quedan arrojados a la orilla del asfalto; a los días empieza a despedir un olor nauseabundo por el cual uno reconoce fácilmente la presencia de un perro muerto en algún sitio.

De igual modo, metafóricamente hablando, nosotros despedimos un olor muy desagradable cada vez que dejamos morir personas en nuestro corazón. Y este mal olor se reconoce en expresiones tales como:

- Cambiar el semblante cuando se nombra a esa persona

- Hablar mal de esa persona

- No querer asistir a los lugares donde te encontrarías con esa persona

- Eliminar todo tipo de recuerdos y cosas materiales que te recuerden a esa persona

Y otras cosas semejantes son los indicadores claves de que algo anda mal por dentro. Inclusive el ambiente cambia cuando una persona tiene un odio que se convirtió en muerte; como si se destilara una especie de intoxicación ambiental que hace que de pronto una reunión se torne tensa, oscura.

Esto es lo que vivió en un momento el hijo pródigo. Su reclamo de herencia era simplemente la señal de algo más profundo: tenía un cementerio en

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el corazón. Y entre los nombres de las lápidas se encontraba lamentablemente el de su padre. Este fue el primero de los golpes que le dio Satanás en el camino hacia la pérdida de identidad. Su astucia consistió precisamente en borrar del mapa personal su historia familiar, pues haciéndole olvidar de dónde venía era fácil hacerle olvidar hacia dónde debía ir.

Tú y yo debemos cuidarnos también de este plan de nuestro enemigo personal en su búsqueda desesperada y obsesiva por conseguir nuestro

knockout. Debemos cuidarnos de no dejar morir a

nadie en nuestro corazón. No hay paz en el alma cuando tenemos algún muerto en el corazón.

El taller del perdón

Y si vos que estás leyendo este libro, a esta altura del relato, al comienzo de esta fabulosa parábola del padre misericordioso, te sientes identificado/a, y sabes que tienes a varias personas en tu cementerio personal, quiero que sepas algo: Dios ya lo sabía, y por eso me hizo escribirte estas líneas, para decirte algo que no te va a gustar mucho, pero que es conveniente que lo pongas en práctica para ser feliz:

perdona. Sé muy bien lo difícil que es hacerlo. En

mis clases, cuando toco este tema del perdón, el 90 % de los alumnos me levanta su mano preguntándome con una especie de desesperación en sus rostros:

“¿Cómo se hace Profe?

Primero que todo creo que es necesario que entendamos que el perdón es una decisión y no un

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sentimiento como a veces pensamos. Solemos dejarnos llevar por nuestros impulsos sentimentales en esta área; y, como no sentimos ganas de perdonar al que nos dañó, no lo hacemos. Pero perdonar es uno de los actos de la voluntad humana que más nos revelan nuestra condición de hijos de Dios. Hijos libres, y no esclavos de sus instintos. Perdonar nos libera, nos sana, nos devuelve la paz. Pruébalo y verás. Cuando perdonamos a alguien dándole la posibilidad de que resucite en nuestro corazón sentimos el alivio semejante a sacarnos de nuestras espaldas una mochila cargada de decenas de kilos.

Ahora bien, hay otras cuestiones que me parece necesario aclarar. La primera tiene que ver con entender que sin la gracia de Dios es prácticamente imposible perdonar bien al que nos ofendió. Necesitamos tener la vida de Dios en nuestra vida para semejante gesto de grandeza; y eso es precisamente la gracia: la vida de Dios en nuestras vidas capacitándonos a dar esos pasos que solos no podríamos dar. Por eso debemos pedir la asistencia y la sanación interior del Espíritu Santo en nuestras vidas si queremos realmente poder perdonar a alguien; más aún cuando se trata de un daño grande el provocado.

Pero tampoco es que Dios va a hacer todo, por algo nos creó libres. Debemos dar nosotros el primer paso, la decisión de perdonar.

La segunda cuestión que precisa aclaración es que hay dos tipos de perdones: el exterior y el interior. El perdón exterior es el brindar el perdón a alguien cara a cara, ya sea con gestos o con palabras; demostrarle al otro que le perdonamos. El perdón

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interior es perdonar a la persona en mi interior, en mi corazón, independientemente de que le haya expresado frente a frente tal perdón.

El perdón exterior no se debe dar así nomás, de buenas a primeras. Es necesario el arrepentimiento del ofensor, y la expresión (aunque sea mínima) de arrepentimiento por su parte. De lo contrario no estaríamos educando a la persona para que cambie su mal proceder. Por eso Jesús indica: “Si tu

hermano te ofende, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo” (Lc 17, 3b). Se está refiriendo al perdón

exterior.

Pero, en cambio, el perdón interior es independiente del arrepentimiento del sujeto que te ofendió. No depende de él o de los demás, sino de uno mismo. Y como cristianos tenemos el deber de perdonar a los demás interiormente. De allí que Jesús pueda decir desde la cruz: “Padre, perdónalos

porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Cuando

Pedro le pregunta a Jesús cuántas veces hay que perdonar las ofensas de un hermano, Él le indica:

“No te digo siete, sino setenta y siete veces” (Mt 18, 21). Es decir, de acuerdo al sentido de la numerología

en Israel: SIEMPRE. Siempre debemos perdonar al que nos ofende. Pero aquí se está refiriendo al perdón interior, que se convertirá en exterior cuando

sea conveniente, y siempre y cuando lo sea.4

4 “Muchas personas son renuentes a mostrar misericordia porque no entienden la diferencia entre

confianza y perdón. Perdonar es soltar las riendas del pasado. La confianza tiene que ver con el comportamiento en el futuro.

El perdón debe ser de inmediato, lo pida o no quien ofendió. La confianza se reconstruye con el tiempo. Esta requiere llevar un registro. Si una persona nos lastima repetidas veces, Dios nos manda perdonarla al instante, pero no espera que confiemos en ella de inmediato.” (WARREN, Rick. PURPOSE DRIVEN. Editorial VIDA, Lake Forest, E.E.U.U., 2003.18th day)

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Pero el perdón interior es uno de los mandamientos más difíciles que nos dejó el Señor. ¿Cómo perdonar una violación, un asesinato de un ser querido, una traición de quien supuestamente te amaba? ¿Cómo se puede perdonar el maltrato de alguien que te arruinó la vida? ¿Cómo se hace para ofrecerle la paz en el corazón al que te robó, al que te secuestró, al que te hizo un daño irreversible? ¿Cómo se hace?

Sin dudas es una de las tareas más difíciles del cristianismo. Y es muy difícil, pero no imposible; si Jesús lo manda es porque podemos hacerlo. Él pasó por esa prueba de tener que perdonar a aquellos que le escupían, que le arrancaban la barba, que le laceraban el cuerpo a latigazos, que se le burlaban cruelmente, que le atravesaban sus manos y pies con clavos. Y lo hizo para demostrarnos que se puede, que no es una utopía el perdón.

Si has llegado a esta altura del libro y aún no lo cerraste ni lo arrojaste por la ventana, déjame decirte algo que Dios me pide que te diga: perdona, por favor, perdona. Es una cuestión vital; resucita a tus muertos, dales el perdón interior. Sé que quizás para ti no se lo merecen, porque los consideras personas desagradables. Pero es tu alma la que necesita paz. Quizás tú digas: “Yo sí tengo paz”. Si tienes un cementerio en el corazón te aseguro que no la tienes. Y yo quisiera guiarte para que examines si en la lista que te doy a continuación te sientes identificado/a con algunos de los casos.

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La lista de todos tus muertos

Quizás tengas que perdonar a tu papá, al que enterraste por tantos posibles motivos:

por haber abandonado el hogar por irse con otra mujer más joven que tu madre,

por haberse olvidado de fechas que eran importantes para tu vida,

por haberte maltratado tanto a golpes o a insultos,

por haber abusado aquella vez de vos por haber destruido la vida de tu mamá

por haberse borrado al enterarse de que tu mamá estaba embarazada de vos,

por haber hecho toda la vida diferencias entre vos y tu/s hermano/s.

Y por tantos otros motivos que han hecho surcos en tu alma a lo largo de los años. Perdónalo; en el Nombre de Jesús, perdónalo. Quizás te hizo tanto daño por el simple hecho de su historia personal que le incapacitó para ser ese padre que debió ser. Ofrécele la paz en tu corazón.

Quizás tengas que perdonar a tu mamá, a la que enterraste por tantos posibles motivos:

por haber abandonado el hogar por irse con otro hombre más joven que tu papá,

por haberte dado en adopción aquella noche en que desesperada y sola no encontró otra solución,

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por haberte maltratado tanto a golpes o a insultos,

por haberte desilusionado tantas veces de mil formas,

por intrometerse tanto en tu vida y en la de tu pareja,

por haber hecho toda la vida diferencias entre vos y tu/s hermano/s.

Y por tantos otros motivos que han ido levantando una lápida en tu alma a lo largo de los años. Perdónala; en el Nombre de Jesús, perdónala. Quizás no fue la madre que hubieras anhelado tener, pero es la madre que Dios permitió y eligió que tuvieras. Ofrécele la paz en tu corazón.

Quizás tengas que perdonar a tu hermano/a de sangre, al que enterraste por tantos posibles motivos:

por haberte traicionado con la persona que tanto amabas,

por haberse burlado toda la vida de tu forma de ser, comparándose con vos,

por haberte provocado ese accidente que hoy te ha incapacitado para tantas cosas, creándote un complejo de inferioridad

por haberse robado siempre el cariño de tus padres

por tratarte siempre mal y agarrársela con vos cada vez que estaba mal.

Y por tantos otros motivos que han hecho que lo veas como a un desconocido a lo largo de los años. Perdónalo/a; en el Nombre de Jesús, perdónalo/a. Quizás, detrás de aquel monstruo se encuentra una

(29)

persona con mil crisis a la que nunca conociste en profundidad, y que siempre te ha amado con un amor que no supo demostrar. Ofrécele la paz en tu corazón.

Quizás tengas que perdonar a tantas personas que te hicieron daño a lo largo del camino y que tal vez ni te has dado cuenta que están allí, en algún rincón del corazón con una linda lápida que dice QEPD (Que En Paz Descanses):

A aquel familiar que te manoseó, o que traicionó el honor de la familia.

A tu ex esposo/a a quien, luego de aquella infidelidad, o de aquella reacción violenta no quisiste saber más nada de él/ella.

A ese novio o esa novia que jugó con tus sentimientos y te usó haciéndote sentir un trapo de piso.

A aquel jefe, profesor o líder que se burló de ti, humillándote, no dándote la posibilidad que tanto anhelabas.

Y a todos los que de mil maneras te robaron, te mataron, le hicieron daño a tus seres queridos, te

mintieron, te estafaron, te endeudaron…te

destrozaron la vida.

A todos tus muertos, por favor, en el Nombre precioso de Jesús: Perdónalos, ofréceles la paz en tu corazón.

Pero, finalmente tengo que guiarte a que perdones y resucites a dos personas que también necesitan de tu perdón:

(30)

A vos mismo. Perdónate todos los pecados que cometiste. Luego de tu arrepentimiento, Dios no sólo te perdonó, sino que se ha olvidado inclusive de que te perdonó. El que aún no se ha perdonado eres tú. Y vivís con un permanente sentimiento de culpa; y te ves a ti mismo como alguien horrible, como un fracasado, como un pecador. Resucítate a ti mismo. Abrázate a ti mismo en un gesto de reconciliación con tu persona. ¿Por qué piensas que no te puedes haber equivocado así? Deja ya de flagelarte, de condenarte por aquel acto del pasado. Tu pasado no puede hipotecar tu presente ni anular tu futuro.

Por favor, en el Nombre de Jesús, perdónate a ti mismo. Ofrécete la paz en tu corazón.

Y a la última persona que te voy a suplicar que perdones es nada más y nada menos que a Dios. Se que te suena raro, y dirás: “¿Yo perdonar a Dios?”. Claro que sí. También Dios puede estar viviendo en el panteón privado de tu corazón, con una inscripción en la lápida que dice: “Dios, el que me quitó lo mejor

de mi vida”.

Muchas veces guardamos un rencor oculto a Dios porque pensamos:

que no quiso impedir aquel trágico accidente; que no fue capaz de sanar esa enfermedad mortal que se terminó llevando a mi ser querido;

que es un ser sumamente injusto al permitir que tantas personas buenas tengan que sufrir la miseria y el dolor, mientras que la gran mayoría de los delincuentes disfrutan de una vida cómoda y placentera;

(31)

que es una gran estafa eso de que es un gran amigo, porque no estuvo presente cuando más lo necesité…

Por ello quiero pedirte encarecida y finalmente que le perdones también a Dios. Él es sabio y bueno a pesar de todo; y un día entenderemos la razón de ser de tanto sufrimiento. Entonces de seguro le daremos gracias eternamente por permitir tantas tormentas

en nuestras vidas5. Perdónalo a Dios. Ofrécele la paz

en tu corazón.

El hijo pródigo de esta maravillosa parábola recibió un golpe decisivo en su camino hacia la perdición: el odio y la muerte en el corazón. Luego de ello le será fácil, e inclusive agradable el marcharse del hogar. Todo lo que tuvo que vivir después fue sólo una consecuencia de este primer golpe.

Tú no tienes que dejar que el diablo te de ese primer golpe, no permitas que haya tumbas en tu interior.

Los panteones son lugares oscuros y

desagradables. Han sido considerados como los lugares más tristes del mundo, en una encuesta a nivel mundial. A nadie se le ocurriría hacer una fiesta en un cementerio. Jamás invitaría a mi mujer diciéndole: “Mi amor, ¿quisieras que esta noche

vayamos a festejar nuestro aniversario a la lápida 15 del cementerio San Vicente?”.

5

Cf. ESCUDERO, Sebastián. ENFRENTANDO LA TORMENTA. Ed. Mensajeros de Jesús. Cba, Arg. 2007

(32)

Por eso es que debemos resucitar urgente a todas las personas que están ocultas en aquel lugar horrible de nuestro ser llamado el cementerio del corazón.

2.

El país lejano

El segundo golpe que recibió el hijo pródigo lo encontramos en la frase: “El hijo menor juntó todos

sus bienes, y unos días después se marchó a un país lejano”

El hijo desea fervorosamente romper todo vínculo con su padre. Y un mal día decide mandarse a mudar de su hogar. ¿Rumbo a qué sitio?: “a un sitio

alejado en donde no reciba información sobre aquel al que considera como un anciano estúpido”.

Y el amor del padre, a quien el corazón se le está destrozando bruscamente, no puede impedirle que se

marche. Iría en contra de su libertad.6

A nivel espiritual, sucede lo mismo cuando un día, cansados de seguir la voluntad de Dios, enojados con Él, luego de enterrarlo en nuestro cementerio del corazón, decidimos juntar nuestras cosas y huir de su amor, de su presencia.

Y Dios, que nos creó libres, respeta nuestra decisión, pues ha decidido desde la eternidad no

6 Cuando Jesús remarca que el padre repartió la herencia entre los dos hermanos y le dejó la puerta abierta para que se marchara del hogar está mostrándonos el valor que tiene para Dios el precioso don de la libertad con que nos creó. Y en esa misma libertad se juega también la posibilidad de ser feliz o de elegir una vida de infelicidad: “Te puse delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues,

la vida para que vivas tú y tu descendencia” (Deut 30, 19) Notemos que esta sugerencia que nos hace a

elegir la vida no es una manipulación, pues en ese caso estaría considerándonos unos títeres suyos; se trata del afán que tiene por vernos felices. Pero nos creó con la capacidad de elegir lo contrario. Y aún así, la libertad que nos otorgó seguirá siendo un bien mayor que cualquier opción que escojamos.

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tener marionetas humanas que respondan como un robot a su voluntad. Quiso sujetos libres que lo eligieran por su propia decisión.

Pero esa libertad, estaba sujeta a la trágica posibilidad de que un día ese hijo amado se marche de sus brazos, y elija un país lejano en lugar del hogar que se le ofrece.

El segundo golpe de Satanás es un poderoso golpe en la sien, lo suficientemente fuerte como para empezar a lograr una amnesia, una progresiva pérdida de la identidad.

Un país lejano es un lugar donde uno no es reconocido, ni amado, ni esperado. Donde eres simplemente un extranjero, un extraño transeúnte a quien hay que mirar con una cierta desconfianza; donde nadie conoce tu historia, donde se valoran tus talentos sólo interesadamente; donde se habla con otros códigos, donde se vive otra cultura, donde tienes que ganarte el aprecio de la gente; donde tienes que vivir luchando para ser “alguien”.

Me toca viajar semanalmente a predicar a distintos sitios, y tengo la convicción que un día el Señor me llevará a anunciar su luz a los lugares más recónditos del planeta. Pero también sé que en ningún lugar estaría tan cómodo como en mi hogar. Y no cambiaría el cálido ambiente de mi hogar ni por los mejores palacios del mundo entero.

Es que el hogar es único. En el hogar uno puede sacar lo peor y lo mejor de uno, y saber que a pesar de todo te van a seguir amando de la misma manera, porque te aceptan así, como sos. En el hogar uno se puede sacar los zapatos y caminar descalzo sin miedo

(34)

a que te discriminen por tu falta de formalidad. En tu hogar no eres uno más, eres el “amado”, el querido, el que tiene un lugar importante, el que es imprescindible, por el simple hecho de ser único. Uno puede ser uno más quizás en la fábrica, en el colegio, en la universidad, etc. Pero en el hogar uno no es uno más; en el propio hogar uno tiene un nombre y un apellido, y hasta un sobrenombre cariñoso. En el hogar hay fragancias que te hablan de pertenencia. En el hogar, esa persona que te ama te habla con esa “vocecita” especial, esa voz dulce que te hace sentir tan cómodo, tan niño, tan amado, tan inocente…es un código que sólo vos y esa persona conocen.

Recuerdo que hasta los veinticuatro años, en que tuve que despedir a mi mami rumbo a su verdadero Hogar celestial, escuché su vocecita hablándome como cuando era un niño; y no me avergonzaba para nada el hecho de ser ya maduro y que ella me siguiera hablando de esa manera. Por el contrario, era nuestro lenguaje preferido. De hecho, hasta el día de hoy extraño horrores escuchar “esa voz”, ese sonido, ese amor que me devuelve la identidad. Mientras escribo estas líneas una lágrima está rodando por mis mejillas del sólo hecho de estar recordando aquella vocecita dulce de mi mamá esperándome en su cocina con esos ricos mates. Nos queda pendiente un abrazo en la eternidad, y tengo la convicción que ella me hablará aquel día con esa vocecita tierna con la que siempre me habló en la intimidad.

Es que no existe lugar más cómodo que el HOGAR.

(35)

Golpe letal

Hasta que un día nos golpea Satanás invitándonos a recoger todas nuestras pertenencias y marcharnos del único lugar en el que somos amados. Y el primer efecto de este segundo golpe letal es la

sordera. Ciertos golpes en la sien pueden provocar

pérdidas de audición temporaria; y luego uno siente como un ligero zumbido interior que te no te permite escuchar adecuadamente.

No escuchar bien no parecería a simple vista una señal de peligro para un boxeador, pues cosa seria de considerar sería más bien perder la vista. Pero no es para preocuparse el no poder oír bien mientras uno está luchando. Y esto es verdad hasta cierto grado. No llega a ser demasiado preocupante perder por un momento la audición, es verdad. Aparentemente, inclusive, puede llegar a ser conveniente silenciar las voces externas para estar más concentrado en la pelea. El problema es que entre las voces externas están las de aquellos que te alientan a permanecer de pie, a golpear más duro, a volver a levantarte cuando te has caído. Y no escuchar el aliento de los demás, en ocasiones, puede ser la derrota inminente de tu combate.

Pero hay algo peor aún que el hecho de perder por un momento la audición: el hecho de empezar a escuchar un zumbido interior que te molesta y te irrita, que te desconcierta y te mantiene desenfocado de tu pelea, que te provoca dolor y mareo. En definitiva, es el síntoma de que acabas de recibir un

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golpe letal que en pocos minutos te conducirá irremediablemente a la lona.

En la vida del hijo pródigo de la parábola, este golpe tiene un nombre: marcharse de su hogar a un país lejano. De pronto, se alejó de esa voz tierna que le decía cada día de mil maneras distintas que era amado, que era valioso, que era predilecto, que era especial, único. Y esa sordera lo fue llevando a buscar esa voz en otras cosas y en otras casas. Pero peor aún, de la sordera fue conducido al zumbido maldito que le comenzó a susurrar que ya no valía nada, que si quería que lo amaran debería ganarse el aplauso de la gente, que si quería el cariño de alguien tendría que pagarle a una prostituta, que si quería ser feliz debía refugiarse en los placeres que provocan las adicciones…empezó a escuchar las voces que lo más tarde lo iban a conducir al chiquero, al vacío, a la soledad, a la perdición total.

Vos y yo a menudo y sin darnos cuenta recibimos de estos golpes llamados abandono del hogar, llamados sordera espiritual, llamados zumbidos infernales.

La sordera espiritual

Nos alejamos del hogar cada vez que dejamos de escuchar la voz de Dios que nos dice que nos ama predilectamente, que somos sus preferidos, que a su lado, y sólo a su lado seremos plenamente felices. Entonces, al no escuchar esa voz nos perdemos bien lejos de ese AMOR. Y empezamos a recibir

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invitaciones para hospedarnos en otros lugares que nos quieren hacer creer que van a saciarnos.

Es entonces cuando queremos empezar a tapar los vacíos que tenemos en el alma al haber abandonado el verdadero hogar. Y nos aferramos a los placeres de este mundo: empezamos a tomar desmedidamente, a drogarnos, a buscar nuevas experiencias emocionales de todo tipo, a darle rienda suelta al libertinaje sexual. Compulsivamente comienza la búsqueda desesperada por llenar un vacío que jamás se llena de esa manera. Y al no encontrar la plenitud ansiada en este sitio uno corre desesperado al otro, tratando de descubrir la clave de la autorrealización.

A otros menos tendenciosos no les atrae tanto el apetito sexual, ni la droga, ni el alcohol, ni el llevar una vida alocada. Pero tratarán de igual modo de tapar el gran “vacío existencial”. Y lo harán con recursos sutiles como es el hecho de TENER.

Solemos pensar que el sólo hecho de tener más nos dará la felicidad tan ansiada. Entonces corremos a llenar nuestras casas de artefactos, y nos compramos el último modelo de celular, y la mejor ropa, y los adornos más bonitos para la casa, y un auto cero kilómetro, y etc. etc. Y resulta que detrás de esas comodidades, la señora plenitud aún tampoco se encuentra. El vacío permanece a pesar de tener todas las necesidades materiales satisfechas.

Entonces pensamos que se trata de tener títulos. –“¡Claro! ¡De eso se trata!”- gritamos contentos pensando que esa es la solución. Y el título nos otorga prestigio, poder, derechos, privilegios, orgullo y otros beneficios más. Pero ninguno se llama plenitud.

(38)

-¿Cómo es posible? Y entonces ¿Dónde encontraré la felicidad?- nos repetimos una y otra

vez angustiados. Y desde el corazón se escucha una vocecita suave que nos dice: “YO SOY TU

PLENITUD”. Pero vos y yo estamos sordos como

para oírla.

Entonces continuamos la odisea hacia la plenitud. Y empezamos a ver la plenitud en términos de “algún día”. Nos decimos a nosotros mismos:

“Seré pleno cuando conozca al amor de mi vida”

Pero conocemos al amor de nuestra vida y la plenitud no llegó. Entonces decimos:

“Seré pleno cuando me case con el amor de mi vida”

Pero nos casamos con el amor de nuestra vida y la plenitud no llega. Entonces decimos:

“Seré pleno cuando tenga un hijo, claro que sí”

Pero tenemos el hijo soñado y la plenitud no llega. Entonces decimos:

“Seré pleno cuando vea a mi hijo realizado”

Pero un día vemos a nuestros hijos realizados y la plenitud no llega. Entonces se nos va la vida y nos damos cuenta que jamás fuimos plenos. Es que buscamos en lugares equivocados.

San Agustín llevó una vida desordenada y alocada hasta pasados los treinta años de vida. Él fue un hijo pródigo de su Padre Dios buscando en lugares equivocados lo que sólo en un lugar podría hallar. Buscó en el placer del sexo, en la falsa seducción de las sectas, etc. Y años después de haber

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encontrado la verdadera felicidad, siendo ya un santo Obispo de Hipona, al norte de África, escribe uno de sus más impactantes libros: “Las Confesiones”, donde relata el largo itinerario de su búsqueda de saciedad que lo llevó a los brazos de Dios. Al comienzo del mismo se encuentra una frase lapidaria, que a mi modo de ver, sintetiza en gran manera las decenas de capítulos de la obra:

“Hemos sido creados para ti Señor y nuestro corazón permanece inquieto mientras no descansa en ti”7

Esta frase pasó a la posteridad sin sufrir desgaste alguno con el correr de los siglos convirtiéndose en una de las frases más citadas de los Padres de la Iglesia. Quizás el motivo de su trascendencia tenga que ver con la profunda verdad que revela: que Dios,

nuestro creador, ha decidido crearnos con un vacío que sólo Él puede llenar.

Más adelante, en la obra del santo de Hipona se encuentra otro fragmento de poderoso impacto, en el cual, a través del estilo poético que caracteriza el libro, se puede ver claramente cómo él mismo vivió en su propia experiencia personal esta verdad de la inquietud que provoca el hecho de no tener a Dios en su vida:

“¡Tarde te amé, belleza tan antigua y siempre nueva! Tarde te amé.

Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando.

Me lanzaba todo deforme entre las hermosuras que tú creaste.

(40)

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti.

Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera.

Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera.

Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti.

Gusté de tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto.

Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.”8

Uno de mis mensajes preferidos a la hora de predicarles a los adolescentes y jóvenes sobre el tema de la felicidad se titula: “Felicidad versus Plena

felicidad”. Siempre explico que no es lo mismo ser

felices que ser plenamente felices. La palabra plenitud tiene que ver con estar saciado, estar satisfecho, tener quietud en el alma, paz. Ahora, esta plenitud sólo se encuentra en los brazos de Jesús, por eso Él nos dice en las Escrituras:

“He venido para que tengan vida, y para que la tengan en plenitud”

Jn 10, 10b

A la mujer samaritana le dice:

“El que beba del agua que yo le daré nunca volverá a tener sed” ( Jn 4, 14)

8 Ibíd. Libro X, Cap. XXVII

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Sólo Él puede saciar las necesidades más profundas de nuestro ser. Es cierto que cualquier famoso al que uno le preguntara si es feliz nos respondería: “por supuesto que lo soy”. Pero sólo teniendo a Jesús podemos ser plenamente felices; la paz abundante no se encuentra ni en el placer, ni en el tener, ni en las comodidades de la vida, ni en el acumular títulos, ni en la fama, ni en los planes e ilusiones para el futuro, ni en alguna persona siquiera. La paz abundante de la plenitud se encuentra en una vida de comunión con Dios. El salmo 16, 11 dice:

“En tu presencia hay plenitud de gozo, delicias para siempre a tu lado”

Ese tipo de gozo se encuentra en el hogar, se encuentra en la oración, se encuentra cuando estamos haciendo la voluntad de Dios para nuestras vidas; se encuentra cuando le servimos a Dios en la persona de los que más lo necesitan; se encuentra cuando morimos a nuestro yo para entregarnos a los demás por amor de Dios.

Ese tipo de gozo es el que le arrebató el diablo al hijo pródigo de la parábola en ese segundo golpe que le dio en la sien. De pronto se encontró en el país lejano sordo a la voz de su verdadera paz, de su auténtica felicidad. Y corrió desesperado en el sentido contrario: en lugar de volver a su hogar, perdió la brújula, comenzó a perder la identidad; y se dirigió hacia otro lado en busca de ese “amor” que le devolviera la tranquilidad. Pero jamás lo hallaría allí.

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La gran mayoría de las prostitutas, drogadictos, alcohólicos y viciosos han recibido este golpe maestro del demonio. Y quizás se les vaya la vida corriendo en el sentido contrario a lo que están buscando. Ellos buscan la paz, la quietud, la verdadera felicidad, alguna experiencia que los plenifique y que los deje saciados. Pero probablemente estén sordos a causa del impacto del golpe como para escuchar la voz que resuena dulcemente en su interior: YO SOY TU PLENITUD.

Zumbidos infernales

La otra consecuencia drástica de este segundo golpe infernal es peor que la anterior. Una cosa horrible es perder la audición y otra cosa peor aún es escuchar voces gritándonos interiormente. Y es más grave todavía si las voces que escuchamos vienen del seno del mismísimo infierno.

Esto es lo que vivió el hijo pródigo al marcharse de su casa; de pronto empezó a sentir voces dentro suyo que le susurraban sutilmente que iba por buen camino, que si quería ser feliz debía elegir el placer, el tener, los títulos…todo aquello que hablábamos anteriormente. Y le animaba diciéndole: “Adelante,

¡Vas bien! Ese es el camino” Y a cada paso le

zumbaba de nuevo en el oído gritándole: “Disfruta de

la vida de esta forma” “Con el dinero que tienes puedes ser plenamente feliz, no necesitas nada más”

El mismo Jesús experimentó estos zumbidos en su interior. Cuentan los Evangelios que mientras Jesús recibía el bautismo de Juan en el río Jordán, el

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cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre Él, y al mismo tiempo se oyó la voz del Padre diciendo:

“Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mt 3, 17). Este cuadro

trinitario es una imagen del Hogar de Jesús, de su Comunidad de Amor, de los brazos en los cuales hallaba su verdadera “identidad”.

Pero inmediatamente dice la Palabra de Dios que Jesús es conducido por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado por el diablo. Y luego de cuarenta días y cuarenta noches sintió hambre. Entonces se apareció el oportunista tentador. Y comenzaron los zumbidos:

“Si eres el Hijo de Dios…” Fíjate en la astucia del

enemigo: le quiere hacer dudar acerca de su verdadera identidad; quiere hacerle olvidar la voz que había escuchado en el Jordán hacía un poco más de un mes atrás.

“Ordena…arrójate desde aquí…haz esto, haz aquello…”. Le pide que dé una demostración de su

valor, de su poder; le quiere hacer creer que su valía radica en el hecho de hacer algo, de utilizar sus talentos; le invita a impresionar a los demás con su poder divino; le quiere hacer sacar provecho del poder que acaba de recibir.

“Convierte a las piedras en pan”. Le quiere

hacer cambiar el orden de las cosas; le invita a mudarse en medio de las crisis, a que elija lo más fácil, a que se deje llevar por sus instintos, que se deje gobernar por sus necesidades.

“Póstrate delante de mí y adórame”. Y esta

(44)

de que el que tiene un problema de autoestima baja y de inseguridad en realidad es el mismo Satanás. Necesita a toda costa sentirse superior a Jesús, lo quiere ver aunque sólo sea por una vez en la historia por debajo de él. Es él el que tiene una necesidad de que le hagan reverencia para levantarle el ego.

Pero Jesús no se doblegó ante ninguna tentación, ante ninguno de sus zumbidos infernales. Y la clave fue que Él sabía muy bien quién era. Cuando uno sabe muy bien de su valía no tiene necesidad de andar haciendo demostraciones por allí; no necesita andar mendigando el aplauso, ni las caricias, ni los elogios. A Jesús no le hacía falta usar su poder para impresionar a los demás; tampoco perdió el tiempo demostrándole al diablo que sí era el Hijo de Dios; simplemente porque no le hacía falta demostrar nada, Él sabía muy bien quién era.

Jesús sabía que no debía moverse de su lugar, que si confiaba en su padre, Él se ocuparía de abastecerle sus necesidades. Y así fue: los mismos ángeles vinieron a servirle en el desierto.

A Jesús le tiene que haber dado lástima la falta de identidad del diablo, que necesitaba por cualquier medio posible compararse con Jesús y sentirse superior. Yo puedo imaginarme a Jesús mirándolo con pena, y diciéndole con voz triste: “¡Pobre

diablito, pobre!”.

El zumbido del diablo no fue lo suficientemente poderoso como para borrar la voz de Dios diciendo:

“Este es mi Hijo muy Amado, en quien tengo puesta toda mi predilección”.

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Ahora bien, que el diablo no pueda con Jesús no quiere decir que no pueda con nosotros. Y como él sabe que a nosotros quizás sí pueda hacernos caer, varias veces al día viene a nuestros desiertos personales y nos tienta con las mismas tentaciones que a Jesús:

“Si eres inteligente debes demostrárselo a todos sacándote excelentes notas”

“Si eres macho no se te ocurra llorar”

“Si eres bueno demuéstralo llevando una conducta intachable”

“Si eres una persona que merezca ser querida demuéstralo haciendo todo perfecto”

“Si eres realmente una persona feliz no puedes jamás mostrarte triste ni amargado”

“Si eres una persona alegre debes vivir con esa sonrisa en la cara”

“Si eres un hijo de Dios no pueden existir tragedias en tu vida, por lo tanto no cuentes a nadie tus fracasos”

“Si eres una persona importante demuéstralo hablando de tu éxitos”

“Si eres una persona talentosa demuéstralo ganándote el aplauso de la gente haciendo lo que sabes hacer”

“Si eres…si eres…si eres”

Es esa la eterna tentación del diablo. Él sabe lo que tú vales, pero su trabajo consiste en hacer que vos no lo sepas, que lo pongas en duda, que lo olvides. Entonces te quiere hacer creer que empezarás a ser alguien cuando.

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Es su tentación más antigua, la que le hizo a Eva en el Edén; y es tan poco creativo el pobre que no ha podido cambiar el estilo. También a Eva le dijo “Si

realmente quieres ser como Dios debes comer del árbol …” Eva ya era como Dios, había sido creada a

imagen y semejanza de Dios, ya disfrutaba de su amor, de su paternidad, de sus cuidados, era libre y tenía razonamiento, era la máxima creación que Dios había puesto sobre la Tierra, tenía autoridad sobre todo lo creado. Pero el astuto le hizo creer que tenía que “hacer algo” para llegar a serlo.

Y vos y yo también le creemos a veces sus mentiras, y es entonces cuando comenzamos a buscar desesperadamente impresionar a los demás, pensando que así lograremos ser realmente importantes. Y empezamos a llamar la atención compulsivamente haciéndonos los payasos o los sufridos. Estamos inseguros de quiénes realmente somos y buscamos el aplauso, el título, el éxito, la aprobación, el reconocimiento…como prueba de nuestro valor. Soñamos con ser exitosos, famosos, ovacionados…cuando en realidad ya lo somos, inclusive desde antes de existir.

El éxito, la buena conducta, el hacer bien las cosas, el hecho de destacarse en algo, etc. no son cosas que me “hagan ser alguien”, sino que son, en todo caso, evidencias de que “ya lo soy”. Y cuando uno conoce su identidad, como Jesús, no necesita demostrársela a nadie, porque se está bien seguro de quién es y cuánto vale.

Cuando sabemos lo que valemos, si por alguna razón no tenemos éxito, ni nos salen bien las cosas, ni tenemos las miradas, ni los aplausos de los demás,

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no caemos en la depresión ni en la angustia, ni en la baja autoestima, porque sabemos quiénes somos más allá de las circunstancias de la vida.

Ahora bien, qué tragedia es vivir impresionando a los demás. Descubro esta tentación en mi vida como una de las más fuertes y recurrentes. Cada tanto me descubro tratando de impresionar a los demás demostrándoles mis dones. Entonces, comienzo a cantar pensando que a alguien le estaré impresionando. Y lo mismo pasa en algunas ocasiones cuando predico, cuando juego al fútbol, cuando le cuento a alguien sobre mis grabaciones musicales, sobre mi libro, sobre mi agenda repleta de presentaciones, conciertos y recitales; cuando oro en público, cuando hago un dibujo, cuando cuento alguna anécdota, cuando pronuncio frases en inglés…Es increíble la cantidad de veces que caigo en la cuenta que estoy tratando de impresionar a los demás. Y es en esos momentos, cuando estoy actuando así, cuando descubro en mi propia vida una triste verdad: que me he ido del corazón de Dios a un

“país lejano”, y que estoy “malgastando los talentos”

que Dios me dio.

3.

Malgastando los talentos

El tercer golpe que recibe el hijo pródigo lo encontramos en la frase que coloca el evangelista:

“…allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada”.

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