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Cómo perjudica reprimir el enojo

El enojo es una emoción natural que pocos adultos comprenden. En su forma espontánea es la expresión inicial de la afirmación de una voluntad, un simple «¡No, mamá!» y la existencia de una opinión propia. Si se acepta con naturalidad, el niño se sentirá seguro de sus elecciones, aprenderá de sus errores y podrá ser un individuo con autoestima que decide por sí mismo.

Muchos niños, al afirmarse, ponen de manifiesto el desacuerdo con las carencias de sus padres, que les darán un cachete o amenazarán o, como mínimo, los mandarán a su habitación. Muchos padres reaccionan a la negativa de sus hijos encerrándolos con brutalidad. Hay tantos niños maltratados que es difícil que podamos siquiera imaginar los traumas internos y externos que pueden llegar a tener, incluso antes de iniciar la vida escolar.

Los niños que crecen sin la oportunidad de expresar su natural enojo, acaban por reprimir su resentimiento e ira, sienten deseos de vengarse, y pueden llegar incluso a odiar. Pueden aparentar ser muy dóciles y obedientes, pero, al igual que un volcán dormido, esa cólera puede entrar en erupción tarde o temprano. Éste es el caso de los niños que «parecen» buenos y «de repente» se vuelven muy crueles. De adultos pueden llegar a matar «sin ninguna razón» a personas indefensas e inocentes, y expresar así la rabia y venganza acumulada durante años, o incluso décadas.

Los padres responden con total incredulidad ante esos crímenes inesperados: «Siempre ha sido un buen chico. No puedo creer que hiciera eso». ¿Por qué es tan importante comprenderlo? Tengo la esperanza de que cada vez sean más los padres jóvenes conscientes de la importancia de educar a

sus hijos permitiéndoles que expresen sus emociones naturales y demostrándoles su amor incondicional. Si esto se pudiese hacer con toda una generación de niños, ¡se podrían eliminar los centros de pornografía, la mayoría de las cárceles y muchas otras instituciones! Pasaríamos menos tiempo consolando a familias de niños asesinados o tratando de identificar cuerpos de niños huidos en fríos depósitos de cadáveres y menos tiempo y energía tratando de explicar el incremento de suicidios infantiles.

Los siguientes ejemplos ilustran los problemas que hemos creado con nuestra ignorancia e incomprensión.

León era un pediatra muy querido al que se consideraba el hombre más cariñoso de la plantilla del hospital. Vino a un seminario para mejorar su tratamiento de niños moribundos y contrarrestar una progresiva «usura de paciencia», según la llamaba él. Para empezar, tratamos de explicar que «la usura» es tan inaceptable como la socorrida excusa: «El diablo me obligó a hacerlo». La usura no es más que la incomprensión de las cosas que nos quedaron irresueltas y que, si no las reivindicamos y consideramos, si no analizamos sus manifestaciones y orígenes, de manera de poder liberarnos de ellas, cualquiera con problemas similares hará que resurjan en nosotros. Corremos entonces el riesgo de reaccionar desmesuradamente y, dado que eso es imposible en una sesión de terapia o de asesoramiento, en un recinto hospitalario o con pacientes, nos reprimimos y aceleramos la erupción del volcán interno, que un día explota donde y cuando no debe, y alcanza a quien no debe.

Durante el segundo día del seminario «Vida, muerte y transición», León reaccionó a los gritos de un participante poniéndose de repente a golpear el colchón del suelo y luego, en un estado de regresión, simuló que pegaba y estrangulaba a un bebé invisible que al parecer lo había llevado al borde del homicidio. Tras revivir y expresar su rabia homicida golpeando un colchón y estrangulando un cojín, lloró y nos relató unos hechos que lo habían alterado mentalmente durante más de una década.

En su familia siempre se había prohibido llorar y manifestar la cólera. Creció con la mentalidad de que «la gente buena no llora, ni grita, ni expresa enfado». Estaba bien entrenado y todo el mundo lo consideraba un «chico encantador», «incapaz de matar una mosca». Cuando como joven médico interno, su mujer dio a luz a su primer hijo, estaba sobrecargado de trabajo y muy cansado; extenuado por el horrible horario laboral del hospital, poco preparado para responsabilizarse de su nueva condición de padre.

Puesto que su imagen siempre había sido la de «un buen chico», su mujer confiaba en que la ayudaría si el bebé se despertaba por las noches. En su estado de regresión, con el colchón revivió un momento de ira que había sentido ante el incesante lloriqueo de su hijo. Había levantado al pequeño por los aires y se le había pasado por la cabeza la idea de golpearlo hasta matarlo, luego de estrangularlo, y finalmente había hecho ademán de tirarlo por la ventana. En la vida real había sentido todo eso, pero un sudor frío y la súbita conciencia de su furia homicida lo habían detenido antes de hacer daño al niño.

Nunca había hablado con nadie de esa noche horrible. Tampoco había imaginado que la escena pudiera repetirse idénticamente un año y medio más tarde, cuando, siendo médico residente, se sintió obligado a ayudar a su mujer en el cuidado de su hija recién nacida. León se especializó en pediatría y se esforzó al máximo para convertirse en el pediatra más cariñoso del hospital. Reprimió los recuerdos de esas dos noches y no fue consciente de las razones por las que había elegido esa especialidad, hasta que se enfrentó cara a cara con su «Hitler interior».

Muy aliviado, León compartió su culpa, confesó sus deseos destructores, lloró su angustia y remordimiento, y, gracias a su catarsis y comprensión, salió del seminario en perfecto estado emocional y físico.

Los pequeños miedos reprimidos de la vida acaban por provocar manifestaciones destructivas, que pueden ir desde dar una patada a un pobre perro o descargar nuestra frustración en una inocente estudiante de enfermería, hasta matar a un ser humano que inconscientemente nos despierta sentimientos dolorosos.

En los niños pequeños, el enfado reprimido los induce a menudo a actuar de modo espantoso y sádico con animales, o con niños físicamente más débiles, o discapacitados que no pueden defenderse. Y ni que decir tiene que la ira reprimida es la causa de que haya cárceles abarrotadas, guerras en todo el mundo y, en algunos países, como Estados Unidos, un constante incremento de la violencia.

Perdón

Sólo cuando se permite a los niños que expresen su natural enojo y se les anima a hacerlo, pueden éstos perdonarse por manifestar su ira. Rolando, un niño de doce años que padecía la enfermedad de Werdnig-Hoffman, que afecta al sistema neuromuscular, nos narró esta maravillosa experiencia que ocurrió días después de su bautismo. Para él fue un acontecimiento espiritual intenso y emotivo que, sin embargo, se vio empañado por una serie de hechos que suscitaron en él una profunda ira y sentimientos de rechazo. Al verlo llorar y temblar de rabia, su madre lo animó a ir al patio y «desahogarse». Rolando le pidió que lo sacara de la silla de ruedas y lo colocase en el suelo, y que le diera una cuchara. Cavó un agujero y lo llenó con agua. Al cabo de una hora llamó a su madre para que le llevara sus soldados de juguete. Su madre hizo lo que le pedía suponiendo que los golpearía y tiraría al agua. En vez de eso, lo que presenció fue un ceremonioso y sagrado ritual en el que, mojándose los dedos en el agua del agujero, ungió a cada soldado en la frente.

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