• No se han encontrado resultados

Tras una muerte violenta

Localizar a la persona desaparecida es a la vez un alivio y una agonía. Un alivio pues es el fin de la espera, del temor y de la tortura de preguntarse qué ha sucedido; y una agonía porque acaba con las esperanzas de encontrar al amado niño sano y salvo. Si está mutilado, aparece siempre alguien que se ocupa de que los padres no vean el cuerpo —o trata de disuadirlos— para evitar «trastornos». ¡Qué poco conocen la naturaleza y la fortaleza humana!

Una vez que la policía criminal termina su trabajo y se puede trasladar el cuerpo al cementerio, alguien con buena voluntad debería arreglar el cuerpo de modo que los miembros de la familia pudiesen ver los restos, para afrontar la realidad: «Sí, éste es mi hijo, mi hija». Conviene vendar las partes mutiladas o exponer sólo las partes identificables, para que los parientes más cercanos tengan la oportunidad de darle personalmente un último adiós.

Los que se han enfrentado a la muerte repentina de un ser querido y no pudieron ver su cuerpo, tardan mucho más en superar su proceso doloroso; a menudo permanecen en un estadio de negación durante años o décadas. Ésta no es total, pero sí es una negación parcial que se expresa de diversas formas.

Las familias de niños asesinados cuyos cuerpos no se encuentran, tienden a creer que la mente perturbada del asesino se ha equivocado, y que su hijo está vivo en alguna parte, que ha huido o ha desaparecido, pero que no está muerto. Esto ocurre incluso cuando el asesino da descripciones detalladas del niño.

Los hermanos de niños asesinados también lo pasan mal, pues no es raro que sus padres, que pueden permanecer conmocionados durante semanas, se «olviden» de ellos. Estos niños tienen a veces reacciones desconcertantes, como atravesar de un puñetazo un cristal o emprenderla a patadas contra un balón, aturdidos y enojados. En ocasiones tienen pesadillas o son incapaces de hacer los deberes y de concentrarse pasan de una cosa a otra sin prestar atención a nada. En algunos casos se vuelven malhumorados y son injustos con sus amigos, y si esos amigos reaccionan, pueden sentirse incomprendidos y abandonados por sus compañeros cuando más compasión necesitan.

Algún amigo que conozca a la familia, pero que no esté directamente implicado con el asesinado (y que por ello sea menos emotivo y/o no tienda a juzgar) debería hablar en nombre de los niños con los profesores, el director de la escuela y/o los tutores, para explicarles la situación de la familia y la reacción de los niños. En una circunstancia así los niños necesitan un amigo, alguien que los escuche y hable con ellos. Debe ser paciente con ellos, aconsejarlos y apoyarlos, en lugar de agobiarlos con frases como ésta: «Ya deberías haberlo superado».

¿Cómo puedes sacarte esa imagen de la cabeza? ¿Cómo puedes olvidar que tu hermana fue repetidamente violada, apuñalada, o que la estrangularon? ¿Cómo puedes concentrarte en la historia de la Segunda Guerra Mundial sin pensar en la violencia y la destrucción, e imaginar la cara de tu

hermano o hermana asesinado? Aparece un temor inevitable: si les pasó a ellos, también puede pasarme a mí. ¿Cómo esperan que actúe?, ¿como un robot? Un profesor de gimnasia o educación física puede ser una valiosa ayuda para los hermanos de un niño asesinado. Puede quedarse un poco más de tiempo con ellos en el gimnasio, desafiándolos a que golpeen su rabia e impotencia en un objeto inanimado, que se desfoguen jugando al tenis, al fútbol o a cualquier otra cosa.

Conviene preparar a los hermanos para que sepan que sus padres pueden cambiar de humor, sin que ellos tengan nada que ver. Al igual que a ellos los días a veces les parecen llevaderos y otras, insoportables, los sentimientos de sus padres varían día a día, pasan del aturdimiento a inesperados enfados o lloros, de una silenciosa y pasiva indiferencia hacia el mundo a un iracundo y resentido: «Quitadme a los niños de delante; no quiero que me recuerden a mi hijo».

Tras pasar por trances de este tipo, el alcohol y las drogas son los principales peligros para los padres y jóvenes de la familia. Por regla general, el padre reanuda casi de inmediato la actividad laboral, para no perder el trabajo, pero también porque así parece que la vida sigue como antes. Se vuelca en el trabajo y regresa a casa cada vez más tarde. También es posible que, al ver que no se concentra, su jefe le llame la atención para que «se serene». Entonces, quizás él reaccione parándose en un bar a tomar algo, reprimiéndose lo que desearía responder al jefe por su falta de sensibilidad. Es como un polvorín que estalla a la mínima provocación de un colega.

A veces la gente que rodea a estas personas con problemas, las evita para no molestarlas, con lo que el afectado se sentirá además aislado y abandonado El cónyuge tanto puede sentir de modo parecido como no entender nada, y pasar mucho tiempo sin responder al contacto físico, lo cual aumenta la sensación de abandono.

Un hombre cuyo hijo fue intencionadamente atropellado por un coche conducido por un adolescente iracundo (que había visto al niño rayando el capó de su coche), fue luego incapaz de volver a conducir. Más tarde explicó que temía matar a alguien si un coche se le acercaba demasiado.

Esas personas no necesitan una larga terapia psiquiátrica. Su reacción, comprensible pese a ser enfermiza, se debe a la acumulación mental de enfado y rabia reprimida, a la indignación frente a la injusticia y a otros «asuntos pendientes». Si reciben ayuda inmediata de los que han aprendido de la vida, de los que comprenden en lugar de juzgar, de los que aman incondicionalmente en lugar de esperar cosas concretas, encontrarán cerca de ellos un lugar seguro donde exteriorizar sus emociones contenidas, hacer trizas algún objeto y gritar su rabia e impotencia, y podrán así sentirse aliviados y liberados de la agotadora represión de esos «sentimientos inaceptables y, en última instancia, destructivos». Ésa es la finalidad de nuestros cursillos, de nuestros sistemas de apoyo mutuo y de nuestras salas especiales reservadas para gritar.

Hay madres de niños asesinados que al principio se sienten incapaces de ir al supermercado, de llevar a sus hijos al parque en cochecito, o de ir por el «mundo», porque todo ello les parece cruel y frío. No comprenden por qué la gente no quiere hablar de su Susy, ni por qué sacan a colación trivialidades y se preocupan de las próximas elecciones. No se explican por qué los vecinos ya no vienen y el viejo vendedor de huevos ya no se para a charlar. Maldicen al mundo por seguir como siempre. Y luego se dan cuenta, a veces de golpe y a veces poco a poco, que ellos antes de la tragedia hacían lo mismo.

Tal vez en algunos momentos tengan terribles deseos de venganza, de tomar represalias, de desquitarse con el criminal que segó la vida de su hijo. Al mismo tiempo temen encontrar al asesino y tener que enfrentarse con él en un juicio, reprimir sus deseos de venganza, sus propios impulsos asesinos, y la necesidad de tomarse la justicia por su mano.

Critican al sistema judicial por indulgente, lento, parcialidad y escasa sensibilidad para comprender a la familia de la víctima. Recuerdan las historias del «Lejano Oeste», cuando los

hombres del pueblo tomaban la justicia por su mano y linchaban a los culpables, y fantasean sobre cómo acabarían con el asesino. No advierten que esa reacción es similar a la del acusado, quien, por algún sentimiento —consciente o inconsciente— de injusticia en su vida, acabó por convertirse en asesino. Ignoran que todos los seres humanos son capaces de transformarse en un Hitler, aunque también tienen la capacidad de convertirse en una Madre Teresa.