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Una típica experiencia «en el umbral de la muerte»

Dorothy sufrió una conmoción cuando daba a luz, en la mesa de operaciones; le estaban practicando una cesárea, y por un momento dudaron de que pudiera salvarse. Nadie reconoció entonces —hace treinta años— que esa joven madre había tenido una experiencia en el umbral de la muerte. Así relata lo que sintió:

«Mientras estaba tendida en la mesa de operaciones esperando a que el médico me hiciera la cesárea, empecé a desfallecer. Se lo dije a la anestesista que estaba allí conmigo. Me dio algo de oxígeno, pero eso no me sirvió de nada. Recuerdo haber oído que le gritaba al doctor que me estaba bajando la presión sanguínea.

»Y me encontré en el Cielo. Allí todo era maravilloso y tranquilo. Había una paz infinita. Jesús empezó a hablarme. No le vi la cara, pero escuchaba lo que me decía: "Dottie, te dejo aquí [en la tierra] con una finalidad. Nadie sabrá lo que te pasa". Entonces me lo explicó todo. Mientras me hablaba, yo me preguntaba por qué me habría elegido a mí para revelarme esas cosas. Y pensé que, puesto que lo hizo y tuve esa convincente experiencia, puedo ayudar a los demás Cuando terminó de hablarme, me alejé flotando de ese hermoso lugar hacia un sitio sucio y horrible. Es lo menos que puede decirse si se compara el Cielo con la Tierra. ¡Qué diferencia!

»Entonces me volví a sentir en mi cuerpo, en la mesa de operaciones. Percibía cómo el doctor sujetaba mi vendaje del estómago, pero no podía abrir los ojos. Alguien rezaba al Señor por mí. Cuando dijeron amén, abrí los ojos. Me llevaron otra vez a la habitación y dije a mi marido y a mi madre que nadie sabía lo que me acababa de pasar: que había hablado con Jesús.

»Esa noche, acostada en la cama, traté de recordar lo que me había revelado, pero no pude ni he podido nunca, aunque la experiencia permanece tan vivida y convincente como cuando ocurrió.

»En la Biblia, Pablo describe cómo le pasa exactamente lo mismo, en 2 Corintios, capítulo 12, versículos 2 al 6...»

Cuando comparte esta experiencia con otros, esta mujer añade que un breve salmo resume lo que aprendió durante su fugaz e inolvidable estancia en una de las mansiones de Dios:

Éste es el día que hizo Dios

Considera el día como un reto. Levanta los ojos al sol, no hacia la sombra.

Mantén tu corazón lleno de cantos mientras lo recorres,

porque éste es el día que hizo Dios. Mira al día con el propósito de cumplir tus planes. Con la alegría en el corazón

que nunca faltará. Porque Dios hizo este día para estar alegre. Mira al día con una plegaria

y una silenciosa petición de ayuda, disfruta todo el día

hagas lo que hagas:

porque éste es el día que hizo Dios.

«Este es el día que hizo el Señor; será un día de alegría y regocijo.»

Salmo 118:24

Una joven escribió el relato que transcribo a continuación. Lo he llevado conmigo de cursillo en cursillo, aunque no recuerdo quién me lo dio ni cuánto tiempo antes de su muerte tuvo esa experiencia mística. Sólo sé que se asemeja en gran manera a las experiencias que he escuchado de miles de personas que —antes de su muerte— vieron «el otro lado».

Si bien las experiencias son diferentes en cada persona, hay ciertos denominadores comunes: se dan en personas que están familiarizadas con ellas, y no experimentan miedo sino sólo calma, paz y amor. Casi nadie desea regresar a su existencia física, aunque muchas veces se les dice que deben hacerlo, puesto que aún les queda algún trabajo pendiente. Los que han tenido esas experiencias no tienen miedo a la muerte y, cuando les llega su hora, saben adónde van.

Si tan sólo...

Desconcertada abrí los ojos y aspiré la brisa cálida el aire limpio y fresco. Nunca había visto el cielo tan azul y brillante, ni el canto de los pájaros había sido nunca tan hermoso.

Me hallaba tendida en una pradera cubierta de suave hierba y de flores, cerca de un bosque poblado de graciosos pinos.

Me senté y vi a unos niños que reían y jugaban con un cervatillo a la luz del sol. Parejas y grupos de todas las edades caminaban o estaban sentados hablando, y nunca había visto gente con una felicidad y una paz tan intensas.

Había algo raro. Nadie parecía vigilar a los niños. No había coches ni carreteras, edificios ni tendidos eléctricos. Y todo el mundo llevaba ropas largas y holgadas. Era demasiado bonito para ser verdad.

Un joven se acercó a mí sonriendo.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estoy? —pregunté.

—Ven conmigo —dijo con suavidad—. Te enseñaré adónde ir.

Yo lo seguí desconcertada. Entramos en el fresco bosque y llegamos a una pequeña cascada que daba a un lago, frío y sombrío.

Sentado en la orilla, había un hombre con barba y el cabello castaño y largo, que vestía túnica y sandalias. Me recordó mucho a alguien que conocía.

Por extraño que parezca, no sentí miedo, sino alegría. El hombre tenía la vista fija en el oscuro lago, pero cuando nos acercamos se volvió y me miró con unos tristes y hermosos ojos castaños. Sonrió y su rostro, desprovisto de atractivo, se tornó hermoso y brillante.

—Has venido. Siéntate a mi lado.

Un sentimiento de admiración se apoderó de mí, y en silencio me arrodillé a sus pies. —Hija mía, todavía no ha llegado tu hora.

Miré el pequeño lago. De pronto lo comprendí y sentí una pesada carga, pero también alegría y paz.

Estaba en el Cielo.

—¿Regresar? ¿Por qué? Por favor, permíteme quedarme.

—No —respondió con dulzura—. Todavía debes pasar más tiempo en la Tierra: doce meses.

—Por favor —dije, presa de una fuerte emoción que no podía identificar—. Déjame verlo aunque sólo sea una vez.

—Viniste por error y debes regresar.

—Por favor, déjame verlo antes de irme... —insistí.

El órgano de la iglesia sonó en mis oídos y en mi mundo de ilusiones. El reverendo comenzó:

—Hemos venido a presentar nuestros últimos respetos... Mi hijo...

El siguiente texto lo escribió una desolada madre, tras volver a ver a su hija en un sueño:

Un sueño

Pasé al lado de una habitación que tenía las puertas abiertas de par en par. Miré hacia adentro y vi tres chicas que bailaban en círculo, dándose la mano. Una de ellas se parecía a mi hija Katie. No puedo expresar con qué alegría me repetía una y otra vez: «Sí, sí, es mi Katie». Las otras dos chicas parecían alejarse, pero yo sólo la veía a ella, y sus ojos... No puedo explicar lo que ocurrió, pero ella estaba completamente tranquila y serena. No necesitábamos hablarnos ni tocarnos porque conocíamos instantáneamente nuestros pensamientos. Nunca había sentido semejante paz, amor y felicidad. Cuando la miraba sólo me podía fijar en sus ojos. Ella poseía

todo el conocimiento. De sus ojos se desprendía un indescriptible sentimiento de amor. No sé cuánto duró este «sueño».

Cuando me desperté por la mañana, al principio no reconocía mi habitación. No tenía ni idea de dónde había estado, pero sabía que mientras dormía no había estado en la habitación. Si me preguntan si todo fue un sueño o si realmente estuve con Katie, la única respuesta que se me ocurre es que, en efecto, estuve con ella. No se parecía a nada de lo que había vivido antes. Sentí una punzada en el corazón cuando me di cuenta de que volvía a estar sin ella. ¡Cómo me agradaría pasar otro momento así con mi querida y adorada hija!

Quisiera saber describir con precisión mi sueño. Sé que usted puede comprender la intensidad de la paz y el amor que fluía entre Katie y yo.

Ser un niño es conocer la alegría de vivir. Tener un niño es conocer la belleza de la vida.

No sé quién lo escribió, pero me parece una gran verdad. Cada día doy gracias a Dios por lo que experimenté con la vida de mi hija y con su trágica muerte. Gracias por prestarme atención... una vez más.

El propósito de este libro no es escribir un tratado sobre las experiencias en el umbral de la muerte y la posterior investigación sobre la supervivencia. Sólo quiero añadir algunos ejemplos para ayudar a otros que hayan tenido experiencias similares a que compartan lo que se les ha revelado. Esas experiencias las relatan personas de todos los rincones del mundo —religiosas y no religiosas, creyentes y no creyentes, de todas las procedencias culturales y étnicas imaginables— y parece ser una experiencia humana común que no tiene nada que ver con nuestra educación. ¡Es de suponer que en la muerte finalmente todos seamos hermanos!

El siguiente incidente ocurrió hace más de dos décadas, cuando apenas había investigadores que recogiesen datos sobre las experiencias en el umbral de la muerte. El paciente tenía dos años y, como es obvio, desconocía los estudios que se llevan a cabo en la actualidad. Cuando volvió en sí, después de estar en coma, se mostraba excitadísimo y le dijo a su madre que había estado en un lugar maravilloso con María y Jesús. María le dijo varias veces que tenía que regresar, pero él hacía como que no la oía (actitud típica de un niño de dos años). Por último lo cogió de la mano con delicadeza y le dijo: «Tienes que regresar, debes salvar a tu mamá del fuego». El niño le dijo a su madre que entonces decidió «recorrer el camino de regreso a casa». Hoy en día ese niño vive y está bien, y, al igual que las personas que han tenido experiencias tan esclarecedoras, no le da miedo morir.

Algunas jóvenes que han sido gravemente heridas, agraviadas o violadas, han compartido experiencias similares, aunque es evidente que fueron «experiencias extracorporales» para así evitar el dolor y la angustia de la situación.

Cuanto más se investigue y publique, más gente habrá que no sólo crea, sino que también sepa que nuestro cuerpo físico en realidad no es más que el capullo, la apariencia externa del ser humano. Nuestro yo interior y verdadero, la «mariposa», es inmortal e indestructible y se libera en el momento que llamamos muerte.

En la «Carta a Dougy»12 tratamos de explicar a un niño moribundo lo que es la muerte, utilizando el lenguaje simbólico de la mariposa y el capullo de seda.