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EN LA CUEVA DEL HOREB

In document Elias lampara que quema y alumbra.doc (página 50-54)

Bordeamos la orilla del río, cuyas aguas se arremolinan con violencia, produciendo un enorme estruendo. Un poco más adelante se extiende una profunda ensenada. Cuando el agua

entra en ella se calma, sin una ola, volviéndose de un verde oscuro. La calma de la ensenada da a sus aguas profundas un cariz sombrío. Más adelante, en la margen escarpada del río, entre hierbas y arbustos, se abre un sendero invisible, que asciende hasta la cima de una roca cortada a pico. Con fatiga escalamos hasta la cima y nos sentamos a respirar la pureza del aire. Un olivo pequeño, con un tronco delgado y retorcido, se agarra a la tierra para no caer al precipicio. Es una invitación a seguir caminando. Y mientras caminamos Fray Eliseo habla y habla como si necesitara mondar el pozo de su vida. ¿Me habla de Elías o de sí mismo?

El camino es largo como un día de bochorno sin agua. Pero, de acampada en acampada, Elías llega a Eilat, sobre el golfo de Aqaba. Hasta ahí todo ha sido un descenso interminable; ahí comienza el ascenso al monte Horeb. Elías, tendido sobre la dura tierra, mira al cielo, cuenta las estrellas y piensa en su futuro. Como una ventana abierta de par en par, el futuro le ofrece tantos caminos que no sabe hacia donde dirigir la mirada y menos sus pasos. Aplaza la decisión hasta el día siguiente. La noche quizás le aporte un buen consejo. Se da media vuelta y se duerme. Al amanecer se pone en pie y empieza a caminar. Alguien le pregunta:

-¿Dónde vas?

-No lo sé, donde me lleven mis pasos, caminando quizás se me aclaren las ideas. Ahora la confusión de la mente y la angustia del corazón me traban las piernas. No puedo con mi ser, que se hace pesado y me aplasta. El camino se empina y el lodo se pega a mis sandalias. La respiración se hace difícil, me oprime el pecho. La lengua se me pega al paladar. Espero, en medio de la arena del desierto, el bálsamo del rocío, manso y fresco, refrescante y confortador.

En realidad, desfallecido y desilusionado, Elías siente que le falla la tierra bajo sus pies. Con el vacío en el alma, solo, pues se ha separado hasta de su siervo, ha emprendido la larga peregrinación hacia el Sinaí. Es un camino de vuelta hacia el pasado. Las creencias de los padres no le bastan. Necesita hacer suya la fe. El “Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob” y, de un modo particular, “el Dios de Moisés”, sobre el que ha fundado su vida, tiene que llegar a ser “el Dios de Elías”. La punzante inquietud le lleva a adentrarse en el desierto para llegar al Horeb, donde Dios se manifestó a Moisés, donde se estableció la alianza entre Dios y el pueblo.

Sin embargo hay una diferencia entre Elías y Moisés. Moisés sube al Sinaí solo, pero el desierto lo atraviesa con el pueblo. El desierto en soledad es terriblemente peligroso. El desierto, donde Elías busca el silencio y la soledad, es el lugar menos silencioso de la tierra. La luz le envuelve y le ciega. El espacio crea un vacío en torno como caja de resonancia de todos los rumores. El viento vate suave o fuerte sobre los pómulos. Las arenas se mueven como serpientes que silban o como escorpiones que, al ser pisados, se cascan. Los arbustos resecos se cimbrean a derecha e izquierda. La vida se hace sinuosa, amenazante. El desierto es “grande y terrible”, “tierra de fuego y escorpiones” (Dt 8,15).

Apenas se pisan las arenas del Sinaí se experimenta una sensación extraña de excitación. La vastedad del escenario, lo inhóspito del lugar sobrecoge el alma y dispone el espíritu a esperar lo inesperado. La altura del monte arrastra los pies, paso tras paso, como si los despegara de la tierra y quisiera elevarlos al cielo. Pero ese desierto, por el que Elías se siente circundado, agotado hasta desearse la muerte, es necesario para despojarse de sí mismo. No se sube al Sinaí sin haber muerto a sí mismo. El desierto es el encargado de aniquilar toda afectación falsa, de despojar al hombre de sus falsos apoyos. Al Sinaí se sube vacío o no se llega a su cima. Y, quien sube al Sinaí, desciende lleno, con su yo recreado por la voz de Dios, que se hace “Tú” del hombre.

La subida de Elías al Sinaí tiene el aire de un Éxodo al revés y concentrado. Los cuarenta años del caminar de Israel por el desierto (Nm 14,33) y los cuarenta días que pasa

Moisés en lo alto del monte (Ex 24,18) se juntan en la experiencia de Elías. Como con Israel, el viaje de Elías está también salpicado de milagros. El pan y el agua, con que Dios nutre a Elías (1R 17,6; 19,6) es un memorial del maná y del agua de la roca (Ex 15,22-17,7). Y la peregrinación a las fuentes de la revelación y de la alianza culmina con el momento conmovedor de la manifestación de Dios en la intimidad del “silencio sutil”, que resuena como “voz de Dios” en el espíritu de Elías.

Moisés se escondió en la hendidura de la roca mientras Yahveh pasaba delante de él (Ex 33,22). También Elías pasa toda una noche en el interior de una cueva; probablemente en la misma gruta de Moisés, pues el texto habla de “la cueva”. Allí pasa ente él toda su vida y sus relaciones con Dios. Esa evocación de la historia hace que Dios pase ante él y le llame:

-¿Elías, qué haces aquí?

En las noches de mi existencia, me testimonia Fray Eliseo, he sentido a mi lado a Elías que penetra en mi cueva y mi susurra sus meditaciones de aquella noche larga y entrañable:

Todo tiene en ti la fuente, Oh Dios, que eres manantial inagotable. En ti halla origen mi vida y en Ti, también está su ocaso. Hacia Ti vuelve el río de mis días. Con precipitación y con la lentitud de los remansos, me acerco a Ti, de vuelta ya de mis afanes. Mi peregrinación ha regado campos, ha sembrado sobre pedregales, caminos, entre espinos y, también, algunas veces en tierra húmeda, remecida, pronta a dar calor a la semilla. Mis gozos y mis aflicciones han crecido, como yedra, enroscados al árbol de la cuz de tu Hijo.

Quizás aún me quede tiempo para deshacer algunos nudos de la trama de mi vida. Tú, el Dios paciente, a veces la cortas de improviso y la madeja sigue enredada para siempre. Otras veces, pienso, no hago más que enredarla yo mismo más de lo que está. Mis impaciencias aprietan los nudos en lugar de desatarlos, como cuando pica el pez y se enrosca entre las rocas.

¡Oh, Dios!¡Dios incomprensible! Dios cercano y lejano, Dios transcendente e íntimo. Tú, desde lo más hondo de mi ser, me empujas a recorrer tus sendas, que conducen hacia Ti, pero nunca te alcanzan. El fuego, tu fuego, me arde en las entrañas, no puedo apagarlo, pero mis manos, mi rostro y mis pies tiritan de frío en la noche en que te envuelves. Las arenas del desierto queman de día y congelan de noche. Es oscura la luz de la fe. Aunque también puedo decir que es luminosa la noche de la fe.

En la inquietud de mi espíritu susurra el eco de tu voz como una brisa lejana que apenas roza las hojas del árbol, que apenas refresca la frente. A veces siento dentro de mí algo perverso. Deseo que arregles mi vida de modo que no tenga necesidad de Ti. Si Tú me concedes vivir en paz y sin hacer nada malo, contra Ti y contra los hombres, ¿qué necesidad tengo de Ti? No te extrañes si me olvido de que existes, de que eres Tú quien pone un poco de equilibrio en mi existencia. Sí, necesito que una pequeña piedra remueva las aguas del lago para darme cuenta que no estoy muerto, que Tú estás detrás de la mano que me lanza la piedra. Las hondas de las aguas heridas se expanden desde dentro hacia fuera, desde afuera hacia adentro.

Has encendido en mis entrañas el fuego de la fe y ésta me abrasa a todas horas. Y me has llamado, además, a ser profeta tuyo, a estar entre Ti y los hombres, como una antorcha que ilumina mientras arde y se quema. Me mandas a hurgar en el corazón de los hombres, a perderme en ese abismo caótico que es el corazón humano. ¿Quién conoce el corazón del hombre? ¿Quién es capaz de conocer el propio corazón? ¿Cómo penetrar en el corazón de los demás? Sólo Tú conoces a fondo mi corazón y el corazón de aquellos a quienes me envías. Yo me siento perdido en las arterias del alma, en el misterio insondable del hombre. Cada día y, sobre todo, cada noche siento el impulso a retirarme, a huir, a refugiarme en las cosas ordinarias, las cosas tangibles que llenan las manos, aunque dejen vacío el corazón. Y, sin

embargo, la llama, que me arde y quema por dentro, no me permite adormecerme, no me deja drogarme con lo que me ofrecen los ojos, el oído, el paladar. Mis sentidos se han debilitado y no logran acallar el grito interior del espíritu.

Tú me empujas más allá de los pequeños límites de mi ser, más allá de donde mis ojos ven un punto de apoyo para mis pies. Tú me empujas a la sima del precipicio y, al mismo tiempo, tus manos me acogen para que no me rompa la cabeza. Apareces en el último momento, en el momento oportuno y me salvas.

Quiero llegar al monte donde Moisés te veía cara a cara, donde Tú le hablabas como se habla a un amigo (Ex 33,11), donde tu voz se ve, se graba en la roca, resuena más que el trueno. Llegar al monte para verte y morir de estremecimiento... Verte y comprender que no cabes en mis ojos, que no hay espacio suficiente para Ti en mi mente... Verte, al menos, de espaldas (Ex 33,23), en el rescoldo de los rastrojos quemados a tu paso... Verte en el temblor que queda en las hojas de los árboles, que cruza el soplo de tu espíritu... Verte en el frío de mi corazón abrasado por la llama de tu amor...

Quiero hacerte el centro de mi vida, que deseo que gire en torno a Ti. Deseo hallar en Ti la libertad, el gozo, encontrarme a mí mismo, encontrar mi ser verdadero, el que salió de tus manos, el que concebiste desde la eternidad, el que amaste siempre. Pero Tú, Señor, no escuchas mis plegarias. Y, la verdad, no me extraña. Con frecuencia ni yo mismo las escucho. Estoy más atento a la oración que a Ti, más pendiente de terminar la oración que de tu presencia. Tú estás distante e inasible y yo ausente, lejos de ti y de mí. Y, sin embargo, deseo seguir orando, no quiero abandonar la plegaria, aunque parezca un diálogo de sordos... No sé si mi plegaria rompe la nube en que te envuelves o rebota y vuelve a mí sin haber tocado tu oído y menos tu corazón.

Espero tu palabra, te busco a Ti, sácame de mí mismo, vacíame de mi yo. Hazte espacio en mí. Acalla mi voz para que tus palabras se graben en mi silencio. Tú has repetido tantas veces a tu pueblo: “¡Escucha, Israel!”. Es una forma elegante de pedirle que se calle, que guarde silencio. Pero, ¿cómo hacer silencio si no se oye tu voz, si tus palabras se envuelven de silencios interminables? El silencio es el primer don tuyo, que necesito, para luego recibir y acoger tus palabras. ¡Qué pocas veces la plegaria es exultación! ¡Qué pocas veces me sangra el alma en la oración! Las más de las veces es una monótona superficialidad, donde no te hallo ni me encuentro yo mismo. Es un dejar pasar el tiempo, ¿en oración? Si al menos entrase en el santuario de mi interior... Si al menos sintiera el rumor de alas de tus ángeles... Si al menos escuchase el gemido inefable de tu Espíritu...

Quizás todo sea mucho más simple. Quizás la plegaria que Tú deseas es que yo me quede esperándote, en silencio. Que, en silencio, espere a que tú me abras la puerta y me invites a entrar en lo hondo de mi ser, en el íntimo sagrario de mi interior, donde siempre habitas, donde resuena tu voz como el silbido de la brisa. Esperar a que, cuando quieras, me invites a entrar y postrarme ante Ti, para ofrecerte el alma, el corazón, la mente, las fuerzas, la sangre y el cuerpo de mi ser. Tú, que eres amor, sólo quieres mi amor. Sólo el amor, como fluido de una melodía, penetra en el corazón, une los corazones.

¡Oh Dios!, todo te vela y te revela, te esconde y te manifiesta. Detrás de cada ser está tu amor, estás Tú, amándome. Toda disipación se recoge en el amor, toda exterioridad se centra en la interioridad de tu amor. Todo me conduce a Ti como dedos que rasguean las cuerdas de mi espíritu para elevar el canto de acción de gracias a tu amor derramado en toda la creación. En la alegría o en el dolor, entre las cosas de cada día, con las personas que me circundan, si Tú te haces presente todo es gracia, tiempo propicio. Dios mío, que te envuelves en el silencio, ¿es posible vivir ligado a Ti si no me llega una palabra tuya? Respóndeme, si es que estás en mi vida, si es verdad que caminas a mi lado, delante o detrás de mí. No me llega ninguna palabra de tu boca, ni la dulzura de tu amor llena mi corazón seco como las arenas del desierto.

-El silencio es el espacio ilimitado donde puede manifestarse tu amor, donde la fe se convierte en fidelidad, en amor fiel y desinteresado, donde tú llegas a ser imagen mía, amor gratuito. El silencio de mi presencia es el que da impulso a tus pies para buscarme. Si mi amor se hiciera palabra audible, tangible abrazo, ¿cómo conseguirías desasirte de este mundo y anhelar verme cara a cara, en el abrazo de amor eterno? Para que tu amor se acrisole y pierda las escorias del interés y del egoísmo, mi amor se cubre de silencio. Si Tú me sintieras dentro de ti nunca saldrías de ti a buscarme. Te engañarías, al pensar que me amas cuando en realidad te amas a ti mismo. La fe, la fe real, camina por cañadas oscuras, atraviesa la noche oscura en busca del alba de la resurrección.

O Dios, yo te imploro hoy que mires mis manos, mis labios, toda mi persona. Tú me has elegido y enviado como profeta tuyo. ¿Tú crees que alguien te puede reconocer en mí, escucharte en mis palabras, reconocerte en mis gestos, acogerte acogiéndome a mí? Lo sé que tu verdad no se vuelve falsa porque la anuncio yo, que pertenezco a los hombres que tu Escritura llama “falsos”, mentirosos. Lo sé que tu gracia permanece pura en mis labios impuros como los del profeta Isaías. Tu evangelio es siempre buena noticia aunque salga de un corazón tantas veces angustiado. Tu luz es luz espléndida aunque la lámpara sea de barro ennegrecido de humo. No puedo presentarme ante los hombres como “amigo” tuyo, como “santo” o “sabio” o no sé qué. Sólo puedo presentarme como enviado tuyo, como mensajero que transmite tu palabra y comunica a los otros tu gracia.

Soy embajador tuyo ante los hombres. Pero los embajadores cumplen su encargo, transmiten el mensaje que se les ha confiado y luego descansan, volviendo a su vida privada. A mí me has arrebatado mi vida propia. La misión que me has confiado es toda mi vida, absorbe todo mi tiempo y energías. Ya no tengo vida personal, independiente de ti, del mensaje, de los hombres a quienes me envías. Tu luz arde en la medida que consuma el aceite de mis venas. Para ti, que vives en la eternidad, no hay orarios de servicio, fuera de los cuales tus siervos tomen vacaciones, vuelvan a su vida privada.

Lo sé, y te lo he dicho, que mi vida no hace verdad o mentira tu palabra. Pero, ¿como se transmite tu palabra sin que me queme las entrañas, sin asimilarla interiormente? ¿Cómo encender el corazón de los hombres con tu amor sin que ese amor arda en el mío? Me doy dándote, te das a los hombres envuelto en mis palabras y en mis gestos. Señor, que el barro frágil y quebradizo de mi persona no derrame el tesoro de tu gracia. Que mi torpeza no impida a los demás verte y acogerte. Quizás, gracias a mi fragilidad, no se fijen en mí, y te reciban a ti solo. Quizás mi pequeñez sea la forma mejor de que Tú alcances a los hombres. Si el heraldo no llama la atención, quizás transmita mejor el mensaje, tu salvación.

La voz de Dios se siente de nuevo, insistente, apremiante:

-¿Elías, qué haces aquí? Sal y ponte en el monte ante Yahveh (1R 19,9.11).

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