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TEOFANÍA DEL HOREB

In document Elias lampara que quema y alumbra.doc (página 54-60)

En el Horeb, nombre que en el reino del Norte dan al Sinaí, hay una cueva. Mejor, hay muchas cuevas entre las rocas. En una de ellas entró Moisés y Dios pasó delante de ella

cubriendo con su mano la vista de Moisés, para que no le mirara de frente y cayera muerto, abrasado por su fuego. Moisés pudo ver las espaldas de Dios (Ex 19,16-21; 33,21ss). Nadie puede estar frente a Dios. Los serafines se cubren el rostro con sus propias alas ante su presencia. Pero Dios, cuando pasa ante una persona, se deja ver por los frutos que deja en ella. Por los frutos se conoce el árbol. Por su acción se conoce a Dios.

En el Horeb hay una cueva donde entra Elías. “Entró en la cueva”, dice la Escritura. No se trata de una cueva cualquiera, sino de una cueva determinada. Es la cueva donde, según la tradición, estuvo el mismo Moisés (1R 19,9; Ex 33,21-23). Y Dios va allí a buscarle. Dios pasa y le llama, como llamó un día a Adán, escondido detrás de los árboles del paraíso. Es el interrogante que llega a lo hondo del hombre: “¿Dónde estás? ¿Qué haces ahí?” (Gn 3,9).

El Horeb es el monte de Dios. Es el lugar de la esplendorosa teofanía, que cambia la vida de Elías, el gran luchador contra la idolatría. Dios tiene que derribar las falsas imágenes que también él tiene en su mente. Es la fase primera en todo itinerario de fe. Elías, como todo creyente, es un fabricante de ídolos. En el Sinaí Yahveh, al negar que haya otro Dios fuera de Él, añade: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra” (Ex 20,4). Elías, sin embargo, sube al monte con una imagen de Dios, hecha a su imagen y semejanza.

El Horeb indica el camino de la fe a toda persona que busca a Dios, repitiéndole una, dos, tres veces: “Dios no está allí”. Romper imágenes de Dios es imprescindible en el camino hacia Él. La creación está llena de vestigios de Dios, pero el creyente no puede detenerse en ellos. Rastreando las huellas de Dios en el mundo y en la historia es necesario en cada momento trascenderlas. Las ventanas están en los muros de la casa, no para que las miremos, sino para alargar el espacio de la mirada más allá de la casa. La belleza de los seres es un trasunto de Dios. El riesgo está en quedarse con algo que es menos que Dios, cegado por el esplendor de su brillo.

El sol, la luna, la fuente y el río, el árbol o el bosque son manifestaciones de la divinidad según las creencias cananeas y babilónicas. Por el peligro de contagio de idolatría, Israel evita nombrar estas formas de presencia de Dios en su historia. El riesgo de dejarse seducir por los cultos cananeos de la fertilidad hace al escritor sagrado muy cauto en el uso de expresiones de la naturaleza. Pero sí se sirve de otros símbolos como el resplandor del rayo, la nube oscura, la tempestad o el estruendo del trueno.

Sin embargo, Elías nos dice que Dios no está ni en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la amable voz del silencio. Es algo significativo para el profeta de fuego. Dios lleva adelante sus designios sin necesidad de recurrir a acciones espectaculares. Como en un estribillo se repite que Dios no está donde el profeta lo esperaba, pues Dios no es lo que Elías imagina: viento, terremoto, fuego.

La experiencia de Elías está encuadrada en el marco de la experiencia de Moisés. Sin embargo, hay unos cuantos rasgos característicos que la distinguen. El decorado es el mismo: el mismo monte, el viento, los truenos y relámpagos de la manifestación de Dios a Moisés ahora pasan ante Elías, pero Dios no está en ellos. El decorado deslumbrante y aterrador, que Elías ha conocido en el Carmelo, no es el modo único en que Dios se muestra. Yahveh puede competir con Baal y mostrarse superior a él en la naturaleza. Pero Yahveh no es un dios cósmico, una fuerza o energía cósmica. Por bella e impresionante que sea la creación no se la puede divinizar. La creación es buena pero no divina. No posee poderes divinos, mágicos. El fuego devorador, un sismo que raja las piedras, un huracán deslumbrador con sus olas en el mar y su fuerza incontrolable, pueden ser signos de la presencia de Dios, pero no se puede hacer de ellos un Baal, un ídolo. Yahveh es algo completamente distinto de una fuerza cósmica. La ecología puede ser una idolatría. Dios se comunica en la “voz de un sutil silencio” que vibra en el corazón del hombre. Dios es un “tú” que busca el “yo” del hombre.

Dios y el hombre, hecho a su imagen, son personas que se comunican en el amor. Este es “el Dios de Elías”.

Este es el momento culminante del itinerario de Elías. Aquí, en el monte Horeb, Dios se le manifiesta en el qol demama daqqa, la voz sutil del silencio. Estas tres palabras (1R 19,12) ocupan el centro exacto del ciclo de Elías. Dios se manifiesta en “la voz sutil del silencio”. La voz de Dios es un silencio que apaga toda voz, que transciende cualquier definición. Dios se deja sentir, pero no asir; se percibe su presencia, pero no se deja enjaular. Es el misterio que San Juan de la Cruz, al expresar poéticamente su experiencia mística, llama “música callada” o “soledad sonora”. Dios es el silencio interior donde su palabra resuena eternamente. Elías no escucha el susurro de la brisa. Oye la voz de Dios que le habla en el silencio.

El silencio no es ausencia de sonidos. El silencio es una voz interior. Es el lenguaje de Dios que no roza ni el aire cuando penetra en el espíritu del hombre. Moisés dice al pueblo, hablando de la comunicación de Dios en el Sinaí: “Vosotros no visteis figura alguna, sino sólo una voz” (Dt 4,12). En los “Cantos para la ofrenda del sábado” de la comunidad de Qumran se alude a la experiencia de Elías al describir la liturgia angélica. En ella se dice:

“Los querubines se postran ante Él y lo bendicen. Cuando se alzan, se oye la voz del silencio divino. Hay entonces un tumulto de júbilo mientras elevan sus alas: la voz del silencio divino... Hay una voz de silencio de bendición en su movimiento... La voz de alegre júbilo se hace silenciosa y hay un silencio de bendición divina en todos los ámbitos de los seres celestes”.

El profeta Elías, me repite una vez más Fray Eliseo, es conocido como “hombre de Dios” (1R 17,18.24; 2R 1,9.11.13). Él es para el pueblo la revelación del Dios vivo y verdadero (1R 18,39). El celo por Yahveh mueve toda su vida (1R 19,10.14). Cuanto realiza lo hace en nombre de Dios (1R 18,36). Elías entra en la historia como “el hombre de fuego, cuya palabra abrasaba como una antorcha” (Si 48,1). Pero Elías es un hombre con sus límites, con sus miedos y desánimos. Cuando se mira a sí mismo se cree único: “Quedo yo solo” (1R 19,10). Se ve como el único fiel a Dios. Pero, si se deja penetrar por la palabra de Dios, ve que no es mejor que los demás. También él es un idólatra. En su búsqueda de Dios, espera su manifestación según los esquemas de su mente: “en la tempestad, en el terremoto y en el fuego”, pues en esos fenómenos se había manifestado a Moisés (Ex 19,16-18). Pero Dios es Dios y no está sometido a ningún rito ni corresponde a ninguna imagen que el hombre se haga de Él. A Elías se le muestra en “la voz de un ligero silencio”. Dios, entrando en las entrañas de Elías, le libera del peso, que se ha echado sobre sus espaldas: creerse el único defensor de Dios. No es el único, hay “setenta mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal” (1R 19,18). No es el hombre, ni siquiera el profeta Elías, quien sostiene la causa de Dios, sino Dios quien sostiene la vida y la fe de Elías.

Y cuando Dios se manifiesta en “la voz sutil del silencio”, el profeta queda mudo, pues su misión es repetir, transmitir la palabra de Dios. Si la voz de Dios es el silencio, la profecía queda en suspenso y el profeta cae en lo más hondo de su kénosis. Elías, ante la misteriosa revelación de Dios, se mete en la cueva de sí mismo, en la hendidura de la roca del Sinaí, donde permanece callado hasta que le llega la palabra de Dios:

-¿Qué haces aquí, Elías? (1R 19,13)

Esta voz potente, que le interpela, le saca de sí mismo y le hace descender del monte. En el Tabor, Jesús tiene que arrancar a sus tres discípulos del sueño y hacerles bajar del monte, donde ellos querían instalarse. En el momento de la ascensión un ángel tiene que descender a sacar a los apóstoles del embeleso para que bajen del monte y vayan a anunciar la Palabra de Dios a los hombres. El silencio de Dios es necesario a sus enviados, pero es tentador. El hombre de Dios, al descubrir la vaciedad de todas sus palabras, puede desear cerrar la boca en vez de prestar sus labios a Dios, que se comunica a través de la “tontería” de

la predicación. Ante los milagros de Cristo el hombre siente admiración, pero ante su debilidad siente siempre la tentación de escandalizarse de él. Se lo dice Él mismo a los enviados de Juan Bautista: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Mt 11,4-6).

Dios, con su manifestación en la voz sutil del silencio, desea calmar el fuego de su profeta, que “arde en celo por Él” (1R 19,10). Dios le pregunta por dos veces:

-¿Elías, qué haces aquí?

Y, por dos veces, Elías repite la misma respuesta:

-Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela (1R 19,9-10.13-14).

San Efrén amplía la respuesta del profeta Elías. Se imagina a Elías agitado como liebre sacada de la madriguera y que desea justificar ante Dios su actuación. En la respuesta hay una mezcla confusa de sentimientos. Elías reconoce la protección de Dios, que le ha salvado la vida en diversas circunstancias, pero hay también un cierto reproche parecido al de Jonás por la debilidad de Dios con los malvados. A la pregunta de Dios, Elías, según San Efrén, responde:

-Ardo en celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos. Por ello he impedido que cayera la lluvia sobre la tierra, dejando sin alimentos a hombres y animales. Pero creo que este castigo ha sido demasiado ligero para lo que merecían esos malvados. ¿Qué? ¿Se podía soportar que tu pueblo traicionara la alianza estipulada contigo en este mismo monte? ¿Se puede soportar que ese pueblo renuncie a la religión de sus antepasados y en vez de seguirte a ti, Dios verdadero, sirva al ídolo de Baal de Sidón y a las demás imágenes hechas por los paganos? ¿Se puede permitir a Jezabel que masacre a tus profetas? Si aún estoy vivo es gracias a ti. Tú me has salvado en el valle del torrente Kerit y, luego, en la ciudad de Sarepta y ahora me custodias sano y salvo al reparo de esta montaña. Pero la reina no renuncia a sus maquinaciones para darme muerte y me tiende insidias en todas partes para cazarme y cortarme la cabeza...”.

Dios escucha la voz agitada y afanosa de su profeta y quiere calmar su celo, “digno de alabanza”, dice el mismo San Efrén, pero que Dios desea “moderar, manteniéndolo dentro de los límites de su misión, pues un profeta del Dios misericordioso, debe aprender que la severidad se debe atenuar con la misericordia”. Por ello Dios esconde su poder. No se muestra en el viento huracanado que rompe las peñas, no se deja sentir en el terremoto ni en el fuego. Se muestra en la debilidad de su silencio. Se deja sentir en el rastro que deja su ausencia. Elías, desconcertado, le grita a Dios o a sí mismo:

-Un profeta sin celo, que le encienda las entrañas, es brasero sin ascuas, apariencia sin existencia, cuerpo sin alma. El celo es hijo del amor.

Dios no está en el viento impetuoso del que Elías se ha sentido invadido. Ese espíritu “tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas” (1R 19,11) no es el espíritu de Dios. El espíritu de Dios no está tampoco en ese temblor que suscitan sus mensajeros o sus prodigios. La emotividad es un preámbulo o una consecuencia, pero no es el signo de la comunicación plena de Dios. Hay igualmente una llamarada (Ct 8,6) en el encuentro de amor de Dios y la amada. Su misma palabra es “fuego que arde en el corazón” (Jr 20,9; Lc 24,32). Quizás sea necesario pasar por la impetuosidad del huracán, el sentimiento que estremece las entrañas o el amor sensible que abrasa el corazón. Pero son siempre experiencias cargadas de ambigüedad. Sintonizar con la honda de comunicación de Dios, sin interferencias humanas, pasa por el silencio, por el “orar en lo secreto del alma, donde Dios escucha” y habla en silencio.

Dios, por segunda vez, interroga a su profeta: -Elías, ¿qué haces aquí?

Y Elías, comenta San Efrén, “perseveró en su convicción, aunque tenía ante sus ojos un signo de la clemencia de Dios”, que se le muestra en la voz suave del silencio. Aunque hace la experiencia personal de la bondad de Dios, él es incapaz de contenerse “y sigue acusando a los pecadores de su pueblo”:

-Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela (1R 19,13-14).

La vida de Elías está enmarcada en el fracaso de todos los profetas. Su misión es como un fuego que le devora las entrañas. Desea mantener viva la alianza de Israel con Yahveh, esa alianza sellada en el monte Sinaí. Pero todos sus intentos apenas hayan resonancia en el pueblo. Después de la ordalía del Carmelo, el pueblo degüella a los profetas de Baal, pero muy pronto vuelve a sus infidelidades. La queja de Elías está justificada: “Los hijos de Israel te han abandonado”. Elías vive el drama de todo profeta e, incluso, del mismo Jesús. La kénosis, el hundimiento, el fracaso, la cruz, entra en el designio salvador de Dios. Dios saca la vida de la muerte. Del fracaso total de Elías Dios rescata a siete mil. Y con ese resto, pobre y humilde, lleva adelante su obra.

San Pablo sufre el escándalo del fracaso y, recordando la historia de Elías, da una respuesta al interrogante que ese fracaso suscita: “Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos. ¿O es que ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elías, cómo se queja ante Dios contra Israel? ¡Señor!, han dado muerte a tus profetas; han derribado tus altares; y he quedado yo solo y acechan contra mi vida. Y ¿qué le responde el oráculo divino? Me he reservado 7.000 hombres que no han doblado la rodilla ante Baal. Pues bien, del mismo modo, también en el tiempo presente subsiste un resto elegido por gracia” (Rm 11,1-5).

A Dios siempre le duele que hablen mal de sus hijos. En el Midrás del Cantar de los cantares se refieren varios ejemplos de esa defensa que Dios hace de sus hijos. Comentando el versículo: “No os fijéis en que soy morena” (Ct 1,6), Rabbi Simón lo aclaraba con el verso “no calumnies a un servidor ante su señor” (Pr 30,10). Nadie amó más a la asamblea de Israel que Moisés, pero por decir “¡escuchad, rebeldes!” (Nm 20,10) se quedó sin entrar en la tierra prometida. Lo mismo se dice de Isaías. Nadie amó a Israel más que Isaías, pero por decir que “estaba en medio de un pueblo impuro de labios impuros” (Is 6,5), Dios le replicó:

-Está bien que digas de ti mismo: “Soy un hombre de labios impuros”, pero ¿cómo te atreves a llamar impuro a mi pueblo?

Entonces voló uno de los serafines que tenía en la mano una brasa encendida (Is 6,6), pues Dios le dijo, según Rabbi Najmán, “rompe la boca del que ha calumniado a mis hijos”.

Y sigue el Midrás citando a Elías, a quien Dios reprocha el atrevimiento de hablar contra sus siervos, al decir: “Ardo en celo por Yahveh, Dios de los ejércitos, pues los hijos de Israel han abandonado tu alianza” (1R 19,14). Dios le replica:

-Es la alianza hecha conmigo y no contigo. Elías sigue en su requisitoria:

-Han derruido tus altares. Dios le contesta:

-Se trata de mis altares, no de los tuyos. Insiste Elías en su acusación:

-Han asesinado a espada a tus profetas. Y Dios responde:

Elías se mantiene firme ante Yahveh. No se calla y contesta que sí le importa: -Es que quedo yo solo y buscan mi vida para arrebatármela.

El Señor corta por lo sano, diciéndole:

-Elías, antes de acusar a los israelitas, ve y acusa a los otros, “anda, vuelve por donde has venido, vuelve por el desierto hacia Damasco” (1R 19,15).

Elías no ha terminado su misión. Le queda la tarea de investir a su sucesor y poner en marcha la renovación de la fe en Yahveh, tal como se le ha mostrado en el Horeb. Se trata de abatir la dinastía inicua, que ha desviado a Israel de la verdadera fe. Dios desea congregar un pequeño resto, “los siete mil que no han doblado sus rodillas ante Baal”, para comenzar con ellos una etapa nueva. Ellos son el nuevo pueblo de Yahveh.

En el Horeb Elías recibe tres mensajes de parte de Yahveh: ungir a Jazael como rey de Siria, a Jehú como rey de Israel y a Eliseo como profeta, sucesor suyo. Estos tres continuarán su obra contra la idolatría. Jazael ocupó el trono de Siria sostenido por Eliseo (2R 8,7). Jehú es ungido rey por un discípulo de Eliseo (2R 9,1). Jehú mató al rey Jorán y así reinó en su lugar con el apoyo de un grupo de profetas relacionados con Elías y Eliseo. Aunque eliminó a

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