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LA HUIDA A BERSEBA

In document Elias lampara que quema y alumbra.doc (página 38-42)

El triunfo del Carmelo tiene un final amargo. Jezabel no ha asistido al duelo de Elías con los profetas de Baal. Pero, apenas le llega la noticia del desenlace, envía un mensajero a anunciar a Elías que al día siguiente le matará (1R 19,2). Es el mismo rey Ajab quien cuenta a

Jezabel cómo se han desenvuelto las cosas. Entonces ella monta en cólera y descarga su furia, en primer lugar, contra su esposo. No puede creer que le haya tenido al margen del desafío a sus profetas, no puede imaginar que haya permitido una pantomima semejante, no la cabe en la cabeza que se haya dejado embaucar por las artes pirotécnicas de Elías. Es increíble que su esposo crea que la lluvia es un don de Yahveh y no la respuesta de Baal a las súplicas de sus profetas. Jezabel se agita recorriendo el palacio, de una sala a otra, rompiendo cuantos objetos halla a su paso. Manda a todos sus siervos que vayan en busca de Elías y se lo lleven a su presencia encadenado. Quiere degollarlo con sus propias manos, como él ha hecho con los sacerdotes de Baal, su dios.

Elías se ve obligado a huir, sintiendo sobre sí el odio de la reina y del pueblo, que ella sabe manejar contra el profeta de Yahveh. Desde el Carmelo Elías se dirige hacia el sur, caminando de noche y durmiendo de día en alguna gruta que encuentra al paso o recostado al pie de un árbol. Así cruza el reino de Israel, pero tiene que tomar las mismas precauciones en el reino de Judá donde reina Josafat, emparentado con el rey de Israel. Tras un largo camino, finalmente llegará a Berseba, en el límite meridional de Palestina (Gn 21,31; 26,23; 41,1-4; 2S 17,11). Allí deja a su siervo y se adentra, solo, en las inmensidades del desierto.

Fray Eliseo, como un buen periodista, me da en las primeras líneas la versión completa del hecho y luego le comenta detalladamente. El sol declina a las espaldas de la montaña rocosa, encendida con el fuego de toda la tarde. En la llanura ilimitada, sólo rota por algunos matorrales abrasados y alguna silueta de árboles desnudos, se alarga la sombra tenue de una persona solitaria, que avanza con pasos cada vez más cortos. Las huellas de sus sandalias se dibujan y borran en el desierto que une Jerusalén y el Mar Muerto. Elías se detiene un momento, indeciso entre dirigirse al norte, hacia el Jordán, o al sur, hacia el oasis de Engadí. Sin saber de donde sale aparece ante él un beduino que, con un hilo de voz, le ofrece el odre de piel de cabra:

-¿Tienes sed? Elías se limita a beber unos pocos sorbos. Con un gesto de la mano da las gracias y sigue su camino. Sus labios están ocupados en un diálogo con alguien invisible para el beduino. Jezabel ha llevado a Israel el culto de Baal y también de Astarté. Elías proclama el Shemá con una variante:

-Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Él es solo.

Yahveh no tiene una consorte femenina, como ocurre entre las divinidades paganas. Yahveh sólo tiene como esposa a la comunidad de Israel. Con Israel se ha unido en alianza nupcial en el Sinaí. Ahí busca Elías a Yahveh, para sellar el pacto indisoluble con él.

Merece la pena recorrer los caminos donde Elías ha dejado las huellas de sus sandalias, buscar una fruta donde él ha comido, sufrir la sed y el hambre donde él la ha sufrido, dormir en las grutas donde él se ha refugiado, asomarse a los pozos donde él ha buscado un poco de agua tras saltar de duna en duna por el abrasado desierto. El itinerario de la fe es cruce de geografía e historia, de memoria y esperanza, es un caminar tras los testigos que nos han precedido en el camino hacia el encuentro con Dios.

La victoria de Elías, que ha entusiasmado a la gente, no dura mucho. El pueblo es siempre versátil. En breves momentos pasa de un estado a otro. Ciertamente su fe cojea de los dos pies. Sometido a Jezabel abandona a Elías y vuelve a los ídolos. Elías, abandonado por el pueblo inconstante y tornadizo, tiembla de la cabeza a los pies. Ante el peligro que le acecha no ve otra salida para salvar la vida sino la huida. Frente al profeta confiado que se opone a Ajab, al pueblo y a los profetas de Baal sorprende la figura de un Elías vencido por el miedo y la depresión. Es conmovedora la imagen del profeta de fuego tocando sus límites hasta el fondo.

Rabbi Eliezer, recogiendo la tradición hebrea, dice que el profeta Elías no acepta de buena gana la huida. Quiere enfrentarse a Jezabel con todo el poder de Dios que ha

experimentado en el enfrentamiento con los profetas. Pero, al elevar a Dios esta súplica, Dios le replica:

-¿Acaso quieres ser tú mejor que tus padres? Jacob salvó su vida huyendo a Aram (Os 12,13). Moisés salvó su vida huyendo del Faraón (Ex 2,15). David salvó su vida huyendo de Saúl (1S 19,18)... Y tú, ¿quieres enfrentarte al enemigo?

En realidad, duro, inflexible destructor de los ídolos y de sus adoradores, Elías es frágil y, ante la amenaza de Jezabel, le tiemblan las entrañas, le flaquean las piernas y no sabe ni a donde esconderse. Apenas conoce la amenaza de Jezabel, inmediatamente se levanta y huye de la tierra de Israel, para salvar su vida. En su huida, Elías busca salir del reino de Ajab. Se encamina hacia el Sinaí, llamado también Horeb. Sintiéndose solo va, nuevo Moisés, hacia las fuentes de la fe, en busca de la palabra de Dios, allí donde Dios se ha comunicado con su pueblo. Desea oír resonar en sus oídos la Palabra que se grabó en otro momento en las tablas de piedra.

Detrás de sí ha dejado al pueblo infiel, para encaminarse hacia el santuario de Yahveh. Camina todo el día bajo el sol implacable del desierto, llegando al anochecer a un sitio donde se yergue una retama, arbusto característico del Négueb, lo suficientemente desarrollado como para darle cobijo. En esos momentos, perseguido por Jezabel y abandonado por el pueblo, devorado por el hambre y la sed, se desea la muerte. No es mejor que sus padres, que han muerto ¿por qué Yahveh alarga su vida? Desde la flaqueza de su ser suspira, deseándose la muerte, en la que anhela encontrar la paz que los hombres le niegan. Como profeta fracasado desea poner fin a su vida y, con ello, a su misión, lo mismo que deseará otro profeta, Jonás, echado también a la sombra de otro árbol (Jon 4,3)

En el desierto, el calor del día se hace violento. Pero basta una pequeña sombra para aguantarlo. Lo difícil del desierto es aguantar el frío de la noche. En realidad un día en el desierto es como un año con sus cuatro estaciones. Del calor intenso se pasa al frío insoportable; y del frío, que te hiela, pasas al calor que te derrite. Pero lo primero que sientes es la sed. Despiertas y piensas en el agua, vas a dormir y piensas en el agua, sueñas con el agua. Caminas, hablas o comes pensando en el agua. Hay un interrogante que te punza los labios y la mente: ¿me basta el agua del odre? ¿Hallaré agua cuando la agote? ¿Estoy bebiendo demasiada agua? ¿Bebo suficiente?... El agua, una gota de agua, es un tesoro, vale más que el oro. El agua es la vida. “Fuente de vida”, es una metáfora repetida en el libro de los Proverbios. Y los Salmos añaden, “en ti está la fuente de la vida”, refiriéndose a Dios. Dios mismo invita a los sedientos a ir a él a beber el “agua de la vida” (Is 55).

Tras la sed llega el hambre. En el desierto se te seca la boca y abres los labios al viento, en busca de un poco de humedad, pero el viento del desierto, en vez de agua, seca el paladar con polvo y arena. Luego cierras la boca y es el estómago el que grita, pidiendo pan. En el desierto no hay alimento. Las reservas se agotan enseguida. Comienzas comiendo lo normal. Luego pasas a reducir las raciones y a comer cada vez con más avidez... hasta que el desierto se traga todas tus provisiones... El pan, como el agua, cobra la relevancia del símbolo de la vida: pan de vida, maná del cielo, don de Dios.

Con sed y hambre te arrastras cansado. El calor te agota y el frío te oprime. La arena comienza a sepultarte. Implacablemente te envuelve, te penetra en las sandalias, se cuela entre los dedos de los pies, se filtra a través de la túnica, sube a los labios, penetra en la nariz, te tapa las orejas. La arena te amortaja lentamente, incansablemente. A la escasez del agua y el alimento se suma la inmensidad de las arenas, que te despojan de ti mismo. Sed, hambre y arenas abren el alma a la palabra de Dios, a la comunicación pura con Dios, a la aceptación de la vida, como don gratuito. Quien se hunde en el desierto, se hace desierto, extraño al mundo, y entonces puede acoger la Torá como Israel. Al final del largo camino, Moisés dice: “Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para... conocer lo que había en tu corazón” (Dt 8,2). El desierto sigue

punzando hoy con el mismo interrogante: ¿Qué hay en tu corazón? Dicho de otro modo: ¿En quién crees tú?

En su caminar por el desierto, el rostro y el alma de Elías se oscurecen como cuando se adensan las nubes y cubren el esplendor del sol. Arrastra los pies con fatiga. El camino es largo y la noche se agolpa en su alma. Los interrogantes se alzan agudos, como un punzón, en su mente. Desesperado se agazapa bajo una retama y pide a Dios que tome su vida. El sol, el calor, el hambre y la sed se juntan para abatir al impetuoso profeta. La plegaria se hace susurro, casi suspiro agonizante:

-¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres! (1R 19,4). Como ya me tiene acostumbrado, Fray Eliseo me lleva hasta un punto de la narración y me deja sólo para que la asimile. Luego vuelve y comienza de nuevo desde otro ángulo y añadiendo detalles y reflexiones. La escena, comienza de nuevo, tiene lugar a la sombra de un árbol, en las cercanías de Berseba, ciudad situada al sur de Judá, en el desierto del Négueb. Elías ha derrotado a los profetas de Baal sobre el monte Carmelo. Ha conducido de nuevo a Yahveh al rey Ajab y a los hijos de Israel. Pero Jezabel se alza contra el profeta, que se ve obligado a huir para salvar la vida. Los hijos de Israel se vuelven de nuevo al culto de Baal, matan a los profetas, a excepción del mismo Elías (1R 19,2-3.10). En este momento Elías se dirige a Berseba y luego al Horeb. Para huir de la reina podía haber hallado cuevas donde esconderse en Samaría o en el Líbano. Quizás Elías, en un primer momento, piensa en refugiarse en el reino de Judá, en el que gobierna el rey Josafat, “haciendo lo que es justo a los ojos del Señor” (1R 22,34). Pero, una vez que traspasa los límites del reino de Judá, ¿por qué desciende hasta Berseba, que se encuentra en el extremo sur del territorio de Judá?

Elías, a pesar del juicio positivo que da la Escritura sobre el rey de Judá, puede temer su doblez. Josafat actúa “lo que es justo a los ojos de Dios”, pero el texto añade que en su reino “no desaparecieron los altos; el pueblo seguía sacrificando y quemando incienso en los altos” (1R 22,44) y algo más sospechoso: “Josafat estuvo en paz con el rey de Israel” (1R 22,45). Esto significa que Josafat, lo mismo que Ajab, mantiene un cierto sincretismo: está en buenas relaciones con los adoradores de Baal y con los fieles a Yahveh. El libro de las Crónicas nos informa que hasta se emparienta con Ajab (2Cro 18,1).

Por esto, en su huida de Jezabel, Elías quizás no se fíe de Josafat y se adentra en el desierto. Pero quizás su paso por Berseba tiene un significado más profundo. Al llegar a Berseba, Elías despide a su siervo y sigue el camino solo: “Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su criado. El caminó por el desierto una jornada de camino” (1R 19,3-4). Fray Eliseo, con sus ojos de misterio, sugiere que es posible que la clave para entender este momento decisivo en la vida del profeta esta en la retama: Elías “fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: ¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!” (1R 19,4).

Elías, el profeta lleno de celo por el Señor de los ejércitos”, se siente derrotado. Yahveh, que en el Carmelo le ha dado el triunfo sobre los profetas de Baal, no es el Dios a su disposición. Ahora le ha abandonado, no responde a sus súplicas, no sale en su defensa. Elías tiene que huir de Jezabel. El pueblo, que se ha exaltado degollando a los profetas de Baal, ha dado la espalda a Yahveh y se ha vuelto a Baal. ¿A qué ha servido su triunfo apoteósico en el Carmelo? Sus burlas por el silencio de Baal ante las súplicas de sus profetas se vuelven contra él. Tampoco Yahveh le responde a él. En su cabeza, trastornada por el hambre y el bochorno del sol del desierto, bailan las escenas del Carmelo: Los profetas “invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo:

-¡Baal, respóndenos!

Pero no hubo voz ni respuesta. Danzaban cojeando junto al altar que habían hecho. Llegado el mediodía, Elías se burlaba de ellos y decía:

-¡Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará!

Gritaron más alto, sajándose, según su costumbre, con cuchillos y lancetas hasta chorrear la sangre sobre ellos. Cuando pasó el mediodía, se pusieron en trance hasta la hora de hacer la ofrenda, pero no hubo voz, ni quien escuchara ni quien respondiera” (1R 18,26- 30).

Elías se dice a sí mismo cuanto ha gritado a los profetas de Baal, pues tampoco para él hay respuesta de parte de Yahveh. Elías se siente hundido en lo más profundo de la desesperación. No hay salvación. Todo ha sido una farsa. Bajo la retama, Elías se abandona a la muerte lo mismo que, años antes, un niño fue ofrecido a la muerte por su madre. Agar, echada de casa por Abraham, “se fue y anduvo por el desierto de Berseba. Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata, y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues decía: No quiero ver morir al niño” (Gn 21,14-16). Una tradición rabínica afirma que Agar dejó a Ismael bajo una retama como la de Elías.

Agar e Ismael huyen de Sara, Elías huye de Jezabel. Con Ismael, como ahora con Elías, Dios en un primer momento calla. Luego, en ambos casos, interviene mediante un ángel, que se acerca a cada uno de ellos y les dice:

-Levántate (Gn 21,17-18; 1R 19,7).

Elías, que se encuentra en el lugar y en la situación similar a la de Ismael, espera que se repita en su vida lo mismo que ocurrió con Ismael: “Dios escuchó la voz del chico, y el Ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo:

-¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está. ¡Arriba!, levanta al chico y tenle de la mano, porque he de convertirle en una gran nación.

Entonces Dios abrió los ojos de ella, y vio un pozo de agua. Fue, llenó el odre de agua y dio de beber al chico” (Gn 21,17-19).

Elías desea que Dios lo escuche. Todo su ser se identifica con la súplica muda de Ismael sentado en las afueras de Berseba a la sombra del arbusto. Y Dios le escucha y le da la misma respuesta. A la sombra de la retama se dirige a Yahveh, suplicante:

-¡Yahveh, toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!

Se acuesta y se duerme bajo la retama, pero un ángel le toca y le dice: -Levántate y come.

Elías mira y ve a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Come y bebe y se vuelve a acostar. Vuelve por segunda vez el ángel de Yahveh, le toca y le dice:

-Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti (1R 19,4-7).

Los Padres de la Iglesia han visto en este pan el símbolo de la Eucaristía que da vigor al cristiano durante su peregrinación por este mundo.

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