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Enrique Cases

| Astrolabio

Cristología breve

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Cristología breve

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DE EUGENIO d’ORS

Etapa catalana:

1881-1921

Tercera edición corregida

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA

ENRIQUE CASES

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© 2003. Enrique Cases

Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España

Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail: eunsa@cin.es

ISBN: 84-313-2091-5 Depósito legal: NA 1.365-2003

ción, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autori-constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Ilustración cubierta: Pantocrator, San Clemente de Taüll

Tratamiento:

PRETEXTO, S.L. Estafeta, 60. 31001 Pamplona Imprime:

GRÁFICASALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra)

Printed in Spain - Impreso en España

zación escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,

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distribu-INTRODUCCIÓN... 11

I JESUCRISTO, VERDADERO HOMBRE 1. ¿QUÉ NOS ENSEÑAN LOSEVANGELIOS ACERCA DEJESÚS?... 16

2. ¿YSU ALMA? ... 18

3. LA VIDA INTERIOR DEJESÚS... 21

4. EL CORAZÓN DEL VERBO ENCARNADO ... 26

II JESUCRISTO, VERDADERO DIOS 1. EL TESTIMONIO DECRISTO EN TORNO A SU MESIANISMO Y FILIA-CIÓN DIVINA ... 32

2. EL TESTIMONIO DECRISTO EN TORNO A SU DIVINIDAD ... 35

3. LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS... 38

4. LA UNIÓN CON ELPADRE ... 39

5. LA DIVINIDAD DEJESUCRISTO ... 40

6. EL TESTIMONIO DE LARESURRECCIÓN... 42

III VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE DIOS HECHO HOMBRE. LAENCARNACIÓN ... 43

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IV

CÓMO ES HOMBRE EL HIJO DE DIOS

1. DOCTRINA DE LAIGLESIA SOBREJESUCRISTO... 50

2. HEREJÍAS SOBRECRISTO ... 51

3. ENSEÑANZA DE LAIGLESIA ... 53

4. LA UNIÓN HIPOSTÁTICA ... 56

5. LA SANTIDAD DECRISTO... 57

6. LAS CIENCIAS DECRISTO ... 59

7. LAS VOLUNTADES DECRISTO ... 62

8. LAS TENTACIONES DECRISTO... 64

9. LOS SENTIMIENTOS DECRISTO ... 65

V ¿POR QUÉ DIOS SE HIZO HOMBRE? SOTERIOLOGÍA... 67

VI NÚCLEO FUNDAMENTAL DE LA PREDICACIÓN DE JESUCRISTO 1. JESUCRISTO MANIFIESTA SU FUNCIÓN MESIÁNICA... 73

2. ELMESÍAS DEISRAEL... 74

3. JESUCRISTO ES ELMESÍAS... 76

4. JESUCRISTO ASUME SU FUNCIÓN MESIÁNICA ... 77

5. LAS TENTACIONES DEJESÚS ... 78

6. JESUCRISTO REVELA CÓMO ESDIOS... 81

7. ELREINO DE LA SALVACIÓN DEDIOS... 84

VII JESÚS, CRUCIFICADO POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES 1. LA PASIÓN Y MUERTE DEJESUCRISTO ... 93

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3. JESÚS ES JUZGADO... 98

4. CRUCIFIXIÓN ... 102

5. MOTIVOS DE LA MUERTE DEJESUCRISTO... 115

6. LA MUERTE DEJESÚS ES UN SACRIFICIO ... 115

VIII JESUCRISTO ES EL REDENTOR DEL HOMBRE 1. LARESURRECCIÓN DEJESUCRISTO... 118

2. LAS NARRACIONES EVANGÉLICAS DE LARESURRECCIÓN ... 119

3. SENTIDO DE LARESURRECCIÓN Y LAASCENSIÓN ... 127

4. LA EXALTACIÓN DEJESÚS ... 132

5. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS... 133

6. CRISTO ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DELPADRE ... 133

7. LA SANTIFICACIÓN DE LOS HOMBRES... 136

IX JESÚS ES CRISTO Y SEÑOR DEL UNIVERSO 1. LA RESURRECCIÓN DEJESÚS ABRE LA ESPERANZA DEL FUTURO . 141 2. CRISTO REVELA EL MISTERIO DEDIOS... 141

3. EVANGELIO SEGÚN SANJUAN ... 143

4. JESUCRISTO, SEÑOR DEL UNIVERSO ... 144

5. LA FILIACIÓN DIVINA DEL CRISTIANO... 145

6. LA TRINIDAD EN EL ALMA... 145

7. REDENCIÓN OBJETIVA Y SUBJETIVA... 146

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Jesús predicó durante tres años en Israel hace 2000 años. Al principio anuncia que el Reino de Dios tan esperado está cerca, el Reino prometido por los profetas, un Reino de paz, amor, justicia y libertad, no organizado tanto por los hombres que tienen larga ex-periencia de sus fracasos y limitaciones, sino por el mismo Dios. Luego muestra el camino para pertenecer al nuevo Reino: seguir la senda de las bienaventuranzas y un cumplimiento de los manda-mientos en su sentido más profundo y espiritual, es decir, como hi-jos de Dios. Pero la nueva doctrina queda superada con la declara-ción de quién es el que la proclama: Jesús se llama a sí mismo el Hijo de Dios, se hace igual a Dios, siendo verdadero hombre, y es-to sólo se puede creer con fe. Los que no creen le llaman blasfemo y le atacan, los que creen descubren la misericordia de Dios, que tanto amó al mundo que le dio a su Hijo Unigénito para salvar a los hombres de una manera sorprendente y que puede parecer excesiva. Les costó creer, a pesar de los milagros y las profecías. Una muestra de esto es la conversación de Felipe con Jesús en la Últi-ma Cena cuando le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Va al núcleo de la revelación; quiere conocer a Dios, quiere cono-cer a ese Padre tan amado. Jesús le contestó: «Felipe, ¿tanto tiem-po como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Pa-dre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las pa-labras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, que es-tá en mí, realiza sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el

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Padre está en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorifica-do en el Hijo. Si me pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 8-14).

El centro de la Revelación de Jesús es la intimidad de Dios, que es Padre que engendra un Hijo eternamente, de modo que uno es el Amante y el otro es el Amado, y entre los dos existe también un éx-tasis de amor que es el Espíritu Santo, a saber, la Persona don que los une con un estrecho vínculo, de modo que la comunión entre los Tres es tan total que son un solo y único Dios. Pues bien, el Hi-jo se hace hombre en Jesucristo. El Invisible se hace visible en un hombre. El Eterno entra en el tiempo y en la historia en el seno de la Virgen María. En Jesús se expresa la plenitud de la Revelación corporalmente. La salvación será unirse a Él para tener la vida eter-na por la fe. Por eso el Cristianismo es seguir, conocer y amar a Je-sús, Dios y Hombre verdadero, perfecto Dios y perfecto Hombre. El cuadro de la página siguiente resume todo lo que la Iglesia en-seña sobre Jesucristo, pero vamos a verlo un poco más detenida-mente.

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Unión hipostática

Cristología

1) Ciencia divina A) V ol untad divina •V al or infinito Redención •P reexistente al mundo • Acción teándrica •I mpecabilidad 2) Ciencia infusa 3) V isión beatífica (no fe) 4)

Ciencia humana adquirida

B)

V

oluntad humana Libertad y mérito

Pasibilidad

Sacerdote y víctima, rey

, profeta y juez • Inmune de pecado (325) Concilio de Nicea: V

erdadero Dios, consubstancial

con el Padre.

Arrianismo.

(431) Concilio de Éfeso: María Madre de Dios.

Theotocos.

Jesús Dios y Hombre verdadero. Nestorianismo

Concilios II y III de Constantinopla

(451) Concilio de Caldedonia: una persona, dos naturalezas, dos operaciones: sin confusión, sin separación, sin cambio, sin divisón NATU- RALEZA DIVINA NATU- RALEZA HUMANA

Persona divina (Hijo)

CRIST O esse esse Commnicatio idiomatium Homoousios

(consubstancial) con el Padre

Homoousios

(consubstancial) con los hombres

Arrianismo (1.ª nat. humana, 1.ª persona humana) – Semiarrianismo: al Padre – Socinianos: hombre elevado, mereció ser llamado Dios – Racionalismo – Docetas: humanidad aparente

Nestorianismo: (2 naturalezas, 2 perso- nas, unión moral [acci- dental]) – Adopcionismo

Monofisismo (1.ª nat. y 1.ª persona divina), [naturaleza humana asumida, como añadida o absor- bida]

– Monoteletas: 1.ª voluntad – Monoener gismo: 1.ª operación

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Caben diversos modos de ver a Jesús. Una mirada superficial ve en Él a uno más entre los pobladores de Nazaret, un artesano. Cuando inicia su vida pública y comienza a hablar todos se admi-ran; un sabio reside entre nosotros, pensarían, o un nuevo profeta. Pero al manifestar su interior el mismo Jesús, sólo se puede acep-tar su testimonio desde la fe, pues dice de sí mismo que es Dios. Los milagros y las profecías son signos que atestiguan sus pala-bras. Pero es tan grande el hecho que la fe es la que alcanza el co-nocimiento profundo de Aquel que es verdadero hombre y verda-dero Dios.

En los próximos textos vamos a contemplar su humanidad. Vea-mos primero lo que enseña el Catecismo.

479 En el momento establecido por Dios, el Hijo único del

Pa-dre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen subs-tancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana.

481 Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana,

no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios.

482 Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, tiene

una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad

Capítulo I

Jesucristo, verdadero hombre

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divinas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo.

483 La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión

de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo.

1. ¿QUÉ NOS ENSEÑAN LOSEVANGELIOS ACERCA DEJESÚS?

Contemplarlo como lo vieron los suyos es el camino para es-clarecer el misterio y el secreto de su personalidad. La primera pre-cisión sobre los evangelistas es que narran la vida de Jesús sobre el conocimiento de que está resucitado y que vive glorioso, victorio-so y celestial. Este trasfondo da más brillo y contraste a su vida hu-mana y pobre.

En cuanto a las fechas parece que hay que retrasar el naci-miento al año 7 anterior a nuestra era y que fue crucificado el 7 de abril del año 30 a los 37 años. La vida pública sí que consta de tres pascuas, no de tres años completos.

¿Cuál debió de ser su aspecto exterior? No se distinguiría del de los judíos y rabinos de su época, «... era como cualquier

hom-bre y también sus gestos» (Fil 2, 7), no vestía llamativa y

pobre-mente como el Bautista, que, según la costumbre de los profetas, iba ceñido con una túnica de pelos de camello. Como sus paisanos, llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón que ser-vía de bolsa al mismo tiempo, un manto o túnica y sandalias. En la Pasión llevaba una túnica sin costura y toda tejida de arriba abajo (Jn 19, 23). Según las prescripciones de la Ley (Num 15, 38) ador-naban la parte superior cuatro borlas de lana con hilos azules. Y si-guiendo la costumbre de su tiempo llevaría para la oración matuti-na filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. No censuraría su uso a los fariseos, sino la motivación de falsa piedad y de en-sancharlas. En sus largas caminatas se guardaría de los ardientes rayos del sol mediante un sudario blanco que envolvía cabeza y cuello. Por lo demás, Jesús desdeñaba la «preocupación» por el vestido, lo que no quiere decir descuido y dejadez que son falta de

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virtud. Llevó la barba usual y los cabellos cuidados recogidos en la nuca a diferencia de los nazarenos, que se dejaban hirsutas y largas guedejas. El cuidado del cuerpo lo recomienda superando la vani-dad. Así pues, en épocas de ayuno dice: «... unge tu cabeza y lava tu rostro», lava los pies a sus discípulos y se lamenta de que el fa-riseo que le invita a comer no le dé agua para lavarse las manos, declara su favor por el bálsamo precioso con que la Magdalena le ungió previendo su muerte.

Su figura corporal seguramente sería simpática y hasta fascina-dora. No poseemos ninguna descripción de su tiempo, sólo que ha-bía crecido en su niñez en gracia ante Dios y los hombres. Es tras-ladable lo que decía sobre la luz interior que se transparenta en lo externo: «... tu ojo es la luz de tu cuerpo y si aquel está sano, todo tu cuerpo estará iluminado».

Su presencia debió de tener algo radiante que atraía a toda per-sona de sentimientos delicados, especialmente los niños. La excla-mación admirativa que un día brotó de una mujer del pueblo es muy significativa: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pe-chos que te amamantaron» (Lc 11, 27).

De modo particular debió de impresionar su mirada, capaz de inflamar las almas y de hacer sentir los reproches más emocionan-tes. Marcos usa mucho la expresión «Y mirándoles, dijo» (Mc 3, 5, 34; 5, 32; 8, 33; 10, 21; 20, 27). En sus ojos había algo dominante y arrollador.

A este aspecto se añade el de su salud y energía, en suma, un equilibrio perfecto: capacidad emprendedora, resistencia a la fati-ga. El contraste con Mahoma enfermo, aquejado de un sistema ner-vioso en desequilibrio, o de Buda, psíquicamente deshecho y ago-tado cuando se retiró del mundo, es notable. En Jesús no hay ni la menor alusión a enfermedad alguna.

Su cuerpo parece especialmente resistente a la fatiga. Ora muy de mañana, muy de madrugada, y muchas noches las pasa en vela en oración. Incluso, respecto a la naturaleza, su salud se manifies-ta en la radiante alegría especialmente ante montes y lagos. Las ca-minatas recorren toda Judea, Samaria, Galilea y aun la región de Tiro y Sidón. El hambre y la sed fueron, con seguridad, frecuentes

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compañeros de viaje, recomienda: «... no llevéis nada para el via-je, ni bastón ni alforjas y tampoco pan y dinero». Su última subida de Jericó a Jerusalen debió de ser una proeza. Bajo un sol ardien-te, por caminos sin sombra y atravesando montes rocosos y solita-rios, realizó el viaje en seis horas, debiendo superar una altura de más de mil metros. Es asombroso que a su llegada no se sintiera fa-tigado. Aquella misma tarde cenó con Lázaro y sus hermanas (Jn 12, 2).

Pasó la mayor parte de su vida al aire libre, en medio de la na-turaleza expuesto a la intemperie. Le son familiares los lirios del campo y las aves del cielo. Su vida errante, llena de trabajo y pe-nurias, manifiesta un cuerpo robusto. Marcos advierte que no tenía tiempo para comer (Mc 3, 20; 6, 31). Hasta muy entrada la noche no acudían a él los enfermos (Mc 3, 8) y también los fariseos, sa-duceos y enemigos llenos de malicia. Debe afrontar largas y peno-sas discusiones, luchas peligropeno-sas en tensión continua. Las expli-caciones a los discípulos eran prolijas, con la pesada carga que le imponían aquellos espíritus poco despiertos y llenos de preocupa-ciones mezquinas. Un temperamento enfermo o simplemente deli-cado no hubiera podido resistir. Jamás perdió la serenidad. Conti-nuó durmiendo tranquilamente duramente la tempestad.

Catecismo

476 Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera

humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado.

477 Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en

el cuerpo de Jesús, Dios «que era invisible en su naturale-za se hace visible» (Prefacio de Navidad).

2. ¿YSU ALMA?

Sus parientes no le entienden y se quedan perplejos ante Él o le llaman loco y afirman que ha perdido el juicio (Mc 3, 21). Los fa-riseos y sus enemigos pensaban que un espíritu maligno obraba en

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Él (Mt 12, 24). La superioridad que se manifiesta en Jesús no ad-mite otra explicación si no se está dispuesto a aceptar quién es en realidad.

Los evangelistas nos hablan con toda claridad. Si algo les lla-mó la atención en el modo de ser de Jesús, fue la lucidez extraor-dinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Ad-vierten un hombre de caracter, apuntando inflexiblemente hacia su fin, para realizar la voluntad de su Padre, hasta el último extremo, hasta derramar su sangre.

Las repetidas expresiones «Yo he venido», «Yo no he venido» traducen perfectamente ese sí y ese no conscientes e inquebranta-bles. «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10, 34). «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13). «El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y a dar su vida en rescate de muchos» (Mt 30, 28; Mc 10, 45). «No he venido a destruir la ley ni los profetas, sino a comple-tarlos» (Mt 5, 77). «Yo he venido a traer fuego a la tierra. ¿Y qué quiero sino que arda?» (Lc 12, 49).

Sabe lo que quiere desde el principio. A los doce años dice a sus padres que le encuentran en el Templo «¿No sabíais que debía em-plearme en las cosas de mi Padre» (Lc 2, 49). Las tres tentaciones del desierto son una victoria sobre la posibilidad egoísta de utilizar su poder para la glorificación personal y no cumplir la voluntad del Pa-dre. Sus mismos discípulos intentan alejarle del cumplimiento de su misión. Primero sus parientes, luego su elegido Pedro, que le ama, pero no le entiende, y después de la multiplicación de los panes, mu-chos le abandonaron criticándole: «Mumu-chos discípulos se separaron definitivamente de Él en esta ocasión» (Jn 6, 66). No por ello dejó Jesús de seguir su camino: «¿Y vosotros, también queréis iros?».

Jamás se le ve vacilar, ni en sus palabras ni en su obrar. Pide a sus discípulos una voluntad firme de ese calibre: «Quien pone la mano en el arado y mira atrás no sirve para el Reino de Dios» (Lc 9, 62). Está muy lejos de Él la precipitación y más aún la indeci-sión, las claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser es un sí o un no. Sólo Él puede afirmar con toda verdad que vues-tra palabra sea «sí, sí», «no, no». Lo demás es un mal (Mt 5, 37).

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Todo su ser y toda su vida son unidad, firmeza, luz y pura ver-dad. Producía tal impresión de sinceridad y energía, que sus mismos enemigos no podían sustraerse a ella: «Maestro, sabemos que eres veraz y no temes a nadie» (Mc 12, 14). Lo contrario de la hipocre-sía de sepulcros blanqueados de los fariseos. Su muerte es fruto de ese contraste de fidelidad al Padre y doblez de sus enemigos.

Su carácter es la encarnación del heroísmo, por ello el joven ri-co que guarda los mandamientos no puede, o no quiere, seguirle; el verdadero discípulo debe odiar a su padre, madre, hermanos y aún a su propia vida si quiere seguirle; aunque odiar signifique po-ner en segundo término, es muy fuerte el modo de decir mismo.

Tiene la fuerza del jefe que al decir a Simón y Andrés que le si-gan, éstos dejan todas las cosas y a su padre con los jornaleros. Arroja a los mercaderes del Templo sin que nadie pueda resistirle. Sus mismos discípulos, aún conviviendo con Él y siendo llamados amigos, tienen un respeto que marca una distancia que los separa de Él: «Le seguían con miedo y se espantaban» (Mc 10, 32). No era uno de tantos, ni como los dirigentes, doctores de la ley y fariseos o autoridades políticas. Tenía consigo todo el poder y esta impresión de superioridad, de omnipotencia, que dimanaba su persona era tal, que para explicarla, la multitud buscaba las comparaciones con el Bautista, Elías o Jeremías o alguno de los profetas. Aunque esto se manifestase de un modo habitual humilde y manso.

Catecismo

475 Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales,

divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de for-ma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamen-te con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf. DS 556-559). La voluntad humana de Cristo «sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, si-no todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente» (DS 556).

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3. LA VIDA INTERIOR DEJESÚS

La oración de Jesús se realiza muchas veces ante todo el mun-do o ante los suyos en voz alta, pero busca el silencio y el recogi-miento, cosa que en su vida pública sólo puede conseguir durante la noche mientras los demás duermen. Se puede decir que necesita la oración más que nosotros, no porque necesite pedir algo que no esté a su alcance, sino porque busca el trato íntimo y sin distrac-ciones con el Padre.

Su fuerza interior aparece en ocasiones de una manera fuerte con el ardor de una pasión santa, así dice a Satanás en su tercera tentación: «¡Retírate de mi vista, Satanás!», palabras similares a las que dice a Pedro que intenta disuadirle de la Pasión dolorosa (Mt 4, 10; Mt 14, 23). «Fuera de mi vista inicuos, nunca os he conoci-do», dirá el día del juicio a los que mueren sin la gracia de Dios. Esta fuerza refulge y retumba en la parábola de la cizaña. «El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, que reunirán a todos los malva-dos y seductores del Reino y los echarán al horno del fuego; allí se-rá el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 41). Análogamente, en la parábola de la red: «... ángeles vendrán y separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 49).

Asimismo terminan airadamente las parábolas de las diez vír-genes, de los talentos, de las ovejas y de los cabritos (Mt 25, 1ss.; 25, 14ss.; 25, 33ss.). En la parábola del siervo despiadado, el Se-ñor «lleno de cólera» entrega a la justicia al siervo sin entrañas has-ta que pague enteramente su deuda; igualmente, en la parábola del invitado no engalanado en el festín, manda: «Atadlo de pies y ma-nos, tomadle y echadle fuera; allí será el llanto y el crujir de dien-tes» (Mt 22, 13); en la parábola de los dos administradores, llega inopinadamente el Señor y manda descuartizar al siervo infiel y darle el merecido de los traidores (Lc 12, 46).

En estas expresiones hay una vida fuerte, alejada de un blando sentimentalismo. Similares son las palabras dirigidas a los fariseos: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque exprimís las casas de las viudas y por pretexto hacéis larga oración; por eso

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varéis juicio más grave [...] ¡Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello! [...] ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipó-critas, porque limpiáis lo que está fuera de la copa y del plato, más interiormente estáis llenos de robo y de inmundicia» (Mt 23, 14, 24, 25). No es posible figurarse a Jesús en estas ocasiones más que con ojos llameantes y rostro encendido. Igual que cuando arroja a los mercaderes del Templo o cuando maldice la higuera, símbolo del pueblo infiel a las llamadas divinas. La fuerza y la ira de Jesús con-trastan más aún con la dulzura habitual y manifiestan el amor a la verdad y la justicia, por encima de cualquier debilidad humana. Es la ira de Dios que se demuestra tantas veces en el Antiguo Testa-mento, así llamará a los fariseos raza de víboras, y a Herodes, zorro.

Cuando se trata de dar testimonio de la verdad, desconoce el miedo y la vacilación. Un carácter luchador que en medio de la lu-cha no pierde la serenidad.

Llama la atención su clarividencia viril, su impresionante leal-tad, su sinceridad austera y, en un palabra, el carácter heroico de su personalidad.

Esta fuerza y verdad es lo que atrae a los discípulos, su pureza interior, su sinceridad se revelan en su palabra cuando dice: «Si tu ojo te escandaliza, arráncalo» (Mt 18, 9); «... el que pierde su alma, la gana» (Mt 10, 29); «Nadie puede servir a dos señores» (Lc 16, 13). ¿Cómo se condujo Jesús con los hombres y las cosas de su tiempo? No se da en Él una tendencia a ser soñador, sino fuerte-mente racional, cosa que se hace patente en las discusiones con sus enemigos que le preparan cuestiones difíciles y capciosas. Sus res-puestas son tan claras y contundentes que tienen que retirarse con-fundidos.

Desbroza la religión de los añadidos humanos llevándola hasta sus mismas raíces, que están en el interior del corazón humano. Sus parábolas hacen revivir ante nosotros a los labradores, los pescado-res, el traficante de perlas preciosas, el mayoral, el mercader, el jor-nalero, el constructor y el hortelano, abarcando desde la dueña de la casa y la pobre viuda hasta el juez, el general del ejército y el mis-mo rey. Tienen sus parábolas tal riqueza de matices describiendo la vida ordinaria que llegan tanto al intelectual como al hombre

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iletra-do. Jesús busca ilustrar las mentes de los que le escuchan para reno-varlos por dentro apartando las tinieblas del error o de la ignorancia. Junto a esto destaca, en la teoría y en la práctica, su mandato nuevo que manifiesta en la Última Cena y en toda su vida. «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen» (Lc 6, 27; Mt 5, 44). Su amor a los hombres no le impide ver sus defectos, es más, los enuncia, pero ese amor le lleva a que desaparezcan esos pecados. Es lo que llamamos comprensión. Conoce toda la fragili-dad y toda la flaqueza y aplica los remedios en su mejor modo: sua-ve o fuerte según la necesidad.

La compasión es uno de sus rasgos más incomparables, en su sentido más hondo de padecer con otro. No se contenta con exami-nar la miseria humana, la toma sobre sí, paga por las deudas de los demás.

Llama hermanos a los más insignificantes, se adapta a las cos-tumbres de todos, mientras que no ofendan a Dios. Su unión con los pobres y los oprimidos es patente. Demuestra con obras que no ha venido a ser servido, sino a servir. Quiere ser pobre con los po-bres, despreciado con los despreciados, tentado con los tentados, crucificado con los que sufren y mueren.

Los evangelistas lo advierten continuamente: «Tenía compa-sión del pueblo» (Mc 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; Lc 7, 13); «... tenía compasión de ellos porque eran ovejas sin pastor» (Mc 6, 34). Hay ocasiones en que su corazón parece tan sensible y dulce como pueda serlo el de una madre con su hijo enfermo, por ejemplo al salir de sus labios las parábolas del hijo pródigo, de la moneda per-dida, del buen pastor y del buen samaritano.

La desgracia que le conmueve es la de los enfermos y, sobre to-do, la de los pecadores. No puede decir «no» cuando clama el do-lor, ni cuando lo pide una mujer pagana, ni aunque parezca que no cumple el precepto del sábado, ni por miedo a que se escandalicen los piadosos por estar con publicanos y pecadores. Ni siquiera las torturas de la agonía le impiden decir al ladrón arrepentido «... hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

Su amor a los hombres no tolera excepción alguna, y no tiene el menor matiz de preferencia para una clase determinada. Admite

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a los ricos, aunque les avise que su situación es más difícil que la de los pobres para alcanzar el Reino de los cielos, así ocurre con Simón el fariseo, con Nicodemo, con José de Arimatea, con Juana, mujer de Cusa, Susana y otras muchas «... que le servían de sus ha-ciendas» (Lc 8, 3). Los Apóstoles no parecen pertenecer a las cla-ses más bajas, sino a la clase media, como el mismo Jesús. La po-breza le conmueve por el sufrimiento que experimentan los que se encuentran en esa condición, y por el peligro de que pierdan la pa-ciencia y se rebelen contra Dios. Peligro mayor en los ricos, que en la abundancia pueden olvidarse de Dios.

El amor a los desgraciados es una necesidad íntima, un irrepri-mible movimiento interior, es la manifestación de la misericordia divina. El hecho de estar en contacto con las alturas divinas no le impide hacerse cargo de las necesidades pequeñas y cotidianas.

¿Y la alegría? Jesús se abre al regocijo humano. Incluso le cri-tican por su naturalidad, come en cualquier casa, va a la fiesta de bodas, no deja ayunar a los discípulos mientras el esposo esté con ellos. Manifiesta su amor de predilección con uno de ellos que en la Última Cena recuesta su cabeza sobre su pecho.

Su contemplación de la naturaleza es poética: evoca los lirios, los arbustos, la higuera, las viñas, los pájaros y raposas y la tem-pestad amenazadora.

¿Quién es este Jesús? ¿No parece que su humanidad se mueve en direcciones opuestas, por una parte, hacia lo alto, lo celestial, y por otra, a lo de abajo, a lo humano?

La solución no se encuentra sólo en lo humano, se debe buscar también en lo divino. Es perfecto Dios y perfecto hombre, igual en todo a nosotros excepto el pecado. Igual en los sentidos externos e internos, en las emociones, en los sentimientos, en la voluntad, en la inteligencia, pero perfecto y unido a la divinidad de tal modo que sus acciones son humanas y divinas. Éste es Jesús. Cada gesto presa la plenitud de la divinidad corporalmente, pero también ex-presa lo que es un hombre sin la deformación del pecado. Cuando los hombres decimos que algo es humano, muchas veces indica-mos acciones pecaminosas. Jesús nos muestra lo que es genuina-mente humano sin faltas ni recortes.

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Catecismo

471 El Hijo eterno asumió también un alma racional humana. 472 Esta alma humana que el Hijo de Dios asumió está

dota-da de un verdota-dadero conocimiento humano. Como tal, és-te no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, qui-so progresar «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición hu-mana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario «tomando condición de escla-vo» (Flp 2, 7).

473 Pero, al mismo tiempo, este conocimiento

verdaderamen-te humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. San Gregorio Magno, ep. 10,39: DS 475). «La naturaleza humana del Hijo de Dios, no por ella mis-ma sino por su unión con el Verbo, conocía y mis- manifesta-ba en ella todo lo que conviene a Dios» (San Máximo el Confesor, qu. dub. 66 ). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55; etc.). El Hijo, en su conoci-miento humano, demostraba también la penetración divi-na que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf. Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.).

474 Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del

Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo goza-ba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34; 14, 18-20. 26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13, 32), declara en otro lugar no tener misión de reve-larlo (cf. Hch 1, 7).

470 Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación «la

naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida»

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dium et spes, 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios comu-nica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):

«El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con in-teligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22, 2).

Jesús tiene sentimientos como todos los humanos. Llora, ríe, siente alegría y gozo, temor, ira, cansancio, entusiasmo, angustia y amor. Tan es así que nos dice que le imitemos en ser mansos y hu-mildes de corazón como Él, y san Pablo pone la meta del cristiano en tener los mismos sentimientos que Cristo tenía en su Corazón, que viene a ser la intimidad más profunda de su humanidad, como el punto de unión de lo corporal y lo espiritual según el modo de expresarse de los hebreos y de casi todas las culturas.

4. ELCORAZÓN DELVERBO ENCARNADO

Catecismo

478 Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha

cono-cido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha en-tregado por cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios me

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amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros peca-dos y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), «es considera-do como el principal indicaconsidera-dor y símbolo [...] del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres» (Pío XII, Enc. Haurietis aquas: DS 3924; cf. DS 3812).

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Catecismo

469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente

ver-dadero Dios y verver-dadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:

«“1. Creo [...] en Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen”. El ciclo de catequesis so-bre Jesucristo, que desarrollamos aquí, hace referencia constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico que acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios (Hijo del Padre) y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las catequesis anteriores nos han permiti-do y acercarnos a esta verdad fundamental de la fe. Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido esencial: debemos preguntarnos qué significa “verdadero Dios y verdade-ro Hombre”. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe mediante la autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta (como cualquier otra verdad revelada) sólo se pue-de acoger rectamente mediante la fe, entra aquí en juego el “ra-tionabile obsequium fidei” el obsequio razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del Dios-Hombre, quieren favorecer una fe así.

2. Ya anteriormente hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo de “Hijo del

hom-Capítulo II

Jesucristo, verdadero Dios

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bre” (Cf. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo, respondía a aquella “pedagogía de la fe”, a la que Jesús recurría voluntariamente. En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que “el Hijo del hombre” era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración muy significativa en la profe-sión de Simón Pedro, hecha en los alrededores de Cesarea de Fi-lipo, a la que nos hemos referido en las catequesis anteriores. Je-sús provoca a los Apóstoles con preguntas, y cuando Pedro llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su testimonio llamándolo “bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado sino mi Padre” (Cf. Mt 16, 17). Es el Padre, el que da testimonio del Hijo, porque sólo Él co-noce al Hijo (Cf. Mt 11, 27).

3. Sin embargo, a pesar de la discreción con que Jesús actua-ba aplicando ese principio pedagógico de que se ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba haciendo cada vez más paten-te, debido a lo que Él decía y especialmente a lo que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era causa de contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma defini-tiva durante el proceso ante el Sanedrín. Narra el Evangelio de Marcos: “El Pontífice le preguntó y dijo: ‘¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?’. Jesús dijo: ‘Yo soy, y veréis al Hijo del hom-bre sentado a la diestra del Poder y venir sohom-bre las nubes del cie-lo’” (Mc 14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la pregunta se for-mula así: ‘Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios?’. Díjoles: ‘Vosotros lo decís, yo soy’” (Lc 22, 70).

4. La reacción de los presentes es concorde: “Ha blasfemado [...] Acabáis de oír la blasfemia [...] Reo es de muerte” (Mt 26, 65-66). Esta exclamación es, por decirlo así, fruto de una interpreta-ción material de la ley antigua.

Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: “Quien blas-femare el nombre de Yahvé será castigado con la muerte; toda la asamblea lo lapidará” (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia (según la convicción de ellos) una blasfemia. Por eso “reo es de muerte”, y la condena se

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ejecu-ta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotesta-mentaria, sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí mismo “Hijo de Dios” quería decir “ha-cerse Dios” (Cf. Jn 10, 33), lo que suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del Antiguo Testa-mento.

5. Lo que al final se llevó a cabo en el proceso intentado con-tra Jesús, en realidad había sido ya antes objeto de amenaza, co-mo refieren los Evangelios, particularmente el de Juan. Leeco-mos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia. Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras so-bre el tema del Buen Pastor (Cf. Jn 10, 27.29), y en la conclusión a la que llegó en esa circunstancia: “Yo y el Padre somos una so-la cosa” (Jn 10, 30). La narración evangélica prosigue así: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearle. Jesús les res-pondió: ‘Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?’. Respondiéronle los judíos: ‘Por nin-guna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios’” (Jn 10, 31-33).

6. Análoga fue la reacción a estas otras palabras de Jesús: “Antes que Abrahán naciese, era yo” (Jn 8, 58). También aquí Je-sús se halló ante una pregunta y una acusación idéntica: “¿Quién pretendes ser?” (Jn 8; 53), y la respuesta a tal pregunta tuvo co-mo consecuencia la amenaza de lapidación (Cf. Jn 8, 59). Está, pues, claro que, si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo co-mo del “Hijo del hombre”, sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también Él era Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que Él fue reconocido y escuchado por unos: “muchos creyeron en Él”: (Cf. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.

7. Entre las afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resul-ta especialmente significativa la expresión: ‘YO SOY’. El contexto

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en el que viene pronunciada indica que Jesús recuerda aquí la res-puesta dada por Dios mismo a Moisés, cuando le dirige la pregun-ta sobre su Nombre: “Yo soy el que soy [...] Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros” (Ex 3, 14). Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión “Yo soy” en contextos muy significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abrahán: “Antes que Abrahán naciese, ERA YO”; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: “Si no creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24), y también: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY” (Jn 8, 28), y asimis-mo: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuan-do suceda, creáis que YO SOY” (Jn 13, 19). Este “Yo soy” se halla también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo, Mt 28, 20; Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme. Cristo habla de su “elevación” pascual mediante la cruz y la sucesiva resurrección: “Entonces co-noceréis que YO SOY”. Lo que quiere decir: entonces se manifesta-rá claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios. Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aun antes de su pasión Él ruega al Padre así: “Todo lo mío es tu-yo, y lo tuyo mío” (Jn 17, 10), que es otra manera de afirmar: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también nosotros a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16)» (Juan Pablo II, 26-VIII-1987).

Sobre la divinidad de Jesús vamos a recoger lo que dicen las Escrituras, especialmente desde el punto de vista de Cristo: lo que Él dijo de sí mismo.

1. EL TESTIMONIO DECRISTO EN TORNO A SU MESIANISMO 1. Y FILIACIÓN DIVINA

El nombre de Cristo significa Ungido. En el Antiguo Testa-mento se ungía a los reyes (2 R 9, 12), a los profetas (1 R 19, 16) y a los sacerdotes (Ex 29, 7).

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Se espera a quien es el Ungido por antonomasia y se le atribu-ye la triple dignidad de rey, profeta y sacerdote.

1. El testimonio de Jesús

La afirmación de que Jesús tuvo conciencia de ser el Mesías. Jesús manifestó publicamente que Él era el Mesías esperado.

a) Ante los discípulos del Bautista: Lc 7, 18-23, Mt 11, 1-6, en que se remite a Is 35, 6.

b) En el momento solemne de la declaración a Caifás: Mt 26, 64, Mc 14, 61, en que cita el Sal 109, 1 y Dn 7, 13.

2. Jesús acepta títulos mesiánicos

a) Ante la samaritana: Jn 4, 25-27: «... Jesús le respondió: “YO SOY”».

b) Ante la confesión de Pedro: Mt 16-16, Mc 8-29, Lc 9, 20: «... Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».

3. Jesús se da a sí mismo el título de Mesías

a) Por propia iniciativa: Mt 23-10: «... porque vuestro Maestro es uno solo: Cristo».

b) Por contraposición frente a los falsos mesías: Mt 24-23: «Si alguno os dijera que el Cristo está aquí o allí no lo creáis...».

c) Desde el comienzo de su vida pública, Jesús actúa como el Mesías.

Mc 1, 15: «El tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios; haced penitencia y creed en el evangelio». Jesús actúa aquí como el Mesías prometido. En la manifestación de su divinidad y de su mesianismo siguió la pedagogía de manifestarlo poco a poco para evitar falsas interpretaciones, de modo especial para evitar que le confundieran con un libertador político y nacionalista frente a la dominación del Imperio romano. Este versículo 15 está

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do con el versículo 1: «Comienzo del Evangelio de Jeucristo, Hijo de Dios...», en que se nos muestra la Filiación divina del Mesías. El Reino de Dios en Marcos se identifica con el Mesías.

4. Jesús es denominado Mesías por los primeros discípulos: la vocación de éstos es muestra de ello

Jn 1, 41: «Hemos encontrado al Mesías»; son las palabras de Andrés a Simón.

Jn 1, 45: «Hemos encontrado a Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazareth, el hijo de Jo-sé»; son las palabras de Felipe a Natanael.

Jn 1, 49: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Is-rael»; son las palabras de Natanael a Jesús.

Jn 3, 2: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios co-mo Maestro...»; es la charla con Nicodeco-mo y lo dice por los prodi-gios que ve hacer a Jesús.

Jn 4, 25: «Le respondió Jesús y le dijo: “YO SOY”, el que habla

contigo»; en el diálogo con la mujer samaritana.

5. Jesús quiso ser reconocido como Mesías en el sentido de los

profetas

Lc 4, 16-21: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido [...] Hoy se ha cumplido esta escritura»; explicación de la Escritura en la sinagoga de Nazareth y cita a Is 61, 1-2.

Jn 5, 46: «Si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió de mí...»; Jesús afirma que su venida ya está anunciada por Moisés.

Mt 11, 3-6: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyen-do...»; Jesús responde a los discípulos del Bautista diciendo que es Él el profeta que ha de venir y cita a Is 35, 6; 61, 1.

Mt 26, 64: «Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús le respondió: Tú lo has dicho. Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre senta-do a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo»; son las palabras de Jesús en el interrogatorio ante Caifás y cita a Dn 7, 13.

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Mt 26, 31: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del re-baño»; cita a Za 13, 7.

Mt 21, 41-46: «La piedra que rechazaron los constructores, és-ta ha llegado a ser la piedra angular», dice Jesús, aplicándose a sí mismo la profecía de Is 28, 16.

2. EL TESTIMONIO DECRISTO EN TORNO A SU DIVINIDAD

¿Cuál es el testimonio que da Jesús de sí mísmo sobre esta rea-lidad tan extraordinaria?

1. Jesús se asigna atributos y poderes divinos

Mt 12-42: «... ved que aquí hay algo más que Jonás [...] ved que aquí hay algo más que Salomón...»; Jonás y Salomón son las figu-ras de Jesús. Ese «algo más» en realidad es infinitamente más, pe-ro Jesús en este lugar prefiere suavizar esa diferencia entre Él y cualquier personaje, por muy importante que fuera, del Antiguo Testamento.

Mt 12, 6: «Os digo que aquí está el que es mayor que el Tem-plo...».

Mt 12, 1-3: «Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado».

Jesús se atribuye una potestad legislativa superior a Moisés y los profetas:

Mt 5, 22 y ss: «Pero Yo os digo...»; Jesús expresa que su ridad está por encima de la de Moisés y los profetas: Él tiene auto-ridad divina. Ningún hombre puede hablar con esa autoauto-ridad; Él es el supremo legislador como se ve en todo el sermón del monte.

2. Tiene poder para perdonar los pecados: en ningún momen-to dice que este poder sea delegado.

Mt 9, 6: «Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene po-der para perdonar los pecados —dijo al paralítico—: “Levántate

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toma tu camilla...”»; Jesús al curar al paralítico con sólo su pala-bra, les hace ver a los judios que tiene la potestad para curar los efectos del pecado —según ellos creían—, y que tiene poder para curar la causa del pecado; por consiguiente, tiene potestad divina.

Lc 7, 48-50: «... Tus pecados quedan perdonados». En casa de Simón, el fariseo, nos muestra Jesús su divinidad al perdonar los pecados de la mujer pecadora ya que el poder de perdonar los pe-cados sólo le compete a Dios.

Jn 8, 11: «Dijo Jesús: “Tampoco Yo te condeno; vete y desde ahora no peques más”». En el pasaje joánico de la mujer adúltera se nos muestra la misericordia divina, característica en el Antiguo Testamento: Os 6, 6, Ex 22, 22, Dt 10, 18, Sal 9, 14, que se apro-pia a sí Nuestro Señor.

3. Comunica ese poder a los discípulos

Jn 20, 23: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados...»; Jesús confiere ese poder por-que tiene la potestad para ello por ser igual al Padre: Jn 20, 21: «... Como el Padre me envió así os envío yo».

4. Tiene el poder de juzgar a los hombres

Mt 13, 41: «El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y aparta-rán de su Reino...»; es la explicación de la parábola de la cizaña en que el Hijo del hombre, Jesucristo, constituido Juez de vivos y muertos separará los buenos de los malos en el Juicio Final.

5. Jesús exije para sí mismo el mayor amor del mundo: se constituye en centro del corazón del hombre

Mt 10, 37: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí...».

6. Nunca pone su filiación al Padre en igualdad con la

filia-ción de los demás hombres: así, por ejemplo, nunca utiliza la

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Jn 20, 17: «Jesús le dijo: “Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vues-tro Padre, a mi Dios y a vuesvues-tro Dios”»; es la conversación en la aparición a María Magdalena.

7. Es el único que conoce al Padre

Mt 11, 25-30: «... y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni na-die conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera re-velarlo». Es una acción de gracias de Jesús y revela la identidad de conocimiento del Padre y del Hijo; esta identidad de conocimiento implica la unidad de naturaleza, es decir, Jesús es Dios como el Pa-dre: a) el conocimiento del Hijo es tan misterioso como el conoci-miento del Padre; b) el conociconoci-miento del Padre está reservado al Hijo: sólo Él penetra en la interioridad del Padre. El conocimiento del Padre y del Hijo necesita ser revelado porque trasciende todo conocimiento; c) el Hijo está en la intimidad del Padre: existe un plano de igualdad entre el Padre y el Hijo.

8. Jesús dice de sí mísmo que es Hijo de Dios

Jn 7, 17-25: «... llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios [...] el Hijo no puede hacer nada por sí mísmo sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».

9. Jesús afirma su preexistencia a la vida terrena

Jn 3, 13: «Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre»; es la conversación con Nicodemo en que Jesús muestra su divinidad.

Jn 6, 32: «... no os dio Moisés el pan del cielo, sino que mi Pa-dre os da el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo»; es el discurso del Pan de Vida.

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10. Jesús es el que ve al Padre

Jn 3, 11: «... damos testimonio de lo que hemos visto»; Jesús ratifica sus palabras, ante la perplejidad de Nicodemo, y explica que habla de las cosas del Cielo porque procede del Cielo.

Jn 6, 46: «... aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre»; Jesús es el que nos revela al Padre porque es el único que le ha vis-to y ha venido para revelárnoslo.

Jn 8, 38: «Yo hablo lo que he visto en mi Padre». 11. Jesús afirma su igualdad con Dios

Jn 17, 21: «... que todos sean uno; como Tú Padre en mí y yo en Ti»; es la oración sacerdotal de Jesús.

3. LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS

«Él (Cristo) con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros [...] lleva a su plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino» (Dei Verbum, 4).

1. Jesús muestra que es Dios por sus palabras (profecías)

1. y obras (milagros)

Jn 5, 36: «... las mismas obras que Yo hago, dan testimonio de Mí».

2. Los milagros acreditan la misión divina de Jesús

Mt 11, 2-6: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyen-do». Los milagros narrados (cc. 8-9) muestran que Jesús es el Me-sías esperado; al tiempo que evidencian su diferencia con los doc-tores de la Ley: Mc 3, 1-6: curación del hombre de la mano seca.

3. Muestran la soberanía de Jesús respecto a

a) La naturaleza: milagro de la tempestad calmada. Mc 4, 39: «Y levantándose increpó al viento y dijo al mar: “¡calla, enmude-ce!”»; Mt 14, 22-31: Jesús camina sobre las aguas.

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b) La enfermedad: curación de un leproso, Mc 1, 41: «Quiero, quedar limpio»; curación de un paralítico, Mc 2, 11: «A ti te digo: “Levántate, toma tu camilla y vete...”»; curación del ciego Barti-meo, Mc 10, 52: «Anda, tu fe te ha salvado...».

c) La muerte: resurrección de Lázaro, Jn 11, 1-45. 4. Las profecías dan testimonio de Jesús

Jn 5, 46: «... si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió de mí»; Lc 4, 16-21: «Hoy se ha cumplido esta Es-critura que acabáis de oír»; en que Jesús se apropia de Is 61, 1-2.

a) Jesús exhorta a los judíos a investigar las Escrituras: las cuales dan testimonio de Él: Jn 5, 39: «Escudriñad las Escrituras [...] ellas son las que dan testimonio de mí».

b) Los Apóstoles toman como punto de partida de su predica-ción el Antiguo Testamento: Hch 3, 18: «Pero Dios cumplió así lo que anunció de antemano por boca de todos los profetas...»; en Hch 2, 17 se apropian de lo dicho por Joel 2, 28-32.

c) Jesús no rechazó ninguno de los atributos que el Antiguo Testamento asignaba al Mesías, antes bien, se apropiaba de las pro-fecías: en Lc 4, 16 se cita a Is 61, 2; en Mt 26, 64 cita a Dn 7, 13, en Mt 26, 31 cita a Za 13, 7.

4. SU UNIÓN CON ELPADRE

Jesús de Nazareth afirma poseer una relación singular con su Padre celestial:

1. Es su Hijo amado: Mc 12, 6: «Todavía le quedaba uno, su hijo amado...»: en la parábola de los viñadores homicidas la expre-sión «hijo amado» es la que el Padre mismo en el Bautismo (1, 11) y en la Transfiguración (9, 7) había designado a Cristo, indicando la divinidad de Jesús.

2. Se muestra igual al Padre en su ser, conocer y obrar; esta ca-racterística es muy destacada por el evangelio de Juan: 1, 17-18; 3,

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17-36: «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos»; 5, 24-36.

Esta unión se manifiesta plenamente en la oración sacerdotal de Jesús: Jn 17: «Ahora Padre glorifícame Tú a tu lado con la glo-ria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera [...] que to-dos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos es-tén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado...».

5. LA DIVINIDAD DEJESUCRISTO

En los sinópticos se nos muestra con claridad la divinidad de Jesús:

1. Es el Emmanuel-Dios con nosotros: Mt 1, 23: «... darás a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios con no-sotros». Jesús es el Dios con nosotros preanunciado en Is 7, 14.

2. Tiene el poder divino de perdonar los pecados: Mt 9, 6: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tie-rra para perdonar los pecados...». Los judíos dicen: sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados; luego está usurpando a Dios un poder que le es exclusivo.

3. Es reconocido como Hijo de Dios: Mt 14, 33: «Verdadera-mente eres Hijo de Dios», por los discípulos; Mt 16, 16: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», por Pedro; Mc 1, 1-24: «Comien-zo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios...», por Marcos, por el Padre, por Juan Bautista, por los endemoniados. Mc 15, 39: «Ver-daderamente este hombre era Hijo de Dios», por el centurión ro-mano que le vio morir.

4. Jesús afirma no sólo que es hijo de David, sino que es Se-ñor y Dios: Lc 20, 41: «¿Cómo dicen que el Cristo es Hijo de Da-vid?»; cita las palabras del Salmo 110.

La divinidad de Jesucristo se manifiesta, con especial fuerza, en el evangelio según san Juan:

1. En el Prólogo se afirma que el Verbo es Dios, que es con-substancial con el Padre, que es Unigénito de Dios: Jn 1, 1-18. La

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palabra Unigénito expresa apropiadamente la generación eterna y única del Verbo por el Padre.

2. Expresa la identidad de naturaleza entre el Padre y Él: Jn 10, 30: «Yo y el Padre somos uno». Jesús revela su unidad sustancial con el Padre en cuanto a su esencia o naturaleza divina, pero al mismo tiempo manifiesta la distinción personal entre el Padre y el Hijo.

3. Si le conociéramos a Él, conoceríamos al Padre: Jn 8, 19: «¡Si me conociérais a mí conoceríais también al Padre!». Jesús es la manifestación visible del Dios invisible, la revelación máxima y definitiva de Dios a los hombres; Jn 14, 9: «... el que me ha visto a mí ha visto al Padre».

4. El Padre está en Él y Él en el Padre: Jn 10, 34-39: «Si no ha-go las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las haha-go creed en las obras para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre».

5. Dios es Padre suyo de manera diferente a como es en los de-más hombres: Jn 20, 17: «... pero ve a mis hermanos y diles: “Su-bo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”»; es el diálogo con María Magdalena después de resucitado.

6. Es el enviado del Padre: Jn 5, 31-40; 6, 46-69. Esta misión está atestiguada por cuatro testimonios: el de Juan Bautista (Jn 1, 34); el de las obras de Jesús: milagros (Mc 1, 14-6,6); el del Padre (Jn 1, 31-34; Mt 17, 1-8; Jn 12, 28-30), y el del Antiguo Testamento (Dt 4, 12; 18, 18; Is 7, 14; Jr 23, 5).

7. En su Humanidad Santísima se manifiesta la gloria de Dios: Jn 1, 14: «... y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre». Los Apóstoles vieron la gloria de la divinidad a través de su Humanidad, pues se manifestó en la Transfiguración (Lc 9, 32-35), en los milagros (Jn 2, 11) y, especialmente, en la Resurrección (Jn 20, 1). El evangelista habla con solemnidad en primera perso-na del plural, pues se cuenta entre los testigos que presenciaron la vida de Cristo y, en particular, su Transfiguración y la gloria de la Resurrección.

8. El que le ve a Él ve también al Padre: Jn 14, 8-11: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre [...] El Padre que está en mí,

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liza sus obras». La visión a que se refiere Jesucristo en este pasaje es una visión de fe, puesto que a Dios nadie le ha visto jamás (Jn 1, 18), pero la manifestación suprema de Dios la tenemos en Cris-to Jesús, el Hijo de Dios enviado a los hombres.

9. Es el que nos da el Espíritu Santo: Jn 16, 13; 14, 26: «... pe-ro el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nom-bre». El Espíritu es el que lleva a la plena comprensión la verdad revelada por Cristo.

6. EL TESTIMONIO DE LARESURRECCIÓN

La Resurrección de Nuestro Señor atestigua de modo definiti-vo y permanente que Dios acredita la misión divina de Jesucristo y que Jesús es el enviado del Padre.

Profecías de Jesús sobre su resurrección

Mt 12, 39: «De la misma manera que Jonás estuvo [...] así tam-bién el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra». En este versículo, Jesucristo muestra que su Resurrec-ción gloriosa es la señal por excelencia, la prueba decisiva del ca-rácter divino de su Persona, de su misión y de su doctrina.

Jn 2, 19: «Destruid este Templo y en tres días lo levantaré». Jn 2, 19-22: «Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús».

(43)

DIOS HECHO HOMBRE. LAENCARNACIÓN

La explicación teológica del misterio de Cristo duró varios si-glos. Es lógico que sea así pues es un caso único: Alguien que es Dios y hombre al mismo tiempo siendo un único yo. Las herejías sirvieron para aguzar el ingenio de los teólogos y del Magisterio, que asistidos por el Espíritu Santo aclararon intelectualmente la realidad de Jesús. Se puede decir que se barajaron todas las posibi-lidades de explicación. Las controversias cristológicas duraron ca-si tres ca-siglos y son una fuente de luz en que se coordinan la fe y la razón. Vale la pena observar el desarrollo de las herejías y de la fe viva de la Iglesia para captar mejor los contraluces.

1. Los docetas gnósticos

Algunos estaban tan firmemente adheridos a la divinidad de Cristo y al sentido trascendente de la divinidad que les parecía im-posible que Cristo fuese verdadero hombre. Negaban la Encarna-ción. Les costaba aceptar que Cristo tuviese verdadero cuerpo y verdadera alma humana unidos a su divinidad. Y negaron su hu-manidad diciendo que era aparente. La fe de la Iglesia fue clara en afirmar que el cuerpo de Cristo no fue aparente sino real, pues si no no hubiese sido real la Encarnación. Otros negaron la humani-dad de Jesús al aceptar el gnosticismo que es una racionalización religiosa.

Capítulo III

Verdadero Dios

y verdadero hombre

(44)

2. Arrianismo

Este nombre viene del presbítero Arrio. Al intentar explicar el misterio de Cristo llega a la conclusión opuesta a la de los docetas. Dice que el Verbo es un demiurgo del Padre, es decir, un ser divi-no, pero creado por el Padre, por tanto, no era Dios. Utilizó la filo-sofía platónica con poco acierto. Afirma que en lugar de alma hu-mana Cristo tiene la presencia de ese demiurgo que llama Logos. Por una parte, ese Logos lo interpreta en sentido platónico como un ser intermedio entre Dios y el mundo y, por otra, lo coloca como lo fundamental de Jesús.

Consecuencia de esta doctrina es que Cristo no es Dios, es só-lo un demiurgo —un ser inferior a Dios y superior al mundo— dando vida a un cuerpo. Y tampoco es hombre porque le falta el alma humana. Apolinar matiza más y dice que sí tenía alma huma-na, pero la mente la ocupaba el demiurgo.

El concilio de Nicea declara con claridad que Cristo es

con-substancial con el Padre, es decir, es de la misma Naturaleza del

Padre, porque el Hijo es la Segunda persona de la Santísima Trini-dad y es Él quien se encarna en el hombre Jesús.

3. Nestorianismo

Este nombre proviene del Patriarca de Constantinopla que se llamaba Nestorio. Éste afirma la divinidad de Cristo y su humani-dad, pero las ve tan separadas que, de hecho, la divinidad está en la humanidad como en un templo. La unión es solamente moral. Se detectó su error, sobre todo, cuando negó que María era Madre de Dios, y decía que era sólo Madre de Cristo. Así se niega la Encar-nación y se puede negar más adelante tanto la divinidad como la humanidad. La dificultad le viene de pensar que todo hombre es siempre persona humana y el Verbo es Persona divina. No sabe ver que la unidad de Cristo se da en la Persona divina y no tiene per-sona humana, aunque sea perfecto hombre. La dificultad viene de captar la radical unidad en Cristo. Más adelante se encontró el con-cepto de persona o hipóstasis que ayudó a explicar el caso único de Jesús. El Concilio de Éfeso aclaró la cuestión pues llama a la

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San-tísima Virgen Madre de Dios, no de la divinidad, porque la mater-nidad hace referencia a la persona.

4. Monofisismo

El nombre viene de «una sola naturaleza». Los opositores de Nestorio defendieron con tanta fuerza la unidad de Cristo que, sin llegar al avance posterior de la noción de persona distinta de natu-raleza, llegaron a afirmar que en Cristo sólo se daba la naturaleza divina que absorbía la humana, que de este modo desaparecía. El Concilio de Calcedonia aclaró la cuestión afirmando que en Cristo existen dos naturalezas, la divina y la humana, y una sola persona, la divina. La noción de naturaleza responde a la pregunta ¿qué es?, y la de persona a la de ¿quién es? Ambas tienen explicaciones fi-losóficas bien precisas que permiten distinguirlas con precisión. Cristo es también consubstancial con nosotros los hombres

5. Monoteletas

Son una derivación de los monofisitas, que no pueden ver en Cristo dos voluntades —la humana y la divina— según la realidad de las dos naturalezas que se dan en el Señor. Por tanto, negaron la humana. El Concilio II de Constantinopla cerró la cuestión en cuanto a las herejías. Aunque la dejó abierta para profundizar en la figura de Nuestro Señor Jesucristo.

Catecismo

464 El acontecimiento único y totalmente singular de la

Encar-nación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo ver-daderamente hombre sin dejar de ser verver-daderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Igle-sia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.

(46)

465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de

Je-sucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnósti-co). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, «venido en la carne» (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la

Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El I Concilio ecu-ménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, de la misma substancia [‘homoousios’] que el Padre» y condenó a Arrio que afirmaba que «el Hijo de Dios salió de la nada» (DS 130) y que sería «de una substancia distinta de la del Padre» (DS 126).

466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana

junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella San Cirilo de Alejandría y el III Concilio ecuménico reu-nido en Éfeso, en el año 431, confesaron que «el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma ra-cional, se hizo hombre» (DS 250). La humanidad de Cris-to no tiene más sujeCris-to que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concep-ción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios me-diante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: «Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya toma-do de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Ver-bo nació según la carne» (DS 251).

467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana

ha-bía dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta he-rejía, el IV Concilio ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:

(47)

«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánime-mente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nues-tro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humani-dad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la di-vinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); na-cido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separa-ción. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda supri-mida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de ca-da una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (DS 301-302).

468 Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron

la naturaleza humana de Cristo como una especie de su-jeto personal. Contra éstos, el V Concilio ecuménico, en Constantinopla el año 553, confesó a propósito de Cristo: «No hay más que una sola hipóstasis [o persona], que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad» (DS 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuído a su persona divina como a su propio sujeto (cf. Concilio de Éfeso: DS 255), no solamente los milagros si-no también los sufrimientos (cf. DS 424) y la misma muerte: «El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la santísima Trinidad» (DS 432).

469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente

ver-dadero Dios y verver-dadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:

«Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit» («Perma-neció en lo que era y asumió lo que no era»), canta la liturgia

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mana (LH, antífona de laudes del primero de enero; cf. San León Magno, serm. 21, 2-3). Y la liturgia de San Juan Crisóstomo pro-clama y canta: «¡Oh Hijo Único y Verbo de Dios, siendo inmor-tal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin mutación te has he-cho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trini-dad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, sálvanos! (Tro-pario «O monoghenis»).

(49)

Catecismo

470 Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación «la

naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida»

(Gau-dium et spes, 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con

el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hi-jo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios co-munica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuer-po, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):

«El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo ver-daderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, ex-cepto en el pecado» (Gaudium et spes 22, 2).

Resumen

479 En el momento establecido por Dios, el Hijo único del

Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen

subs-Capítulo IV

Cómo es hombre

el hijo de Dios

(50)

tancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana.

480 Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la

unidad de su Persona divina; por esta razón él es el único Mediador entre Dios y los hombres.

481 Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no

confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios.

482 Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, tiene

una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad divi-nas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo.

483 La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión

de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo.

1. DOCTRINA DE LAIGLESIA SOBREJESUCRISTO

Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre [...], por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María Vir-gen y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divini-dad, menor que el Padre según la humanidad; completamente uno no por confusión de la sustancia, sino por unidad de la per-sona.

(Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 111)

En todos los símbolos de la fe, la Iglesia ha manifestado inva-riablemente su doctrina sobre Jesucristo: verdadero Dios y verda-dero Hombre. La fe cristiana encierra esta doble afirmación.

Podemos resumir la doctrina de la Iglesia en las siguientes afir-maciones:

Referencias

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