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DIOS ES ESPÍRITU (San Juan, 4, 24)

In document Tihamer Toth Creo en Dios (página 137-143)

¿Adónde nos llevan los primeros pasos? A la luz de la fe daremos sólo dos, por ahora, en este capítulo; y, sin embargo, alcanzaremos alturas inaccesibles a nuestras propias fuerzas. Veremos que I. Dios es uno; y que II. Dios es Espíritu.

I

DIOS ES UNO

«Creo en un Dios»; así empieza nuestra confesión de fe, y éste de ser nuestro primer paso. Creo en un solo Dios.

Hoy ni siquiera podemos apreciar debidamente el inmenso valor de esta riqueza espiritual: el conocimiento de que no hay más que un solo

Dios. Hoy, en los países cristianos, los niños más pequeños rezan así

«Creo en un Dios», pero ¡en uno, en un solo Dios!

Escucha, oh Israel...: «El Señor es el verdadero Dios, y no hay otro

Dios sino Él» (Deut 4, 35), dijo Moisés a su pueblo; y esta pequeña nación

guardó la fe del Dios único en medio del mar de la idolatría que la rodea- ba. Este artículo de fe es la base del Credo cristiano: Credo in unum Deum: «Creo en un solo Dios.»

¿ Hay, acaso, una verdad religiosa que pueda parecernos tan natural, tan fácil de entender? Y, sin embargo, ¡por cuántos desvaríos hubo de pasar el hombre para llegar hasta este punto! ¡En medio de qué errores vivió durante siglos, mientras un sinnúmero de ídolos paganos le mostra- ban una mueca de ironía!

Hoy ni siquiera es posible imaginarnos las luchas y los sacrificios que costó al cristianismo imponer a la humanidad entera esta verdad tan clara para nosotros.

Por ella hubieron de verter la sangre los primeros mártires cristianos: por la fe del Dios uno!

Por ella hubieron de afanarse y sudar los confesores; ¡por la fe del Dios uno!

Por ella hubieron de privarse de la dulce vida familiar, de las comodidades terrenas, del descanso nocturno... y hasta ofrendar su vida los evangelizadores de los pueblos paganos: ¡por la fe del Dios uno!

Y si ahora nosotros encontramos tan natural la fe cristiana, nuestra fe en un solo Dios, no nos olvidemos de mirar con gratitud a aquellos por cuya labor apostólica nos fue dado levantarnos hasta tal punto; nosotros, los húngaros, a San Esteban, a San Gerardo, a San Ladislao; los otros pueblos, a sus propios apóstoles.

Y no nos descuidemos de ayudar con nuestras oraciones y nuestro óbolo a aquellas almas caritativas que están luchando hoy en las misiones para erigir en el sitio de los ídolos paganos los altares del Dios uno y ver- dadero.

Y, sobre todo, no olvidemos otra cosa. Los ídolos del paganismo primitivo yacen arrumbados en el olvido; pero ¡en cuántos corazones ocupan el lugar de aquéllos los ídolos de la moderna gentilidad: los falsos dioses de la codicia, de la lujuria y del orgullo! Y, no obstante, «nadie

puede servir a dos señores»; no podemos a la vez servir al Dios verdadero

y a los ídolos.

¡Dios es uno! ¡No hay más que un solo Dios!

Sigamos nuestro camino, levantemos algo más el velo ¿Quién es Dios?

II

ES ESPÍRITU

Jesucristo recorrió toda la Palestina, y en una ocasión pasó por la Samaria, país que los judíos solían evitar. Mientras éstos gemían en el cautiverio de Babilonia, los samaritanos se casaron con gentiles, introdu- jeron costumbres paganas en su vida; los judíos, de vuelta del cautiverio, no los reconocieron ya por hermanos. Entonces los samaritanos edificaron otro templo en el monte Garizim.

Jesucristo atraviesa, pues, este país, y se sienta en las cercanías de Sicar, junto a un pozo, el pozo de Jacob; de la ciudad llega una mujer para

mujer.

No se puede leer sin emoción el capítulo 4º del Evangelio según San Juan, en que está descrito con minuciosidad el diálogo, durante el cual estalla en labios de la mujer la angustiosa pregunta: «Nuestros padres

adoraron a Dios en este monte, y vosotros los judíos decís que en Jeru- salén está el lugar donde se debe adorar» (Jn 4, 20). Entonces el Señor

sienta un principio que vino a ser la base irrefutable de nuestra religión:

«Dios es espíritu, y por lo mismo, los que le adoran, en espíritu y en verdad deben adorarle» (Jn 4, 24).

¿Qué es Dios? «Dios es espíritu.» Meditémoslo. El niño que empieza a adquirir los primeros rudimentos del catecismo, aprende esa verdad, cuyo significado no puede alcanzar plenamente el hombre más sabio.

1.º Dios es espíritu. Esto significa, en primer lugar, que Dios no tiene

cuerpo. Es verdad generalmente conocida y corriente entre nosotros los

cristianos. Pero en este momento vislumbramos de nuevo los tristes desva- ríos de las lejanas centurias; aún más, la condición deplorable de los paga- nos de nuestros días; ya que todavía hay millones y millones de hombres que ven y adoran a Dios en estatuas esculpidas en piedra o talladas en madera, en fetiches, en ídolos, en el sol, en el fuego.

Y no sólo me inspiran compasión los negros y papúes analfabetos de Australia, sino que también me apenan los paganos civilizados. los paga- nos instruidos, científicos; los paganos que viven en medio de nosotros, y también los que ven a Dios envuelto en la materia y elevan a categoría de divinidad las fuerzas cósmicas, esas fuerzas ciegas, sin entrañas, sin alma...

Cierto, es inmensa aquella fuerza titánica que desde el seno agitado de la tierra empuja a 8.000 metros de altura las cordilleras; pero ¿podemos descubrir en ella una voluntad, podemos ver en ella a Dios?

En verdad, nos encanta ver germinar las semillas bajo el sol prima- veral; pero las preguntas angustiosas que se hace el hombre que sufre, ¿podría dar contestación este dios?

No; Dios es espíritu.

2.° Veamos ahora la segunda lección. «Dios es espíritu», y, porque es espíritu, a nosotros, los hombres, compuestos de cuerpo y alma, nos resulta difícil formarnos una idea exacta de lo que es Dios. Dios es espíri- tu; por lo tanto, nosotros, los hombres, que somos cuerpo y espíritu, no sabemos hablar con precisión de Dios.

El mayor de los profetas del Antiguo Testamento, Isaías, oyó la voz de Dios que le decía: «Cuanto se eleva el cielo sobre la tierra, así se ele-

van mis caminos sobre vuestros caminos, y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» (Is 55. 8).

Nunca insistiremos bastante en afirmar que, por ser Dios espíritu, por no tener cuerpo, la humanidad no supo hablar de Dios adecuadamente,

sino de una manera humana, imperfecta. No olvidemos que, al hablar de

Dios, tomamos las expresiones, los giros, las comparaciones de la vida humana; siendo hombres, no sabemos pensar ni hablar de otra manera. No olvidemos que nos expresamos de una manera imperfecta, humana, al hablar del ojo, de la «mano», del «trono»... de Dios, aunque así hable la Sagrada Escritura. Habla del «trono» de Dios para dar a entender de algún modo su infinita majestad; habla de la «derecha», del dedo de Dios, para simbolizar su omnipotencia; de la persona, de Dios, para poner de mani- fiesto su sabiduría sin límites. Pero a nosotros nos toca advertir que esto no hemos de tomarlo en sentido literal, y es solamente un modo de hablar humano y simbólico.

He de aceptar que no me es posible abarcar con mi menguado enten- dimiento humano al Dios infinito, ni, por consiguiente, hablar de El con precisión.

Pero ¿soy yo el único que no puedo? ¡Ah!, no. Ni el más agudo entendimiento humano puede hacerlo. ¡Qué lejos estamos del genio de un SAN AGUSTÍN!, y, sin embargo, el Águila de Hipona escribió así: «Dios es

inefable. Más fácilmente diré lo que no es que lo que es. Ni la tierra ni el mar es Dios. Y cuanto hay en el mar y en el agua, todo aquello no es Dios. Y lo que brilla en el cielo —las estrellas, el Sol, la Luna—, todo esto no es Dios... ¿Quieres saber lo que es Dios? Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni alcanzó el corazón humano a comprender. Pero lo que el corazón del hombre no alcaliza a comprender, ¿cómo podrá expresarlo adecuadamente con la palabra?»16.

Si esto lo dice San Agustín, no nos resta a nosotros sino inclinar humildemente la frente y reconocer que no podemos dar urna definición

precisa del concepto de Dios, porque «Dios es espíritu». Podemos subra-

yar uno que otro de sus atributos para acercarle a nuestros pensamientos, para llegar a formarnos de Él alguna imagen; pero es imposible en abso- luto dar una definición de Dios.

Pues, entonces, ¿nada sabemos de Dios? Sí, por cierto. No cono- cemos a Dios en su plenitud, porque «habita en luz inaccesible, a quien

ninguno de los hombres ha visto, ni tampoco puedo ver» (1 Tim 6, 16);

y maravilloso.

Este será el tema de los siguientes capítulos.

Y ahora, antes de terminar, preguntémonos una vez más:

¿Quién es Dios? —será la pregunta que nos ocupe en las siguientes

páginas, y cada uno de los temas será una nueva pincelada para más preci- sar la imagen de Dios en nuestra alma.

Merced a las enseñanzas de nuestra fe, se desplegará ante nosotros una imagen sublime de Dios; pero ni aun de ésta podremos decir que sea completamente acabada, precisa y clara. El espíritu humano, que tiene el cuerpo por estuche, no es capaz de acercarse por completo a Dios. «Al

presente no vemos a Dios sino como en un espejo» (1 Cor 13, 12). ¡Sabéis

cuándo tendremos una imagen cabal de Dios? ¿Cuándo caigan de su rostro todos los velos para que le podamos contemplar? Cuando luzca para noso- tros la luz eterna y a la claridad de ésta contemplemos a Dios.

«¡Brille para él la luz eterna!» Qué hermosa costumbre, entre

nosotros los cristianos, la de despedirnos de nuestros queridos difuntos para el gran viaje diciéndoles por última vez, mientras caen los terrones con ruido sordo sobre el ataúd: «Brille para él la luz eterna.» Para mí, en este corto augurio se encuentra encerrado todo lo bueno que se pueda desear a nuestros muertos. ¡Luz eterna! Donde hay luz, allí vemos; donde hay luz eterna, es decir, la mayor de las claridades, allí lo vemos todo:

¡vemos a Dios! «Brille para él la luz eterna» significa, pues: ¡Que veas a

Dios! Y ver a Dios es la felicidad mayor para el hombre, es la bienaven- turanza eterna.

Ya el hombre del Antiguo Testamento vislumbró que ésta había de ser la felicidad mayor: ver la fuente primera de las cosas, ver a Dios. Por esto Moisés suplica al Señor: «Muéstrame tu rostro» (Ex 33, 13).

San Pablo da un paso más: soporta con alegría los mayores sufri- mientos y persecuciones con tal de alcanzar la visión de Dios (2 Cor 11).

Y Nuestro Señor Jesucristo no sabe prometer a los soldados que han de librar las más duras batallas, a los mártires incruentos de la pureza espiritual, mayor galardón que éste: «Bienaventurados los que tienen puro

su corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

¡Veremos a Dios! Nosotros, los cristianos, somos de la raza de aquellos que desde las tinieblas se dirigen hacia la luz; y en medio de las tinieblas abrumadoras de nuestra vida levantamos nuestra frente hacia la claridad eterna, como levanta su capullo desde la húmeda oscuridad de un sótano una planta, sedienta de luz, en su pobre maceta.

¡Oh Señor, haz que no se seque la pobre florecilla!

¡Oh Señor, haz que no la marchite el soplo abrasador de una vida pecaminosa!

¡Oh Señor, haz que no la haga trizas el huracán del gran mundo!... Para que puedan decir de mí con todo derecho en los momentos de mi despedida terrena: ¡Hermano! ¡Que veas a Dios y seas feliz eternamente! «Brille para ti la luz eterna.» Amén.

CAPÍTULO XVII

In document Tihamer Toth Creo en Dios (página 137-143)