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QUÉ PIENSAS DE DIOS?

In document Tihamer Toth Creo en Dios (página 61-86)

Hay en el lenguaje humano una palabra que por sí misma levanta al hombre a incomprensibles alturas y le coloca por encima de todas las cria- turas del mundo; una palabra breve, que es prueba triunfante del origen y destino sublime del hombre: una palabra que se pronuncia más veces en esta tierra que todas las demás; se la oye donde quiera viva un hombre, por los campos dilatados desde el Norte hasta el Sur, desde el Oriente hasta el Occidente, se la oye desde la madrugada hasta la noche.

Una palabra breve..., que es: Dios.

¡Dios! Cuatro letras, ¡letras santas! Una palabra... que llena de

continuo cielos y tierra. Los ángeles no se cansan de cantarla incesantemente: «¡Santo, Santo, Santo el Señor, Dios de los ejércitos!...» (Is 6, 3). Los hombres la pronuncian con amor desde el fondo del alma: ¡Creo en Dios!

¡Dios! Este nombre santo todos lo pronuncian: niños y ancianos, hombres que rezan y por hombres que blasfeman, creyentes e incrédulos, todos repiten esta palabra santa: ¡Dios! La filología coloca esta palabra entre los vocablos más antiguos y primitivos de todas las lenguas...

Detengámonos ante esta palabra santa. Caigamos en la cuenta de lo que significa. Con el corazón desbordado de gratitud adoremos la majestad de Dios, glorifiquemos dignamente su santo nombre.

I

¿POR QUÉ DEBEMOS TRATAR AMPLIAMENTE DE DIOS?

Vamos a tratar extensamente de Dios, ¿puede haber en todo el

mundo un tema más sublime y más importante? ¿No es propio que hable-

mos y sepamos mucho del más Perfecto, del más Santo, del más Sabio, del Padre más bondadoso? Hablar y saber justamente hoy, cuando tanto sabemos, hablamos y hasta indagamos de aquel mundo que Él creó.

mundo creado, sus leyes, su esencia y su orden... ¿regatearemos el tiempo cuando se trata de conocer al Creador de todo el Universo, de nuestro Dios excelso? Dios es el ideal perfectísimo, la Grandeza infinita, el Centro del mundo, el Juez universal, el Fin último, la Felicidad definitiva...; y ¿no será justo que hablemos de El?

Y hay otra razón que nos empuja a saber mucho de Dios. La forma

de vivir en este mundo y el destino de mi vida eterna dependen del concep-

to que tenga formado e Dios.

El que siente frío ha de ponerse al sol para calentarse. El que expone su alma continuamente al sol del amor divino, el que se acoge a Dios con amor profundo, entrañable, el que realmente se agarra a Dios, permanecerá fiel a Él aun en medio de los más desatados huracanes de esta tierra; no será arrancado del seno de Dios ni por las tentaciones, ni por los sufrimien- tos; tendrá esperanza, aun cuando el cielo se nuble por encima de su cabe- za; pasará esta vida cantando aunque camine sobre espinas punzantes y piedras cortantes. ¡Qué feliz es el que sabe ver el rostro de Dios! ¿Es, pues, tiempo perdido el que dedicamos a este tema?

Pero aún hay más. ¿Por qué hemos de tratar de Dios?

Porque son tantos los que hablan contra El y tan pocos los que le glorifican.

Hablan contra Él escuelas filosóficas muy extendidas: el materia- lismo, el monismo, el panteísmo... Hablan contra Él amplias organiza- ciones: el socialismo, el comunismo, la masonería...

Fuerza es que también nosotros estudiemos las dos cuestiones deci- sivas: ¿Hay Dios? ¿Quién es Dios? A la segunda cuestión contestaremos en la tercera parte de este libro.

Preguntaremos al mundo: ¿Hay Dios? Preguntaremos a la humani- dad: ¿Hay Dios? Preguntaremos al alma: ¿Hay Dios? Preguntaremos a la vida humana: ¿Hay Dios? Y después, en el otro tomo, preguntaremos a la fe: ¿Quién es Dios? Y al final nos cuadraremos frente a todos los «sin Dios» y gritaremos con alegría: ¡Dios vive aún! ¡El Dios eterno vive!

Creo en Dios.

¡Qué opuestos son los pareceres de los hombres respecto de Dios! Dime, hermano, ¿qué piensas tú respecto de Dios? ¿Qué piensas tú de Dios? ¿A qué tipo de hombres perteneces?

Porque los hombres tienen una manera muy variada de opinar respec- to de Dios. Ahora voy a enumerarte todos los tipos; después medita tú a

cuál perteneces. Tú mismo has de contestar a las preguntas: ¿Qué piensas tú de Dios? ¿Es justo tu modo de pensar? ¿No tendrá que cambiar tu juicio equivocado?

II

¿QUÉ PIENSAS DE DIOS?

Pasemos, pues, revista a los diferentes tipos de hombres. 1.º En primer lugar, he de mencionar a los que niegan a Dios.

Bien es verdad que abundan los que defienden su ateísmo apoyándose en «argumentos científicos»; pero hay muchísimos que, sin aducir argumentos, sencillamente con su vida, niegan a Dios. Estos tales fueron conducidos a la incredulidad por el falso brillo de la ciencia huma- na o por la crudeza de la luchas por la vida, o por el sinnúmero de caídas morales que han de lamentar en su propio vivir.

Ellos se consuelan pensando que bastan la técnica y la ciencia para dar sentido a la vida humana.

¿Realmente, le basta al hombre la ciencia? ¡La ciencia nos sirve para explicar como funciona este mundo creado, pero por sí misma no ha enjugado aún una sola lágrima!

La técnica tendría que servir al hombre, pero muchas veces es ella quien le domina.

La cultura técnica ha acostumbrado a vivir de prisa, de forma precipitada, buscando lo novedoso. De ahí la producción acelerada en todos 1os campos, sin exceptuar el del arte. ¿Dónde pinta hoy un Rafael? ¿Dónde esculpe un Miguel Angel? Falta tiempo para realizar un trabajo semejante.

¡Ay de la humanidad que permite que los valores terrenos se pongan por encima de las exigencias más elevadas del alma! ¡Cree poseer las cosas, dominarlas, pero en realidad se deja dominar por ellas. Porque ¿de qué sirve poseer todo este mundo material si el espíritu se queda con hambre y vacío? Acontece lo que denuncia el profeta ISAÍAS: «El país

rebosa de plata y oro, y no tienen límite sus tesoros..., ante la obra de sus manos se inclinan, ante lo que hicieron sus dedos. Se humilla el hombre, y se abaja el varón» (Is 2, 7-9).

De qué sirve todo este mundo material si al final de nuestra vida nos parecernos a COLBERT, el gran ministro de Hacienda, que ya agonizante, se despidió de Luis XIV con estas palabras: «¡Ah, Sire, ojalá hubiese

trabajado tanto por Dios cuanto he trabajado por Vuestra Majestad!»

¡Pobres hermanas que negáis a Dios!

Y, sin embargo, la mayoría de los ateos no pertenece a este grupo, sino al de aquellos que fueron arrastrados al naufragio espiritual, no por la razón, por convencimiento, sino por sus pasiones desenfrenadas y su modo de vivir pecaminoso. «Dijo en su corazón el insensato: No hay Dios» (Sal 13, 1). Tienen pereza para pensar y no tienen fuerza para obrar bien. Niegan a Dios porque no pueden palparle con las manos y para poder seguir con su vida de pecado. El hombre se hace incrédulo para librarse de Dios. «Sin Dios, libre de Dios», se dice.

2.º A pesar de todo, la gran mayoría de la gente, es creyente, cree en Dios. Buscan a Dios, sólo que muchas veces por caminos errados.

Y aquí tenemos el otro tipo: el gran sector de las que buscan a Dios

por un camino equivocado. Hombres que quisieran creer en Dios, pero

dicen que «no creen, porque no tienen argumentos bastante fuertes». Son los que no quieren comprender que las pruebas racionales e históricas son muy distintas de las experimentales del laboratorio. Son los que desean pruebas matemáticas en un terreno donde son imposibles. Bien sienten ellos que debe haber un ser superior, perfecto; pero no quieren aceptar a Dios tal como se ha revelado, sino que se fabrican un Dios a su medida, para andar por casa. Llaman Dios al mundo, a la gran naturaleza, a la suma de las fuerzas naturales, etc.; pero aun así, con sus confusos conceptos respecto de Dios, con su terminología incomprensible, con los pasos titubeantes con que proceden en la oscuridad, dan testimonio elocuente del deseo natural que brota de la profundidad del alma humana: Dios tiene que existir.

3.° Llegamos a otro tipo; y éste —¡por desgracia!— no escasea entre los cristianos: los que creen en Dios, pero le conocen mal. Me dirijo a uno de ellos:

—¿Crees en Dios? —Creo —me contesta.

Y lo dice con toda sinceridad. Pero en su vida nada indica que tenga fe. No sería más escandalosa y desordenada su vida, de no creer en Dios. Tal fe equivale a una negación rotunda. Se puede negar a Dios no sólo con

la palabra, sino también con la vida.

El que cree en Dios ha de demostrarlo con los actos de su vida.

Santa, no basta con enternecerse al contemplar un portal de Belén en Navidad... Esto es desconocer a Dios.

Pero también le conocen mal aquellos que en la oración buscan más bien su propio consuelo que alabar a Dios; los que sólo rezan cuando «tienen ganas» de hacerlo; los que no van a Misa los domingos porque no sienten consuelos en ella; los que no ven en la religiosidad más que una emoción estética...

Y tienen una idea equivocada de Dios los que le consideran simplemente como un juez justiciero que está siempre al acecho para castigarnos si cometemos alguna falta, en vez de descubrir al Padre bonda- doso y Amigo que nos ama...; todas estas almas conocen mal a Dios.

4.º Existe otro tipo de ateo: los que están "desengañados" de Dios,

los que sufrieron una desilusión y han roto sus relaciones con El.

¿Quiénes son estos?

Quizá una mujer a la que le han ocurrido terribles desgracias. En el lapso de un año perdió al esposo, y después a su hijo único; y piensa para sus adentros: «¡Si hubiera Dios, no hubiese permitido tal desgracia!...»

Aquel otro se vio acaso reducido a la miseria por la crisis económica. Hubo tiempo en que vivió con holgura. Hoy todo lo ha perdido. Y al mismo tiempo ve cómo se enriquecen y suben como la espuma los que no se preocupan en lo más mínimo de Dios. «¡Si hubiese Dios, no permitiría semejante cosa!...»

Un tercero dice que no ha dañado a nadie en toda su vida...; que ha servido con lealtad a Dios... y ahora tiene que sufrir una desgracia tras otra... «¿Cómo puede permitirlo Dios?...»

El de más allá dice: «¡Tanto como he rezado! ¡Y con tanto fervor! Y no he conseguido lo que pedía. Ahora yo tampoco quiero preocuparme de Dios.»

5.° Finalmente están los creyentes: los que conocen bien a Dios y le honran y aman como es debido. Se entregaron a su amor con toda el alma. Desean conocerle y amarle cada vez más y quieren cumplir con perfección creciente su santa voluntad. Poco a poco Dios va santificando sus almas, haciéndolas más parecidas a Él. Son las almas que alaban al Creador omnipotente del Universo, porque «en Él existimos, nos movemos y somos», quien lleva cuenta hasta del cabello que cae de nuestra cabeza, que sostiene en sus quicios el Universo inmenso, pero que, al mismo tiempo, no deja de ser nuestro Padre amoroso.

¿Qué significa Cristo para muchos de nosotros? ¡No para los incrédulos! ¿Es tan sólo un personaje histórico, que vivió hace unos dos mil años, y nos enseñó que estamos redimidos..., cuyas doctrinas siguen pregonándose en nuestras iglesias..., y nada más?

No, Cristo es Dios, nuestro Redentor, y sus palabras siguen reso- nando con gran vigor en millones de almas. El es el que nos impulsa a hacer una obra buena, el que nos da la fuerza para vencer la tentación, el que nos perdona cuando arrepentidos le pedimos perdón...

¿Es así realmente? Cristo sigue vivo para mí.

¡Creo en Dios! ¿De verdad creo en Dios? ¿Pronuncio el nombre de Dios dándome cuenta realmente de lo que significa?

Resumiendo, en este capítulo he propuesto estas preguntas: ¿Qué

piensas de Dios? ¿Piensas de El como es debido?

Piensa rectamente de Dios el que sigue la senda de sus Mandamientos. Al promulgar el Señor los diez Mandamientos, dijo así:

«Yo soy el Señor Dios tuyo... No tendrás otros dioses delante de Mí» (Ex

20, 2-3).

El peligro de adorar a dioses extraños tienta seductoramente también al hombre actual. Éste, al principio, tan sólo quiere rendir culto a los ídolos al mismo tiempo que al Dios verdadero; pero aquéllos —dinero, sensua- lismo, fama, vanidad, poder...— van conquistando cada vez más terreno, y llegan, finalmente, a excluir por completo del alma el culto del Dios verdadero.

¿Quién piensa, pues, rectamente de Dios? El que cree en El, pero tan

sólo en El, y sólo a Él le adora. Le adoro a El, por quien fueron hechas

todas las cosas, y por quien siguen subsistiendo; a El coloco en el centro de mi alma y de toda mi vida. A Él rindo homenaje, no sólo ante los altares en que se celebra el sacrificio eucarístico, sino ante el altar en que sacrifico todos mis deseos desordenados, todas mis pasiones pecaminosas. Y cuanto más veo que la vida de muchos hombres no es otra cosa que un continuo culto idolátrico, con tanta más vehemencia brota en mí la decisión firme de dar, por lo menos yo, una compensación a Dios comportándome como hijo fiel. Creo en Dios y quiero ser hijo obediente del Padre celestial.

CAPÍTULO IX

¿QUÉ DICE EL MUNDO: HAY DIOS?

El símbolo de los Apóstoles empieza con estas palabras: «Creo en un

solo Dios», y no hay otra frase humana que exprese una verdad más

importante, más decisiva.

¡Creo en un solo Dios! Creo que hay por encima de este mundo un

Ser de infinita majestad, de quien procede todo y a quien vuelve todo. Creo que hay Dios.

¿Pero no hago más que creerlo? ¿La razón nada me dice tocante a Él? ¿No puedo acercarme también con la razón a Dios? ¿Tan sólo debo creer que hay Dios, o también mi razón descubre la existencia de Dios?

Soy cristiano, soy católico, nací en el seno del catolicismo, pero no me basta que al nacer pusieran en mi cuna el rico presente de esta fe. Es verdad; difícilmente habría podido recibir un presente más hermoso, más noble, más provechoso, más edificante; lo agradezco también a mis padres de todo corazón.

Pero ahora..., ahora que sé pensar y discurrir personalmente, he de enfrentarme a la difícil pregunta: ¿Mi fe se apoya realmente en la verdad? Desde hace años mi corazón reza: Creo en un solo Dios..., pero ahora deja oír su voz también la razón y clama: Señor, Dios, ¿existes realmente, vives

en verdad? Lo pregunto a los cometas que corren velozmente por los

espacios siderales, lo pregunto a la espiga que se mece al soplo del aire, lo pregunto al pájaro que prorrumpe en trinos, lo pregunto a todo el inmenso universo: ¿Hay Dios? ¿Dios existe de veras? Lleno de mi grito el mundo entero, y espero el eco...

¿Hay Dios realmente? Propondré la seria cuestión y esperaré el eco:

del macrocosmos en este capítulo; del microcosmos, en el capítulo siguiente.

Pero antes de emprender nuestro camino para buscar en el gran universo las huellas de Dios, he de tratar con toda brevedad una cuestión previa: ¿no puede tildarse de excesivamente atrevida empresa semejante?

la religión por completo al dominio de la fe, y que en este punto debe prescindirse del trabajo de la inteligencia. «Yo creo lo que enseña mi religión, pero no indago con la razón si realmente es verdad lo que me dice o no», dicen algunos. Este raciocinio no me satisface. Yo creo en Dios, pero no ando a ciegas; justamente porque soy hombre, hombre dotado de razón, no quiero prescindir tampoco de ella en materia de fe. Y como quiera que todo el fundamento de mi vida religiosa es mi fe anclada en Dios, por esto quiero estudiar con toda seriedad la cuestión.

Creo que hay Dios, pero ¿en qué me fundo para creerlo? ¿Lo creo

porque así me lo enseñaron mis padres? Es uno de los motivos; pero éste solo no puede satisfacerme. Creo, porque también me induce a ello el entendimiento, porque también lo exige mi corazón, y porque lo pregona la creencia general de toda la humanidad ¡Hay Dios! ¡Tiene que existir Dios!

Por lo tanto, mi divisa será: ¡No sólo fe, sino también ciencia! SAN

PABLO exige un «culto racional» (Rom 12, 1) y no una fe ciega.

Es verdad; no veo a Dios, no puedo palparle. ¿Podré, pues, decir: «Sé que hay Dios»? Sé que 2 + 2 = 4; esto lo sé y no tengo que creerlo. Sé que una manzana entera es mayor que su mitad; esto lo sé y no tengo que creerlo. Tal ciencia —certeza llamada matemática—no puedo tenerla respecto de Dios. Pero puedo tener otra clase de certeza; puedo llegar a Él mediante deducciones.

Se cometió un asesinato..., llega la policía..., nadie vio al malhechor..., pero allí están las huellas que dejó: las impresiones digitales, y merced a éstas se descubre al autor. Que mis queridos lectores no se escandalicen del símil un poco extraño: a Dios tampoco le vemos, pero

llenó el universo entero con las impresiones de sus manos. Ahora, pues,

acometamos la empresa de descubrir al autor de la obra: descubrir al Creador del mundo.

I. ¡Qué incomprensiblemente grande es este mundo! II. ¿Quién es su

Creador?

I

¡QUÉ GRANDE ES EL MUNDO!

Todo hombre —si no tiene un corazón de piedra— siente su alma presa de una emoción profunda, de un sentimiento misterioso, inefable,

cuando en una noche de agosto mira el cielo estrellado.

¿Cuál es este sentimiento misterioso? Al contemplar la bóveda tachonada de estrellas, aun hoy sentimos, y quizá más intensamente todavía, lo que sintió hace tiempo el gran filósofo griego ARISTÓTELES. El

mismo escribió en cierta ocasión: «Así como a quien desde la montaña Ida, cerca de Troya, se contempla el desfile ordenado y preciso del ejército griego en el llano —delante los jinetes, detrás los infantes—, tendría que ocurrírsele que necesario es un jefe que ordene los diversos cuerpos de ejército y rija los movimientos de los guerreros;

así como el marino que desde lejos ve acercarse un navío con las velas henchidas por viento favorable, forzosamente ha de pensar que hay en la embarcación un timonel que la guía y orienta hacia el puerto

de la misma manera los que miraron por vez primera la bóveda celestial y vieron cómo describe su carrera el Sol desde el levante hasta el poniente, y contemplaron las filas bien ordenadas de las estrellas, buscaron al Maestro creador de tan sublime orden del universo, por pensar que todas estas cosas no pudieron hacerse casualmente, sino que tienen que proceder de un Ser poderoso y eterno.»8

Y, sin embargo, Aristóteles no tenía aún telescopios; él había de contentarse con mirar sólo con sus ojos el cielo estrellado. Y ¿qué habría dicho en el caso de que hubiese podido usar los grandes telescopios

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